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A modo de introducción Este trabajo recoge dos ensayos sobre México, o mejor dicho, dos ensayos sobre lo que se dice que es México. Se trata de "ensayos" en el sentido técnico del término: aventuramos explicaciones, comprometemos tesis, tanteamos soluciones, cometemos indiscreciones académicas. El filósofo alemán Theodor W. Adorno, atacó al ensayo tildándolo de producto ambiguo de la cultura alemana. No le faltaba razón, si por ambiguo entendía poliformo y dinámico; se equivocaba si por ambiguo entendía falso. El ensayo es una aproximación a lo que no admite un tratamiento rigurosamente matemático. El ethos, el Volkgeist, el alma de un pueblo no es una muestra de laboratorio que pueda ser analizada en una prueba, y menos aún un cadáver disecado. Nosotros ensayamos dos aproximaciones a México. Pero ensayar no es declamar. El ensayo desarrolla argumentos y requiere puntos de apoyo. Eso hemos intentado en este texto, argumentar y fincar. No faltan, por ello, los datos eruditos, las citas, las referencias históricas, y las reflexiones filosóficas. Hay momentos en que nuestro trabajo es muy expositivo, pero a continuación interpretamos y apostamos por una tesis. Ambos trabajos admiten ser leídos por separado. Pero también pueden ser leídos seguidamente. Nosotros recomendamos esta última posibilidad. Una línea de pensamiento craza los dos ensayos: la preocupación por reconciliar los contrarios que presenta el pueblo mexicano. Los opuestos parecen constituir la vida misma de nuestro país. Se ha dicho hasta la saciedad que México es el país de los contrastes, que no hay un México sino muchos Méxicos. La frase podría ser más o menos retórica, pero lo cierto es que los claroscuros están ahí, presentes, incuestionables. En nuestra opinión, la expresión "identidad nacional" se ha erosionado por un uso puramente retórico. El discurso oficialista —presente incluso en la intelligentzia neoliberal— ha vaciado de contenido el término. Obviamente nosotros no redimiremos en estas páginas la semántica de "identidad y conciencia nacional". Nuestra pretensión es modesta. En el primer ensayo, apuntamos cómo el barroquismo criollo acertó al reivindicar el pasado —incluso a costa de una cierta mitificación—y al encontrar un medio plástico

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Page 1: cursosluispatinoffyl.files.wordpress.com · Web viewSe ha renunciado al intento. No deja de ser elocuente este desencanto histórico. El perfil del hombre y la cultura en México

A modo de introducción

Este trabajo recoge dos ensayos sobre México, o mejor dicho, dos ensayos sobre lo que se dice que es México. Se trata de "ensayos" en el sentido técnico del término: aventuramos explicaciones, comprometemos tesis, tanteamos soluciones, cometemos indiscreciones académicas. El filósofo alemán Theodor W. Adorno, atacó al ensayo tildándolo de producto ambiguo de la cultura alemana. No le faltaba razón, si por ambiguo entendía poliformo y dinámico; se equivocaba si por ambiguo entendía falso. El ensayo es una aproximación a lo que no admite un tratamiento rigurosamente matemático. El ethos, el Volkgeist, el alma de un pueblo no es una muestra de laboratorio que pueda ser analizada en una prueba, y menos aún un cadáver disecado. Nosotros ensayamos dos aproximaciones a México.

Pero ensayar no es declamar. El ensayo desarrolla argumentos y requiere puntos de apoyo. Eso hemos intentado en este texto, argumentar y fincar. No faltan, por ello, los datos eruditos, las citas, las referencias históricas, y las reflexiones filosóficas. Hay momentos en que nuestro trabajo es muy expositivo, pero a continuación interpretamos y apostamos por una tesis.

Ambos trabajos admiten ser leídos por separado. Pero también pueden ser leídos seguidamente. Nosotros recomendamos esta última posibilidad. Una línea de pensamiento craza los dos ensayos: la preocupación por reconciliar los contrarios que presenta el pueblo mexicano. Los opuestos parecen constituir la vida misma de nuestro país. Se ha dicho hasta la saciedad que México es el país de los contrastes, que no hay un México sino muchos Méxicos. La frase podría ser más o menos retórica, pero lo cierto es que los claroscuros están ahí, presentes, incuestionables.

En nuestra opinión, la expresión "identidad nacional" se ha erosionado por un uso puramente retórico. El discurso oficialista —presente incluso en la intelligentzia neoliberal— ha vaciado de contenido el término. Obviamente nosotros no redimiremos en estas páginas la semántica de "identidad y conciencia nacional". Nuestra pretensión es modesta. En el primer ensayo, apuntamos cómo el barroquismo criollo acertó al reivindicar el pasado —incluso a costa de una cierta mitificación—y al encontrar un medio plástico y literario, adecuado para expresar esos claroscuros y contrarios tan propios de un pueblo joven, fruto de uniones y conquistas. En el segundo ensayo hablamos del surrealismo. Es un tópico común la frase "México es un país surrealista". Se acude a ella para "explicar" la ineficiencia, la irracionalidad, la irresponsabilidad, la arbitrariedad de tantas leyes y mecanismos de poder, de tantas actitudes personales y sociales. Sin embargo, el surrealismo es algo más complejo. Es una actitud antilustrada, como sólo puede haberla en los países de raigambre ilustrada, que pretende encontrar en México una región aún no manchada por el racionalismo. El surrealismo, además de falso, es estéril. Es falso porque México, aunque primitivo y premoderno en muchos aspectos, es un país que juega en el escenario de la modernidad neoilustrada: globalización, democracia, libre mercado. Es estéril porque la exaltación de la magia y la irracionalidad no resuelve nada. No obstante, el surrealismo se apunta un tanto a su favor al percatarse de la insuficiencia del modelo ilustrado — y nosotros añadiríamos neoilustrado y neoliberal— para comprender y desarrollar nuestro país.

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Que son dos movimientos culturales —con un fuerte componente artístico— los que se percatan de esa insuficiencia y no una doctrina filosófica o económica no es simple coincidencia. El ethos de un pueblo no es pensamiento puro ni mero sistema de producción. La vida de un pueblo es cultura: arte, lengua, costumbres, mercado, gobierno. Es lógico que un movimiento cultural sea más apto para aproximarse a esa riqueza y multiformidad, que un sistema duro de pensamiento.

Finalmente, no quisiéramos terminar sin expresar nuestro agradecimiento a los organizadores del Premio Nacional de Ensayo "Raúl Rangel Frías" y a Marco Vinicio Payan por su ayuda en la elaboración de este texto.

EL BARROCO CRIOLLO

Una visión mexicana del mundo

La esencia de lo mexicano, el romanticismo y el positivismo

La llegada de los exiliados españoles a México, o como ellos prefirieron ser llamados, "los transterrados", es un parteaguas en la historia intelectual de nuestro país. Primero el positivismo y después la revolución armada, rompieron los frágiles lazos que teníamos con la filosofía y el pensamiento humanístico europeo durante el siglo XIX. La llegada de los transterrados contribuyó decididamente al resurgimiento de la filosofía académica en México y permitió liberarse de una tradición positivista antifilosófica (y todo lo que tal tradición implica). No conviene minusvalorar la influencia que Gabino Barreda y, posteriormente, los Científicos porfiristas tuvieron en la conformación cultural de nuestro país. Barreda, fundador de la Escuela Nacional Preparatoria, fue ferviente admirador de Comte, y gozó de poder durante el liberalismo. El grupo de los Científicos, inspirado en el darwinismo social de Spencer, tuvo ascendiente en la cultura del Porfiriato. Leopoldo Zea ha demostrado suficientemente el grave retraso que implicó el positivismo en la conformación de lo que podríamos denominar, vaga y ambiguamente, una conciencia de la propia identidad.

El positivismo es hijo de la Ilustración —si bastardo o legítimo es otro asunto—y por ende, junto al primado de la razón instrumental, savoir pour pouvoir, el positivismo detenta el universalismo y cosmopolitismo propio de la burguesía.

Marx tenía razón cuando afirmó "el capital no tiene patria". La burguesía es un estrato de alguna manera supranacional, pues requiere para su óptimo desarrollo de una paulatina difuminación de las fronteras económicas. El positivismo no ha sido un marco teórico propicio para el desarrollo de las conciencias nacionales. El ciudadano ilustrado es un petit bourgois, más ciudadano del mundo que de una nación. El nacionalismo es compatible con la modernidad ilustrada única y exclusivamente en la medida en que las fronteras nacionales son compatibles con el desarrollo del proyecto económico. La prueba de ello la encontramos en la actual Comunidad Europea, donde el nacionalismo catalán o flamenco han encontrado fórmulas de convivencia tal que, manteniendo la identidad cultural, no han sacrificado su desarrollo económico en aras de un

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eihos. Los Lände alemanes son también una muestra de los alcances y límites de esta simbiosis entre nacionalismo y burguesía.

El romanticismo es, sin duda, la primera reacción contra este universalismo ilustrado y positivista. Frente a los ideales de una humanidad abstracta y homogénea, el romanticismo propugna por el hombre singular y concreto, definido por sus particularidades culturales y raciales. El romanticismo, especialmente sus vertientes menos refinadas, se convierten en bandera de diversos tipos de nacionalismos, como el nacionalismo polaco y checo, en contra de imperios universales, como el austro-húngaro.

En Europa, el romanticismo llega a ser un dique sólido contra la modernidad ilustrada en la medida en que el romanticismo logra beber de la cultura clásica. El romanticismo europeo no se agota, ni mucho menos, en la figura carismática e inconsistente de Lord Byron. La excentricidad de un Byron, incapaz de oponer un dique eficaz al racionalismo exacerbado, se ve compensada en Europa con la figura de Goethe y la Escuela de Jena. El romanticismo europeo evoluciona de Las cuitas del joven Werther a Doktor Faust. La primera es una obra donde la sensibilidad se desborda y exaspera; donde el sentimentalismo deviene exotismo, y donde el amor se torna en irracionalidad. A partir de Las cuitas del joven Werther no es posible desarrollar un proyecto cultural capaz de contener a la Ilustración. Por el contrario, Fausto es una obra cuyas raíces se hunden en el pensamiento clásico sin perder sus tradiciones particulares; el mundo germánico y helénico están presentes en esta obra. En Fausto el racionalismo es criticado a partir de sí mismo. El doctor Fausto se percata de la insuficiencia de la sabiduría y la ciencia. Echa mano del amor, entendido primero como la experiencia estética brutal y, en un segundo momento, como una auténtica experiencia ética y religiosa. Este sesgo del romanticismo, representado por Goethe hace del romanticismo alemán, y por repercusión el romanticismo europeo, un movimiento cultural sólido, que permite que algunos núcleos de la intelligentzia europea superen, muy tempranamente, la mitología ilustrada.

Dicho de otro modo, la dimensión clásica—grecolatina— del romanticismo alemán le permitió alcanzar un carácter universal, entendido aquí en el sentido etimológico del término, el "uno" en la diversidad. La maravillosa síntesis lograda por el romanticismo alemán (no puede olvidarse que Hölderlin fue compañero de habitación de Schelling y de Hegel en el seminario de Tubinga) fue la de haber afirmado en su pueblo su vocación universal sin negar su identidad particular (Volkgeist). Como acertadamente observó Alfonso Reyes, clásico es aquello que, sin dejar de estar anclado en unas coordenadas espaciotemporales, es al mismo tiempo universal. Y es universal —afirmaba Reyes— porque en lo clásico se reconoce el hombre. Lo clásico habla al hombre. Todos reconocemos en Penélope a la mujer fiel, en Ulises al hombre astuto y en Héctor, al padre y esposo esforzado.

El acierto de Goethe es haber hincado si romanticismo en el terreno firme de lo clásico y no quedarse en las ramas, más o menos vistosas, de lo folklórico, lo pintoresco y lo sentimental. De esta suerte, el patetismo del romanticismo alemán descansa en el drama de ser hombre, en la ciencia misma de la humanidad, y no en el sufrimiento circunstancial, aunque intenso, de tal o cual acontecimiento. Fausto es el ejemplo de lo primero; Las cuitas del Werther el ejemplo del segundo.

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Pero si Mittel Europa, y de alguna manera Francia, gozó del influjo de este romanticismo clasicista, no podemos decir lo mismo del romanticismo español, más o menos ayuno de clasicismo y bien empapado de emotividad. Sin negar los méritos artísticos de autores como Bécquer, salta a la vista que se trata de un romanticismo esteticista —aísthesis, sensibilidad— y no de un romanticismo clasicista y filosófico al estilo alemán.

No es casualidad que el español Zorrilla, haya escrito parte de Don Juán Tenorio, en México, como ayudante de Maximiliano de Habsburgo. El romanticismo mexicano bebió fundamentalmente en las fuentes del romanticismo español y no en las fuentes del romanticismo alemán. A México llega la versión esteticista del romanticismo, la primera elaboración, la de Las cuitas del joven Werther y no la de Doctor Fausto. Al fin y al cabo, el Fausto alcanza su verdadero patetismo solamente en un país con una tradición medieval y universitaria, donde la sabiduría es todo un modo de vida y una categoría existencial.

Una revisión del romanticismo mexicano arroja, desde el primer momento, un hecho incontrovertible: el romanticismo mexicano es ante todo un romanticismo artístico, un romanticismo literario. En México, el romanticismo no alcanza la talla de un movimiento intelectual al estilo de la Escuela de Jena. En México, ningún romántico tiene, ni por asomo, la universalidad de autores como Hölderlin y Goethe.

La consecuencia salta a la vista: nuestro romanticismo, con ser interesante, está más cerca del Tenorio que de Fausto, y del pintoresquismo que del universalismo. El romanticismo mexicano nace sin vocación de universalidad. Su sello de marca es lo mexicano, en su vertiente nacionalista, y el amor frustrado, en su vertiente lírica.

Un romanticismo de este estilo no puede, de ninguna manera, hacer frente a la arrolladora solidez de la modernidad ilustrada. El positivismo liberal masacra fácilmente con sus ideales de orden y progreso a un romanticismo de tal índole. El positivismo liberal en México, sí es capaz de ofrecer un proyecto equivocado de país, a diferencia del romanticismo, el cual no puede ofrecer sino decorados de escayola y poesías más o menos azucaradas, o en el mejor de los casos, un nacionalismo arqueologista y arengas poéticas en favor de los desposeídos.

El positivismo fue la única ideología capaz de dotar en el siglo XIX a México de una estabilidad, de una meta clara y de unos medios para alcanzarla. El Porfiriato podrá ser todo lo criticado que se quiera (su anquilosamiento político, su pésima distribución de la riqueza), pero supo hallar en el positivismo, o hacer del positivismo, una palanca ideológica para poner en marcha un proyecto nacional de país.

Desafortunadamente, lo hemos dicho ya líneas arriba, el positivismo lleva de marca el sello del universalismo aséptico. El positivismo mexicano no fue la excepción. A partir de la Ilustración positivista no fue posible la construcción o el descubrimiento de una identidad, de un ethos. El Volkgeist alemán se formó, en muy buena medida, a partir de un romanticismo universalista. En México, el romanticismo fue incapaz de proporcionar una base para la toma de conciencia; el positivismo sí lo fue: sus metas fueron, desde el primer momento, la "universalización" de nuestro país, o dicho en terminología neoliberal, la globalización. Ya Samuel Ramos en su célebre ensayo EL perfil del hombre y la cultura en México ejemplificó la ridiculez que

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significa construir casas con mansardas de pizarra, al estilo parisino, en pleno Paseo de la Reforma en la ciudad de México, como si hubiese nevadas a estas latitudes. La oligarquía porfiriana—es todo un tópico— se afanó por integrase cuanto antes a la sociedad moderna, a la civilización occidental, aunque fuera sólo externamente. Se explica así, que los García Icazbalceta, prominente familia, "jugara" a la caza de la zorra inglesa en sus haciendas azucareras, teniendo que importar las zorras de Europa y vistiendo, por si fuera poco, incómodos trajes de lana ingleses, en las tropicales tierras de Morelos. Tal actitud es de lo más contrario a la auténtica toma de conciencia. Para decirlo en términos hegelianos, se trata de una etapa de mera exterioridad: no hay una interioridad, y por tanto, lo único que queda es la integración al mundo "exterior" a través de la imitación de formas igualmente externas. Basta visitar los barrios elegantes de principio de siglo para observar la poca adaptación de los modelos afrancesados a las circunstancias climáticas y culturales. Lo mismo en Tabasco que en Nuevo León, en Tlaxcala que en Yucatán los arquitectos porfiristas construirán los mismos tipos de edificios. Lo importante es parecer moderno.

Mientras que el romanticismo alemán alcanza la identidad a través de la interioridad, el romanticismo mexicano se vierte en la exterioridad y en el sentimiento (que es el grado ínfimo de interioridad). Es lógico que este romanticismo sucumbiera, insistimos, ante los embates de un positivismo que se presentaba a sí mismo como mesiánico. Positivismo, por cierto, que gozaba de todo el prestigio de los avances de la ciencia y la tecnología: luz eléctrica, trenes, fonógrafos, en una palabra, la modernidad.

Con el riesgo propio de cualquier generalización, podemos afirmar que México vivió con la conciencia adormecida casi tantos años cuanto la filosofía académica estuvo marginada de la universidad mexicana. Ya bastante se ha escrito respecto al Ateneo de la Juventud, como primer signo del despertar del abotagamiento de la conciencia mexicana. El muralismo es también otro momento importante de este sacudirse la modorra en favor del desarrollo de una conciencia nacional. El tercer momento es, precisamente, al que ya nos hemos referido, la llegada de los transterrados.

De entre ellos, destaca, sin duda, la figura de Gaos, cuyo bagaje de filosofía alemana, permitió a sus discípulos el desarrollo de una filosofía de la conciencia y de la dialéctica que diera pié a lo que se ha dado en llamar "filosofía de lo mexicano", "filosofía latinoamericana", etcétera.

Hasta qué punto esta filosofía de lo mexicano resultó un acierto no nos corresponde dilucidarlo en este ensayo; apuntamos, sin embargo, algunas ideas al respecto. El agotamiento histórico de este "estilo" de hacer filosofía. La figura de Samuel Ramos continúa incólume: su importancia es indiscutible para la filosofía y la cultura en México. Pero hoy por hoy, prácticamente ningún académico hace este tipo de filosofía. Se ha renunciado al intento. No deja de ser elocuente este desencanto histórico. El perfil del hombre y la cultura en México continúa siendo, con todo, uno de los best sellers de la filosofía en nuestro país. Con mayor o menor frecuencia se habla de "identidad cultural" y de "conciencia nacional". Y es que el tema del ethos mexicano está aún por resolverse. En estricto sentido, en cualquier país está siempre por resolverse, pues no admite un tratamiento científico positivo. La identidad de un pueblo no es algo que admita ser estudiado como el DNA de un animal. £n consecuencia, el ethos es algo perennemente abierto y sujeto a discusión, lo mismo en la vieja Europa que en África o en México.

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No obstante, siendo México un país joven —no cumplimos aún nuestro bicentenario de independencia— es lógico que el tema aflore con mayor frecuencia y que se carezca de los suficientes elementos para abordar este asunto. Universidades como La Sorbona y Cambridge tienen más años de historia que México, incluyendo a los aztecas. Somos, sin duda, un pueblo realmente joven.

La tesis de este ensayo es relativamente sencilla. Sostenemos que el barroco, entendido como movimiento cultural y no exclusivamente como un movimiento artístico, fue capaz de expresar con firmeza los rasgos de eso que hemos llamado ambiguamente "identidad cultural". Este movimiento recogió y creó, en nuestra opinión, las grandes pinceladas del ethos mexicano. El barroco está en la formación de la identidad nacional como también de alguna manera surrealismo. Desafortunadamente, la Ilustración fue un duro golpe para este proceso de acrisolamiento de la identidad y, como hemos señalado, la ausencia de un romanticismo sólido llevó a que el proceso de maduración de la identidad cultural se alargara innecesariamente.

A continuación describiremos algunos rasgos del barraco, para después abordarlo desde una perspectiva exclusivamente mexicana.

Semántica del barroco

El origen y etimología del término barroco son inciertos. Benedetto Croce hace derivar la etimología de la figura silogística baroco, una de las figuras más artificiosas y menos útiles en la lógica escolástica. Parece imponerse, sin embargo, la etimología más sencilla: barroco viene de barrueco, término utilizado para designar las perlas irregulares, cuyos contornos caprichosos semejan peñascos.

El barroco, como el romanticismo, ha tenido que pasar por un proceso más o menos largo de reivindicación cultural. La historia del arte y del pensamiento ha sido escrita, hasta bien entrado el siglo XX, desde una perspectiva, ilustrada, que ha impedido reconocer al barroco y al romanticismo todo su valor. Cuatro son los mitos o malentendidos que se han propalado sobre el barroco. Consideramos relevante mencionarlos, porque si no nos libramos de ellos, de esas deformadas concepciones del barroco, no se entenderá en qué sentido afirmamos que el barroco novohispano es expresión y génesis de nuestra identidad cultural.

Primero, pensar que el barroco es un fenómeno cuyo nacimiento, muerte y decadencia se sitúa en la historia hacia los siglos XVII y XVIII y que sólo se produjo entonces en la historia occidental. Frente a esta idea, algunos autores y críticos de artes plásticas, se han percatado de que el "barroco" es uno de los extremos de la bipolaridad en el desarrollo del arte. Dicho de otra manera, "barroquismo" y "clasicismo" son dos fenómenos que se repiten cíclicamente en la historia de la humanidad. En este sentido, el barroquismo —palabra que utilizaremos de ahora en adelante para designar este fenómeno cíclico y distinguirlo del barroco strictu sensu— es una expresión espontánea del espíritu humano. El espíritu humano presenta una dialéctica interna en la cual convergen o median una tendencia clasicista y una tendencia barroquista, que tensan y rasgan el alma humana y todas sus creaciones: el arte helénico y el helenístico, el románico y el

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gótico flamígero, y el abstraccionismo geométrico de la Sección de oro y el surrealismo, tema del segundo ensayo de este texto.

Secundo mito, pensar que se trata de un fenómeno exclusivo de la arquitectura, de la escultura y la pintura. Se olvida que existe todo un pensamiento barroco, que no se agota exclusivamente en una literatura lírica y vacía. Existe, propiamente hablando, un pensamiento barroco, tal sería, por ejemplo, el caso de Baltasar Gracián en España, cuya influencia en la Nueva España, por cierto, no ha sido aún estudiada con suficiente atención.

Tercero, pensar que el barroco es un estilo patológico, monstruoso y de mal gusto. Este prejuicio, típicamente ilustrado, llegó a la Nueva España con los afrancesados. El abandono del barroco implica —eso creían— una modernización, una "europeización'. Sostenemos que la negación del barroco por mor del afrancesamiento implicó la detención de un proceso natural de maduración cultural. No deja de ser llamativo que el barroco haya venido a ser reivindicado durante el siglo XX. El movimiento neocolonialista, González Obregón, Artemio de Valle Arizpe, aunque muy criticados por su estilo arqueologista y poco compromiso con las realidades sociales de nuestro país, jugó un papel importantísimo en este exorcismo del barroco. El neocolonialismo sacudió algunos prejuicios de la modernidad ilustrada y permitió rescatar medianamente un pasado virreinal, prohibido hasta entonces por el progresismo liberal.

Cuatro, pensar que el barroco se produce como una especie de descomposición del estilo clásico del Renacimiento. Esta postura es defendida incluso por autores de renombre mundial como William Fleming en su libro Música, arte e ideas. Este mito es particularmente falso en el caso mexicano, donde el barroco no surge de la descomposición de un Renacimiento que nunca se dio. Aunque algunos de los españoles del XVI hayan llegado a México trayendo ideas renacentistas, la necesidad de una nueva fundación no permitió que se diera un renacimiento. Basta voltear los ojos a los conventos mexicanos del siglo XVI para constatar que la arquitectura del XVI mexicano no tiene nada que ver con la arquitectura renacentista italiana. El XVI mexicano es un amalgamamiento —encuentro o choque, lo mismo da— entre dos cosmovisiones, donde la europea tiene, a la fuerza, que asumir algunos elementos importantes del Nuevo Mundo. La estética, política y ética que se vive en el Nuevo Mundo no es, de ninguna manera, la misma que se vive en el Viejo Mundo. El barroco mexicano no tiene como único antecedente el renacimiento, le antecede también un estilo típicamente indiano: el tequitqui. Arte europeo interpretado por la mano de obra indígena y para la mentalidad indígena.

Contenido del barroco

El espíritu del barroco difícilmente encuentra mejor expresión que la frase de Bernini: "El hombre es tanto más semejante a sí mismo cuanto más se mueve". El barroco pretende mostrar esa identidad a través del movimiento. Todo estilo artístico o toda corriente de pensamiento que pretende captar la esencia humana como algo terminado, como una esencia fija e inmutable, asesina lo esencial del ser humano: la vida. La vida es movimiento, mutación, adaptación. La vida es espontaneidad e innovación. Una imagen del hombre que no "captura" este movimiento no es auténtica, es una caricatura. Bernini parece adelantarse a Bergson y a José Vasconcelos, para

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quienes el hombre sólo es hombre en la medida que está moviéndose, que está cambiando. La paradoja es patente: el hombre sólo alcanza identidad como ser humano en la medida que acepta que esa identidad no es fijeza, no es una esencia estática.

Ninguna unidad es posible sin la confrontación: la unidad arquitectónica se alcanza confrontando formas, la unidad de una pieza musical se alcanza por el contrapunto, la unidad de un poema se alcanza oponiendo metáforas, la unidad de un cuadro se logra por el claroscuro, la unidad de la fe se alcanza por luces de caridad y obscuridades de fe.

La unidad es un tema del barroco, pero no se trata de una unidad terriblemente homogenizadora, se trata de una identidad alcanzada únicamente a través de la alteridad, de la diferencia. Sin oposición no hay unidad. El hombre es la unidad suprema del mundo, porque es eso, alteridad, tensión, diferencia. Baltasar Gracián describe al hombre como constante cambio. Salta a la vista, desde este momento, que la complejidad del universo mexicano, donde conviven alternancias, tensiones y diferencias que aún no han sido borradas o difuminadas por los siglos, haya encontrado el barroco una expresión de su constante cambia, de su proceso de maduración.

El barroco es un movimiento cultural de síntesis que no anula las diferencias, sino que convive o, mejor dicho, subsiste gracias a ellas. Mientras que el clasicismo apela a una unidad monolítica, a una unidad tan simétrica que cada uno de los elementos de la unidad tiene que subordinarse al todo (qué es una columna clásica fuera del Partenón), la unidad barroca apela a los contrastes. Basta mirar un cuadro del novohispano Cristóbal de Villalpando para hacerse cargo de que la unidad no está lograda a costa de la uniformidad: cada uno de los colores, de los contrastes, de las figuras en movimiento, propicia la unidad. Por el contrario, la mentalidad ilustrada entiende la unidad en términos de uniformidad. No es casualidad que el Estado —con mayúscula, decidió Richelieu el modernizador de Francia— sea un invento moderno, una entidad que, al menos en su versión original, uniforma a los habitantes bajo el rasero de la ciudadanía. La equalité y la fratemité de la revolución fraterna pueden ser interpretadas precisamente como eso, como un desconocimiento de la gama de relaciones sociales que no son igualitarias ni uniformes. Algún autor contemporáneo ha hecho notar la incapacidad del pensamiento revolucionario francés para entender las relaciones entre paternidad y filiación, que de suyo no son igualitarias. También es un lugar común hablar de cómo la carta de ciudadanía, la "igualdad" de los hombres, termina desprotegiendo a los más débiles y pobres, precisamente porque desconoce esa desigualdad. La familia, la sociedad tienen una textura, un relieve, con simas y cimas, con pendientes y peñascos. También el pensamiento humano los tiene. La modernidad ilustrada es incapaz de asumir esta disparidad y, en un intento, noble pero ingenuo, crea igualdades ficticias que terminan por aniquilar las alteridades —en el mejor de los casos— o expulsar a los diferentes del todo social y cultural. En el Estado moderno las alteridades pretenden ignorarse; en el Imperio al viejo estilo (que se corresponde con el barroco) las diferencias coexisten, o mejor dicho, dan existencia al mismo Imperio. Frente al código napoleónico —un mismo derecho para toda Europa— las Leyes de Indias —unas leyes especiales para lugares especiales— son el desafío de una estructura totalizadora, ilustrada la primera, barroca la segunda; eficaz la primera, humana la segunda.

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Pero el costo del barroco es la angustia. La modernidad ilustrada es naturalmente optimista. Condorcet y Voltaire ya nos habían hablado del perpetuo progreso logrado a partir de la razón instrumental, un mesianismo secularizado que llegaría a México únicamente a partir de la independencia, y, particularmente, a partir del triunfo del liberalismo La modernidad ilustrada tiene una fe ciega en la racionalidad instrumental como medio para hacer mejores hombres; la racionalidad instrumental puede convertir un pueblo pobre en un pueblo rico, y que una colonia entre al concierto las grandes naciones en pie de igualdad. La Ilustración enfrenta el mundo con optimismo. Frente a este optimismo, el barroco, sin llegar a ser pesimista engendra angustia y cierto escepticismo. El barroco expresa el sentimiento agudo de la inconstancia de todo, lo que explica, por ejemplo, la aparición de la tragicomedia y el personaje de cien máscaras. Si todo es dinámico, si la esencia misma del hombre es el cambio, ¿qué nos garantiza que ese constante cambio sea para bien? El sentimiento agudo del constante cambio es, visto con sentido común, el sentimiento tragicómico de la vida. Si todo cambia, nada permanece, ni el progreso, ni el retroceso. ¿No es esto un estupendo resumen del Volkgeist mexicano en que convive un optimismo y un pesimismo? ¿No es esto el humor negro?

El barroco europeo coincide con la depresión económica del siglo XVII y la crisis consecuente. Esta crisis llegó a la Nueva España, aunque paliada por los constantes descubrimientos de minas de plata. Quizá lo más relevante de esta crisis no sean sus consecuencias económicas —ni en Europa ni en la Nueva España— sino sus consecuencias en la concepción del mundo. La guerra de los treinta años fue el estallido de dos tendencias, dicho retóricamente, que representan el pensamiento barroco y el pensamiento moderno ilustrado. Por un lado, se encuentran los partidarios del orden "tradicional", surgido de la Contrarreforma (no podemos olvidar que el barroco es el instrumento de propaganda de la contrarreforma católica en España y en Italia), y por el otro, los países protestantes del Norte apoyados por el cardenal Richelieu.

La España de los Habsburgo se construye sobre dos ejes: la idea de Imperio y el catolicismo. El Imperio de los Habsburgo, aunque centralista, dista de parecerse a la moderna idea de Estado. El Imperio de los Habsburgo recoge la vieja idea medieval de un orden universal —unum et diversus—, de un orden supranacional. El Imperio no es una nación globalizada, es una estructura que permite la convivencia de derechos distintos, de fueros, de pueblos diversos, de monarquías y principados. Por ello, la Nueva España no puede recibir, al menos durante los primeros años, el nombre de colonia; la Nueva España era un virreinato que dependía de la corona de Castilla. La Nueva España conserva, así, sus peculiaridades dentro de ese todo de orden que carece de las pretensiones de una modernidad totalizadora, si bien los Habsburgo españoles manifiestan desde muy pronto unas tendencias centralizadoras que conviven, hasta el advenimiento de los Borbones, con las tradiciones ferales de raigambre feudal.

La Nueva España es una auténtica creación de los Habsburgo. Es "nueva", porque se trata de una verdadera fundación que exige todo un aparato jurídico y político creado, en buena parte, ex novo; al mismo tiempo es "España", es vieja, porque no se trata de un innovación absoluta. España se recoge en la Nueva 'España. (Fenómeno, por cierto, que es perfectamente vigente en el siglo XX. En los años treinta, Pedro Salinas visitó México invitado por la Casa de España en México.

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Escribió entonces: "el español sólo tiene una visión completa de España cuando ha conocido México".)

La Nueva España es malentendida, es inexplicable, cuando se le intenta comprender a partir del modelo colonial inglés. La Nueva España es una nueva experiencia, es una criatura recién nacida y no un trasplante, como aconteció con las trece colonias norteamericanas. Este nacimiento sólo podía tener lugar, conjeturamos, dentro del contexto del Imperio español, cuyas pretensiones no eran modernas, o al menos no eran modernas al estilo francés. Los reinos de Francia e Inglaterra sólo pudieron engendrar colonias. El Imperio español engendró virreinatos.

El virreinato —el auténtico virreinato y no la simulación inglesa en la India del siglo XX— se corresponde con ese espíritu del barroco, capaz de contener en sí las tensiones, las fuerzas centrífugas de diversas nacionalidades (castellanos, navarros, aragoneses) alrededor de un punto unificador, pero no uniformador. El Imperio barroco tiene una estructura orgánica, cada parte que lo compone puede tener funciones distintas, y por tanto, leyes distintas (el rey de "España" era monarca absoluto de Castilla, pero tenía que jurar los fueros de Aragón diciendo frente a la nobleza aragonesa "vos que valéis tanto como nos, y todos juntos más que nos"). Esta concepción organicista del Imperio se contrapone a la concepción ilustrada del Estado, donde todas las partes que lo componen son iguales y se subordinan uniformemente a un poder central. En esta concepción ilustrada del Estado no hay lugar para la alteridad de los súbditos, sino una tendencia a medir todo coa un mismo rasero. Se trata de un compuesto matemático: un todo compuesto de piezas exactamente iguales, y no de un todo orgánico, compuesto de partes vivas, cambiantes y distintas cada una por su función. La plasticidad de un imperio de este tipo semeja a la estructura de un retablo barroco, en donde no hay partes exactamente iguales, en donde el retablo puede ser visto desde diversos ángulos, y donde cada parte adquiere un valor lo mismo unido, lo mismo separado, donde cada detalle tiene sus propias reglas (la pintura, la escultura, los marfiles, los estofados, los espejos). El Imperio barroco no parece una fachada neoclásica, que destaca por el equilibrio y la armonía lograda a base de la simetría y la uniformidad de cada una de las partes.

Pero hemos dicho que la organicidad del Imperio español, y por tanto de la Nueva España, tiene un eje de las fuerzas centrífugas: el catolicismo. No se puede olvidar que la defensa del catolicismo será la carta de legitimidad de la monarquía española. Desde los reyes católicos hasta el siglo XX, el catolicismo será el principal aglutinante del mosaico de fuerzas que componen y tensionan a España. En pleno siglo XVII, Juan de Palafox, obispo de Puebla, afirmará, no sin buena dosis de adulación y triunfalismo, que la diferencia entre la monarquía española y el resto de las monarquías es el derecho y la defensa de la religión: "... a casi todas las monarquías las ha formado la ambición, la fuerza, la tiranía, la superstición o la violencia; pero la española la formó el Derecho, la estableció la religión, la promovió la justicia, la ha gobernado la cristiandad y la prudencia de tan excelentes, píos y santos príncipes". 1 Idea que la historiografía tradicionalista de España gustaba de ejemplificar contraponiendo la frase atribuida a Felipe II, "Prefiero perder todos mis reinos que gobernar sobre herejes" con la de Enrique IV de Navarra, el primer Borbón, "París bien vale una misa".

1 Juan de Palafox y Mendoza, "Juicio político de los daños y reparos de cualquier monarquía", Ideas políticas, UNAM, 1946, p. 15.

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El catolicismo constituye el centro ideológico que dotará al Imperio de los Habsburgo de una cohesión interna y de una organicidad y vitalidad que se verá debilitada por la llegada de la modernidad ilustrada.

Este punto es particularmente importante para nuestra argumentación. El catolicismo fue un rasgo definitorio de la monarquía española, que gustó de presentarse como defensora de la fe, primero contra moros, y posteriormente contra protestantes. Este rasgo definitorio fue aún más importante para las relaciones con el Nuevo Mundo, pues la implantación de la fe constituyó la carta de legitimación de la Corona española para la conquista de las tienes americanas. Ni siquiera autores tan independientes y reacios a la conquista como Bartolomé de las Casas logran escapar del todo a este discurso. (Precisamente por ello, y con ello adelantamos una de nuestras tesis, la expulsión de los jesuitas de los dominios españoles contribuirá a poner en tela de juicio la legitimidad de la corona de las majestades católicas.)

La Nueva España nace a partir de un discurso ideológico que se aferra a la expansión del catolicismo como su razón de ser. Este sesgo acompañará la historia de México hasta la segunda mitad del siglo XIX. La lucha entre conservadores y libélales no será sino una disputa sobre el valor del catolicismo como fundamento de una estructura civil.

Ahora bien, el catolicismo español encontró en el barroco un medio de expresión y de divulgación. El barroco se convirtió, o mejor dicho, fue concebido originariamente como un instrumento de propaganda de la contrarreforma. Los jesuitas, en torno a quienes surgió el uso programático del barroco como instrumento de propaganda y defensa de la fe, son inseparables de la consolidación del Imperio de los Habsburgo y del perfilamiento de la Nueva España.

En un principio la Nueva España es una aventura renacentista, una Utopía realizable como un laboratorio para el humanismo renacentista. (Silvio Zavala ha hecho notar, por ejemplo, la influencia de la Utopía de Tomás Moro en Vasco de Quiroga y la fundación de las ciudades-hospitales en Michoacán.) Esta concepción aventurera, verdaderamente renacentista, es interrumpida hacia 1568, cuando Felipe II da un golpe de timón a la política española en respuesta a la presión calvinista e islámica, creando un reducto que tenía un foco en Castilla (a la que pertenecía la Nueva España) como elemento diferenciador de la Europa moderna. No cabe duda que la evangelización —no así la conquista armada— de las tierras mexicanas tuvo una clara inspiración renacentista. Los misioneros franciscanos vieron en estas tierras un paraíso aún no contaminado por la miseria europea, v por tanto, un lugar ideal para la instauración de un nuevo humanismo (no puede olvidarse que el franciscanismo es considerado como uno de los antecedentes remotos del renacimiento, particularmente por su optimismo y su vuelta a la naturaleza, piénsese en el Cántico al hermano Sol de Francisco de Asís). Fueron, en efecto, los franciscanos quienes, seguidos por los dominicos, se aventuraron a hacer una serie de experimentos pastorales, amparados en el estatuto de tierra de misión. Fueron los franciscanos quienes intentaron abrir las órdenes sagradas a los indígenas, y fueron también ellos quienes admitieren que la plástica indígena permeara —más o menos intencionadamente— el arte religioso durante el siglo XVI. Basta pensar, un ejemplo, en los frescos policromos de la iglesia de Ixmiquilpan, Hidalgo, donde se representa una batalla entre las demoniacas fuerzas del mal,

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simbolizadas por serpientes dibujadas al estilo europeo, y las fuerzas angelicales del bien, figuradas por caballeros tigres, que luchan no con espadas europeas, sino con macanas aztecas.

En nuestra opinión, se ha insistido excesivamente en una supuesta concepción renacentista de la Nueva España. Es cierto que las ciudades mexicanas tienen una traza de cuadrícula, propia del renacimiento y no la vieja y sinuosa configuración medieval; es cierto también que los intentos de enfeudamiento (el almirantazgo del Mar Océano de Colón y el marquesado del Valle de Oaxaca de Cortés, y en general, el sistema de encomienda) fueron abortados o neutralizados, pues la corona española no quería en tierras americanas la existencia de señoríos feudales, pero el renacimiento requería algo más, requería un pasado gótico del que se carecía en estas tierras. En la Nueva España no hubo renacimiento por la sencilla razón de que era una criatura nueva, era un primer nacimiento (aunque nosotros no coincidimos con Burckhardt y su visión típica del renacimiento como resurrección de una cultura humanista dormida durante un largo periodo de oscuridad).

Además, el viraje de Felipe II se hace sentir en la Nueva España, y sobre todo, la difusión del protestantismo y el Concilio de Trento (un inventario del dogma católico) detienen las innovaciones en la evangelización de la Nueva España. Se modera la innovación en la estrategia misionera, carismática y creativa, pues fácilmente podía escaparse de una estructura jerárquica. Este impulso típicamente franciscano es detenido y transformado en favor de una evangelización más estructural, en definitiva, más jerárquica.

Si bien el impulso renacentista es detenido en la Nueva España, también es en 1568 cuando Vignola construye la Iglesia jesuita del Gesú, obra usualmente considerada como inauguración oficial del barroco. El barroco, nacido en el seno de la Compañía de Jesús, exenta entonces de toda sospecha de herejía, es el estilo que sustituye al impulso renacentista en México. En este sentido, sostenemos que México no está construido a partir del ideal renacentista, sino a partir del ideal barroco de la contrarreforma católica. El barroco intenta dar significación universal a los ideales hispánicos en Europa y América en contra de la modernidad francesa y la Reforma protestante.

El barroco será la exaltación de la monarquía española, pero a diferencia de la monarquía francesa que también se valió del barroco para su propia exaltación (Versalles no es otra cosa sino la escenografía necesaria para el lucimiento de Luis XIV, le Roi-Soleil), el barroco español será indesprendible del catolicismo.

El barroco constituye, por tanto, una semántica de la monarquía española, y en consecuencia, un criterio de significación de la Nueva España. En el virreinato novohispano se hablará en barroco prácticamente desde su primer momento y ni siquiera el liberalismo ilustrado desterrará del todo esa concepción barroca del lenguaje.

El barroco como rechazo de lo finito: el lenguaje metafórico

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El barroco es un rechazo a lo finito, y en eso coincide con el romanticismo. Mientras que la Ilustración, y el neoclásico, son la imposición del límite, el reconocimiento de la finitud, de la terrenalidad, o dicho de otro modo, el realismo (ingenuo, por cierto), el barroco —y a su modo el romanticismo— manifiestan la inconformidad con la finitud de lo real. El hombre barroco se decide por lo infinito, por lo indefinido, y está dispuesto a sacrificar proporción y simetría en favor de la manifestación de la infinitud. El barroco es dinámico, explosivo, sigue un ritmo violento y convulsionado, siente una especial atracción por lo excéntrico, lo flamígero y obscuro. No deja de llamar la atención que el misticismo barroco recuerde los últimos ecos del pensamiento medieval (por ejemplo, el misticismo alemán) y que constituya un flagrante ataque a los ideales renacentistas de claridad. El barroco es expresionismo, es una explosión de la subjetividad.

El barroco es una protesta anticlasicista, pero no es un irracionalismo, por la sencilla razón de que un catolicismo tridentino no puede ser irracionalista, so riesgo de caer en el fideísmo luterano.

La mística de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz serán símbolos de esta expresividad barroca, solo constreñida por los moldes de la teología y la ortodoxia. En esta mística se conjuga lo inefable de la experiencia subjetiva y la expresividad del ritmo, la rima, la métrica y, sobre todo, la metáfora.

El barroco es esencialmente metafórico, y por tanto, tiene también una fuerte dosis de sensualidad. Las mejores metáforas tienen un contenido sensible, su fuerza expresiva radica en el recurso a imágenes sensibles. La mejor metáfora se vale de la sensualidad. Lo infinito se hace presente por la suma de finitos. El espíritu es evocado por la materia.

La metáfora es la única manera en que se puede aspirar a expresarlo infinito. Utilizar una metáfora es significar algo por otra cosa. Se cuenta que Jorge Luis Borges acudió al banco para preguntar el saldo de su cuenta de ahorros. La cajera que lo atendía dudó sobre el monto y dijo "mire, para no decir una cosa por otra, voy a averiguar bien". Borges exclamó entonces: "Esta mujer ha acabado con la metáfora". Utilizar metáforas es precisamente eso, decir una cosa por otra. Cuando decimos que las nubes son una concha y la luna es una perla, estamos diciendo una cosa (perla) por otra (luna). El lenguaje metafórico no es un lenguaje unívoco. Solo se entiende el sentido de una metáfora si se entiende el término y se le niega un sentido originario (entendemos que la perla es una secreción preciosa y entendemos que la luna no es una perla, pero se parece a ella). Utilizar una metáfora es negar el significado originario de una palabra o de una cosa para extenderlo a otra cosa. Es, como en la anécdota de Borges, significar una cosa por otra. Precisamente por ello, la metáfora puede aspirar a expresar lo infinito, que es, por definición, inexpresable en los estrictos sentidos de las palabras ordinarias. Ya San Agustín había escrito que un signo es lo que no es. El signo significa otra cosa distinta de lo que es. Quien se queda en el signo no entiende el signo. Para entender el signo, y en grado sumo la metáfora, es menester negar el signo.

El barroco es la elevación de la metáfora a la categoría de programa estético y de pensamiento. El barroco es metáfora en arquitectura, en música, en pintura, en literatura.

El barroco hace de todo un signo, o mejor aún, un símbolo. Recuérdese que Charles Morris distinguió entre símbolo e icono. El símbolo es un signo que no guarda semejanza con lo

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significado. Así, la palabra "hombre" significa hombre, sin guardar ningún parecida con un ser humano. Un icono es un signo que guarda semejanza con lo significado; el David de Miguel Ángel guarda una semejanza con el hombre significado. Pues bien, el barroco no es fundamentalmente icónico, sino simbólico. Las imágenes barrocas evocan otras realidades.

El barroco no pretende representar una realidad tal y como la vemos (icónica); pretende representar la realidad que no vemos. Por ello, el barroco es proclive a la mística y es un estupendo instrumento de propaganda religiosa. La metáfora es vehículo para la expresión de lo inefable. En la metáfora los significados se niegan a sí mismos. Así, escribe Sor Juana Inés de la Cruz con ocasión de la dedicación del templo de San Bernardo en la ciudad de México en 1690:

(...)

|Ay, fuego, fuego, que el templo se abrasa,

que se quema de Dios la casa!

¡Ay, fuego, fuego,

que se quema de Dios el templo!

¿Qué es lo que dices?

Que el templo nuevo

aborta llamas y respira incendios.

¡Qué milagro! ¡Qué lástima!

¡Fuego, fuego, toquen a fuego,

que se quema de Dios el templo!

Espera, que éste no es

como los demás incendios

donde si la llama llama,

hace diseño de ceño2

Pero de este Amor Divino

2 Llamo la atención sobre el hecho de que se ha perdido ya en este verso la diferencia castellana entre la "ce" y la "se". De otra manera el verso perdería elegancia. Sor Juana no habla como una castellana.

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es tan amoroso fuego,

que cuando enseña, en seña

muestra del afecto efecto

(...)

Del puro estar escondido

está a todos manifiesto,

y está, aunque le guarda guarda,

descubierto de cubierto (...)

La línea del poema es entender que "este incendio no es como los demás incendios". Todo el poema descansa sobre la metáfora de un fuego, pero un fuego que no debe ser entendido como los demás incendios que conocemos. El amor de Dios a los hombres es un fuego que prende, que quema, pero donde "quemar" y "encender" no significan el fuego que conocemos sino un fuego que no conocemos. Los lectores debemos de entenderá través del fuego que vemos, un fuego que no vemos, un fuego que no es de la tierra. Se trata de un ocultamiento que devela: ''del puro estar escondido / está a todos manifiesto".

Esta expresión de lo inefable es un continuo rejuego dialéctico de afirmaciones y negaciones, donde, en la más pura tradición escolástica, se afirman atributos de la divinidad para ser negados a continuación, pues el auténtico conocimiento de la divinidad sólo es válido si se reconoce simultáneamente como inválido. Por ello, la poesía barroca, en especial por el uso de la metáfora y el continuo juego de oposiciones, es un lugar natural para los arranques místicos, a los que tan proclive fue la cultura novohispana. El conocimiento de la divinidad es contradicción, oposición, contrariedad, recreación de opuestos. Nuevamente es Sor Juana quien nos proporciona un buen ejemplo en su romance En que expresa los efectos del Amor Divino, y propone morir amante, a pesar, de todo riesgo.

Traigo conmigo un cuidado,

y tan esquivo, que creo que,

aunque sé sentirlo tanto,

aun yo misma no lo siento

Observamos la contradicción: sentir y no sentir. Líneas más adelante, en versos de clara remembranza teresiana, continúa la poetisa:

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Muero, ¿quién lo creerá? a manos

de la cosa que más quiero,

y el motivo de matarme

es el amor que le tengo.

Así alimentando, triste,

la vida con el veneno,

la misma muerte que vivo,

la vida con que quiero.

Pero valor, corazón,

porque en tan dulce tormento,

en medio de cualquier suerte

no dejar de amar protesto

El barroco es dinamismo, donde los opuestos se dan cita, hasta el punto de confundirse, muerte/vida, amor/dolor, son binomios de opuestos que se complican y confunden una y otra vez.

El alma mística es una cuna de sentimientos encontrados, es un corazón desgarrado, una personalidad donde las pasiones más opuestas tiran de un lado y del otro. La experiencia de lo divino es desgarradora y apabullante. La experiencia religiosa no puede ser objetivada, porque es desgarradora, desconcertante. En otro romance sobre el Amor divino exclama la poetisa, y con ella todos los hombres religiosos:

Mientras la Gracia me excita

por elevarme a la Esfera3

más me abate a lo profundo

el peso de mis miserias.

La virtud y la costumbre

en el corazón pelean,

y el corazón agoniza

3 Alusión aristotélica. "Esfera supralunar" es el cielo.

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en tanto que lidian ellas

y aunque es la virtud tan fuerte,

temo que tal vez la venzan,

que es muy grande la costumbre

y está la virtud muy tierna

El hombre religioso sufre porque ve en sí mismo el germen de su propia perdición. El enemigo se encuentra dentro, en la interioridad, el hombre viejo que clama por sus fueros perdidos y —al modo platónico— arrastra al alma hasta el fango de la terrenalidad, de la sensualidad, del vicio y la inmundicia. Como la batalla se plantea en el castillo interior; el sufrimiento es indescriptible, es el alma misma que a sí misma se mortificai y amortaja:

Oscurécese el discurso

entre confusas tinieblas;

pues, ¿quién podrá darme luz

si está la razón a ciegas?

De mí mesma soy verdugo

y soy cárcel de mí mesma.

¿Quién vio que pena y penante

una propia cosa sean?

Esta experiencia contradictoria, difícilmente puede encontrar mejor medio de expresión que la poesía barroca, cuyo nudo es, junto con la metáfora, el claroscuro, el contraste y aparente paradoja, elementos renuentes a una racionalización matemática. Por ello, la poetisa insiste una y otra vez en las paradojas, donde hay dolor, hay alivio, donde hay serenidad, hay tormenta:

Amo a Dios y siento en Dios;

y hace mi voluntad mesma

de lo que es alivio, cruz,

del mismo puerto, tormenta.

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Padezca, pues Dios lo manda;

mas de tal manera sea,

que si son penas las culpas,

que no sean culpas las penas.

La religiosidad está esencialmente insertada en el barroco novohispano. Basta pensar, no ya en la poesía, sino la arquitectura, la escultura y la pintura, e incluso, en la música.

Vale la pena detenerse unas líneas en la música novohispana. El desarrollo de la música profana en la Nueva España coincide con la decadencia del barroco. Eran dos los lugares donde se ejecutaba la mejor música en el virreinato: la Catedral de México y el Coliseo de México. Pero como los ejecutantes eran los mismos, es lógico que la preeminencia la obtuviera la música religiosa. El ocaso de la música religiosa acontece en México alrededor de 1755, cuando Ignacio Jerusalém, maestro de capilla de origen italiano, y su compatriota Mateo Tollis della Rocca divulgan los gustos profanos en la alta sociedad virreinal. No obstante hacia 1734, ya existía en la capital del Virreinato una orquesta que ejecutaba música de moda en Europa. También es cierto que el 26 de mayo de 1711, onomástico de Felipe V —el primer Borbón, vaya coincidencia— Antonio de Salazar estrenó en el palacio virreinal su ópera Parténope, la primera debida a un compositor mexicano.

El caso de la música virreinal es llamativo, porque la música sacra se presenta mucho más vital y dinámica que va música profana. La vitalidad de la música sacra discurre por dos vertientes: la música sacra culta (canto llano, cantos latinos) y la música de raigambre popular. En la Nueva España, la religiosidad marca la pauta musical. El malicioso Thomas Gage, en su cáustica y divertida crónica The English-American, his Travails by Sea and Land (Londres, 1648), afirma que los fieles acudían a la iglesia impulsados no tanto por su devoción como por su afición a la música.

Exageración o no, el hecho es que nos han llegado pocos ejemplos de música profana, en cambio, disponemos de una amplia cantidad de música religiosa novohispana. Son partituras y letras preservadas en los archivos catedralicios: música litúrgica en latín y un gran número de villancicos en lengua vernácula.

Los villancicos son un híbrido, extraordinariamente bello, de música religiosa y pieza popular. Felipe II prohibió en 1596 que en su capilla se cantara en lengua vernácula, pero este destierro del villancico no fue eficaz. En 1630, fray Martín de Vera advertía la ineficacia de la prohibición: "y los villancicos se celebran con suma autoridad, y solemnidad, y parece que se tienen como una cosa principal, y el oficio divino como accesorio, cosa tan digna de llorar por hacerse en capilla de rey tan pío y tan católico, y en presencia de nuncios y legados del Papa, y otros prelados que lo habían de celar. Esto se va introduciendo en muchas otras partes, y lo peor es, en los monasterios de frailes y monjas" (Instrucción de eclesiásticos, Madrid, 1630).

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Entre esas muchas otras partes se encontraba, sin duda, la Nueva España. Prueba de ello son los numerosos villancicos de la época barroca, y lo que es más elocuente, el carácter auténticamente popular de muchos de ellos. En alguno de ellos, por ejemplo, A siolo Flasiquiyo, de Juan Gutiérrez de Padilla (maestro de la capilla de Puebla desde 1629 hasta 1664) se observa una influencia de música guinea, es decir, africana. Sobre el villancico barroco escribe Alfonso Reyes: "Ya no era el villancico la mera canción de Navidad, sino que se abre a los más variados asuntos y ocasiones. Lo cultivan Ramírez de Vargas, en alarde de esdrújulos; Montoya y Cárdenas, en aire de jácara; Soto Espinosa y Gabriel de Santillana, en Navidades y "Negros", pues aquí, como en Góngora, el habla afroespañola ha hecho irrupción en el género; Azevedo, en Asunciones; Santoyo, en Guadalupes. Lo cultiva sobre todo Sor Juana, y muchos más villancicos de los que aparecen con su nombre le son legítimamente atribuibles".4

En muchos de estos villancicos se observa, junto con la sublimidad del tema, un cierto desenfado, incluso una cierta fanfarronería, que escandalizó a más de algún clérigo educado al estilo de Felipe II. Y es que el barroco, no hay que olvidarlo, es convivencia de contrarios. El claroscuro es fundamental en la semántica barroca: sin contraste no hay significación. Más adelante veremos, por ejemplo, cómo la culta y distinguida Sor Juana no teme hacer algunas bromas en unas décimas en honor del virrey marqués de la Laguna. Hemos advertido anteriormente que el barroco es padre de la tragicomedia, y no debe llamarnos la atención que en el villancico convivan los fervores místicos y el realismo pícaro.

Nuevamente, Sor Juana proporciona un magnífico ejemplo de este desenfado con que se puede tratar un tema tan sagrado como la asunción de María. Cito sólo algunos versos negrillos:

Cantemo, pilico

y dalemu turo

una noche buena

(...)

Si las Cielo va

y Dioso la lleva,

¿pala qué yola

si Eya sa cuntenta?

Sara muy galana,

vitita ri tela,

milando la Sole

4 Alfonso Reyes, Letras de la Nueva España, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, p. 83.

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pisando la Steya

El villancico fue cantado en la Iglesia Metropolita en la fiesta de la asunción en 1676, sin importar que se refiera a la Madre de Dios con términos tan coloquiales como galana, ingenuidad sólo superada por la ternura del negro que dice, en castellano negro, si las cielo se va, y Dios se la lleva, por qué llorar, si ella está contenta ("Si las Cielo va/ y Dioso la lleva/ ¿pala qué yola/ si Eya sa cuntenta"). A la culta Sor Juana, como a Quevedo, le tiene sin cuidado el cuntenta por contenta, aunque se cante enfrente del cabildo catedralicio.

No en vano la población negra era, en la ciudad de México durante el XVII, más numerosa que la de españoles. Se conjetura que por cada peninsular había tres negros. Así lo calculaban, por ejemplo, el italiano Gemelli Carreri y otros viajeros.5

La religiosidad novohispana —y por qué no suponer que la religiosidad mexicana— es una simbiosis de estos dos elementos: la espiritualidad mística y ascética, junto con el realismo pícaro y no pocas veces, irreverente. ¿No es irreverente poner de cabeza la escultura de San Antonio de Padua para conseguir marido? La familiaridad con que la doncella trata la estatua del santo es tal que no teme "castigarlo" poniéndolo de cabeza, pero al mismo tiempo reconoce el poder del santo y recurre a él para conseguir esposo. Este barroquismo pícaro se percibe también en la capilla de San Dimas, el buen ladrón (al lado de la iglesia de Santo Domingo en México), donde los ladrones acuden desde tiempos inmemoriales para pedir a su santo patrono ayuda en su "oficio".

Es evidente que el racionalismo ilustrado se escandaliza con estas contradicciones. Pero en la mentalidad barroca —y México la continúa teniendo— la experiencia religiosa es de alguna manera contradictoria, y compatible, por tanto, con los opuestos, que desde una perspectiva racionalista son incompatibles. Quizá por esto el puritanismo protestante resulta tan ajeno a la mentalidad mexicana.

Barroco, metáfora y poder

El uso de la metáfora no es patrimonio exclusivo de la literatura barroca, pero en el barroco la metáfora se hace plástica, lo mismo en el terreno de las artes figurativas (pintura, escultura) que en el terreno de la política. El boato imperial de los Habsburgo y la etiqueta real de los Luises son metáfora del poder. Los gestos del rey, las reglas de la corte, todo son metáforas. El rito político es símbolo de otra realidad. Recordemos la ceremonia de nombramiento de un Grande de España. El noble que iba a ser elevado a la Grandeza, acudía, sombrero en mano, ante la presencia del rey. El monarca le decía entonces, cubríos, caballero. Un Grande de España gozaba ese privilegio: estar cubierto ante el rey. El hecho —traer un sombrero puesto— es de suyo irrelevante. Su importancia radica en el simbolismo: un acercamiento, una familiaridad con el rey. De hecho, la corte española acusa ya en el siglo XVII los defectos de la corte francesa. El séquito cortesano es escenografía y los

5 Cfr. Francisco de la Maza, La ciudad de México en el siglo XVII, Cultura SEP-Fondo de Cultura Económica, México, 1985, p. 17.

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cortesanos son actores cuya función es incrementar el brillo de la Majestad Real, que —según los métodos del barroco— debe cegar al pueblo. El noble ya no es, ante todo, un militar, no es un hombre útil, sino un cortesano, un comparsa. Hasta tal punto se ha olvidado la naturaleza militar del servicio del noble al rey, que en la comedia La verdad sospechosa, de Juan Ruiz de Alarcón (criollo nacido en Taxco, Guerrero), se narra que cuando el primogénito cíe una familia noble muere, obligan al segundo hijo a abandonar sus estudios en Salamanca para pasar al escenario cortesano, que es concebido en términos plenamente escenográficos:

i...) donde estuviere

como es cosa acostumbrada

entre ilustres caballeros,

en España, pues es bien

que las nobles casas den

a su rey sus herederos.

El hijo del noble ha dejado de ser un escudero —un aprendiz de caballero militar como en el medievo— para convertirse en un aprendiz de cortesano.

Se explican así las frecuentes pugnas en la sociedad novohispana por las precedencias en funciones religiosas, ceremonias civiles, autos de fe. Se cuenta que en el llamado Callejón de la Condesa de la ciudad de México (estrecha calle entre el palacio de los condes del Valle de Drizaba, conocido como la Casa de los azulejos, y lo que era la residencia de los marqueses de la Guardiola) se encontraron de frente dos lujosos carruajes. Como no podían pasar los dos dada la angostura, los conductores se conminaron mutuamente a ceder el paso a sus amos. Pero ninguno de los dos quería ceder el paso: eran nobles. Al darse cuenta de que, además, los dos viajeros eran de igual linaje y alcurnia, el asunto se complicó. Dejar el paso al otro equivalía a reconocer su superioridad. Ambos carruajes se estacionaron durante días. Los lacayos servían la comida a sus amos en sus carruajes, empecinados ambos en no dejar pasar al contrario. El asuntó llegó a manos del virrey, quien salomónicamente ordenó a ambos carruajes que se movieran simultáneamente hacia atrás. Así no se afrentaba a nadie.

La tradición, con todo lo que tiene de legendario, es fiel reflejo de esta mentalidad simbólica. El pragmatismo anglosajón no entiende estas actitudes. En la sociedad barroca, la realidad es metafórica. El juego de símbolos es determinante no sólo para entender !a sociedad, sino para vivir, sobrevivir, en ella. Ceder o no ceder el paso de un carruaje es bien poca cosa Tácticamente hablando. El hecho es irrelevante, pero si lo vemos desde una óptica metafórica, caemos en la cuenta de que no lo es. Los símbolos son decisivos en la sociedad barroca. Thomas Gage criticaba la proverbial ostentación de los novohispanos ricos, magnificencia y ostentación a la

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que todavía es dado nuestro pueblo en pleno siglo XX, y que continúa escandalizando a los europeos que visitan México ahora. Cito a Gage:

Gastan extraordinariamente en vestir y sus ropas son por lo común de seda, no sirviéndose de paño ni de camelote ni de telas semejantes. Las piedras preciosas y las perlas están allí tan en uso y tienen en esto tanta vanidad que nada hay más de sobra que ver cordones y hebillas de llamantes en los sombreros de las señoras y cintillos de perlas en los menestrales y gentes de oficio.

El Diario de viaje de Francisco de Ajofrín, en el siglo XVIII, describe también esta ostentación. En el siglo XIX, la marquesa Calderón de la Barca, escocesa, esposa del primer embajador de España en México, se escandalizará también por la cantidad de diamantes que las mujeres mexicanas portaban, la mayoría de ellas descendientes de la nobleza criolla que había conocido Gage en el siglo XVII.

La ostentación, la apariencia, será proverbial en la Nueva España, será una cuestión de honor. Se dice que tal es el origen del palacio de los condes del Valle de Orizaba, todo cubierto de azulejos para proclamar la riqueza y grandeza de sus señores. Y qué decir del conde de la Valenciana, quien tapizó con barras de plata—según la tradición— el camino que había de recorrer el cortejo nupcial de su hija desde su palacete familiar hasta la fastuosa y barroca iglesia de la Valenciana (Guanajuato). Historias semejantes se cuentan de don José de la Borda, el rico minero, quien construyó la parroquia de Santa Frisca en Taxco para su hijo sacerdote.

Esta opulencia coincide con la prodigalidad de la riqueza de estas tierras, pero, también hay que decirlo, denota un sentimiento de inseguridad, una necesidad —casi patológica— de justificarse, de afirmar la propia identidad frente a la metrópoli. La vieja España no tuvo la sensibilidad suficiente para evitar el complejo de superioridad respecto a la Nueva España. El sentimiento de inseguridad de las clases adineradas novohispanas encontró en el barroco un cauce de expresión. Qué mejor manera que las fastuosidades del barroco para demostrar la riqueza y grandeza de las familias de estas tierras. La sociedad barroca—y en especial la novohispana— está ávida de símbolos, de metáforas, porque está continuamente necesitada de mostrar su valía. El poder y la dignidad requieren del reconocimiento de los otros, y este reconocí-miento se consigue a partir de la imagen que los otros tienen de nosotros. De ahí la aptitud del simbolismo barroco para la Nueva España.

Este rasgo, aparentemente superado en muchas sociedades contemporáneas, está vigente en la "moderna" sociedad mexicana, particularmente en la sociedad del sur y centro del país donde, a semejanza de la sociedad novohispana, los símbolos lo son todo. Basta pensar en la inusitada importancia concedida por todas las fracciones parlamentarias —lo mismo PRI que oposición— al formato del informe presidencial, cuando lo decisivo son las atribuciones del Congreso de la Unión y no la ceremonia. La misma naturaleza del informe presidencial es simbólica. Mucho se ha escrito sobre la inutilidad del informe desde un punto de vista meramente técnico. Pero visto con ojos de barroquismo, caemos en la cuenta de que la ceremonia es importante. El informe es un rito que pone nervioso a los mercados financieros, a la sociedad civil,

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a los partidos políticos. El presidente actúa simbólicamente. Todos sus gestos, desde la barda presidencial hasta la ovación con que es recibido, son metáforas. De ahí que los abucheos e incortesías de la oposición sean, en pleno sentido, un acto que ataca, que vulnera a la naturaleza misma del poder, pues el poder, en una sociedad barroca, y en la sociedad mexicana, es de naturaleza metafórica.

En las antiguas monarquías el rey era un símbolo, era, de alguna manera, Dios entre los hombre. De ahí que en Francia se atribuyera al monarca la capacidad de curar milagrosamente (los enfermos se acercaban a tocar a los reyes), y que el atentado contra el rey se considerara un crimen de lesa majestad, un crimen contra el Estado, contra el Imperio, pues la personalidad del rey es simbólica, metafórica.

Los instrumentos de poder son también metafóricos. Utilizando los medios plásticos, la cultura del XVII y del XVIII lleva a cabo sus fines de propaganda. El arte barroco es animado por un espíritu de propaganda. No se trata de conceptualizar la imagen, sino de mostrar el concepto hecho imagen. Este arte de propaganda, que en Europa fuera una relativa innovación barroca, encontró, en México un precedente. La primera etapa de la evangelización tuvo que realizarse de una manera icónica y no simbólica. El célebre catecismo náhuatl en imágenes es una muestra. La evangelización de la Nueva España entronca directamente con la tradición de la escritura-pintura del románico y del gótico. Parecería que el barroco mexicano entronca directamente con el medievo, saltándose el arte intelectualista del renacimiento.6

6 Esta idea debe ser matizada, pues como escribe Octavio Paz " Los americanos de habla española nacimos en un momento universal de España. De allí que Jorge Cuenta sostenga que el rasgo más notable de nuestra tradición es el desarraigo. Y es verdad: la España que nos descubre no es la medieval sino la renacentista; y la poesía que los primeros poetas mexicanos reconocen como suya es la misma que en España se miraba como descastada y extranjera: la italiana. La heterodoxia frente a la tradición castiza es nuestra única tradición.

"Al otro día de la Conquista los criollos imitan a los poetas españoles más desprendidos de su suelo, hijos no sólo de España sino de su tiempo. (...) Si algo distingue a la poesía novohispana de la española, es la ausencia o escasez de elementos medievales. Las raíces de nuestra poesía son universales, como sus ideales. Nacida en la madurez del idioma, sus fuentes son las mismas del Renacimiento español. Hijas de Garcilaso, Herrera y Góngora, no han conocido los balbuceos heroicos, la inocencia popular, el realismo y el mito. A diferencia de todas las literaturas modernas, no ha ido de lo regional a lo nacional y de éste a lo universal, sino a la inversa". (Octavio Paz: "Introducción a la historia de la poesía mexicana", México en la obra de Octavio Paz. Promexa, México, 1979, pp. 149-150). Sin embargo, hay dos precisiones, ambas hechas por el mismo Paz. La primera es una nota a pie de página: "Esta idea no es enteramente aplicable a la poesía popular mexicana, que sí desarrolla y modifica formas tradicionales españolas" (nota 1). La segunda es una obviedad, Paz se refiere a la poesía y no a otros aspectos de la cultura. Basta ver las portadas de los conventos del siglo XVI mexicano para darnos cuenta de que el "renacimiento" mexicano es una interpretación muy libre del renacimiento. Las grisallas de conventos como Huejotzingo, Actopán y Acolmán utilizan una perspectiva que está lejos aún del siglo XVI italiano e incluso de Fray Angélico. Excepciones siempre podrán encontrase, por ejemplo, los frescos policromos de la

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Sea como sea, el hecho es que el siglo XVII europeo y novohispano reconoce los alcances de la propaganda plástica. Se levantan en las ciudades barrocas, y las ciudades novohispanas no son la excepción, arcos triunfales, túmulos, altares, fuentes artificiales, para festejar o conmemorar un acontecimiento, para poner de relieve su importancia. Sobre estos monumentos de una arquitectura provisional, se dibujan jeroglíficos y otros géneros de pintura de naturaleza similar. Hasta en los sermones llega, a ponerse de moda el uso de jeroglíficos impresos, las pinturas a descifrar, se busca reforzar la atención del espectador. La plasticidad de la doctrina o de un sentimiento de admiración o estupor facilitan la captación del público en iglesias y ceremonias civiles.7

El gobernante barroco sabe que la presencia directa, o, cuando menos, la de representaciones simbólicas, tienen una fuerza incomparable. Ya lo decían los filósofos escolásticos: el Príncipe sólo gobierna cuando está presente en todo el territorio gobernado. Pero dada la extensión del Imperio Español, era imposible que el gobernante estuviera en todos los lugares físicamente. He aquí la importancia del Virrey no sólo como gobernador, sino también como auténtico símbolo de la monarquía.

Esta presencia simbólica del monarca explica la tradición novohispana de la sala del dosel. En las casas ricas de la Nueva España se reservaba una sala, la más importante, a los retratos de los monarcas reinantes, que bajo un rico dosel presidían las grandes reuniones, las tertulias y saraos de la aristocracia novohispana. Si el rey no estaba presente en persona, simbólicamente estaba presente, incluso en las casas de la aristocracia provinciana (¿no nos recuerda esta costumbre la fotografía del presidente en turno que toda oficina pública, por humilde y poco importante que sea, debe tener colgada en la pared?).

No es tampoco casualidad que, en una región que jamás fue pisada por los reyes españoles, se pusiera tanta atención a los túmulos funerarios con ocasión de defunciones de la familia real. Cuando llegaba la noticia de la muerte de una persona real a la Nueva España, lo primero que se hacía era publicar los lutos, por medio de pregoneros y música con solemnes visitas de la Audiencia al Virrey, del Virrey al Arzobispo, de éste a la Audiencia, y así hasta cubrir el complejo entramado social. Los oidores preparaban las honras fúnebres contratando a algún arquitecto o pintor famoso. Fueron famosas las columnas clásicas del túmulo imperial de Carlos V construido por Claudio Arciniega en el zócalo de la ciudad de México. Este monumento, por cierto, fue descrito por Francisco Cervantes de Salazar en el impreso Túmulo imperial de la gran ciudad de México de 1560. Interesante —hasta donde un volante noticioso de corte puede serlo— es el panfleto de Dionisio Ribera Llorez, cuyo título es más que elocuente Relación historiada de las exequias funerales de la Majestad del rey don Philipo II, nuestro señor, hechas por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de la Nueva España (...) declarando las letras, jeroglíficos, empresas y divisas que en el túmulo se pusieron, como persona que lo adornó y compuso, con la invención traza del aparato suntuoso con que se vistió desde su planta hasta su funecimiento (México, 1600).

Casa del Deán en Puebla, cuya perspectiva, por cierto, deja de ser un modelo de estudio albertiano. La arquitectura monástica del XVI tiene elementos góticos y mudéjares, además de una clara impronta indígena.

7 Cfr. José Antonio Maravall, La cultura del barroco, Ariel, 1996, p. 502 ss.

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Para las honras fúnebres se convocaba, además, a doctores universitarios y poetas para componer epitafios e inscripciones, y las altas autoridades elegían al predicador para tan altas circunstancias.8

La poesía se desarrolla a la sombra de los arcos triunfales y los túmulos funerarios. Durante el barroco mexicano, la poesía por encargo da frutos sabrosos, pero también insípidos. Como atinadamente apunta Alfonso Reyes, "la poesía cívica y social es exorbitante y superabundante (...) Muchedumbre de panegiristas y versificadores de anales desfila en las procesiones, contribuye a los torneos literarios, a los florilegios de los fastos públicos, y alza arcos de triunfo y monumentos semioficiales según la retórica del tiempo, en odas, canciones reales, octavas, liras, sonetos, romances, epigramas y jeroglíficos: mezcla de ampulosidad y prosaísmo, inevitables extremos en el caso. Ni siquiera faltan poetisas, pálidas azafatas de la Décima Musa. A voz en cuello, estos vates entonan loores de varones ilustres, Manes Católicos, Ulises Verdaderos, nuevos Perseos, Isabeles de España; bautizan, casan, consagran y entierran príncipes o predicadores reales; riegan flores artificiales en las tumba; contemplan a la Virreina en el balcón; cortan libreas, ensillan cabalgaduras; se extasían ante el Monarca que cede su carroza al Santo Sacramento; emprenden viajes fluviales desde el Ebro hasta el Chapultepec; hacen que Marco Antonio se trague las perlas de Cleopatra".9

Este desarrollo, patológico y mediocre en tantos casos, fue posible porque encontró unas condiciones políticas y sociales propicias. El mundo barroco se construye a partir del arte, y el arte barroco se construye también a partir de la política barroca.

Debe advertirse, por cierto, que siendo perfectamente atinada la acre y aguda observación de Alfonso Reyes sobre los poetas novohispanos, la poesía por encargo dio también frutos bellos y amables. Dígalo si no, la Lamentación de Juan Ortiz de Torres a la muerte del príncipe Baltasar Carlos. Por su parte, Sor Juana participa también de estos poemas por encargo. Su genio la libra del servilismo formal y estético, ayuno de espontaneidad y belleza. No sin una buena dosis de ironía, escribió unas décimas sobre el arco triunfal levantado por el cabildo de la ciudad de México con ocasión de la entrada del virrey marqués de la Laguna,10 aprovechando los versos para agradecer el regalo recibido:

Esta grandeza que usa

conmigo vuestra grandeza,

le está bien a mi pobreza

8 Es muy interesante el texto de Francisco de la Maza: Las pires funerarias en la historia y el arte de México, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, México, 1946.

9 Alfonso Reyes, Letras de la Nueva España, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, p. 81.

10 Este arco fue levantado por el cabildo catedralicio para la entrada del nuevo virrey el 30 de noviembre de 1680. Sor Juana describe este arco ni más ni menos que en el Neptuno alegórico...

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pero muy mal a mi Musa

(...)

No ha sido Arco, en realidad,

quien mi pobreza socorre,

sino arcaduz, por quien corre

vuestra liberalidad

(...)

Aun viendo el efecto, dudo

que pudiese el tiro errado

de un Arco mal disparado

atravesar tanto escudo;

mas a mi silencio mudo

sólo obedecer le toca,

pues, por si replico loca,

con palabras desiguales,

con tantos sellos Reales

me habéis tapado la boca.

Con afecto agradecido

a tantos favores, hoy

gracias, Señores, os doy,

y los perdones os pido,

que con pecho agradecido

de vuestra grandeza espero;

y aun a estas décimas quiero

dar, de estar flojas, excusa,

que estar tan tibia la Musa

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es efecto del dinero

Los símbolos son medios para ejercer el poder. El poder de una cédula real procede, ante todo, de la firma del rey, no de su capacidad de coacción en estas tierras. De hecho, en el siglo XIX, el virrey Venegas será prácticamente aprisionado por un movimiento peninsular enfrentado al movimiento criollo del Lic. Primo de Verdad. El auténtico poder del virrey procedía de la autoridad que se le reconocía en virtud de ser un vicario, un vice-rey. Casos semejantes son los conflictos de los virreyes con la jerarquía eclesiástica y las órdenes religiosas. Peleas en las que casi siempre saldría perdiendo el poder temporal, no porque careciera de un poder efectivo—el ejército—sino porque su poder metafórico y simbólico era menos incisivo que el poder espiritual. Frente a una custodia con el Santísimo Sacramento, el virrey tenía que hincarse.

La expulsión de los jesuitas será un hiato, una ruptura radical. Los jesuitas son expulsados de la Nueva España —y de todos los dominios españoles— por un golpe de fuerza bruta, por un ejercicio arbitrario de autoridad, que sólo apela a la conciencia real. La ejecución de la orden en la Nueva España no se amparará en la metáfora, en los símbolos, sino en la realpolitik. Precisamente por ello, pensamos que el ingreso de México a la modernidad no se da tanto en el terreno de las ideas, que al fin y al cabo encontraron lugar dentro del mundo barroco, sino en el terreno de la política. El pensamiento barroco estuvo abierto a las ideas modernas; así acontece con Sigüenza y Góngora. En cambio, la política barroca se destruye si se moderniza. La política barroca se ancla en la razón metafórica; la política moderna en el monopolio de los mecanismos de coacción legal y violencia física.

En nuestra opinión, se ha insistido demasiado en la vinculación del barroco con el absolutismo. Esto es cierto en lo que se refiere a Francia. "El Estado soy yo", afirmó Luis XIV y se rodeó de un fastuoso ceremonial para subrayar su poder cuasi divino, poder al que incluso la Iglesia estaba subordinada (el fenómeno del galicanismo).11 El barroco novohispano y peninsular juega, ciertamente, un papel en la ejecución y formación del poder civil, pero el ceremonial religioso es más impresionante y suntuoso que el civil. Además, se observa en algunos pensadores barrocos actitudes no del todo absolutistas, actitudes que sólo pueden explicarse negando el estatuto de barroco a autores como Juan de Palafox (explicación absurda), o reconociendo que el "absolutismo" de los Habsburgo españoles estuvo constreñido por una tradición foral. En la Nueva España, el absolutismo es restringido desde el momento que el dominio real tiene que dar cuenta de sí. Al intentar legitimar la conquista de estas tierras, la monarquía española se ató las manos; se obligó a dar cuenta del derecho a ejercer su poder y su autoridad, algo que ningún rey francés hizo en sus colonias africanas o del Caribe. Cito un pasaje verdaderamente impresionante de Palafox:

11 Evidentemente no queremos soslayar el hecho del Real Patronato sobre la Iglesia. En España también hay una tendencia regalista, pero en nuestra opinión, el regalismo español fue siempre mucho más moderado que el galicanismo de los Luises. Prueba de ello, reiteramos, lo constituyen, por un lado los enfrenamientos, particulares y locales, de autoridades civiles y religiosas en la Nueva España.

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El Príncipe se hizo para el Pueblo y no el Pueblo para el Príncipe. Pueblo sin cabeza, puede hallarla y elegirla, ¿qué hará el Rey y la cabeza, deshecho el cuerpo y el Pueblo? Esta consideración obliga a atenciones de grande prudencia y conocimiento. El Pueblo debe arriesgarse por h vida de su Rey y el Rey por la de su Pueblo. El Pueblo común quien defiende su cabeza, en que consiste toda su conservación; el Rey, como quien defiende a su cuerpo, en que consiste su Imperio. Esta influencia de amor y defensa recíproca entre el Rey y los vasallos, esta secreta comunicación de voluntades es el vínculo que contiene, conserva, sustenta, alegra, estrecha, fortalece los reyes y los reinos entre sí.12

Estas líneas, escritas en pleno siglo XVII, no son completamente originales, y se percibe en ellas un sabor escolástico. No obstante, llama la atención que el poder real no se conciba como un poder absoluto que no tiene que dar cuentas a nadie. Recordemos quien escribe: Juan de Palafox, virrey y arzobispo de México en 1642, Su terrible lucha con los jesuitas, lucha en la que, siendo obispo de Puebla, se enfrentará también con el nuevo virrey, puede explicar, quizá, esta moderación en la concepción de la autoridad. En todo caso, el hecho permanece incólume. Un hombre plenamente barroco, y un barroco madurado en la Nueva España, está lejos del absolutismo real.

La cultura del barroco: dirigida, masiva) uriana

Maravall analiza algunas características de la cultura del barroco: dirigida, masiva, y urbana. 13 Nos parece que el esquema es válido para acercarse a la Nueva España.

Según Maravall, el barroco es una cultura dirigida, porque a partir de una concepción del hombre y del mundo, orienta la conducta de los individuos y de la sociedad toda. Esta pretensión barroca no es nueva y, de una u otra manera, puede observarse en cualquier filosofía y movimiento cultural. Sin embargo, en el barroco destaca una preocupación especial por el conocimiento, dominio e incluso manipulación del comportamiento humano. Así puede ser entendida la obra de Baltasar Gracián: como una preceptiva de la conducta. La educación y adquisición de prudencia es un tema reiterado en la obra de Gradan. El barroco otorga un papel predominante a la prudencia, pues sólo poseyendo el arte de dirigirnos a nosotros mismos y a los demás hombres, seremos capaces de alcanzar la felicidad. Esta preocupación denota un afán por dominar la conducta humana. Nótese que no decimos una "tecnificación" de la conducta humana, porque los barrocos, y Gracián al frente de ellos, son inteligentes y se percatan de que la conducta humana libre no es objeto de una técnica, sino de una habilidad directiva., tradicionalmente denominada prudencia. Esto explica, por cierto, por qué algunos consultores de empresa contemporáneos han puesto de moda a Gracián en los populares estudios sobre "liderazgo" y "dirección de organizaciones".12 Juan de Palafox, "Diversos fragmentos sobre política sacados de la historia real sagrada", Ideas políticas, UNAM, México, 1946, pp. 37-38.

13 Cfr. José Antonio Maravall, La cultura del barroco, Ariel, Barcelona, 1996.

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En la Nueva España, Juan de Palafox ejemplifica esta preocupación por la prudencia. Recogemos algunas de sus máximas políticas en las que destaca esta concepción de la política como una capacidad de prever y de proyectar. El arte del buen gobierno es una proyección estratégica, no un simple dominio:

Los reinos que se gobiernan por remedios y no por prevenciones van perdidos. (59 LJX)

Prevenir los daños públicos suele estimarse poco porque no llegaron a experimentarlos aquellos que los han despreciado y así no pudieron temerlos y el remediarlos se estima doblado, costando más y valiendo menos, pero como se debe mayor corona al que guarda al ciudadano que al que mata al enemigo, así mayor premio al que sin sangre previene que no se pierda el reino que al que lo cobra con ella. (180 CLXXX)

Y por supuesto, no puede faltar un elogio a la prudencia, entendida, sobre todo, en términos de estrategia, de adelantarse al futuro:

La República sin tesoro es cuerpo sin sustancia, y sin prudencia , es navío sin timón. (181 CLXXXI)14

El barroco pretende dirigir a los hombres masivamente, pretende ser una cultura de masas y actuar sobre su voluntad, moviendo ésta con resortes psicológicos manejados conforme a técnicas —ahora sí— de captación de la atención (propaganda). Las artes y en general todos los ritos y ceremonias civiles y religiosos juegan un papel fundamental en esta captación. Los jesuitas vieron el punto prontamente, cuando se percataron de la importancia de construirlas iglesias de suerte que facilitaran la atención de los fieles, iglesias que fueran un teatro, un foco de atención, una metáfora atractiva para los fieles y arrancarlos así del protestantismo.

Este carácter masivo del barroco es omnipresente en México. El barroco se vierte a las calles, y sobre todo, en las iglesias que fueron siempre un recinto abierto para la plebe. Las iglesias sólo en contadas ocasiones cerraban sus puertas a léperos y castas. Las procesiones son una parte de este carácter masivo de esta cultura novohispana. Y en la Nueva España confluyen dos tradiciones procesionales. Por un lado, la andaluza, Sevilla es célebre por sus pasos en Semana Santa, por otro, la indígena, que tan astutamente fue aprovechada por los misioneros del siglo XVI. En efecto, la religiosidad indígena era un culto abierto a las plazas. Los indígenas tenían procesiones en que lucían parasoles, abanicos y andas. Por ello, las procesiones encontraron un fuerte arraigo en la Nueva España que, además, contaba con un clima privilegiado para desarrollar este tipo de ceremonias al aire libre (algo que no sucede en la mayor parte de Europa. Las procesiones del Corpus Christi se suspenden frecuentemente en Francia y Flandes, donde el clima de primavera es peligrosamente lluvioso). Las procesiones y la perenne apertura de las iglesias

14 Juan de Palafox, "Diversos dictámenes espirituales, morales y políticos", Ideas políticas, UNAM, México, 1946, pp. 7 y 10, dictámenes 59, 180 y 181.

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permitieron que la religiosidad, apuntalada por las técnicas de propaganda barroca, penetrara con cierta profundidad en las masas urbanas y, en buena mecida, en la población rural. Impregnación que fue mucho más honda que la del poder civil. Al fin y al cabo, en el virreinato no eran muchas las manifestaciones extraordinarias de la autoridad, y casi todas se concentraban en las grandes ciudades. Entrada de virreyes, honras fúnebres, celebración de nacimientos, bodas reales y coronaciones. Un lugar importante lo ocupaba la "procesión civil" llamada Paseo del pendón. El día 13 de agosto, fiesta de San Hipólito y aniversario de la caída de Tenochtitlán en manos de Cortés, se sacaba de la iglesia de San Hipólito México, un pendón de la Virgen, utilizado por Cortés como estandarte durante la conquista. Se organizaba un desfile civil "paseando" el pendón por las principales calles de la ciudad.

Pero la cultura masiva significa, lo mismo en España que en la Nueva España, una cercanía de los objetos culturales a las masas. No es que la cultura barroca fuera una cultura democrática, como sí lo pretendió ser el realismo soviético y el muralismo mexicano. Es que el barroco, especialmente en sus versiones plásticas, era un lenguaje más o menos inteligible para importantes segmentos de la población, a diferencia del neoclásico, cuya semántica y sintaxis resultó excesivamente fría para la calidez mexicana.

A su vez, el hombre culto del barroco adopta algunos giros "vulgares". No existe una ruptura, una barrera impenetrable, entre la alta cultura barroca y lo que ha dado en llamarse cultura popular. Aunque se trate en el fondo de cierta afectación, el hombre culto barroco gusta de asumir o rozar algunos aspectos populares. Ya hemos referidos dos importantes: los villancicos con negrillas de Ser Juana Inés de la Cruz, y los aires guineos que se perciben en piezas compuestas por maestros de capillas novohispanas.

Desafortunadamente, el motín de 1692 en que se quemó el palacio virreinal con sus archivos, y se saquearon los portales de comerciantes, llevó al criollo Sigüenza y Góngora a ver con recelo, por no decir verdadero desprecio, al populacho, causa de tales desmanes. Sigüenza y Góngora estaba en camino de acercarse y comprender el ethos de las clases bajas de la Nueva España. Nunca sabremos hasta qué punto este motín interrumpió la paulatina aproximación de los criollos a indios y castas. Probablemente dicho acercamiento hubiera conducido a la forja de la identidad nacional por otros derroteros distintos de los actuales.

Un punto cuestionable de la interpretación que Maravall hace de la cultura masiva es la importancia otorgada por dicho autor a la opinión. Los escritores políticos del barroco se preocupan por la opinión de la "masa" e intentan encauzarla y dominarla. El novohispano Ruiz de Alarcón escribe en Los pechos privilegiados

Al fin, es forzosa ley

Por conservar la opinión

Vencer de su corazón

Los sentimientos el Rey

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Idea verdaderamente revolucionaria: el rey también está sujeto a la opinión y, en ocasiones, tiene que ceder a la presión de ella. Que la opinión juega un papel importarte en las decisiones políticas es una verdad siempre sabida, pero pocos, si exceptuamos a Maquiavelo y algún otro, se habían atrevido a enunciar tal verdad tan rudamente en tiempos anteriores al barroco.

Juan de Palafox, por ejemplo, insiste en la importancia de la reputación de un gobierno, y reputación no es sino una opinión consolidada:

Las monarquías, cuando se van acabando primero pierden la reputación, luego lo conquistado y después sirve la nación; como cuando se forman primero cobran reputación, luego salen de servir a otras naciones y después dominan a las demás. Con este juicio se ha de ver y conocer en qué estado se halla una monarquía. (100 C)15

En apoyo de esta tesis, Maravall invoca la existencia de un mercado de noticias e impresos. La noticia se hace mercancía gracias a la imprenta, pero también gracias a que hay compradores. Los compradores de noticias son el núcleo de una opinión pública. La Gaceta Nueva de Madrid es reimpresa en Sevilla, Zaragoza, Valencia, Málaga y México.

En resumen, la cultura del barroco logra que individuos diseminados en un territorio, desconocidos entre sí, se sientan vinculados por una inclinación de tipo afectivo a la comunidad, a la Iglesia y al rey. El barroco ha hecho propaganda de esos valores, que terminan por socializarse y crear, al mismo tiempo, una comunidad. Esta idea es relevante, pues explica por qué el barroco dotó a la Nueva España —tan dispar entre sí— de una incipiente identidad. El barroco logró una identidad virreinal en ciertos estratos en torno a Dios y la Corona. No podemos olvidar, por ejemplo, que el metimiento de independencia de México arranca de la defensa de los derechos de Fernando VII frente a José Bonaparte, usurpador francés, impuesto por Napoleón. Es una para-doja: la lealtad fomentada por la Corona fue el detonante de ¡a independencia del virreinato.

La cultura barroca es también una cultura eminentemente urbana. El arte toquitqui del siglo XVI es preponderantemente rural, pues los conventos se erigen fuera de las ciudades o, mejor dicho, en los lugares de alta densidad de población indígena (Xochimilco, en el Valle de México; Huejotzingo, en Puebla; Yecapixtla, en Morelos; Cuitzeo, en Michoacán). El XVI es un siglo de divulgación del cristianismo y asentamiento de las nuevas estructuras políticas y económicas; está volcado hacia los pobladores primitivos de esta tierra. El barroco es un arte maduro, volcado hacia los asentamientos virreinales. En las poblaciones sólidamente establecidas se construyen templos magníficos y palacios ostentosos. Sólo en la ciudad se organizan costosas mascaradas. Los cortejos espectaculares, los catafalcos funerarios, requieren de una estructura económica que el campo difícilmente puede dar. En la ciudad se convocan los torneos de poetas; sólo en comunidades bien establecidas se pueden discutir los cánones literarios, sólo en ellas puede haber academias y sociedades literarias. Sólo en las ciudades se pueden representar las fastuosas

15 Juan de Palafox, "Diversos dictámenes espirituales, morales y políticos", Ideas políticas, UNAM, México, 1946, pp. 8, dictámenes 59, 100.

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comedias —aunque el teatro religioso, el auto sacramental, siempre encontró lugar en el campo—y montar las capillas musicales.

En 1585, Bernardo de Balbuena ya se preciaba de haber ganado el primer lugar en un certamen poético entre trescientos concursantes. En 1618, el rico gremio de plateros de la ciudad de México había patrocinado un torneo poético para festejar la entonces reciente proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción.16 En 1683, la Universidad había organizado otro torneo semejante. Estos aparatosos y costosos torneos no podían tener lucimiento sino en comunidades urbanas.

Sólo en ciudades importantes podían tener lugar fiestas como las orgullosamente descritas por el sabio mexicano Carlos de Sigüenza y Góngora, con ocasión del matrimonio de Carlos II con Mariana de Neoburgo en 1692, que ejemplifica esta cultura "masiva" y urbana:

Distribuyéronse las máscaras por los gremios y, emulándose unos a otros en galas propis;, libreas a los lacayos, en lo ingenioso de las ideas, en la hermosura y elevación de los triunfantes carros, en el gasto de cera con que las noches, con que consecutivamente regocijaban la ciudad, se equivocan en días, dieron regla a los venideros para gobernarse con aplauso en empeños tales. Mucho más que esto fueron los juegos que, ya en otras tres continuadas noches, con la pensión de parecer por sólo lucir dejaron sin la esperanza de otra inventiva a su industrioso artífice.

Hiciéronse corridas de toros, sainete necesario en españolas fiestas. ¡Con qué acierto! ¡Con qué magnificencia! ¡Cuán majestuoso y proporcionado el uso! ¡Qué pródigamente repartidas las colaciones! ¡Qué regocijada la plebe! ¡Qué gustosos los nobles! ¡Con cuánta complacencia los tribunales! ¡Qué alegría por todo esto el buen virrey!17

En 1700, para celebrar la canonización de San Juan de Dios, se organizó en la Alameda de la ciudad de México, una fiesta descrita en los Diarios de Robles y Guijo, testigo del acontecimiento:

Los vecinos de la Alameda salieron curiosamente vestidos remendando varios animales y fábulas de la Antigüedad; la idea del carro fue el Monte Parnaso, el Pegaso con alas; en nueve nichos, las Musas, y arriba, en un trono, el dios Apolo...y hubo otra con representación del mundo al revés: los hombres vestidos de mujeres y las mu eres de hombres; ellos con abanicos y ellas con pistolas; el carro con un retrato de San Juan de Dios y un razón ricamente adornado que recitaba una loa..."18

16 Una descripción muy interesante de este tipo de torneos se encuentra en Irving A. Leonard: La época barroca en el México colonial, capítulo IX, Fondo de Cultura Económica, México, 1974.

17 Carlos de Sigüenza y Góngora, "Alboroto y motín de México del 8 de junio de 1692", Relaciones históricas, UNAM, 1992, pp. 91-92.

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Sin embargo, hay que tener precaución al afirmar que el barroco es eminentemente urbano. Existen ejemplos arquitectónicos que, prima facie, podrían aducirse para intentar refutar esta tesis: la iglesia jesuita de Tepotzotlán, la parroquia de Santa Frisca en Taxco, Santa María Tonanzintla en el Valle de Puebla. Salta a la vista que el primer caso no es paradigmático, pues Tepotzotlán era ni más ni menos que el noviciado de la poderosa orden de la Compañía de Jesús. No era raro que el tal colegio —en las inmediaciones del Valle de México— gozara de especiales privilegios artísticos y recursos económicos. Santa Prisca sigue llamando aún hoy por hoy la atención. La riqueza de las vetas de plata y el capricho de José de la Borda son los factores que explican la construcción de la magnífica joya arquitectónica en la sierra de Guerrero (recuérdese el refrán popular, Dios dando a Borda y Borda dando a Dios). Santa María Tonanzintla, por su parte, es un barroco que ha sido denominado, coloquialmente, barroco popular, para designar su carácter poco académico, además el Valle de Puebla siempre ha estado densamente poblado.

Por otra parte, no debemos trasladar nuestro concepto de ciudad al siglo XVII. Oaxaca, hoy una modesta población provinciana, fue en su momento una próspera ciudad, enriquecida con la explotación de la grana cochinilla que se exportaba a Europa (Se cuenta que después de que el Greco utilizó la cochinilla de Oaxaca exclamó "Nunca más pintaré color grana, sin cochinilla de Oaxaca", anécdota que falsa o verdadera, habla de la prosperidad de ciudades que hoy pasarían por pequeñas.)

El barroco y la cultura criolla

El barroco novohispano está indefectiblemente unido al criollismo.19 Criollo es el término utilizado para nombrar al hijo de españoles nacido en América. Pero Edmundo O'Gorman observó que el criollismo desbordó muy pronto el hecho racial para designar un hecho de conciencia. Actualmente, en lugares como Colombia — otrora el virreinato de la Nueva Granada — el término criollo se utiliza para designar lo "auténtico-", lo colombiano, por contraposición a lo extranjero. Criollo viene a significar novohispano. o mejor dicho, la conciencia de ser novohispano; el indio y las castas, aunque nacidos en tierras de la Nueva España, no participaban plenamente de la "novohispanidad". Su mundo cultural y social era distinto del mundo barroco. Se trata de un fenómeno similar al que ocurrió en la Grecia clásica. Únicamente los ciudadanos eran miembros plenos de la polis. Las mujeres, los extranjeros y los esclavos no participaban de la polis sino en un sentido lato, indirecto, y siempre insuficiente. No eran plenamente helenos. Vivir en la polis no equivalía a habitar físicamente en los recintos amurallados de Atenas o Esparta. Para ser ciudadano era menester participar de la vida política, cultural y social de la ciudad. Así lo ha visto con claridad meridiana Hannah Arendt en su extraordinario libro The Human Condition.

18 Citado por Francisco de la Maza, La ciudad de México en el siglo XVII, Fondo de Cultura Económica-Cultura SEP, México, 1985, p. 24. 66

19 Claro y sencillo es el estupendo ensayo de Jorge Alberto Manrique, "Del barroco a la Ilustración", en Historia general de México, vol. I, Colegio de México, México, 1977.

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Mutatis mutandis, el indio no fue un novohispano y, desgraciadamente, en pleno siglo XX continúan existiendo etnias que viven al margen del desarrollo cultural, económico y tecnológico de nuestro país. Vivir en México no es habitar un territorio; vivir en México es la participación de unas conicciones, es hablar un lenguaje, reconocer unos procedimientos políticos y colaborar en una estructura económica. En este sentido, el criollismo novohispano incorporó a los mestizos, quienes no cumplían con los requisitos raciales para ser criollos, pero sí lo requisitos culturales. De igual manera, el criollismo excluyó a quienes no participaban de esta cultura barroca de la que venimos hablando.

Al afirmar que la cultura barroca es una cultera masiva, hemos subrayado a continuación que la cultura barroca estaba necesitada de la vida urbana y que, por ende, la plenitud del barroquismo era accesible exclusivamente para quienes tenían el dominio de las letras. No hay contradicción entre afirmar el carácter masivo de la cultura barroca y reconocer, simultáneamente, un dejo de elitismo.

El concepto de criollo, como concepto barroco, requiere de su opuesto para ser entendido. Criollo se opone a gachupín, aunque la palabra no tiene siempre un sentido peyorativo. Así, en un censo de la ciudad de México en 1689, se registran 1,182 "gachupines", es decir, peninsulares laicos. No todo uso do la palabra "gachupín" es necesariamente peyorativo. Este significado negativo se irá acentuando con el paso del tiempo. No obstante, el malicioso pero perspicaz Thomas Gage percibe tempranamente el antagonismo creciente entre gachupines y criollos.

Al respecto, resulta muy valioso el testimonio del libro Sumaría relación de las cosas de la Nueva España, escrito en 1604 por Baltasar Dorantes de Carranza. El autor es un criollo típico, nacido en la ciudad de México a mediados del siglo XVI. Fue hijo de Andrés Dorantes, uno de los cuatro supervivientes de la infortunada expedición de Pánfilo de Narváez a la Florida (conocida como la expedición de Núñez Cabeza de Vaca). Baltasar Dorantes heredó una encomienda de su padre, que perdió, aunque finalmente logró el puesto de tesorero real en el puerto de Veracruz. Nuestra prolijidad en la descripción del autor dibuja el origen de la conciencia criolla: saberse heredero de los conquistadores y forjadores del virreinato y, al mismo tiempo, verse desplazado por los advenedizos peninsulares. Los oportunistas, burócratas y aristócratas venidos de la Villa y Corte fueron soslayando paulatinamente a los descendientes de los conquistadores. Dorantes recoge un soneto anónimo y terrible:

Viene de España por la mar salobre

a nuestro mexicano domicilio

un hombre tosco, sin ningún auxilio

de salud falto y de dinero pobre

Y luego que caudal y ánimo cobre

le aplican en su bárbaro concilio,

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otros como él, de César y Virgilio

las dos coronas de laurel y roble.

Y el otro, que agujetas y alfileres

vendía por las calles, ya es un conde

en calidad, y en cantidad un Fúcar;20

Y abomina después del lugar donde

adquirió estimación, gusto y haberes

¡Y tiraba la jábega en San Lúcarl

El soneto expresa con fineza y amargura la frecuente actitud de los peninsulares. Por un lado, el apoyo que unos a otros se brindaban, en perjuicio de los criollos. Por otro, el desapego del peninsular hacia la Nueva España, a pesar de haber hecho fortuna en ella (algo por demás actual entre muchos emigrantes españoles en el México contemporáneo).

La corona española se opuso, ya se ha señalado, al enfeudamiento en forma de encomienda (y más de algún autor ha insinuado que detrás de la Junta de Valladolid y la discusión sobre las encomiendas, no latía exclusivamente un afán por defender a los indios, sino el interés de la corona de impedir la creación de una nobleza neofeudal de conquistadores). La política de la Corona desarticuló el proyecto de los primeros novohispanos; pero no se propuso tampoco un proyecto alterno claro. Además, el constante aumento de la población criolla, ávida de oportunidades, y el desarrollo de una clase mestiza, generaron un creciente malestar contra los peninsulares, quienes gozaban de privilegios en la Nueva España.

La confrontación, una oposición, un claroscuro barroco, propicia la paulatina toma de conciencia. Pedro de Avendaño en Fe de erratas se burla de un predicador ampuloso venido de la metrópoli, haciendo gala de un desprecio generalizado a los peninsulares:

Soberbio como español

quiso con modo sutil

hacer alarde gentil

de cómo parar el sol;

no le obedeció el Farol,

que antes —Icaro fatal—

20 Referencia a la rica familia de banqueros que prestaban dinero a los reyes españoles.

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lo echó en nuestra equinoccial,

porque sepa el moscatel

que para tanto oropel

tiene espinas el nopal

El desprecio al gachupín, al "moscatel" es rotundo (el vino moscatel era un producto español). La referencia al nopal que desgarra el oropel es extraordinaria. Nos encontramos ante una expresión pintoresca, pero profundamente actual de la imagen que el mexicano proyecta hacia el exterior. Nos encontramos también ante una pugna vigente —en no pocas ocasiones chauvinista— entre lo mexicano y lo extranjero: como México no hay dos.

La cultura barroca es un proyecto de vida surgido de la confrontación, de la contradicción. El barroco permite al criollo perfilar su propia identidad. El barroco sabe asumir las confrontaciones. Nueva España se articula en torno al orgullo de saberse mejor que la "Vieja España. Traemos nuevamente a cuento el pasaje de Sigüenza y Góngora, donde el sabio criollo afirma que nuestra fiesta para celebrar un boda real es tan magnífica como la misma boda:

No soy tan amante de mi patria, ni tan simple, que me persuada a que cuanto hay y se ejecuta en ella es absolutamente lo mejor del mundo; pero aunque no he salido a peregrinar otras tierras (harto me pesa), por lo en extremo mucho he leído, paréceme puedo hacer concepto de lo que son y de lo que en ellas se hace. Con este presupuesto, le aseguro a vuestra merced, con toda verdad, no haber tenido que envidiar México a otro cualquiera lugar que no fuere esa corte de Madrid (donde no hubo representación sino realidad) en esta función.

Sigüenza y Góngora es verdaderamente atrevido: no ha viajado fuera de la Nueva España, pero ninguna otra provincia es tan espléndida como la nuestra.

El criollo novohispano requiere algo más que un trivial orgullo. Manrique, siguiendo a O'Gorman, considera que el criollo ancla su proyecto en la forjación de mitos. El mitificado pasado prehispánico y la religión constituyen los ejes de la identidad cultural criolla. A ello habría que añadir una conciencia de la peculiariedad y feracidad de la naturaleza novohispana, algo por demás perfectamente barroco. El barroco no ignora la naturaleza.

En efecto, durante el barroco se plantea la dialéctica artificio-naturaleza, cuya síntesis será el jardín versallesco, naturaleza domesticada. Tal equilibrio se romperá hacia el final del barroco, por ejemplo en el pintor Watteau, donde la naturaleza deja de ser apacible y se presenta temible, misteriosa, indomable.21 La naturaleza americana no se amolda perfectamente al ideal versallesco del jardinero-arquitecto Le Notre. La naturaleza americana es "demasiada" naturaleza para los

21 Cfr. Fernando Checa, José Miguel Morán: El barroco, ediciones Istmo, Madrid, 1994, pp. 128 ss.

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geométricos diseños de Le Notre. Pero el criollo no se resigna con una naturaleza brutal y bárbara. La naturaleza americana es amable y domesticable, aunque en un sentido distinto al europeo. Es paradigmático el caso de Veracruz: sólo podían habitar en el puerto quienes habían nacido en él. Los extranjeros, los inmigrantes, son atacados por el vómito negro. Así consta en diversos cronistas del virreinato.

Reivindicación del mundo indígena, religión y naturaleza son los tres ejes en torno a los cuales se arma el proyecto cultural barroco.

La asunción del pasado prehispánico es un fenómeno culto. Son los grandes autores barrocos, no los indios, quienes se dedican a rescatar el pasado indígena. No podía ser de otra manera; la mayoría de los indígenas vivían en condiciones cercana* a la inmediatez, por decirlo hegelianamente, en un estado de conciencia alejado de .las categorías occidentales. Los indígenas no necesitaban un pasado para "legitimar" una identidad novohispana que nunca habían poseído El problema de la identidad, seamos crudos, no lo tenían 'os indios, lo tenían los criollos.

En esta historia reconstructiva del pasado indígena descuellan tres obras y dos escritores: la no desdeñable, aunque farragosa, Monarquía indiana de fray Juan de Torquemada, y las Relaciones históricas de la nación Tulteca o Relación de todas las cosas que han sucedido en la Nueva España, y de muchas cosas que los toltecas alcanzaron (arca 1608) y la Historia chichimeca (c. 1630), título que probablemente no fue el original, sino el que le dio Sigüenza y Góngora.

Los casos de ambos autores son interesantes. Torquemada, con ser religioso, elabora la historia prehispánica con una actitud radicalmente distinta a la de Motolinía, Las Casas y Sahagún. Para éste último, la función del conocimiento de los mitos y ritos de los antiguos mexicanos era impedir la recaída en la idolatría. Los frailes que hacen historia en el XVI, tienen intenciones pastorales: atacar la idolatría y defender a los indios. Torquemada toma una actitud nueva: la de quien explora el pasado para entender el presente.

En el caso de Alva Ixtlixóchitl, marginando toda la discusión historiográfica, la actitud es similar. Es el rescate orgulloso de un pasado áureo. Alva Ixtlixóchitl es quien mitifica a su ancestro Netzahualcóyotl, como "Salomón mexicano": sabio, poeta y rey.

El extremó de esta reivindicación —mitificación—del pasado indígena es la cristianización de Quetzalcóatl llevada a cabo por don Carlos de Sigüenza y Góngora, erudito heredero de los papeles de Alva Ixtlixóchitl. Tal es la tesis defendida en la obra perdida de Sigüenza y Góngora, Fénix del Occidente, S. Tomás Apóstol, hallado con el nombre de Quetzalcóatl, entre las cenizas de antigua; tradiciones conservadas en piedras, en Teoamoxtles Tultecos, y en cantares Teochichimécos y Mexicanos. El dios azteca Quetzalcóatl era el apóstol Santo Tomás ; lo que quedaba demostrado en la obra mediante un estudio del significado del nombre, el atuendo y la doctrina del santo cristiano. Este relato habla de los milagros realizados, describe los lugares e indica las reliquias dejadas por el apóstol al predicar en el Nuevo Mundo. La obra perdida sólo se conoce por referencias.22 Ignoramos sus métodos, pero el espíritu que la animó cuadra

22 Cfr. Leonard Leonard: Don Carlos de Sigüenza y Góngora, Fondo de Cultura Económica, México, 1984, p. 109.

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perfectamente con la búsqueda de la identidad novohispana. Se trata de un eslabón precioso en la conformación de esa identidad cultural.

Un novohispano tiene que sentirse orgulloso de su pasado indígena. No puede vivir de espaldas a lo prehispánico. Pero, al mismo tiempo, es profundamente católico. Tampoco puede rechazar su religión. El problema no era fácil de resolver, pues aceptar la verdad del catolicismo implicaba, en buena medida, el rechazo y satanización del pasado prehispánico. La religión prehispánica en torno a la cual giraba el mundo indígena era "diabólica" (ni siquiera el mismo Tor-quemada supera esa visión. Solamente Bartolomé de las Casas intentó encontrar una legitimidad a los ritos indígenas}. Sigüenza y Góngora es genial: une lo prehispánico y lo cristiano. El mundo prehispánico, en lo que de más calle tenis, Quetzalcóatl, el fundador de Tula, era ni más ni menos que el apóstol Tomás. Quedaba así exorcizado un sector del pasado indígena, y se le podía lucir orgullosamente. Religión y pasado prehispánico podían servir de cimiento para un proyecto cultural. Todo avalado, además, por la erudición y ciencia del sabio criollo. La revalorización del pasado prehispánico era casi completa.

La religión consiste, en consecuencia, en el otro rasgo de este criollismo. Pero como la Vieja España es también católica, el rasgo distintivo no puede encontrarse en el catolicismo, sino en la inculturación del catolicismo. El guadalupanismo se convierte así en rasgo típico del catolicismo mexicano, y en consecuencia, en un trazo esencial del bosquejo criollo. Hasta el día de hoy, la Virgen de Guadalupe juega un papel sociológico fundamental en México. No es casualidad que Miguel Cabrera, el pintor por antonomasia del XVIII —aunque no el mejor— se dedique a reproducir imágenes de la Guadalupana de una manera inusitadamente prolífica. Tampoco es extraño que las iglesias barrocas dedicadas a la Guadalupana proliferen en todo el virreinato. Al menos un retablo, una pintura se dedica a la Virgen de Guadalupe en las suntuosas iglesias novohispanas, tal es el caso de la iglesia de Guadalupe en Querétaro, cuya gloria fue cantada por Sigüenza y Góngora en tono francamente triunfalista:

Embarazo del aire,

de Querétaro nobles suspensiones,

sin mendigar a Europa perfecciones

ni recelar del tiempo algún desaire,

miro un galante templo

donde airosa contemplo

la perfección en término sucinto,

del volado arquitrabe al bajo plinto

Contundente es la desdeñosa referencia a Europa. La Nueva España no necesita de Europa.

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Sigüenza y Góngora es el "Cabrera" literario de la Virgen de Guadalupe. En 1662 compuso en octavas el poema Primavera indiana:

—Estas, le dice, son; éstas las claras

divinas señas de mi dulce Imperio;

por ellas se me erijan cultas aras

en este vasto rígido hemisferio.

No hagas patente a las profanas caras

tan prodigioso plácido misterio:

sólo al sacro pastor, que ya te espera,

muéstrale esa portátil primavera

Hácelo asi; y al descolgar la manta

fragante lluvia de pintadas rosas

el suelo inunda, y lo que más espanta

(¡Oh maravillas del amor gloriosas!)

es ver lucida, entre foresta tanta,

a expensa de unas líneas prodigiosas,

una copia, una imagen, un traslado

de la Reina del Cielo más volando.

Esta candidez y ternura religiosa es elocuente, si se tiene en cuenta que el mismo autor de esta poesía (aunque más viejo) es el detractor del principio de autoridad en las Ciencias. En su polémica con el padre Kino, Sigüenza y Góngora afirma que en la ciencia sólo tiene lugar la comprobación y la demostración. En 1681 exclamó: "...aun Aristóteles, el reconocido príncipe de los filósofos, quien por tantos siglos ha sido aceptado con veneración y respeto, no merece crédito... cuando sus juicios se oponen a la verdad y a la razón". He aquí la tensión barroca. Racionalidad y misticismo conviven en delicada simbiosis.

Esta misma tensión entre una fe sencilla y recia y una racionalidad fina y exigente se irá acrisolando más y más. Un ejemplo tardío es el Poema heroico acerca de Dios y de Dios-Hombre del jesuita Diego José Abad. Nacido en Jiquilpan de Michoacán en 1727, Diego José Abad estudió,

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como Sigüenza y Góngora, en Tepotzotlán. El poema escrito en un latín magnífico es interesante, pues al tiempo que se ha abandonado ya la artificiosidad del barroco gongorista, hay en él ecos claros de la poesía mística barroca. Basta leer la conclusión:

Para que arda, Dios Santo, y me inflame en tu amor,

No me mueven los dones del cielo ofrecidos,

No me impelen del Tártaro penas horrendas

A no hacerme, protervo, pecar contra Ti.

Esto me mueve: Jesús, mirarte carísimo,

Con tres golpes clavados a un infame madero,

El rostro sangriento, y con crueldad lacerado,

Entre oprobios morir y expirar en tormentos

Me enciendo a tu vista y así hierva mi pecho,

Que si ni penas a mi gozo quedaran,

Por mí aún te temiera y aún siempre te amara

Quita, pues no queda por mí, los preparados

magníficos premios; porque aunque ellos me quites,

No menos que hoy te amo, te amaré ardientemente23

Lo más interesante es, en nuestra opinión, que un autor que estilísticamente está más cerca del neoclásico y que muchos especialistas consideran como moderno, esté glosando el famoso soneto No me mueve mi Dios para quererte (de cuya autoría mucho se discute, y que nosotros adscribimos a Miguel de Guevara no por razones técnicas, sino por dejar en la Nueva España el origen del bello soneto).

Finalmente, habría que añadir la exaltación que los criollos hacen de la naturaleza mexicana. El criollo está orgulloso de la naturaleza, de sus ciudades, del paisaje y de su tierra.

23 Canto LXIII, traducción de Bernabé Navarro, en Cultura mexicana moderna en el siglo XVIII, UNAM, México, 1983, pag. 81

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Paradigmático es Bernardo de Balbuena por su poema Grandeza mexicana, que si bien tiene una forma clásica, se puede adscribir plenamente a este movimiento del orgullo criollo del barroco. Cuál es la pretensión del poema lo expresa Balbuena con claridad:

De la famosa México el asiento

origen y grandeza de edificios

caballos, calles, trato, cumplimientos,

letras, virtudes, variedad de oficios,

regalos, ocasiones de contento,

primavera inmortal y sus indicios,

gobierno ilustre, religión, estado,

todo en este discurso está cifrado.

Orgulloso, Balbuena proclama la riqueza natural de esta tierra, preñada de plata, que recibe la Nao de Manila y comercia con la Península. México resulta en este poema —y no sin razón— una de las grandes ciudades del mundo:

(...)

Es toda un feliz parto de fortuna

y sus armas un águila engrifada

sobre las anchas hojas de una tuna

de tesoros y plata tan preñada,

que una flota de España, otra de China

de sus sobras cada año van cardadas

También en la ruta del orgullo criollo, y en un tono gongorista, Arias de Villalobos escribe en Canto intitulado Mercurio las glorias de México.

Ya no se ensalzarán los efesinos

con el gran templo que abrasó Erostrato,

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cuando los templos bellos y divinos

a mirar lleguen de esta corte un rato,

los artesones, ricos, peregrinos,

donde el oro macizo es más barato

que el mazón y artificio, que en la cumbre

labró un ensamblador por la techumbre

Villalobos está presumiendo los célebres artesonados de algunas iglesias mexicanas, madera dorada y labrada que impresionaba a todos por su riqueza, y que Villalobos no tiene empacho en comparar con el templo de Diana en Efeso —una de las siete maravillas del mundo— quemado por Erostrato, para pasar a la historia, aunque fuera como su destructor. Por una broma cruel de la historia, de esos artesonados no queda ninguno en nuestro país, salvo un alfarje mudéjar, casi sin dorados, en el convento franciscano del siglo XVI de la ciudad de Tlaxcala. Si quisiéramos hacernos una idea de esos artesonados dorados y refulgentes tendríamos que visitar la catedral de Toledo o la iglesia de San Francisco en Santa Fe de Bogotá, que conserva intacto el techo áureo.

El orgullo de la naturaleza salta a la vista en la Rusticatio mexicana del jesuita guatemalteco, educado en Tepotzotlán, Rafael Landívar. Aunque estilísticamente se aleja del barroco, su afán por hacerlo, lo lleva ser barroco en su desprecio por la metáfora ("Oculten otros sus pensamientos bajo arcanos símbolos/ por cuya tiniebla abstrusa nadie ose penetrar, ni torturarse",). Lo importante es que Landívar, quien sufrió la extinción de la orden, canta a la naturaleza americana. Su virgilianismo no me impide colocarlo como un último eslabón de esta cadena de barroquismo criollo que deviene una "modernidad" más criolla que moderna:

Hubo, lejos de aquí,24 en tierras occidentales, ilustres, la ciudad de México, espaciosa y poblada; por sus hombres y riqueza, magnífica, que en pretéritas edades estuvo bajo el dominio de los indígenas, pero ahora, sometidos éstos por las armas, señorean los hispanos y su Imperio rige la ciudad. La circunda el claro cristal de varias lagunas, cuya onda indolente incita el resbalar de las piraguas

A lo largo de sus quince cantos, Landívar elogiará y describirá —en tono más modesto que Balbuena y Villalobos— las riquezas naturales de estas tierras: azúcar, plata, oro, añil, grana y púrpura.

24 Escribe el autor en el destierro italiano. Cito la traducción de Octaviarlo Valdés, editorial Jus, México, 1965.

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El criollismo pasa así por una evolución que arranca de las misma entrañas de la Conquista —no puede olvidarse que los hijos de Cortés fueron acusados de conspirar contra el rey—y que alcanzaron esplendor en el siglo XVIII con los jesuitas educados en el humanismo, capaces ya de dar una forma universal a su percepción singular de una realidad mexicana. Desafortunadamente fue la Ilustración —que no otra cosa es la decisión borbónica de expulsarlos— lo que acabó abruptamente con quienes habían sido los herederos espirituales de la inquietud barroca de un Sigüenza y Góngora.

A dónde nos hubiera llevado la modernidad-barroca de los jesuitas es algo que nunca sabremos. Lo cierto es que la independencia no pudo contar ya con ese impulso. Se encontró únicamente con una Ilustración, más o menos tamizada, y con un pasado barroco que también fue bombardeado por la modernidad ilustrada, pero que, al menos, nunca fue borrado radicalmente de la Nueva España.