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lunes 15-jueves 18 de marzo de 2004

...sin esperanza de ser escuchado,con la certeza de ser perseguido,

pero fiel al compromiso que asumí hace tiempode dar testimonio

en momentos difíciles.

RODOLFO WALSH, Carta abierta de un escritora la Junta Militar (marzo de 1977)

No escribir nada mientras se esté abrumado, y el grado de aturdimiento provenga de la ola de aturdimiento de los demás. España se sintió aturdida; a lo largo del jueves 11 la gente salía a la calle y hacía las cosas habituales sin ver o viendo cómo las hacían sus manos. El país estuvo partido por unos momentos... y el eje, al descubierto, se veía. Voy a tratar de escribir reflejando las secuelas psíquicas antes de que se produzcan y en el ínterin en que el periodismo aún no ha recibido la orden de olvidar para darles el tratamiento intermedio de «página más dramática de nuestra historia desde la guerra civil»; a tratar de escribir con la mayor objetividad posible para conjurar a la vez que para internarme en lo que técnicamente se denomina «stress postraumático». Por eso dejé pasar deliberadamente unos días sin escribiros y sólo tomé notas. El terrorismo sabe, calcula, mejor dicho, porque eso lo sabemos todos, que la gente parte de la abolladura de negarse a aceptar un golpe por sorpresa que desmenuza su rutina diaria, y entonces escoge el momento en que la sorpresa señale con instrumento de hierro ardiente en cuero de animal sufrido (en el caso de Madrid, hora punta, barrios populosos labrados a fuego, Atocha, el Pozo del Tío Raimundo), escoge el golpe que magnetice. El terrorismo moderno ha reintroducido la modalidad, anticuada tras el saco de Roma o las dos bombas atómicas, de que sea descomunal. Quizás ayudaría a explicaros la situación cierta habilidad en separar y ordenar consternación y estupefacción y qué sigue a qué; pero asisto, me veo en la impotencia de hacerlo. Llamaré, pues, al estado el de la sensación que se hojea y se estuvo largo tiempo en ello. Se habló de horror. Es de lo que más se habló, la palabra que montó guardia en todas las bocas y la primera que dejó vacías todas las mentes. Pernoctará a cubierto en la «memoria traumática» y de ahí seguirá viaje hacia la «memoria antigua», enturbiando la perspectiva histórica... cuando llegue el momento de haberla. Tanto se oyó y escribió horror, que el horror dejó de significar. Para que el horror sea horror, tiene que parar la vida, destruir las estructuras civiles..., y tres días después la gente fue a votar. Se tiene que acostar uno, levantar, etc., con un vómito en la boca, haciéndose un buche con el vómito, a punto de lanzar.

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Lo que sucedió es que, sencillamente, todos se encontraron con una carestía de adjetivos. Si no consigo percibir diferencias entre consternación y estupefacción porque el horror −que no siento o me muestro indócil a sentir− las mezcla y unifica como componentes, se puede aumentar la vigilancia interpretativa sobre lo que es rebasamiento para la razón y lo que es injusticia para la emoción. Comprendo que me meto en un terreno espinoso y no rehúyo el desprecio que puedo motivar, las impugnaciones e incluso la definición de «psicópata» y el veredicto de «monstruo». Poniendo toda la atención posible, puedo distinguir en la emoción lo que le puedo sisar a la naturaleza sin disminuirla ni adulterarla, a ver. Los 200 muertos no son nada de mí (primer nivel),y, algo más apartado, los 200 muertos no significan nada para mí (segundo nivel). Es en éste donde el análisis puede navegar confuso. Si el número de víctimas se hubiese registrado en el norte de África o en Extremo Oriente o en América misma, el continente que abandoné hace veintiséis años, la emoción o su falta resplandecerían en cuanto a la incomodidad de sentirla. Porque creo que es incómodo no sentir nada o no sentir lo mismo que los demás sienten inconteniblemente, secándose las manos con la tragedia para no ver de qué se compone, cuánto de miedo personal la compone, etc. Por supuesto que está el trozo de himno de John Donne, el metafísico centelleante y poeta sacro-satírico del siglo XVII, acerca de que con cada persona que muere, muere una parte de la humanidad que hay en nosotros, se rompe un eslabón de la cadena y mandangas por el estilo, y que hay cosas que cuestan de analizar por separado de toda la humanidad comprometida en una pérdida de estas dimensiones porque, si se analizan demasiado, uno no sabe a dónde le llevará el análisis, quizás a divorciarse de los demás que no las analizan, a ofender y extraviar la propia humanidad. Se ve claro, sin embargo. Si la tragedia tiene lugar en el extranjero, en otra parte, a cientos o miles de kilómetros, se leen los titulares de periódico con cristiana apatía, se sabe que eso pasa en el mundo pero mi familia está muy sana, se cuenta aquello, es decir, se hace basura de chismorreo y pronto todos quedan contentos y alegres con la próxima voluntad de Dios que trae la resaca de la actualidad. No quiero agradecerle ni deberle las emociones a nadie, a cuenta del humor extraño de querer sentirlas con relación a situaciones que yo mismo elijo o provoco, si la matanza no me persuade a creer que una parte de mi humanidad ha perecido con las 200 víctimas, y, en consecuencia, no me justifico sintiéndolo porque los demás lo sienten. No me da vergüenza no sentirlo. Aunque no llego a decirme «No me importan un pito», decido dejar la cuestión de la inocencia de los que murieron en la disparidad de la conciencia, ya que se ha puesto en boca de los muertos por milésima vez la incógnita desconcertada «¿Por qué me habéis matado? ¿Yo

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qué os hice? ¿De qué era culpable?». La síntesis de que porque los trenes iban cargados de obreros y amas de casa nadie era culpable, es una exención demagógica y canta que encanta. Desde un punto de vista ontológico, antipragmático, impopular y apocalíptico, podían ser culpables de reproducir los factores de la mediocridad reinante, motejadores de putas y homosexuales, chulos de la moral, soplones o de dar en Madrid en el 2000 la mayoría absoluta al Partido Popular y a su monigote Aznar que nos metió en la guerra. Culpables de un voto «útil», «indeciso», un voto de lástima o de admiración al más guapo. Quizá murieron en los 4 trenes 200 cretinos.

Se llega a la posibilidadpor la parte de atrás.

Teóricamente, no es posible dejar el camino que llevan todos. Que repose el argumento. Se verá que es la razón la que lo obliga a soportar el mandamiento, la que hace que no sirva para nada. Desesperaría si pudiere hacerlo; si, como en mi caso, la razón aceptara con honestidad que no acompaño a todos en lo que sienten y no me miento sobre el punto de que exista la necesidad de hacerlo y la saque de la chistera como el mago. La razón nunca ha sido tan efectiva como en reemplazar a la emoción cuando ésta no cumple con su función social. Hay necesidad de emocionarse porque los demás ya están emocionados; no te emocionas, luego la razón apela a una articulación docente que no falla, zona de unión de las intenciones perezosas y que es la solidaridad. Por la solidaridad puedo hacerme cargo del dolor de los familiares, sentir lo que ellos sienten, ponerme en el lugar de las víctimas. «Podría haberme pasado a mí», «Un ser querido, alguien que conocía, podría haber ido en uno de esos trenes», son los cebos chocantes de los que se sirve la solidaridad para que la emoción deje de estar atenta, se distraiga y se confunda con las de todos. Pero la solidaridad es tribal. Mantengamos nuestra fidelidad a la pregunta de si las 200 víctimas hubiesen sido colombianas, norteafricanas o asiáticas. La mayoría eran españolas (aunque había de otras doce nacionalidades) y entonces la tribu se siente tasada por la adversidad, agredida, dañada, y una parte de su humanidad interroga al yo colectivo y su dolor sucinto resulta amplificado por el dolor de los suyos que con sus caras desencajadas le dicen lo que de verdad ha sucedido: «Nuestro cuerpo social, en composición y suspensión con el tuyo, ha sido desgarrado». No soy de esta tribu, tampoco de la tribu argentina. Si los 200 muertos hubiesen sido argentinos, estaría igual. Ignoro si el espíritu de contradicción que tanto gusto me dio en el pasado y contribuyó a la formación de mi personalidad me conduce a esta tibieza, pero el desarraigo que ha terminado por ajustar mi forma de ser a una de estar en el mundo me veda una mecánica compasión en abstracto. La perra o berrinche del espíritu de contradicción que no quiere ronzar la cáscara de la unanimidad en la que cada ciudadano se solaza viendo su cara multiplicada por la de todos, es sobrepujado

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por sus propias emociones cuando éstas le son devueltas, legitimadas, por un espejo que no ha tenido que comprar, puede ser atacada fácilmente en la raíz pueril. No obstante, la desconfianza que constituye su materia prima básica permite contabilizar una estupidez temprana que va generalmente uncida a las tragedias cuando se producen. Así, la directora de cine Isabel Coixet y Sandra Falcó, bodeguera, no se privaron, como casi nadie, de aportar la monótona solución en lo sucesivo, coincidiendo en que «habría menos violencia y más compasión si mandaran las mujeres», una verdad periodística a la que asentí no más leerla, sí señor, y si no fuese por esto no se podrían socorrer verdades. Una verdad a la que le sangra la nariz por no recordar o saber las dos candidatas que las amazonas se cortaban un pecho para mejorar la puntería con el arco; que la Quintrala y la Condesa Sangrienta (la Báthory) eran mujeres; que Demi Moore hizo La teniente O’Neil y encarnó a la Meredith de Acoso; que Margaret Thatcher no sintió compasión en 1981 cuando era primera ministra y permitió que la muerte coronara la huelga de hambre de Bobby Sands en la prisión de Maze; que la Perra de Buchenwald iba a caballo por el campo, azotando a los internados, o los hacía despellejar y confeccionaba con la piel, previamente bronceada, pantallas para las lámparas de su casa. Para que sea de más provecho, algo se habrá de mantener alejado, incontaminado del ejercicio e influencia del espíritu de contradicción. La venganza, por ejemplo. La venganza que se siente, pero no se entiende, debe mantenerse incontaminada del espíritu de contradicción y guardarse lejos del alcance de los niños que abundan entre los demócratas que no es mucho lo que piden para tanto como les conviene, los analfabetos históricos que se reafirman en que todos tienen el «derecho a vivir libres y en paz» y los cristianos que superan la adversidad. El calidoscopio moral combina muy al revés de lo que los familiares de las víctimas se imaginan, ciñéndose al duelo y resignándose a un sentimentalismo informe en respuesta a las arengas de los políticos prometiendo «No los olvidaremos mientras vivamos» (léase ‘mientras podamos’) y las manifestaciones que vienen a ser convulsiones de disculpas de la barbarie de la que todos los que participan están felizmente limpios. La combinación moral es: No dejar que la venganza naufrague en la razón, ni que la sangre inunde la venganza. No creo que la venganza empequeñece o, como dijo Maite Pagazaurtundua por televisión en el programa Lo + plus, «anula nuestra humanidad» y «nos hace como ellos [la ETA que asesinó a su hermano, un sargento de la Guardia Civil]». La venganza es la incompatibilidad absoluta con la que habrá que medir la descomunión humana del fundamentalismo islámico, en relación con la cual Europa y Occidente en general están desarmados, bordando de cañutillo relaciones bilaterales que no existen o no interesan para lo que el sociólogo Amando de Miguel designó como «tercera guerra mundial».* Están cohibidos, porque

* * Nos encaramos con la misma designación salida de su quicio que le parecía bastante exacta al general R. J. A. Camps hace ahora

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NO ODIAN, no saben hacerlo u olvidaron cómo se hace. No hacía falta ser profeta para adivinar que el fundamentalismo islámico golpearía apenas tuviese un brazo y ese brazo hubiese substituido el cascote por la dinamita. Lo tiene ahora y el brazo se llama Al-Qaeda. Bastaba con no saber leer. En los primeros momentos en que la información llega por oleadas, la enormidad del atentado nubló el beneficio político de la acción y la autoría fluctuó. El Gobierno estaba empeñado en atribuírselo a ETA y fue el primero en retener información y desviarla; la ciudadanía, por su parte, sabía lo que podía esperar de la organización independentista vasca, ya que hace dos o tres semanas interceptaron en una carretera de la provincia de Cuenca una camioneta que llevaba más de quinientos kilogramos de explosivos. Al gobierno del PP le interesaba muchísimo que los malos hiciesen bien su papel, pero no contó con que la información, en estos tiempos que corren de comunicación legal y semilegal, ya es ingobernable; y, poco a poco, fue entrando en el país la noticia de que Al-Qaeda había reivindicado en Londres el atentado. La primera alusión al sepulcro sobre rieles que salía a recibirnos era «trenes de la muerte». Días después se hacía público el mensaje adjunto a la reivindicación; allí se preguntaba si era «pecado» que murieran inocentes en España mientras nadie se inmutaba por las mujeres, ancianos y niños que morían en Afganistán, Iraq y Cachemira. Y me consta que Occidente hace oídos sordos al imperialismo que se ha afeitado la barba, te dice no jorobes con la brutalidad yanqui y se desinteresa de la transición a culatazos de la paz, de las secuelas de la paz tras la guerra que prosigue, habiendo visto por televisión lo que a ellos no les importa que se vea ya que no le interesa a nadie que lo ve cómo entran los soldados estadounidenses en los domicilios de los iraquíes: a empellones, gritando, amedrentando con el estilo del chicle en la boca. La gente nunca se cree nada, pero allí estaba echada por primera vez la palabra. El mensaje hablaba del cruzado España. España, que había optado por dimitir de su papel secular de marginación, de mendigo en la historia del reparto, y juntarse con los ganadores. Y así le fue. Cuando dije que bastaba con no saber leer aludía a las sentencias que el plutócrata Bin Laden había emitido en reiterados mensajes a los medios. En uno difundido por Al Jezira, la televisión árabe, retaba desde su escondite a los aliados a que aguantaran lo que, en plena vendimia, había apadrinado con el nombre de compadraje coránico de «operaciones de martirio». Era el 19 de octubre de 2003. Tras las dos hienas de Blair y Bush venían los invitados menores: Australia, Polonia, Japón, Italia, fumando junto a la chimenea.

veinte años, aunque él la aplicaba al terrorismo marxista «apátrida». El razonamiento se encuentra en la página 197 de su libro El poder en la sombra. El affaire Graiver, 2.ª ed., Buenos Aires, Ro. Ca. Producciones, 1983.

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Como en las conferencias de Potsdam y Yalta, la distensión ilusiva de los «catorce puntos» de Wilson y la recompensa de los leones (acuerdos Sykes-Picot para el Próximo Oriente). En el mensaje, el más célebre y al que se dio la categoría de rollazo, España era explícitamente amenazada por primera vez, si bien en octubre del año 2001 la red se había referido a la humillación trillada con la asombrosa mención de al-Andalus, la espina que lleva clavada todo árabe. Italia ha sido elegida para la próxima operación de martirio. Venía en el mensaje adjunto a la reivindicación de Londres. Tal vez la red se contente con un martillazo por país, aunque, si elige el blanco a machacar por la importancia y va siguiendo un orden, como en misa, Barcelona es la siguiente. Cuando no se sabía si había sido la red islámica, se presentía. Ahora venimos nosotros. He oído decir estos días que España se considera un objetivo «blando» (por la deshabituación en la vigilancia). Pero volvamos a los 200 muertos registrados, al número. Recuerdo que cuando mataron en la Argentina al general Juan Carlos Sánchez, después ascendido a teniente general, el 10 de abril de 1972, no hubo manifestación. Se comentó la significación y jerarquía del blanco elegido por la guerrilla (un operativo conjunto del ERP y las FAR), pero la oportunidad de la indignación quedó encerrada en un cajón. «El tipo se lo merecía», era el resguardo o recibo de la acción que, como todo lo que existe y luego se digiere en las páginas de la historia, se masca y se extiende en la calle por escrito. Sánchez era el monstruo nombrado de manera correcta, superior de Feced y sus fieras y responsable del SAR, el Servicio Antiguerrillero del área de Rosario dependiente del II Cuerpo de Ejército. A diferencia del generalote, los 200 muertos de Madrid apenas conservaron sus nombres, habiendo perdido sus cuerpos en los estallidos. ¿Es más directo, fácil, horrorizarse, conmoverse, protestar, cuando se hace por un anómalo bloque de muertos anónimos? ¿Alguien con nombre y apellido ofrece una superficie sobre la cual el horror resbala, en tanto que un bloque queda expuesto sin ninguna superficie y entonces se agarra mejor?, ¿el horror germina? ¿Sánchez se lo merecía, con todas las implicaciones de la verdad objetiva de que alguien se merezca que lo embosquen y le disparen de todos lados? ¿No dicen los abogados del humanitarismo que nos ponemos a la altura de los asesinos si nos remontamos de la legalidad y sobre el equilibrio de la justicia para matar a un asesino? ¿No entraba en el supuesto de que con su muerte moría una parte de la humanidad que hay en nosotros? El Gobierno se dio prisa a salir al cruce y desacreditar la declaración de la mesa directiva de Herri Batasuna, que es a ETA lo que el Sinn Fein es al IRA irlandés. Ángel Acebes, el ministro del Interior, ahuyentó la duda: negar que había sido ETA la causante, dicho por boca de Arnaldo Otegi −escrito así, a lo vascuence−, era una «intoxicación miserable» de la autoría y su veracidad para tratar de desmarcarse. El Gobierno convocó a una macromanifestación en las principales ciudades, ordenando con lágrimas de cocodrilo hacer

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lo que todos querían. Y el viernes 12, al día siguiente, después de la pausa tonificante de la estupefacción, la tribu marchó a defender la democracia, la constitución, en definitiva, cosas vagas e inventadas en lugar de la vida, unida por lo que veía y lo que le decían. No puedo contener el recelo acerca del ascendiente sobre el babieca que la propaganda en poder del Estado se honra de haber visto nacer. El partido de Aznar vio cuatriplicada la ocasión de asestar un golletazo acabadísimo a ETA. «Esta vez arreamos a las masas y conseguimos enardecerlas lo suficiente como para que vayan a buscarlos a los ayuntamientos y a sus bares-fortines y los linchen...» Si la Noche de San Bartolomé vernácula no resultaba, la espiral de ETA igual arrastraría a José Luis Rodríguez Zapatero y su partido el PSOE a la ruina electoral del día domingo.* El resultado de las elecciones −si no hubiese habido atentado− no estaba tan claro para el PP. El recelo me da invertida la perspectiva entre uno y cientos: la vida para los abogados del humanitarismo puede ser todo lo sagrada que se quiera, pero la mayoría de las vidas truncadas están en la base de la pirámide, la base queda cerca de los ojos y pesa más. La solidaridad, la rabia y el miedo, sobre todo este, que despista a la rabia (a la que tengo en alta estima), convirtieron la calle en ara el viernes, cuando once millones de españoles se encontraron y tal vez se vieron juntos por encima del fisco y los políticos que los esquilman. Una sugestiva posibilidad halla una juntura en la coraza de la unanimidad. Sin sobrestimarla, es la posibilidad del recelo que decía, la de discernir por qué tendría que ir a esa macromanifestación y anonadar el gradual desarrollo de objeciones que me impedirían sumarme a ella como un elemento desprovisto de voluntad y articulado con la de todos en una masa y un solo pensamiento sin dirección formando un todo. ¿Salieron, hay que salir por el número? ¿La visión de tantos cadáveres, de tantos heridos que ambulan, que llevan puesta una corbata de sangre entre voluntarios de Protección Civil y personal sanitario, con la mirada perdida o sollozando, mancha el cuerpo y mengua el alma? Que no fue por el número débilmente relacionado con la solidaridad está bosquejado en la poca acción que generó la catástrofe de la Union Carbide en Bhopal (1984). En esa ocasión

* * El secretario general de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), un tal Carod-Rovira, miembro del gobierno tripartito que está ahora al frente de la Generalitat, fue por su cuenta a Perpiñán, aquí al lado, en Francia, a pactar con ETA una tregua unilateral. La organización, si quería matar, mataría en el resto de España, pero en Cataluña no. Más o menos era esto lo que fue a tratar. Se armó un revuelo beatífico. El apuro en que se vio el PSOE se debe a su compromiso con el PSC, que está también en el tripartito y es su rama aquí. Podían apuñalarlo como cómplice vestido de blanco.

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murieron veinte mil personas de un saque por emanaciones de gas cianhídrico; pero ya se sabe, aquello es la India, es Asia, y en Asia las pérdidas humanas pertenecen a la tradición narrativa. Se cuentan de cien en cien. Son casi líricas. ¿Salieron, hay que salir porque la muerte llegó y cayó sobre cabezas de inocentes de forma rápida, sofocando a los familiares en la búsqueda lenta, primero de noticias que la corroboraran, más tarde de los cuerpos de los que no se tenían noticias? Las familias de los mendigos que viven en la calle también pueden estar sin noticias. Nadie mira a un mendigo para saber de quién se trata, y a todos ellos les aguarda una muerte lenta. Hay que salir pero ¿salieron por la vieja sin techo que duerme en el portal de Valencia y Aribau, en la esquina de casa? Salieron, hay que salir, pero ¿saldrían por mí si me quedara ciego por el glaucoma, en paro, sin medios de subsistencia ni expectativas de conseguirlos, sin nadie más alrededor? ¿Saben lo que sufro?, ¿lo que he perdido?, ¿dónde estoy? Me da igual la parada de taxis donde Aznar o Zapatero cogen el suyo porque el Poder histórico ha prevenido que allí haya una parada; como dice el personaje de Susan Sarandon en Pasión sin barreras: «Mande el fulano que mande, no me va a sacar del agujero grasiento donde estoy metida».*

Que salieron por los que mueren aquí y no salen por los que mueren aquí y allá y se llevan con ellos «una parte de la humanidad que hay en nosotros» lo prueba la indiferencia que inspira la muerte, vulgar y sin derrota, de los emigrantes subsaharianos que llegan a las islas Canarias y a la península en las llamadas «pateras». De cada diez, digamos que tres se tiran, los tiran o se caen al mar y se ahogan; otros tres o cuatro son repatriados, y los restantes logran alcanzar el magro y violento futuro inconciliable con el color de su piel en la Europa que «vive bien», vía España. ¿Salieron, hay que salir por los emigrantes que van muriendo con cuentagotas? Otra muerte lenta, recordó Stella Maris la noche de la manifestación, viendo al gentío en la calle. Pero quizá no sean inocentes, «al fin y al cabo, ellos se lo buscan, nadie los invita a venir, ¿no?». Si hay que salir, ¿saldrían por el número de estos desgraciados? Porque en dos años y medio se ahogaron 182, «puestos en batería». La cifra oficial no se atasca, sigue creciendo; aquélla corresponde al período que va de enero de 2001 a julio del año pasado y sólo se limita a los ahogados en el estrecho de Gibraltar. Según las objeciones nos van siendo presentadas o se hacen visibles en el papel, dominando gran parte de su selección la mente como dominaban la pantalla de CinemaScope los detalles en lontananza cuando aún no estábamos hastiados del formato, la distancia que me separa del deber como ultimátum de ir a la macromanifestación y las razones que la motivan aumenta y ya no dependo, para acercarme a los demás, de la circunstancia de

* * Era cajera en una hamburguesería.

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arrojarme al Leteo, al río del olvido y el Tártaro que baña las conciencias de los ciudadanos en esta hora de gran trascendencia que acaso por ingenuo exotismo mi reloj no da. La manifestación del viernes 12 en Barcelona llegó a ser más considerable por el ambiente que había. ¿Eso es clima de duelo? De aceptar lo que los ojos veían, aparece clara la conclusión de que nadie estaba lo suficientemente herido, nada había sido roto hasta el punto de que un silencio imponente fuera insultante. Coches, los bares llenos, la calle imposible. En nuestra costumbre de no salir ni a la puerta si no es al revés, nos dirigíamos a la sinagoga de la calle Castanyer, en la zona alta de la ciudad, al revés de la gente, ya que Stella Maris pretende recuperar las raíces judías que tal vez esculpen su pasado. Hervás, su apellido, es el nombre de un pueblo en la provincia de Cáceres, Extremadura, cerca del límite con Salamanca, que fue antes de la expulsión la tercera judería más poblada, detrás de Toledo y Gerona. No pudimos llegar, hubo que pegar la vuelta, dado que el vestíbulo del metro rebosaba. No se podía bajar a los andenes. Minaya dijo algo con dibujos obscuros del sino: «La gente busca el contacto social». Se afianzaba en convicción la impresión de que se habían juntado la brutalidad típica de todos los viernes con las ganas de ver caras, de hacer lo que todos, vellón con vellón, y con el miedo liberado, y con la rabia. Merece especial atención esa rabia, porque era la misma o sentaba la mar de bien con otra que recordaba en el semblante de los cordobeses el 20 de junio de 1973, cuando el Compadrito Viejo no bajó en Ezeiza y ellos, frustrados, querían ir a pie hasta Plaza de Mayo y dar el «argentinazo» o el «capitalazo». La rabia, la hermosa rabia, la rabia que es el estrógeno de la insurrección, llenó los bares, se hizo colilla en el comentario, equivocó una vez más el camino, a medianoche ya estaba en casa y el domingo fue mansa a votar. La matanza cayó de inmediato en la telaraña de los inmorales fines electoralistas. Apenas sucedió, permanecí donde estaba comprendiendo que de un momento a otro surgirían una cantidad de avivados que se iban a encaramar a la matanza para medrar. Así fue, porque siempre pasa. Se formaron paneles de comidilla televisiva y pena publicitaria a toda velocidad, repartiéndose las «cuotas de pantalla» la locuacidad de los familiares, que daban su versión de los recuerdos privados y la bondad desaparecida con la misma imparcialidad de descripción y monotonía de timbre, y las deducciones de los «especialistas», arrancados de sus camas para darse a conocer. Pasadas las elecciones del domingo 14 y obtenido todo el zumo que la tragedia daba de sí, unos se felicitaron y otros se entristecieron conforme a un esquema regalado por el azar que muestra cómo los terroristas habían favorecido a unos y jodido a otros realmente sin proponérselo. Veámoslo. Si hubiera sido ETA, el PSOE habría perdido por lo que explico en la nota de página 8. Los votantes habrían «castigado», tal la pueril

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expresión que se usa, su benevolencia dialogante que concede a la organización vasca la diversidad del interlocutor. Pero fueron los árabes y pagó Aznar, o su delfín Mariano Rajoy. O el partido. Los tres, en resumen, al apearse por las orejas. Enfurecidas las masas por la manipulación de la que habían sido objeto −visible, porque otras veces es invisible−, por la que se retrasó el momento de aclarar que habían sido los árabes ante la conveniencia estratégica de que la ETA tuviera la culpa, «castigaron» al PP. Se ha dicho que un millón de votantes que nunca iban a votar, votaron el domingo... de rabia. La gente acudió el sábado por la noche a la sede del PP de la calle Génova de Madrid a gritarle a Aznar «asesino». Se trató de una manifestación que no fue autorizada, ya que el día anterior a unas elecciones no se pueden realizar actos políticos. Se llama «jornada de reflexión», es de suponer que por eso de que los partidos quieren seguir haciendo un rato más de nodrizas del voto de los indecisos. Se les escapó a los partidos. Tampoco la convocaron los sindicatos que responden a sus mariscales. Fue malicia de la buena. Un mérito que envidiarían los agitadores del siglo XIX, Mazzini, Salvochea, los naródniki. Una cita entrecruzada que fue saltando por Internet y los móviles que lleva la gente. El PP se ha hundido con su trampa, y en ella. Antes su presencia era hegemónica en los medios, nos aparecía hasta en la sopa. Ahora en Francia aparece Carlitos Chaplín Aznar en los diarios con la nariz de Pinocho y todos hacen leña del árbol caído. ¿Voy a unirme al coro incoherente porque hay que ser como los demás? a) Porque son todos. b) Porque si algo lo hacen todos tiene que estar bien. Solamente los individuos se equivocan. El pueblo no se equivoca. c) Para que no parezca que les llevo la contraria, a todos y al movimiento histórico.

Por sangrienta que sea una tragedia, se aprecia en su fisonomía que concede un permiso, el de poder tomarnos a broma del destino lo que es una mofa de las autoridades. Los emigrantes que murieron el jueves en los trenes no murieron en vano. Murieron por, como puteados cristos inaugurales del siglo XXI. El Gobierno prometió que daría papeles −esos que nunca habrían recibido de otro modo− a las familias de los veinticuatro emigrantes sin papeles que habrán obligado a Yahveh y Alá a trabajar juntos la mañana que la llegada masiva de almas les inundó el cielo repetido. «¿Están bien?» La pregunta de los familiares es la que verdaderamente porta la carga explosiva. Es la pregunta de las doce mochilas. ¿Os sorprende que no me haya pasado nada? ¿Me tenéis presente a propósito de sucesos desgraciados? ¿Volveréis a amarme al daros cuenta de que soy tan distinto de vosotros? ¿Os alivia saber de mí sin sospechar que pude aceptar el honor ritual de ser contado en una matanza, en la que me evaporé con cientos de cuerpos, es

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verdad, pero sin maldecir mi suerte, navegando de bolina en el espantoso secreto que guarda el destino? Parecéis muy ocupados. Espero que no me escribáis para preguntarme si sigo vivo cuando alguien me mate.

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