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Rafael Cansinos Assens

LOS JUDÍOSen la literatura española

con una introducción de

JACOBO ISRAEL GARZÓN

y un epílogo de

LUIS EMILIO SOTO

PRE-TEXTOS O FUNDACIÓN ONCECOLECCIÓN LETRAS DIFERENTES

NOTA A LA EDICIÓN

La primera edición de Los Judíos en la Literatura Española la realizó enBuenos Aires la editorial Columna en 1937, en una colección dirigida por CésarTiempo. En ésta que el lector tiene en sus manos, primera publicación enEspaña gracias a la Fundación ONCE y a la Editorial Pre-Textos, se ha res-petado la edición original, aunque se han realizado ligerísimas modificacionesen el texto para corregir erratas evidentes de la primera edición o actualizaralguna palabra que ha caído en desuso ("Sefard" por "Sefarad", "nórtica" por"nórdica", etc.). También se han modificado los títulos de los capítulos paramejorar la identificación de las obras y autores analizados. Finalmente, se haañadido una amplia introducción de Jacobo Israel Garzón, aunque el prólogooriginal de la edición princeps, firmado por Luis Emilio Soto, se ha conserva-do como epílogo de la obra por su evidente interés al aportar datos biográfi-cos y literarios de una época muy desconocida de la vida, siempre oscura, deCansinos Assens.

RAFAEL MANUEL CANSINOS

Archivo Rafael Cansinos Assenswww.cansinos.com

Fundación ONCEColección "Letras Diferentes"

Directores: José María Arroyo ZarzosaRafael de Lorenzo

Asesor Editorial: Gregorio Burgueño ÁlvarezAsesor Literario: Luis Cayo Pérez Bueno

© Diseño gráfico: Rafael Manuel Cansinos Galán© Diseño cubierta: Pre-Textos (S. G. E.)© De esta edición: Fundación ONCE y Editorial Pre-Textos, 2001© Herederos de Rafael Cansinos Assens, 2001© Introducción: Jacobo Israel Garzón, 2001© Epílogo: Luis Emilio Soto, 1937

Ilustración cubierta: Candelabro de los Siete Brazos de la Sinagoga Pinkas, en Praga

ISBN: 84-8191-388-XDepósito legal: V.2107-2001Impresión: T. G. Ripoll, S.A. - Tel. 96 132 40 85Pol. Ind. Fuente del Jarro - 46988 Paterna (Valencia)

INTRODUCCIÓN

por JACOBO ISRAEL GARZÓN

RAFAEL CANSINOS ASSENS fue un gran escritor, hoy raro y ol-vidado. Poeta en prosa, novelista, periodista y crítico literario,se afilió al modernismo en su primera juventud y llegó a serel padre del ultraísmo en el periodo inmediatamente posteriora la primera guerra mundial. Tuvo su época de gran produc-ción entre los años 1914 a 1927, fecha a partir de la cual se de-dicó a algunos ensayos, a la crítica literaria en La Libertad-a veces en ABC- y a numerosas traducciones.

Rafael Cansinos Assens, el divino fracasado

Nace Rafael Cansinos el 24 de noviembre de 1882, hijo deManuel Cansino y de Dolores Assens, en el sevillano barriode la Alameda. A la muerte de su padre, ocurrida cuando élcontaba doce años, la familia, compuesta de la madre, dos her-manas mayores -Josefa y Pilar- y él mismo, junto con unostíos, se trasladan a Madrid. Poco después de llegar a la capi-tal muere la madre.

Ño termina los estudios básicos y empieza a estudiar idio-mas; en 1898 aparece su primer cuento en el semanario lite-rario El Arte. Otras colaboraciones suyas aparecen en revistasnoventayochistas, como Vida Nueva, y también en el periódicorepublicano El País, donde entonces colaboraban autores jóve-nes como Baroja y Azorín. Pero pronto se une al movimientomodernista. Colabora en Helios, la revista que dirigían JuanRamón Jiménez y Gregorio Martínez Sierra, y también en ElMotín, que dirigía el viejo revolucionario anarquista José Na-kens. El propio autor nos ha dejado, en los primeros capítulosde sus memorias, editadas con el título de La novela de un li-terato, los recuerdos de su iniciación a la creación literaria,

cuando todavía firmaba con su verdadero nombre de RafaelCansino (la «s» la añadiría algún tiempo después).

Se interesó por la cuestión judía simultáneamente al iniciode la campaña del senador Ángel Pulido. En sus memorias re-fleja la impresión de su visita al senador poco después de queéste escribiera Los israelitas españoles y el idioma castellanoen 1904 y antes de que publicara Españoles sin Patria. Estavisita fue muy importante en su interiorización del judaismocomo pertenencia y como fe, y en ella conoció a José Farache,judío gibraltareño afincado en Madrid, a través de quien sinduda conocería los orígenes judíos del apellido Cansino (exis-tente entre los judíos de Gibraltar), pues ya en el libro Espa-ñoles sin Patria de Pulido, en 1905, figura Cansinos como «pu-blicista español distinguido, descendiente de israelitas».

Las profundas relaciones de Rafael Cansinos Assens con eljudaismo es un tema que han tenido presente los que han es-tudiado su obra; desde Borges, que indicaba, en un bello poe-ma, que reproduzco más adelante, que Rafael «sintió que erasuyo ese destino» (el de Israel) y le denominó «poeta judeo-an-daluz», hasta su buen amigo César Tiempo, quien prologó va-rias de sus obras impresas en Argentina y le consideraba ple-namente judío; desde su biógrafo Abelardo Linares quien dudade su judaismo, hasta Lázaro Schallman que escribió que Ra-fael «al cabo de dolorosas búsquedas espirituales logra desci-frar el misterio que latía en lo recóndito de los anales familia-res, y se reencuentra no sólo consigo mismo sino con el hechizode su estirpe milenaria»; todos ellos trataron el judaismo deRafael Cansinos, que iba bastante más allá de la simpatía sinllegar a ser judaismo oficial. El mismo diría de sí que su posi-ción le servía para «dar su amén a todos los responsos. Parapronunciar el réquiem y el shalom».

Pero por ambiguas que puedan ser esas relaciones, no esmenos cierto que durante muchas etapas de su vida Rafael sesintió judío no sólo en un sentido laico sino también religioso.Y fue visto así por muchas personas. Sus poesías de tema ju-dío, algunas anteriores a 1919 y otras del periodo que va des-de la guerra civil hasta la creación del Estado de Israel, de-muestran claramente este sentimiento.

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Por otro lado, sus relaciones con distintas personalidadesjudías a lo largo de su vida -y las cartas intercambiadas-, elamor con el que trata al judaismo y al pueblo judío en su obraescrita, particularmente en sus crónicas de la creación de laprimera sinagoga madrileña en forma de novelas en clave-en las que él es Benaser el poeta, descendiente de conversos-muestran su entronque con el pueblo judío y demuestran, almismo tiempo que su pertenencia, los límites de la misma.

Hemos dejado a Cansinos unos párrafos más arriba visitan-do al senador Ángel Pulido, quien iniciaba su campaña filose-fardí, hacia el final de 1904 o comienzos de 1905. Tenía enton-ces veintidós años. Vive de sus colaboraciones en periódicos y enrevistas, así como de sus traducciones; publica en la revista mo-dernista Renacimiento, que dirigía Gregorio Martínez Sierra, losprimeros Salmos, que más tarde incluiría en El candelabro delos siete brazos; también colabora en la Revista Latina de Villa-espesa, en la Revista Crítica de Carmen de Burgos (Colombine),y en Prometeo, la revista creada en 1908 por Ramón Gómez dela Serna; es redactor y crítico literario de la Correspondenciade España y traduce entre otras novelas Matrimonios morga-náticos, de Max Nordau, cuando este autor aún no había llega-do a España en el exilio de la Gran Guerra. Por otro lado, cola-bora en la campaña de Pulido, que entonces se dedicaba a lacreación de las primeras Asociaciones Hispano-Hebreas. Y viveen la calle Morería, número ocho, junto a su hermana Pilar, puessu soltería terminaría muchos años más tarde, en 1962.

En 1914, Rafael inicia, con la publicación de El candela-bro de los siete brazos, su vida de escritor consagrado. Ese mis-mo año llegan a España una serie de intelectuales judíos, al-gunos refugiados de la Gran Guerra, entre ellos el escritor ymédico Max Nordau, de quien Cansinos había ya traducido unanovela, y el profesor de lenguas semíticas Abraham ShalomYahuda, con quien Rafael inicia una amistad que perduraríahasta la muerte de aquél en 1951. Junto con el abandono delmodernismo y la promoción de las vanguardias, la creación li-teraria, la crítica literaria y el judaismo conforman la parteesencial del periodo culminante de su vida, en los años que vandesde 1914 hasta 1927.

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Entre 1914 y 1918, fecha de la aparición del ultraísmo, pu-blica, además de su primer libro ya citado, varios ensayos:Estética y erotismo de la pena de muerte1; La nueva literatura Iy II2 -que agrupa artículos aparecidos en La Correspondenciade España- y El divino fracaso3, en el cual describe el vivifi-cante fracaso de la obra literaria del escritor, parábola del fu-turo Cansinos Assens. También escribe algunas novelas: El se-creto de la sabiduría (Biblioteca Hispania, Madrid, 1918); Laque tornó de la muerte4] Las cuatro gracias5 y El eterno mila-gro6, así como varias novelitas en colecciones de bolsillo.

En 1918 tiene lugar su ruptura con Ramón Gómez de laSerna. Rafael le había urgido para que abandonase su tertuliaen Pombo y pasara a dirigir la renovación literaria. PeroRamón, individualista y poco confiado en las vanguardias re-presentadas por Cansinos, rompió con éste y escribió una de-safortunada semblanza suya en el primer tomo de Pombo, apa-recido ese mismo año. A finales de 1918 surge en Madrid elultraísmo, cuando llega a la capital desde París el poeta chile-no Vicente Huidobro, y Xavier Bóveda entrevista a Cansinosen El Parlamentario, el periódico dirigido por Antón del Olmet,aparecido durante la Guerra Mundial, pagado al parecer porlos alemanes. El ultraísmo coincide cronológicamente con elmovimiento dadaísta. En el Café Colonial y en el de El Pilar,donde tenía sus tertulias, Rafael Cansinos era el sacerdote ypadre del ultraísmo, el orientador del movimiento. Es en esaépoca cuando lo conocen Miguel Ángel Asturias y Jorge LuisBorges, quien a partir de entonces lo consideraría siempre sumaestro, y que escribiría un poema a él dedicado al volver asu país:

1 Editorial Renacimiento, Madrid, 1917.2 Editorial V. H. Sanz Calleja, Madrid, 1917.3 Editorial Biblioteca Nueva, Madrid, 1918.4 Biblioteca Misterio, Madrid, 1918.5 Mundo Latino, Madrid, 1918.6 Biblioteca Patria, Madrid, 1918.

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A RAFAEL CANSINOS ASSENS

Larga y final andanza sobre la exaltación arrebatada delala del viaducto.

A nuestros pies, busca velajes el viento, y las estrellas -co-razones de Dios- laten intensidad.

Bien paladeado el gusto de la noche, traspasados de som-bra, vuelta ya una costumbre de nuestra carne la noche.

Noche postrer de nuestro platicar, antes que se levanten en-tre nosotros las leguas.

Aún es de entrambos el silencio donde como praderas res-plandecen las voces.

Aún el alba es un pájaro perdido en la vileza más lejanadel mundo.

Ultima noche resguardada del gran viento de ausencia.Grato solar del corazón; puño de arduo jinete que sabe so-

frenar el ágil mañana.Es trágica la entraña del adiós como de todo acontecer en

que es notorio el Tiempo.Es duro realizar que no tendremos en común las estrellas.Cuando la tarde sea quietud en mi patio, de tus carillas

surgirá la mañana.Será la sombra de mi verano tu invierno y tu luz será glo-

ria de mi sombra.Aún persistimos juntos.Aún las dos voces logran convenir, como la intensidad y la

ternura en las puestas de sol.

El mismo Borges escribiría algunos años más tarde otropoema sobre Cansinos que ha sido más difundido:

La imagen de aquel pueblo lapidadoy execrado, inmortal en su agonía,en las negras vigilias lo atraíacon una suerte de terror sagrado.Bebió como quien bebe un hondo vinolos Salmos y el Cantar de la Escrituray sintió que era suya esa dulzura

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y sintió que era suyo ese destino.Lo llamaba Israel. Íntimamentela oyó Cansinos como oyó el profetaen la secreta cumbre la secretavoz del Señor desde la zarza ardiente.Acompáñeme siempre su memoria;las otras cosas las dirá la gloria.

Son los años entre 1918 y 1921 de gran producción litera-ria. Escribe ensayos como Poetas y prosistas del novecientos1,novelas como La santa niña Catalina8, La Madonna del ca-rrosel9, y diversas novelas cortas. Publica también varios librosde tema judío: España y los judíos españoles. El retorno del éxo-do10; Las bellezas del Talmud11, y Salomé en la literatura12. Di-rige la revista Cervantes, que había fundado su amigo Villaes-pesa, y que pasa a ser el órgano de expresión del movimientoultraísta, y figura como redactor de la revista sevillana Grecia,que dirigía Isaac del Vando Villar. En Cervantes escribe Borgestraducciones de los expresionistas alemanes, y el propio Cansinosescribe poesía con el seudónimo de Juan Las.

Pero Cansinos se cansa del ultraísmo. Siendo un crítico li-terario, entiende que vanguardismo equivale a renovación per-manente y cambio. Y satiriza al movimiento ultraísta en unaobra, El movimiento V.P., que se edita en 1921. Ese mismo añode 1921 abandona su trabajo como periodista en La Corres-pondencia de España, para pasar a colaborar como crítico lite-rario en La Tribuna y, más tarde, en Los Lunes de El Impar-cial, donde permanecería hasta 1925.

7 Editorial América, Madrid, 1919.8 Biblioteca Patria, Madrid, 1920.9 Mundo Latino, Madrid, 1920.

10 Editorial Monclús, Tortosa, 1919.11 Editorial América, Madrid 1920. Esta antología ha tenido tres edicio-

nes argentinas: en 1939 y 1945 por M. Gleizer, y en 1988 por Editor; tam-bién existe una edición pirata española de Edicomunicación, Barcelona, 1988.

12 Editorial América, Madrid, 1920.

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Todavía serán los años entre 1921 y 1927 un periodo pro-lífíco para la producción cansiniana. Publica varias novelas: Enla tierra florida13; Los sobrinos del diablo14; La huelga de lospoetas15-en la que satiriza el mundo periodístico-; El madri-gal infinito16; La pobre Meca17; El llanto irisado18; y numerosasnovelas cortas. También publica una novela en clave de temajudío, Las luminarias de Hanukkah19 en la que narra la crea-ción de la primera comunidad judía madrileña en los años dela Guerra Mundial; de esta obra se hizo una edición argentinaen 1961 por Editorial Candelabro, con prólogo de su amigoCésar Tiempo.

Igualmente son años prolíficos para el ensayo, la crítica li-teraria y las traducciones. Entre 1921 y 1927 publica una an-tología de cuentos de autores judíos con una excelente intro-ducción sobre la literatura judía moderna: Cuentos judíoscontemporáneos20. También publica otras obras: Ética y estéti-ca de los sexos. Ensayos de simbólica sexual21; Los valores eró-ticos de las religiones. De Eros a Cristo22; Sevilla en la litera-tura. Las novelas sevillanas de José Mas23; Los temas literariosy su interpretación24; Literaturas del Norte. La obra de Concha

13 Mundo Latino, Madrid, 1921.14 V. H. Sanz Calleja, Madrid, 1921.15 Mundo Latino, Madrid, 1921.16 Renacimiento, Madrid, 1922.17 Biblioteca Patria, Madrid, 1922. Hay una edición portuguesa en Ediçoes

Spartacus, en traducción de Campos Lima con el título A pobre dactiló-grafa,

18 Editorial Mörlins, Berlín, 1924. Editado para países de lengua no es-pañola.

19 Editora Internacional, Madrid, 1924.20 Editorial América, Madrid, 1921.21 Editorial América, Madrid, 1921. Hay reedición parcial de Editorial

Júcar.en 1973.22 V. H. Sanz Calleja, Madrid, 1925.23 Rivadeneyra, Madrid, 1922.24 V. H. Sanz Calleja, Madrid, 1924.25 Colección Crisol, Madrid, 1924.

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Espina25; La Nueva Literatura T. III. La Evolución de la Poe-sía y La Nueva Literatura T. IV. La Evolución de la Novela26.

Desde 1927 Cansinos abandona la creación literaria. Unamujer, Josefina Megías, es pretexto más que causa para esteaislamiento voluntario. No perteneció a las corrientes intelec-tuales emergentes, la generación del 27 y el grupo de la Re-vista de Occidente. Se apartó de todos, desinteresado de supropia obra, como si en él hubieran calado las palabras delEclesiastés: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad». Conti-nuó con algunos de sus ensayos y de sus obras de crítica lite-raria: Los valores eróticos de las religiones. El amor en el Can-tar de los Cantares21. Desde 1925, en que abandona Los Lunesde El Imparcial, publica una crítica literaria semanal en LaLibertad -donde continuaría hasta 1936- y colabora en al-gunas revistas judías latinoamericanas. Pero sobre todo tra-duce incesantemente para la casa Aguilar; a esa época perte-nece la última de sus traducciones de Nordau, La esencia dela civilización, y comienza la gran traducción de la obra de Dos-toievski.

Su tertulia, que habíase trasladado al Universal, era fre-cuentada por escritores jóvenes a quienes interesa la proble-mática social. Él mismo, en una entrevista de César Arconadapublicada en La Gaceta Literaria en junio de 1929 diría: «Lasmadrugadas de los domingos -no antes de las dos- nos reuni-mos bajo el cielo de cristales de El Universal, unos cuantosamigos encapuchados de una procesión que luego se encami-na al Viaducto -estrellas de escarcha o rosetas de luz en todoslos ojales. Mis amigos -no ponga usted discípulos- son jóve-nes, de una juventud que vale por toda una obra. Y se llamanIgnacio Catalán -sensibilidad norteña, pensamiento quieto yprofundo-, Martín Parapar -energía moderna, cerebro cúbicoy soviético-, Luis Estrada -mirada de diamante sobre los cris-tales del futuro hasta ayer-, Arderius y José Díaz Fernández.Éstos son los que llevan los picos del manto. Pero siempre

26 Editorial Páez, Madrid, 1927.27 Renacimiento, Madrid, 1930.

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llega el transeúnte, el extranjero, el americano que nos traesu quetzal o su cóndor. Una noche, Ferreira de Castro, con susconchas de peregrino lusitano, y otra, Jorge Luis Borges o LuisEmilio Soto, con el tango argentino hecho meditación y antí-fona».

En esos años muere su viejo amigo José Farache, a quienconociera en la primera entrevista con Ángel Pulido. Con élpierde quizá al último de sus amigos judíos que todavía vivíanen Madrid, pues Nordau había muerto, y Yahuda vivía desde1920 fuera de España. En su recuerdo escribe un relato, «Unentierro en Sefard», que publicaría en Judaica de BuenosAires en 1939, y que luego incluiría en 1950 en Los judíos en Se-fard.

No siendo protagonista de las nuevas corrientes, a las quedetecta, conoce y anima a través de la crítica literaria que es-cribe en La Libertad, el advenimiento de la República no letrae cargos ni prebendas. Y Cansinos entra en un periodo demuy escasa producción editorial. Apenas si encontramos de esaépoca un folleto publicado en Barcelona hacia 1934, «Ramón J.Sénder y la novela social». Pero Cansinos no permanece ocio-so. Escribe diversos artículos y narraciones de temática judía,que publicaría más tarde. En el número 16 de la revistaJudaica de Buenos Aires publica un artículo sobre Moisés. Yse dedica sobre todo a Dostoievski. Ocho años le cuesta la tra-ducción de sus Obras Completas, que publicaría en 1936 la casaAguilar; y, junto a la traducción, su libro: Dostoievski, el nove-lista de lo subsconciente28. Luis Emilio Soto, en el prólogo de laedición de 1937 de Los Judíos en la Literatura Española, es-cribe sobre esta etapa del autor:

«De entonces acá la actividad literaria de Cansinos se con-trajo a una sola tarea: traducir las obras completas deDostoievski. Ocho años largos le llevó levantar estas Pirámidesen la lengua de Castilla, pero tamaña empresa sólo estaba alalcance de quien como él venía preparándose desde treintaaños atrás... Ocho años de inquietud absorbente equivalían en-

28 Aguilar, Madrid, s. d.

INTRODUCCIÓN/15

tonces en la literatura de España, a un superlativo plan quin-quenal, a un esfuerzo heroico, demasiado sostenido, en un me-dio donde todavía la improvisación tiene muchos cultores. Norecordamos nada por el estilo si se exceptúa el viaje de cir-cunvalación que como traductor y como crítico, emprendióAstrana Marín en torno a Shakespeare... Para dar cima a eseempeño, Cansinos hizo abandono de otros compromisos, redu-jo las colaboraciones en los diarios de las cuales vive, prolongósus vigilias laboriosas. Como autor de libros, considerado en-tre los más fecundos, llamóse a silencio por espacio de un lus-tró y medio, consecuente con la abstinencia que es la primeraregla a que debe someterse quien busca el retraimiento de cual-quier Tebaida. Sus pasos perdidos, sus caminatas al alba porlos rincones del Madrid antiguo, fueron enrareciéndose confor-me Cansinos dejaba de frecuentar al hombre de la calle paraintimar con el hombre del subsuelo. Fue el pensionista de lafamilia alucinante compuesta por Raskolnikov, Stavroguin, elpríncipe Mischkin, los Karamázov.»

En julio de 1936 llega la Guerra Civil española. Ya no pu-blicó apenas en un país más preocupado por la supervivenciaque por la literatura. Vive de lo que le envían los amigos y deuna pequeña herencia que recibieron sus hermanas en 1931de una amiga de la familia, que depositó en valores en el Banco deEspaña. Desde noviembre de 1936 estuvo evacuado en elnúmero 19 de la calle de Mancebos, hasta agosto de 1937, mesen el que seguramente los obuses destrozan la casa, como in-dica en algunas de sus poesías publicadas por mí en Raíces 15;desde esa fecha pasa a vivir al número 6 de la calle Ramón yCajal, hasta el final de la guerra. Parece que intenta salir delpaís (Cansinos apenas salió de la ciudad a lo largo de su viday parece que no llegó a ver el mar), pero las autoridades le nie-gan el pasaporte; así al menos consta en la instancia presen-tada el 30 de junio de 1939 ante las nuevas autoridades.

Sus amigos hispanoamericanos intentan publicar su obrafuera de España. En 1936 se publica en Chile el tomo V de LaNueva Literatura. La Evolución de los temas literarios29 por la

29 De ese texto se ha republicado en dos ocasiones una parte, La CoplaAndaluza, por Ediciones Demófilo en 1976 y por EAUSA en 1985; se reco-

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Editorial Ercilla, que pretendía iniciar la edición de las obrasde Cansinos. Sus amigos judíos latinoamericanos no le olvida-ron. César Tiempo publicó en la editorial Columna, dirigida porél, en 1937, este Los Judíos en la Literatura Española. En larevista Judaica, de Buenos Aires, se publican diversas narra-ciones de Cansinos, algunas de las cuales recopilaría más tar-de en Los Judíos en Sefard30. También se publican en la mis-ma revista algunos artículos aparecidos anteriormente en LaLibertad, como el titulado «Posición de sefardíes y asquenazíesen la cultura judía».

Al terminar la guerra, Cansinos abandona la casa deRamón y Cajal, donde había pasado el último año y medio, y semuda junto con su hermana Pilar a la avenida de MenéndezPelayo, 57, que sería el último de sus domicilios. La otra her-mana, Josefa, vive como siempre en la misma casa, pero enotro piso, ya que las relaciones con sus hermanos eran lo sufi-cientemente conflictivas para que procurasen vivir separados.El 30 de junio de 1939 Rafael escribe una instancia al Ministrode Gobernación solicitando el carné de periodista, que las nue-vas autoridades habían establecido. A la instancia acompaña-ba una declaración jurada en la que respondía a una serie decuestiones sobre su pertenencia a sindicatos o partidos políti-cos, distinciones por parte de los «rojos» y personas que pudie-sen avalar sus manifestaciones. Negaba Rafael su pertenenciaa partidos o sindicatos, hacía fe de conciencia contra el régi-men anterior, negaba distinciones o mejoras recibidas de laRepública y presentaba como testigos al doctor Mónico Cid, aArturo Cid, probablemente hermano o pariente del anterior, ya los vecinos de las calles de Mancebos y de la Morería, y de

gen aquí los artículos aparecidos en La Libertad como comentarios al librode los hermanos Caba Andalucía, su comunismo y su cante jondo.

30 Me estoy refiriendo a «Los judíos en Sefard» (Judaica, 56, 1938), «Enel plenilunio» (Judaica, 57,1939), «Los judíos en Sefard» (Judaica, 67,1939),«Los judíos en Sefard. Rosa Torquemada» (Judaica, 68-69,1939), «Los judíosen Sefard. Yom Kipur» (Judaica, 70, 1939) y «Un entierro en Sefard»(Judaica, 73-75, 1939).

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la margen derecha de la calle de Ramón y Cajal, y entre estosúltimos vecinos al sacerdote don Francisco Javier Martínez.

En el expediente que he podido consultar, un extracto delcual fue publicado por mí en Raíces 15, existe un documentoemitido en Burgos el 7 de julio de 1939 por el Jefe del ServicioNacional de Prensa con destino al Jefe del Servicio de Prensade Madrid, donde le solicita comunicación sobre si RafaelCaminos Asserss (sic) se encuentra dentro de las condicionesde la Ley para inscribirle o no en el Registro Oficial dePeriodistas. Este documento, que no debió tener contestación,tiene al margen una anotación manuscrita «Rafael CansinosAssern (sic)».

La burocracia funcionaba de modo lento y no es sino casiun año más tarde, el 8 de mayo de 1940, cuando el Ministeriode la Gobernación, a través de la Subsecretaría de Prensa yPropaganda / Sección Central, / Personal (Depuración dePeriodistas) solicita referente a don Rafael Caminos Assers(sic) antecedentes: políticos-sociales y masónicos al Delegadodel Estado para Recuperación de Documentos; políticos-socia-les, morales y de otro orden al Gobernador Civil de Madrid yal Director General de Seguridad; de carácter profesional a laDirección General de Prensa

La Dirección General de Prensa contesta a 21 de mayoque no existe ningún antecedente referente a Rafael Cami-nos Assers (sic), «por ser desconocido en la profesión perio-dística».

La Delegación para la Recuperación de Documentos con-testa a veintiséis y veintisiete de junio de 1940 que no tieneantecedentes masónicos ni políticos-sociales, respectivamente.

La Dirección General de Seguridad contesta a 17 de julio,seguramente a raíz de una investigación con los testigos pre-sentados, que Rafael Casinos Assens (sic) es persona de ordeny de profundos sentimientos católicos; que sus vecinos le tie-nen como excelente persona; que antes de la guerra trabajabacomo crítico literario en el periódico La Libertad, que durantela guerra no trabajó en nada, sino que vivía de unos valoresdepositados en el Banco de España; que había pedido pasaportepara trasladarse a Francia y pasarse a zona nacional, pero que

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le fue denegado el pasaporte; que no había pertenecido a nin-gún partido político ni sindical; que durante la guerra y en casade un sacerdote que vivía en el cuarto contiguo al suyo le ha-bía ayudado en varias ocasiones al Santo Sacrificio de la Misa.

Todos estos testimonios eran favorables por lo tanto a quese le considerara apto para la profesión periodística.

Pero el 26 de julio del mismo año la Delegación Nacionalde Información e Investigación de la Falange Española Tradi-cionalista y de las J.O.N.S. contesta acerca de Rafael CaminosAssers (sic), natural de Sevilla, de 57 años, soltero, escritor:

«Fue colaborador de La Libertad de Madrid, habiendo pu-blicado trabajos literarios suyos también en ABC y Blanco yNegro.

Es periodista y escritor judío, habiendo escrito varios librosy folletos en defensa del Judaismo. Es amigo íntimo del aven-turero judío José Estrugo, dirigente del Socorro Rojo Interna-cional.

Es persona de la cual se desconoce si pertenecía a algúnpartido político, ni sindical, siendo de vida bastante rara.»

La acusación de judaismo, única de todo el expediente, bas-tó para que el 16 de octubre del mismo año el Instructor JulioTudela Porta propusiera que se denegase la solicitud de RafaelCansinos, que no se le inscribiera en el Registro Oficial dePeriodistas ni se le expidiera el correspondiente carné, lo cualse comunica el 23 de octubre a Rafael Cansinos Assens (¡porfin escriben correctamente los apellidos!), indicándole que,como consecuencia de la resolución recaída en su expedientede depuración político-social y profesional, el Director General dePrensa ha denegado su inscripción en el Registro de Periodistasy que por lo tanto «queda invalidado para ejercer la profesiónde periodista».

Desde el final de la guerra, Rafael, que se había recluidoen sí mismo desde 1927, no pudo ejercer como periodista, y seesforzó en salvarse del naufragio trabajando como traductor,fundamentalmente para la Editorial Aguilar. Es un hombre decincuenta y siete años, seguramente algo cansado y melancóli-co. Le quedan pocos amigos en el interior del país, y en el ex-terior sus amigos hispanoamericanos absorben la inmigración

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española y europea, pues estamos en plena Segunda GuerraMundial. Tenemos pocos datos de él en esta época. Sabemosque interioriza más el judaismo que en años anteriores, quizácomo reflejo de la dificultad de exteriorizarlo. Algunas de suspoesías de tema judío de esta época, publicadas por mí enRaíces 15, así lo reflejan:

Lo mismo que a tus fieles el fiero fanatismote obligó a disfrazarte en conversión fingidacubrió de cal tus santos signos de fe sincerae hizo de ti uno, máscara triste y adolorida.(de «La Vieja Sinagoga»)

Me maravilla tu danza Israel.¿Quién dijo que Israel tenía los pies pesados?Ni siquiera cuando sus anchos hombrosdesfallecían bajo la grave cargadel cautiverio de danzar dejaron.Danza Myriam frente al Éxodo inmensorecién salida de tierra de Egiptosobre la piel de onagro que extienden sus amigasy su canto de gloria es una danza.Danza David al frente de las tribusante la santidad del arcay el ritmo de sus pies es una vivaacción de gracias.Y más viva, más viva todavíaes la danza inefable de tu ideasobre la piel de onagro de los tiemposde tu idea cambiante siempre activaque al ritmo de las horas se adelanta.(«La Danza de Israel»)

El término de la Guerra Mundial no significa cambio sus-tancial en la vida de Rafael Cansinos. Es un hombre olvidadopor las nuevas generaciones, aunque en 1947 se edita el quesería él último de sus libros publicados en vida en nuestro país:Verde y dorado en las letras americanas, un libro de crítica li-

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teraria31. Enrique Azcoaga, en un artículo publicado muchosaños más tarde, titulado «Redescubrimiento de Rafael Cansi-nos Assens», narra que «desde 1939, año en que acabó la con-tienda maldita, hasta que el editor Manuel Aguilar comenzó apublicar sus traducciones de Goethe y Dostoievski, todos nospreguntábamos qué sería de su vida, por dónde andaría meti-do, cuál sería en definitiva la existencia de este raro de grantamaño... Pasado el tiempo, pocos meses antes de mi llegada aBuenos Aires, celebrando la aparición de un libro del jovenpoeta Salvador Pérez Valiente en un café literario de la Glorie-ta de Bilbao madrileña, reencontré a Cansinos Assens 'alejado'y muy cerca del grupo reunido para agasajar al 'iracundo' y en-trañable autor de Cuando ya no hay remedio. Circunstanciaque aproveché conmovidamente para 'actualizarle' entre quie-nes lo tenían casi tan olvidado como Gonzalo Torrente Balles-ter en su 'Panorama'... Mis compañeros de Café Gijón y depoesía celebraron mi descubrimiento y que dijera: 'Quien de-bería hablar sobre Salvador Pérez Valiente no soy yo, sino esegran escritor y magnífico crítico literario a quien acabo de en-contrar al levantarme a dirigiros la palabra y que se llamaRafael Cansinos Assens'...».

Vuelve, tras la Guerra Mundial a tomar contacto con susamigos judíos que le daban por muerto. Abraham S. Yahudale escribe de nuevo en 1948, diez años después de su cartaanterior. Celebra en una poesía el nacimiento del Estado deIsrael:

Ya florece de nuevo en Siónde Jericó la rosa inmortalghettos y pogromos ya lejos quedaronel judío en su tierra celebra la Pascua triunfal.(de «En el sórdido ghetto»)

El mismo Yahuda habla con Hiram Peri, rector entonces dela Universidad Hebrea de Jerusalem, para que le dieran a Can-

31 Editorial Aguilar.

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sinos un puesto de lector de español en la Universidad Hebrea;le pide a Cansinos que escriba a Peri, pero dudo que aquél qui-siera emigrar a otras tierras.

Prologado por César Tiempo aparece en Buenos Aires, en1950, inaugurando la colección Sefarad de Editorial Israel, unnuevo libro, Los judíos en Sefard. Episodios y símbolos, que re-copila entre otras narraciones algunas de las que aparecieronen Judaica durante la Guerra Civil. Extiende sus relatos ju-daicos más allá de los de Las luminarias de Hanukkah, prác-ticamente hasta el fin de los años veinte, sin darles en estecaso unidad de novela, sino manteniéndolos como retazos, fo-tografías -más bien films cortos- de un tiempo invadido por lanostalgia.

Un año más tarde, en 1951, muere su gran amigo AbrahamYahuda y, unos años más tarde, en 1955, se publica el que se-ría su último libro: Mahoma y el Korán32.

Pero Cansinos está dotado de vitalidad. Tras la muerte desu hermana Pilar, se casa con Braulia Galán, que cuidaba delescritor, y engendra un hijo, Rafael, nacido en 1958; y todavíaen 1961 ve cómo en Buenos Aires se reeditan Las luminariasde Janucá, gracias a César Tiempo y Lázaro Schalman.

Escribe algunos artículos para la revista judía argentinaDavar: «Un personaje de novela: Abraham Kovner»33; «Glosashumanísticas»34; «El españolismo de Heine»35 y «El último de-seo»36, que sería el último artículo publicado. También se pu-blica en Miscelánea de Estudios Árabes y Hebraicos de laUniversidad de Granada -publicar en España es como una re-surrección- una traducción suya del Keter Malkut (CoronaReal) de Ibn Gabirol, en el año de 1962, con un prólogo que de-cía: «Ningún español medianamente impuesto en las BellasLetras desconoce el nombre de Rafael Cansinos Assens... Ver-dadera alma hebrea, ha calado como ningún escritor español

32 Publicado por la Editorial Bell de Buenos Aires.33 Davar, 82.34 Davar, 92.35 Davar, 100.36 Davar, 101.

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contemporáneo en la esencia del hebraísmo; su familiaridadcon la Biblia y los grandes genios del judaismo se revela en to-dos y cada uno de sus libros».

En 1963 le visitamos en su casa de la calle Menéndez yPelayo unos cuantos amigos judíos, que nos interesábamos porel viejo y olvidado escritor. Nos contó numerosas anécdotas enrelación con los judíos madrileños, muchas de las cuales figu-ran en Los judíos en Sefard. Al salir de la casa vimos un grancuadro con la Virgen y el Niño, y, dándose cuenta de nuestroasombro, comentó: «Terminada la guerra vinieron a casa unosguardias civiles, ya que yo había colaborado en el lado de laRepública. Después de plantear numerosas cuestiones pregun-taron a mi hermana: '¿Ustedes de qué religión son?' Y mi her-mana, señalando este cuadro, respondió: '¡Católicos!'¿no lo ven?Esas mismas preguntas y esas mismas respuestas -continuóCansinos- explican gran parte del desarrollo de la pintura re-ligiosa del Siglo de Oro».

Ese mismo año de 1963 le visita Borges, quien en 1960 ha-bía escrito en La Nación de Buenos Aires de 10 de julio, en unbello artículo titulado «Cansinos y las Mil y Una Noches»:«Cansinos Assens, irónico padre del ultraísmo, poeta de secre-tas y profundas raíces bíblicas y maestro de una prosa feliz quesiempre logra la belleza y nunca parece buscarla y cuya evo-lución no es menos ligera que amplia, consagra ahora sus vi-gilias y su fervor a esa abnegada tarea de traducir, que el des-dén juzga subalterna... De este gran escritor judeo-andaluzpodemos decir que una sola cosa le falta: la plena gloria lite-raria que tan abundantemente merece y que ahora le escati-ma un azar hostil, pese a la resonancia que su palabra alcan-za en tantos corazones y a la piedad filial que le profesamossus antiguos discípulos». Sin duda la conversación de los dosgrandes escritores estuvo teñida por la nostalgia.

Un año más tarde, en la madrugada del 7 de julio de 1964,fallecía Rafael Cansinos Assens en Madrid, a los ochenta y unaños de edad, en la habitación 218 del Sanatorio Ruber. Fueenterrado en el cementerio de San Justo. La prensa madrile-ña pasó por alto su fallecimiento, con la excepción de GonzálezRuano en ABC, que escribiría en su diario: «Efectivamente

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unos diarios dan cuatro líneas sobre la muerte de Cansinos yotros ni esto. Parece que mi artículo publicado hoy en ABC seráel único. No sabemos ayudar la vida de los escritores pero nisiquiera hemos aprendido a enterrarlos».

Sus amigos argentinos sí supieron enterrarlo. El diario LaNación de Buenos Aires publicó una necrología, y, cuatro díasmás tarde, en los locales de la Sociedad Hebraica Argentina,con la adhesión de la Asociación Bné Brith y de la Fundaciónde Estímulo del Intelectual Judeo-argentino, se le rindió unhomenaje en el que hablaron Jorge Luis Borges, BernardoKoremblit, Carlos Mastronardi, Isabelino Scornik y LázaroSchallman. Se rendían así los honores debidos a Cansinos As-sens, editando además la revista Davar su artículo «El últimodeseo», artículo premonitorio de su muerte, muestra del deseoincumplido, permanente, del deseo de Benaser el poeta, del des-cendiente de conversos:

«Cuando el último canto expire entre mis labios -dijo elpoeta-, quiero que me entierren en tierra de mi patria; en latierra sagrada de Sión, tierra de mis abuelos gloriosos...»

Veinte años después de su muerte, en 1984, Bernardo Ko-remblitt le evocaba en un bello artículo publicado en Sefárdicade Buenos Aires, titulado «Rafael Cansinos Assens o el vello-cino de la literatura». El artículo, emocionado y emocionantehomenaje, cuenta una conversación con Borges, en la que éstele dijera: «Estoy ordenando mis anotaciones sobre Cansinos As-sens, y el libro que escriba sobre él será mi gran felicidad fi-nal». No sabemos en qué quedó este proyecto, y si hay una obrainacabada de Borges sobre Cansinos.

En España ha habido algunos intentos de recuperar suobra. Se reeditaron algunos libros: El movimiento V.P. (dos ve-ces); La copla española (dos veces); Ética y estética de lossexos; El candelabro de los siete brazos; Las bellezas delTalmud; El divino fracaso y toda una recopilación de su ObraCrítica. Bajo el cuidado y la preparación de su hijo Rafael sehan publicado en tres tomos sus memorias con el título de LaNovela de un Literato. Algunas cartas de Borges a Cansinosfueron publicadas en El País por Juan Manuel Bonet. Abelar-do Linares escribió una pequeña biobibliografía suya: Fortuna

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y Fracaso de Rafael Cansinos Assens. Yo mismo he publicadoalgunas poesías, cuentos y noticias inéditas en la revistaRaíces, y participado en dos programas televisivos sobre Cansi-nos, uno para Tiempo de Creer de la Segunda Cadena, que di-rigen Baruj Garzón y Esther Bendahán, y otro también parala Segunda Cadena junto con Juan Manuel Bonet. Ramón OteoSans escribió un buen estudio, Cansinos Assens: entre el mo-dernismo y la vanguardia, que ha editado Aguaclara. AlbertoGonzález Troyano le ha dedicado un importante ensayo enObra Crítica. El Archivo Rafael Cansinos Assens está disponi-ble para los estudiosos en la web por la especial dedicación desu hijo Rafael (www.cansinos.com). Pero todas estas acciones nohan bastado para acercar la obra de Cansinos a su público, alpúblico capaz de interpretar el texto y descubrir -como en laobra borgiana- las mil caras ocultas de una misma escritura.

Sobre Los Judíos en la Literatura Española

El libro que ahora se reedita ve por vez primera la luz ennuestro país. Publicóse en 1937, cuando la guerra asolaba Es-paña, a varios miles de kilómetros, en Buenos Aires, por espe-cial cuidado de César Tiempo, amigo del escritor, que entoncesdirigía Columna, Centro Argentino de Grandes Publicaciones.Que los artículos -creo que casi todos publicados anteriormen-te en la revista argentina Judaica- iban a ser publicados, erauna realidad al menos desde el 12 de diciembre de 1936, puesen esa fecha Tiempo le escribe a Cansinos37: «Es más que pro-bable que Los judíos en la Literatura española que ya obra enpoder de Kibrik -ahora está en la imprenta componiéndose-lleve un prólogo iconográfico de Soto. Si no aparecen nuevasdificultades, sobre todo las derivadas del recrudecimiento de lacampaña antisemita, creo que pronto tendremos ejemplares».Algo más abajo, en la misma carta, le pide: «Mucho le estima-

37 Carta inédita existente en el Archivo Rafael Cansinos Assens, www.can-sinos.com.

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ré me envíe cuanto antes sus artículos sobre Misericordia yLuna Benamor, que faltan para completar el volumen. Tuveesos números de Judaica donde aparecieron pero con las mu-danzas han de haberse extraviados. Además Resnik no andaen buenas relaciones con Kibrick (ambos fueron socios en la di-rección de Mundo Israelita y la conducta no del todo clara deaquél forzó a Kibrick a disolver la sociedad) y no nos facilita-ría esos trabajos».

Sin embargo, seguramente por los avatares de la guerra,el libro se editó sin que Cansinos lo supiera, pues en otra car-ta de Tiempo a Cansinos, de 29 de noviembre de 1938 -es de-cir un año después de la edición-, le escribe38:

«Querido Cansinos:Le escribo al azar. No es la primera carta que le escribo así

aleatoriamente. Pero espero que los manes del correo me seanpropicios esta vez y podamos entendernos como fueron mis de-seos desde un principio. Le he escrito hace más de un año ad-virtiéndole que de acuerdo a sus deseos editaría su libro Los ju-díos en la literatura española, bajo los signos de la editorialque dirijo. Tenía sus originales, vale decir su tácita conformi-dad para hacerlo, y como la respuesta no llegaba, encomendéun prólogo a nuestro amigo Luis Emilio Soto y el libro apare-ció sin otro pasaporte que el de la autoridad de su firma y elmagnífico ensayo acerca de su vida y de su obra realizado porel amigo nombrado. Una vez el libro en la calle le envié tresejemplares certificados y una carta pidiendo sus señas para es-cribirle en firme y poniéndome a su disposición para lo que dis-pusiere. No obtuve respuesta ni vino de vuelta el envío. No con-forme con ello hablé con Isaac Pacheco, Canciller de la Em-bajada de España en Buenos Aires, para que me obtuviera susseñas por vía oficial. En la misma valija diplomática salió esepedido junto con otro de Soto inquiriendo por Mariano Ba-quero un amigo que se había hecho en sus tertulias de Madrid,

38 Carta inédita existente en el Archivo Rafael Cansinos Assens, www.can-sinos.com.

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según tengo entendido. No se pudo saber nada acerca suyo y síde Baquero.

Le hago el detalle de todos esos movimientos para que com-pruebe que en ningún momento hubo mala voluntad, intenciónde ocultar nada, ni evasiva alguna, cosa de la que no podía du-dar nadie y menos Vd. a quien he dado reiteradas y efusivaspruebas de adhesión y de simpatía. Pero he aquí que un señora quien distingue usted con su amistad -y que no la merece-un tal Salomón Resnik arrojado de todas partes por su inmo-ralidad, tomó demasiado en serio la sentencia atribuida aSócrates por Platón en uno de sus diálogos: Un poeta, para serun verdadero poeta, no debe componer discursos en verso, sinohacer ficciones, y salió a propalar desde su marisma de Judaicaque yo le había defraudado y no sé cuantas otras supercherías.Le ruego que aclaremos, querido Cansinos, en nombre de lainalterable amistad que le profeso desde hace tantos años, eldesdichado episodio y la leyenda de ese señor Resnik que pordefraudar los derechos de Bialik se cree un verdadero poeta se-gún la afirmación socrática.

Quedo esperando sus noticias impacientemente.Con los mejores votos por su salud y ventura personal, que-

do de Vd. admirador y amigo que bien le quiere.»

La obra que el lector tiene entre sus manos analiza diezobras y personajes judíos de ficción de la literatura española:una del siglo XVIII (La Raquel de García de la Huerta); tres delsiglo XIX, entre ellas un relato de Bécquer (La Rosa de Pasión)y dos de Galdós (el Daniel Morton de Gloria y el ciegoAlmudena de Misericordia); y las seis restantes son obras delprimer tercio del siglo XX. Estas últimas son quizás las másperspicaces y donde demuestra Cansinos su gran talento de crí-tico de la actualidad literaria. Una de ellas está dedicada alpersonaje autobiográfico de Isaac Muñoz, orientalista granadi-no de principios de siglo, que escribió una novela bajo el nu-men hebreo, como dice el propio Cansinos, Voluptuosidad. Cua-tro artículos bucean en la mentalidad antisemita de algunosescritores españoles de nuestro siglo: el dedicado al personajefemenino de Antolina Esmond, hija de un judío gibraltareño,

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en la novela El Carro de Asalto, obra del escritor malagueñoAdolfo Reyes; el que analiza la célebre novela Luna Benamor,del escritor valenciano Blasco Ibáñez; el estudio del personajetambién femenino de Estrella Escarza en la novela del escri-tor levantino Antonio Cases, Las hogueras de Israel; y final-mente el dedicado a la novela de un conocido escritor antise-mita, Juan Pujol, El hoyo en la arena, donde el personajefemenino, Julia Guzmán, no es en realidad judía, sino que elautor la conceptúa como de origen judío por sus malas artes.El contrapunto está en el último de los artículos, sobre la hu-manidad del personaje judío, Ismael Dávalos, en la novelaCáliz Rojo, de Concha Espina. El final produce un efecto decompensación a la visión maniquea y estrecha de los anterio-res novelistas.

El interés de estos estudios de crítica literaria y sociocul-tural es evidente, al mostrarnos a través de los personajes deficción cómo los creadores españoles vieron a los judíos duran-te aproximadamente un siglo y medio, de una forma sin dudaplural, pero en la que pesaba la historia y el prejuicio.

JACOBO ISRAEL GARZÓN

Madrid

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Los Judíosen la Literatura Española

LA RAQUELde GARCÍA DE LA HUERTA

Con el Edicto de Expulsión de 1490 desaparecen los judíosde España y de su literatura, que está en vísperas de cuajaren los dos grandes géneros que la han hecho famosa: la nove-la y el teatro. El judío, que hasta entonces sólo fue figura epi-sódica en poemas y narraciones, perderá toda opción a la cali-dad de protagonista y la literatura española perderá tambiénla oportunidad de incorporarse ese elemento étnico que enri-quecería la variedad de su elenco humano. El judío desapare-ce, se borra en la conciencia de los españoles y sólo asomaráalguna que otra vez en su literatura como figura de leyenda ovestido con los arreos históricos. Así aparece por ejemplo en elteatro de Lope de Vega en el drama titulado Las paces de losReyes y la Judía de Toledo, al que sirven de argumento las di-sensiones sucitadas entre el rey Alfonso VIII y sus vasallos, conmotivo de sus amores con la hermosa Raquel y que terminacon la muerte de la barragana a manos de la nobleza insur-gente. Esta obra de Lope fue luego base de inspiración paraotros autores y los eruditos cuentan otras elaboraciones delmismo argumento, hechas sucesivamente por el doctor Mira deAmescua -La desdichada Raquel (1635)-, Juan Bautista Dia-mante -La Judía de Toledo (1667)- y finalmente don VicenteGarcía de la Huerta -Raquel (1778)-. Ésta última es la que de-tiene la evolución del tema que alcanza en ella su culminaciónliteraria no por su perfección absoluta, sino porque acaso envirtud de su fuerza impresionante, acapara desde entonces lapredilección de los públicos. La Raquel de Huerta arrumba alas anteriores, como el don Juan Tenorio de Zorrilla, relega alolvido a todos los demás don Juanes de nuestro teatro. Se tra-ta de un caso de tuna literaria, ya que aparte de los versos,bien poco es, según parece, lo que Huerta puso en su obra, yaque, según Menéndez Pelayo, elaboró bajo el marcado influjode la Raquel de Ulloa y, sobre todo, de La Judía de Toledo de

Diamante, hasta el punto de que sus contemporáneos llegarona acusarle de plagiario. Quizá tuviera gran parte en el éxito deGarcía de la Huerta la circunstancia de haber producido suobra, de asunto auténticamente español, en una época en quepredominaba el gusto del neoclasicismo francés e imperabanlas famosas unidades aristotélicas con lo que La Raquel veníaa representar un rebrote de nuestro teatro romántico lleno defogosidad pasional y una protesta contra nuestras letras afran-cesadas. Don Vicente García de la Huerta se puso con su tra-gedia histórica a la cabeza del bando españolista contra losafrancesados Iriarte, Samaniego, Forner, Jovellanos, etc., conlos cuales sostuvo violentas polémicas que, enconadas por lapasión política, le valieron un destierro a Orán, del que volvió,sin embargo, más fiero y arrogante que nunca. García de laHuerta, extremeño como Espronceda, tiene en su verso bravoaliento español, que viene de la entraña del pueblo lleno de ru-deza y poder y con él no podían competir los pulidos autoresdel bando contrario, que habían respirado los suaves perfumesde las rosas de Francia. La Raquel de la Huerta atronó con suverso heroico todo el final del siglo XVIII y aún hoy conservaen la lectura gran parte de su vitalidad, sobre todo, en aque-llos pasos en que Alfonso y Raquel cantan su pasión enorme,fatal, que prolonga su grito y su poder hasta la misma muer-te. Una pasión española y también semítica, que parece unirel fuego de los desiertos abrasados al temple heroico de las es-padas castellanas.

Pero veamos más de cerca la obra del trágico extremeño.Ya hemos dicho de dónde arranca el venero de su inspiración.Tanto a su Raquel como a las de los escritores que le prece-dieron en el tratamiento del tema, sírvele de fuente común unpaso de la Chrónica general (part. 4, folio 387, col. 2), que diceasí: «Pues el rey D. Alfonso ovo passados todos estos trabajosen el comienzo cuando reinó fue cassado, fuése para Toledo consu muger, Doña Leonor; e estando y [allí] pagóse mucho de unajudía que avie nombre fermosa e olvidó la muger e encerrósecon ella gran tiempo en guisa que non se podie partir de ella,por ninguna manera, nin se pagaba tanto de cosa ninguna; eestubo encerrado con ella poco menos de siete años, que non se

3 2 / RAFAEL CANSINOS ASSENS

mebraba de si nin de su reyno nin de otra cosa ninguna. En-tonces ovieron su acuerdo los ornes buenos del reyno comopusiesen algún recaudo en aquel fecho tan malo e tan desagui-sado; e acordaron que la matasen e que así cobrarier a su Señor,que tenien por perdido; e con este acuerdo fuéronse para allá;e mientras los unos fablaron con el Rey, entraron otros dondeestaba aquella judía en muy nobles estrados e degolláronla».

Estas frases sencillas, casi bíblicas de la Crónica Generalque proclaman el prestigio fabuloso de la belleza judía, dieronluego de sí los versos heroicos de Lope, Ulloa, Diamante yHuerta. La sangre de Raquel fecundó el teatro de sus verdu-gos como la de Clitemnestra, el teatro griego.

Tanto Lope como sus émulos posteriores han cogido ese epi-sodio histórico y han tratado de dar relieve y volumen a las fi-guras, allí sólo señaladas por sus nombres genéricos: el rey, lajudía. Han sacado a escena corporeizados a ese vago Alfonso yesa borrosa judía y movido a la vista del público esos ornes bue-nos, que irrumpen armados de espadas en la cámara de la con-cubina. Ninguno ha aportado ninguna modificación esencial alargumento, que aparece tratado en esa serie de obras, con másfidelidad que un mito griego. Raquel cae siempre mortalmen-te herida a los pies de los toledanos, sus nobles asesinos, y elrey que no ha sabido salvarla, pese a todo su amor, se resignasin esfuerzo a su pérdida y se reúne de nuevo con su esposa.Ni siquiera castiga a los culpables. Es todo un rey y acierta asacar partido del desastre consolidando su poder y aceptandola sangre vertida de su amada como materia de un nuevo sa-cramento de comunión con su pueblo. Imposible no sentir cier-ta indignación sentimental ante esa fácil resignación del mo-narca que pierde esa calidad, no sólo humana, sino tambiénestética. ¿Qué habría hecho en caso semejante un Don Pedroel Cruel; cruel precisamente por superabundancia de lo hu-mano, por exceso de sentimiento? La concubina de Alfonso de-bía haber merecido funerales regios.

La tragedia de don Vicente Antonio García de la Huerta(para dar el nombre completo) está escrita en endecasílabosasonantados y se divide en tres jornadas. En la primera los no-bles han triunfado en el ánimo del rey y conseguido de éste que

LA RAQUEL DE VICENTE GARCÍA DE LA HUERTA/33

se separe de su amada Raquel y es el propio monarca el queintima a la hebrea la orden irrevocable de abandonar Toledoen un éxodo en el que habrá de seguirle toda la grey judaica.La separación -el mismo Alfonso lo declara- será para él lamuerte. Pero no hay más remedio. El pueblo (entiéndase siem-pre la nobleza y el clero, que el pueblo era entonces tan sólouna comparsa) se lo impone. Y a la pregunta de Raquel: ¿Quéresuelves en fin?, contesta Alfonso:

Que partas luego,Mas, ¡ay de mí! que aqueste duro fallocontiene la sentencia de mi muerte.Pero, ¿en qué me detengo, en qué reparo?Huya Raquel a conservar su vida,mientras queda a morir Alfonso Octavo.

(Vase)

Raquel le replica con un anatema; que es también una pro-fecía:

Pués ya, Alfonso que ingrato me abandonasdesatento, cruel y temerario,si me has amado, si en tu alevepecho de aquel volcán amante queda rastropermita el cielo que estas cosas miray está tu ingratitud considerando,pases por el dolor de verme muertael acero cruel de tus vasallos;que queriendo vengar estas ofensasno logre tu rigor executarlo;que mi sombra interrumpa tu reposo,y que en pesar continuo y largo llantollores la desventura, ingrato Alfonsoque Raquel, por amarte, está esperando.

En la segunda jornada, las cosas han cambiado de as-pecto. Raquel, aconsejada por su hermano de raza, Rubén -eljudío astuto y cauteloso de las leyendas populares-, consigue

34/RAFAEL CANSINOS ASSENS

fijar en su favor el ánimo vacilante del rey. Raquel solicitadel rey como curso de esa entrevista, disimulando su inten-ción y sin valerse más que del resorte patético de sus lágri-mas, hace que el rey revoque la orden de expulsión y aúndiscute con él sobre la oportunidad de tal medida, replicán-dole con sus mismos argumentos de la jornada primera. Debeirse de Toledo. Él mismo le hizo comprender que su ausen-cia era impuesta por su misma seguridad. Las turbas laodian, a ella y a su pueblo y por su culpa acabarán aborre-ciendo a Alfonso. Nada, que debe irse. Pero Alfonso inter-preta como desamor esta resolución de la hebrea y con trá-gico acento exclama:

Pues si mi desventura es tan notoria,y esta vida, este espíritu mezquinocomo inútiles prendas considero;

(sacando la espada)acero noble, rayo que esgrimidode mi diestra, blasones duplicásteisa Marte poderoso, ya os dedicoa mejor ministerio; sed piadosoinstrumento de amantes testimonios.Y tú, Raquel, si quieres testimoniosde mi constante amor ciertos y fijos,pues no oyes mi razón, estas alfombraste los ofrezcan con mi sangre escritos,

(En ademán de echarse sobre la espada).

Raquel, asustada, se abalanza a él e impide que cumpla sudesignio. Luego para evitar una reincidencia, se declara dis-puesta a todo:

Deteneos: ¿Qué hacéis? ¿Qué furia es ésta?Mirad que de la espada el duro filo,quando amenaza estragos a ese pecho,los obra y executa ya en el mío.¿No advertís que ese golpe rigurososerá fin de mi vida? ¿Quién ha dicho

LA RAQUEL DE VICENTE GARCÍA DE LA HUERTA/35

que muerto Alfonso Octavo, Raquel puedavivir un solo punto? ¿Habéis creído,que a vuestra costa pueden redimirsemis desdichas? Vivid, Alfonso mío;vivid que Raquel sólo para amaros,la vida quiere. Ya, Señor, me rindo,a quanto dispusiéreis; ya Toledoserá otra vez mi centro; no hay peligro,que a trueque de agradaros me dé asombro,que me dé susto, a trueque de serviros.

Raquel ha triunfado y con ella ha triunfado su pueblo.Alfonso indulta del destierro a los judíos toledanos. Y para quesu amada no tenga en lo sucesivo el más mínimo temor deque nadie pueda vejarla ni a ella ni a los suyos, decide sen-tarla en su propio trono, como reina.

Y porque tu temor desvanecidodel todo quede; porque no receles,de un vulgo, osado los infieles tiros,desde hoy de mi Cetro y mi Coronaserás dueño absoluto. Mis dominiosa tu arbitrio se rijan y gobiernen;de todos los vasallos los destinosde ti dependerán públicamente,porque todos así te estén sumisos.Ha de mi guardia.

Acuden Manrique, un caballero castellano, que por medraren la corte sigue el partido de Raquel, la guardia y acompa-ñamiento de castellanos. El rey ocupa el trono y después de unproemio silogístico sobre la obediencia que se debe al monar-ca, acaba por notificarles su real determinación de que Raquello sustituya ya en el trono.

... mi poder y mi dominiola transfiero y yo mismo la colocoen mi solio Real; esto entendido,

36/RAFAEL CANSINOS ASSENS

pues confesáis debéis obedecerme(colocándola en el trono)

sabed que ya Raquel reina conmigo.

Los castellanos, Manrique el primero, acatan la orden ydesfilan ante el solio, besando la mano de la hebrea entroni-zada. El rey contempla satisfecho el espectáculo y para extre-mar más su fineza, se retira, dejando que Raquel reine sola:

Y porque mi presencia no embarace,que obres con libertad, yo me retiro,A Dios, bella Raquel.

He ahí una reina judía, en el trono de Castilla. Pero loscastellanos no se van a contentar tan fácilmente con esa apo-teosis. Ya dos caballeros cortesanos, García y Alvar Fáñez, quedesde el principio de la obra, han acaudillado a los revoltosos,colman su indignación ciudadana al ver a una hebrea, senta-da en el sagrado trono de Castilla y como Armodio y Aristogi-tón en la literatura griega, juran libertar a Alfonso de ese he-chizo y al reino de esa vergüenza...

GARCÍA:Libertemos a Alfonso de este encanto.

ALVAR FÁÑEZ:Mi vida ofrezco para conseguirlo.

GARCÍA:Mas se debe excusar toto alboroto,no parezca motín el que es oficio.

ALVAR FÁÑEZ:A quanto dispusiéres, me resuelvo.

GARCÍA:Pues si tú me acompañas, hoy consigo,eternizar el nombre Castellanocon la violenta empresa que medito;y verá el mundo en mí, quando contemplelos efectos que ya me pronostico,la mayor lealtad en la osadía;

LA RAQUEL DE VICENTE GARCÍA DE LA HUERTA/37

pues hay casos tan raros y exquisitos,en que es más fiel el menos obedientey más leal el que es menos sumiso.

En la tercera jornada, sobreviene la catástrofe motivadapor la excesiva confianza del rey Alfonso, convencido de que lamajestad del solio será invisible Paladion para su amada, re-suelve salir de cacería a las riberas del Tajo. Raquel tiene elpresentimiento de la tragedia y con patéticos acentos le ruegaa Alfonso que no la deje sola, expuesta a tantos peligros en suausencia. Pero se trata de un caso de ceguera fatídica. A los te-mores de Raquel, responde Alfonso:

SÍ, Raquel mía: amor te ha coronadoY porque tengas desde luego pruebasde la estabilidad de tu govierno,y quan segura están aún en mi ausencia,al placer ordinario de la cazaintento no negarme. Nuevas fuerzasa las guardias se aumenten de Palacioa mayor prevención. Así deshecha,Raquel hermosa, esos recelos vanos,que te causan pesar. Contigo quedael alma que te adora: y pues me brindandel Tajo ya las plácidas riberas,a Dios, bella Raquel!

Se va Alfonso y entra Rubén, el astuto consejero de la he-brea. Empieza halagando a Raquel y dándole gracias en nom-bre de la nación judía, por los beneficios que de ella acaba derecibir, con lo que nos enteramos de una de las causas del des-contento de los nobles. La superioridad de trato concedida a loshebreos sobre los súbditos castellanos de Alfonso. Oigamos aRubén:

Ya la hebreaNación por mi las gracias te tributapor lo mucho, Raquel, que te interesas

38/RAFAEL CANSINOS ASSENS

en su alivio. Los pechos, que pagaba,los servicios, las cargas y gabelasestán ya suspendidas, y dispuestoal reintegro también de todas ellasa costa del Erario, como mandas;y porque éste tampoco así padezca,al Pueblo Castellano se duplicanlos impuestos.

Raquel asiente, encareciendo la justicia de tales medidas:

Razón acaso fuera,que, quando de este Reyno los vasallosen riquezas abundan y en haciendas,repartiesen con pobres extranjeros,cuya industria y trabajo son sus rentas,las cargas del Estado. Fuera injustaPolítica.

Rubén le comunica luego que el rey ha mandado pregonarun bando disponiendo que nadie pueda en Toledo llevar armassin su real permiso. Alfonso apela al desarme preventivo parafrustrar la revolución. Y Rubén tomando pie de ahí, silba enlos oídos de la hebrea estas insidiosas exhortaciones. (Rubénes la serpiente astuta, el demonio que da consejos de perdicióna las criaturas):

... Todo perezca,quanto a tu elevación contradixere,quanto pueda oponerse a tu grandeza.Haz que Castilla sienta tus rigores;te sangre criminal las calles riega;no quede castellano sospechoso,que no adore tu planta o que no muera.

Imprudentes palabras. Porque ya están ahí, entre bastido-res, los conjurados, resueltos a aprovechar la ausencia del mo-

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narca y acabar de una vez con el ludibrio que mancilla los bla-sones reales y esquilma la bolsa del pueblo (no olvidemos elcomplejo económico). Vienen capitaneados por Alvar Fáñez ypor García. Pero este último trata de encauzar la revolución,apartándola de extremismos. A él le parece bastante el destie-rro de Raquel y su grey judaica y quiere evitar a todo trancela efusión de una sangre que sea como fuere, se ha mezcladocon la de su rey. García es un moderado, mientras que AlvarFáñez representa el criterio radical y con este motivo disputanviolentamente. Raquel oye sus gritos y en seguida se sobresal-ta y pierde los ánimos. Asustada, se dirige a Rubén, en de-manda de aliento, más bien que de consejo:

Ay de mí, triste, ¿qué desdicha es ésta?¿Qué es aquesto, Rubén? ¿No has escuchado?

Pero Rubén, no menos empavorecido, le contesta:

Estas son las funestas consecuencias,que por más que esforzaba el artificio,temí de tu ambición y tu sobervia.Del extremo peligro en que nos vemos,ella ha sido la causa; considerael friste fin, que las maldades tienen,y huye de tanto riesgo como puedas.No pongas más en mí la confianza;que no valen ya astucias ni cautelas.

Y se va. Raquel, al verse abandonada, prorrumpe en la-mentaciones de mujerzuela. No: no tiene temple heroico estaRaquel ni está a la altura del coturno trágico.

En tanto se lamenta así, sintiéndose ya traspasada por lasespadas de los castellanos, entra García decidido a salvarla me-diante el único recurso posible: la fuga. García propone a Ra-quel que lo siga. Cuenta con hombres seguros que podrán sa-carla de Toledo, por una puerta excusada de palacio, y llevarlaa lugar bien defendido donde pueda esperar el regreso de Al-fonso. Pero Raquel cree que se trata de un ardid para sacarla

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de aquella cámara regia, donde se cree amparada por la ma-jestad del trono y en vez de aceptar la propuesta de García, in-crepa al noble caballero, atribuyéndole los más negros desig-nios. Pero ya en aquel instante han penetrado los revoltososen palacio, capitaneados por Alvar Fáñez. Traen las espadasdesnudas y gritan: «¡muera aquesta tirana!». Rubén, muerto demiedo, corre a esconderse detrás del trono. Raquel torna a suslamentaciones y va también a esconderse tras el solio, dondese encuentra con su nefasto consejero:

Lugar sagrado,(al solio)

cuya ambición es causa de estas penas,sed mi asylo esta vez, si otra vez fuisteisteatro de mi orgullo y mi sobervia;encubridme a lo menos... ¿más, qué miro?¡Tú aquí Rubén! ¡Tú, infame! Ya no esperaremedio mi desdicha, pues no puedendonde esté tu maldad, faltar tragedias.Ya ves cómo se lucen tus doctrinas,maestro infame, que en tu torpe escuelael arte me enseñaste, de perderme.Castellanos, volad; nada os detenga;aquí a Raquel tenéis: ya que gustosamorirá, si Rubén muere con ella.

Pero ya los conjurados irrumpen en la cámara regia, sin res-peto a ese solio en que Raquel se ampara y que es como la som-bra de su Alfonso. Vienen desnudas las espadas y gritando: ¡mue-ra! Raquel en un conato de heroísmo, les sale al paso y lesapostrofa: «¡Traidores!» Pero luego suaviza sus palabras y sólotiende a enternecerlos y apiadarlos con su fragilidad de mujer:

Traydores... ¿Mas, qué digo? Castellanos,nobleza de este Reyno, ¿así la diestraarmáis con tanto oprobio de la famacontra mi vida? Tan cobarde empresa¿no os da rubor y empacho?...

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Pero Alvar Fáñez no se conmueve. Raquel entonces tratade justificarse con razonamientos de amor. ¿Qué delito ha co-metido ella, sino el ser amada de Alfonso y corresponder a suternura? Y Raquel, para demostrar más su inocencia, se valede un silogismo que podría convencer a aquellos vasallos de unrey absoluto:

¿Pude dejar de amarle, siendo amada?Si un rey con sólo su precepto fuerza,a su imperio juntando las caricias,su amor, su halago, las heroicas prendasque le hacen adorable ¿bastaríaalgún esfuerzo a hacerle resistencia?juzgad con más acuerdo, ¡oh Castellanos!;ved que el enojo la razón os ciega:remitid esta causa a más examen;atended...

Raquel quiere ganar tiempo. Pero Alvar Fáñez le replicaque no hay que juzgar más, que ya está dictada la sentencia.

Amor te mata;si el ofende, Raquel, de amor te queja.

Entonces Raquel se yergue, se empina sobre el coturno, al-canza el máximum de estatura. Se ve bien claramente que esuna criatura de amor, que de solo su llama vive y que le es dul-ce abrasarse en ella. Han nombrado al amor, pues ya no le im-porta morir. Oídla:

No, traidores; no, aleves; no, cobardes;y si porque amo a Alfonso, me sentenciavuestra barbaridad, no me arrepiento;nada vuestros rigores me amedrentan.Yo amo a Alfonso y primero que lo olvide,primero que en mi pecho descaezcaaquel intenso ardor con que le quise,no digo yo una vida, mil quisiera

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tener, para poder sacrificarlasa mi amor. ¿Qué dudáis? Mi sangre viertavuestro rigor. Al pecho que os ofrezcotan voluntariamente, abrid mil puertas:que no cabrá por menos tanta llama,tanto ardor, tanto fuego, tanta hoguera.

Pero Alvar Fáñez no le concederá esa apoteosis de morir conel bello pecho blasonado de ese bárbaro aderezo. La presencia deRubén, el innoble, le sugiere otra muerte más ruin y oscura. Ru-bén, que perdió a la favorita con sus consejos, será quien ahorala despene con su puñal. Y así lo hace Rubén, bajo el imperio deaquellas espadas desnudas. Raquel se siente herida, se tamba-lea, dirige unas palabras de reproche a su matador y luego ya enel delirio de la agonía, va a abrazarse, buscando apoyo en él, altrono de Alfonso, al símbolo materializado de su amor.

Y tú, oh Trono, que causas mi tragedia,ayuda a sostener el cuerpo débil,que el alma desampara; Alfonso, vuelay recibe este aliento, que el postreroes de mi vida. ¡Ay Dios! ¡Qué mal se esfuerzael corazón! ¡Alfonso..., amado Alfonso...¿Qué te detiene? ¿Cómo a ver no llegas?...

Pero Alfonso sí llega; y a tiempo de recoger todavía su úl-timo suspiro y sus palabras últimas:

Sí; yo muero; tu amor es mi delito;la plebe, quien le juzga y le condena.Sólo Hernando es leal; Rubén ¡qué ansia!me mata; y yo por ti muero contenta.

Raquel, como vemos, es perfecta hasta el fin, cual criaturade amor. Ha amado a Alfonso hasta el postrer instante. Y susúltimas palabras, son como el supremo testimonio de un már-tir de amor. Raquel no ha tenido más Dios que su Alfonso ypor su Dios muere contenta.

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La tragedia ya corre a su fin. Alfonso, tras de endechar el ca-dáver de su Raquel, ofrécele en holocausto a su asesino, el pórfi-do Rubén, que sigue allí. Él mismo lo hiere con su regia manohaciéndole un honor excesivo. Pero Rubén no será el único cas-tigado. La cólera del monarca estalla. Como rey y como amante,necesita un escarmiento. Ha de ofrecer al trono ultrajado.

Mas al cielo protesto,y a ti, oh Raquel, que con tu sangre riegasde este lugar el trágico distrito,la más atroz venganza; porque veanlos que tengan noticia de la injuria,que si hubo quien osase cometerla,también hubo quien supo castigarla.Venganza, amor, quien te ha ofendido muera.

Apenas ha acabado Alfonso de pronunciar las palabrastranscritas, cuando entra en la estancia Alvar Fáñez, seguidode sus castellanos. Todos ellos doblan la rodilla ante el rey yse ofrecen víctimas propiciatorias a su justo enojo.

Dices, Alfonso, bien; y si pretendes,satisfacción tomar de ésta, que ofensaacaso juzgarán y por servicioreputamos nosotros, las cabezasa tus pies ofrecemos, que no importamorir, quando tu honor vengado queda.

Alfonso echa mano a la espada. Pero en aquel momentosurge en la escena el noble García, el cual intercede por los re-voltosos y contiene las iras del monarca, con un discreto razo-namiento:

a la justicia remitid la queja;mirad, Señor, que el celo los disculpa.

Alfonso envaina la espada y cuerdamente exclama, remi-tiendo ya toda la culpa a los hados:

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Tienes razón, que el santo cielo ordenapor más atroz que sea su delito,que quien le cometió, disculpa tenga:Yo, tu muerte he causado, Raquel mía;mi ceguedad te mata; y pues es ellala culpada, con lágrimas de sangrelloraré yo mi culpa y tu tragedia.

Perdona a sus vasallos y los hace levantar del suelo con-tentándose con este castigo de orden moral o estético:

Sirvaos de penacontemplar lo horroroso de la hazaña,que emprendistéis en esa beldad muerta.

Y para conclusión, el autor pone en boca de García estasentencia:

Escarmiente en su exemplo, la soberuia;pues quando el cielo quiere castigarla,no hay fuerza, no hay poder que la defienda.

De donde se infiere que lo que se ha querido castigar aquíes la soberbia, la soberbia judaica, según la frase convenida.Lo que a los castellanos indignaba hasta el extremo de suble-varse contra su rey no eran sus amores con la hermosa hebrea,sino la soberbia de ésta y de toda su grey judaica. Esta sober-bia judía, de la que más de una vez se quejan los croniconescastellanos y que ya constituye un tópico obligado de todos losantisemitismos, es lo que a Raquel pierde. La queja de los cas-tellanos insurgidos se resume en esa fórmula vieja: el judío nose conforma con ser igual a los ciudadanos del país en que vive,sino que aspira a ser más, a dominar, a imponerse. Tiene unsentido imperialista de la vida y el hábito de ejercitar la vo-luntad del dominio. No en vano se cree la raza elegida. La so-berbia judía se ha hecho célebre en su aparente contradiccióncon la humildosidad con que otras veces se nos presenta laraza. El judío entra a cada momento en la historia con el ges-

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to encogido, encorvado, harapiento. Pero aguardad un poco yle veréis erguirse con el gesto de un soberano. Es que el judíose siente representante de la raza más antigua del mundo y secree acaso con derecho a los honores de ese decanato. Y ade-más todas las semanas se transforma en la sinagoga con la glo-ria del Sábado. El judío va siempre encaramado sobre sus cua-renta siglos de historia y se explica que mire con un poco dedesdén a esos otros advenedizos de Europa. El judío tiene laconciencia de su superioridad y verdaderamente el número desus grandes hombres le confieren cierto derecho a esa presun-ción. Y añádase, por último, para explicar esas demasías de susoberbia, el complejo de resentimiento que desde hace siglosarrastra. Oprimido, vejado, expoliado siempre, es natural quecuando la fortuna le favorece un poco se hinche y pretenda co-brarse la cuenta de todos los agravios pretéritos. Es Shylockclamando su justicia con una vehemencia que la hace parecervenganza. Además, en las alternativas de esplendor y miseriaque componen su milenaria historia, el judío se ha acostum-brado a esos vaivenes bruscos y ha perdido la idea de la mo-deración. La nave de Israel navega a rachas, y cuando cogeviento favorable, hincha sus velas con ufanía loca, sin com-prender que la ola que la encumbra es también la que va a des-peñarla. Interviene aquí también su concepto mesiánico de lahistoria, su fe en la palabra infalible de sus profetas, su afi-ción a escudriñar oráculos y pronósticos. Aguarda una repara-ción desde hace siglos, una era de gloria y de dominación, y encuanto un hecho se presta a esa interpretación favorable, pien-sa si no será el comienzo de su era triunfal. Las leyendas desus libros sagrados le confirman en este criterio. En el casopresente, Raquel la Toledana, podía ser una réplica de la Es-ther persa. ¿Quién sabe si el rey Alfonso, enemistado con suesposa; no sentaría legítimamente en su trono a esta judía pre-destinada y con ella a toda la raza de Israel? Y entonces, heahí recuperado el perdido trono de Judá, esa ilusión perennedel pueblo disperso. La excesiva fe en el milagro es lo que pier-de a esta raza, por otra parte tan cuerda y calculadora, hechaal hábito de exactitud de las matemáticas. Su soberbia no esotra cosa que una excesiva confianza en Dios. Pero esa sober-

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bia no puede imputársele a Raquel, sino a su consejero Rubén,que representa el genio astuto de la raza. Raquel es tan sólouna mujer que ama, igual a todas las mujeres que aman, ver-daderamente, en todas las latitudes de la tierra. Ella, de porsí, sólo aspira al amor de su Alfonso y es el espíritu mesiánicode su raza el que en ese amor involucra la pasión del poder.Protege a los suyos, porque es lógico que así lo haga, porqueno puede menos de sentir la piedad de sus hermanos, infelices,pero no hace del amor de Alfonso un medio táctico para nin-guna política de engrandecimiento judío. En este terreno,Raquel obra al dictado de Rubén, de igual modo que Esther, enla corte de Asuero, obraba a impulsos de Mordejai. Toda la cul-pa del desastre corresponde a aquél, que no supo graduar conacierto las posibilidades de una semejanza histórica. Raquel-y así nos la pinta Huerta- es tan sólo una criatura de amorque no se desdibuja ni desdice un momento y que, en el ápicetrágico, muere contenta de inmolarse por la felicidad del ama-do. Si como hemos indicado, flaquea en cuanto a entereza im-perial y resulta indigna del trono en que la ha sentado, comomujer es irreprochable y alcanza la altura de las grandes he-roínas de amor, de todos los tiempos, y no podría ser un argu-mento contra su raza. En ningún instante la vemos apelar asortilegios ni arrumacos extraordinarios para retener a Alfon-so y dominar su voluntad; todo su hechizo radica en su her-mosura y su único recurso patético son las lágrimas, esas lá-grimas patrimonio de toda mujer y su tesoro de perlas natura-les. La judía no aparece en Raquel sino como un encarecimientode belleza y pasionalidad. Una ráfaga de Oriente sobre la fríameseta castellana.

De igual modo que su protagonista, la obra de Huerta senos aparece como una obra de belleza trágica, sin que procedaatribuirle intención política. El autor ha elegido ese episodiotoledano, seducido por su patetismo y por su vinculación en lahistoria patria, pero lo ha tratado con la misma objetividad queun mito de la fábula griega. No se advierte en su verso ningu-na vibración de un odio -que, por otra parte, no podía sentir-contra los judíos, que ya hacía siglos habían dejado de actuarcomo personajes reales en el drama político de España. Él ope-

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ra en lo histórico, y todo lo histórico es frío, desvitalizado; ir abuscar criaturas en la historia es lo mismo que ir a sacar som-bras, del tártaro. Su Raquel está compuesta con los rasgos tra-dicionales de su figura: belleza y pasión. Rubén, el traidor deldrama, es el eterno Judas, sobre quien la leyenda ha echadotoda la carga de la tenebrosidad oriental. No hay nada que ven-ga a caldear el antiguo conflicto político y étnico. Los nobles sesublevan contra su rey, en nombre del honor castellano, paralo que desde su punto de vista, no les falta razón, ya que Alfonsoexcédese en verdad al sentar en su trono a esa intrusa, que nisiquiera es su esposa. Es Alfonso quien en realidad provoca lacatástrofe y es soberbio. Y él quien debería sucumbir bajo losaceros castellanos, si no fuere por la prerrogativa de los reyesde que otros expíen sus culpas. Pero la ausencia de pasión po-lítica, de judeofobia en Huerta resalta patente. Los últimos ver-sos del drama evidencian que sólo ha querido dar una leccióna los monarcas, poner de realce los peligros de la soberbia. Deigual modo el Edipo de Sófocles aspiraba a mostrar los peligrosdel aturdimiento iracundo. Así entendida, la obra de Huertaqueda muy lejos de toda intención antisemítica, de todo pro-pósito de influir en ese sentido sobre un pueblo que, como elespañol del siglo XVIII, ya había perdido hasta la noción vi-sual del judío. En la perspectiva histórica, la Raquel de Garcíade la Huerta se coloca en esa vaga zona poética del apólogo, laleyenda y el mito, es decir, que corre la suerte de todos los dra-mas humanos, bajo la acción corrosiva del tiempo. Así como loscuerpos se convierten en polvo, los actos, aun los más trágicosy terribles, los que más torturaron el cuerpo vivo, llegan a serpara los venideros una lección abstracta, una sentencia im-personal y apenas si un momento, galvanizados por el geniotrágico, logran impresionar a un público en la falaz resurrec-ción escénica.

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LA SARA DE «LA ROSA DE PASIÓN»(EN LEYENDAS)

de GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

Después del judío histórico, el judío de leyenda. El arte es-pañol no disponía de modelos vivos y actuales, porque no exis-tían en la vida española. El judío sefardí no había sido aún des-cubierto y si desde las próximas costas marroquíes se corríaalguna vez a la península, con fines de tráfico o a impulsos denostalgia turística, hacíalo al amparo de un equívoco que loconfundía con el moro, si usaba indumentaria oriental o cualcorrecto europeo, disfrazado con un pasaporte francés o britá-nico. En la Sevilla, donde nació Gustavo Adolfo, había ya poraquella época una comunidad sefardí, radicada en el populosobarrio de las Lumbreras, cuyos miembros se dedicaban en sumayor parte al comercio en frutas mogrebíes -dátiles, cocos,babuchas- que expendían los más humildes, por las calles dela ciudad cual vendedores ambulantes. Vestían al estilo orien-tal y el pueblo, ignorante y nada curioso, los tomaba por mo-ros, sin que ellos hicieran nada por desmentirlo. Pero este equí-voco socorrido llegó a resultarles peligroso cuando con ocasiónde una de nuestras incontables guerras de África -la del ge-neral Margallo, año ochenta y tantos del pasado siglo-, la chi-quillería sevillana dio en correrlos y apedrearlos, como a talesmoros que parecían. Y entonces fue el protestar ellos y alzarlos brazos y clamar con voces roncas, que ellos no eran moros,sino hebreos. Y hasta en los periódicos locales hicieron publi-car un comunicado en que lo declaraban así. No eran moros,aunque tampoco decían que fueran judíos, sino hebreos, cu-

«La rosa de pasión» se incluye tradicionalmente en Leyendas. La pri-mera edición de este relato se publicó en El Contemporáneo el 24 de marzode 1864. (N. del E.)

briéndose todavía con eufemismo. Pero esto era en Sevilla, tanpróxima a ese Marruecos, donde ya empezaba la diáspora se-fardí, que en las poblaciones del interior de España, si exis-tían cripto-judeos, envolvíanse en un misterio aún más impe-netrable.

Bécquer nació en Sevilla y allí pudo ver judíos, aunque sólofueron los de las Lumbreras. Luego, ya en Madrid, pudo cono-cer a un judío insigne, pelirrojo, asquenazi, el banquero Bauer,representante de la casa Rothschild en la corte española, figu-rón imponente de aquel tiempo, que compraba ministros y fa-vorecía literatos y que en su famosa finca de la Alameda dababanquetes a los que asistían personajes como Castelar yCánovas, de la antigua bohemia política del 54, al lado de otrosde la bohemia literaria de la época. Pero, aunque así fuera, eltema judío no estaba aún maduro en interés para tocarlo enEspaña, de otro modo que en su aspecto histórico o legendario.Lo más que esas epifanías circunstanciales del judío extranje-ro, asquenazi, pelirrojo como Judas, podían engendrar en Es-paña, era un sentimiento de temor supersticioso, muy propiopara gustar la emoción de las viejas leyendas antisemitas. Elauge prodigioso de la casa Rothschild, que extendía sus ten-táculos financieros por las cuatro naciones más poderosas deEuropa y parecía realizar un vasto plan de dominación políti-ca al amparo del internacionalismo económico, era propio a ins-pirar ese supersticioso temor, en que se complacen las imagi-naciones románticas. Y hágase cuenta que estábamos entoncesen plena época del romanticismo, que vivíamos del reflejode Heine, de Hugo y Lamartine.

Bécquer, ese Heine sin ironía, ese enamorado del clarode luna y las ruinas, recorría España en busca de leyendas po-pulares para su inspiración literaria y de motivos pintorescospara su lápiz. Leyendas de tiempos antiguos, místicos y heroi-cos, leyendas de sortilegios y hechizos, de amores imposiblesentre criaturas de razas distintas. Toledo era el cuartel gene-ral de sus excursiones románticas. Y en Toledo precisamente,según nos advierte en el proemio, recogió de labios de una jo-vencita, en un jardín, esa conseja titulada «La Rosa de Pasión»,en que se interpreta poética -y nada humanamente- el origen

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de esa extraña flor, en que los cristianos han simbolizado lapasión de Cristo, al modo cómo los gentiles simbolizan enla anémona, la cruenta muerte de Atis. Y la Rosa de Pasiónque aquella joven toledana mostraba a Bécquer en un jardíntoledano simbolizaba no la Pasión de Cristo, sino la de una mu-chacha israelita, Sara Levi, sacrificada por su padre Daniel,una noche de Viernes Santo, en castigo por amar a un cristia-no y en sustitución de él, que era la víctima esperada. «La Rosade Pasión», según el relato de Bécquer, es el recuerdo vivo ydoloroso de un crimen ritual, perpetrado por los judíos.

La mención del crimen ritual aparece ya en la leyenda an-tigua, con los nombres del Cristo de la Luz y el Santo Niño dela Guarda, que Bécquer cita a los comienzos de su relato y esmuy posible que en esas tradiciones se inspirase el poeta paracomponer su narración. Y lo hizo con el desenfado, con la des-preocupación moral, mejor dicho, con la amoralidad estética delartista que coge la emoción patética donde la halla, sin hacercuenta de que está creando una materia eterna, que puede es-tigmatizar para siempre a una raza inocente. Así procedió Sha-kespeare en su Mercader de Venecia. No le importaba la razóno la sinrazón de su Shylock; lo único que buscaba era el pate-tismo de sus gritos y sus lágrimas de usurero burlado y padreescarnecido.

El arte no es moral, porque no lo es la vida y él aspira areflejarla íntegra en un diminuto universo. Y lo menos quepuede hacer el arte, en punto a moralidad, es contentarse consu papel de espejo y no volverse tendencioso y sistemático; por-que entonces pierde esa variedad, esa complejidad que sonlas que salvan en la vida, pierde su gracia natural y se con-vierte en un instrumento de captación y de tortura. Bécquer,en su «La Rosa de Pasión», no es un antisemita como no lo estampoco Shakespeare en su Mercader de Venecia; es tan sóloun artista que quiere transmitirnos una emoción de terror su-persticioso, valiéndose de la carga sugeridora que ya lleva ensí el nombre de judío y a este fin resucita una antigua conse-ja, que se ha de escuchar o leer, al amor de la lumbre, en no-che de viento y pensando que la Inquisición puede llamar depronto a nuestra puerta. Porque si la leéis en otras circuns-

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tandas, de día, ante el moderno escenario urbano de rascacie-los y autobuses y mujeres pintadas y alegres —¡oh, vivan el rim-mel y el labiflor!- esa leyenda espeluznante nos hará reír. Claroque con un poco de amargura al pensar en las patrañas que elodio cristiano puso en circulación contra un pueblo culpable tansólo de no aceptar la Cruz. Seguro que el poeta sevillano, alcomponer su obrita, sonreiría también, calculando de antema-no con el egoísmo natural de los artistas, el efecto infalible desu carga romántica.

«La Rosa de Pasión» es una leyenda perfecta en su género;no le falta nada. Su Daniel Levi es el judío de los Pasos deSemana Santa. «Tenía los labios delgados y hundidos (en señalde astucia), a la sombra de su nariz desmesurada y corva comoel pico de un aguilucho; y aunque de sus ojos pequeños, verdes,redondos y casi ocultos entre las espesas cejas, brotaba una chis-pa de mal reprimida cólera», la sonrisa no se borra nunca de suboca. En lo moral, ese Gwinplayne judío era «rencoroso y ven-gativo como todos los de su raza, pero más que ninguno enga-ñador e hipócrita». Es, además, avaro y, a pesar de ser dueñode inmensa fortuna, se pasaba todo el día «acurrucado en elsombrío portal de su vivienda, componiendo y aderezando ca-denillas de metal, cintos viejos o guarniciones rotas, con las quetraía un gran tráfico entre los truhanes del Zocodover, las re-vendedoras del Postigo y los escuderos pobres». Daniel era fi-nalmente un cobarde, incapaz de reaccionar contra los vejáme-nes de que le hacen objeto y pronto siempre a doblegarse antelos poderosos. «Aborrecedor implacable de los cristianos y decuanto a ellos pudiera pertenecer, jamás pasó junto a un caba-llero principal o un canónigo de la Primada, sin quitarse una yhasta diez veces el mugriento bonetillo que cubría su cabezacalva y amarillenta ni acogió en su tenducho a sus habitualesparroquianos sin agobiarles a fuerza de humildes salutacionesacompañadas de aduladoras sonrisas.» Daniel aguanta y son-ríe. Sonríe cuando las beatas al verlo le saludan cual si viesena Lucifer y también sonríe cuando la chiquillería toledana lelanza piedras para exasperarle. Esa sonrisa es su escudo y suespada. Esa sonrisa está grávida de tragedia. Esa sonrisa esimponente y venerable, porque es el estigma de toda la pasión

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de una raza y los cristianos de Toledo si tuvieran sensibilidad,deberían arrodillarse ante ella como se arrodillan ante la son-risa de Jesús atado a la columna.

Pero los beatos de Toledo sólo ven en esa sonrisa un testi-monio de la ruindad judía.

Pues bien: junto a ese judío torvo y tenebroso de su padreDaniel, coloca Bécquer a ese prodigio de belleza y de luz que essu hija Sara. Sara recoge en su persona, tomándola natural-mente del cielo, toda la claridad que faltan en el sórdido zaqui-zamí y el alma negra de su padre. Es Jessica junto a Shylock.Quienes la ven, murmuran la obligada frase: -«¡Parece mentiraque tan ruin tronco haya dado de sí tan hermoso vástago!». Elpoeta se entusiasma en la ponderación de su belleza con la ma-ligna intención de hacer resaltar la fealdad del padre, siguien-do instintivamente la tradición de los antiguos pintores cristia-nos de poner a sus nazarenos de una belleza sobrehumana, entreuna turba judía de infrahumana fealdad, cual si él solo acapa-rarse toda la hermosura de la raza y fuese una excepción divi-na. Ingenuo recurso en pugna con todas las normas de la euge-nesia. Sara «tenía los ojos grandes y rodeados de un sombríocerco de pestañas negras, en cuyo fondo brillaba el punto de luzde su ardiente pupila como una estrella en el cielo de una no-che oscura. Sus labios encendidos y rojos parecían recortados há-bilmente de un paño de púrpura por las invisibles manos de unhada. (¿Recordáis las cintas de grana de El Cantar de los Can-tares?) Su tez era blanca, pálida y transparente como el alabas-tro de la estatua de un sepulcro. Contaba apenas dieciséis añosy ya se veía grabado en su rostro la dulce tristeza de las inteli-gencias precoces y ya hinchaban su seno y se escapaban de suboca esos suspiros que anuncian el vago despertar del deseo». Elpoeta no ve que esa «dulce tristeza» de la joven es la herenciafatal de la raza oprimida y tiene el mismo valor afectivo que lairónica sonrisa del padre. Pero Bécquer rompe toda relación ge-nésica entre ambos. Daniel es el judío protervo y contumaz; Saraes hermana de María y Magdalena, la hija espiritual de Jesús,Sara es la judía digna de ser cristiana. Si pasara por ahí Je-sús, lo seguiría como una mujer buena del Evangelio. Pero esadulce tristeza de su rostro es ya cristianismo. Y tan predispuesta

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está al cristianismo Sara, que no quiere aceptar el amor de nin-gún hombre de su raza, por rico y poderoso que sea y ama ensecreto a un cristiano.

¡Amar a un cristiano! ¿Qué hará Daniel, ese judío de la cas-ta de Judas, cuando sepa que su hija ama a un cristiano, queen ella se quiebran las tradiciones y la cadena mística de suraza? Ya puede suponerse que tomará alguna resolución terri-ble. Y en efecto, cuando uno de los pretendientes judíos queSara ha rechazado, se lo advierte, Daniel sonríe: pero su son-risa es más demoníaca que nunca. Ya tiene pensado el suplicioque ha de dar al nazareno... Este suplicio no es otro, según yacomprenderéis, que el crimen ritual. Daniel repetirá en el in-truso amador de su hija, lo que otros judíos hicieron antañocon el hoy canonizado Niño de la Guarda. A ese fin ha elegidola noche de Viernes Santo que no anda ya muy lejana. Esa no-che todos los judíos que viven en Toledo, pasan el Tajo y sereúnen para celebrar su aquelarre en un lugar misterioso, ocul-to entre breñales y maleza. Ya tienen encendido fuego y aper-cibidos todos los instrumentos requeridos -la cruz, los clavos,la corona de espinas, etc.- para su trágica parodia del dramasacro. Alguien se ha encargado de secuestrar al joven cristia-no y conducirlo allá. Pero cuando al mediar la noche, la ex-pectación era más intensa y angustiosa he aquí que los reuni-dos ven llegar a Sara, la hija de su caudillo, del Luciferpresidente de aquel sangriento aquelarre. Al verla llegar, losjudíos dan un grito de asombro y Daniel se precipita sobre ellaincrepándola: «—¿Qué buscas aquí, desdichada?». Pero copie-mos las palabras del relato:

«—Vengo a arrojar sobre vuestras frentes -dijo Sara convoz firme y alta- todo el baldón de vuestra infame obra, y ven-go a deciros que en vano esperéis la víctima para el sacrificio,si ya no es que intentéis cebar en mí vuestra sed de sangre;porque el cristiano a quien aguardáis no vendrá, porque yo lohe prevenido a tiempo de vuestras acechanzas.

—¡Sara! -exclamó el judío rugiendo de cólera-. Sara, esono es verdad; tú no puedes habernos hecho traición, hasta elpunto de revelar nuestros misteriosos ritos; y si es verdad quelos has revelado, tú no eres mi hija...

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—No; ya no lo soy; he encontrado otro padre, un padre todoamor para los suyos, un padre a quien vosotros enclavasteis enuna afrentosa cruz y que murió en ella por redimiros, abriéndo-nos para una eternidad las puertas del cielo. No; ya no soy vues-tra hija, porque soy cristiana y me avergüenzo de mi origen.»

He ahí ya a Sara convertida a la religión de los enemigosseculares de su raza. Lo primero que ha hecho el cristiano hasido separarla de su padre, desnaturalizarla. Y como ella no esya su hija, tampoco Daniel se considera ya y con la misma ra-zón su padre -que Jesús no ha de valer más que Jehovah-, ycogiendo a la joven por los cabellos la arrastra furioso hasta elpie de la cruz. Gesto lógico con el que viene a completar el bau-tismo de Sara. La cristiana para la cruz.

«—Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa infame,que ha vendido su honra, su religión y a sus hermanos.»

Después de todo, la Inquisición va a hacer después otro tan-to con ellos. Aunque el autor de la leyenda para que ésta re-sulte todavía más patética y más horrible resalte la maldad delos judíos, los deja a éstos, por el momento impunes.

Al otro día -dice- cuando las campanas de la catedral atro-naban los aires tocando a gloria y los honrados vecinos de Toledose entregaban en tirar ballestazos a los judas de paja, ni más nimenos que como todavía lo vemos en algunas de nuestras po-blaciones (¡qué bonito y qué romántico!), Daniel abrió la puertade su tenducho, como tenía por costumbre y con su eterna son-risa en los labios comenzó a saludar a los que pasaban, sindejar por eso de golpear en el yunque con su martillito de hie-rro; pero las celosías del morisco ajimez de Sara no volvieron aabrirse ni nadie vio más a la hermosa hebrea recostada en sualféizar de azulejos de colores... (Y que no iba a intervenir laInquisición ante ese detalle...) y algunos años después un pas-tor trajo al Arzobispo una flor hasta entonces nunca vista, en lacual se veían figurados todos los atributos del martirio delSalvador, flor extraña y misteriosa que había crecido y enreda-do sus tallos por entre los ruinosos muros de la derruida iglesia.

Ésa era «La Rosa de Pasión» a que se refiere la leyenda.Símbolo de pasión, sí, pero de todas las pasiones de la histo-ria; de la de Jesús y de la de su raza.

LA SARA DE «LA ROSA DE PASIÓN» DE BÉCQUER/55

EL DANIEL MORTON DE GLORIA,de BENITO PÉREZ GALDÓS

Los judíos, proscriptos por los Reyes Católicos a fines delsiglo XV, se perdieron para España y para la novela españolaque por aquel tiempo iba a cuajar, y perdidos estuvieron paraambas hasta más de mediado el siglo XIX, en que un espírituliberal los trajo a la novela española ya madura y gloriosa. En1877, don Benito Pérez Galdós abre a los antiguos desterradosla gran puerta del arte, con su novela Gloria, y realiza un ges-to de reparación que debe tener la misma importancia históri-ca que el otro gesto vejatorio e inhumano de los Reyes Católi-cos. Los judíos, que luego mediado el siglo XX, a impulsos de lacampaña generosa de don Ángel Pulido y sobre todo por efec-to de la nueva diáspora que determina la guerra mundial, seintroducen profusa y libremente en España, empiezan a retor-nar a la península en esa obra del gran novelista, aunque nosea para afincarse en ella. Daniel Morton, el protagonista ju-dío de Gloria, es tan sólo un viajero, que cruza de paso por Es-paña, y a la verdad como un meteoro de trágica pasión, y vuel-ve a perderse en sus brumas nórdicas. Pero aún así, ha puestoel pie en la tierra de Sefard y prendido su corazón en el cora-zón de una española, y además deja un hijo, es decir, deja plan-tado en esta tierra un árbol de humanidad que perpetuará surecuerdo. El milagro se ha hecho y las dos razas antagónicashan fundido sus sangres, por obra y gracia del genio literario.

Es interesante observar la forma en que el gran novelistaintroduce en España a su héroe y que parece guardar cierta si-metría con los horrores del Éxodo. Daniel Morton pisa tierraespañola del brazo de un alcalde y un obispo, en calidad denáufrago, arrastrado por una galerna cantábrica; son sus sal-vadores una autoridad civil y otra eclesiástica, a saber: el al-calde de Ficóbriga, don Juan Amarillo, y el piadoso prelado donÁngel de Lantigua. Parece como si Galdós hubiese querido re-parar simbólicamente el error histórico de los poderes españo-

les, valiéndose de sus representantes actuales. Daniel Mortonpisa tierra española, del brazo de un alcalde y un obispo. Peroes también simbólica la manera como llega a la costa cantá-brica, arrojado a ella por una tempestad, es decir, en forma deproyectil humano lanzado por un cataclismo. De esta suerte suentrada se señala con una rúbrica trágica, significativa, que nohubiera tenido de penetrar en la península de modo más plá-cido y oscuro. Aparte también el carácter providencial que asíasume, pues parece como si cielo y tierra desencadenados enuna de esas grandes conmociones cósmicas con que suelen ope-rarse los prodigios bíblicos, lanzasen a tierra a Daniel Morton,por mandato de Dios, para que aquí realizase alguna miste-riosa misión: la de conmover acaso a los dormidos corazonesespañoles y llamarlos a contrición y enmienda de su secular in-tolerancia y crueldad. Ese comienzo de novela no puede ser másadmirable desde el punto de vista literario y humano. Galdósles mete el judío en casa a los fariseos españoles, se lo impo-ne, se lo hace tragar. Ya esos fariseos que conservan inmutadoel tipo de los antiguos inquisidores y ahora -en 1877- man-tienen una lucha violenta y solapada con los heterodoxos es-pañoles, a los que de buena gana impondrían otro éxodo, ten-drán que contar también con el judío, ese fantasma venerableque se les aparece de pronto, para demostrarles la inanidad desu obra. Galdós, liberal en pugna con la reacción, esgrime a eseDaniel Morton como un argumento vivo y lo lanza en calidadde hombre religioso, de creyente sincero en Jeovah contra losfalsos creyentes en Jesús, que ahora tendrán que defenderse nocontra los liberalotes incrédulos, sino contra un hombre de pro-bada fe, que practica la religión más antigua, la religión madredel catolicismo. Daniel Morton viene a España a desenmasca-rar a los fanáticos y conquistar el corazón de la mujer españo-la, presa de las garras clericales. A rescatar a la mujer.

Es indudable que fue la situación política de España, enaquellos tiempos galdosianos, primeros de Restauración bor-bónica, en que aún seguía viva y sañuda en las ciudades la lu-cha que carlistas y liberales acababan de reñir en las trinche-ras, la que sugirió al novelista la idea inicial de Gloria. Y puedeque también, en un plano secundario de motivación actual pe-

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riodística, la cuestión que se planteó por entonces en España,acerca de la oportunidad de ofrecer asilo en la península a losjudíos búlgaros, vejados y oprimidos en el país balcánico, y quesuscitó grandes discusiones en el Parlamento y la publicaciónde artículos y folletos polémicos. También estaba aún recientela indignación producida en todo el mundo liberal por el se-cuestro del famoso niño Mortara, a quien el clero italianoseparó de su familia y bautizó sin el consentimiento de sus pa-dres. Una resonancia de ese apellido italiano de Mortara sepercibe en el apellido inglés Morton, del héroe galdosiano. To-das estas circunstancias reunidas pudieron influir en la géne-sis de esta brava novela, que como todas las de su autor, lle-van en su meollo literario, una tesis liberal, humana y unsentimiento generoso, de corazón grande, hasta rayar en la uto-pía. Con su novela Gloria daba Galdós la batalla al fariseísmocatólico, que en su obra impide la unión de dos seres que seaman y priva a un hijo de su padre -ya que Jesús, el hijo deDaniel y de Gloria- se queda en Ficóbriga con la familia de sumadre, en tanto Daniel, que no ha podido reconocerlo legal-mente, se vuelve a su tierra, con la pena del huérfano que nopodrá llevar su nombre- daba la batalla al fariseísmo católicoy lo ponía en evidencia de crueldad inhumana, ante el mundo,al par que expresaba su propio credo de amor y de paz entretodos los hombres, al unir, cual sacerdote laico, a Gloria yDaniel y fructificar su unión con un hijo, destinado en su con-cepto a una misión mesiánica: la de hacer posible ese reinadouniversal del amor, bajo el que no se habría consumado la tra-gedia paterna. Galdós deja a Jesús niño -su Jesús- frente alporvenir, como una promesa para los hombres de buena vo-luntad.

Ya en las líneas que anteceden, queda esbozado el argu-mento de Gloria, popularizado además por la enorme difusiónde la novela en su tiempo y aún en nuestros días. No hemos,pues, de narrarlo al pormenor, limitándonos a glosar sus de-talles más significativos. En primer lugar, Daniel Morton, esdecir, el judío, no vuelve de su éxodo secular a España, comotal judío, miserable y errante, pobre y desvalido, según salióde ella, sino enriquecido, ennoblecido y defendido por un pa-

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saporte británico. Detrás de él aparece el internacionalismo delas finanzas y el otro internacionalismo de la heterodoxia. Encaso preciso, lo defendería todo el mundo protestante, disiden-te de Roma, y habría en todo él manifestaciones y mítines «pro»Morton, como hoy los hay «pro» Thaelmann. En el tiempo desu destierro triste, el judío ha sido prosperado por Jeovah yhoy se presenta en España, gallardo y poderoso. Los poderesinquisitoriales se estrellarían contra ese pasaporte que le am-para. Y gracias a eso, probablemente, no lo lincha el popula-cho de Ficóbriga cuando se hacen públicos sus amores ilegalescon Gloria de Lantigua, por él deshonrada, ni tampoco aquellatarde de Jueves Santo en que con su caballo al galope, inte-rrumpe el paso de la procesión. Lo único que pueden hacer con-tra él los clericales -y desde luego que lo hacen- es declararleel boicot en punto a provisiones y servicios, un boicot absolu-to, que comprende incluso la palabra; pero que, como es natu-ral, dura muy poco. Las autoridades no se atreven con él porrespeto a Inglaterra y las libras esterlinas abren fácil brechaen el fanatismo del pueblo. Luego, cuando su madre EstherSpinoza se presenta en escena, con su belleza madura y dora-da, su elegancia exótica, sus sombreros y sobre todo sus joyasrelumbrantes y auténticas -una de sus sortijas sirve para so-bornar al alcalde de Ficóbriga- la cosa cambia por completo ytodo el mundo se pone de parte de aquella señorona, que debede tener tanto dinero y tantas influencias, y las autoridades lo-cales se le brindan, obsequiosas y serviles, para detener a suhijo, en nombre de la Ley e impedir su casamiento con Gloriade Lantigua. La moraleja es que los poderes se entienden en-tre sí para sus maquinaciones y enredos; que por encima de to-das las religiones flota esa espuma de la mundanidad que lasreconcilia a todas y hace que un cardenal católico pueda sen-tarse en un banquete al lado de una descotada judía, mujer ohija de millonario; y que lo que más odia la sociedad, es el de-sentono de la fe franca y sincera de Daniel Morton, la exalta-ción y el apasionamiento. Mucha parte del fracaso de Mortonen su amorosa empresa se debe a su sinceridad, por otra par-te nobilísima; ¿quién le obligaba a declarar a nadie su judais-mo, ya que Gloria le había amado hasta la entrega, sin saber

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lo que fuese? Gloria, como todos, lo presumía protestante dealguna de las muchas sectas en que se divide la heterodoxianórdica y en esa creencia lo amó y se le entregó -aquella otranoche de galerna, pues la tempestad acompaña siempre aDaniel- de suerte que -dicho sea de pasada- no amó tampocoal judío, sino bajo otra especie de herejía o, mejor dicho, amóen Daniel Morton al hombre, al hombre joven y guapo, dignocompañero de su juventud y su hermosura, Gloria de ¿antigua,que tenía un jardín y lo cuidaba con amor como la Melibea deCalisto, no participaba del fanatismo de sus parientes y fla-queaba -gloriosamente- en la Dogmática. Era en cierto modouna hija de la naturaleza como Daniel lo era también en cier-to modo de la tempestad. Y sino su hijo, su genio.

Si Morton no hubiera declarado su judaismo, el conflicto nohabría sido tan grave. El obispo don Ángel no hubiera podidoecharlo de casa de los Lantigua, apostrofándolo -¡Deicida!- nise habría encontrado en antagonismo tan singular con elCristo. Pero es el caso que aunque no hubiera declarado su ju-daismo, no habría dejado de ser judío y eso precisamente es loque determinaba en él una aversión tan profunda a la aposta-sía. Como judío era un agraviado contra los cristianos. Des-cendiente de sefardíes, tenía el resentimiento del éxodo im-puesto a sus padres y se sentía solidario de los anatemas delos rabinos. Y finalmente, como judío también tenía que asir-se con más ahínco a su religión, que -y así lo expresaba él mis-mo- era una suerte de geografía espiritual con que los he-breos sin patria sustituyen a la perdida Sión. Así que, su ju-daismo, el ser judío y no el declararlo, constituye toda la razónde su tragedia.

Si hubiera callado su egoísmo por allanar su matrimoniocon Gloria, ese judaismo habría resurgido después en el senodel matrimonio, engendrando allí la tragedia, cuando hubiese lle-gado el momento de actuar sobre la tierna alma de su hijito.Y además, que acaso precisamente, por ser judío y judío se-fardí, sintiese Morton esa atracción hacia Gloria, personifica-ción de la patria perdida por sus antepasados y ese afán po-deroso de recuperar la tierra perdida en la mujer. Para unsimple protestante por ejemplo, Gloria sólo habría tenido la

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atracción legendaria del Sur, pero se le habría presentado sinuna historia y un pasado en cierto modo comunes. Para Morton,era Gloria de Lantigua país, historia, todo.

Tan lo era todo, que a lo último, está ya decidido a con-vertirse, aunque con reservas mentales, al catolicismo, con talde casarse con la joven, y así se lo comunica, imprudente, porcarta, a su padre, el banquero de Hamburgo, dando lugar aque su madre venga a toda prisa, dispuesta a impedir ese es-cándalo. Fin que logra -según ya indicamos- haciendo que elalcalde del pueblo, don Juan Amarillo, detenga a Morton, comoreclamado por la policía británica en virtud de haber falsifi-cado unas letras de cambio, a nombre de su padre. (Especieabsurda, que no cree nadie, empezando por Gloria, pero quesurte su efecto.) Morton, como decimos, había expresado yadelante de toda la familia de Lantigua, reunida en solemneasamblea bajo la presidencia del obispo don Ángel -y enSábado de Gloria, por cierto- su resuelto propósito de abjurarde su error judaico y abrazar la religión de Jesucristo «únicaverdadera», y el prelado, conmovido y gozoso, le ha anuncia-do que, en virtud de facilidades concedidas por la Iglesia paracasos análogos, bastarán dos días de instrucción religiosa, queél mismo le dará, para que se haga digno de recibir el bau-tismo y entrar a formar parte de la Santa Iglesia de Cristo.El auditorio respira júbilo y tierna piedad, Gloria siente queama más que nunca a su Daniel, pues ahora ya va a poderamarle en Jesús. Y en este momento es cuando irrumpe EstherSpinoza y frustra con su calumnia conversión y boda. Pero sucalumnia sólo podría hacer efecto en almas vulgares y cando-rosas. Allí, en el salón de los Lantigua nadie la cree. Lo quesí hace mella en los ánimos y decide el destino es su denun-cia de la insinceridad de los propósitos de conversión del hijo,mediante la exhibición de la carta que Daniel enviara a su pa-dre Moisés y en la que descubre sus intenciones protervas. No;Daniel no acepta de corazón al Crucificado; Daniel se conver-tirá al cristianismo, por salvar a Gloria y a su hijo del desho-nor y la ignominia: pero Daniel seguirá siendo judío y cifra suesperanza en apartar con el tiempo a Gloria de su catolicis-mo, para atraerla a su credo. Que no es tampoco el de Jeovah,

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según la ortodoxia judía, sino el de un Jeovah que promulgalos mandamientos y no vuelve a hablar más, de un Jeovah quese parece muchísimo al vago Supremo Hacedor de Voltairey Rousseau, al Dios universal, abstracto de masones y ag-nósticos.

Esto, denunciado por la madre, es lo que hace impresiónen don Buenaventura, el tío lego, y en don Ángel, el tío pre-lado de Gloria. Pero en Gloria misma, según ella luego decla-ra, lo que hace mella, moviéndola a aceptar la solución de sutía Serafina, de meterse monja y renunciar para siempre alamor de Daniel, no es nada de eso, ni la supuesta falsificaciónde letras de cambio ni la confesada conversión insincera, sinola idea de que por su culpa, si ella insiste en querer a Morton,vayan a enredarse en una lucha inhumana madre e hijo, laidea de que ella toda amor, pueda ser causa de la división deuna familia en rencores implacables. Porque Gloria es unespíritu de amor. Ama a la naturaleza y a las criaturas y porsu gusto -se adivina- borraría todas las páginas trágicas quehay en su religión. Por eso, la posibilidad de ser un motivo deodio para nadie, la aterra y allí mismo, en presencia de todasu familia reunida y de la madre de Daniel, declara su reso-lución de entrar en un convento, con lo que ya no es necesa-ria la apostasía del hebreo. Claro que ese sacrificio de amorpersonal por un amor más alto, le cuesta a la pobre mucha-cha la vida. Aquella noche, la acomete una fiebre mortal, y aimpulso de esa fiebre, se evade de su casa y hace a pie, de no-che, un trayecto de leguas para ver a su hijito, que está al cui-dado de una buena mujer en Villamores -toponimia simbóli-ca- y adonde llega en el preciso instante en que Morton estácomprándole su hijo a la campesina por unos montones de li-bras inglesas. Gloria frustra con su llegada el rapto del niñoy luego, antes de expirar allí mismo, en la alcoba que su hijoocupa, recaba de Morton la promesa de que no se llevará aJesús, de que éste se educará con sus tíos. Morton accede yella muere tranquila.

La escena de la muerte de Gloria parece un dúo de óperagrande, en que queriendo fundir sus voces, cada uno canta porsu lado. Gloria, sintiéndose morir, exclama:

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. «Creo en Dios, en mi alma inmortal, inmerecedora del bien,si Jesucristo no la hubiera redimido del pecado original; creoen Jesucristo que murió por salvarnos, en el juicio final, en laremisión de los pecados.

Con los labios, con el corazón que se le partía de dolor, yexpulsando el juicio de sí en aquel instante, supremo, Danielreplicó: -También yo creo todo lo que tú crees.

La moribunda hizo un esfuerzo por incorporarse, murmu-rando: -En Jesucristo.

—También -dijo Morton, creyéndose el más cruel de loshombres, si no lo decía.

—En el único Dios -añadió ella.—¡Ésa, ésa... ésa es la mejor religión!... -exclamó el israe-

lita estrechándola en sus brazos con delicadeza-. Creo en ti,en la fuerza inmensa de tu espíritu divino, al cual espero es-tar unido para toda la vida, allá donde no hay más que una re-ligión.

—¡La mía! -balbuceó la moribunda con sonrisa inefable.—¡La nuestra! -dijo Morton traspasado de angustia.»Como se ve, no hay perfecta fusión de almas, en el capítu-

lo de la creencia mientras que Gloria hace su suprema profe-sión de fe católica en el acto de la muerte, Daniel reduce suspalabras a un monoteísmo abstracto, que puede ser en el fon-do, la misma religión de sus padres.

Se puede asegurar, pues, que al final del libro, tanto Glo-ria como Daniel permanecen aferrados a su respectiva creen-cia. El amor no tiene fuerzas para colmar del todo el abismoque separa a esos dos seres. Los fanatismos prevalecen. La he-rencia religiosa sigue pesando sobre los dos amantes y eso enun instante en que ambos están solos y ninguna representa-ción material del pasado está allí para cohibirlos. El conflictoreside en sus mismas almas y esto es lo que confiere supremagravedad a la tragedia. Galdós, con todo su utópico anhelo dereconciliar los espíritus, mediante la fuerza natural del amor,no lo consigue. Gloria muere católica y Morton persevera en sujudaismo.

Y esto nos lleva a restar importancia a la influencia del me-dio, de la familia, de la opinión, en el caso de esta novela. Es

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evidente que la familia de Gloria, no obstante su tradicionalcatolicismo y el hecho de contar en su seno un prelado, no damuestras de una extremada intransigencia y se conduce conun espíritu bastante moderno, en su manera de tratar aMorton. Hay que tener en cuenta que el judío ha «deshonrado»a Gloria, según la bárbara expresión de aquellos tiempos, la hadejado ya incapacitada para todo arreglo honorable de su vida,sin más opción para el porvenir que el convento. Piénsese loque todo esto significaba en aquellos tiempos de mediados delsiglo XIX en España.

Y, sin embargo, nadie en la familia de Gloria piensa en to-mar venganza calderoniana del seductor, ni siquiera en obli-garlo a convertirse y casarse, para reparar la afrenta inferidaa la muchacha. Morton se va sin que nadie trate de detenerloy el obispo don Ángel se limita a echarlo de la casa, lanzándo-le esa infamante palabra -«¡Deicida!» -que es una especie deVade retro, Satanás-. Luego, cuando vuelve, por su propio im-pulso, todo el mundo lo recibe bien y don Buenaventura, el tíode Gloria, tiene con él una entrevista, que es modelo de com-prensión y transigencia. Y eso, que aparte el ultraje a la joven,don Juan de Lantigua ha muerto de dolor al descubrir la des-honra y su muerte puede cargársele en la cuenta al Tenorio ju-dío. Pero incluso el obispo don Ángel, se muestra exento de todoinquisitorial resabio. Nadie en la casa de los Lantigua trata deobligar a Morton a que abjure de sus creencias, para así podercasarse con Gloria. La reacción religiosa de la familia sigue otrosderroteros, va por un rumbo místico, desinteresado, y es másbien opuesta a la conversión y matrimonio del hebreo. La úni-ca que allí tiene una resolución tomada ante el conflicto es doñaSerafina de Lantigua, una tía de Gloria, a quien todos en la fa-milia llaman por chanza la monjita y que es una propagandis-ta exaltada del convento, donde sólo ve posible la realización dela verdadera vida cristiana. Doña Serafina, Serafinita, como lallaman sus deudos, llevada de su misticismo, ve en el episodiode Morton algo providencial, que apartará a su sobrina del mun-do y la hará entrar en el número de las esposas del Señor.

Doña Serafina es opuesta a la boda de Gloria con Mortony hace todo lo posible por dificultar una avenencia, empezan-

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do desde luego por inclinar el alma de la joven al claustro, va-liéndose del argumento estético, el más poderoso para un es-píritu sensible como el de su sobrina. Gloria debe sacrificarse;el sacrificio es lo que más nos acerca a Dios. Ya ha visto lo quees el amor de los hombres; pues acójase al amor de Dios, úni-co que no engaña. Si Morton se convierte, su conversión seráfingida y equivaldrá a un sacrilegio. Las palabras de la tía lo-gran una confirmación inesperada, cuando madame Estherdenuncia a su hijo ante todo el sanedrín familiar, acusándolode impostor y falso. Entonces, el alma desolada de Gloria seecha definitivamente en brazos de doña Serafina, exclamandoentre sollozos: —¡Sí, el convento; mañana mismo, el convento!Sobreviene luego la fiebre y aquella escapada nocturna en bus-ca de su hijo, que le cuesta a Gloria la vida. Pero ya se ha pa-tentizado que quien se opone a la boda del judío no es la Iglesia,representada por el obispo don Ángel de Lantigua, sino el mis-ticismo católico, que siempre fue un tanto libre y herético, ensu afán de extremar las cosas. Doña Serafina, es en último tér-mino, una tocada de la manía mística, no el tipo de la fanáti-ca ortodoxa, que Galdós nos ha pintado en doña Perfecta, contrazos magistrales.

Más bien podría decirse y ésta es una tesis que confirmanen general las novelas posteriores de asunto análogo, que don-de encontramos el fanatismo intransigente, es por el lado deMorton. Su madre, Esther Spinoza, que recurre al extremode calumniar y difamar a su hijo en un pueblo tan novelerocomo Ficóbriga, con tal de evitar su apostasía y su casamien-to con una cristiana, queda por ese mismo hecho, convicto deun fanatismo, digno de la Edad Media. Ese fanatismo podemosverlo conscientemente razonado en el borrascoso diálogo, quela noche antes sostienen madre e hijo, sobre el tema de la con-versión. Madame Esther trata de disuadir al hijo de su propó-sito, tocando todos los resortes: el religioso, el racial, el políti-co. Arguye, increpa, maldice. Habla como un Talmud. Si Danielse casa con aquella cristiana, quedará en el acto borrado dellibro de la familia y del libro de la raza, anatematizado y pros-cripto. Ni siquiera admite las reservas mentales con que su hijotrata de atenuar su apostasía. Y cuando Morton le describe ese

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vago teísmo, que ahora constituye la última evolución de su ju-daismo, su madre lo condena con los mismos clamores de ho-rrorizada indignación con que lo haría un misionero católico.Esther Spinoza es, pues, aquí la que repite el gesto de los Re-yes Católicos, poniendo a su hijo en la alternativa de la sumi-sión a sus mandatos o el éxodo. Morton si se casa con Gloria,será un proscripto para su familia y su raza.

Galdós, al fin, ha sido un poco parcial en esta novela des-tinada a borrar agravios. Su Esther Spinoza tiene, en estostiempos modernos la mentalidad de una reina Isabel y así re-sulta el personaje más antipático de toda la obra, más, muchomás que Serafínita y no digamos que el prelado don Ángel, quetiene no pocos rasgos del monseñor Bienvenida Miriel, deVíctor Hugo. Ella es la única verdaderamente odiosa y al ape-lar al descrédito de su hijo por impedir su boda con la cristia-na, resulta una doña Perfecta del judaismo. Claro que con ello,de otra parte, se nos muestra también como la única figura re-cia y consistente de toda la obra, ya que las demás están blan-damente deformadas por la transigencia y al mismo tiempo, laúnica verdaderamente creyente en ese torneo de religiones.Pero de todos modos, resulta algo excesiva. Sin embargo,Galdós atendida su tesis, no tenía más remedio que plantaresa figura en el libro, para que representara el fanatismo ju-dío, de igual modo que Serafinita representaba (a su entender)el fanatismo católico y mostrarlos igualmente odiosos a ambosy hacer triunfar por encima de ellos, en fúlgido contraste, elhumano sentimiento del amor, que une a los mortales todos sindistinción de razas ni creencias en una comunión perfecta.Galdós estaba igualmente distante de todo fanatismo y aun detoda creencia, pues es lo más seguro que su único credo fueseel de ese vago teísmo que a Morton atribuye y así aspiraba adar a su obra una trascendencia humana, por encima de todaslas religiones. Ahora que ese propósito ya hemos visto que nolo consiguió por completo, puesto que si la Naturaleza unió loscuerpos de Gloria y de Daniel, el amor no fundió del todo susalmas. El triunfo del amor habría sido completo y patente, sitanto Gloria como Daniel hubieran aceptado ese Evangelio dela Naturaleza que los unió, en una noche de tormenta, en que

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sus sentidos estaban electrizados de magnetismo cósmico y lohubieran abrazado como única verdad, renunciando ella a suJesús y él a su Adonai. Pero tampoco estaba en Galdós, queera un hombre de pensamiento tímido y corto, proclamar esetriunfo absoluto entre los principios tradicionales, lo que ha-bría equivalido a un gesto nihilista. Él no combatía las reli-giones, no era un ateo, no pasaba de ser un enemigo de los fa-natismos, en nombre de su liberalismo republicano y masónico.Y así no cortó de un golpe el nudo gordiano de la teología, enque toda la novela tropieza y resbala, hasta caer finalmentefuera de lo humano. Porque, ¿no os parece inverosímil por an-tihumano, que un hombre como Morton, joven, rico, culto, queha respirado los vientos modernos, por muy judío que sea, altener un hijo con una señorita católica, no coja a ese hijo y aesa madre y se los lleve, saltando por todo, lejos de esa míse-ra Ficóbriga, al mundo de los hombres libres, a América, si pre-ciso fuera? ¿Y es comprensible tampoco que una mujer que,como Gloria, ha conocido ya el sabor de la carne de un hom-bre, al que de antemano amaba, ahora al saber que esehombre, del que además ha concebido un hijo, es judío o pro-testante o shintoísta, vea en ello un obstáculo insuperable a suunión y renuncie a él y a su hijo y decida meterse en un con-vento? Claro que tanto en Gloria como en Daniel, los impulsosnaturales luchan con los imperativos de la fe yuxtapuesta y al-ternativamente dominan al individuo y que precisamente estaagonía es la que el novelista quería describir como artista ena-morado de un gran asunto. Pero es lo cierto que esa lucha taninteresante, queda al final sin triunfo del lado de lo humano,resultando la Naturaleza sacrificada a la Religión. Galdós estavez se quedó un poco corto. (Por lo demás, siempre se quedacorto, por la razón antedicha: el mundo de Galdós es muy chi-quito, aunque sus ideas a veces, quieran ser muy grandes, porlo que no caben ya en él.)

La teología pesaba demasiado sobre Galdós, que tenía lamanía de comunicársela a sus héroes y hacerles expresarsecomo libros ascéticos. En esta novela, Gloria y Morton, que tie-nen los besos y las rosas a su alcance, discuten como dos se-minaristas. O mejor dicho, como un seminarista y un estu-

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diante de Talmud. A pesar de toda su visión moderna, don Be-nito Pérez Galdós, que no habría tenido ocasión probablemen-te de observar a un judío de carne y hueso, atribuye a su Da-niel Morton rasgos convenidos que cuadrarían más bien a unjudío polaco, pobre y recluido en su gueto, que no a un judíode Altona, con casa en Hamburgo y en Londres, que se ha cria-do en un ambiente de alta banca, ya que su padre Moisés Mor-ton presta dinero a los mismos reyes. Don Benito nos pinta aMorton con tonos tétricos y tétrico le llama más de una vez enel transcurso de la obra. He aquí cómo nos lo presenta la pri-mera vez: «Una sombra se interpone en la puerta. Era Morton,todo vestido de negro, pálido, hermoso y demacrado, semejan-te a un mártir de los primeros siglos que, resucitando, se pu-siera levita». Jamás deja Morton esa negra indumentaria, pro-pia de un pastor luterano. Por lo demás, nos falta una pinturafísica detallada del hamburgués. Sólo llegamos a saber inci-dentalmente que tenía los ojos azules y que a las mujeres pa-recía arrogantísimo. Galdós no quiso comprometerse con unadescripción más completa. Pero eso hace que su Morton resulteen verdad una sombra. Una sombra que habla y es evidenteque su creador quiere hacerle hablar en estilo profético, supo-niendo que ése ha de ser el modo habitual de expresarse de unjudío, aun de aquellos tiempos. Morton tiene, como Ezequiel,la maldición a flor de labio. «Maldito sea yo, si no te amo», ledice a Gloria. Daniel Morton, por su dicción y su conducta, esmás bien una sombra.

Más explícito estuvo el novelista al describirnos a la ma-dre de Daniel, a Esther Spinoza. Ésta se presenta con toda ladocumentación. Escuchemos: «Esther Spinoza, mujer de MoisésMorton, opulentísimo negociante de Hamburgo, establecido úl-timamente en Londres, descendía lo mismo que su esposa deuna familia hebrea española, pero si el linaje de Morton apa-recía confuso por los enlaces con castas alemanas y holande-sas, el de Spinoza conservábase puro y siguiendo su clara ge-nealogía, podían los últimos vástagos de él remontarse hastaDaniel Spinoza, judío de Córdoba, comprendido en la proscrip-ción de 1492. Era Esther Spinoza española de sangre, si no denacimiento, española por la gravedad, por la vehemencia con-

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tenida, por la fidelidad de los deberes, por la luz y la expresiónmelancólica de sus ojos negros, su esbelta figura y su graciosoandar». Sigue luego una evocación de los sefardíes de Oriente,que han conservado la lengua española y que demuestra queya don Benito estaba enterado por Castelar, sin duda, de esamaravilla que luego en 1905 volvió a redescubrir don Ángel Pu-lido. «Todo el que viaja hoy por Constantinopla, Jerusalén, Ve-necia, Roma, El Cairo, por todos los puntos en donde buscó re-fugio aquel miserable polvo humano arrojado de este suelo, oyehablar un castellano arcaico, que produce en el ánimo dulce ymelancólica sorpresa, cual si oyera un eco de la patria pasaday muerta, que aún después de cuatro siglos, lanza desde el fon-do de la tierra, su gemido. Los hebreo-españoles, la mayor par-te degenerados, conservan la lengua de sus mayores y leen susoraciones en los libros rabínicos, impresos en nuestro idioma.Subsiste en ellos el amor al antiguo suelo que ni han de vol-ver a ver y lo lloran como lloraban hace dos mil quinientos añossobre los ríos de Babilonia...» He aquí ya todo lo que luego ten-drá Pulido que volver a revelarle al distraído público español.

¿Y Gloria de Lantigua? A Gloria nos la describe Galdós conentusiasmo y prolijidad, dando a entender con ello que esa essu criatura predilecta en la obra. Gloria «andaba en los die-ciocho años, y era de buena estatura, graciosa, esbelta, vivísi-ma, muy inquieta. Su rostro, por lo común descolorido en lasmejillas, revelaba un desasosiego constante, como de quien noestá donde cree deber estar y sus ojos no podían satisfacer connada su insaciable ansia de observación. Allí dentro había enér-gica vitalidad que necesitaba emplearse constantemente.¡Encantadora joven! A todo atendía, no había cosa que ocurrieseen la creación que no fuese para ella importantísimo: atendíaa la hoja desprendida del árbol, a la mosca que pasaba zum-bando, a cualquier ruido del viento o bullanga de los chicos enel camino. Su fisonomía, parlante y expresiva, no carecía dedefectos; mas eran de esos que no sólo se perdonan, sino quese admiran. Era su boca un poquito grande y su nariz casi máspequeña de lo regular: pero el conjunto no podía ser más he-chicero. Sus labios encendidos eran la más hermosa y dulcefruta que puede ofrecerse en el árbol de la belleza a los ham-

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brientos antojos del amor. Contrastaba con la frescura de estagolosina la exaltación, la flamígera viveza de sus ojos negros,que tan pronto resplandecían con súbito rayo, tan pronto seabatían con lánguida pereza. Sobre estos dos astros aleteabansus grandes pestañas. Mirando como miraba, ponía en sus ojosel reflejo de una conciencia pura. Aquella profunda sensibili-dad, dispuesta a desarrollarse a tiempo, y que, no encendidacon verdadero fuego, a todas horas echaba chispas: aquel afánde sentir fuerte, estaba tan lleno de honestidad, como el de al-gunas que por esta virtud han llegado a la canonización. El queno lo quiera creer, que no lo crea».

Tal era Gloria cuando conoció a Morton. Una criatura sen-sible, ávida, curiosa de todo, y más que de nada, del sumo mis-terio del amor. Por eso se le rindió tan fácilmente. Pero esacriatura de la naturaleza estaba deformada en lo hondo por laeducación religiosa y sus reacciones de contrición eran tantomás vivas cuanto más vehementes sus impulsos naturales.Para Gloria caída, no había ya más solución que el convento.(O el burdel, de ser pobre.) Su temperamento no podía hallarel término medio salvador; iba a los extremos, que es donde re-side lo trágico.

Gloria tuvo una resonancia enorme en su época y que a úl-timo de siglo, aún vibraba. Era la primera vez, como dejamosdicho, que un judío aparecía en una novela española, con todoel decoro de un gran arte y es natural que apasionase los áni-mos en son de polémica y controversia. Sobre todo, embriaga-ba a los lectores y lectoras -éstas no digamos- la belleza demártir de Gloria de Lantigua, sacrificada al fanatismo religio-so, que así con ella se apuntaba una nueva víctima. La nove-la de Galdós era un argumento al par que una obra de arte.Su autor había fijado bien los términos del problema español-judaico. Por mucho tiempo, la fusión de ambas razas sería unacosa quimérica. Esa unión había que esperarla del futuro,cuando triunfase el amor entre los mortales o, dicho de otromodo, cuando todas las religiones se despojasen de sus dogmasy sus ritos para reducirse a una pura esencia de amor. Lo quees lo mismo que decir, cuando triunfe en el mundo la sola re-ligión de la naturaleza. El triunfo del amor sólo será posible

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sobre el sepulcro de las religiones. Pero eso significa que aúnhemos de aguardar largo tiempo, sentados sobre esa piedra. Laprueba es que hasta ahora, las novelas que posteriormente aGloria se han escrito de asunto judaico no varían los términosdel conflicto, sí se evaden de la tragedia. La fusión amorosa nollega a consumarse entre los representantes de las dos razas-española y hebrea- sin que se pueda precisar con exactitudde dónde parte la intransigencia. Hay algo que a ello se oponey que no es en realidad tampoco la cuestión religiosa, como enlos tiempos galdosianos, sino el diferente modo de pensar y sen-tir, que de ese origen religioso, ya enturbiado, se deriva. Lasreligiones se entibian o se extinguen, pero como procesos edu-cacionales que son, dejan ya formadas para siempre las almasde las criaturas, que ya no creen. Todo un sistema de reflejos,reacciones y automatismos, determinados por la creencia, si-guen actuando, después que aquella se extinguió, como siguenagitándose los tentáculos del pulpo muerto. Y el resultado es,desde el punto de vista literario que, a pesar del tiempo trans-currido desde su aparición (1877), sigue siendo Gloria un de-chado artístico y un documento histórico.

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EL ISAAC DE VOLUPTUOSIDADde ISAAC MUÑOZ

He aquí un Casanova judío, que viene a dar la réplica a losinquisidores de antaño, burlándose de la moral convenida ypracticando ampliamente el sacrilegio y la blasfemia, sobretodo en el grato terreno erótico. Su creador, Isaac Muñoz (JoséMuñoz Llorente antes de profesar en Literatura), le ha trans-fundido su propia psiquis fantástica y realizado en él todos susanhelos optativos de una vida amplia y magnífica.

Isaac Muñoz, escritor granadino, según unos, ceutí, segúnotros, es una de las figuras más interesantes de la pléyade «mo-dernista» de principios del novecientos, al estilo empenachadode Valle-Inclán, un «inmoralista» estético y, como todos los es-critores de su generación, tenía mucho de mistificador inocen-te. Hijo, según quienes le conocieron íntimamente (Villaespe-sa, el poeta, por ejemplo), de un oficial de Intendencia español,destinado en Ceuta, su nacimiento fortuito en esa ciudad afri-cana fue la base de su orientalismo literario. Isaac se habíaforjado una genealogía fantástica, según la cual era unas ve-ces el descendiente nostálgico de los reyes nazaríes de Grana-da, un príncipe fastuoso y melancólico, y otras, un nieto de«marranos» sefardíes, desterrados de España por la fulmíneaespada de los inquisidores. Ambas actitudes alternaban en él,como modalidades de su sueño oriental. Aunque a lo último, laactitud del árabe prevaleció en su literatura e Isaac quedó de-finitivamente consagrado como un príncipe nazarí, que cons-truye poemas elegantes y tristes, en tanto acaricia su alfangede puño damasquinado, pensando en el gran día futuro de suraza. A todo lo cual han de añadirse locuras y perversidadesde París, exotismos cosmopolitanos, enérgicos gestos d'annun-zianos.

Isaac Muñoz aparece en su obra como un príncipe oriental,corrompido por la civilización, que gusta de engolfarse en losgrandes vórtices de vicio y locura de las ciudades de Occidente,

para luego tornarse a su tranquilo palacio árabe de Tetuán oTánger y soñar entre el humo fragante de los pebeteros, al ladode una joven esclava, amorosa y sumisa. Y a veces, la fuga eraaún más lejos, a alguno de esos pobres y alegres aduares mo-runos, que confinan con el desierto y se adormecen en la pazde la naturaleza, bajo arcos de palmeras y vuelos de cigüeñasblancas. ¿Existían realmente ese palacio y ese aduar? No po-demos decirlo, pues Isaac hacía efectivamente frecuentes via-jes a Marruecos y en esas temporadas se perdía para nosotros.Quizá todo se redujese a visitas a la casa paterna de Ceuta enbusca de fondos para sus prodigalidades madrileñas. Prodiga-lidades muy relativas, pues Isaac Muñoz vivía en pensionesmodestas y no hacía vida fastuosa. El café en Fornos, la buta-ca del Kursaal, para ver a la Fornarina o a la Pastora Impe-rio y alguna que otra aventura barata con profesionales, al-ternando con amores platónicos e imposibles. Era su ima-ginación quien todo lo magnificaba, convirtiéndolo despuésen páginas de Mil y una noches. Lo más probable es que susidas a Marruecos fuesen una fuga de despechado, la declara-ción de impotencia de un soñador pobre ante el esplendor ina-sequible de una gran ciudad europea, aunque fuese tan pe-queña como el Madrid de entonces. Isaac renegaba de lacivilización onerosa y se refugiaba con sus nervios quebranta-dos y su bolsa agotada, en su Marruecos patriarcal, de cos-tumbres sanas y sencillas. (Donde su imaginación, no obstan-te, había de torturarle luego con la inquietud erótica de losvelos y las celosías.)

Isaac Muñoz era un joven que se ahogaba con su mundo lí-rico en esta sociedad burguesa y mezquina, que ha cuadricu-lado el Paraíso. Su orientalismo era un desfogue, al par queuna protesta. Con tal de. afirmarse antieuropeo, igual le dabaenvolverse en una chilaba moruna que en el caftán negro delos habitantes de las juderías. De este modo, podía dar un fun-damento histórico, una razón a su protesta. Aparte de que asíhalagaba su snobismo, su afán de descollar y distinguirse, deerguir la figura sobre la multitud, ese prurito que atosigabatambién a sus compañeros de generación literaria, cada uno delos cuales se forjaba para su desquite su Florencia, su Vene-

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cía o su París, no menos fantásticos. (¿No se decía Valle-Inclándescendiente de los conquistadores de Méjico y Répide no sehacía pasar por descendiente de la última reina de Chipre,Margarita Cornaro?) Ésa era su Torre de marfil.

Isaac había optado por el Oriente, que además tenía máspróximo y sentaba muy bien a su figura, en forma de turban-te y túnica. Era moreno, de ojos negros, grandes y fulgurantes,de nariz arqueada, con aletas que se dilataban vibrátiles cualsi venteasen la sangre y la pólvora de los combates y de lasfiestas. Sólo la estatura le faltaba; Isaac para ser del todo arro-gante, necesitaba el basamento ecuestre. Pero era fácil imagi-nárselo así, disparando su espingarda, a todo galope, con lospliegues de su blanco albornoz, flotando al viento. Alguna vez,a su regreso de un viaje marroquí, nos sorprendía en Fornos oen el Lion, con su caracterización oriental; chilaba, turbante,babuchas y, en verdad, que la impresión era perfecta. Claro queno acaso de un árabe de los de hoy, un árabe «vulgar», sino unárabe clásico, un árabe de cuadro de Pradilla o Fortuny. Y élgozaba, dándonos esa sensación de árabe perfecto, pues sabíaque su orientalismo encontraba muchos escépticos. Había ra-zón sobrada para esos escepticismos, pues Isaac no conocía elárabe, salvo algunas frases de Manual de Conversación y ape-nas sí deletreaba el alefato, no obstante haberse compuesto unafirma en árabe, con su nombre de Isaac garbosamente rasguea-do. Quizá todo su orientalismo proviniese en el fondo de su ca-rrera universitaria (era licenciado en Filosofía y Letras), enque hubo de estudiar el árabe y manejar textos aljamiados:aquellas letras de grafía extraña y bella herirían su imagina-ción de poeta, ya inclinada a lo exótico (aunque también pue-de que le revelaran su misterio étnico, ¡quién sabe!). Luego,su ingreso en el Cuerpo de Archiveros, al ponerle en contactodiario con libros y cronicones antiguos, acentuaría en él esapredisposición innata a las fugas temporales. Isaac Muñoz seperdió para nosotros al ingresar en ese docto Cuerpo, en cuyoseno murió aún joven -en torno a los cuarenta- ese príncipeimaginario.

La obra de Isaac Muñoz se divide entre el numen árabe yel hebreo. Al primero pertenecen una serie de libros, de los que

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es prototipo el rotulado con bárbara rúbrica La Fiesta de lasangre. Al segundo, quizá único, este Voluptuositad, que se pu-blicó en Madrid, en 1906. Tendría él entonces unos veinticincoaños. Voluptuosidad es un libro de juventud, de escándalo y deexuberancia vital agresiva. Está dedicado a «J. M. Vargas Vila,maestro preclaro de belleza y divino exaltador de vida». Llevaun prólogo dirigido a los «caballeros grises de los lienzos delGreco» en que les ruega no lean esas páginas que siguen, y quepara ellos «castellanos austeros, rígidos hidalgos calderonia-nos» son inmorales. Todo el prólogo es un cartel de desafío a lamoral de los tales caballeros, que luego en el curso de la no-vela han de resultar prácticamente escarnecidos en sus pro-pias personas o en las de sus hijas, cual el Comendador delTenorio.

Empieza esta novelita autobiográfica cuando Isaac ha re-cibido una invitación de un viejo amigo, González, para quevaya a hacerle una visita a su casona de Guadalajara. La in-vitación llega oportuna, pues Isaac, que ya está cansado de lamonotonía de la calle Alcalá, ha caído en la melancolía de losrecuerdos. Siempre después de sus amadas de una noche, vuel-ve la evocación de su novia de la infancia, de aquella Judith«de negras trenzas y perfil semita».

«—¿Te acuerdas, mi querido Rubén Benchimol, de nuestrascharlas en el patio de la sinagoga? ¡Oh, remotas tardes de ve-rano!

Entonces decíamos sólo amaremos a una mujer, y yo pen-saba cándidamente en amar sólo y siempre a aquella Judithde negras trenzas y perfil semita.

Volaban las palomas desde los naranjos; una suave hume-dad venía desde la blanca cisterna; el azul del cielo era una fe-licidad.

Con verdadera unción yo te enviaba poemas de enamora-da adolescencia.

Tú me esperabas tras los cristales rojos del mirador y yopasaba, rápido por la calleja, temiendo las maldiciones de tupadre, Moisés Azancot.

Te fuiste a Salónica con otro 'guerous' (sic) y jamás supede ti.

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Yo después he amado mucho. ¿Más que a ti? No podría con-testarte.»

Para huir de esas evocaciones inquietantes, Isaac va aque-lla noche a Romea, cena con unas artistas exóticas y al otrodía, en un momento de esplín, recibe la carta de González.Isaac acepta la invitación y aquel mismo día toma el tren. Esprimavera. La sangre de Isaac rebulle y palpita como la de untoro joven. Está pidiendo guerra, o amor. Ya surgió el primerchoque. Oigámosle:

«En mi departamento se han instalado un cura de aldea,de los de ama rolliza y magras suculentas y uno de esos capi-tanes de los tercios flamencos, acuchillados en riña por el jue-go. Ambos son muy simpáticos, muy pintorescos, muy novelaclásica.

El cura, familiar, me pregunta qué soy.—Judío -le contesto dramáticamente.—¿De los enemigos de Cristo? -dice azorado.—Judío con todas sus consecuencias.—¡Qué lástima! ¡Un chico como usted!—Tranquilícese, amigo 'pater', aunque judío, soy un exce-

lente muchacho.La charla se anima. El grave capitán sonríe, con una son-

risa digna de Torquemada. El cura bulle y se congestiona.Tras algunos chistes, estilo Arcipreste de Hita, y algunas ar-

gucias, estilo cualquier aventajado alumno de seminario, el curaconfiesa que eso de la pureza de la Virgen no le convence.»

A poco el tren se detiene. Allí está ya Guadalajara. Nuestrodandy se apea y se encamina con su bagaje a casa del ami-go González, que, por cierto, no ha acudido a recibirlo. EnGuadalajara, Isaac prosigue la serie de sus profanaciones ysarcasmos. ¡Casanova en Guadalajara! Figuraos. La noche mis-ma de su llegada, en la tertulia familiar, delante de dos seño-ritas hijas del médico, Pepita y Clarita, que con la mayor ino-cencia, le piden «cuente cosas de su vida». Isaac, imperturbable,les refiere un episodio de su vida de estudiante en Granada.Trátase de una historia de seducción, complicada con un sata-nismo macabro, propia para poner los pelos de punta. Isaac,que, para completar la profanación, se ha presentado en casa

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de la virtuosísima y vetusta doña Adela, como recomendado deun canónigo del Sacro Monte, seduce con su hechizo casi ful-míneo, a la linda Asunción, sobrina de la patrona, a la que vi-sita de noche en su alcoba. Son entrevistas angustiosas, llenasde sobresaltos y remordimientos por parte de la joven. Una no-che, doña Adela, que está enferma, con fiebre, oye ruido en laalcoba de Beatriz y, alarmada, va a ver lo que ocurre, encon-trándose con la revelación inesperada y terrible. Al verse des-cubierto, Isaac trata de huir. La enferma intenta detenerlo.Pero dejémosle a él mismo describir la escena.

«Salté del lecho y rápidamente me dirigí a la puerta.La enferma abrió los brazos para detenerme; todo su cuer-

po temblaba convulso,—Apártese -le grité.—¡Infame... Maldito... Satanás!...La levanté en mis brazos, la arrojé violentamente.Cayó pesada, rígida. Muerta acaso.»El relato de esta anécdota le confiere tal prestigio a los ojos

de aquellas señoritas, que noches después ambas dejan sus aza-hares en los brazos del Tenorio judío. Isaac sale de Guadalajaradejando tras de sí un reguero de llanto femenino. Es el des-quite del hebreo en la blanca carne cristiana.

Isaac vuelve a Madrid. Los mismos flirteos de antes, la úl-tima de Romea, la tertulia de Fornos, adonde acuden escrito-res y artistas y el barón de Martos, un aristócrata pálido y mis-terioso que tiene una leyenda de perversidad. Aventuras conManolita, la apenas núbil, y con Laura, la otoñal. Hasta queotra vez surge el hastío, exasperado esta vez por el despecho.Margarita, Margarita, la única pasión, algo profunda de estehombre, epidérmico, ha huido de sus brazos, se le ha vuelto in-naccesible, «lejana y perdida». E Isaac, harto de besos empa-chosos que no son los de esa mujer dilecta, torna como un leónvencido a su tierra africana.

Lo volvemos a encontrar en una terraza de Tánger, dialo-gando, bajo la luna llena, con la dorada Rachel, su magníficahermana de raza, bella y pomposa como una Herodías.

«—Es cierto, Rachel, ciertísimo: estamos fuera de la vida.Somos los príncipes extraños de Cosmópolis; nuestro chic más

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exquisito tiene un perfume de mirra, cinamomo, que en los sa-lones oro pálido, sedas pálidas, sonrisas pálidas, minuetos pá-lidos, deja una huella enigmática, inquietante.

—Sobre todo, Isaac, carecemos de la fina, sabia eleganciadel pudor y del flirt. Nuestra raza tiene el sentido de las mag-nificencias y de las pompas desnudas al sol de Oriente.

—Y es más bella, Rachel dorada, reina de la Tierra pro-metida, del trono más suntuoso.

—Sí, Isaac, de ojos lucientes, hijo de Salem, es más bella...»Surgen luego en la terraza Yacut, la amiga de Rachel, la

hija del sabio José Hadida, el chérif de Uazán Hach-Abi-es-Se-lém y el hijo de Abimelech, Judah, heredero de una fortuna defábula. El diálogo toma un rumbo de chismorreo elegante, has-ta que por fin Rachel se levanta y tiende a Isaac su mano dereina, en la que hay un rubí sangriento. Yacut le ofrece su bocaperversa y ríe. «La luna del Mogreb brilla en las aguas. Lejospalidecen unas voces nupciales que cantan en la sinagoga de-lante de David. Un mendigo pide en la calle con voz horriblede tristeza y de crepúsculo. ¡Sadak-Allah! Mi negro efebo, des-nudo y bello como un dios, me sirve la taza de té con ámbar...»

Cambia la decoración. Es de día; un sol africano incendiay dora el aire. Isaac está tomando café, a la sombra de la mez-quita, con su amigo Mohamed Benlatosy. Isaac no puede olvi-dar a Margarita y le escribe una carta apasionada y triste.

«Le digo que no volveré jamás a la tierra amarilla de lasmujeres crueles, que tornaré a ser el israelita maldito a quiense niega el agua de las fuentes y la paz de los caminos, que noveré jamás aquellos lugares donde se dieron a Jehová mis vie-jos antepasados, que la recordaré siempre, siempre, como a miJerusalén perdida.»

Isaac está triste. Tiene ahora su complejo de resentimien-to semita. Pasa un europeo. «Ben-Latos y yo le miramos y mur-muramos entre dientes con una epopeya de odio semítico.¡Uled-el-kahaba!» (Hi de...)

Pero estamos en las postrimerías del Ramadán. Aisauaz yhamachas se entregan bajo la gloria del sol a sus ritos de san-gre. El hamacha se ha clavado el hacha en la cabeza y lasangre le mana a borbotones. Estamos presenciando lo que

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Isaac llama «bella y cruel fiesta». La noble sangre joven del po-seso le parece una bendición. El motivo doloroso y cruento seune con el de la lujuria y se torna sádico. En el instante en quela sangre del hamacha corre, una mora, inmensamente pálida,mira a Isaac con sus ojos de Cleopatra y se esconde tras el veloblanco. «Huele a sangre. ¡Oriente! ¡Qué lejos está Europa!»

Anotemos aquí como característica de Isaac y de toda su li-teratura, su extraña hemofilia erótica. Todos sus placeres nup-ciales para ser perfectos han de ungirse de sangre. El Eros deIsaac es un Eros felino. Sus besos muerden y su deleite su-premo es ver brotar la sangre, caliente y viva, de un cuerpoblanco o moreno, de mujer. Todos sus espasmos se marcan, ensu culminación, por el trueque de sangres. Para Isaac, sin esafusión de sangres no hay comunión completa. Su ácimo de amorha de estar amasado con sangre. ¿Se trata de un sentimientoatávico o de una influencia d'annunziana? Ese amor a la san-gre que él cree muy oriental pudiera ser muy romano. Huelea circo, a bestiario, a Nerón, a plebe romana.

Pero Margarita, la lejana y perdida, ha venido.«Margarita está encantada con mis vestiduras de elegido

de Israel, con mi viejo Salomón patriarcal y sentencioso, conmis elefantes de ébano, con mis doncellas de Sión, que ya memiran melancólicas, con mi jardín de rosas y cipreses, con nues-tra alcoba de cedro y sedas marroquíes, en la que arde unalámpara persa de policromas luces.

¡Oh, mi Margarita, amor divino!Los zafiros de tus anillos han tenido en esta luz de cente-

lleo un azul más feliz...Por la noche, mi primera noche sagrada, vamos a casa de

Hanina, la judía que baila danzas sacerdotales y que tiene almade Salomé.»

En casa de Hanina se celebra aquella noche una suerte demística orgía de lujuria, en la que no falta la sangre amadade Isaac. Hanina danza desnuda, al son de monótona melopea,obsesiva, que embriaga y adormece, al par que exalta todos losinstintos atávicos, irracionales, demoníacos. En un momentoculminante de la danza, Hanina esgrime un cuchillo y se hie-re en la carne temblorosa de sus muslos. «Y la sangre, vino del

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amor, aparece radiantemente roja. La música delira. Haninaes una llama. Y la sangre que, en olas luminosas corre por lapiel de oro es una gloria, la consagración más suprema de amory de vida.»

Margarita está pálida.En sus ojos hay una luz de goce que no es de este mundo.—Margarita, bésame...Margarita lo besa. En un rincón se besan también el poe-

ta Abraham y su efebo felino. La carne dorada de Hanina serubrica de sangre. Y la novela acaba con estos versículos an-helantes, estremecidos ya de espasmos lúbricos.

«Mis manos tiemblan, mis ojos fulguran, humea mi boca depantera.

—Margarita, esta noche...Margarita presiente que la sangre será en nuestros labios

y el goce supremo dolor en nuestras carnes divinizadas...Y Margarita, mortalmente pálida, me sonríe»...Y así termina este libro acre y fuerte, de mortales place-

res, que su autor, el extraño Isaac, sólo por ironía, pudo titu-lar Voluptuosidad como esa otra famosa novela de Sainte-Beuve.

EL ISAAC DE VOLUPTUOSIDAD DE ISAAC MUÑOZ/81

EL CIEGO ALMUDENA DE MISERICORDIAde BENITO PÉREZ GALDÓS

En sus andanzas por Madrid, documentándose para escri-bir Misericordia, la novela de la mendicidad cortesana, trope-zó el abuelo Galdós con ese raro tipo del ciego Almudena, ve-nido desde el fondo de Marruecos al oratorio del Caballero deGracia, y cuya figura traza el novelista con ambiguos rasgosde entre moro y judío. En el prólogo de la obra llámale el pro-pio autor «el moro Almudena, Mordejai», y en todo cuanto dicesobre el modo cómo lo conoció, trátalo como a moro. Habíaseloindicado un amigo, y don Benito cuenta: «Acudí a verle y que-dé maravillado de la salvaje rudeza de aquel infeliz, que en es-pañol aljamiado, interrumpido a cada instante por juramentosterroríficos, me prometió contarme su romántica historia acambio de un modesto socorro. Le llevé conmigo por las callesmás céntricas de Madrid, con escala en varias tabernas, don-de le insté a confortar su desmayado cuerpo con libaciones con-trarias a las leyes de su raza». Esta última observación sólopuede aplicarse a un musulmán, ya que para Israel siemprefue bien venida la alegría del vino y con éste oficia en más deuna liturgia. Así, que si nos atuviéramos a estas palabras delnovelista, daríamos a su interesante ciego Almudena por moroy mahometano, dejando ya descifrada definitivamente su al-jamia. Pero es el caso que contra esta afirmación del novelis-ta, el propio Almudena (ya su nombre de Mordejai es un vivoindicio hebraico) declara rotundamente en cierto paso de laobra ser, por lo menos, hebreo de religión. («—¿Tú qué religióntienes?» -pregúntale una mendiga, Benina, su Dulcinea, la luzde sus ciegos ojos. Y él responde: —«Ser eibrio».) Y más ade-lante, tratando con la Benina de cierto embrujo que van a ha-cer para enriquecerse y en que hay que invocar al rey de «bai-xo terra», Samday, con una oración misteriosa, pregúntaleaquélla: «—¿Y la oración?». Y él contesta: «—Mi enseñarla ti;decir tu: "Semá Israel Adonai Elohino Adonai Eshat"». Ahora

bien, la oración no es otra cosa que la profesión de la fe judía,el equivalente del «La Allah illa Aliah» de los musulmanes.(Don Benito desfiguró algún tanto, al transcribirla, la fonéti-ca hebrea, quizá por la mala dicción del propio Mordejai:Elohino por Elohenu; ishat por ehad; pero eso es todo.) Seme-jantes razones autorizan, pues, a pensar que el «moro Almu-dena» no era tal moro, sino un hebreo español, un sefardí, des-cendiente de los que cruzaron el Estrecho en los días del éxodoluctuoso. Caso curioso éste de que un personaje de novela ten-ga razón contra su creador, casi contra su padre. Pues así es.Don Benito dice el moro Almudena. Pero el propio Almudenale rectifica: «Eibrio».

Por hebreo le tomamos nosotros gracias a esa su profesiónde fe y le damos cabida en nuestra galería de figuras litera-rias judaicas. Aunque es algo ligero llamar figura literaria sim-plemente al interesante mendigo galdosiano, ya que donBenito habla de él cual de persona real e histórica. Hemos decreer, pues, en su humanidad efectiva, aunque ser personajede un libro hace del ser más real algo fabuloso. (El Evangelioha hecho más daño que nada a la realidad histórica de Cristo.)Resulta, pues, que en el año 1897, en cuya primavera escribióGaldós Misericordia, había en Madrid, en los porches delCaballero de Gracia y otras iglesias -entre ellas la de SanSebastián-, un ciego sefardí que pedía limosna a los devotos.Un mendigo judío y pidiendo en el atrio de un templo católi-co no deja de tener algo de raro. (Un mendigo judío, lo que sellama un mendigo, es de por sí una cosa rara.) Se comprendeque sorprendiese a don Benito y éste quisiese engarzarlo enun libro. Confirma lo insólito del hecho (aún en 1897) que paravenir a parar en esta corte de nuestro amor hubo de seguirMordejai la más extraña ruta romántica y por el motivo másromántico: buscar a la dama ideal destinada a amarle eter-namente y que el ya referido rey «de abaixo», Samday, le ha-bía dejado ver un instante entre los sahumerios de un salmo.(Ya antes movido del nomadismo de su raza, había huido desu casa Mordejai y su ceguera había sido un castigo de su fuga.En realidad perdió la vista por haberse bañado en un agua in-ficionada por la carroña de un caballo.) Desde su tierra del

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Sur había peregrinado Almudena, ya ciego, por todo el Norteberberisco de África (Argelia, Tremecén, Constantina, Orán),pasando de allí a Francia, que había recorrido casi entera, yfinalmente en Cete embarcóse para Valencia, de donde ya vinoa Madrid. No solo, sino en compañía de una tal Nicolasa, fa-laz Dulcinea, que tras nada breve luna de miel en Portugal-tres años- se le fue con otro. Por aquella época, vuelto ya yasentado en Madrid, fue cuando Mordejai hubo de conocer almodo de los ciegos, como un olor, como una música, como uncalor a la admirable Benina, la mendiga filantrópica, que pidepara su antigua decaída señora y para todos los necesitadosmenos para ella: mujer extraordinaria, que constituye el per-sonaje principal del libro, creado para ella, sin duda, al modode una hornacina, en acto de devoción y reverencia, por elevangélico Galdós.

Almudena vivía entonces en un cuarto de la calle de SantaCasilda con la Pedra, una mujer desastrada y borracha (su pa-dre había sido empleado en el matadero), la cual con su modode ser hacía imposible la convivencia armónica. No; no eraaquélla tampoco su verdadera dueña y señora. Así que en cuan-to conoció a Benina, que enviaba a su olfato y a su alma eflu-vios de pulcritud física y espiritual, a más de una clara tibie-za de solecito, nuestro sefardí se aficionó a ella y eligióla sintitubeo por la estrella de sus ciegos ojos. Benina, por su parte,sintió también desde luego simpatía por el mendigo románti-co; pero tardó mucho en dárselo a entender, entre otras cosas,porque estimaba delicadamente importuno interpolar aquelamor entre sus caridades y sus años. La Benina tenía ya másde sesenta y se había impuesto la misión de sostener hasta loúltimo a su tronada señora (la famosa doña Paca). Hay ciertomotivo para sospechar que la Benina, no obstante su rectitud,pensó un instante en beneficiar aquel romántico entusiasmodel ciego en pro de sus filantrópicos fines. (La Benina no se pa-raba en barras con tal de llevarle dinero a su señora.) Más deuna vez pidióle prestado con ese objeto un duro al mendigo, yese amistoso trapicheo -el duro prestado-, el convite en uncafetín, y, sobre todo, el endisque de aquel ensalmo que iba ahacer Mordejai para enriquecerse y que no llegó a efectuarse;

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había que adquirir tantas cosas para ello, poco menos que serya rico... Todo eso fue lo que, al fin, prendióla en la brasa tem-plada, pero igual, de un casi maternal afecto por aquel desva-lido. Últimamente la Benina y Almudena andaban siempre jun-tos, pedían en las mismas esquinas, compartían sus gananciascomo hermanitos. Una tarde de lluvia los guardias los llevarona los dos al asilo de El Pardo, de donde salen comidos de mi-seria, pero cual dos recién casados (casados por los guardias).Y al terminar la novela el autor los deja a ambos viviendo enamor y compaña (¿maritalmente?) en la carretera de Toledo; amano izquierda del puente, en los «quintos infiernos», por ellosconvertidos en paraíso. Y no nos entera el autor de si Almudenay su dama antañona tomaron, como él quería, la vuelta deMarruecos o el camino de Jerusalén (¡Hierusalaim!) para ca-sarse allí según su rito. Y aquí tocamos la cuestión religiosa.No parece haber sido gran obstáculo la diferencia de religiónpara que Benina cobrase amor a Almudena y luego se fuera avivir con él, desafiando el hablar de la gente. Quizá fuese efec-to de la ambigüedad que envuelve, a pesar de todo, la figuradel ciego. Almudena era para ella simplemente un morito, nodespertaba en su inconsciente esas alarmas que habría susci-tado el nombre del judío. (No era de los que mataron a Cristo.)Pero, no obstante, sí sentía cierto reparo la buena mujer anteeso de casarse con un mahometano. Sólo que en ella la caridadprevalecía sobre todo, y con amor de caridad amaba al marro-quí. Amor de madre para el hombre joven, ciego y mísero. Yseguramente aun en su convivencia andaría sorteando la pa-sión del compañero, que, por otra parte, quizá fuese tambiénañoranza de madre perdida allá en el Sur y, sobre todo, ro-manticismo puro. ¿Qué importaba la diferencia de religión parauna mujer tan abrasada en caridad como Benina? Para quie-nes importaba era para los que la conocían y empezaron acalumniarla, poniéndola de coima del morito, de hembra aman-cebada con un hereje. ¡Horror! Fue entonces cuando, escu-chando sus quejas, Mordejai quiso convencerla para irse am-bos a Palestina y casarse allí según su ley, dejando escapar enesta ocasión una frase que parece un eco atávico: «¡Ispaniaterra n'gratituda... Correr luejos, juyando de n'gratos ellos!».

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(¿No hay aquí como una reminiscencia del Éxodo, un grito detodos sus abuelos exilados?)

Es lo más probable que Almudena acabase aquí sus días,en esta a pesar de todo hospitalaria Sefarad, calentándose ensu tibio solecito y en el rescoldo de su buen amor, viviendo delóbolo de Jesús y alabando a Adonai, compartiendo su pobre yplácida vida entre Pesahs festivos y llorosos Kipures...

«Ispania terra n'gratituda»... (¡Qué tierra no lo fue para lostuyos, Mordejai!) Sí; pero, a pesar de todo, es lo cierto que enella encontraste tú, Quijote judío, tu Dulcinea de carne y hue-so, la mujer capaz de comprenderte y amarte y dar calor a tufrente de huérfano en su regazo de madre; la mujer que habíadestinado el mágico rey Samday, y que sólo aquí podías hallar,la que había de poner dos estrellas fulgurantes sobre tu ce-guera y tu camino desolado; la mujer humilde, como tú, perosublime como una reina santa. Y aquí encontraste también lasimpatía del primer escritor de la época, del hombre de almade abuelo universal, que te dio una vez su mano ungidora y es-cuchó tu historia romántica elevándote luego a la categoría dehéroe de leyenda. Ahora, en este libro suyo, rotulado con elamor que lo llena por entero, tú, al lado de tu sin par Benina,vives para siempre en la magnificencia de un palacio literarioy recibes continuas romerías de lectores.

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LA ANTOLINA ESMONDDE EL CARRO DE ASALTO

de ADOLFO REYES

El Carro de Asalto del escritor malagueño Adolfo Reyes,hijo, según creo, del popular novelista Arturo Reyes, que reco-gió en su múltiple obra todos los aspectos del costumbrismo dela garbosa ciudad andaluza, en su época de finales del siglo,nos muestra, con El hoyo en la arena, un conflicto pasional,elevado a la categoría de conflicto de razas. Su protagonista,Antolina Esmond, hija del judío gibraltareño Rufo Esmond yde una malagueña llamada Rosario, hállase respecto a suamante Gerardo Boique en la misma relación de incompatibi-lidad moral que la Julia Guzmán, de El hoyo en la arena res-pecto al Ricardo Robles, su adorador y su antítesis. La mismaincapacidad de comprenderse, la misma oposición fundamen-tal en la manera de apreciar la vida, la misma pugna de idea-les y temperamentos, derivada de la diferencia de razas, se-gún el autor, y que sin embargo pudiera tener su raíz en ladiferencia de educación y de ambiente, y en personales razo-nes psicológicas. Gerardo Boique y Antolina Esmond pertene-cen a dos mundos distintos; según el novelista, que complicael drama sentimental con la tesis darwiniana de la lucha porla vida, divídense las criaturas en dos categorías, la de los dé-biles y la de los fuertes, destinadas respectivamente a sucum-bir y a triunfar en la lucha por la existencia y el imperio. Ge-rardo Boique pertenece a la categoría de los débiles: es unabúlico, un desencantado desde la infancia, un hombre quesiempre por natural instinto, ha buscado la esencia, la hondu-ra de las cosas, mientras los demás se contentan con deambu-lar alegremente por las apariencia y las superficies. GerardoBoique es un poeta, con mucho de filósofo; y de filósofo escép-tico (ha escrito dos libros: Vidas de filósofos cínicos y La Es-cuela del Tirano viejo); un hombre de pensamiento, totalmen-

te incapacitado para la acción. Mientras los demás andan en-vueltos hasta los pies en el velo de Maya, él tiene por únicamisión de su vida la de rasgar ese velo y ver a su través la ab-soluta inanidad de las cosas. Es un asténico, un lipotímico, unasesino de ilusiones. Debería recluirse en una torre de marfily no pretender dirigir ningún carro de asalto a la conquista deninguna ambición, ni siquiera sentimental.

Pero Gerardo Boique, en razón de su misma apatía prácti-ca, es un gran afectivo y quizá obedeciendo a la ley de los con-trastes se enamora locamente de su amiguita de la infancia,Antolina Esmond, que constituye hasta el final del libro y de sujuventud, su única fijación erótica. Pero Antolina, hija de RufoEsmond, socio del padre de Gerardo en sus empresas de nego-cios, es criatura totalmente distinta de él. Pertenece al mundode los fuertes, es enérgica, práctica y frivola; también ella se li-mita a rozar la faz de las cosas y eludir su fondo, ese fondo enque sin remedio se naufraga. Si su padre es fuerte por el poder,ella lo es por la belleza, una belleza soberana, irresistible;Antolina es «alta, blanca y rubia y la suave transparencia desu cara, rosa en las mejillas, de nieve en la garganta, marmó-rea en los brazos, contrasta con el brillo hiriente de las piedrasde su aderezo». La belleza de Antolina lleva en sí un anagramade perdición para los hombres. Fue ya la ruina y la muerte paraPróspero Boique y lo será, al menos moralmente, para su hijoGerardo. Los amores de Antolina y Gerardo tendrán siempreun aire polémico, constituirán un drama. Y ese drama consisti-rá en la pugna inútil del joven por arrastrar a su amada a esahondura peligrosa que ella elude por instinto y de la que se sal-vará finalmente, con una fuga heroica. ¿Cómo ha podidoAntolina amar ni por un momento a Gerardo? Pues porque losdébiles -nos explica otro personaje de la obra, Jaime Forteza,prototipo del hombre voluntarioso y dinámico- son mucho másatractivos que los fuertes, más poéticos, con todo el hechizo delensueño y la indolencia y, al mismo tiempo, con esa patética in-defensión del niño que incita a la tutela.

Quizá ésa sea la causa de que Antolina Esmond, mujer fuer-te, que cree en la vida, haya podido enamorarse de Gerardo,que habla como el Kempis y el Eclesiastés.

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Pero hay además otra razón, de índole más arcana:Antolina Esmond ama a Gerardo por su dulzura amorosa encontraste con la violencia de otros hombres, empezando por supadre. Próspero Boique, amigo y asociado a los negocios de RufoEsmond, fue el sátiro rudo y brutal que, aprovechándose de lainocencia de Antolina, casi una niña entonces, le dio a cono-cer el amor de un modo grosero y vulgar, en el ardor caligino-so de una siesta malagueña. Ese trauma emocional dejó pro-funda huella en la psiquis de la joven y rasgó de un tirón cruelsu velo de Maya. Sin duda debió influir en su carácter y en suulterior conducta, mucho más que su incompleto origen judai-co. Repuesta del asombro y el asco de la bestial revelación, An-tolina reacciona de una manera enérgica e implacable. Nuncamás vuelve a abandonarse a la lascivia, siempre en acecho delsátiro y Próspero Boique, trastornado por aquella pasión casisenil, pierde el tino en los negocios, se deja envolver en las ma-rrullerías de Rufo Esmond y finalmente, arruinado, desdeña-do, pone fin a su vida como un héroe romántico. Antolina, y supadre -tal parece ser la tesis del novelista- han hundido aPróspero y ahora la hija sola, a impulsos de un sadismo mis-terioso -el mismo que lleva al padre a despojar a los cristia-nos- va a vengarse en Gerardo del agravio del padre y a con-ducirlo a la locura o el suicidio. Por todas esas extrañas ycomplicadas razones, cuando años después del suceso narrado,Antolina Esmond, ya casada con el banquero polaco, MiguelPodoski, encuentra a Gerardo Boique en Barcelona, ella, siem-pre altiva e intangible, cede a la pasión del muchacho y pare-ce compartir su exaltación erótica. Pero en esta intimidad quelos deja al desnudo -un desnudo integral, de alma y cuerpo-pónese de resalte con toda claridad la incompatibilidad abso-luta de sus caracteres, de su moral, hasta de su modo de sen-tir el amor. Los dos amantes se increpan, se insultan. Antoli-na, la fuerte, acusa al débil, lo desenmascara, interpretaaviesamente la letra de su poema romántico. «—Te he amadosiempre, no he amado a nadie más que a ti, y por pensar en tinada más, no he llegado a ser nada. Has destrozado mi ju-ventud -dice él-. Y ella le replica: —Me has amado a mí, por-que no te sentías con arrestos para pretender a otra, porque

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yo estaba cerca de ti y me tenías a mano; no has llegado a nadaen la vida, porque para nada sirves, porque eres del númerode los débiles; y precisamente pensabas en mí, que pertenezcoal mundo de los fuertes, pensando que si llegabas a poseerme,conmigo lo tendrías todo; riquezas, lujos, elegancias, todo com-pendiado en una mujer bella. Por eso tan sólo me has amado.»

Después de estas escenas, ya los amantes no son los mis-mos. Vuelven a verse, a abrazarse, a jurarse de nuevo amor,pero el amor, que es una esencia, no asiste ya a una mera fu-sión de superficies. Antolina Esmond coquetea con Gerardo,empieza a darle celos y un día, el intelectual, el filósofo, salepor ella de su nirvana búdico y se envuelve hasta los pies enel velo de Maya. Gerardo Boique se bate a pistola con su anti-guo amigo, el capitán Santa Olalla y tiene la desgracia de de-jarlo medio muerto, al primer disparo. Pero este alarde de ma-tonismo que debiera realzarlo a los ojos de Antolina, esprecisamente lo que acaba de enajenarle su amor. Gerardo seha convertido para los Esmond en un ser peligroso, en un per-turbado, que no puede traer más que escándalo e inquietud.Antolina siente hacia él un verdadero miedo, presintiéndoseacaso víctima probable de un crimen pasional. Y después deuna engañosa entrevista con Gerardo y la falaz promesa de ac-ceder a todos sus deseos, Antolina Esmond, que acaba de que-darse precisamente viuda del banquero polaco, huye secreta-mente de Barcelona, acompañada de su padre y se pierde conél en esa revuelta Europa de la post-guerra.

Termina el libro con otra fuga; la marcha a América deGerardo Boique, que así pretende alejarse de su vida pasada ydel escenario hechizado de su antiguo amor, para renacer allálejos a una nueva existencia. ¿Activa, dinámica, voluntariosa?No; no hay trazas de que así sea. Para Gerardo Boique el velode Maya se ha rasgado y será muy difícil que vuelva a reha-cerse. Su voluntad ha perdido la única razón de obrar que ha-bría podido moverle. Si no luchó antaño por el amor de Anto-lina, que era su ilusión única, ¿cómo ni por qué va a lucharahora? Más bien es de presumir que se abandonará cada vezmás a su apatía y cifrará toda su actividad en el análisis desus sensaciones. Ya en el barco que le lleva a América, Gerar-

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do se dice a sí mismo que la culpa de su fracaso la tuvo su em-peño en convertir su torre de marfil en carro de asalto y aso-marse a la vida exterior, siquiera fuese por la tronera del amor,en vez de encastillarse en su propia vida. Gerardo Boique estáya en la disposición de ánimo de un cartujo. ¡Como América,la tierra mesiánica, no opere un milagro, Antolina Esmond-es decir, las causas y concausas que se agrupan bajo ese nom-bre- habrá destrozado para siempre la vida de Gerardo Boique,como destrozó la de su padre! El carro de asalto de los fuertesles habrá pasado por encima, porque no hay que olvidar quedetrás de Antolina está su padre, Rufo, que aconseja e inspi-ra. De suerte que la moraleja última del libro no podría sermás grata para un antisemita. Ese carro de asalto judío, guia-do por seres fuertes y despiadados, viene desde el fondo de lostiempos, haciendo víctimas a lo largo de la historia.

¡Cuidado si no se le detiene!La intención del autor parece tanto más visible cuanto que

en la misma novela hay otros tipos de «fuertes» -como el pro-pio padre de Gerardo y su amigo Jaime Forteza- que, monta-dos también en su carro de asalto, no ocasionan, al menos enel libro, ninguna catástrofe. Ha de ser carro de asalto judío elque destroce y mate. Hay aquí evidente parcialidad, pero esomismo invalida la tesis del novelista. Porque seguramente,también Jaime Forteza, que por cierto, practica sin remilgos lausura, tiene que haber producido en su vida víctimas lamen-tables. En el fondo, Próspero Boique, Forteza y Rufo Esmondpertenecen a la misma banda, son «fuertes», inmunes al senti-mentalismo, hombres de presa y garra. Rufo Esmond es unode tantos en esa pandilla, sin más diferencia que el haber me-todizado sus instintos adquisitivos en una forma que siemprele asegura el éxito. Rufo Esmond tiene una filosofía crematís-tica de que carecen los otros y que en cierto sentido es tambiénuna moral. Posee, como se dice ahora, el sentido reverencialdel dinero, y no sólo del dinero, sino de las cosas que constitu-yen medios de vida. Es ecónomo por naturaleza y por reflexiónodia el despilfarro en todo, aún en el terreno de las emociones.El autor pone en sus labios esta frase: «—Se debía educar a losniños con sentimientos de veneración hacia los medios de vida,

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que son la vida misma-», frase que encierra una filosofía dig-na de todo respeto y la más propia de una época en que la sumaimportancia la asume lo económico. Con esa frase, Rufo Es-mond, como buen judío, pone una emoción religiosa en la eco-nomía política. Rufo Esmond, el judío, no es pues moralmenteinferior a sus colegas católicos. Y por lo pronto, no ha violadoa ninguna menor, como Próspero Boique. Su amor al oro es porlo menos casto.

Cuanto al pretenso fatalismo de Antolina Esmond sobre lavida de Gerardo, es muy discutible y en último término esta-ría exento de responsabilidad, como todo cuanto compete a loshados, Gerardo Boique era hombre perdido desde su adoles-cencia, quizá por un proceso educativo, del que sería respon-sable su padre. Era un abúlico, un hiperestésico, un soñador.El maleficio de Antolina Esmond sobre su apático amante, sólopodría aceptarse suponiéndolo reacción sádica de la joven con-tra la afrenta de que la hizo víctima el padre de Gerardo y enese caso resultaría explicable, que es tanto como decir discul-pable. Próspero Boique fue quien desmoralizó a Antolina y elculpable, en suma, de que ésta luego desmoralizase a Gerar-do. Pero el autor de la novela aspira, con evidente parcialidad,a sostener la tesis contraria. Según él, es Antolina la que ejer-ce sobre Gerardo Boique ese influjo desmoralizador, disolven-te que constituye el prestigio satánico de la raza judía, y la ex-presión de su complejo de resentimiento contra las demásrazas. Antolina se vale a ese fin de su belleza, como su padrede la filosofía utilitaria y el intelectual judío, tipo Silbermannde Lacretelle, del sofisma y la paradoja. Todos van por los mis-mos caminos, a la destrucción del mundo moral de Occidente.

Antolina Esmond es una variante, legitimada, de la JuliaGuzmán de El hoyo en la arena solamente sospechosa de se-mitismo. Como Julia destroza la vida de Ricardo Robles, An-tolina Esmond destroza la de Gerardo Boique. Como se ve, elconflicto de creencias se manifiesta aquí como conflicto entredos morales, entre dos maneras de ver la vida, con lo que sehace más general y profundo. Ni Gerardo ni Antolina profesanuna fe religiosa, no los separa la Cruz, sino algo más hondo,más terrible y que ninguna política de tolerancia religiosa, po-

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dría ya subsanar. Estamos ya muy lejos del conflicto religiosodel Gloria de Galdós, aunque quizá toquemos aquí sus últimasconsecuencias. Antolina y Gerardo son una mujer y un hom-bre, personajes del drama humano. Pero no pueden despren-derse de su carga histórica, de sus atávicos influjos y por esosu drama asume una significación racial. El Carro de Asaltoes un libro de tesis y esta tesis es antisemita.

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LUNA BENAMORde VICENTE BLASCO IBÁÑEZ

En Gibraltar, en el peñón abrupto donde, desde 1718, exis-te una comunidad israelita de origen sefardí, cuyos anales hatrazado M. Serfaty en curioso folleto, planta Blasco Ibáñez elescenario de su novela Luna Benamor, escrita sin duda bajo laemoción de la reciente anagnórisis de españoles y sefardíes ycon aspiraciones a ser un epitalamio de ambas razas, ya quetodo conocimiento se completa en connubio. Estamos en la pri-mera década del siglo, cuando el doctor Pulido y sus amigosacabamos de redescubrir a los sefardíes y los escritores em-piezan a fijarse en ellos, ávidos de dar forma artística a esa ac-tualidad sentimental. Se repite aquel hervor de simpatía que,años antes, movió a Galdós a escribir su novela Gloria, tan be-lla como utópica, para unir en ella simbólica y nupcialmenteal judío Morton con la protagonista, y hacerlos padres de unhijo «que llevaría en su frente el beso de dos razas». Ahora tam-bién el novelista elige, para dramatizar el tema, el juego eró-tico; sólo que, al manejar esos naipes vivos, no canta triunfocomo Galdós, sino que resuelve negativamente la jugada, yaque los amores entre Luna Benamor, la hebrea, y Luis Aguirre,el español, no pasan de un flirteo y se extinguen de prontocuando parecían más vivaces, al modo de esas bengalas quemueren en el momento de su mayor fulgor, cuando ya parecíantocar el cielo y convertirse en astros. Luna y Luis no hacen másque conocerse, reconocerse como representantes de dos razasen lo pasado hermanas, amarse un poco apasionadamente enla emoción de ese recuerdo histórico y separarse para seguircada cual distinto rumbo, el que les marca su sino racial, sinunirse más profundamente que con sus manos y sus labios.Flojedad de amor en ellos que acusa también flojedad de amoren el novelista, Blasco no quiso que Luna y Luis, sus hijosideales, se uniesen y perpetuasen como el Morton y la Gloria gal-dosianos. Faltóle la generosidad utópica del gran don Benito.

Desde el primer instante dispuso que esos amores no pudiesenmedrar y florecer, acorralándolos en el apremio del tiempo.Cuando Luis Aguirre conoce a la hebrea, está en Gibraltar depaso, esperando el vapor que ha de conducirle a Australia, asu destino de cónsul, y Luna, por su parte, aguarda tambiénotro vapor, que ha de traerle de América a su prometido IsaacNúñez, al que ya puede considerar su esposo en la seriedad dela palabra hebraica. Así que el autor les niega el tiempo, la con-dición indispensable para que la rosa de amor pueda trans-mutarse en fruto y sobrevivir a su eclosión espléndida.

Pero expongamos el modo en que Luna y Luis se encuen-tran, Luis Aguirre conoce a Luna en la época de las cabañas, du-rante la geórgica fiesta de Sucoth, en el melancólico y claro mesde Tisri (octubre), cuando el pueblo judío rememora su éxodoegipcíaco y vive unos días a la sombra de simbólicas chozas. Losparientes de Luna, los Aboab -los inevitables banqueros-, hanerigido una de esas cabañuelas en la azotea de su casa, sitafrente al hotel donde se aloja el español. Aguirre, desde su ven-tana, ha sorprendido a la familia hebrea en ese acto de su in-timidad religiosa. Las señoritas de Aboab, las hijas del ban-quero, no le han hecho impresión: tienen, según el novelista,la obesidad prematura de su raza, sin nada de su belleza le-gendaria. Va a retirarse ya de su atalaya, desiluso, cuando depronto, en la azotea de Aboab, como una luna, Luna Benamoraparece. Y el español al punto préndase de aquella mujer, tandistinta de las otras, que no parece ni siquiera hebrea, limpiade pingüedades semíticas, en la moderna esbeltez de su figu-ra. «Debía de ser inglesa: una inglesa morena, con el pelo deazulada negrura y el cuerpo de gimnástica esbeltez y graciososmovimientos. Alguna criolla de las colonias, un cruzamiento debeldad oriental y guerrero británico.» Así, en calidad de ingle-sa presunta, la judía Luna seduce al español, desde el primerinstante de su epifanía en la azotea de su abuelo, anónima aún,nueva como una luna nueva. Más tarde averigua Aguirre quees la nieta del banquero Samuel Aboab, que está esperando asu prometido Isaac Núñez, el cual marchó a América a acabarde hacerse rico y finalmente que se llama Luna Benamor y hanacido en Marruecos, en Rabat, donde su padre tenía un co-

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mercio de tapices. Y más tarde aún sabe también de sus pro-pios labios, cuyo sabor de fruto exótico ya gustó, lo triste de suinfancia en la casa paterna, sus espantos nocturnos ante la in-minencia de un pogromo rifeño, cómo su padre más de una vez,en esas noches de terror, a ella y a sus hermanas, jóvenes ylindas, las vestía de harapos y les desfiguraba las caras paraque pareciesen viejas horribles... Y en fin, que su verdaderonombre, el primero que había llevado, no era 'Luna, sinoHorabuena -nombre de buen augurio- si no que en una' en-fermedad, su madre le cambió esa advocación bienhadada porla de Luna, para engañar al Huerco (la muerte), mutación queconfirmó luego el rabino... (Blasco Ibáñez recuerda aquí, sin su-brayarla, una inmemorial costumbre hebrea, de origen proba-blemente egipcio y que hoy perdura en la onomástica de lospontífices católicos, sucesores de los antiguos grandes sacerdo-tes y que, como es sabido, tienen dos nombres, uno secreto yotro público, al modo de los faraones de la Biblia.)

Luis Aguirre, después de la epifanía de la azotea, vuelve aencontrarse con Luna en la casa de banca de su abuelo, «unrectángulo sin más luz que la de la puerta, con los muros pin-tados de cal y un zócalo de azulejos blancos». El joven ha idoallí intencionadamente a cambiar unas monedas y es el propioabuelo, quien, ufano, le presenta a su nieta. Desde entonces,ambos jóvenes se hacen amigos y pasean solos por las tardes,hasta la hora del cubrefuego, hasta ese cañonazo que hace ce-rrar las puertas y lanza al horizonte un pájaro inflamado.Hablan de sus recuerdos familiares, cambian evocaciones de suraza, se interrogan ávidamente sobre el pasado, cual respon-diendo a una solemne curiosidad atávica. Es como en las anag-nórisis de los antiguos poemas, cuando dos amantes se en-cuentran y reconocen, después de largo tiempo y múltiplesazares. Teágenes español y Cariclea sefardí, Luna no ha vistoEspaña, que se le antoja un paraíso defendido por un ángel defuego (el edicto de expulsión de los Reyes Católicos), Aguirreno ha visto nunca una judía y sorbe ávido todo el misterio exó-tico -y no obstante fraternal- de Luna. Desde luego, es el es-pañol quien marca la nota pasional en el diálogo, mientrasLuna, más cauta, se empeña desde el primer instante en no

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trasponer los linderos del flirt. (Siempre los españoles ofre-ciendo amor, dando amor, aunque no lo tengamos, cual si fue-se ése nuestro deber histórico.) Una vez la hebrea, sugestio-nada por las palabras de su amigo, en complicidad con unpaisaje magnífico, sacudido por la tormenta, el paisaje román-tico propicio para servir de fondo a un abandono, está a pun-to de ceder al ronco arrullo español. Pero se salva a tiempo ydesde aquella tarde, ya Luis no vuelve a verla, sino otra vez,la última, para la despedida. En esa última entrevista, todoslos «obstáculos tradicionales» que parecían anulados en ins-tantes de amoroso olvido, surgen intactos y abruptos, más queel peñasco en que dialogan los jóvenes. Y es Luna quien losevoca, planteándole, discreta y cruel, al español, la cuestión dela diferencia de religión y de raza. ¿Se convertiría él al ju-daismo para casarse con ella? Ella no abjuraría jamás de supasado. Y ante las angustiosas evasivas de Aguirre, que es deprogenie católica e hidalga, Luna, grave, terrible como un sumosacerdote, sentencia: «No. Es imposible. Tu Dios no es mi Dios;tu raza no es mi raza». Además, Isaac Núñez, su prometido,llegó finalmente de América, redondamente rico. Luna se ca-sará con él y será una honrada y prolífica madre de familia, ala sombra del candelabro y las tablas de la Ley. (Anotemos:Isaac Núñez «un hombre como de cuarenta años, bajo de esta-tura, algo cargado de espaldas y con gafas. Llevaba un som-brero de copa cuadrada, chaqué de largos faldones y una grancadena de oro en el chaleco. Hablaba con voz algo cantante...».)

Así terminan, malogrados en flor, los nacientes amores dela hebrea Luna Benamor y el español Aguirre. El cual, natu-ralmente, embarcará en el primer vapor que zarpe paraAustralia e irá a buscar el olvido de rigor en su empleo diplo-mático. Su breve noviazgo ha sido simplemente un flirt en-tre dos valses o entre dos vapores (¡menudo vals el náutico!).Amor pequeñito y desmayado, en consonancia con la novela quelo narra y que no pasa de ser un cuento largo, un idilio, algoescrito para consagrar un encuentro y que también se malograen la flor de su instante más cálido. Luna Benamor parece unaacuarela pintada por Blasco Ibáñez, el más grande e incorrec-to impresionista, en tanto aguardaba él también un vapor, para

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responder a la fiesta cromática del peñón abigarrado. Lo quemás vale en ella es el paisaje, ese escenario tropical que cono-ce también el lujo boreal de las brumas, esa fiesta de rojos yverdes y azules violentos, esa feria de religiones y razas, esetrozo de India en Europa, colocado bajo el signo tutelar del uni-cornio inglés. (Para el español, un sonrojo perenne, una pico-ta; bueno, Blasco Ibáñez, con su prosa gorda y burda, que aveces parece una traducción del francés -una traducciónmala-, pero de una fuerza expresiva enorme, nos da en estanovelita un retablo policromado, ese monte que es como undread-nought más de escuadra británica. Y sobre esa colosalpeana, las figurillas de Luna Benamor y Luis Aguirre resul-tan desvaídas, insignificantes, minúsculas, según el ilustra-dor las puso en la cubierta del libro; ella, con falda hasta lospies, inmenso sombrero empenachado de plumas y blusa conmangas de jamón; él, con gorra y con atavío, algo arbitrario,de turista.

Como indicio de las simpatías del autor hacia los sefardíes,Luna Benamor arroja una cifra harto mediana. Quitando laprotagonista, que acapara todo el don de la belleza y la gracia,pero a título de no parecer judía, sino una «inglesa morena»,los demás tipos sefardíes que aparecen en la obra acusanrasgos caricaturescos. El abuelo Samuel Aboab «era viejísimoy de pastosa corpulencia. Sentado en una silla de brazos, suvientre duro y suelto al mismo tiempo, se había remontado so-bre su pecho. (¡He ahí un vientre aviador!) Llevaba afeitado ellabio superior, hundido por la falta de dentadura... La vejezdaba a su voz un temblor de llanto y a sus ojos una ternuralacrimosa. La menor emoción le hacía llorar...». Su hijo Zabu-lón «tenía negros los ojos, dulzones y humildes:' pero con undestello de vez en cuando revelador de un alma fanática...; ne-gra y dura la barba de Macabeo guerreador; negras las pasasde su cabellera acaracolada que parecía una gorra de astra-cán». Sobre esa gorra natural, Zabulón, los días de fiesta se en-casquetaba un sombrero de copa. Cuanto al rabino de la Co-munidad, era un «pozo de ciencia y suciedad, con una barbitade chivo blanco, un buen señor, según dijera Aguirre». Y todoslos judíos en general tenían un aire servil, humildoso, que a la

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propia Luna repugnaba y era la razón misteriosa de su prefe-rencia por el español, «Eres como uno de los nuestros -le de-cía a Aguirre-, pero con aire más altivo, más noble...» (Puedeque tuviera razón, pues las persecuciones han impreso al judíoun habitus servilis que quizás pueda ser causa alguna vez dedesvalorización erótica.) Todo esto explica el clamor de protes-ta que al publicarse esta obra se produjo entre los sefardíes gi-braltareños, esos «escorpiones», como a sí mismos bravamentese llaman, que piensan en español y con tanto garbo escribenen inglés. No. Blasco Ibáñez no era precisamente un amantede los judíos. (Y, sin embargo, ese hábil levantino, asistido deldon comercial, tiene no pocos rasgos de semita o, si queréis, defenicio.)

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LA ESTRELLA ASCARZADE LAS HOGUERAS DE ISRAEL

de ANTONIO CASES

Las hogueras de Israel, novela del escritor valenciano An-tonio Cases, no tiene otro interés que el de afrontarse en ellael problema de la fusión nupcial entre judíos y españoles, pro-blema que el autor resuelve en forma negativa. En este res-pecto, Antonio Cases se cubre con la sombra de su ilustre pai-sano, el señor de Malvarrosa. La historia que en su novela nosexpone es la de un epitalamio malogrado, como en LunaBenamor, por los misteriosos y omnipotentes imperativos ra-ciales. La Estrella Ascarza de Las hogueras de Israel no coro-na nupcialmente su sueño de amor, casándose con el oficial es-pañol Anatolio Magraner, porque contra ese sueño generoso seconjuran todos los poderes de su raza, representados por su pa-dre, don Ignacio, y fanáticos amigos, animados de odio atávicoal intruso. Como se ve, no es la cuestión religiosa la que, comoen el caso de Gloria de Galdós, se interpone entre los dos aman-tes, sino el puro antagonismo de razas, aunque este antago-nismo se funde en último término en razones religiosas y ten-ga su consagración en el libro de la ley mosaica. AnatolioMagraner es un goi, un extraño a la tribu, y por esa sola ra-zón, don Ignacio Ascarza y sus amigos, que en la ciudad de Bar-celona componen un pequeño sanedrín, entre mercantil y reli-gioso, se niegan a admitir al profano en su comunidad,abriéndole la puerta del amor de Estrella. No hay ninguna otrarazón más que esa oscura aversión al extranjero, pues Anato-lio Magraner es un español a la moderna, para el que no exis-ten prejuicios confesionales, un hombre leal y bueno, un caba-llero español que, desde el primer instante está deseandohablar con don Ignacio y dar consagración oficial a sus amoresy que en una ocasión salva a su suegro presunto de la cárcel yen otra, para que no le falte el husmo comercial, le transmi-te una noticia -la declaración de la guerra mundial, aún ig-

norada- que permite al judío evitar una catástrofe financiera.No es, pues, un hamir y, aparte su amor a Estrella, podría in-vocar títulos para ingresar en el trust económico-religioso quedon Ignacio y sus amigos tienen formado. Sólo que, a pesar detodo, es un goi y eso sólo basta para que le nieguen el ingreso.Sus pretensiones se estrellan ante el prejuicio de pueblo elegi-do, que el sanedrín de don Ignacio profesa como un dogma. «Losjudíos -dice más o menos textualmente don Jabinda Holguem,el presidente de las acciones sabáticas que el sanedrín celebraen el hotelito de don Ignacio- somos un pueblo elegido, un pue-blo superior, que se ha conservado puro, precisamente a causade su fiel observancia al imperativo eugenésico. Y por eso, comolos arios, el otro gran pueblo histórico, representa una de lasfuerzas fundamentales de la humanidad.» Con arreglo al dic-tamen de don Jabinda que actúa de gran rabino indiscutibleen aquella comunidad doméstica, don Ignacio Ascarza no de-berá consentir que Estrella se case con el goi, sino con un hom-bre de su misma raza; y a ese efecto propone él mismo al can-didato nupcial, que será su propio sobrino, el joven SimeónEmdem, judío de pura raza y adornado con todas las virtudesde los elegidos, aunque no con la gallarda belleza viril del mi-litar español. La decisión de don Jabinda es inmediatamenteaceptada y así se le notifica a Estrella, llamada a compare-cencia ante el sabático tribunal. Estrella protesta, se rebela,clama su amor eterno a Anatolio, pero no tendrá más remedioque resignarse.

Su resignación, sin embargo, es aparente; y a espaldas desu padre, en la laila, como éste dice, de noche, sigue viéndoseen su jardincito con el elegido de su corazón, que ella prefiereal elegido de Jehová. Pero las entrevistas de los dos amantesse van haciendo cada vez más difíciles y cada vez más trágicossus coloqios. No obstante su grande, su infinito amor aAnatolio, porque Estrella ama con una efusión capaz de com-pensar todos los odios de su raza, con una pasión comparablea la de Melibea por su Calisto en el vergel clásico de LaCelestina, la joven hebrea, entre sollozos y besos, confiésase in-capaz de oponerse a la voluntad de su padre y de su tribu. Siellos se empeñan, se casará con Simeón Emdem. Lo que no po-

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drán nunca conseguir -agrega- es que deje de quererte, miAnatolio... Pero Anatolio no se contenta con eso. Su tempera-mento impulsivo se subleva. A veces llega a apenar a Estrellacon sus reproches. Y las entrevistas de los amantes en el jar-dín, lleno de luna y de fragancia, continúan cada vez más pa-téticas y angustiosas. Hasta que los del sanedrín se enteran yun día Simeón Emdem va a ver a don Ignacio Ascarza, en ca-lidad de prometido de su hija, para denunciarle esa vergüen-za. Si no corta de raíz esas relaciones de Estrella con Anato-lio, no podrá él casarse con su hija. Se impone un viaje quesepare radicalmente a Estrella de Anatolio; un viaje largo, lar-go... y a la vuelta, cuando todo se haya olvidado, podrá cele-brarse la boda de la joven con esposo de su misma raza y desu misma fe. Don Ignacio comprende lo razonable de la propo-sición y notifica a Estrella el proyecto de viaje como una ordende éxodo. Precisamente, una carta de su hijo Ismael Ascarza,que emigrara a Rusia y ahora va a casarse con Nora Naquinfield,la hija del famoso multimillonario, sirve de pretexto oportuno yplausible. Padre e hija marcharán a Rusia a ver a Ismael y co-nocer a su novia. Por cierto que en la referida carta, Ismaelcomunica a su padre que, para casarse con Nora Naquinfield,que es cristiana, tendrá que convertirse a la ortodoxia; pero eljoven supone que su padre encontrará lícita la apostasía, ya quese trata de un recurso en la lucha por la vida y al fin y al cabolos millones del suegro, al pasar a manos judías, cantarían lasglorias de Jehová no menos que las estrellas del salmo.

Don Ignacio y Estrella, pues, emprenden el viaje, a Rusia,recorriendo toda esa colección de bellos países que forman elmediodía de Europa. El autor da a entender que hacen su via-je en plena trasguerra y cuando llegan a Rusia, ya Petersburgoes Leningrado y Rusia, la Urreese de los bolcheviques. Pero es-tos trastornos políticos no afectan en nada a la omnipotenciajudía. El nuevo gobierno de los comisarios se entiende muy biencon los hebreos que, de antiguo, poseen la técnica de la rique-za. Así se lo hace saber Ismael a su padre y su hermana, al en-señarles su hogar de casado, que es un verdadero palacio enaquel campamento desmantelado de famélicos y andrajosos.Ismael les presenta también a su esposa, Nora, que, según la

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descripción del novelista, es una criatura maravillosa, com-pendio de aristocratismo refinado y de moderna mentalidadproletaria; una síntesis encantadora de princesa y dactilógra-fa. La antítesis de Estrella, toda ella criatura de amor, pasióny tristeza. Pero a todo esto, ¿y los amores de Estrella y Ana-tolio? ¡Ah! Continúan con el mismo ardor de siempre, a travésde las montañas y los ríos. Estrella sigue dedicándole al espa-ñol sus noches y en la laila conversa con él, sólo que lo hacepor medio de la pluma (el amor metido a escritor). Le cuentatodo lo que hace y le aconseja invariablemente que espere, quetenga fe en amor. Aunque hubiera de casarse con el otro, ellaseguiría amándole, Sulamita invencible. Pero el español no seconforma con esas teologías. Él la quiere para él en cuerpo yalma, para él sólo y al ver que el sanedrín de don Ignacio sela ha quitado, llénase de furor antisemítico y desfoga su re-sentimiento en cuanto puede contra don Jabinda y sus secua-ces. Un día, exasperado, va a buscar a don Jabinda a su mis-ma casa y encontrándole en el portal, «sin vacilar, ciego,abofeteó al judío, una y otra vez», mientras lo increpaba aira-do: «¡Alcahuete, entrometido, chismoso!». Pero la venganza delespañol no para ahí. A poco de eso, con ocasión de haberse pro-ducido en Barcelona un movimiento revolucionario, una pa-trulla de soldados, capitaneada por Magranet, da muerte a donJabinda, en un encuentro en las calles. Y en virtud de una de-nuncia, firmada por el padre del oficial don Alberto, «conocidí-simo regionalista catalán», el joven Simeón Emdem, el prome-tido de Estrella, es detenido como sospechoso y confinado enMontjuich. Don Ignacio se entera de lo ocurrido por carta deun correligionario. «De Simeón no he vuelto a saber nada. Fuiayer a Montjuich, y mi amigo, el carcelero, no supo darme ra-zón de él. —Se lo llevaron de madrugada -me manifestó- jun-to con otros sindicalistas. —¿Dónde? -pregunté con ánimo derescatarlo. —Al patio -me respondió. —¡Al patio! ¿Usted sabe,mi querido amigo, lo que significa en el lenguaje de Montjuich?¡Pobre Simeón, ya no lo veremos más!. ¡Ha muerto como unmártir!...»

Estrella, en tanto, continúa su éxodo en compañía de supadre, alejándose cada vez de su amor y de la dicha. Ya no tie-

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ne fuerzas para protestar. Sus últimas palabras, mientras eltren la lleva al corazón de Asia, son un lamento resignado:«—¡Ay! Si el amor lo vence todo en la religión de Cristo y si poramor redimió Jesucristo a la humanidad entera, ¿cómo el amormío no acaba con la horrenda maldición que nos tiene sin pa-tria y nos separa de los seres a quienes queremos?».

Y así termina esta novela, cuyo argumento sigue unos rum-bos tan difusos, en los que a veces la intención del autor noaparece muy clara. Desde luego, se ve que como Blasco Ibáñezen Luna Benamor carga sobre los judíos esa nota de fanatis-mo e intransigencia que en Gloria de Galdós recaía sobre loscristianos. Si se exceptúa la figura de Estrella en la que ha vin-culado todo el sentido del amor-tórtola que arrulla perenne-mente en su jardín como una Sulamita, todos los demás per-sonajes judíos de la obra encarnan el odio, el fanatismo, elespíritu ritual y la avarienta adoración al oro. Están calcadossobre el tipo evangélico de los fariseos, son una reducción delsanedrín de Jerusalén y sacrifican a Estrella como aquellosotros sacrificaron a Jesús, esa otra imagen del Amor. En lasdescripciones que el novelista nos traza de aquellos individuosde onomástica un tanto arbitraria -don Jabinda Holguem, donAbraham Cronem, don Vidal Sabal, don Moisés Jalfonte- apu-ra los trazos caricaturescos y parece recoger todos los ecos ca-lumniosos del célebre Protocolo de los sabios de Sión. Los ju-díos, según la versión del novelista, persiguen el fin de ladominación universal, pretenden acaparar todo el oro del mun-do y al par que mantienen esa Internacional capitalista de laBanca, están en relaciones con los bolcheviques de todo el mun-do y los utilizan como agentes de sus designios imperialistas.Su consigna parece ser la de agitar las naciones, para pescaren ese río revuelto. Desde luego que ninguna moral, ni tam-poco ninguna religión, excepto una rígida observancia de lospreceptos rituales, que los mantienen unidos y aislados de los de-más pueblos, tras las murallas de su Ley. Llegada la ocasión,lo venden todo, hasta la Torah y el tabernáculo, por los millo-nes y se postran ante el Becerro de Oro, que es su dios verda-dero. Si don Ignacio Ascarza no consiente que su hija Estrellase case con Anatolio Magraner, es porque éste no posee los mi-

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llones de Jaquinfield ni su genio financiero, que de haber sidoasí, él mismo se la hubiera ofrecido. En una palabra, que losjudíos que Cases nos pinta en su novela, son judíos de retablocatólico o de Paso de Semana Santa, judíos de alma feroz y decaras grotescas y espantables. Judíos para hacer llorar -o reír-a los chicos. Entre ellos, la figura de Estrella se destaca comode entre una carnada de sapos y su valor humano se recargapor el contraste con proporciones extraordinarias. Se diría unJesús hembra. Su amor a Anatolio acaba depurándose, por elsufrimiento, hasta convertirse en amor universal, cósmico. Sudolor asume intenciones mesiánicas de redención y felicidad.Estrella llora por todas las mujeres, por todas las criaturas quesufren desamor y querría que sus lágrimas tuviesen un valoroblatorio, Estrella es de la raza de Ruth y de la Sulamita. Peroes además de la raza de las Marías exaltadas a Madonas. Separece a las Dolorosas católicas, que son en realidad hebreas.«Estrella Ascarza» -nos cuenta el novelista- «era una hermo-sa doncella de correctas y puras facciones, aunque algo varo-niles. Tenía moreno el color, y muy rojos, violentamente rojoslos labios, entre cuya pulpeja parecía vibrar la sensualidad.Ovalado el rostro y muy triste y profunda la mirada, con la queacariciaba siempre». Se diría que el novelista valenciano haquerido pintar en Estrella una mujer de su huerta, ¡quién sabesi alguna ilusión juvenil! Sea como fuere, esa heroína hebreaque sugiere comparaciones de Semana Santa, que tiene elsemblante «grave, melancólico y dulce» como las mujeres deEspaña, es un amor literario del novelista, que se place en re-tocarla y pulirla física y espiritualmente a lo largo del libro,hasta realzarla a los extremos de un símbolo de universal ter-nura, casi de una Madre de Dios. Estrella ilumina toda la no-vela, intercede con su dulce belleza por la fealdad y negrura delos demás personajes de su raza y hace que el libro de AntonioCases que, visto por algunas páginas parece una diatriba, seconvierta en un himno a la gran raza, predestinada y miste-riosa que supo dar a la humanidad criaturas tan humanas queparecieron divinas...

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LA JULIA DE EL HOYO EN LA ARENAde JUAN PUJOL

Juan Pujol, el poeta de Ofrenda a Astartea y Jaculatoriasy otros poemas, espíritu lírico, efusivo y ardiente, nos ofreceuna vez más la paradoja de una sentimentalidad amplia y ge-nerosa, unida en el mismo individuo a una ideología rutinariay estrecha. Su pensamiento está en pugna con su musa y lecierra las manos llenas de rosas. Poeta de la pléyade moder-nista, cantor de las raras pasiones y los anhelos exquisitos,poeta amoral y casi maldito, a la manera verlainiana, llegadala hora de definirse en política, ha resultado un hombre de de-rechas, conservador y burgués y hasta un poco nacionalista.Sus libros de versos han encontrado una versión inesperada enlas columnas de prosa de Informaciones, periódico que actual-mente dirige el antiguo poeta y cuyas tangencias más o menosacusadas con el fascio nadie ignora. Pero no es de ahora esaconversión a la derecha del poeta de la izquierda lírica de 1902.Toda la labor periodística de Juan Pujol, que data casi de lamisma época, está en contradicción con su actitud lírica.Traducido a la prosa, su temperamento poético, cambia de pau-ta y de modo. Por influjo de las circunstancias o por libre elec-ción, Pujol ha colaborado siempre en la prensa de la derecha,en periódicos del corte de ABC, de un ideario político que yacontenía en germen todos los desarrollos posteriores del fascio.Nacionalismo, antisemitismo, imperialismo. Las crónicas quePujol enviaba al ABC desde Londres se amoldaban perfecta-mente al tono del periódico y estaban allí como en su casa. Yesas crónicas eran, en tiempos de la guerra, germanófilas y an-tisemitas. Recuerdo que en una ocasión, con motivo de una deesas crónicas, hubimos de cruzar nuestras plumas, él desdeLondres, yo desde Madrid. Se trataba de los sefardíes y yo nopodía consentir que se les calificase de advenedizos en estaEspaña, donde figuran casi como aborígenes. Mi réplica al cro-nista fue enérgica, pero llena de la cortesía obligada al poeta

admirado y al amigo querido. Porque Juan Pujol y yo hemossido compañeros de lucha en la barricada modernista, en esabatalla por la libertad del verso y de la prosa.

Ahora bien; hecha esta evocación previa, a nadie extraña-rá que El hoyo en la arena, acaso la novela mejor y desde lue-go más seria, del poeta de Jaculatorias, sea una novela anti-semita. Acaso únicamente le extrañe a él mismo, por esa pugnaa que antes aludimos, entre su sentir y su pensar; conflicto deíndole acaso freudiana, que puede tenga su raíz en lo sub-consciente, en la caverna o el subsuelo dostoievskiano. Por lodemás, no puede decirse tampoco de un modo preciso, que setrate de una novela propiamente antisemita, ya que la prota-gonista, esa Julia Guzmán, que abre el hoyo en la arena enque se hunde Ricardo Robles, su amante, la actriz famosa, mu-jer de la raza de las vampiresas, aunque controlada por un in-nato sentido práctico y burgués, no es en realidad una judía,es decir una judía consciente y practicante, una judía actual,sino en todo caso una judía atávica, una descendiente de losantiguos circuncisos españoles que adquirieron con su aposta-sía el derecho a seguir viviendo en Sefarad. Julia es, pues, unajudía hipotética, aun aceptada a título de «marrana», y paraque su desleal conducta con el noble oficial español Ricardo Ro-bles pueda esgrimirse como un argumento contra su raza, espreciso admitir previamente la caprichosa tesis del profesor Ca-rrasco, un escritor bohemio que figura en la novela y que seprecia de tener el husmo del judío, aunque venga envuelto enpartidas de bautismo y pergaminos de nobles. Es el referidoprofesor, de no sabemos qué ciencia, y que acaso sólo lo sea delarte inquisitorial antisemítica, para conocer a los judíos por lanariz y el pelo, quien, al ver a la Julia Guzmán (perdón, deGuzmán) falla doctoral y apodíctico: «Su amiga (se dirige a Ri-cardo) es judía». —«¿Cómo judía -le objeta Ricardo- si ni ellamisma lo sabe?» El profesor sonríe y aprovecha la interrupciónde Ricardo, para desarrollar toda una curiosa y en parte vero-símil teoría respecto a la supervivencia en España de un nú-mero increíblemente grande de descendientes de conversos,irreconocibles ya bajo su atuendo católico, pero en los cualessiguen actuando como en otro tiempo, los instintos de raza.

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Desde luego los instintos rapaces y voraces, adquisitivos y des-tructores. Es notable que el fantástico profesor sólo adivineesos descendientes de conversos en aquellos individuos que sedistinguieron por su habilidad o sus uñas largas en el terrenode la política y la hacienda. «España entera está en manos deocho o diez familias, cuyos jefes son incuestionablementede raza judía, como se comprueba sólo con verles los rostros: Mora[Maura], Torreones [Romanones], Mercoquin [Bergamín];¿quién duda que lo son? Lo eran Canalejas y Méndez, lo eraSagasta, cuya nariz ha heredado Pérez Recio [García Prieto]con la jefatura del partido liberal. «Los descendientes de con-versos siguen dominando y esquilmando España lo mismo quesus padres, los antiguos almojarifes y consejeros de reyes. Em-plean la misma táctica y se diría que siguen la misma consig-na. ¿Acaso animados de un deseo de venganza, de desquite porel antiguo agravio de su forzada conversión?» Eso mismo pre-gunta naturalmente Robles; pero el profesor Carrasco lo miracon desdén y replica: «Eso lo dice usted; yo hablo de algo mu-cho más complicado, como lo son los fenómenos biológicos. Siusted coge un grupo de castores y decide llamarlos en adelan-te corderos y se los lleva lejos de su país natal y los arroja ala orilla de un río, los pobres animales no tienen necesidad decelebrar una asamblea para acordar la formación de diques; losconstruyen enseguida, sin ponerse de acuerdo previamente». Elprofesor repite el símil con las abejas y después añade: «Si us-ted deja en libertad de obrar a un grupo de judíos, aunque lescambie usted el rótulo y les llame usted cristianos, comenza-rán a comerciar, a prestar dinero, a economizar, a atesorar». Ysigue luego una interpretación simplista de la historia deEspaña o de Castilla, según dice el profesor: «Durante toda lahistoria de Castilla, a contar desde que se instalaron en nues-tro país, los judíos aparecen adueñados de los verdaderos re-sortes de gobierno. Toda nuestra historia interna es una luchadel pueblo castellano contra ellos por alejarlos del manto efec-tivo, del predominio real que les proporcionaban sus cargas derecaudadores de las rentas públicas... Eran los banqueros delrey o lo que es igual, los amos del país... Pues bien; si en unasépocas en que la rudeza de las costumbres hacía que el odio

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popular se manifestase con la violencia de los asesinatos co-lectivos, los judíos tenían en sus manos los verdaderos resor-tes del mando y de la influencia en la gobernación del Estado,¿qué no habrán hecho una vez confundidos con el resto de lapoblación, sin el obstáculo religioso, sin «cruz de San Andrésque los distinga ni rito especial que los delate? Raza formida-ble y admirable... Así ha podido usted verla en los Consejos deAdministración de las grandes compañías, en los Bancos y enlas poltronas ministeriales»...

Así termina su soflama el profesor Carrasco, que tambiénse asombraría mucho y hasta se indignaría, si alguien le lla-mase antisemita. No, él no es más que un naturalista, que com-prueba y hasta admira un poco (con algo de envidia, ¿no?) a laraza judía. «Raza admirable y formidable...» Pero en eso pre-cisamente estriba el complejo antisemita, formado de una do-sis de admiración y otra de temor pánico y supersticioso. Porser formidable, es admirable la raza; pero por eso mismo hayque maniatarla, que reducirla a la impotencia, que acorralar-la o echarla. Las consecuencias de los silogismos del profesorbohemio y alcohólico -Carrasco no se hartaba nunca de coñac,cuando lo convidaban, se entiende- serían que los reyes cató-licos debieron quemar o expulsar a todos los judíos españoles,sin dejarles la opción del bautismo y que admitido éste, debie-ron imponer a los conversos estigmas indelebles, para que hoypor lo menos pudiéramos saber -ya que no todos entienden denarices- qué judíos se sentaban en las poltronas de los minis-terios y los bancos. Todo el programa que Hitler ha desarro-llado luego con aplauso de los nacionalistas españoles, que venen él su mandatario. Sin embargo, el discursivo profesorCarrasco se consideraría ofendido si se le llamase antisemita.Él habla en nombre de la Biología, de la ciencia...

Y no menos se indignaría Juan Pujol si le atribuyésemosla inspiración de las cosas que dice su personaje novelesco,como muñeco de ventrílocuo. Y sin embargo, ¿por qué recogeresas teorías absurdas para dar categoría de conflicto racial aun idilio malogrado entre el noble oficial español Ricardo Ro-bles y la famosa actriz Julia de Guzmán y echar sobre la razajudía la responsabilidad del mal que la actriz hace al amante?

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¿No es superfluo ese aditamiento tendencioso? ¿Cuántas vecesno se ha repetido en la novelística universal el caso de una mu-jer que arruina y pierde a un hombre -y más si pertenece almundo equívoco de las bambalinas- sin necesidad de que seahebrea? Mujeres como Julia de Guzmán, calculadoras y egoís-tas, que aspiran a conciliar su amant de coeur con su queridooficial, el gran político o el gran negociante, se dan en todaslas razas y en todos los climas de la civilización. ¡Ah! Pero esque Julia de Guzmán ha desmoralizado a Ricardo Robles, haechado abajo en él esa fortaleza de rígida moral cristiana y dehonor caballeresco, erigido en su corazón por su madre, hatruncado su carrera de militar con la nota del deshonor (Ri-cardo abandona su posición avanzada en Marruecos por ir abuscarla) y todo ello para hacerlo su igual, para poder domi-narlo a su antojo. Ella, la mujer perdida, y él, su chulo. ¿Quiénno ve ahí un paradigma de la acción corrosiva, disolvente, delvirus hebraico en el cuerpo social? ¡Ahí, eso mismo que Juliade Guzmán hizo con Ricardo Robles, lo hacen los judíos con lospueblos, en donde conviven: los deshonran. He ahí la morale-ja de la novela de Pujol. El novelista no ha querido ver que delo que aquí podría tratarse, en todo caso, sería de un conflictode clases, de tipo marxista. Julia de Guzmán, que es de fami-lia pobre, vengaría en Ricardo Robles, de linaje patricio, mili-tar, un antiguo odio inconsciente de clases. Gozaría rebajándo-lo a su nivel, deshonrándolo, ya que ella tuvo que deshonrarse,puesto que la moral burguesa, caballeresca no es compatiblecon el harapo. Julia se ha encaramado a las tablas del teatropara triunfar allí, para dominar desde ese trono del arte, librecomo el arroyo. Ricardo Robles es su gran presa, la piel de león,sobre que apoya sus pies, mientras Ordóñez, el banquero, lepone a ella encima el suyo, forrado de oro. Su vida, todacálculo y previsión y miedo a la vejez desamparada de las ar-tistas, no puede aventurarse al amor sin riqueza. Necesita deesa fórmula doble. Ricardo no se aviene a ser su chulo. Bien,noble gesto. Pero, ¿por qué conferirle representación racial?Para eso basta con tener el orgullo de la juventud... ¡Ahí Peroes que había el propósito de escribir una novela antisemita yera menester que fuesen manos judías las que cavasen el hoyo

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de arena en que la juventud del protagonista se hunde. Así losjudíos serían responsables de la muerte de Cristo y del fraca-so en la vida de Ricardo Robles.

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EL ISMAEL DÁVALOSDE CÁLIZ ROJO

de CONCHA ESPINA

El Cáliz Rojo de Concha Espina es el canto de dolor de unalma de mujer, que el amor ha traicionado, cuando parecía ha-ber logrado su plenitud perfecta. Soledad Fontenebro, que asíse llama esta mujer, que tiene mucho del propio temple heroi-co de la autora, ha consagrado toda su vida -veinte años- alamor de un hombre, que a esas alturas temporales en que lacriatura apasionada lo dio todo -juventud, ilusiones, sueñosde porvenir-, la abandona para casarse con una señorita vul-gar, sin más encantos que su cara fresca y su cuerpo airoso.Selección en que triunfan los valores puramente biológicos so-bre todos los demás éticos e intelectuales. Soledad Fontenebroes una mujer de excepción, de una mentalidad rica y poderosay de una reciedumbre moral inquebrantable. Al verse traicio-nada, siente la natural tristeza de comprobar una vez más lapequeñez de los hombres, tan fácilmente sensibles a la bellezafísica -sin recordar, es claro, que también esa belleza, veinteaños antes, debió de contribuir a su triunfo sobre el corazóndel amante-, pero no por ello reniega como otras de su histo-ria de amor ni pretende borrar de su vida esos veinte años dedicha perfecta. Huye de su patria en un impulso instintivode evasión y va a buscar en los viajes un derivativo a su pe-sar, llevando consigo cual precioso viático esos sagrados re-cuerdos de su juventud. Soledad Fontenebro es la mujer de unsolo amor. No olvida porque sabe que ella también es inolvi-dable y tiene el convencimiento de que en la vida de aquel hom-bre será siempre lo esencial, mientras su nuevo amor será tansólo un accidente. Soledad Fontenebro es una mística del amor,exasperada por el climaterio.

Concha Espina ha querido hacer resaltar más la figura desu heroína -mujer de un solo amor- dándole como fondo la

Alemania desmoralizada de la postguerra, donde preponderanlos instintos bestiales y las apetencias epicúreas. Sobre aque-lla chusma de hombrezuelos y hombrecillos, que sólo se guíanpor el principio del placer, ella descollará como una estatua so-bre los transeúntes. Su belleza declinante le granjeará la ado-ración de los amantes del crepúsculo; pero ella rechazará to-das las tentaciones y con su idea de un amor único será comoun antiguo israelita en tierra de idólatras, fiel a su solo Dios.Soledad Fontenebro no flirtea, no se presta a relaciones equí-vocas; ella se ha cerrado ya para el amor y es como una mon-ja de su recuerdo único. Esto le infunde una estatura sobre-humana y hace que cuantos se agitan a su alrededor, parezcanpigmeos, moscones que se agitan golosos en la flama doradadel atardecer. Pero para que su figura seria, de monumento an-tiguo, resalte todavía más y más se agigante, su autora haceque la mujer de un solo amor aparezca en contraste con otrafigura de forja antigua, Ismael Dávalos, el hombre de un soloDios, el judío. Ismael Dávalos, judío sefardí, que reside tam-bién temporalmente en aquel pueblo alemán rodeado de bos-ques, a orillas del Kalksee, pertenece a esa minoría selecta enque se incluye Soledad Fontenebro. «Es el único forastero es-cogido y señoril» y descuella como ella misma entre aquellagente alemana «espesa y tosca», Ismael es la pareja descaba-lada de Soledad y es lógico que el genio de la especie trate deenvolverlos en la red de las afinidades electivas.

Ismael Dávalos, que en todo repara con fino espíritu ob-servador, no puede menos de fijarse en aquella extranjera quecruza ante él, lejana y esquiva, «casi siempre vestida de blan-co, de un modo sencillo y personal; morena, esbeltísima, tienelos ojos oscuros y leonados, con brillante calor en la mirada, laboca firme y grave, la frente noble y pensativa, el pie curvo ylatino, las manos infantiles; corto el pelo negro y caudaloso ensatinados mechones sobre las sienes y toda su belleza se dis-tingue por un aire absorto y gentil, por la expresión de un he-chizo fuerte y singular». Ismael indaga y averigua datos vagosque agravan todavía más la condición enigmática de la ex-tranjera. Nadie puede decirle cómo se llama ni de dónde vie-ne, ni si es soltera, casada o viuda. Sólo logra saber que de su

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ignorado país ha llegado a aquel pueblo, recomendada por al-tos personajes, que sus hospederos tienen orden de tratarlacomo a una reina, que debe de estar convaleciendo de algunaenfermedad, porque sólo come casi exclusivamente fruta quediariamente le envían de Berlín y mermelada de rosas que lemandan de Bucarest.

Esta información incompleta aviva aún más la curiosidadde Dávalos y su naciente erotismo, pues nada hay que ambi-cione tanto el amor como aclarar enigmas. Ismael acecha avi-zor las salidas de la extranjera y una tarde, después de hábi-les maniobras, consigue que Soledad acepte su compañía ensus cotidianos paseos por el bosque. Empieza así un flirt entrela española y el hebreo, pese a toda la austeridad de aquélla.La mujer de un solo amor y el hombre de un solo Dios se en-cuentran ya frente a frente en esa actitud polémica de todoamor que nace. A los pocos momentos, ya Ismael sabe que sunueva amiga se llama Soledad Fontenebro y es española, asícomo Soledad sabe que su interlocutor se llama Ismael Dáva-los, es judío sefardí, nacido en Salónica y practica el comerciodel tabaco turco, pero en una forma casi reservada, sin recla-mo, sólo para elegidos. ¡Detalle notable! Soledad no muestraasombro alguno al oír la confidencia del judío; no se crispa, nose asusta, como la Gloria de Galdós y los vecinos de Ficóbriga,el año 77 del pasado siglo. El tiempo no ha pasado en balde yha ejercido su influjo educador de supremo maestro. Soledadse limita a mirar con más atención a Ismael, cual si ese nom-bre de sefardí se lo prestigiase. Ismael «es alto, fuerte, de ele-gantes proporciones; dobla un poco el busto. Se viste con mo-derna pulcritud y en el sartal blanco de los dientes le relumbracon frecuencia una sonrisa generosa; tiene los ojos sarracenos,atezada la piel, corvo el perfil».

«Me llamo Ismael Dávalos -dice descubriéndose con reve-rencia-, soy mercader y me considero español. Tenemos el mis-mo origen, la misma lengua; ¿quiere usted que seamos amigos?

—Ya lo somos -dice Soledad con blandura-.» Y se inicia eldiálogo. Ismael se empeña en contarle a la española cosas desu vida, cual si quisiera ofrecerle un testimonio de confianza.Se ha educado en París; conoce Europa y una parte de Amé-

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rica; viene a Woltersdorf para descansar de un viaje de nego-cios a los Estados Unidos. Ismael Dávalos ha estado en nues-tra península. Ha visitado Córdoba, Sevilla y Toledo, gozado dela primavera madrileña y contemplado, de paso para París, laamarillez dorada de Castilla.

A cambio de esas confidencias, Soledad Fontenebro ofreceal israelita esta romántica síntesis de sí misma:

«Soy española, según usted ha adivinado; viajo por hastíoy falta de salud, no sé qué hacer en el mundo... y tengo ganasde morirme.

—¿Por alguien?—Por curiosidad.—¡No puede ser! Ganas de morir en plena vida, en plena

hermosura.—¡En plena desesperación! -replica Soledad de un modo in-

voluntario.»Luego, la confidencia se amplía. Soledad añade que es ca-

sada y muestra a Dávalos el consabido anillo con las inicialesentrelazadas y al terminar, exclama:

—Esto me queda del bien que tuve...El israelita, en un arranque de noble piedad, insinúa:«El culto que usted mantiene con tales bríos, aún puede re-

florecer en el traidor.»Soledad salta al punto, crispada:«—¡No le llame traidor!»Y como el israelita se excusa, ella añade:«¡Lo es! Pero no quiero que se lo llamen.» Y a continuación:

«¡No lo es, no!... ¡Dios mío... Dios mío!».Ha anochecido ya. Hay que volver a casa. Brilla la luna so-

bre los pinos. Se ha roto el diálogo y el blanco traje de Soledadflota, al través de los árboles, como si huyera de la noche.

Los paseos en compañía de la española y el sefardí se re-petirán en tardes sucesivas, cada una de las cuales clava máshondo en el pecho del israelita los puñales de Eros. Ya Ismaelestá decididamente enamorado de la española: enamorado porprimera vez en su vida, pues aquel hombre cosmopolita y erra-bundo sólo conoció hasta entonces fáciles devaneos. Soledades su primera pasión seria y el sefardí adopta para granjear -

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se su amor ritos serviciales y tímidos. La corteja, vela por ellay le manda enormes ramos de flores, flores raras, costosas.Soledad acepta esos simbólicos obsequios de Ismael, déjaseacariciar y envolver en la suave guata de su amor respetuo-so. La española parece en verdad una convaleciente, a la queel sefardí cuida y atiende, no obstante estar contagiado de sumismo mal, según más de un heroico médico en tiempo de epi-demia. Las entrevistas de Soledad e Ismael son de una dis-creción delicadísima; ambos amigos hablan de cosas abstrac-tas y poéticas, «de los trece mares y los siete ríos» o tocantemas de alta política ibérica, como la parte tan principal quelos sefardíes tuvieron en la cultura de la península, el desa-cierto político que significó su expulsión y la esperanza de suretorno solemne... Ismael calla la palabra que aletea en suslabios, por debajo de aquellos tópicos generales y Soledad quela adivina, no hace nada para que la pronuncie. Un día Ismaelencuentra el modo hábil de ofrecer su amor sin nombrarlo. Esa raíz de haberse perdido ambos en el bosque, de donde sa-lieron por fin a buen camino, gracias a la pericia del sefardí.Aquella tarde Soledad ha tenido una de sus crisis sentimen-tales más violentas. Y el israelita, apasionado, apiadado, quie-re completar su obra de orientar a aquella golondrina extra-viada.

«—Regrese usted a España -le dice-. Permítame que laacompañe. Seré para usted un hermano, un guía lo mismo queen este bosque. Y encontraremos también el rumbo que ustedquiera...»

Soledad, conmovida, le invita a acompañarla a su aloja-miento de la Fôrsterei, donde lo obsequia con graciosa y senci-lla hospitalidad. Mermelada de rosas, canutillos de crema, delos que en Prusia llaman «rizos de Heine» y vino de Jerez, do-rado y chispeante.

Luego, al calor de aquella confianza, surge otra vez el diá-logo trágico. Soledad amplía sus confidencias de mujer traicio-nada. El hebreo la escucha, ardiendo en amorosa indignación.En un arrebato exclama:

«—Ese hombre no merece vivir en paz ni morir con honra.Necesito buscarle y decirle que es...»

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Pero aquí se marca el contraste entre las dos religiones, en-tre la Ley de Moisés y la de Cristo. Soledad recuerda:

—La doctrina de Jesús todo lo perdona. Nuestra mayor glo-ria consiste en levantarnos cuando hemos caído; el que no acep-ta el arrepentimiento, no acepta la vida.

A la ley del Talión, Soledad opone la doctrina de Cristo.Ella perdona al hombre que la traicionó, para que ella sea tam-bién perdonada y acepta la vida como una penitencia. Lo cualquiere decir, en suma, que, a pesar de todo, no puede dejar deamar a ese hombre nefasto, que a nadie más amará en su vida.

Pero Ismael, hombre mundano, sonríe para sus adentroscon escepticismo. No puede comprender -y aquí interviene sucondición de judío- esa doctrina tan sublime. Actúa un poco almodo de Mefístófeles. Sonríe y aguarda.

Y continúan los paseos por el bosque y continúa el flirt-aunque a Soledad le indignaría esta palabra- entre la espa-ñola y el judío, con alternativas de aproximación y alejamien-to. Ismael espía la menor languidez de su amiga, para lanzar-se al asalto de aquella alma adorada. Es el tentador en aqueldesierto de abandono en que Soledad está como Jesús. Y unatarde, que han subido ambos a la Torre de Vistas, que está enlo más alto de la selva de Woltersdorf, el israelita aprovechala sugestión de aquella eminencia para tentar a Soledad conun sueño de amor y de grandeza como el demonio tentó a Jesúsen la Montaña. Y le brinda un viaje maravilloso en su compa-ñía por los lugares más bellos de la tierra, por la India, portodo el Oriente, con un lujo y una suntuosidad que su fortunahará posible... Sólo le falta decir «todo ésto te daré si postra-da, me adoras...». La intención teologal del recuerdo la subra-ya la propia novelista para glorificación de su heroína.

«Yo soy para usted la Fortuna, la Libertad, el Amor -diceIsmael a Soledad-. Pero da un paso torpe al insistir. —Soy elamor que no muere, el único, el fiel...»

Queda roto el encanto. Soledad se recobra con impetuosarebeldía consciente, gallarda, irreductible:

«—¡No!... ¡Ese amor es el mío; de mi alma, de mi sangre,de mi tristeza! ¡Nadie lo tiene más que yo y usted me lo que-ría robar!»

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Se ha puesto de pie con una exaltación rápida y es ella laque sugestiona al aterrado amigo:

—¡No! ¡El amor, no! -repite, asertiva, indómita-, ¡no locompartiremos nunca, jamás...! Aunque usted me diera todo eloro del mundo que habíamos de recorrer y el oro la alegría, lasalud...

El tentador queda vencido. Han chocado, no dos religiones,sino dos modos distintos de entender el amor, que en el fondoson aspectos del mismo principio. Dávalos representa el mo-noteísmo religioso, Soledad el monoteísmo erótico. Monoteísmo,pues ama a su infiel marido como a un Dios. (En el fondo,lo que Soledad defiende es su orgullo, pues está convencida deque el infiel la ama a pesar de todo, que no puede menosde seguir amándola, pues a una mujer como ella no se la ol-vida. Soledad es un caso de megalomanía erótica, y si apura-mos bien el análisis, no es que ame como a un Dios a su ma-rido, sino que ella misma es la que se erige en Dios, en Jehovahe impone la Ley de amor único a su persona. No olvidemos queSoledad atraviesa una crisis climatérica.)

El pobre Ismael hace un papel bien triste al lado de aque-lla mujer que lo toma por testigo de sus exaltaciones eróticaspor el otro, que parece gozarse en chasquearlo repitiendo elcanto de su amor al desconocido rival. Hay momentos en queSoledad llega al deliquio como una Teresa de Jesús y lanza ex-clamaciones delirantes, dirigidas al ausente como a un esposomístico. Y se diría que lo ve y toca, en una misteriosa epifanía.

«¡Mío, mío, te quiero!..., ¡eres tú, eres tú! -susurra enlo-quecida en un orgasmo indescriptible, dirigiéndose al esposocon palabras de vuelos infinitos que parecen de otro mundo.»

Como es natural, a esas exaltaciones seguían estados de-presivos que hacían necesaria la reclusión de Soledad en sualojamiento y cortaban bruscamente sus paseos con el israeli-ta. Ismael ronda la casa e interroga a los servidores... Y éstos,con muy buen sentido, diagnostican:

—¡Es que está lunática, señor!Pero el hebreo porfía hasta que logra verla en la casa y ob-

tiene de ella la promesa de una excursión en compañía, bajo laluna llena, que lucirá de allí a tres noches. Y llegado el pleni-

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lunio, los dos -¿los llamamos amigos?- dan un largo paseo enlancha por las aguas del Kalk bajo la luna enorme. Allí, bajoel fulgor del astro y su poderoso magnetismo, vuelve Soledada tener otro místico arrobo. Él está allí.

«Oigo que me llama de detrás de los luceros -gime-. Le ten-go sobre mí en el agua, en el aire, en la sombra, en la luz...»

Y sus labios dejan escapar esta súplica angustiada: «¡Nopuedo más! ¡Sálveme usted de esta persecución!».

¡Grito de obsesa que pide exorcismo! ¿Será que Soledad haempezado a sentir algo más que piedad por su enamorado com-pañero? ¿Es que con ese grito le entrega al fin su alma y sucarne tremante? Pero el israelita no quiere aprovechar el mo-mento predestinado del plenilunio. Ismael Dávalos es todo uncaballero. (Y no decimos un caballero español, porque nos acor-damos del Tenorio. Un caballero español acaso hubiera esti-mado su deber cumplir los mandatos de la Eugenesia.) El ju-dío desperdicia ese momento único y da lugar a que Soledadse recobre de su delirio. Luego pronuncia estas serenas pala-bras:

«No tema usted a los astros, ni a las claridades de Dios,polvo de las tierras del cielo. Mire usted a la luna y que seapara nosotros ahora mismo en Alemania «el pan de la noche»,la bendición divina en este lago sereno, tan distante de nues-tro país...»

Ismael Dávalos ha dejado ir el momento único y ya no verámás a la española, sino de lejos. Soledad, para salvarse, ape-lará a la fuga, prueba evidente de que aquella noche de lunase sintió en peligro. Ahora con gesto enérgico, cortará aquel co-queteo arriesgado. Ya dio las órdenes oportunas para su tras-lación a un caserío remoto, ]a senara de una isla en el Stie-nitzsee. Cuando por última vez la ve Dávalos, ya va la españolacanal adelante, rumbo a su nuevo destino. Y, sobrecogido deuna búdica ataraxia, no hace nada ni para detenerla ni parasiquiera llamarla. La deja ir como un mensaje dirigido a otroy se inmoviliza en un grato colapso de la voluntad. La siguecon los ojos hasta perderla de vista, como a una estrella erran-te, sin hacer nada para apresarla. «Lleva el pelo aflojado porla humedad, claras las mejillas, deslumbradores los ojos en su

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matiz oscuro de pasión. Y se aleja así, desabrigada y pobre,sola por la yerta red de los caminos, sin otro viático que el deun amor indisoluble, la más pura síntesis de la vida.» Ni si-quiera ha visto a Dávalos. El judío la contempla hasta que sepierde en la lejanía el vivo reflejo de su traje rojo. «El hombrede Salónica venera cuanto huye en el bajel que se atenúa enel trivio de los canales; todavía le dora el Sol a quien en Greciainvocaban los inocentes, porque todo lo ve...

Y Dávalos se descubre en un saludo inmenso cuando la so-brehumana pupila recorta en el horizonte el último perfil de lanave, coronada por el Iris...»

¡Pobre Ismael Dávalos! ¡Ha perdido a España y a SoledadFontenebro!

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EPILOGO

CANSINOS ASSENS, VOZ DE INTIMIDAD

por LUIS EMILIO SOTO

I

1928

La Puerta del Sol, charra y abigarrada, es la concentraciónde una permanente tarde de toros. Desde allí, tomando por lacalle Mayor, al cuarto de hora de camino -como dicen enMadrid los guardias para aquilatar la distancia- se llega ala Plaza de Oriente con su custodia circular de cuarenta y cua-tro estatuas de reyes. El forastero descubre que son testas coro-nadas gracias a la ubicación del Palacio Real, cuya mole se ele-va enfrente. De otro modo no faltaría quien pudiera ver en elmármol de tantas estatuas alrededor de la plaza un homenajea la memoria de sus guardianes más conspicuos... Un trechomás por la calle Bailén y se transpone el linde del Madrid mo-derno separado del antiguo por el Viaducto que han hecho fa-moso los suicidas. No es posible pasarlo de largo, sobre todocuando se va en busca de Cansinos, quien ha prestidigitado mu-cho con su gigante armazón de hierro, tanto que éste ha llega-do a tener una categoría de símbolo durante la asonada ul-traísta. Buenos Aires, lisa topográficamente, no posee nadaparecido, ningún guión metalúrgico así. Para imaginarse elViaducto, férreo salto de gimnasta, bajo el cual cruza conto-neándose la castiza y sinuosa calle de Segovia, tendríamos ape-nas nuestro Puente Barracas, y eso previendo su mayoría deedad... Aquél, construido en 1868, empieza a cimbrear con unmal de San Vito o tembleque senil que motivó hasta la suspen-sión del tráfico. Cansinos me contó después que el Viaducto fuea reemplazar la antigua Cuesta de los Ciegos, como se llamaahora todavía, practicada sobre un desmonte y por cuyo repe-cho se trepaba antes desde la cuenca de la Segovia hasta el vie-

jo barrio de la Morería. Aludiendo a Pedro Garfias, dice en al-guna parte, que era uno de los seis que «bailaban en la albo-rada maitines líricos sobre la cuerda floja del Viaducto madri-leño». Su considerable altura permite atalayar desde allí undilatado panorama en el que se destaca la mancha verde de losJardines del Palacio Real, vasta y profusa arboleda y detrás dela Catedral de la Almudena, en construcción desde hace variosaños, toda la populosa barriada que se extiende hasta las afue-ras de la Corte. Antes de abandonar el Viaducto, abajo, en unrecodo de la calle Segovia, se puede ver el sitio donde los pri-meros pobladores de la villa encontraron el Oso y el Madroñocon que se aludió más tarde a la antigua Majerit de los árabeso Madrid actual. En seguida sale al paso la Judería vieja quecon el barrio moro formaban la zona más importante delMadrid primitivo. A poca distancia de allí, en la misma callede la Morería, y casi frente a donde vive Cansinos Assens, seconservaba hasta hace poco una casa señalada con el n.° 13,con la fachada, el patio y el típico herraje de las puertas secu-lares. Sobre el dintel, y formando contraste con su ruinoso y va-letudinario aspecto, osténtase esta altiva leyenda: «Palacio deIsabel la Católica», escrita con almazarrón (tierra roja endure-cida) por una mano popular. En este barrio o aljama de los mo-ros, fundado en 1126, se encuentra el caserón donde viveCansinos Assens, una de cuyas ventanas da al Viaducto. Ocupaallí un modesto piso como cualquier covachuelista de negocia-do ministerial al que se sube mediante una suerte de alpinis-mo trepando por una sórdida, oscura y. crujiente escalera quepor sí sola le da carácter a los viejos solares madrileños.

II

No sé qué vaga reminiscencia árabe despierta la expresiónde Cansinos. Uno de sus últimos retratos la acusa notable-mente. Habla a media voz, con ese tono afelpado que presta acualquier motivo una especie de veladura confidencial. La blan-da disposición de sus ademanes y de sus gestos, entre los cua-les se escurre la más copiosa cordialidad, refleja una bonhomía

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que de inmediato gana el ánimo e invita a franquearse sin re-servas. Aunque inevitablemente uno se siente al lado suyo dosveces hermano menor: por su abultado bagaje literario y tam-bién por ese corpachón de atleta en decadencia. Nada iguala alungüento de su sonrisa, cuyas fricciones lubrifican el acento an-daluz, los finales de las palabras cálidamente estirados hastala cadencia. Cansinos habla con el mismo tumulto de imáge-nes que es el sello de su prosa, frases de faldas bombées, de an-cho ruedo verbal y de numeroso plegado. Al revés de Azorín,que se abstrae y en espíritu permanece ausente de su interlo-cutor (en ocasiones incluso escribiendo hace estos mutis),Cansinos anima el diálogo, busca el clinch íntimo, la trabazónde ideas y de sensaciones. Sabe escuchar, arte mucho más di-fícil de lo que se cree, pues su atención dúctil en extremo per-mite que el espíritu que tiene delante adopte la postura más có-moda para despacharse. Pero sobre todo interpreta, posee lavirtud de escurrirse alma adentro, insensiblemente, con ese gol-pe hábil y exacto que es el secreto de los dentistas para extraerraíces sin dolor, raíces de la vida emocional, hincadas en su le-cho legamoso y profundo. Frente a Cansinos, traductor máxi-mo de cuanto idioma existe, uno se siente un libro íntegro deerratas sin defensa y se experimentan deseos de cortar nuestrosademanes como se cortarían las amarras de un buque para queno sirvan de acceso furtivo a los agentes de la epidemia escru-tadora: sutiles miradas y preguntas que expugnan el dominiodel espíritu así como los temibles roedores deslizándose por loscables se cuelan a bordo. Pero en Cansinos hay un excesivo ydesprevenido hombre bueno (bondad de esencia cuya expresiónmás acendrada hállase en la miga sensible que informa su pau-ta de crítico ejemplar). Es el fondo que a cada instante afluyea sus labios en la alabanza caudalosa, es lo que sobre todo em-puja la admiración del recién llegado junto a él. Más adelanteha de verse cómo esta efusión, cuyo diafragma ábrese con faci-lidad, inspira recelo en orden a algunos de sus juicios críticos.Cansinos es un magnífico conversador de charla fluida, pulpo-sa. Sabe destrenzar los temas sin que los tientos enmarañadosde los nudos de ideas lleguen a imponerle esfuerzo alguno. Elpespunte de la sonrisa, que no se separa nunca de su palabra,

EPÍLOGO/129

contribuye a darle a sus juicios, incluso los desfavorables y lasopiniones a contrapelo, una eficaz ligereza aérea. Pero no es me-nor el alcance de sus punciones irónicas sobre un autor o un li-bro. Aunque tales salidas de tono contraen muy raras veces suslabios, espumantes por lo común de elogios, recordaré siempreel tatuaje grotesco que en mi presencia dibujó Cansinos al dor-so de más de un prestigio literario. Agudezas libradas al ca-pricho del arabesco y del buen humor son esas charges cuyaintención no dura más que los croquis hechos en el café sobreel mármol de las mesas.

III

Refiriéndose al ultraísmo, movimiento que lo contó entrelos propulsores de la primera hora, me dice Cansinos:

—Al lado de los «escritores», duchos en el acarreo de mate-riales de otras literaturas, injertos o zurcidos que algún día sa-len a luz, no se puede negar que forman legión los que prolon-gan su aprendizaje indefinidamente. Son aquellos que estánconvencidos de que el arte literario es una de las más comple-jas y severas disciplinas del espíritu. De ese noviciado, y a lavuelta de muchos ejercicios de perfeccionamiento interior, sur-ge la más fecunda de las normas: un sentido de ponderación yde calidad.

—¿No cree, Cansinos, que su actuación capital en esas lu-chas le haya restado objetividad para historiarlas?

—Yo he dicho que la crítica toma el sentido de un arries-gado abrazo de fraternidad y se convierte en un acto de excel-sa simpatía, y también que el crítico es un espiritual incuba-dor que prodiga su calor íntimo sobre el nido de la creaciónartística de los demás. Tal profesión de fe contesta a los queatribuyen a la crítica un invariable papel subalterno, inútil conrespecto a la creación del arte. Es el consabido cargo que mue-ve en todas partes la crítica impresionista. Subjetivismo se dicecon gesto displicente, no de otro modo que cuando se desbara-ta un castillo de naipes de un papirotazo. Mis trabajos de crí-tica no responden a otro fin que el de dar la más acabada idea

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de ese movimiento literario, cuya fertilidad más depende de susproyecciones que de sus conquistas cabales y concretas, propia-mente hablando. Como ciertos papeles oficiales y timbrados, vis-tos al trasluz revelan un escudo o una cifra impresa, puestastambién al trasluz ideal las semblanzas que tracé en «La evo-lución de la poesía» y «La evolución de la novela»*, descubrenla mía con tanta nitidez como sea capaz de percibirla la saga-cidad propia de cada lector. Contribuí a instaurar entre noso-tros el credo ultra en 1918, que como impulso provenía deFrancia, con plenitud de fervor. Desde los archivos lo siguenproclamando las colecciones de diarios y revistas de entonces.Mi actitud posterior guarda estricta consecuencia con los pos-tulados esenciales sobre cuyos cimientos se irguió la nueva es-tética. Nuestro furor iconoclasta irritábase con la inercia o pos-tura sedentaria del modernismo senil. Polarizaba nuestraspesquisas y escarceos una nueva conciencia lírica, ayuna de fór-mulas convencionales, por supuesto, e inconfundible como ex-presión de la sensibilidad que con la mudanza de valores des-pertó nuestro tiempo.

—¿Cuál fue la suerte de aquel movimiento renovador?—Nadie la ignora: las filas ultras cada vez se hicieron

más ralas y al desnutrirse el cuerpo, que era su representa-ción, quedó un grupo en pie sobre el puente de la nave ya casicubierta por las aguas. La falta de vitalidad convirtió al ul-traísmo en un haz de teorías enjutas, y la intención, diná-mica al principio, al cabo de un tiempo envaróse, hízose aca-démica. Hoy hasta los gacetilleros de provincia emplean surecetario.

* Se refiere a dos tomos de La nueva literatura (Madrid, 1927). Reeditado enuna edición moderna con el título de Obra Crítica (Sevilla, Diputación de Sevilla,1998). Nota del Archivo Rafael Cansinos Assens.

EPÍLOGO/131

IV

Varias veces al anochecer traspuse el Viaducto rumbo a lacasa de Cansinos. A esa hora comienza a reunirse el concilio desombras que preside el aquelarre de la calle Segovia, cuya cuen-ca vista desde el Viaducto es una boca de lobo. Sólo entonces elalma en pena que erra a través del barrio de la Morería se aso-ma a los vetustos portales de cuarterones desconchados y reciaargolla de llamador. Al trepar por la escalera, mal alumbradapor una luz amarillenta, recibíame familiarmente el fuerte tufode humedad que despiden las paredes trasudadas, ese olor amoho que se pega a los trajes y que sólo quitan los limpiadoresa golpes de lucha japonesa.

La habitación donde trabaja Cansinos es estrecha y da laimpresión de serlo más todavía en virtud del diluvio de librosque contiene. Sobre el pequeño escritorio, encima de las sillas,agrupados en los estantes, formando pilas que se sostienen en-tre sí como rodrigones, en fin, las grutas mallorquínas delDrach reconstruidas en un cuarto con rimeros de libros. Comoaquel erudito de que habla France en el prólogo de La Isla delos Pingüinos y el cual desaparece en el torbellino de papeletasque inunda su despacho, me veía náufrago en un presunto alu-vión de libros.

. Cansinos se interna en esa selva o mina hecha con galeríasde papel y hurga hasta dar con el volumen que necesita. Conlas mangas del saco todavía sucias de polvo, me dice:

—Por más que leo, es imposible dar abasto con la cantidadde libros que me llegan de América. Día a día se van acumu-lando hasta formar la montaña que usted ve. De allá recibo en-víos a granel, diarios, revistas, etc. Sólo así, es la verdad, sepuede estar al corriente de una producción tan vasta, y la cual,por mi parte, estoy siguiendo con un interés sin límites.

En efecto, Cansinos es uno de los pocos críticos españoles quemás información posee sobre cosas de América y nuestras en par-ticular. Con la mayor familiaridad baraja los nombres argenti-nos de más fuste literario, no sólo dentro de su difusión conti-nental, sino incluso los de aquéllos cuya longitud de onda noabarca más que un breve sector de público. En el tomo III de su

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obra La nueva literatura, primero a propósito de la Antologíade Julio Noé y luego la de Vignale y Tiempo, ha pasado revistaa un buen número de autores de aquí, consagrándoles indivi-dualmente agudas apostillas críticas. Sorprende en más de unaocasión la exactitud de sus comentarios, teniendo en cuenta queuna simple pieza antológica es un elemento de juicio insuficien-te. Ese rápido inventario de la novísima lírica denota queCansinos Assens, consumado conocedor de las literaturas másexóticas, puede hablar como un baqueano de la nuestra.

V

Todos los sábados el diario La Libertad, de Madrid, publi-ca una especie de suplemento literario, cuya principal secciónfija está a cargo de Cansinos Assens. (Es la única hoja, por otraparte, donde colabora asiduamente.) Trátase de un folletón decrítica que consta de cuatro columnas henchidas de conceptossutiles, sólida versación y prosa magistralmente recamada. Talcátedra está tan desprovista de envaramiento como dotada deeficaz acústica y prestigio, al punto de constituir hoy en Espa-ña una excepción por el empeño con que viene divulgando li-bros y autores americanos sobresalientes. Por este conducto im-par los lectores españoles que tienen interés acerca delmovimiento intelectual en América pueden conocerlo con bas-tantes detalles y dentro de la visión panorámica que singular-mente ofrece un guía tan perspicuo como es Cansinos Assens.Lástima que su excesiva transigencia, puesta de relieve en lapenínsula, al ensalzar obras y autores de menor cuantía, dé lu-gar a que entren de rondón en España discutibles reputacionesnuestras, las cuales siempre son las que lanzan a la distanciamás engañosos cabrilleos. Para fortuna de todos, estos casossuelen ser muy excepcionales, y por lo que toca a Cansinos, nun-ca traducen defecto o insuficiencia de penetración crítica, sinoexceso de sugestiones personales, que a favor de la modalidadcansiniana -mixta de análisis y lirismo, creadora en suma- re-basan el alcance del libro juzgado, dotándolo de un volumenque objetivamente no tiene y que sólo reside en el glosador.

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Más de una vez hablando con Cansinos sobre cosas deAmérica, entre el temblor fervoroso que ésta, en cuanto imagen,comunica a sus palabras, he creído descubrir si no la causa queha hecho virar su atención hacia la vida intelectual del NuevoMundo, por lo menos ciertos detalles que explican tan manifiestaactitud. El desplazamiento de Cansinos dentro del mundillo li-terario de Madrid, a propósito del cual Divoire podría añadirun apéndice a su Introducción al estudio de la estrategia lite-raria, tan innegable es que sólo colabora en la citada hoja de LaLibertad Los grupos y sus revistas de círculo no existen para él,posición que habla en favor suyo, sin duda. Además, es críticoy ya se conocen cuáles son los gajes de este quehacer oneroso.Todo esto, con el séquito de rencillas e ingratitudes que es el bo-tín de algunas contiendas, lo movió a Cansinos a airear su es-píritu, no poco trajinado, y a hacerse aparte ante la polvaredaque levantaron las patrullas post-ultraístas retirándose en des-bandada. El horizonte ideal de América, a manera de tónico, seofreció entonces apetitosamente a las fauces de su sensibilidadestomagada y menesterosa de jugos depuradores.

VI

Siquiera sea de pasada, merece un comentario la únicapeña adonde va Cansinos. Funciona ésta los domingos por lanoche en el café Colonial, que se encuentra a pocos pasos dela Puerta del Sol. Si bien acuden allí parroquianos de todo li-naje, coinciden luego en la similitud del oficio y en las largashoras de permanencia -es nacional este faquirismo- delantede un café servido en vaso y al cual no siempre sigue el es-trambote de la clásica media tostada, cuyos reales suplemen-tarios escasean a menudo. Media concurrencia vocifera de pie,va y viene, discútense las alternativas de las corridas detoros realizadas por la tarde y es tan nutrida la fusilería ver-bal que su murmullo cobra los contornos de un momento wag-neriano. Por su parte, las busconas de medio pelo mezcladascon otras suripantas cuya falta de contrato resta al arte delcouplet elementos tan valiosos, merodean entre las mesas con

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rostros famélicos y cansados. En esa atmósfera turbia y fren-te a los enormes espejos palúdicos de hastío que llenan las pa-redes, Cansinos instala su carpa cenacular los domingos a me-dianoche.

La crónica de esas reuniones, encendidas de un lirismo queno tiene par en la moderna literatura española, llena las pági-nas de su libro El divino fracaso. Sólo que a cambio de la char-la trilladora de tópicos, Cansinos desnata el sentido emocionaly litúrgico de la tertulia en sí misma y de sus oficiantes. Lagrandeza y servidumbre literarias, la fe y el desaliento y el arri-bo a los postreros límites de la belleza como expresión, el triun-fo indiferente, en suma, «el divino fracaso» que experimentanlos espíritus tendidos como hondas y obligados luego a tenerque resignarse con las satisfacciones fáciles, por amplias quesean, todo ese tumulto de conciencia, tamizado a través del con-vivio del café con el realce del tono confesional que le prestaCansinos y orquestado con las voces de órgano de su prosa, co-bra allí acentos de «réquiem» en homenaje al escritor descono-cido, a la anónima y vegetativa multitud de literatos entre loscuales el raté halla su clima. ¡Qué subido lirismo el de esasparábolas y salmos de frutada madurez que exaltan la her-mandad frente al «blanco mármol que hace de urna votiva y dedesnuda espalda aliviadora», como él dice! Sobre el trampolínde esos mentideros que se llaman tertulias literarias crujen hon-dos acentos de sinceridad, que le imprimen al libro todo el ca-rácter de un diario íntimo, donde están sutilmente registradaslas inquietudes de una conciencia artística presa del fáusticoafán de perfeccionamiento. Detrás de esas páginas confiden-ciales -bomba aspirante que llega a arrancar sangre del espí-ritu más de una vez- desfilan en parejas los accesos de entu-siasmo y desaliento, cuyo ritmo alterno es la señal de lasvocaciones apasionadas y más atrás todavía, la sombra del jo-ven maestro proyecta un trémulo ademán de fatiga, que tradu-ce un poco el dolor de su primogenitura. No falta en las pági-nas de El divino fracaso, pese a la abundante vegetación líricaque contiene, como todo libro de Cansinos, otro de los temas quegiran familiarmente en torno de los rojos divanes del café: lapreceptiva al menudeo... Sólo que los breves ensayos de teori-

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zación estética que traza Cansinos, antes de llegar al libro de-jaron en el guardarropa, lo mismo que su habitual atavío re-tórico, el empaque abstruso y escolástico. El autor recorta allímenudas y finas acotaciones, lógicamente invertebradas, sobreel estilo, o por mejor decir, sobre su estilo. Seguir los jalones deesa autocrítica, aparte de ahorrar pesquisas inútiles, es poner-nos en contacto con los elementos intransferibles y típicos de sumodalidad literaria. Sumariamente cribados esos aspectos per-sonales, podrían señalarse así: ausencia del sentido de lo con-creto y del pormenor sobre todo, identificación con el estatismode la vida y tendencia a exaltar las actitudes hieráticas, culto deun arte de sesgos sinuosos y de intenciones recónditamentepúdicas, inasibles para el ojo trivial. Luego una manifiestaineptitud para el color y la línea. Repito sus palabras: «Paramis ojos estremecidos, la luna es eterna y únicamente dorada,y las nubes vuelan sobre las ciudades revestidas de estos dosúnicos colores, el blanco y el azul, y la noche es negra como unaesclava...». Vaguedad, gracia ingenua, pureza primitiva pero deretorno, suspensión del ánimo que evoca ciertas figurasde Norah Borges prófugas del tiempo. La suntuosidad de lasimágenes decora su prosa, macerada con los óleos de saberesocultos y exóticos que nutren el medular orientalismo deCansinos Assens. Es una prosa estremecida por repentinos su-dores fríos y a ratos por soplos de urna que le infunden un ce-nital semblante, poblada de gestos inmóviles, de actitudes quesólo traducen beatitud y quietismo, serenidad de remanso.

VII

Durante mi estancia en Madrid, muchas noches asistí a lareunión de Cansinos sentado al lado suyo en esos divanes ro-jos del café Colonial, y en alabanza de los cuales él compuso laparábola inaugural de El divino fracaso. A mi izquierda, enla otra ala del grupo e insertos en mi emoción de camarada no-vel, sucedíanse Martín Parapar, de recia voz y recio pensa-miento; Paco Burgos Lecea, nervioso picoteador de temas; Ca-talán, hijo de Vizcaya e irreductible dialéctico; en fin, Guillén

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Zelaya, Arderius, escritores y periodistas de la última hornaday todos amigos inolvidables. La palabra de Cansinos, inclusoallí, arrebujaba de egregia cordialidad mi silencio -¡oh, víspe-ras terribles!- y yo no veía la forma de retribuir la inefable de-lectación de oírlo, de ser posible alguna. Ahora pienso que talvez en mis opacas pupilas de forastero Cansinos Assens, que esun ágil buzo de miradas, ha debido atisbar raros paisajes, loque sus ojos carnales no han visto nunca: el columpio tremen-do del mar, y detrás, en el foro de esa escena de irrealidad es-tremecida, la imagen de América...

1936

De entonces acá la actividad literaria de Cansinos se con-trajo a una sola tarea: traducir las obras completas deDostoievski. Ocho años largos le llevó levantar estas Pirámidesen la lengua de Castilla, pero tamaña empresa sólo estaba alalcance de quien como él venía preparándose desde treinta añosatrás. Añádase, por una parte, una sensibilidad de tipo uni-versal, abierta a todas las literaturas, como cierta clase de san-gre que para las tras fusiones posee validez absoluta y, por laotra, una experiencia de escritor excepcionalmente vasta y fa-miliarizada con las altas tensiones del espíritu. Ocho años deinquietud absorbente equivalían entonces en la literaturade España, a un superlativo plan quinquenal, a un esfuerzo he-roico, demasiado sostenido, en un medio donde todavía la im-provisación tiene muchos cultores. No recordamos nada por elestilo si se exceptúa el viaje de circunvalación que como tra-ductor y como crítico, emprendió Astrana Martín en torno aShakespeare. Difiere este caso a pesar de todo, pues Menéndezy Pelayo ya se le había anticipado con varias traducciones.

Para dar cima a ese empeño, Cansinos hizo abandono deotros compromisos, redujo las colaboraciones en los diariosde las cuales vive, prolongó sus vigilias laboriosas. Como autor delibros, considerado entre los más fecundos, llamóse a silenciopor espacio de un lustro y medio, consecuente con la abstinen-cia que es la primera regla a que debe someterse quien busca

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el retraimiento de cualquier Tebaida. Sus pasos perdidos, suscaminatas al alba por los rincones del Madrid antiguo, fueronenrareciéndose conforme Cansinos dejaba de frecuentar al hom-bre de la calle para intimar con el hombre del subsuelo. Fue elpensionista de la familia alucinante compuesta por Raskol-nikov, Stavroguin, el príncipe Mischkin, los Karamázov.

Cansinos Assens no se proponía, claro está, sumar una tra-ducción más del autor de Crimen y Castigo, sino rescatarlo delas versiones comerciales hechas por encargo de editores ines-crupulosos. Porque así como hay ediciones raras «fuera de co-mercio», hay otras muy comunes «fuera de la literatura». Nobastaba, pues, trasladar al castellano, con corrección, ese ma-cizo que la cultura eslava debe al genio de Dostoievski. Era pre-ciso ajustar rigurosamente la nueva versión al texto original,teniendo a la vista, página tras página, las mejores traduccio-nes francesas, inglesas y alemanas. Y luego confrontarlas sindescanso, aclarando los pasajes dudosos, con la consulta de laprofusa bibliografía existente.

Pero Cansinos, aparte de ser el traductor de Dostoievski,hizo el censo de las criaturas que pueblan ese mundo. Convi-viendo pudo contemplarlas de cerca, ser el espectador confiden-cial de sus dramas, analizarlas desde dentro, en fin, amar ysufrir con ellas. Poca cosa es la crítica literaria al lado de unainterpretación total como la que nos dio Cansinos con su libro:Dostoievski, el novelista de lo subconsciente. Más allá de lasminucias psicológicas, empieza el dominio de las fuerzas cuyaaprehensión cae dentro de la pneumatología, según prefiere lla-mar Berdiaeff al arte de iniciado con que Dostoievski adivinalas almas. Son los ramalazos trascendentes que empujan a esahumanidad dividida en ángeles y demonios, como un doblesexo. Perderse o salvarse: he ahí el juego de la lucha contra-dictoria cuya acción de marea gravitó sobre las pasiones delpropio Dostoievski. Cansinos fue el guía virgiliano que descen-dió a su infierno para que las letras de Hispanoamérica se en-riquecieran con el estudio que faltaba. En efecto, esta exégesisse asemeja en comprensión penetrante y en intensidad exhaus-tiva a los sondeos de Gide, de André Suarés, de Stefan Zweig,del ya citado Berdiaeff.

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Los dos compactos tomos, conteniendo las obras completasde Dostoievski, vieron la luz en Madrid poco antes de estallarla Revolución española. Su advenimiento pasó casi inadverti-do, bien que señala una fecha no sólo en las letras de la pe-nínsula, sino en todo el orbe hispánico.

Un oscuro presagio de días terribles, acaso una forma delpavor mysticus que sobrecogía a Fedor Mijailovich, apremiabaahora a Cansinos, movíalo a poner fin, cuanto antes, a una tra-ducción de tales proporciones, lanzada en una oportunidad tandramáticamente llena de anuncios. Pronto se dejarían oír, en-garzados en verbo de Castilla, los acentos apocalípticos delenorme creador ruso. Diríase que aumentó aún su resonanciaal ser trasplantados de la estepa tártara al yermo manchego,de un extremo al otro de esa Europa que algún día se echaríasobre Rusia, como presintió él mismo. Aunque en España ya nosería el verbo encarnado, sino el verbo encarnizado, convertidoen realidad de tragedia colectiva.

Por obra de Cansinos, la voz de Dostoievski clama con todosu registro en español, pero no clama en el desierto. Retumba de-trás de los Pirineos cuando se está decidiendo allí el destino dela civilización burguesa cuya miseria se denuncia violentamen-te, con auténtica indignación cristiana, en el Diario de un escri-tor. Esa es la concepción catastrófica de la historia que profesaDostoievski, a quien el filisteo llama reaccionario, sin haberloleído y sin saber lo que afirman sobre ese punto intérpretes de latalla de Merejkovski. Ahí están sus exigencias de fraternidad uni-versal, no basadas en elucubraciones de ideólogos, más o menoscientificistas, sino apoyadas en los fundamentos de un realismoque parte de los fines últimos del hombre.

Conocimiento del hombre, he ahí el saber, que casi agotaDostoievski. Por eso, se convirtió para el espíritu de nuestrosdías, en un escritor de primera necesidad. Cansinos Assens lotradujo, íntegro, al castellano, es decir, al mismo idioma en quefue redactado hace cinco siglos el edicto de expulsión contra elpueblo de Israel. Simultáneamente se operaba en el autor deLas luminarias de Hanukah una nueva toma de contacto conlas tradiciones de Sevard, pocos meses antes de que España em-pezara a desgarrarse. Este libro de Cansinos Los Judíos en la

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Literatura Española, representa, pues, una busca de la rai-gambre racial, entendida como una puerta de acceso de aquelconocimiento del hombre y de su destino.

La Revolución zanja en dos épocas, irremisiblemente, la mo-derna literatura española: antes y después. Así la verá el his-toriador en el futuro. Cansinos llena ese «tiempo de nadie» equi-valente a la «tierra de nadie» con su monumental traducción deDostoievski, «el profeta de la revolución rusa», el cual sueña yabajo el cielo de España como en su propia casa.

No importa que Cansinos, en su libro, milimetrara el estu-dio de complejos y neurosis, así del novelista ruso como de suspersonajes, dejando un poco en la sombra las inquietudes polí-ticas subyacentes. Sólo con la oportunidad de la traducción quees todo un signo, estaban salvados los intereses superiores deestas últimas. Cansinos Assens -poeta- se confió a su intuicióny el don de servir a la conciencia de su tiempo se le dio por aña-didura.

LUIS EMILIO SOTO

Buenos Aires

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ÍNDICE

Págs.

Introducción por Jacobo Israel Garzón 5

La Raquelde VICENTE GARCÍA DE LA HUERTA 31

La Sara de «La rosa de pasión» (en Leyendas)de GUSTAVO ADOLFO BECQUER 49

El Daniel Morton de Gloriade BENITO PÉREZ GALDÓS 57

El Isaac de Voluptuosidadde ISAAC MUÑOZ 73

El ciego Almudena de Misericordiade BENITO PÉREZ GALDÓS 83

La Antolina Esmond de El Carro de Asaltode ADOLFO REYES 89

Luna Benamorde VICENTE BLASCO IBÁÑEZ 97

La Estrella Ascarza de Las hogueras de Israelde ANTONIO CASES 103

La Julia de El hoyo en la arenade JUAN PUJOL 109

El Ismael Dávalos de Cáliz Rojode CONCHA ESPINA 115

Epílogo: Cansinos Assens, voz de intimidadpor Luis Emilio Soto 125

Acabóse de imprimiren Valencia

el día 2 de mayo de 2001