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Los grandes problemas nacionales

Estudios constitucionales

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Comité par a la Conmemor aCión del Centenario de la ConstituCión polítiCa

de los estados unidos mexiCanos

enrique peña nieto

Presidente de los Estados Unidos Mexicanos

Jesús Zambr ano GriJalva roberto Gil Zuarth

Presidente de la Cámara de Diputados Presidente de la Cámara de Senadores del Congreso de la Unión del Congreso de la Unión

luis maría aGuilar mor ales

Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y del Consejo de la Judicatura Federal

r e pr e s e n ta n t e s

pode r eJ e C u t i vo F e de r a l

miGuel ÁnGel osorio ChonG r aFael tovar y de teresa

Secretario de Gobernación Secretario de Cultura

pode r l e G i s l at i vo F e de r a l

daniel ordoñeZ hernÁndeZ enrique burGos GarCía

Diputado Federal Senador de la República

pode r Ju diC i a l de l a F e de r aC ión

José r amón Cossío díaZ manuel ernesto saloma ver a

Ministro de la Suprema Corte Magistrado Consejero de Justicia de la Nación de la Judicatura Federal

patriCia Galeana

Secretaria Técnica

C on s eJo a s e s or

Sonia Alcántara MagosHéctor Fix-Zamudio

Sergio García RamírezOlga Hernández EspíndolaRicardo Pozas Horcasitas

Rolando Cordera CamposRogelio Flores Pantoja

Javier GarciadiegoSergio López AyllónPedro Salazar Ugarte

Héctor Fix-Fierro José Gamas Torruco

Juan Martín Granados TorresAurora Loyo Brambila

Gloria Villegas Moreno

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C O N S T I T U C I O N A L

I N E H R M

B I B L I O T E C A

seCretaría de Cultura

Secretario de CulturaRafael Tovar y de Teresa

instituto naCional de estudios históriCos de las revoluCiones de méxiCo

Directora GeneralPatricia Galeana

Consejo Técnico Consultivo

Fernando Castañeda SabidoLuis JáureguiÁlvaro Matute

Érika PaniRicardo Pozas Horcasitas

Salvador Rueda Smithers Rubén Ruiz Guerra

Enrique SemoMercedes de Vega Armijo Gloria Villegas Moreno

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Los grandes problemas nacionales

Andrés Molina EnríquezAndrés Molina Enríquez

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F1208M652016 Molina Enríquez, Andrés Los grandes problemas nacionales— México, Ciudad de México, Secretaría de Cultura, Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, 2016 552 páginas; 15 x 22.5 cm. (Biblioteca Constitucional)

ISBN 978-607-9276-57-7, Biblioteca Constitucional (obra completa) ISBN 978-607-9419-64-6, Los grandes problemas nacionales

México-Historia-Revolución, 1910-1920. I. t.

Primera edición, Imprenta de A. Carranza e hijos, México, 1909.

Producción:Secretaría de Cultura

Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México

D.R. © 2016 de la presente ediciónSecretaría de Cultura

Dirección General de PublicacionesPaseo de la Reforma 175

Colonia Cuauhtémoc, C.P. 06500Ciudad de México

Las características gráficas y tipográficas de esta edición son propiedaddel Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones

de México de la Secretaría de Cultura.

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos

la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de la Secretaría de Cultura

/Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

ISBN: 978-607-9276-57-7, Biblioteca Constitucional (Obra completa)ISBN: 978-607-9419-64-6, Los grandes problemas nacionales

Impreso y hecho en México

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• 9 •

Contenido

Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

Patricia Galeanainstituto naCional de estudios históriCos de las revoluCiones de méxiCo

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17

parte primer a

Los antecedentes indeclinables

capítulo primero

los datos de nuestro territorio . . . . . . . . . . . . . . . 21

CAPÍTULO SEGUNDO

los datos de nuestra historia lejana . . . . . . . . . 37

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10 • Contenido

CAPÍTULO TERCERO

los datos de nuestra historia contemporánea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63

CAPÍTULO CUARTO

influencia de las Leyes de Reforma sobre la propiedad . . . . . . . . . . . . . . . 87

CAPÍTULO QUINTO

el secreto de la paz porfiriana . . . . . . . . . . . . . . . 107

parte segunda

Los problemas de orden primordial

CAPÍTULO PRIMERO

el problema de la propiedad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131

CAPÍTULO SEGUNDO

el problema del crédito territorial . . . . . . . . 199

CAPÍTULO TERCERO

el problema de la irrigación . . . . . . . . . . . . . . . . . . 255

CAPÍTULO CUARTO

el problema de la población . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 307

CAPÍTULO QUINTO

el problema político . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 417

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• 11 •

Presentación

a obra cumbre de Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales, influyó de manera determinante en

los líderes opositores a la dictadura porfirista, que tendrían un papel central en la Revolución. Entre ellos destaca Luis Cabrera, quien retomó muchas de sus ideas en las intervenciones que tuvo en torno al problema de la tierra cuando fue diputado en la XXVI Legislatura. Y también más tarde, cuando por encargo del Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, Venustiano Carranza, Cabre-ra redactó la Ley Agraria del 6 de enero de 1915. Molina Enríquez participó en los trabajos de la comisión del Congreso Constitu-yente de 1916-1917 que formuló el artículo 27 constitucional.

Andrés Molina Enríquez era originario de Jilotepec, muni-cipio ubicado al norte del Estado de México. En esta zona habi-tan comunidades indígenas otomíes, cuya realidad y problemática ejercieron una influencia decisiva en las preocupaciones sociales de Molina Enríquez. Durante su juventud tuvo que interrumpir sus estudios universitarios de derecho para hacerse cargo de la notaría de su padre, lo que le permitió conocer más de cerca la situación crítica de la propiedad rural, a cuyo estudio y análisis dedicaría buena parte de su vida.

L

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12 • Presentación

Molina Enríquez estableció su despacho de abogado en la ciu-dad de México, junto con Luis Cabrera, con quien compartió una estrecha amistad. Al igual que Cabrera tuvo una fecunda labor periodística. Fue colaborador de los periódicos El Siglo XX, El Partido Liberal, El Tiempo y El Imparcial. En El Tiempo aparecie-ron algunos de los temas que más tarde serían parte de Los grandes problemas nacionales.

En 1905 el abogado mexiquense ganó el primer premio para conmemorar el centenario del nacimiento de Juárez, con el ensayo La Reforma y Juárez. Estudio histórico sociológico. Había permane-cido al margen de la política, pero hacia 1908 Cabrera lo acercó a los grupos antirreeleccionistas y sus ideas comenzaron a formar parte de las propuestas reformadoras de esa corriente política.

Molina Enríquez publicó Los grandes problemas nacionales en 1909, en plena efervescencia política entre el reyismo y los co-mienzos del movimiento antirreeleccionista de Madero. Su ob-jetivo era provocar una reflexión que contribuyera a resolver las cuestiones que planteaba.

En su discurso del 3 de diciembre de 1912 en la Cámara de Diputados, Cabrera hizo un elogio del libro de Molina Enríquez. Destacó que había esclarecido la cuestión agraria,1 y afirmó que su obra fue para la revolución agrarista lo que la de José María Luis Mora para la revolución de Reforma.2

La obra es el resultado de una vasta y erudita investigación, con materiales reunidos a lo largo de muchos años, algunos de los cuales había publicado previamente en su obra Estudios de socio-logía mexicana. Refleja su formación positivista así como su evo-lucionismo spenceriano. Consta de dos grandes apartados: “Los antecedentes indeclinables” y “Los problemas de orden primor-dial”. El primero inicia con la descripción del territorio mexicano,

1 Luis Cabrera, La reconstitución de los ejidos de los pueblos como medio de suprimir la esclavitud del jornalero mexicano, en Colección de folletos para la historia de la Revolución Mexicana dirigida por Jesús Silva Herzog, La cuestión de la tierra, t. II, México, Instituto Mexicano de Investigaciones Económicas, 1961, p. 284.

2 Luis Cabrera, “Andrés Molina Enríquez”, en Problemas Agrícolas e Industriales de México, vol. V, enero-marzo de 1953, p. 3.

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Patricia Galeana • 13

para después hacer un recorrido por la historia de México, desde las culturas originarias hasta la contemporánea. Explica la trascen-dencia de las Leyes de Reforma sobre la propiedad y analiza lo que llama el “secreto de la paz porfiriana”.

Molina Enríquez explica cómo las Leyes de Desamortización y la Ley Lerdo tuvieron como objetivo quitar a la Iglesia católi-ca la enorme propiedad territorial que había concentrado y que mantenía improductiva, para transferirla a los mestizos. Sin em-bargo esto no ocurrió y los beneficiarios fueron los criollos, que incrementaron su riqueza. Considera que las leyes no cumplieron su objetivo y no lograron modificar la situación de la propiedad agraria que existía desde la Colonia, continuando el predominio de la gran propiedad.

En el segundo apartado, “Los problemas de orden primor-dial”, analiza el problema de la propiedad, el del crédito territorial, de la irrigación, de la población y el problema político. Describe la evolución de las formas de propiedad en la historia mexicana.

Concibió la nación como un organismo social, que para go-zar de buena salud debería poseer y trabajar la tierra. Desde su perspectiva, México era un país débil y enfermo, pues sólo una pequeña porción de sus habitantes, los criollos latifundistas, era la propietaria de la mayor parte de la tierra. La gran propiedad había surgido en la época colonial y fuera de desaparecer se había consolidado durante el siglo xix. El latifundio era improductivo y tenía que fragmentarse.

Las haciendas no eran productivas; los hacendados no pagaban impuestos al Estado. El resultado era la miseria generalizada de la población. Para Molina, el verdadero agricultor era el ranchero mes-tizo, situado en medio de los grandes propietarios criollos y los pe-queños productores indígenas. El principal obstáculo para establecer un régimen de pequeña propiedad productiva era el latifundio:

sólo recorrer la zona fundamental de los cereales en ferrocarril, mues-tra a la vista menos perspicaz que los pequeños centros de población, donde la producción de los cereales se hace por cultivo intensivo, se en-

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14 • Presentación

cuentran en las montañas, [...] en tanto que se atraviesan planicies tras planicies y llanuras tras llanuras, todas bien regadas y acondicionadas para el cultivo, abandonadas y desiertas.3

Molina Enríquez consideró indispensable la intervención del Es-tado para dividir a la gran propiedad con gravámenes muy altos para las transmisiones de dominio por herencia. Así como para fa-vorecer la compra de las haciendas con facilidades de pago a largo plazo, mediante instituciones de crédito.4

Finalmente nuestro autor destaca la necesidad de integrar a la nación.

La creación de una sola nacionalidad con todos los elementos de la población tiene que ser obra de la unificación de la patria [...] tendrán que resultar necesariamente de las medidas de resolución del problema de la propiedad, del problema del crédito territorial, del problema de la irrigación y del problema de la población, supuesto que unificadas las condiciones de la propiedad y repartida convenientemente la tierra, to-dos los habitantes de la república vendrán a quedar en condiciones más o menos iguales de vida fundamental. Cuando así todos los habitantes de la República tengan hogar, necesariamente tendrán ese hogar que defender en caso de una guerra extranjera...5

El autor de Los grandes problemas nacionales se radicalizó en la Revolución, convirtiéndose en uno de sus ideólogos. Nutrió con sus propuestas la Constitución de 1916-1917. El Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (inehrm) se congratula en reeditar esta obra fundamental para la comprensión del problema agrario, uno de los más importan-tes de nuestra historia.

patr iCia Galeana Instituto Nacional de Estudios Históricos

de las Revoluciones de México

3 Los grandes problemas nacionales, páginas 175-178 de la presente edición.4 Páginas 175-178.5 Página 479.

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on numerosos materiales en largos años reunidos, escribí hace algún tiempo unos apuntes relativos a mi país, con

el nombre de “Estudios de Sociología Mexicana”. Esos apuntes comenzaron a publicarse en folletines de El Tiempo, y no aca-baron de salir a luz, porque modifiqué muchas de las ideas que ellos contenían, y me propuse rehacerlos todos, como lo hice en efecto, dándoles la forma que llevan en este libro. Cuando comen-zaron a publicarse, llevaban atentas dedicatorias a muy respetables personas de las que presiden la administración pública nacional, dedicatorias que obedecían al deseo de llamar la atención de di-chas personas a mis modestos apuntes, por si en éstos podían ellas encontrar algo que pudiera serles útil. Ahora que publico de nue-vo dichos apuntes en la forma que por el momento puedo creer definitiva y componiendo una obra de conjunto, el hecho de que con motivo de la próxima elección presidencial, se han suscitado graves cuestiones políticas, me obliga a suprimir las anteriores de-dicatorias que pudieran parecer intencionadas a propósitos que no abrigo. No hago, por lo demás, de mi libro otra recomendación, que la de que se crea en que lo anima la más completa buena fe.

México, abril de 1909

Prólogo

C

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as cuestiones sociales de nuestro país ofrecen amplísimo campo a la observación, al estudio y a la meditación. Por

virtud de circunstancias que en el curso de este libro encontrarán explicaciones y comprobaciones abundantes, se ha olvidado mu-cho esta verdad, y el desvío de la atención de nuestros hombres de talento hacia cuestiones extrañas, con perjuicio del conocimiento de las propias, ha ocasionado no pocos daños a nuestra nación que por ese motivo no ha podido llegar a ser una verdadera pa-tria. Nosotros no podemos considerarnos en el número de esos hombres; pero creemos que no por ello estamos menos obligados a pagar nuestra contribución al propósito de hacer la patria mexi-cana, y pagamos esa contribución con la enunciación que hacemos de nuestras ideas en las páginas que siguen.

Introducción

L

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P A R T E P R I M E R A

Los antecedentes indeclinables

v

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capítulo primero

los datos de nuestro territorio

Carácter general de nuestro territorio

n el estudio de cualquier problema que afecte la vida de una nación, serán siempre de interés primordial los datos

que ofrezca el territorio que ella ocupe. El estudio, pues, de los principales problemas de nuestro país, requiere el de los datos que ofrezca el territorio nacional. Siendo como es éste, bien conoci-do entre nosotros, no creemos necesario hacer de él una especial descripción; nos basta con recordar que presenta los rasgos ca-racterísticos siguientes: en primer lugar, aunque se encuentra en el hemisferio norte, casi todo está comprendido en la zona inter-tropical, de modo que su clima, caliente en las costas, disminuye en calor por la altura, hasta ser templado en el interior y frío so-lamente en los altos picos de las montañas; en segundo lugar, se encuentra en la región que no disfruta sino de una sola estación anual de lluvias, que es la de verano, porque aun cuando recibe algunas en invierno, éstas son escasas e irregulares; en tercer lugar, del norte hacia el sur, se estrecha uniendo las dos cordilleras que bajan del norte, cerca de las costas, en el nudo del Zempoaltepec; en cuarto lugar, está dividido por las cordilleras, en una altiplani-

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22 • los datos de nuestro territorio

cie interior, cuya altura asciende de un modo general de norte a sur, y en los planos de descenso de las costas, los cuales tienen el del occidente en el norte, la prolongación de la Baja California, y el del oriente en el sur, la de la península de Yucatán; en quinto lugar, en los planos de descenso o vertientes exteriores de las cor-dilleras, el terreno es muy quebrado, pendiente y barrancoso, y en la altiplanicie interior, el suelo generalmente desigual, se divide en tres mesas, que se desenvuelven en valles cada vez más amplios a medida que las cordilleras se abren, hasta convertirse en extensas llanuras bajas en el norte; en sexto lugar, las lluvias son abundantes en las vertientes exteriores de las cordilleras, y en el interior son de un modo general escasas, debilitándose la precipitación de ellas del punto de unión de las cordilleras hacia el norte; en séptimo lugar, un eje interior distribuye las corrientes formadas por las lluvias, en dos grandes sistemas que las llevan a los mares, excepto en el norte, donde hay grandes cuencas interiores cerradas; y en octavo y último lugar, las dos grandes cordilleras levantan altas barreras de separación entre la altiplanicie y los planos de descenso hacia las costas, y dos estribaciones de las mismas cordilleras, divi-den la altiplanicie en las tres mesas indicadas antes, que son: la del sur, limitada al norte por una de dichas estribaciones; la del centro, limitada al norte por la otra estribación; y la del norte que por ese rumbo queda completamente abierta hacia los Estados Unidos. Estos datos son por el momento, como ya dijimos, bastantes para nuestro propósito.

De las tres mesas de la altiplanicie interior, la del centro, que es la más alta, con una parte de la del sur que en altitud le sigue, forma una zona que creemos puede y debe llamarse zona funda-mental de los cereales, porque en ella tienen su zona propia el maíz y el trigo, que con el frijol, son los granos que sostienen la vida de toda la población nacional: en el resto de la zona del sur, en la zona del norte y en las vertientes exteriores de las cordilleras, el maíz y el frijol se producen también, pero en menor cantidad y de inferior calidad que en la expresada zona; el trigo no se produce en las tierras muy calientes.

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Apunte científico acerca de la naturaleza de la vida humana

y acerca de la función de todos los pueblos de la zona

fundamental de sustentación

La producción agrícola es la base fundamental de la existencia de todas las sociedades humanas que se desarrollan, y en esa produc-ción, la de los cereales, es la verdaderamente esencial. Nada nuevo parece decir lo anterior, porque el fondo de verdad que contiene es de tal evidencia, que se considera justamente como universalmen-te sabido. Empero, los principios que ese fondo de verdad compo-nen y las consecuencias de esos principios son de una singularidad tan novedosa y tienen un alcance tan trascendente, que sorprende cuánto es fácil a la luz que producen, darse cuenta del estado so-cial de un país y de las circunstancias que rigen su marcha por el camino del progreso. Perdónenos nuestros lectores un ligero apunte científico sobre la materia a que venimos refiriéndonos; lo creemos indispensable para la perfecta inteligencia de lo que va a seguir.

En las funciones de la vida en general y de la humana en par-ticular, se advierte desde luego un fenómeno de combustión, que consiste en la combinación del oxígeno del aire como cuerpo com-burente (que quema o hace arder) y del carbono de los alimentos como cuerpo combustible (que arde o es quemado). Mediante ese fenómeno, se mantiene la fuerza vital que se desarrolla y se con-tinúa como toda combustión, mientras encuentra los elementos necesarios para alimentarse. La absorción del oxígeno se hace por la respiración, y la del carbono por la alimentación: la combina-ción de ambos, o sea la combustión, se hace dentro del organismo mediante circunstancias especiales, entre las cuales una de las más salientes consiste en que el carbono se encuentre en un estado de gran división. Es claro que no puede haber vida humana sin la absorción del oxígeno del aire, absorción que se hace por aspira-ciones frecuentes a virtud de ser muy abundante y de ser muy fá-

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24 • los datos de nuestro territorio

cilmente asible o captable el aire en la naturaleza, y sin la absorción del carbono que se hace por ingestiones de relativamente largo periodo, por ser escasas y difícilmente aprovechables las materias naturales que lo contienen. Ahora bien, en tanto el hombre como los demás animales tuvo que tomar de los productos naturales sin producir éstos, las materias necesarias para su alimentación, su vida tuvo necesariamente que ser precaria, porque la recolección de esas materias tuvo que ser necesariamente irregular; y si bien muchas veces lo llevó a la abundancia, muchas lo hizo sufrir la es-casez. En esas condiciones, el esfuerzo indispensable para sostener la vida tuvo que ser verdaderamente formidable. Además, la natu-raleza misma de esas materias no pocas veces tuvo que hacer poco menos que inútil su ingestión para la vida, porque o bien dichas materias no ofrecían a la combustión vital suficiente cantidad de carbono, o bien no le ofrecían ese carbono en la conveniente di-visión. Los apaches ofrecen en nuestro territorio un ejemplo claro de estas verdades. Reclús (Los Primitivos) dice:

A pesar de su destreza —la de los apaches— como carecen de agricul-tura propiamente dicha y de animales domésticos, la despensa de esos desgraciados está vacía frecuentemente. Por eso no desprecian nada de lo comible y atacan con buen apetito bellotas, frutas silvestres, bul-bos, bayas y raíces, recogen cohombros, calabazas y ciertas habas que crecen espontáneamente. Siembran algunos granos de maíz raquítico; casi la totalidad de su alimentación es animal: gamos, siervos, carneros salvajes, codornices, ardillas, ratas, gusanos y culebras. Nada de falsa delicadeza. No se discute la calidad, sino cuando la cantidad abunda; sólo se elige cuando existe lo supérfluo. Cuando hay alimentos a pedir de boca, los pobres salvajes se hartan, engullen enormes trozos. Entre ellos, sin embargo, la escasez es el estado normal. La corta primavera va seguida de un largo y ardoroso verano; bien pronto las yerbas se secan y los herbívoros mueren o desaparecen, los carnívoros perecen o viven en lamentable estado. Se soporta estoicamente el hambre, pero cuan-do la carencia se prolonga, la muerte llega. Cuando el país no puede alimentar al habitante, éste tiene que proveerse en otra parte. El clima y el suelo transforman en nómades, cazadores, bandidos y ladrones a

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Andrés Molina Enríquez • 25

los apaches en el continente americano, y a los beduinos de Kourdes en el continente asiático, poco más o menos bajo las mismas latitudes. Montados sobre rápidos caballos, pues son grandes jinetes, los ham-brientos van al merodeo; en grupos de tres o cuatro, rara vez de más de una docena, pues hay que vivir andando, recorren enormes distancias en busca de alguna presa; felices cuando caen sobre cualquier misera-ble yerbajo, o encuentran bandadas de langosta, dragones o pájaros de paso; mientras tanto, mastican su tasajo secado al sol, o ayunan, hasta que la buena Providencia los dirige hacia alguna ranchería aislada o sobre una caravana de viajeros. No atacan a cara descubierta, más que cuando no pueden hacer otra cosa, o en los casos de superioridad evi-dente. Se emboscan como lobos, se ocultan, se agazapan durante días enteros, se disimulan confundiéndose con arbustos, rocas o troncos, y en el oportuno momento, se arrojan sobre sus víctimas, matando a los hombres, llevándose a veces a las mujeres para hacerlas sus esclavas, a los niños sobre los cuales piden luego rescate, o los crían para hacerlos hábiles bandidos; pero ante todo, se apoderan de caballos y mulas que conducen por delante hacia un hato. Antes de que se les pueda perse-guir, han huido como el viento por laberintos de montes, barrancos y desfiladeros, por desiertos de ardiente arena, verdaderos lagos de fuego, jornadas de muerte, como dicen con propiedad los mexicanos. Pumpe-lley dice que viajando al través de esas horribles regiones y subiéndole el cansancio al cerebro, fue presa durante algunos días de un acceso de locura. Esos rapaces están en los montes y desiertos como en su casa; doblan y triplican las etapas. Maltrechas por golpes y heridas, rendidas y despedazadas, las caballerías capturadas caen muertas ante el cubil de esos lobos y lobeznos con figura humana, que saludan su muerte con aullidos de alegría. Ávidos, ansiosos, con los dientes afilados, no siempre esperan a que sus presas mueran. Arrojándose sobre ellas, las devoran vivas aún: unos cortan y pinchan, otros arrancan los miem-bros y los hacen pedazos a fuerza de tirones, sin preocuparse más de los sufrimientos de la víctima, que el civilizado deleitándose ante una ostra rociada con unas gotitas de limón, y sin creerse más cruel que el cocinero que abre una anguila retorciéndose entre sus uñas.

Después de haber calmado los primeros furores del hambre, tienen la delicadeza de intentar asar algunos pedazos, pero la paciencia les fal-ta y se engullen los trozos de carne ahumada y caliente, aderezada con algunos carbones prendidos. Las entrañas pasan por bocados exquisitos.

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26 • los datos de nuestro territorio

Sobre la carne del animal todos tienen el mismo derecho, pero el caza-dor que abatió la presa, reclama su piel o su pelo.

Tal tiene que haber sido el carácter de la alimentación primitiva, y tal es el carácter de la alimentación de los pueblos que no tienen agricultura. La ganadería en los pueblos pastores mejoró induda-blemente esas condiciones, porque hizo la alimentación regular; pero los elementos de alimentación que dio no proporcionaban el carbono en el estado de división necesaria para hacer fácil, viva y general en el organismo la combustión. Los frutos de produc-ción espontánea que alimentaron de preferencia a muchos de los pueblos primitivos en las regiones calientes en que aparecieron, no daban tampoco en condiciones satisfactorias de regularidad, de riqueza y de división, el carbono necesario para la vida, y por ello dichos grupos no se desarrollaron en esas regiones. Hasta que el hombre no encontró los cereales, no afirmó su existencia y no ase-guró la de su especie. Los cereales, en efecto, por el almidón que contienen, dan al organismo carbono en cantidad suficiente y en un estado conveniente de división, para mantener en condiciones favorables la combustión vital. La agricultura vino a hacer regular y sistemático el aprovisionamiento de ese carbono. Tal es la razón de la singular concomitancia que ha enlazado la aparición de la agricultura en todos los pueblos, al principio la multiplicación y el desarrollo de éstos, y tal es la razón de la relación singular que se advierte entre el estado de desarrollo de un pueblo y la naturaleza de su ocupación del territorio en que vive, relación tan precisa, que puede servir para medir el desarrollo evolutivo de ese pueblo, como veremos en su oportunidad.

La existencia de todos los seres orgánicos en la creación está enlazada estrechamente con la naturaleza del territorio que ocupan. Muchos de esos seres, como sucede con todos los del reino vege-tal, están inmediatamente sujetos al suelo. En el reino animal, aun los que parecen estar más desprendidos del suelo, están ligados a él por tres series de relaciones. La primera es la de las relaciones que unen a cada uno de dichos seres con los progenitores de que

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Andrés Molina Enríquez • 27

se deriva, por necesitar durante un periodo más o menos largo de la protección de éstos o, cuando menos, por necesitar vivir en las mismas condiciones en que ellos han vivido; la segunda, es la de las relaciones que produce la acción de la gravedad que sujeta a cada uno de los mismos seres al lugar en que lo colocan sus progenitores, por exigirle aquella para su desalojamiento, un trabajo orgánico siempre de gran intensidad; y la tercera, es la de las relaciones que se derivan de la necesidad que cada uno de los propios seres tiene de buscar en el lugar en que vive los elementos carbónicos de su combustión vital, ya que el oxígeno se encuentra en todas partes. En realidad, en las relaciones de la última serie están comprendidas las de las otras, y se puede decir que lo que principalmente hace a los seres depender del suelo es la necesidad de tomar de él los elementos de la alimentación. Como los elemen-tos sustanciales de la alimentación de los grupos humanos están concentrados en los cereales, fácilmente se puede comprender por qué todos esos grupos están ligados a las zonas que dichos cerea-les producen.

La más ligera observación conduce a la plena comprobación de la afirmación precedente. Todos los pueblos de la tierra que han logrado multiplicar rápidamente sus unidades, extender dilatada-mente el círculo de su acción y desarrollar ampliamente sus facul-tades, cualquiera que haya sido la época de la humanidad en que han vivido, han ocupado zonas ricas en la producción de alguno de los cereales, y han debido a esa producción su engrandecimiento. Los grandes pueblos europeos pueden ser referidos a las zonas de producción del trigo; los grandes pueblos asiáticos pueden ser re-feridos a las zonas de producción del arroz; y los grandes pueblos americanos pueden ser referidos a las zonas productoras de maíz. Algunos pueblos americanos, en estos últimos tiempos, deben su vida a la producción combinada del trigo y del maíz.

Por supuesto que aunque la vida de los pueblos que merecen ese nombre dependa necesariamente de la zona agrícola produc-tora de cereales, lo que pudiéramos llamar propiamente su zona fundamental de sustentación, la localización de esos mismos pueblos

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puede no coincidir exactamente con la de dicha zona. En efecto, el juego de las otras dos series de relaciones que unen a los orga-nismos humanos con el suelo puede hacer dilatar o restringir la distribución de la masa social sobre la zona fundamental de sus-tentación. Las relaciones que se derivan de los lazos orgánicos que enlazan a los organismos derivados con los progenitores, determi-nan por virtud de múltiples circunstancias, que no son del caso en este momento pero que estudiaremos más adelante, la fuerza de agregación de todas las unidades componentes de los cuerpos so-ciales que se llama cohesión social, y cada pueblo como agregado social puede crecer y engrandecerse hasta donde la cohesión social pueda unir a sus individuos. Las relaciones que se derivan de la acción de la gravedad que fija a todos los organismos humanos al lugar en que viven, por cuanto a que para cambiar de lugar tienen que desarrollar una fuerza considerable, si de un modo general impiden que la libertad orgánica de las unidades componentes del cuerpo social supere a la cohesión y produzca la disgregación de ese cuerpo, pueden sin embargo ser vencidas en parte y permitir la dilatación del conjunto, merced a medios artificiales de ven-cer la acción de la gravedad y de reducir el esfuerzo orgánico del desalojamiento. En nuestro libro titulado La Reforma y Juárez, asentamos la siguiente observación:

En todos los grupos humanos sucede, que su población y su dominio se desbordan del territorio a cuya producción están sujetos y se extienden en todos sentidos, avanzando más o menos, según la resistencia que van encontrando, pero aunque ese movimiento de expansión no en-cuentre resistencia alguna, al llegar a cierta distancia se detiene, porque de seguir avanzando, las unidades que lo determinan se desprenden del centro común, si encuentran otros lugares de producción, o perecen si esos lugares de producción no existen. Ahora bien, la proximidad o le-janía del límite de expansión, depende de la función combinada de tres factores: es el primero, la amplitud que puede alcanzar la producción que sustenta a todo el grupo social; es el segundo, la fuerza de cohe-sión de ese grupo social: y son el tercero, el número, la naturaleza y la eficacia de los medios de comunicación y de transporte.

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En ampliación de las anteriores ideas, sólo agregaremos que el movimiento de expansión obedece a muchos y muy complejos impulsos, pero entre ellos los principales son, por el orden en que se manifiestan, el que produce la localización de las industrias que son consecuencia forzosa de las necesidades del grupo social y que se desarrollan y crecen a medida que se desarrolla y se integra ese cuerpo: el que le produce el trabajo de llevar el exceso de la pro-ducción agrícola sobre el consumo interior a los lugares en que puede hacer el cambio de ese exceso por los productos agrícolas e industriales que él no alcanza a tener; y el que le produce su deseo de dominar a otros pueblos para extender su producción y su consumo. En todo caso, el movimiento de expansión depende principalmente de la amplitud que puede alcanzar la zona de pro-ducción de los cereales y de la intensidad de producción de éstos.

La zona fundamental de sustentación en nuestro país

Sentados los precedentes principios científicos, volvamos a nuestro país. En él la zona de sustentación es la zona que hemos llamado fundamental de los cereales. Esa zona produce maíz, juntamente con frijol y trigo, en tales condiciones, que abastece el consumo de toda la República en su estado actual. Sólo en la zona fundamental de los cereales se producen éstos en cantidades que exceden a las necesarias para el consumo de los lugares de producción, y de una calidad, que permitiendo su conservación por dos o tres años, hace posible la regulación de ese consumo; aunque en el resto del país se producen también, cuando menos, maíz, la producción de ese gra-no no alcanza para el consumo local siquiera, y el producto es poco alimenticio y se descompone rápidamente, por lo que exige un con-sumo inmediato, de modo que la producción de la zona fundamen-tal, tiene que cubrir las deficiencias, en cantidad y en calidad, de la producción total del resto del territorio. A la intensidad productiva de esa zona se debe que la mayor densidad de la población corres-ponda a ella, y al debilitamiento excéntrico y progresivo de la misma

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zona, se debe el enrarecimiento también excéntrico y progresivo de la población. La ciudad de México es la de mayor censo en la Repú-blica, por su situación dentro de la zona fundamental de los cereales. Lejos de la misma zona, ni aún con excepcionales elementos de producción agrícola tropical, minera e industrial, la población pue-de crecer. Por eso los estados de Sonora y de Chihuahua necesitarán siempre trabajadores de la zona fundamental para sus minas de oro, de plata y de cobre; por eso el estado de Coahuila siempre necesitará trabajadores de la zona fundamental para sus minas de carbón; por eso siempre el estado de Nuevo León necesitará trabajadores de la zona fundamental para sus grandes y prósperas industrias de fuego; por eso el estado de Durango siempre necesitará llevar trabajadores de la zona fundamental para sembrar y cosechar su algodón; por eso los estados de Jalisco y de Veracruz siempre necesitarán obreros de la zona fundamental para sus grandes y prósperas industrias de agua; por eso el estado de Yucatán siempre necesitará llevar hom-bres de la zona fundamental para el cultivo y para el trabajo de su henequén; por eso en fin, el gobierno federal necesitará siempre para sus operaciones lejanas el reclutamiento de contingente en la zona fundamental. Toda nuestra historia, desde los tiempos pre-históricos hasta nuestros días, ha sido la lucha por el dominio de la zona de referencia. El poder que ha tenido la fortuna de ejercer su dominio en la zona de los cereales ha sido permanente: el que esa fortuna no ha logrado ha sido transitorio. Ella tendrá que ser siem-pre en nuestro país el objetivo principal de toda operación militar trascendente; lejos de ella, un ejército de cierta magnitud se morirá de hambre. En su oportunidad estudiaremos las condiciones espe-ciales de esa zona.

Zonas de diverso carácter que rodean la zona fundamental

de sustentación, o zona de los cereales

En torno de la zona fundamental de los cereales, el terreno descien-de: hacia el norte, desciende por la mesa que así se llama; hacia el

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sur, desciende por el resto de la mesa del sur que aquella zona ocu-pa; hacia el oriente y hacia el occidente, traspuestas las cordilleras, desciende hacia las costas.

La mesa del norte no forma sino dos pequeñas zonas agrícolas apoyadas en las cordilleras, una en Coahuila y otra en Chihuahua. El resto es seco, arenoso, árido y triste. Las estaciones son extre-mosas, porque luchan a porfía en casi toda la mesa, su alta latitud y su poca altitud. El terreno es de una llanura excepcional, y en sus amplias ondulaciones forma extensas cuencas cerradas. Los vientos constantes del norte que corren hacia el sur arrastran los escasos vapores que vienen de los mares y que las cordilleras dejan pasar, lo cual hace que aún en la única estación de lluvias que toda la República tiene, las lluvias sean raras y de muy débil precipitación. Los mismos vientos producen una rapidísima evaporación de las aguas de esas lluvias. Las corrientes son de carácter intermitente y se agotan en las grandes cuencas cerradas. La vegetación es pues, en la mesa a que nos referimos, raquítica y pobre. Empero, sirve para la ganadería y alimenta grandes rebaños. Desde ese punto de vista general, descontadas las dos pequeñas zonas agrícolas que ya indicamos, el resto de la mesa es una zona ganadera de gran importancia. Además, esa zona ganadera puede a su vez dividirse en dos, una que es la situada al norte, caracterizada por sus yaci-mientos de carbón de piedra que la hacen a propósito para la reali-zación de las industrias de fuego, y la otra que es la situada al sur, inmediatamente después de la zona fundamental de los cereales, caracterizada por la producción de materias primas de gran indus-tria, como el algodón, el ixtle, la lechuguilla, el guayule, etcétera.

La parte de la mesa del sur que no ocupa la zona fundamental de los cereales es una fértil zona agrícola semitropical. Su suelo quebrado ofrece pocas extensiones propias para grandes cultivos; pero colocada en el vértice de las cordilleras, y en la región en que el carácter ístmico del territorio nacional se acentúa mucho, goza de lluvias abundantes, y éstas, distribuidas en amplio sistema de corrientes, la riegan con relativa profusión. Esa zona ofrece los productos vegetales de su naturaleza semitropical, como frutas de

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mesa, café, caña de azúcar, etcétera. No es a propósito para la ga-nadería en grande.

Las vertientes exteriores de las cordilleras, o sean los planos de descenso de las costas, ofrecen, como es natural, en fajas es-trechas, zonas de distinto clima y por consiguiente de diferente carácter. En las cordilleras mismas el clima es frío, un poco más abajo el clima es templado, después semitropical, y por último plenamente tropical o caliente. Dada la poca distancia que hay de las cordilleras a las costas y la altura de esas mismas cordilleras, el terreno está formado por una serie de contrafuertes super-puestos que presentan aristas muy salientes y hendiduras muy pronunciadas; por ello son muy escasas las superficies propias para el cultivo, y a causa de la irregularidad que presentan las desigualdades del terreno, las zonas se entrelazan y confunden. Si en las zonas altas se encuentran los cereales, en las medias se encuentran productos semitropicales, y en las calientes los gran-des bosques de palmeras y maderas preciosas. Las lluvias son torrenciales porque los vapores de los mares no encuentran en su camino hacia el interior obstáculo alguno a su paso, y se en-cuentran en las regiones altas enfriamientos que determinan una precipitación copiosa. En la parte en que las cordilleras flanquean la mesa del norte, muchas corrientes se forman de las cordilleras a los mares: desde que la mesa central comienza, hacia el sur, el eje que divide las corrientes distribuye éstas hacia los mares, y esas mismas corrientes que se deslizan mansas en la altiplanicie, al precipitarse hacia las costas, se enlazan con muchas de las que nacen en las vertientes exteriores de las cordilleras y forman con las demás que nacen también en las vertientes exteriores de las cordilleras y corren libres con sus afluentes propios, una impor-tantísima zona de caídas de agua aprovechables en la generación de fuerza motriz para las industrias que no requieren el uso del fuego. Sólo ya cerca de las costas, casi todos los ríos son mansos. En el Istmo de Tehuantepec, la precipitación de las lluvias es extraordinariamente copiosa, los ríos que esas lluvias forman son mansos en grandes extensiones, y la vegetación que su humedad

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provoca es tan exuberante, que constituye lo que pudiéramos llamar un vicio de la naturaleza. En el centro de ese istmo hay una meseta alta que ocupa una gran parte del estado de Chiapas y que es una zona agrícola de cierta extensión, productora de cereales. La prolongación de Yucatán apenas da henequén; la de la Baja California, casi nada produce. El grupo de zonas que pre-sentan los planos de descenso de las costas no es a propósito para la ganadería.

Así pues, fuera de la zona fundamental de los cereales, sólo hay productoras de cereales también, en la zona que podemos llamar de Chihuahua, por estar la ciudad de ese nombre dentro de ella; la zona de El Saltillo por igual razón, y la zona de Tuxtla o de San Cristóbal, por el mismo motivo. Esas zonas tienen sus estribaciones y sus enlaces con la fundamental. Hay una zona ganadera que ocupa toda la mesa del norte, con deducción de las dos zonas agrícolas de Chihuahua y Saltillo que ya mencionamos. Hay una zona productora de carbón de piedra que ocupa la mi-tad superior de la zona ganadera poco más o menos, y que ha dado origen a una zona industrial de industrias de fuego, cuyo centro es Monterrey. Hay una zona productora de fibras de gran industria, que ocupa poco más o menos la mitad inferior de la zona ganadera y tiene un centro en Torreón y otro en San Luis Potosí. Hay en la mesa del sur una zona agrícola de productos semitropicales que contribuye a surtir la zona fundamental de frutas y de los productos propios de esa región, y que ha loca-lizado en esa misma región la industria de los azúcares. Hay en los planos de descenso de las costas, descontadas las zonas altas en que lo quebrado del terreno no ofrece facilidades para el cul-tivo, una zona agrícola especial productora de cereales, que es la de Tuxtla; una zona media, agrícola también, que contribuye como la de la mesa del sur, a surtir la zona fundamental y las zonas del norte, de frutos semitropicales, y que produce plantas de grande industria como el tabaco; y una zona de maderas pre-ciosas y productos plenamente tropicales, como caoba, palo de tinte, etcétera, entre los primeros, y como hule y vainilla entre

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34 • los datos de nuestro territorio

los segundos. Hay, ocupando las zonas alta y media de los planos referidos, una zona de caídas de agua que corre en el sentido de las cordilleras, y que ha formado en la del oriente el centro fabril de Orizaba, y en la del occidente el centro fabril de Juanacatlán. Hay, por último, en Yucatán, una zona especialísima, por ser casi única en el mundo, que es la productora de henequén. Nin-guna de las zonas de los planos de descenso de las costas, es de una manera general a propósito para la ganadería; en esas zonas abundan por demás los animales dañinos.

Las cordilleras con sus estribaciones forman sobre la Repúbli-ca una red de mallas tanto menos apretadas cuanto más se sube de la región ístmica hacia el norte, y los hilos de esa red, o sean las sierras y montañas que la componen, ofrecen por una parte, importantes vetas de metales preciosos, sobre las que se han for-mado rosarios de minerales en actividad y, por otra, numerosas variedades de maderas de construcción que son objeto de grandes explotaciones.

Ventajas e inconvenientes de la especial colocación

de la zona fundamental de los cereales

La especial colocación de la zona fundamental de los cereales en el centro del territorio nacional y a la mayor altura de ese territorio presenta una serie de inapreciables ventajas y una serie de graves inconvenientes. Desde luego, como productora de cereales, su po-sición hace que la derrama de los cereales a las demás zonas se haga con fletes de bajada. Como productora de población, por la razón misma de ser productora de cereales, su posición también facilita la derrama de habitantes con el esfuerzo reducido del descenso. Estas son notorias ventajas. Los inconvenientes consisten en que todos los artículos extranjeros y muy especialmente los implementos y abonos indispensables para toda producción agrícola de cereales, si vienen por los mares, tienen que pagar los fletes de las rápidas subidas, y

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si vienen por el norte, tienen que pagar los altos fletes de las largas distancias. Estos son incuestionables inconvenientes.

Ventajas propias de las demás zonas que componen el país

En lo que respecta a la colocación de las demás zonas, las agrí-colas productoras de cereales sirven de centros complementa-rios de población y ligan la población lejana a la de la zona fundamental. La zona ganadera cuenta en la actualidad con los dos grandes ferrocarriles del norte, que llegan a dicha zona y reparten con los demás toda la producción ganadera dentro del país, y le abren los mercados del norte, con fletes de descenso. La zona de las industrias de fuego cuenta con la indiscutible ventaja de la proximidad de los Estados Unidos y con los dos grandes ferrocarriles mencionados, tanto para su provisión de maquinaria en aquella nación, cuanto para la repartición de sus productos dentro de la República. La zona de las materias pri-mas de grande industria cuenta con su comunicación para los Estados Unidos con fletes de descenso y con su proximidad a la zona fundamental y a las vías de derrama de ésta, sobre las zonas de las industrias de agua. La zona de los azúcares y las zo-nas de los frutos semitropicales cuentan con su proximidad a la zona de los cereales y con el consumo de ella. Las zonas medias del café, del tabaco, etcétera, cuentan con la proximidad de la zona fundamental de los cereales para su consumo, preparación y repartición y con la exportación en fletes de bajada. La zona de los productos plenamente tropicales cuenta con su situación litoral para su inmediata exportación. Las zonas de las caídas de agua cuentan con su proximidad a los mares para la aportación de materias primas y con su proximidad a la zona fundamental para su consumo y repartición. La zona del henequén cuenta con la situación geográfica de la península de Yucatán y con la condición peninsular de ella para la exportación y segura venta de sus productos.

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36 • los datos de nuestro territorio

No hay región de la República que no tenga sus ventajas y sus inconvenientes. Lo malo, tratándose de esta materia, es que se ha olvidado mucho el principio de que la naturaleza impone la dirección del trabajo, y nos hemos empeñado en sembrar cereales en los desiertos del norte; en formar colonias en Yucatán; en es-tablecer fábricas en el valle de México, y en sembrar henequén en Guanajuato.

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CAPÍTULO SEGUNDO

los datos de nuestra historia lejana

Las tribus indígenas precortesianas

odas las cuestiones sociológicas que consisten en los gran-des problemas de nuestro progreso toman su punto de

partida en la época colonial, que fue para nosotros el periodo de formación.

Muchas eran las tribus o los pueblos indígenas que habían ba-jado del norte y que en precisa relación con las condiciones del territorio nacional se habían establecido en él antes de la conquista. El señor don Manuel Orozco y Berra encontró huellas de las tribus, cuyos nombres expresa la siguiente:

lista alFabétiCa de los nombres de las tribus en méxiCo

Acafes, Coahuila.Acaxees, Sinaloa, Durango.Acolhoaques, véase Nahóas.Acolhuis, México.Aguaceros, Nuevo León.Agualulcos, véase Ahualulcos.Ahualulcos, Tabasco.Ahomamas, Coahuila.

Ahomes, Sinaloa.Aibinos, Sonora.Aicales, véase Mopanes.Ajoyes, véase Axoyes.Alasapas, Coahuila, Nuevo León.Alchedomas, Sonora.Alíquis, San Luis.Amitaguas, Coahuila.

T

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38 • los datos de nuestra historia lejana

Amuchcos, Guerrero.Amusgos, véase Amuchcos.Anacanas, Tamaulipas.Ancasiguayes, Tamaulipas.Ancavistis, Chihuahua.Anchanes, Chihuahua.Apaconecas, Jalisco.Apaches, Chihuahua, Sonora, Du-

rango, Coahuila, Nuevo León.Apes, Coahuila.Apocanecas, véase Apaconecas.Aretines, Tamaulipas.Arigames, Chihuahua.Aripas, California.Ateacari, Jalisco.Atlacachichimecas, véase Mexicanos.Ayaguas, Nuevo León.Ayas, Coahuila.Auyapemes, Tamaulipas.Axoyes, de los Choles.Aztecas, véase Mexicanos.Babeles, Coahuila.Babiamares, Coahuila.Babos, Chihuahua.Babosarigames, Coahuila.Bacabaches, Sonora.Bacapas, Sinaloa.Bagiopas, Sonora.Baguames, Coahuila.Baimenas, Sinaloa.Bamoas, Sinaloa.Bapancorapinanacas, Coahuila.Baquiobas, Sonora.Basiroas, Sonora.Basopas, Sinaloa.Batucaris, Sinaloa.Batucos, Sonora.Baturoques, Sonora.Bauzarigames, Coahuila.Baxaneros, Coahuila.

Bayacatos, Sinaloa.Benixono, véase Cajonos.Biaras, Sinaloa.Blancos, Coahuila.Boboles, Coahuila.Bocalos, Coahuila.Bocas prietas, Tamaulipas.Bocoras, Coahuila.Borrados, Tamaulipas, Coahuila,

Nuevo León.Cabezas, Coahuila, Durango.Cacalotes, Tamaulipas, Chihuahua.Cácaris, Durango.Cacastes, Coahuila.Cachopoztales, Coahuila.Cadinias, Tamaulipas, Nuevo

León.Cahiguas, Chihuahua.Cahitas, Sonora, Sinaloa.Cahuimetos, Sinaloa.Caitas, véase Cahitas.Cajonos, Oaxaca.Cajuenches, Sonora.Camotecas, Guerrero.Canaynes, Tamaulipas, Nuevo

León.Cánceres, Chihuahua.Canos, Coahuila.Cantaycanaes, Tamaulipas.Cantafes, Coahuila.Cantils, California.Canuas, Coahuila.Caramariguanes, Tamaulipas.Caramiguais, Tamaulipas.Caribayes, Tamaulipas.Caribes, Tabasco.Carrizos, Tamaulipas, Coahuila.Carlanes, Chihuahua.Cascanes, Zacatecas, Jalisco.Cataicanas, Tamaulipas.

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Catanamepaques, Tamaulipas.Catuxanes, Coahuila.Caviseras, Coahuila.Cayeyus, California.Celdalas, véase Tzendales.Celtalas, véase Tzendales.Cenizos, Tamaulipas, Coahuila.Cinaloas, véase Sinaloas.Coahuiltecos, Coahuila, Nuevo

León.Coaquites, Coahuila.Cocas, Jalisco.Coclamas, Chihuahua.Cocobiptas, Chihuahua.Cocomaques, Coahuila.Cocomaricopas, Sonora.Cocomes, Yucatán.Cocopas, Sonora.Cocoyomes, Chihuahua, Coahuila.Cochimies, California.Codames, Coahuila.Coguinachis, Sonora.Cohuixcas, Guerrero.Colhuis, México.Colorados, Chihuahua, Coahuila.Colotlanes, Zacatecas, Jalisco.Comecamotes, Tamaulipas.Comecrudos, Tamaulipas.Comepescados, Nuevo León.Comesacapenes, Tamaulipas.Comitecos, véase Chañabales.Comocabras, Coahuila.Comoporis, Sinaloa.Comuripas, Sonora.Conchas, Chihuahua.Conchos, California.Conejos, Chihuahua.Conicaris, Sonora.Contlas, Sonora.Contotores, Coahuila.

Coras, Jalisco.Coras, California.Coronados, Jalisco.Cosninas, véase Jamajabs.Cotomanes, Tamaulipas.Cotzales, Coahuila.Coviscas, véase Cohuixcas.Coyoteros, véase Tontos.Coyotes, Coahuila, San Luis.Cuachichiles, Coahuila, Nuevo

León, San Luis, Zacatecas, Jalisco.Cuampes, Chihuahua.Cucapá, Sonora.Cuchinochis, Nuevo León.Cuelcajen-ne, véase Llaneros.Cuernosquemados, Tamaulipas.Cues, véase Tecayaguis.Cuesninas, véase Jamajabs.Cuicatecos, Oaxaca.Cuismer, véase Jamajabs.Cuitlatecos, Guerrero.Cuixas, véase Cohuixcas.Cuextecachichimecas, México.Cuextecas, véase Huaxtecas.Cuhana, véase Cucapá.Culisnisnas, véase jamajabs.Culisnurs, véase jamajabs.Culuas, México.Cuñai, Sonora.Cutecos, Chihuahua.Cutganes, Sonora.Cuyutumatecos, Guerrero.Chacaguales, Coahuila.Chacahuaxtis, Vecracruz.Chafalotes, Sonora.Chahuames, Coahuila.Chalcas, México.Chancafes, Coahuila.Changuaguanes, Chihuahua.Chantapaches, Coahuila.

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40 • los datos de nuestra historia lejana

Chañabales, Chiapas.Characos, véase Pirindas.Characuais, Tamaulipas.Charenses, véase Pirindas.Chatinos, Oaxaca.Chayopines, Coahuila.Chemeguabas, Sonora.Chemegue cajuala, Sonora.Chemegue sevicta, Sonora.Chemegues, Sonora.Chemeguet, Sonora.Chiapanecos, Chiapas.Chapaneques, véase Chiapanecos.Chapaneses, véase Chiapanecos.Chicoratos, Sinaloa.Chicuras, Sinaloa.Chichimecas, México.Chichimecas, Zacatecas, Aguasca-

lientes, Jalisco.Chichimecas blancos, Aguascalien-

tes, Querétaro, Guanajuato.Chichimecas blancos, véase Iztac-

chichimecas.Chilpaines, Coahuila.Chinantecos, Oaxaca.Chinarras, Chihuahua.Chinipas, Chihuahua.Chinquime, véase Tlapanecos.Chiricaguis, Sonora.Chiros, Chihuahua.Chirumas, véase Yumas.Chizos, Chihuahua.Chochonti, véase Tlapanecos.Chochos, Oaxaca, Veracruz.Choles, Chiapas.Choles-uchines, de los cholos.Cholomos, Chihuahua, Coahuila.Chontales, Tabasco, Oaxaca, Guerrero.Choras, véase Coras.Chotas, véase Coras.

Chuchones, véase Chochos.Chumbias, Guerrero.Daparabopos, Coahuila.Didués, California.Dohme, véase Eudeves.Echunticas, Chihuahua.Edués, California.Escavas, Coahuila.Eudeves, Sonora.Faraones, Chihuahua.Fílifaes, Coahuila.Garzas, Tamaulipas.Gavilanes, Coahuila.Gayamas, véase Guaimas.Gecualmes, véase Coras.Gecuiches, Sonora.Genicuiches, Sonora.Gicocoges, Coahuila.Gijames, Coahuila.Gileños, véase Xileños.Gileños, Sonora.Gojoles, Jalisco.Goricas, Coahuila.Gozopas, Sinaloa.Guachichiles, véase Cuachichiles.Guaicamaópas, Sonora.Guaicuras, California.Guailopos, Chihuahua.Guanipas, Coahuila.Guastecas, véase Huaxtecas.Guatiquimanes, véase Huatiqui-

manes.Guaves, véase huaves.Guaxabanas, Guanajuato.Guaymas, Sonora.Guazamoros, Coahuila.Guazápares, Chihuahua.Guazarachis, Chihuahua.Guazaves, Sinaloa.Guazontecos, véase Huazontecos.

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Gueiquisales, Coahuila.Guisoles, Coahuila.Guixolotes, Tamaulipas.Gummesacapemes, Tamaulipas.Hegues, véase Eudeves.Hequis, véase Eudeves.Hiaquis, véase Yaquis.Hichucios, Sinaloa.Hijames, Coahuila.Himeris, Sonora.Hinas, Sinaloa, Durango.Hios, Sonora.Hizos, Chihuahua.Hoeras, Coahuila.Huachichiles, véase Cuachichiles.Hualahuises, Coahuila, Nuevo

León.Huatiquimanes, Oaxaca.Huaves, Oaxaca.Huavis, véase Huaves.Huaxtecos, Veracruz, San Luis.Huazontecos, véase Huaves.Hudcoadanes, Sonora.Huexotzincas, Puebla.Huicholas, Jalisco.Huites, Sinaloa.Humas, véase Chinarras.Humes, Durango.Husorones, Chihuahua.Huvagueres, Sonora.Iccujen-ne, véase Mimbreños.Iguanas, Coahuila.Inapanames, Tamaulipas.Inocoples, Tamaulipas.Ipapanas, Veracruz.Irritilas, Coahuila, Durango.Isipopolames, Coahuila.Itzalanos, Yucatán.Izcucos, Guerrero.Iztacchichimecas, Querétaro.

Jalchedunes, Sonora.Jallicuamai, Sonora.Jagullapais, Sonora.Jamajabs, Sonora.Janos, Chihuahua.Jarames, Coahuila.Jocomis, Chihuahua.Jonases, Guanajuato, Querétaro.Jopes, véase Yopes.Jorales, véase Jovas.Jovas, Sonora, Chihuahua.Julimes, Coahuila, Chihuahua.Jumanes, Chihuahua.Jumapacanes, Tamaulipas.Jumees, Coahuila.Jut juoat, véase Yutas.Kichées, véase Quichées.Kupules, Yucatán.Lacandones, Chiapas.Laguneros, Coahuila.Laimones, California.Lauretanos, California.Liguaces, Coahuila.Lipajen-ne, véase Lipanes.Lipanes de abajo, Coahuila, Nuevo

León, Tamaulipas.Lipanes de arriba, Coahuila, Nuevo

León, Tamaulipas.Lipillanes, Coahuila.Llamparicas, Chihuahua.Llaneros, Coahuila.Macoaques, México.Macones, San Luis.Macoyahuis, vease Becayaguis.Maguiaquis, Chihuahua.Mahuames, Coahuila.Maiconeras, Coahuila.Malaguecos, Tamaulipas, Nuevo

León.

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Malincheños, Tamaulipas, Nuevo León.

Mamazorraz, Coahuila.Mames, Chiapas.Mammites, Chihuahua.Manches, véase los Choles.Manos de perro, Coahuila.Manos prietas, Coahuila.Maporcanas, Tamaulipas.Mapulcanas, Tamaulipas.Maquiapemes, Nuevo León.Mariguanes, Tamaulipas.Martinez, Tamaulipas.Mascores, Tamaulipas.Mascorros, San Luis.Matapanes, Sinaloa.Matlaltzincas, México, Michoacán.Matlaltzingas, véase Matlaltzincas.Matlames, Guerrero.Matlatzincas, véase Matlalzincas.Matlazahuas, véase Mazahuis.Matzahuas, véase Mazahuis.Mayas, Yucatán, Tabasco, Chiapas. Mayos, Sonora.Mazahuas, véase Mazahuis.Mazahuis, México, Michoacán.Mazames, Coahuila.Mazapes, Coahuila.Mazapiles, Zacatecas.Mazatecos, Oaxaca, Guerrero.Mecos, Guanajuato, Querétaro.Mejuos, Chihuahua.Mem, véase Mames.Mescales, Coahuila.Metazures, Coahuila.Meviras, Coahuila.Mexicanos, Tabasco, Chiapas,

Oaxaca, Puebla, Veracruz, Tlax-cala, Guerrero, México, Michoa-cán, Colima, Jalisco, Zacatecas,

Aguascalientes, San Luis, Duran-go, Sinaloa.

Mezcaleros, Chihuahua.Mezquites, Tamaulipas, Coahuila,

Chihuahua.Meztitlanecas, México.Michoa, véase Tarascos.Michoacaque, véase Tarascos.Mijes, véase Mixes.Milijaes, Coahuila.Mimbreños altos, Sonora.Mimbreños bajos, Sonora.Miopacoas, Coahuila.Mixes, Oaxaca.Mixtecos, Oaxaca, Puebla, Guerrero.Miztoguijxi, véase Mixtecos.Molinas, Tamaulipas.Monquies, California.Monquies-laimon, California.Mopanes, véase Choles.Moraleños, Tamaulipas.Movas, Sonora.Mozahuis, véase Mazahuis.Muares, Chihuahua.Mulatos, Tamaulipas.Muutzizti, Jalisco.Nahóas, México.Nahuachichimecas, México.Nahuales, véase Nahóas.Nahuatlaques, México.Narices, Tamaulipas.Natages, Coahuila.Navajoas, Sonora.Navajos, Sonora.Nayaeritas, véase Nayaritas.Nayares, véase Nayaritas.Nayaritas, véase Coras.Nazas, Tamaulipas, Nuevo León,

Durango.Nebomes, Sonora.

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Negritos, Coahuila.Neguales, Coahuila.Nentambati, véase Matlaltzincas.Nepintatuhui, véase Matlaltzincas.Netzichos, véase Nexitzas.Nexitzas, Oaxaca.Nevomes, nebomes, véase pimas.Nios, Sinaloa.Nures, Chihuahua.Oaboponomas, Sonora.Obayas, Coahuila.Ocanes, Coahuila.Ocoronis, Sinaloa.Ocuiltecas, México.Ogueras, Sonora.Ohaguames, Coahuila.Ohueras, Sinaloa.Olives, Tamaulipas.Olmecas, Puebla.Onavas, Sonora.Opas, Sonora.Opatas, Sonora, Durango.Oposines, Chihuahua.Orejones, Chihuahua.Ores, véase Ures.Oronihuatos, Sinaloa.Otaquitamones, Chihuahua.Otomíes, véase Otomís.Otomís, Veracruz, Puebla, Tlaxcala,

México, Querétaro, Guanajuato, Michoacán, San Luis.

Otomites, véase Otomís.Otomitl, Otomí.Otonca, véase Otomís.Otonchichimecas, México.Ovas, véase Jovas.Oxoyes, véase Axoyes.Paceos, Coahuila.Pacos, Coahuila.Pacpoles, Coahuila.

Pacuaches, Coahuila.Pacuas, Coahuila.Pacuazin, Coahuila.Pachales, Coahuila.Pachalocos, Coahuila.Pachaques, Coahuila.Pacheras, Chihuahua.Pachimas, Tamaulipas.Pacholes, Coahuila.Pafaltoes, Nuevo León.Paguaches, Coahuila.Pajalames, Chihuahua.Pajalaques, Coahuila.Pajalatames, Coahuila.Pajalates, Coahuila.Pajaritos, Tamaulipas.Palalhuelques, Tamaulipas.Palmitos, Nuevo LeónPamaques, Coahuila.Pamasus, Coahuila.Pames, México, Querétaro, Guana-

juato, Nuevo León, San Luis.Pamoranos, Nuevo León.Pamozanes, Tamaulipas.Pampopas, Coahuila.Panagues, Coahuila.Panana, Chihuahua.Panaquiapemes, Tamaulipas.Panguayes, Tamaulipas.Panotecas, véase Huaxtecas.Pantecas, véase Huaxtecas.Pagoas, Coahuila.Papabotas, véase Pápagos.Papabucos, Oaxaca.Papanacas, Coahuila.Pápagos, Sonora.Papahotas, véase Pápagos.Papalotes, véase Pápagos.Pápavi-cotam, véase Pápagos.Papudos, Durango.

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44 • los datos de nuestra historia lejana

Pasalmes, Chihuahua.Pasalves, Coahuila.Pasitas, Tamaulipas.Paslalocos, Coahuila.Pastancoyas, Coahuila.Patacales, Coahuila.Pauzanes, Coahuila.Payaguas, Coahuila.Payos, Coahuila.Payuchas, Sonora.Payzanos, Tamaulipas.Paschales, Coahuila.Paxuchis, Chihuahua.Pelones, Tamaulipas, Coahuila,

Nuevo León.Pericués, California.Piatos, Sonora.Pies de venado, Coahuila.Pihuiques, Coahuila.Pimahaitu, véase Pimas.Pimas altos, Sonora, Chihuahua.Pimas bajos, Sonora.Pinanacas, Coahuila.Pínome, véase Tlapanecos.Pinotl-chochon, véase Tlapanecos.Pintos, Tamaulipas, Nuevo León.Pirindas, véase Matlaltzincas.Pirintas, véase Pirindas.Piros, Chihuahua.Pisones, Tamaulipas, Nuevo León.Pitas, Coahuila.Pitisfiafuiles, Nuevo León.Poarames, Chihuahua.Polames, Chihuahua.Politos, Tamaulipas.Pomulumas, Coahuila.Popolocos, Puebla.Popoloques, véase Popolocos.Posnamas, Nuevo León.Potlapiguas, Sonora.

Pulicas, Chihuahua.Putimas, Sonora.Quaochpanme, véase Tarascos.Quaquatas, véase Matlaltzincas.Quatlatl, véase Matlaltzincas.Quedexeños, Nuevo León.Quelenes, Chiapas.Quemeyá, Sonora.Quepanos, Coahuila.Quicamopas, Sonora.Quichées, Chiapas.Quihuimas, véase Quiquimas.Quimis, Coahuila.Quinicuanes, Tamaulipas, Nuevo

León.Quiquimas, Sonora.Rayados, Coahuila.Sabaibos, Sinaloa, Durango.Salineros, Sonora, Durango,

Coahuila.Sanipaos, Coahuila.Sandajuanes, Coahuila.Sarnosos, Tamaulipas.Saulapaguemes, Tamaulipas.Segatajen-ne, véase Chiricaguis.Seguyones, Nuevo León.Sejen-ne, véase Mezcaleros.Serranos, Tamaulipas.Séris, Sonora.Sibubapas, Sonora.Sicxacames, Coahuila.Sinaloas, Sinaloa.Sisibotaris, Sonora.Sisimbres, Chihuahua.Sívolos, Chihuahua.Siyanguayas, Coahuila.Sobaipuris, Sonora.Soltecos, Oaxaca.Sonoras, véase Ópatas.Soques, véase Zoques.

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Sovas, Sonora,Sumas, Chihuahua, Sonora.Supis, Chihuahua.Tacames, Coahuila.Tagualilos, Tamaulipas.Tahuecos, Sinaloa.Tahues, véase Tahuecos.Talaquichis, Nuevo León.Tamaulipecos, Tamaulipas.Tamime, véase Chichimecas.Tanaquiapemes, Tamaulipas.Tapacolmes, Chihuahua.Tarahumaras, Chihuahua, Sonora,

Durango.Tarahumares, véase Tarahumaras.Tarascos, Michoacán, Guerrero,

Guanajuato, Jalisco.Tareguanos, Tamaulipas.Tasmamares, Coahuila.Tatimolos, Veracruz.Teacuacitzisti, Jalisco.Tebacas, Sinaloa.Tecargonis, Chihuahua.Tecayaguis, Sonora.Tecayas, Durango.Tecojines, Jalisco.Tecoquines, véase Tejoquines.Tecoripas, Sonora.Tecos, Michoacán.Tecualmes, véase Coras.Tecuatzilzisti, Jalisco.Tecuexes, Jalisco, Zacatecas.Techichimecas, México.Tedexeños, Tamaulipas.Teguecos, véase Tehuecos.Teguimas, Sonora.Teguis, Sonora.Tehatas, Sonora.Tehuantepecanos, Oaxaca.Tehuecos, Sinaloa.

Tehuizos, Sonora.Temoris, Chihuahua.Tenez, véase Chinantecos.Tenimes, véase Yopes.Tepahues, Sonora.Tepanecas, México.Tepaneques, véase Tepanecas.Teparantanas, Sonora.Tepecanos, Zacatecas, Jalisco.Tepeguanes, véase Tepehuanes.Tepehuanes, Durango, Sinaloa,

Chihuahua, Jalisco.Tepehuas, Veracruz.Tepocas, Sonora.Tepuztecos, Guerrero.Terocodames, Coahuila.Tetikilhatis, Veracruz.Texomes, Guerrero.Texones, Tamaulipas.Texoquines, véase tejoquines.Teules chichimecas, Zacatecas,

Aguascalientes, Jalisco.Tezcatecos, Guerrero.Thehuecos, véase Tehuecos.Tiburones, Sonora.Tilijayas, Coahuila.Tilofayas, Coahuila.Tinapihuayas, Coahuila.Tintis, Chihuahua.Tistecos, Guerrero.Tizones, Tamaulipas.Tjuiccujen-ne, véase Gileños.Tlacotepehuas, Guerrero.Tlalhuicas, México.Tlahuique, véase Tlalhuicas.Tlapanecos, Guerrero.Tlaltzihuiztecos, Guerrero.Tlxcaltecas, Tlaxcala, Durango,

Coahuila, San Luis, Jalisco.Tlaxomultecas, Jalisco.

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46 • los datos de nuestra historia lejana

Toamares, Coahuila.Tobozos, Coahuila, Nuevo León,

Durango, Chihuahua.Tocas, Coahuila.Tochos, Chihuahua.Tolimecas, Guerrero.Toltecas, véase Tultecas.Toluca, véase Matlaltzincas.Tonases, véase Jonases.Tontos, Sonora.Torames, Jalisco.Totonacas, véase Totonacos.Totonacos, Veracruz, Puebla.Totonaques, véase Totonacos.Totorames, véase Torames.Toveiome, véase Huaxtecas.Triquis, Oaxaca.Troez, véase Zoes.Tuancas, Coahuila.Tubares, Chihuahua.Tulanes, véase Tultecas.Tultecas, México.Tumacapanes, Tamaulipas.Tusanes, Coahuila.Tuztecos, Guerrero.Tzapotecos, véase Zapotecos.Tzayahuecos, véase Zayahuecos.Tezeltales, véase Tzendales.Tzendales, Chiapas.Tzoes, véase Zoes.Tzotziles, Chiapas.Uchitas, California.Uchitiés, véase Uchitas.Uchitils, véase Uchitas.Uchitis, véase Uchitas.Upanguaymas, Sonora.Ureas, véase Ópatas.Uscapemes, Tamaulipas.Utlatecas, véase Quichées.Utschiti, véase Uchitas.

Vacoregues, Sinaloa.Vaimoas, Durango.Varogios, véase Voragios.Varohios, véase Voragios.Vasapalles, Coahuila.Vayemas, Sonora.Venados, Tamaulipas, Coahuila.Vinniettinen-ne, véase Tontos.Vixtoti, véase Mixtecos.Vocarros, Nuevo León.Voragios, Chihuahua.Xanambres, Tamaulipas, Coahuila,

Nuevo León.Xarames, Coahuila.Xicalamas, Puebla.Xicarillas, Chihuahua.Xileños, Sonora.Xiximes, Sinaloa, Durango.Xochimilques, México.Xoquinoes, Chiapas.Yacanaes, Tamaulipas.Yanabopos, Coahuila.Yaquis, Sonora.Yavipais, véase Apaches.Yavipais cajuala, Sonora.Yavipais cuercomache, Sonora.Yavipais gilenos, Sonora.Yavipais jabesua, Sonora.Yavipais muca oraive, Sonora.Yavipais vavajof, Sonora.Yavipais tejua, Sonora.Yecoratos, Sinaloa.Yopes, véase Tlapanecos.Yopis, véase Yopes.Yuanes, Sonora.Yucatecos, véase Mayas.Yum yum, véase Yutas.Yumas, Sonora.Yurguimes, Coahuila.Yutajen-ne, véase Navajos.

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Yutajen-ne, véase Faraones.Yutas, Sonora.Zacachichimecas, México.Zacatecos, Zacatecas, Durango.Zacatiles, Tamaulipas.Zaklohpakaps, véase Mames.Zalais, Nuevo León.Zapotecos, Oaxaca.Zapoteros, Tamaulipas.Zayahuecos, Jalisco.

Zendales, véase Tzendales.Zívolos, Coahuila.Zímas, Nuevo León.Zoes, Sinaloa.Zopilotes, Coahuila.Zoques, Tabasco, Chiapas, Oaxaca.Zotziles, véase Tzotziles.Zoziles, véase Tzotziles.Zuaques, Sinaloa.

Como se ve, era no poco crecido el número de las tribus indí-genas que ocupaban la región que ahora es el territorio nacional. Esas tribus ocupaban demarcaciones distintas, hablaban en su ma-yor parte lenguas diferentes, y se encontraban en muy diversos grados de desarrollo evolutivo. Todas evolucionaban en relación con las condiciones del terreno en que vivían, y algunas de entre ellas que ocupaban los lugares privilegiados de la zona fundamen-tal de los cereales, habían llegado a alcanzar un grado evolutivo relativamente avanzado. Dada la estrecha relación que existe en todos los pueblos de la tierra, entre las condiciones de produc-ción de los elementos que proveen del carbono necesario para la combustión vital a todas las unidades de esos pueblos, y el grado de desarrollo que éstos logran alcanzar, según indicamos en el apunte científico que hicimos en otra parte, resulta claro que a medida que los pueblos van avanzando, van haciendo más firmes, más precisas y más complicadas sus relaciones con el terreno que ocupan; van echando, digámoslo así, más y más dilatadas y más profundas raíces en ese territorio, y va siendo por lo mismo, más difícil desprenderlos de esas raíces y desalojarlos. Los apaches en nuestro país, sin ocupación determinada territorial, sin fijeza al-guna sobre el territorio que ocupan, fácilmente pueden ser expul-sados del lugar en que se encuentren: basta para ello el envío de algunos soldados. Los pueblos de alta civilización dejan matar a casi todas las unidades que los componen, antes de consentir en perder su dominio territorial. De las relaciones del territorio con la población que lo ocupa, se desprenden todos los lazos jurídicos

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48 • los datos de nuestra historia lejana

que se llaman derechos de propiedad, desde los que aseguran el dominio general del territorio, hasta los que aseguran el dominio de la más insignificante planta nacida en un terreno. Siguiendo ese orden de ideas, dado que las tribus indígenas mexicanas no ocupa-ban regiones igualmente favorecidas por la naturaleza en nuestro territorio para la producción de los elementos necesarios a la vida, no todas esas tribus habían llegado a alcanzar el mismo desarrollo evolutivo, lo que necesariamente supone que sus relaciones con el terreno que ocupaban no era en todas de igual firmeza.

Distribución regional de las tribus indígenas

Desde el punto de vista que acabamos de fijar, todas las tribus indígenas formaban en general tres grupos regionales: era el pri-mero, el de las que ocupaban la zona fundamental de los cereales, siendo éstas las de desarrollo más avanzado; era el segundo, el de las que se habían aglomerado en el resto de la mesa del sur y en los planos de descenso de las costas y que seguían en grado de desarrollo a las anteriores; y era el tercero, el de las que ocupaban las regiones del norte y que estaban en su mayor parte en el estado primitivo. Las tribus del primer grupo resistieron la conquista; las del segundo, se incorporaron al estado de cosas creado por el régi-men colonial, aceptando éste con todas sus consecuencias; las del tercero se fueron dispersando a la sola aproximación de los espa-ñoles. Éstos, por su parte, tuvieron que hacer tres clases de trabajo para reducir a las tribus indígenas y fueron: primero, el inmediato y poderoso de someter a las que ya tenían fijeza en la zona funda-mental; segundo, el menos intenso pero más durable de mantener sujetas a las incorporadas, en las que quedaba, como era natural, mucha fuerza latente de rebeldía; y tercero, el débil pero secular y todavía en actividad efectiva, de incorporar a las dispersas que por su poca fijeza al suelo tenían, han tenido y tienen aún mayor libertad de movimiento y por lo mismo mayor campo para la de-predación y para la guerra.

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Los derechos territoriales en las tribus indígenas

La propiedad territorial entre los indígenas guardaba como es consiguiente, una relación precisa con el estado de éstos. Aun-que de un modo general usamos la palabra propiedad para designar todos los derechos de dominio territorial que los indí-genas tenían sobre el suelo que ocupaban, es claro que muchos de esos derechos no merecían tal nombre. La propiedad, en el sentido jurídico moderno, es un concepto demasiado subjetivo para que lo puedan comprender los pueblos que no han llegado a alcanzar un alto grado de evolución. Empero, todos los dere-chos territoriales a que venimos refiriéndonos pueden colocarse en los diversos grados de dominio que comprende el sistema jurídico de la propiedad. Más aún, todas las sociedades humanas pueden clasificarse por la forma substancial que en ellas revisten los derechos de dominio territorial, lo cual es perfectamente explicable si se atiende a que, como hemos dicho antes, existe una estrecha relación entre las condiciones de producción fun-damental de los elementos carbónicos de la vida humana, o sea entre las condiciones de la producción agrícola fundamental, o mejor dicho, entre las condiciones en que el dominio territo-rial permite esa producción, y el grado de desarrollo que dichas sociedades alcanzan. Con los diversos grados que marca el pro-gresivo ascendimiento de los derechos de dominio territorial, desde la falta absoluta de la noción de esos derechos, hasta la propiedad individual de titulación fiduciaria que a nuestro juicio representa la forma más elevadamente subjetiva del derecho te-rritorial, se puedo formar una escala en que pueden caber todos los estados que ha presentado la humanidad desde el principio de su organización en sociedades, hasta el estado actual de los pueblos más avanzados. Los diversos grados de esa escala pue-den marcar con muy grande aproximación, los diversos grados de desarrollo evolutivo de todas las sociedades. La escala referi-da pudiera ser la siguiente:

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50 • los datos de nuestra historia lejana

esCala de la naturaleZa de los dereChos territoriales y de los estados evolutivos Correspondientes

Periodos de dominio territorial Estados de desarrollo

1°. Falta absoluta de toda noción de derecho terri-torial.

• Sociedades nómadas.• Sociedades sedentarias pero mo-

vibles.

2°. Noción de la ocupación, pero no la de posesión.

• Sociedades de ocupación común no definida.

• Sociedades de ocupación común limitada.

3°. Noción de la posesión, pero no la de propiedad.

• Sociedades de posesión comunal sin posesión individual.

• Sociedades de ocupación comunal con posesión individual.

4°. Noción de la propiedad.• Sociedades de propiedad comunal.• Sociedades de propiedad indivi-

dual.

5°. Derechos de propiedad territorial, desligados de la posesión territorial misma.

• Sociedades de crédito territorial.• Sociedades de titulación territo-

rial fiduciaria.

Como se ve, con sólo colocar cualquier pueblo en alguno de los diez grados que marca la escala anterior de desarrollo social, se puede saber desde luego, su edad evolutiva aproximada, y esto es tanto más importante cuanto que hasta ahora no se conoce el me-dio de fijar el estado de cultura de un grupo humano cualquiera. Las palabras salvajismo, barbarie y civilización son de tal latitud, que la última lo mismo se aplica al estado social de los egipcios de la época de Sesostris, que al estado social presente de los nortea-mericanos.

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Distribución de los indígenas en la escala anterior

En realidad, los indígenas no habían podido llegar a los grados de desarrollo del periodo de la propiedad. Los pueblos indígenas más avanzados comenzaban a tocar el primero de esos grados. El con-cepto de la propiedad, independiente de la posesión, sólo puede lle-gar a ser preciso, desde que existe la titulación escrita. Las tribus de la zona fundamental de los cereales estaban poco más o menos en el periodo de la posesión; las tribus del resto de la mesa del sur y de las vertientes exteriores de las cordilleras estaban poco más o menos en el periodo de la ocupación; y las del norte estaban, de un modo general, en el periodo de la falta de toda noción de derecho territo-rial. Sin embargo, de lo que acabamos de decir, es preciso indicar que se confundían mucho. Las de la zona fundamental, y las del resto de la mesa del sur y las vertientes exteriores de las cordilleras estaban generalmente constituidas en la forma de pueblos, agrupa-ciones que podían considerarse como los esbozos de la ciudad en su forma latina. Entre el periodo de la posesión y el de la propiedad, el paso es tan largo, que sólo la distancia que ese paso tiene que llenar, basta para excusar que la dominación española haya considerado a todas las tribus indígenas como iguales, agrupándolas en una mis-ma casta. La distancia evolutiva que separaba a los españoles de las tribus indígenas era tan grande, que aquellos tenían que ver a éstas confundidas y como formando un solo todo, ni más ni menos que a grande distancia de espacio, por más que las distintas elevaciones que forman una cadena de montañas sean diferentes entre sí y es-tén separadas por anchos y profundos abismos, se ven confundidas, unidas en un solo conjunto y recortadas por un mismo perfil.

Efectos directos de la dominación española sobre los indígenas

La distancia evolutiva que separaba a los españoles de los indígenas influyó muy poderosamente para las relaciones de cohabitación de

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52 • los datos de nuestra historia lejana

unos y otros, y para la formación del grupo social que entre los dos formaron. La superioridad incontestable de los españoles produjo la inevitable servidumbre de los indígenas. Pero aún esa misma ser-vidumbre ofreció aspectos diversos. Tres circunstancias influyeron poderosamente en ella: fue la primera, la codicia de los españoles que engendró su poderosa pasión por las minas; fue la segunda, la situación de las vetas mineras en las sierras que cruzan el territorio y que encuadran muy especialmente la zona fundamental; y fue la tercera, la falta absoluta en el mismo territorio, de animales de transporte y de carga. Los indígenas, pues, fueron destinados desde luego a los trabajos mineros; pero no todos, sino sólo los que no po-dían resistir o evitar la servidumbre. Los de la zona fundamental no pudieron resistirla porque eran los vencidos y no podían evitarla hu-yendo, porque el rosario de minerales establecidos en las sierras que encuadran la zona fundamental, los encerró en ella. Esos indígenas además estaban ligados a la tierra; fueron los sometidos plenamente. Los del resto de la mesa del sur y de las vertientes exteriores de las cordilleras resistieron la servidumbre por operaciones guerreras de detalle: unas veces luchando, otras remontándose a las montañas, siempre abrigándose en las quebraduras del terreno. En esos lugares la naturaleza vencía al conquistador, venció al mismo Cortés. Los indígenas a que nos referimos fueron tratados con mayor conside-ración por la dominación española, así son tratados todavía. Los indígenas del norte se dispersaron. Estos últimos han constituido siempre el obstáculo más grande para la tranquilidad general del país. No estando ligados al suelo y no siendo ni numerosos ni fuer-tes, son incapaces de sostener una campaña formal y huyen, pero asaltan, roban y cometen todo género de depredaciones cuando se ven más fuertes. Son un enemigo que no aparece nunca cuando se sale a buscarlo, pero que se presenta siempre cuando no se le espera. Los indígenas que pudieron ser sometidos y no fueron dedicados a los trabajos mineros, fueron dedicados a los servicios de transporte en calidad de bestias de carga.

Al principio, como sólo se pensaba en las minas y en los ser-vicios anexos, los conquistadores no pensaron en la propiedad te-

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rritorial; las primeras reparticiones de tierra o encomiendas no se hicieron en razón de la tierra misma, sino de sus pobladores; no dieron derechos de propiedad propiamente dicha, sino de domi-nación, de señorío. Por eso al hacerlas de verdadera propiedad, por una parte, se cuidó muy poco de la exactitud de su delimitación topográfica; y por otra, no se disputó a los pueblos indígenas se-dentarios la cuasi posición que habían llegado a adquirir o la que habían adquirido, cuando en efecto habían adquirido tal posesión. Esto último fue para los indígenas extraordinariamente favorable, porque cuando su número disminuyó con la servidumbre y cuan-do tras las luchas económicas que por razón de la época tuvieron la forma de disputas teológicas, se reconoció a los indígenas la naturaleza humana y fueron suprimidas las encomiendas, la domi-nación o el señorío de la primera división se convirtió en verdadera propiedad territorial a expensas necesariamente de los terrenos de los indígenas, pero respetando el hecho consumado de la conser-vación de éstos en los lugares en que desde antes existían o en que se habían entonces congregado. Esto tuvo una gran trascendencia, porque si bien los españoles tomaron la parte del león, es decir, las tierras mejores, las de riego, las de fácil cultivo, al dar carácter jurídico a la adquisición de ellas, lo dieron a la ocupación y a la posesión de las que quedaban a los indígenas.

La Bula Noverint Universi. Orígenes de la propiedad en nuestro país

El instinto jurídico español, tan desarrollado a nuestro entender, que sólo el romano le superó, desde que los descubrimientos ame-ricanos comenzaron a dibujar perspectivas de gran porvenir, ideó la Bula Noverint Universi para deducir de ella la legitimidad de las conquistas posteriores. De esta bula se derivaron, en efecto, los de-rechos patrimoniales de los reyes de España, y esos derechos fueron el punto de partida de que se derivó después toda la organización jurídica de las colonias. De los expresados derechos patrimoniales se derivaron, en efecto, todos los derechos públicos y privados que

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54 • los datos de nuestra historia lejana

en las colonias pudo haber. Entre esos derechos hay que contar los de la propiedad territorial. Cierto es que las primeras reparticiones de propiedad o encomiendas, de que antes hablamos, fueron hechas sin conocimiento y sin consentimiento de los reyes de España, pero cuando ya esas reparticiones fueron de verdadera propiedad territo-rial, existía el título legal necesario para adquirirlas: la merced. En teoría, todo derecho a las tierras americanas tenía que deducirse de los derechos patrimoniales de los reyes españoles, pero éstos, justos en verdad, dejaron a los indígenas las tierras que tenían, y que eran las que después de la primera época del contacto de las dos razas, la española y la indígena en conjunto, pudieron conser-var o nuevamente adquirir por ocupación. De modo que hecha la primera repartición de verdadera propiedad, tuvieron en ella parte los españoles y los indígenas. Con esta repartición quedaron bien definidas cuatro fuentes de propiedad privada: la merced, la posesión comenzada desde antes de la conquista o a raíz de ella, donde por supuesto la ocupación territorial tenía ya el carácter de posesión, la ocupación definida de los incorporados, y la ocupación precaria y ac-cidental de los dispersos. De la merced, se derivó la gran propiedad de los españoles en calidad de propiedad individual, y de la posesión y ocupación definida y accidental de los indígenas, se derivó la pro-piedad comunal, con las circunstancias y en las condiciones que más adelante veremos.

La propiedad privada individual se fue dividiendo por razón de sus dueños en dos ramas secundarias: la civil y la eclesiástica, correspondiendo a la división que sufrió el elemento español des-de la Conquista, en el grupo de los conquistadores y el grupo de los misioneros: el grupo de los conquistadores se convirtió con el tiempo en el grupo de organización civil, y el grupo de los misioneros se convirtió con el tiempo en el grupo de la Iglesia or-ganizada; y la propiedad comunal indígena, adquirida desde antes de la conquista española, se agregó igualmente en calidad de pro-piedad comunal, a la que se derivó de la merced, porque los reyes de España hicieron también a los indígenas, liberales mercedes de tierras en esa forma.

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La propiedad privada individual propiamente dicha, o sea del grupo de organización civil, por efecto de la natural y sucesiva transformación de los peninsulares en criollos, una vez adquirida, se iba amortizando para la ocupación y hasta para su adquisición por los demás elementos componentes de la población de entonces. La privada individual de la Iglesia, por la especial organización de ésta y por el número y ascendiente de sus unidades, se iba amortizando más todavía para la ocupación y también de preferencia en el ele-mento criollo. Mas como la corriente de los españoles que venían a Nueva España era continua, y los que venían traían por ideas pri-mordiales la del enriquecimiento y la de la dominación, y por únicos recursos su persona y sus ambiciones, los nuevamente venidos, ante todo, procuraban enriquecerse con los empleos o con la minería, y una vez ricos, buscaban tierras en que gozar de su fortuna y en que asegurarla vinculándola para sus herederos, y generalmente las adquirían por alguno de los tres medios siguientes, si no por todos: por ocupación de vacíos en las tierras ya ocupadas; por ocupación de las de los indígenas despojando a éstos, y por ocupación de las no ocupadas, cada vez más lejanas de la zona fundamental. Entre los nuevamente venidos, muchos produjeron un principio de descom-posición de la propiedad individual del grupo de organización civil, por que como veremos más adelante, la convirtieron en comunal que casi se aparejó a la de los indígenas. En efecto, al principio de la dominación española, los peninsulares en su mayor parte solda-dos o aventureros, disfrutando sin trabajo de todos los aprovecha-mientos naturales de la colonia en virtud de las encomiendas, y no pensando más que en la explotación de las minas, hicieron poco caso de la agricultura, no teniendo la propiedad territorial sino por el interés del dominio y de la vinculación, pero con el tiempo, vi-nieron algunos, aunque pocos, agricultores. Si como era natural la población que España vertía sobre sus colonias tenía que ser la que no tenía arraigo en su país, que procedía en su mayor parte de las capas sociales bajas, y que era expulsada por la selección, era natural también que en ella los agricultores, verdaderos proletarios, vinieran a ser una clase inferior a la de los soldados. En su mayor parte los

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españoles agricultores no sabían leer ni escribir, ni se avenían a la vida de las ciudades: vivían en el campo adquirido por la merced de rigor, y estaban casi al nivel de los indígenas en cuanto a incapacidad para adquirir la noción de propiedad jurídica que ellos confundían con la de dominación.

En realidad, la propiedad individual civil se dividió en dos ra-mas: la de los propietarios señores, y la de los propietarios agri-cultores que eran en número mucho menor. Corriendo los siglos se fue formando por el cruzamiento irregular de los varones del elemento español de raza, dividido en peninsulares y criollos, y las mujeres del elemento indígena, el elemento híbrido de los mesti-zos. El expresado cruzamiento fue al principio general como es lógico que haya sido, pero a medida que el tiempo fue avanzando, se fue haciendo más que en las ciudades, en los campos donde el contacto de las dos razas era más íntimo, más difícil el matrimonio regular, menos limitado el capricho de los españoles, y menor la distancia en las costumbres de éstos y de los indígenas. Durante la dominación española, los mestizos descendientes de los penin-sulares agricultores vivieron alimentados en las tierras de éstos, como veremos más adelante; pero los que fueron producto de cru-zamiento irregular de los demás españoles con mujeres indígenas vivieron en calidad de desheredados. De un modo general, todos eran despreciados por los españoles a causa de su sangre indígena, y repugnados por todos los indígenas a causa de su sangre españo-la. A muchos de los desheredados les dio abrigo la Iglesia en virtud del trabajo hecho por los jesuitas para sustraerla del patronado: en la Iglesia los mestizos vinieron a ser entonces la clase inferior del clero. De modo que aunque la propiedad individual eclesiástica había permanecido sociológicamente indivisa, la compartían tres grupos de raza: los peninsulares como clase superior, los criollos como clase media y los mestizos como clase baja.

La propiedad individual, en sus dos grupos, el de la propiedad individual del grupo de organización civil, y el de la propiedad individual eclesiástica, vino a tener, repetimos, el carácter de gran propiedad o sea el de propiedad en grandes extensiones de terreno.

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El tiempo no era a propósito para dar a cada uno de los ele-mentos de la población, y menos a cada uno de los grupos forma-dos en cada elemento, un tratamiento especial dentro de la unidad del Estado que formaban todos, ni era cuerdo intentarlo, cuando el Estado, en la forma de gobierno virreinal tendía con sagaz ati-nencia a la fusión de todos los grupos dentro de cada elemento y a la de todos los elementos en la Colonia. Por eso no estableció for-mas especiales, aunque enlazadas debidamente, para las diversas clases de propiedad que se formaba y se desenvolvía, sino que fijó para todas el sistema de titulación escrita en la forma común nota-rial. En este sistema, se tomaba como punto de partida, la merced, y después se iban consignando en protocolos notariales, todas las operaciones relativas a la propiedad amparada por ella; pero como por una parte tal sistema requería fundamentalmente la existencia de la propiedad ya formada o cuando menos de la posesión; por otra, requería el título primordial que sirviera de punto de partida para la posesión o para la propiedad, fuera o no ese título la mer-ced; por otra, el dar forma notarial a todas las operaciones requería una educación especial que ni las tribus superiores indígenas po-dían tener y que ni aun los peninsulares agricultores tenían; y por otra, la propiedad comunal contraria a toda propiedad individual, no requería la consignación notarial de otros actos que de los que interesaban a la comunidad en conjunto, sucedió, que al lado de la ocupación precaria o accidental de los indígenas que no tenían noción alguna de derecho territorial, al lado de la ocupación de-limitada o definida de los indígenas que, si habían llegado a tener la noción de la ocupación, no habían llegado a tener la de la pose-sión, y al lado de la posesión de los indígenas que habían llegado a tenerla desde antes del establecimiento de la titulación escrita, se formó la propiedad indígena que tenía por únicos títulos, la mer-ced primordial que reconocían creaba la comunidad pueblo, y el testimonio de algunas diligencias de jurisdicción voluntaria o de alguna operación celebrada por la comunidad en conjunto, como ya dijimos; y al lado de esta última propiedad, se formó la comunal española que tenía como títulos primordiales, alguna merced indi-

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vidual y alguno otro más, posterior, títulos que los herederos y su-cesores de los dueños primitivos y otras muchas personas extrañas, por no seguir la titulación notarial sucesiva, habían convertido en títulos únicos, convirtiendo a la vez la propiedad individual en propiedad comunal. Esa especie de propiedad, era una verdadera regresión de la propiedad privada al estado inferior de la propiedad comunal. Sólo quedaron como propiedad privada individual la de los criollos señores y la de la Iglesia. No estará por demás advertir aquí, que aunque la Iglesia fuera una corporación u organización, y dentro de ella hubiera comunidades propietarias, la propiedad no era comunal; en la propiedad comunal, la comunidad está en el uso y goce de la tierra; en la propiedad eclesiástica, la comunidad estaba en la persona del propietario.

Las singularidades ya apuntadas en la formación de la pro-piedad territorial en el país, que no era tal propiedad antes de la conquista española, que fue después más propiedad de pobladores que de extensión territorial en las encomiendas, y que al llegar a convertirse en propiedad territorial verdadera, se fijó por conquis-tadores en país conquistado, con más ánimos de dominación que propósitos de cultivo, en población sometida, en terreno dilatado y escabroso, con medios científicos incompletos, y por peritos de conocimientos insuficientes, dieron motivo sobrado para que aun legalmente titulada la propiedad, estuviera mal repartida y mal deslindada. El gobierno español acudió a remediar ese mal con el sistema de las composiciones, que por sumario e imperfecto sólo vino a servir para legalizar los constantes despojos de tierras que los peninsulares y criollos señores y eclesiásticos hacían a los penin-sulares, criollos y mestizos agricultores, y sobre todo a los indíge-nas. El procedimiento era el siguiente: con motivo de la indecisión de los linderos de las propiedades existentes, o se encontraban entre ellas huecos aprovechables, o se extendían esos linderos al capricho; de cualquier modo que fuera, se ocupaban desde luego esos huecos o se señalaban los linderos hasta donde se quería, se adquiría así una posesión, y años después se celebraba una compo-sición basada en la posesión adquirida. La composición dejaba las

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propiedades privadas y las compuestas, tan mal deslindadas, cuanto lo estaban antes, y luego venía otra composición y así sucesivamen-te. El sistema de las composiciones, en principio, estaba dedicado a perfeccionar la propiedad privada, pero de hecho vino a ser tam-bién, una nueva fuente de propiedad primordial.

A pesar de ese desorden en la propiedad, el cultivo mejoraba en la Colonia, grandes obras de irrigación se hicieron, muy espe-cialmente en las haciendas del grupo eclesiástico, se aclimató el cultivo del trigo; y los animales de alimentación, de transporte y de carga que rápidamente se multiplicaron, hicieron sentir verda-dero bienestar. En el grupo eclesiástico que acabamos de citar, los jesuitas sobresalieron por sus conocimientos en agricultura y por los trabajos de irrigación que llevaron a término.

La expulsión de los jesuitas y la nacionalización de sus bienes llamados después de temporalidades produjeron la primera dislo-cación de la propiedad bien titulada en el territorio de lo que es hoy nuestro país. Violenta como fue esa expulsión, impidió que se hiciera de las propiedades de la Compañía de Jesús a la corona, una transmisión legal y correcta, motivo por el cual esas propieda-des vinieron a quedar en una situación parecida a la que muchos años después estuvieron las propiedades nacionalizadas por la ley de 13 de julio de 1859. Como de esas mismas propiedades fueron enajenadas muchas en diversas épocas, y las enajenaciones que de ellas se hicieron, tomaron su punto de partida de la nacionaliza-ción que se hizo a virtud de la expulsión referida, debe considerar-se que dicha nacionalización fue una nueva fuente de propiedad, de la que se desprendió titulación notarial sucesiva.

Cuando se hizo la Independencia, la propiedad territorial, to-mando como punto de partida la Bula Noverint Universi, estaba dividida conforme al cuadro adjunto.*

* N. del E.: véanse las páginas 60-61.

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Cuadro que maniFiesta el estado de la propiedad

Propiedad territorial amparada por la Bula Noverint Universi y por las leyes 14 y relativas del Tit. XII, Lib. 4° de la Recp. de Indias.

Propiedad no titulada conforme al sistema de titulación escrita implantado por la dominación colonial.

Propiedad en estado comunal de hecho, en manos de los indígenas.

Terrenos baldíos no deslindados y por consiguiente no titulados.

Propiedad titulada conforme al sistema de la titulación escrita.

Propiedad primor-dialmente titulada por merced directa.

Propiedad primor-dialmente titulada por composición.

Propiedad llamada de temporalidades, titulada desde la expulsión de los jesuitas.

Propiedad comunal sin titulación notarial sucesiva.

Propiedad individual con titulación notarial sucesiva.

Propiedad aislada-mente titulada sin titulación notarial sucesiva.

Propiedad titulada en corrección de mercedes anteriores.

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territorial al haCerse la independenCia

• Terrenos ocupados precaria o accidentalmente por tribus indígenas que no tenían noción alguna de derecho territorial, ni la de simple ocupación.

• Terrenos ocupados por tribus indígenas que tenían la noción de la ocupación, pero no la de posesión.

• Terrenos ocupados por tribus indígenas que tenían la posesión de ellos sin título alguno.

• Terrenos de comunidades reconocidas, titulados para regularizar su estado anterior.

• Terrenos de comunidades creadas expresamente a virtud del título.

• Terrenos de propiedad individual del grupo civil o laico, compuesto de pocos peninsulares y muchos criollos.

• Terrenos de propiedad individual del grupo eclesiástico, compuesto de pocos peninsulares, muchos criollos y muchos mestizos.

Propiedad comunal desde su origen, con la merced primordial y la constancia de alguna otra operación, como títulos primordiales y únicos, en manos de indígenas.

Propiedad de origen individual, hecha co-munal después, con la merced primordial y la constancia de alguna otra operación más, como títulos primordiales y únicos, en ma-nos de criollos y mestizos.

• Propiedad comunal desde su origen con el título de la composición y la constancia de alguna otra operación, como títulos primordiales y únicos, en manos de indígenas.

• Propiedad de origen individual con el título de la composición y la constancia de alguna otra operación, como títulos primordiales y únicos, en manos de criollos y mestizos.

• Fracciones de terreno comprendidas dentro o agre-gadas a terrenos de propiedad comunal por su ori-gen, en manos de indígenas.

• Fracciones de terreno comprendidas dentro o agregadas a terrenos de propiedad individual en su origen y hechos comunales después, en manos de criollos y mestizos.

• Fracciones de terreno comprendidas dentro o agre-gadas a los terrenos de propiedad individual de gru-po civil o laico, compuesto de pocos peninsulares y muchos criollos.

• Fracciones de terreno comprendidas dentro o agre-gadas a los terrenos de propiedad individual del gru-po eclesiástico, compuesto de pocos peninsulares, muchos criollos y muchos mestizos.

Propiedad titulada en corrección de la propiedad comunal, con titulación incorporada a los títulos generales.

Propiedad titulada en corrección de la propiedad individual, con titulación incorporada a la notarial sucesiva.

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CAPÍTULO TERCERO

los datos de nuestra historia contemporánea

Apunte científico sobre las leyes que rigen las agrupaciones sociales

n el proceso físico-químico de la vida, las fuerzas interio-res que por efecto de la combustión vital se desarrollan

en cada uno de los organismos, fuerzas que en conjunto llamó Haeckel (Historia de la Creación Natural), fuerza formatriz in-terna, tienen que luchar con las fuerzas exteriores o ambientes que se les oponen al paso y son: la gravedad, la presión atmosfé-rica, el clima, etcétera; y la acción de las primeras y la resistencia de las segundas determinan en su equilibrio lo que pudiéramos llamar la arquitectura de los organismos. La necesidad de llegar a ese equilibrio, lleva a la fuerza formatriz interna a determinar formas diversas y a acomodar esas formas en el molde que le marcan las fuerzas exteriores, de modo que la igualdad de con-diciones en que obra dicha fuerza formatriz interna conduce a obtener formas iguales orgánicas. Si aquellas condiciones fueran matemáticamente iguales, las formas resultantes lo serían tam-bién. Pero la naturaleza no ofrece tal igualdad de condiciones sino dentro de ciertos límites, y por eso, sólo dentro de ciertos límites las formas orgánicas presentan esa igualdad que jamás

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puede ser absoluta. Ahora bien, como la fuerza formatriz interna es de acción, es en su esencia susceptible de variar según las re-sistencias, y es claro que si las resistencias opuestas por las fuerzas ambientes exteriores son continuas y permanentes, dicha fuerza formatriz acabará por producir en todos los casos, formas rela-tivamente iguales. Por el contrario, si las resistencias continua-mente varían, la fuerza formatriz, en su trabajo de acomodarse a ellas, se verá obligada a cambiar frecuentemente de dirección, y las formas resultantes tendrán que ser muy variadas.

La naturaleza terrestre, si algo tiene de particular y caracte-rístico, es la diversidad de condiciones que en cada punto ofrece en relación con los demás. No se puede decir que las condiciones físicas de un lugar dado sean matemáticamente iguales a las de otro situado a cinco metros de distancia. Las condiciones de la vida, por lo mismo, no pueden ser de un modo general, mate-máticamente iguales en los dos lugares referidos. Sin embargo, la tierra presenta extensas zonas de relativa uniformidad, y entre una zona y otra se pueden marcar diferencias notables. Dentro de una misma zona, es claro que hay la relativa igualdad de condiciones que puede producir en los seres orgánicos, cierta uniformidad de la acción que en cada uno de ellos desarrolla la fuerza formatriz in-terna, y cierta uniformidad de las fuerzas ambientes, lo natural es que en esa zona haya como hay, la uniformidad de seres orgánicos que constituyen en conjunto lo que se llama una especie. Entre los seres de esa zona y los adaptados a las condiciones de vida de otra zona, por fuerza tiene que haber diferencias profundas. Así pues, considerando solamente los seres humanos, ya que en las clasifica-ciones científicas se les considera a todos como miembros de una sola especie, claro es que la igualdad de condicionas de vida tiene que producir formas y tipos determinados con funciones deter-minadas también, y que la desigualdad de esas condiciones tiene que producir formas y tipos diversos, con diversas funciones. Las uniformidades y diversidades que por esa razón se forman, divi-den la especie en los grandes grupos que se llaman generalmente razas; pero los caracteres raciales, como simple consecuencia de

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las circunstancias de la adaptación de los grupos humanos a la zona territorial en que viven, no tienen ni pueden tener una fijeza absoluta, ni por sí mismos representan otra cosa que una mayor o menor continuidad en la igualdad relativa de las condiciones del medio, y un mayor o menor grado de adelanto de un grupo humano, en el trabajo de adaptación a esas condiciones. De modo que una raza no es, en suma, más que un conjunto de hombres que por haber vivido largo tiempo en condiciones iguales de medio, han llegado a adquirir cierta uniformidad de organización, señala-da por cierta uniformidad de tipo.

Si cada uno de los grupos humanos que se forman en las zonas de relativa igualdad de condiciones que presenta la tierra, no salie-ra jamás de su zona correspondiente, no haría en ella otro trabajo que el resultante de su propia selección. Al tratar de las relaciones de todos los seres orgánicos con el territorio que ocupan, dijimos que esas relaciones pueden agruparse en tres series: las que unen a cada uno de dichos seres con los progenitores de que se deriva, por necesitar durante un periodo más o menos largo de la protección de éstos, o cuando menos por necesitar vivir en las mismas condi-ciones en que ellos han vivido; las que produce la gravedad suje-tando a cada uno de los propios seres al lugar en que le tocó vivir, por exigirle aquella para su desalojamiento, un trabajo orgánico siempre de gran intensidad; y las que se derivan de la necesidad que cada uno de los propios seres tiene de buscar en el lugar en que vive los elementos de su alimentación. Todas esas relaciones hacen que a medida que un grupo social se va multiplicando, vaya colocando sus unidades unas después de otras en la zona común, hasta que llegan a los límites de ella. Entre tanto no tocan esos límites, no hay entre dichas unidades una activa competencia, si no es para ocupar los mejores lugares; pero tan luego que la ex-pansión general choca con los referidos límites que a menudo son mares, montañas o desiertos, entonces se hace entre todas ellas un trabajo de activa selección que produce, como es sabido, por la supervivencia de los más aptos, el mejoramiento general del gru-po, pero en el sentido de que sus unidades estén mejor adaptadas

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a las condiciones de vida que su zona les ofrezca. En ese sentido, el progreso sólo conduciría a producir individuos cada vez mejor adaptados al medio, sin que su conjunto fuera ofreciendo en lo general, a paso y medida de la multiplicación de sus unidades, otra circunstancia apreciable que una densidad progresivamente mayor, como sucede en el campo de la ciencia física con las sustancias que sufren los efectos de la compresión progresiva. Pero la selección de tal modo perfecciona a todos los organismos, como lo demostró Darwin (Origen de las especies), que las unidades de un grupo van saliendo de su zona propia, y en luchas porfiadas con sus vecinas las ocupantes de otras zonas, acaban muchas veces por vencerlas y por dilatar su dominio en el territorio de las últimas, no sin sufrir en sí mismas profundas modificaciones. Con los grupos huma-nos sucede lo mismo. Cuando la selección avanza dentro de una misma zona, las unidades del grupo llegan a adquirir tan pode-rosas condiciones orgánicas, que les es dable hacer el esfuerzo de traspasar los límites naturales de esa zona, para invadir las zonas adyacentes.

Fuerzas sociales de origen plenamente orgánico que estudia-remos en otra ocasión, establecen las afinidades y atracciones mu-tuas que determinan entre todas las unidades de una zona lo que hemos llamado la cohesión social, que determina a su vez con to-das, la formación de un conjunto en que nacen y se establecen esas relaciones de armonía que hacen del todo un organismo y que for-man el objeto preciso de la sociología; relaciones de armonía, que por lo demás, se encuentran en todo lo creado, lo mismo en la dis-tribución de los órganos minúsculos de los microorganismos que en la distribución de los sistemas siderales, como que rige a todo lo que existe en el universo, la ley de la gravitación, y a virtud de las relaciones que determinan el conjunto social, se establece una di-ferenciación de funciones que permite a muchas unidades, según vimos en otro lugar, alejarse del centro general de sustentación, con arreglo a la fuerza productora de ese centro de sustentación, a la cohesión social que une a todas las unidades, y a los medios de comunicación y de transporte que las unidades viajeras se pueden

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proporcionar. La dilatación, pues, de un grupo por las unidades de él que se alejan del centro y traspasan los naturales límites de su zona propia, encuentran como es natural, la resistencia de las que en las zonas adyacentes viven, en igualdad de condiciones de armonía sociológica, y se establecen de grupo a grupo luchas más o menos intensas y prolongadas que acaban por producir la mez-cla de los unos con los otros. La ficción que por semejanza a la colocación de las capas geológicas nos permite considerar los com-puestos sociales como divididos en capas superpuestas unas a las otras, según la función que algunas unidades desempeñan y que se diferencian de las desempeñadas por otras, nos permite tam-bién comprender, que en el choque de un grupo, digamos ya, de un pueblo con otro, o los dos se exterminan, o uno extermina al otro, o los dos se compenetran íntegramente o mezclando sus gi-rones, haciendo su compenetración o su mezcla, en circunstancias diversas de colocación y en capas distintas, según las facilidades y resistencias por uno y otro encontradas y opuestas, llevando cada pueblo o cada girón de él, su coeficiente propio de cohesión social y por lo mismo, de densidad en conjunto. La misma armonía a que antes nos referimos, sin perjuicio de las luchas que se provocan y se mantienen de pueblo a pueblo de los compenetrados, o de gi-rón a girón, o entre cada uno de éstos y el cuerpo social general, hace nacer y establece ciertas relaciones de mutua dependencia que permiten la vida del todo. Nuevas condiciones de expansión en otros pueblos producen nuevas invasiones, y la mezcla de nuevos pueblos o de nuevos girones de pueblos distintos, aumentan la complejidad de los elementos componentes del resultante total. Ahora bien, en éste, la mezcla de elementos distintos, produce necesariamente diferentes condiciones de colocación y sobre todo corrientes diversas de integración.

Ya hemos dicho que dejamos para otro lugar el estudio del origen orgánico de las afinidades y atracciones mutuas que deter-minan entre los individuos que componen un grupo determina-do, lo que se llama la cohesión social. Por ahora, nos bastará con decir, que esas afinidades y atracciones se producen, o bien por

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identidades de origen, de parentesco y de condiciones de vida, determinantes de lo que en lo material se llaman razas, o bien, por intereses accidentales creados al nacer y formarse nuevas con-diciones de armonía entre los pueblos y girones de pueblos que se han mezclado al chocar. Hay, pues, en cada compuesto social, dos sistemas de fuerzas latentes: las que convergen a producir la reincorporación de las razas, y las que convergen a mantener y a perpetuar los nuevos compuestos, formados por los intereses na-cidos y desarrollados por la existencia armónica de elementos de raza distintos, unidos por la acción y la presión mutua de todos los pueblos. Cuando las fuerzas del primer sistema dominan, se forman Estados, como el Imperio Alemán o como el Reino de Ita-lia; cuando dominan las fuerzas del segundo, se forman Estados como la Gran Bretaña y como el Imperio Austrohúngaro.

Bases generales de una clasificación de los elementos componentes

de la población nacional

Nuestro país, como hemos dicho ya, se compone de muy nume-rosos pueblos indígenas mezclados entre sí por la presión de su propio desalojamiento del norte hacia el sur, y por la del estrecha-miento de la región geográfica a que todos convergían. Se com-pone también de numerosos grupos europeos venidos desde la Conquista hasta ahora; y se compone de los grupos descendientes de aquellos pueblos y de estos grupos, y de los productos de va-rios cruzamientos de unos y otros. Es muy difícil delimitar cada uno de los múltiples agregados humanos que componen nuestra población: por la misma razón es muy difícil hacer de ellos una clasificación satisfactoria. Dado que toda clasificación es arbitraria, nosotros intentamos una que desde el punto de vista científico es seguramente incompleta y defectuosa, pero que nos permitirá dar-nos cuenta del juego combinado de los elementos que llamaremos étnicos —para no alterar por ahora la significación de raza que se da a la palabra griega etnos— y de los grupos sociológicos que

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actúan en nuestro país, y que determinan la sucesión de los hechos de nuestra historia: esa misma clasificación, nos permitirá también determinar con precisión las orientaciones de nuestra vida futura, ofreciendo bases firmes a nuestra política tanto interior cuanto extranjera. En la clasificación a que nos referimos, usaremos las palabras elemento de raza para designar un conjunto étnico ge-neral de cierta extensión o de cierta importancia que puede sub-dividirse; la palabra grupo para designar una de las partes en que se divide un elemento, y las palabras grupo secundario o subgrupo para designar cada una de las partes en que se divide un grupo. No hemos encontrado palabras a propósito para llevar más adelan-te las divisiones.

Aquí creemos oportuno y necesario decir, que en la clasifi-cación de razas que hacemos, los elementos y grupos que seña-lamos, no están separados y aislados de un modo absoluto; por lo mismo de que han vivido en íntimo contacto, y han estado en plena cooperación desde la Independencia se han mezclado y confundido mucho, pero se les reconoce fácilmente, primero por sus caracteres exteriores y después por sus tendencias. En nuestra opinión, el mayor beneficio que debemos a la forma republicana es el de haber hecho la igualdad civil que ha favorecido mucho el contacto, la mezcla y la confusión de las razas, preparando la formación de una sola. Por lo demás, creemos inútil decir que al hablar de los elementos de raza, por más que citemos apellidos, no nos referimos a persona alguna en particular.

La Independencia expulsó al elemento peninsular que por su escaso número y por sus relativamente pequeños intereses fijos tenía pocas raíces en nuestro territorio, y dejó en pie tres grupos de acción social: los criollos civiles o laicos, el clero y los indí-genas. Esos tres grupos no correspondían exactamente a los tres elementos de raza que provenían del periodo colonial, que eran los criollos, los mestizos y los indígenas. Formada la colonia de cuatro capas sociales, que eran los españoles civiles o laicos arriba, después el clero y los criollos, los mestizos en seguida, y abajo de todos los indígenas, la expulsión de los españoles significó para

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los demás el ascenso de un grado en la escala social, o lo que es lo mismo, un bienestar de gran consideración. Los criollos y clero libres de la autoridad colonial quedaron arriba, y como era natural, por esa circunstancia y por la de existir entre ellos antiguas rivalidades de grandes propietarios, entraron en lucha. Los criollos civiles o laicos entre los que el grupo de los señores tenía el poder civil, como buenos discípulos de los españoles, sobradamente católicos, pero antes que católicos regalistas, cre-yeron que en virtud de ese poder debían tener subordinado al clero por medio del antiguo patronato de los reyes de España que creían haber heredado íntegro con dicho poder. El clero resistió tal subordinación declarando muerto el patronato con la dependencia española. En el fondo, la facilidad de absorción y de amortización de la Iglesia constituía para la gran propie-dad del elemento criollo laico, una gran amenaza que éste tra-taba de conjurar, ejerciendo el patronato, no para favorecer a la Iglesia, sino para disminuir sus medios de acción. La supresión del gobierno coercitivo y fuertemente integral de los virreyes y la adopción del descentralizado gobierno republicano que en lugar de aquél se formó, contribuyeron a favorecer la indicada lucha, en la que por su mayor libertad entraron también los mestizos y los indígenas.

Los criollos señores

Los criollos estaban divididos, según hemos expuesto con toda claridad, en criollos civiles o laicos y en criollos clero: los primeros, a su vez, lo estaban en criollos señores y en criollos agricultores, los últimos de los cuales se habían transformado casi por completo en mestizos; de modo que criollos de sangre pura no había más que los criollos que llamamos señores, y los criollos clero, que eran la clase superior de éste. Ahora bien, la reducción del elemento de los criollos a sólo esos dos grupos y la guerra que éstos se hacían, debilitaban considerablemente la fuerza del elemento en conjunto, precisamente cuando el elemento mestizo tendía a integrarse y se

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iba a integrar. Los criollos señores, los que sucedieron en parte a los españoles en la propiedad de las minas, los dueños de la gran propiedad adquirida y conservada más por el gusto de la domina-ción, de la vinculación y de la renta, que por el interés del cultivo y del producto, presentaban por rasgos característicos comunes, su catolicismo clásico, sus costumbres de mando, y el apego a sus tradiciones aristocráticas, como que llevaban sangre española, descendían de los conquistadores, y heredaban, muchos de ellos, títulos de nobleza; además, eran la clase que tenía en su poder el gobierno. Esa clase misma, por afinidad de sangre, poco después de la expulsión de los españoles, reaccionó y comenzó a recibir en su seno, con cariño, a todas las unidades españolas, que de nuevo comenzaron a venir. Todavía hoy sucede que un español, por hu-milde que sea su origen, puede estar seguro de que si logra hacer fortuna, será bien recibido entre los criollos señores. En particular, el tipo del criollo señor era entonces y es ahora todavía incon-fundible. El criollo es en lo general de alta sangre, se apellida Es-candón, Iturbe, Cervantes, Landa, Cortina, Cuevas, de la Torre, Rincón, Pimentel, Rul, Terreros, Moncada, Pérez Gálvez, Icaza, etcétera, etcétera. Es generalmente rubio, de un rubio meridional o trigueño —trigueño, según la Academia, es un color entre rubio y moreno— de ojos negros más bien que azules, de continente orgulloso, de aspecto más bien frívolo que serio y de conjunto a la vez delicado y fino. Es generalmente hombre de mundo, cortés, culto y refinado; en sus gustos se muestra elegante, le agradan las condecoraciones y tiene la afición de los honores cortesanos; pinta blasones en sus carruajes y se hace llamar gente decente. Sin embargo de las cualidades anteriores, el criollo del campo, bajo la influencia de lo que un escritor ha llamado el feudalismo rural, muestra lamentables regresiones al tipo del primitivo conquista-dor. Aunque no queremos hacer innecesariamente complicadas las clasificaciones de este estudio, nos vemos precisados a señalar la división de los criollos señores en dos grupos menores: el de los conservadores y el de los políticos, estos últimos se llamaron des-pués moderados.

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Los criollos clero

E1 clero, como dijimos en su lugar, se componía antes de la Inde-pendencia, de españoles arriba, de criollos como clase media, y de mestizos como clase inferior. Consumada la Independencia quedó compuesto de criollos arriba y de mestizos abajo, pero después, abiertos todos los caminos del trabajo a todos los elementos de la población, los mestizos abandonaron la Iglesia y se dedicaron unos a ser empleados, otros a ser profesionistas —éstos fueron los educados en los institutos— y los demás a ser revolucionarios. El clero recibió entonces en su seno a los indígenas, pero éstos, de-masiado lejos de los criollos, no reemplazaron satisfactoriamente a los mestizos; al contrario, la causa principal del debilitamiento del clero consistió en su falta de clase media porque quedó compuesto de criollos arriba y de indígenas muy abajo; así ha llegado hasta nosotros, hoy forma su clase media con unidades españolas. En el grupo del clero no sólo hay que considerar a los miembros reli-giosos de él, o sea a los dignatarios y ministros, sino también a los miembros laicos; los unos eran los arzobispos, obispos, canónigos, prebendados, curas, frailes, etcétera; los otros eran los mayordo-mos, administradores, abogados, sirvientes, etcétera. Los grandes caudales y el numeroso personal del clero, por fuerza ocupaban a muchas personas extrañas a él. El conjunto de esas personas, en su mayor parte criollos, porque los indígenas no pasaron ni han pa-sado de ser ocupados como ministros, formó en defensa del clero, lo que se llamó más adelante el partido reaccionario.

Los indígenas

Durante la dominación española, la unión de los elementos de sangre española y de sangre indígena fue modificando la con-dición de estos últimos, formando con ellos grupos de acción social. De un modo general, sin embargo, los indígenas dispersos quedaron poco más menos en igualdad de circunstancias, los in-dígenas incorporados apenas comenzaron a hacerse sentir como

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grupos sociológicos, y sólo los indígenas sometidos sí llegaron a hacer sentir su acción. Los incorporados y los sometidos que tenían acción sociológica en el país, después de la Independencia, vinieron a quedar divididos en cuatro grupos, el del clero, el de los soldados, el de los propietarios comunales y el de los jornale-ros. Los indios que pasaron a ser la clase inferior del clero habían alcanzado con ascender hasta esa clase, un mejoramiento de tal naturaleza, que eran y tenían que ser profundamente adictos al clero superior; esos mismos indios llevaban al clero su sumisión pasiva y resignada, su voluntad individual comprimida por largos siglos de despotismo indígena y de esclavitud española, y su timi-dez de raza atrasada, largamente atrasada en su evolución; pero también su poderosa acumulación de energía que se despertaba al mejorar de condición, habrían sido inmensamente útiles al clero si su atraso evolutivo les hubiera permitido entonces estar a la altura del nacimiento histórico que pasaba. Los indígenas solda-dos también habían ascendido tanto de nivel sobre su condición anterior que eran a sus transitorios señores, los generales que los reclutaban, verdaderamente útiles, por su sumisión igualmente pasiva y resignada, por su resistencia para las grandes fatigas y por su energía para los combates; largamente acostumbrados a ser animales de transporte y carga, en un medio carente de esos ani-males, sin ellos no habría habido operaciones militares posibles, ni habría podido haber dominación alguna de cierta lejanía; mi-litaban a las órdenes de todos los partidos y morían, no por una causa ni por una bandera, sino por adhesión personal a su jefe, por una adhesión infinitamente dolorosa para el sociólogo, por la adhesión del perro al amo que le ha dado pan, ya fuera ese pan en forma de sueldo, ya en forma de permiso de pillaje. Los indígenas propietarios comunales habían mejorado notablemente de condi-ción porque la tierra comunal, pobre y estéril como era, tenía que alimentar a menor número de personas y las alimentaba mejor; éstas estaban ya libres del continuo atropello de los españoles, pues si bien todos los revolucionarios les causaban daños y moles-tias, no llegaban hasta arrebatarles sus bienes, ni hasta arrasar sus

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poblaciones. Los indígenas jornaleros o peones de las haciendas, resto de los indígenas esclavos de la época colonial, sin trabajo normal por las revoluciones, pegados al suelo por las deudas y deprimidos por el sistema de la gran propiedad, según veremos en otra parte, eran los únicos indígenas que guardaban aún su con-dición infeliz precedente: la guardan todavía. Los rasgos morales característicos de los indios de raza pura, en conjunto, eran y son todavía su sumisión servil, hipócrita en los incorporados, sincera en los sometidos, y su cristianismo semiidolátrico. Por su tipo son bien conocidos en lo general.

Los mestizos

El elemento mestizo se componía de cuatro grupos: el grupo agricultor, y los tres que ya dijimos se formaron con las unidades separadas del clero, es decir, el grupo de los empleados, el de los profesionistas y el de los revolucionarios. Como hemos indicado en las ocasiones en que ha sido oportuno, el pequeño grupo que primitivamente fue de los españoles civiles o laicos agricultores, se descompuso rápidamente, en virtud de que por una parte, se cru-zó mucho con los indígenas y en virtud de que, por otra, convir-tió su propiedad individual en propiedad comunal. El agricultor español, como indicamos ya también, aunque se casaba algunas veces y conservaba dentro de su familia legítima su sangre pura, sembraba por donde quiera entre las mujeres indígenas, gérmenes de reproducción que le daban multitud de hijos mestizos. Éstos, o crecían al cuidado de la madre o la del padre, pero de todos modos, dentro de la propiedad de éste, en la que generalmente él dedicaba a cada madre o a cada hijo un pedazo de tierra para que viviera de sus productos: cuando en vida no hacía esto, lo hacía al morir; de todos modos, lo hacía sin dividir jurídicamente la tierra común. En algunos casos el respeto tradicional a la familia de sangre pura, reconocida por el apellido, se conservaba a través de muchas generaciones, pero sin otra autoridad efectiva, según nuestras observaciones personales, que la facultad de ordenar el

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aprovechamiento de la parte en que la tierra común, por no haber sido tomada en posesión exclusiva por alguno, quedaba en calidad de tierra comunal. En otros casos, desaparecía toda relación entre el primitivo propietario y los actuales poseedores, lo cual es per-fectamente explicable en el caso de perderse la sucesión masculina. La Independencia no encontró en las comunidades del tipo en que nos ocupamos, españoles, sino por excepción, y no los expulsó; la expulsión en realidad se redujo a los funcionarios, a los mineros y a los comerciantes. De modo que en lugar de formarse de la primi-tiva propiedad individual de que se formaron esas comunidades, una hacienda, como sucedía en el caso de los propietarios señores, se formaba lo que se ha llamado de un modo general una ranche-ría, siendo el mestizo de ellas el que propiamente se ha llamado ranchero. En el caso de los propietarios señores, la vinculación legal o efectiva ligaba a la propiedad con la sangre pura, por eso aquella se ha conservado intacta, así como se ha conservado pura la san-gre de los propietarios. Cuando la población de las rancherías era demasiado numerosa, la selección llevaba muchas unidades a los pueblos y villas españolas en que se colocaban al lado de los pe-ninsulares: la selección en esos pueblos y villas llevaba las unidades superiores a las ciudades. El grupo mestizo de los rancheros, fue el más favorecido por la suerte; los otros grupos mestizos, proce-dentes de cruzamientos de ocasión, no tuvieron la fortuna de ser propietarios, fueron los desheredados, fueron los protegidos por la Iglesia y fueron los que más tarde se dividieron en empleados, pro-fesionistas y revolucionarios. Todo esto es tan claro, tan cierto y de tan fácil comprobación histórica, que no necesita en este estudio una rigurosa comprobación.

Todos los grupos mestizos tenían un mismo ideal: despren-derse de los demás elementos de raza y sobreponerse a ellos. En conjunto, los mestizos, como todos los productos híbridos, refle-jaban los defectos y vicios de las razas primitivas, por lo que eran repugnados por ellas, y ellos a su vez y por la misma razón sentían aversión por las características dominantes de las razas primitivas. Tenía que ser así, los criollos a la sazón representantes de la sangre

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española veían en los mestizos los vicios y defectos de la raza indí-gena; los indígenas, los vicios y defectos de la raza española. Ellos, es decir, los mestizos, por su parte, repugnaban de los criollos el catolicismo español que en ellos no se había formado como en los españoles, al calor de la Reconquista y de la revolución religiosa, su sentimiento de autoridad y sus tradiciones aristocráticas, y de los indígenas su abyección de raza servil y su catolicismo semi-ido-látrico. Y como para los mismos mestizos la religión, la autoridad y las tradiciones de los criollos, y el servilismo y la semiidolatría de los indígenas eran formas de opresión opuestas a la expansión de su propia raza, dieron a su deseo de libertarse de ellas, la forma de un deseo de libertad que los llevó después a llamarse liberales. La resultante, pues, del carácter de esos liberales, era una mezcla de furor antirreligioso, igualitario, vengador e iconoclasta, incesante y progresivamente alentado por todos los apetitos no satisfechos durante siglos, desde el hambre de pan hasta la sed de instrucción, y formidablemente sostenido por la energía indígena de su sangre, energía detenida por la conquista española en pleno desarrollo y acumulada en estado latente durante la época colonial.

En particular, el tipo del mestizo era y es tipo de raza inferior, le ha faltado el pulimento del bienestar largo tiempo sostenido; pero es inconfundible también. El mestizo es plebeyo: se apellida Pérez, Hernández, Flores, etcétera. De color moreno, que en las mujeres se dice color apiñonado, es más moreno que el europeo meridional, aunque menos que el indígena puro y en las costas es pinto; su cabello es por lo general negro y rebelde, su barba negra y escasa, su cuerpo tosco y robusto, su continente serio y grave, y su conjunto a la vez fuerte y dulce. El mestizo, que siempre ha sido pobre, es vulgar, rudo, desconfiado, inquieto e impetuoso, pero terco, fiel, generoso y sufrido. Nada puede identificarlo mejor que la palabra con que fue bautizado por la gente decente: chinaco, de-rivación de chinacatl, o sea para no traducir literariamente esta úl-tima palabra, desarrapado. En sus gustos muestra inclinación a los placeres sensuales; cuando gasta no es elegante como los criollos señores, ni lujoso como los criollos que más adelante llamaremos

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criollos nuevos, sino simplemente derrochador. El ideal ya anotado antes unió a todos los mestizos, y el desenlace de las luchas de los criollos con la dictadura de Santa Anna, los hizo entrar en acción con el Plan de Ayutla.

Los criollos nuevos o criollos liberales

Junto a todos los grupos de raza, ya indicados, se iba formando uno nuevo. Durante toda la época colonial, como es sabido, el gobierno español sistemáticamente impidió el nacimiento y el desarrollo de las industrias locales, no permitiendo otra que la minera, y mantuvo cerrado el territorio nacional para todo extranjero que no fuera espa-ñol; pero desde que se consumó la Independencia, como el territo-rio quedó abierto a todos los extranjeros, los que no eran españoles pronto pudieron ver que no habiendo en el nuevo país producción local ni aún minera porque la guerra de Independencia y la expul-sión de los españoles acabaron con la producción de las minas que los criollos no alcanzaron a rehacer, lo cual dio motivo entre otras cosas a la crisis que sufrió la República en sus primeros días de in-dependiente, puesto que las minas eran el principal ramo de pro-ducción nacional, pronto pudieron ver, repetimos, que no habiendo producción local en el país, éste ofrecía condiciones de campo virgen para toda explotación. A esa circunstancia se debió que la Inglate-rra paralizara la reconquista proveniente de la Santa Alianza y que facilitara la consolidación de la Independencia; a esa circunstancia se debió también, la primera remesa de capital extranjero que se hizo a nuestro país, con el empréstito de La Deuda Inglesa. Como era lógico, se produjo un movimiento de emigración para México, que favorecieron las nuevas condiciones de navegación por el Atlántico, y que tuvo por forzosa resonancia, un movimiento inverso de Mé-xico hacia el extranjero, muy especialmente hacia Europa, que llevó a muchos mexicanos a pasear y a estudiar, ya que no a fijarse allá definitivamente; pero el movimiento de inmigración extranjera para nosotros, fue, no de unidades trabajadoras que nada tenían que ha-cer aquí, sino de explotadores de todos los ramos del comercio.

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Dadas las condiciones de anarquía que caracterizaron el primer periodo de nuestra historia de independientes, el cual pudiera lla-marse Periodo de la Desintegración; dadas también las condiciones de pobreza del país, por causa de dicha anarquía, el movimiento de in-migración a que nos referimos fue relativamente limitado, pero pro-dujo, sin embargo, la formación de un grupo extranjero fijo, que se fue transformando necesariamente en un nuevo grupo criollo. Éste habría podido fundirse con el elemento criollo de origen español, por cierta afinidad de origen, puesto que los dos procedían de Euro-pa, pero el elemento criollo de origen español, heredaba en mucho la repugnancia de los españoles para con los extranjeros, derivada de la creencia de su propia superioridad, y a ello se debió que los nuevos criollos formaran un grupo aparte. Estos nuevos criollos, no proce-diendo de España, no heredaban el catolicismo clásico de los espa-ñoles, y no habiéndose formado en la época colonial, no tenían ni el sentimiento de autoridad ni el espíritu aristocrático de los criollos señores; además, siendo como eran, derivación de unidades inferiores, educadas por la Revolución Francesa, cuando no arrojadas de su país por las consecuencias de esa misma revolución, estaban animados de un verdadero espíritu liberal: creemos con razón que deberían llamarse, si no criollos nuevos, sí criollos liberales. La acción del gru-po extranjero primitivo se hizo sentir mucho en el primer periodo de nuestra historia de independientes, a esa acción se debieron las guerras extranjeras de origen europeo, que sufrimos en ese periodo; a esa acción se debió más tarde la Intervención. Hay que hacer notar en este punto una circunstancia, y es la de que por entonces, entre el grupo, primero de los extranjeros y después de los criollos nuevos o criollos liberales, no figuraban sino escasamente los americanos del norte. Los Estados Unidos, en sus dificultades de división entre el norte y el sur, atravesaban lo que pudiéramos llamar su periodo de formación definitiva. Entonces el elemento extranjero dominante era el francés, nuestra literatura de la época lo demuestra de un modo indudable. El criollo nuevo presenta en particular, un tipo algo vago pero que puede ser reconocido. Por falta de las preocupaciones aris-tocráticas de los criollos señores, no ha cuidado de la pureza de su

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sangre, pero aunque su tipo sea algo confuso, el apellido no deja lugar a duda. El criollo nuevo se llama Barron, Robert, Dupont, Duret, Lanz, Henkel, Lancaster, Comonfort, etcétera. El tipo puro es por lo general, rubio septentrional o rubio claro y de ojos azules, fuerte y no grosero, pero no fino. El criollo nuevo tiene todas las características del europeo no español: es laborioso, sobrio, econó-mico, previsor, calculador, altamente codicioso, instruido, sociable y prudente. En sus gustos muestra preferencia por la ostentación, por el lujo; en sus aficiones, es artista, y artista por lo común, inteligente.

Acción general de los diversos elementos étnicos, desde la Independencia

hasta el Plan de Ayutla

Dijimos antes que de los tres elementos de raza de procedencia co-lonial, sólo el de los mestizos estaba en aptitud de integrarse y se iba integrando en realidad. El de los criollos reducido al grupo de los señores y al grupo del clero, se debilitaba por la guerra sin cuar-tel que esos dos grupos se hacían. El de los indígenas, dividido en cuatro grupos, el de la clase inferior del clero, el de los soldados, el de los propietarios comunales y el de los peones, era indiferente a todo, siendo por una parte como era, incapaz de acción social en conjunto por la falta de unión de sus grupos y por la falta de cohesión en cada grupo de las unidades que lo componían, y estando por la otra, ocupado preferentemente en atender a su subsistencia.

El nuevo elemento de raza que se incorporaba a los preceden-tes en la población, era todavía poco numeroso y no suficiente-mente rico, a pesar de que había dado ya —pronto dio— con los mejores de los negocios por emprender: el contrabando y la usura oficial. Así las cosas, las luchas de los criollos señores y de los criollos clero desde la Independencia mantenían la anarquía y la debilidad nacionales, que entre otros funestos resultados produjeron la re-ducción del territorio nacional a su límite sociológico, después de la guerra con los Estados Unidos, y esas luchas llegaron a su fin con el agotamiento casi completo de ambos contendientes. Ese

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agotamiento dio oportunidad a los mestizos para sobreponerse a todos los grupos de acción social y a todos los elementos de raza con el Plan de Ayutla. Pero hasta la presidencia de Comonfort, como no eran clase social de grandes intereses, su acción estaba reducida a la de todos los dominadores sobre todos los domina-dos, al día siguiente del triunfo que da punto de partida a la do-minación: la fuerza. Eran los dueños de la situación, pero su poder no tenía suficiente base de sustentación. El primer gobierno que formaron, bajo la presidencia de Álvarez y la dirección de Ocam-po, era un gobierno más bien de ideas que de intereses sociales. Si Comonfort no hubiera sido el alma verdadera de ese gobierno, el triunfo de los mestizos habría sido inevitablemente transitorio. Por fortuna Comonfort, criollo nuevo, unidad intermedia entre los mestizos y los criollos de origen español, encabezó resueltamente el nuevo gobierno y trajo a él a los criollos políticos o moderados del grupo de los señores, y éstos, o sea los mismos moderados, dirigie-ron los negocios, dándole su orientación natural contra la Iglesia como propietaria, respetando la Iglesia como institución religio-sa. El tradicional designio de todos los criollos de origen español que eran regalistas antes que católicos, según ya hemos dicho, iba a cumplirse; la Iglesia sería despojada de sus bienes y quedaría impo-sibilitada para recobrarlos. El despojo de la Iglesia se aprovecharía para dar bienes a los mestizos que habían hecho la resolución, y no los tenían. Coincidían, pues, en cuanto al despojo de la Iglesia, el interés de los mestizos y el de los criollos. Tan de acuerdo estaban unos y otros, que los mestizos incurrieron en el error de considerar a los criollos moderados como liberales.

Acción general de los diversos elementos étnicos, desde la consolidación

del Plan de Ayutla hasta la caída del Segundo Imperio

El gobierno de Comonfort, representando ya los intereses de los criollos señores, tenía una representación respetable que lo hacía fuer-

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te, y por algún tiempo lo fue en efecto, no teniendo más enemigos que el grupo de los criollos clero, del que sólo había estado en actitud militante la fracción de las personas unidas al clero por razón de in-tereses, o sea el partido reaccionario, el cual no tenía ni podía tener otro programa, que contrarrestar el avance de los criollos señores y de los mestizos contra la Iglesia; a medida que los criollos señores y los mestizos en ese camino iban haciendo el partido de referencia tenía que ir procurando deshacer; contra la acción de aquellos, él tenía que procurar la reacción. La acción de los primeros vino a cristalizar de preferencia en las Leyes de Desamortización.

Desde la dominación española hasta las Leyes de Desamor-tización, las condiciones de la propiedad raíz no habían variado sensiblemente. Cierto que los títulos de la propiedad mercedada de titulación notarial sucesiva habían sufrido una interrupción im-portante durante la guerra de Independencia, pero esa interrup-ción no alteraba en el fondo la naturaleza de dicha propiedad. Se habían hecho también por la Federación, algunas concesiones de terrenos baldíos que a su tiempo será necesario recordar, y se enajenaron muchos bienes de los llamados de temporalidades que el gobierno nacional tenía en su poder. En lo demás, la propiedad conservaba su estado anterior.

Las Leyes de Desamortización que suponemos conocidas de nuestros lectores, sí produjeron en las condiciones de la propie-dad alteraciones de grandísima importancia. Esas leyes tuvieron en conjunto el defecto capital de reflejar el espíritu de los criollos moderados que las dieron. En lugar de derivarlas indirectamente de la falsa condición de toda la propiedad americana desprendida como por gracia o merced revocable de los derechos patrimoniales de los reyes de España, y directamente de las condiciones del Pa-tronato que puso en manos de la Iglesia los bienes que ésta tenía; y en vez de darlas exclusivamente contra la Iglesia que tenía esos bienes, como era el verdadero propósito de los criollos moderados que las formularon y de los mestizos que las sostuvieron, los mis-mos criollos moderados, buenos católicos al fin, pues sólo fueron considerados como liberales, porque sus ideas regalistas, o sea sus

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empeños de empobrecer a la Iglesia, coincidieron con los propó-sitos de los mestizos; los criollos moderados, decimos, en su deseo de empobrecer a la Iglesia, pero no de atacarla como institución religiosa, envolvieron aquel propósito con el ropaje de un trabajo encaminado a poner en circulación la propiedad amortizada por todas las instituciones de duración perpetua o indefinida, tratan-do de hacer creer, que si ese trabajo comprendía a los bienes de la Iglesia, ello era de un modo accidental y no preferente. Las consecuencias que esto produjo fueron fatales porque, por una parte, las leyes relativas tuvieron una forma tan deficiente para el movimiento inmensamente trascendental que iniciaron, que no pudo hacerse ese movimiento sino de un modo parcial, quedando en mucho burladas; por otra, en la parte en que fueron eficaces contra la Iglesia, la desamortización se hizo en tales condiciones, que no benefició a los mestizos en provecho de los cuales se hizo, sino a los criollos nuevos o criollos liberales; y por último, vinieron a producir efecto pleno contra los indígenas propietarios en los que no se había pensado antes y contra los que vinieron a servir de instrumento de despojo. Tales efectos produjeron, a la vez, el descontento de los mestizos que se creyeron burlados, el levanta-miento de los indígenas propietarios comunales, y la resolución de la Iglesia de aprovecharse de la oportunidad que se le presentaba para recobrar sus bienes y derogar las Leyes de Desamortización. Cuando decimos ahora la Iglesia, según todo lo que hemos dicho anteriormente, decimos los criollos clero en sus dos fracciones, que eran los criollos dignatarios y ministros y los criollos reaccionarios, y decimos también, los indígenas clase inferior del clero. Los mesti-zos no querían por supuesto una revolución que se hacía en contra de sus intereses, pero contribuyeron a desatarla minando el poder de Comonfort. Los indígenas propietarios comunales, los criollos dignatarios y ministros de la Iglesia, los criollos reaccionarios y los indígenas eclesiásticos, sí entraron franca y resueltamente en la re-volución bajo la jefatura de los reaccionarios, y todos atrajeron con sus recursos a los indígenas soldados. Pocas veces en nuestra historia, como entonces, los caudillos de una revolución han res-

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pondido a tan extensas aspiraciones y han representado tan gran-des intereses. Por supuesto, de los criollos señores, los que hemos llamado conservadores, se ocultaron luego, temerosos de sufrir en sus intereses las consecuencias de la revolución, y los criollos nuevos o criollos liberales que habían sido los desamortizadores de la gran propiedad del clero, se mantuvieron, en su mayor parte, en una actitud de expectativa neutral en tanto que la misma revolución se resolvía. Comonfort, por lo tanto, quedó solo.

Los mestizos que eran los sostenedores de la revolución de Ayutla, y por ende de las reformas trascendentales tan infelizmen-te comenzadas con las Leyes de Desamortización, tuvieron que soportar las consecuencias de la revolución que contra ella se ha-cía; fueron, en la contienda que se abrió, los demandados, y su papel tenía que ser el de la defensa. Desempeñaron a maravilla ese papel histórico, merced a las condiciones de energía de su sangre, y merced a las cualidades salientes de un hombre, que por sus condiciones de raza, estaba completamente identificado con ellos, alentando todos sus ideales y respondiendo a todas sus esperanzas, y que por sus condiciones de carácter, era a propósito para el tra-bajo de la lucha de resistencia, ese hombre era Juárez.

Juárez organizó la defensa encomendando la parte principal de ella al genial, al inmensamente genial Degollado, que supo com-prender, como ninguno ha comprendido ni antes ni después, hasta ahora, que sólo es fuerte en nuestro país, el poder que domina la zona de los cereales, e hizo imposible por medio de sus constantes batallas, la consolidación en la zona de los cereales, del poder erigi-do en la capital de la República por el grupo reaccionario.

Empero, la prolongación de la contienda y la desigualdad de fuerzas de los dos contendientes, ponían a uno de ellos, al de Juá-rez, al de los mestizos, casi en el caso de sucumbir; no flaqueaba, pero desfallecía, precisamente en los momentos en que sus contra-rios llamaban en su auxilio una intervención europea. Las fuerzas iban a faltarle; a su vez pidió con la irreflexión natural en los mo-mentos supremos de la defensa propia, la intervención americana que obtuvo al fin, no como la pedía ni como la esperaba, pero la

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obtuvo en realidad. Mas así y todo, sus condiciones no mejoraban sensiblemente cuando algunos de los mestizos por su propia ins-piración comenzaron a ocupar los bienes del clero. Esto decidió a Juárez a expedir las Leyes de Nacionalización. Dichas leyes esta-ban ya pensadas, pero Juárez aún no se resolvía a darlas, cuando Degollado, el mejor conocedor de la situación entonces, le instó para que las diera. Esas mismas leyes, eran en suma la corrección juiciosa, aunque también deficiente, de la desamortización, puesto que llevando adelante el objeto de ésta, es decir, el de quitar al cle-ro sus bienes raíces, reducían su acción a sólo el clero y facilitaban la adquisición de esos bienes. Esto desde luego produjo el efecto de que se abandonaran las Leyes de Desamortización por las de nacionalización, y ello produjo a su vez saludables consecuencias.

La primera de dichas consecuencias fue la de que los indígenas propietarios comunales quedaron de pronto libres del peligro de nuevos despojos y se fueron apartando de la revolución; la segun-da, fue la de que la Iglesia perdió los bienes de que principalmente se alimentaba la misma revolución; la tercera, fue la de que los mestizos adquirieron algunos de esos bienes que les sirvieron para recrudecer sus bríos; y la cuarta, fue la de que los criollos nuevos se decidieron a dejar su actitud expectante y se echaron en brazos de la revolución para buscar junto a los mestizos y al amparo de las nuevas leyes, mejores lucros que los alcanzados con las de des-amortización. Como todo ello hacía imposible la reacción, y ésta era la única idea, el único programa del gobierno establecido en la capital, ese gobierno quedó moralmente nulificado, y de hecho quedó nulificado también; además, la obra de Degollado lo había empobrecido, no dejándolo ocupar por completo la zona de los cereales, y no pudiendo pagar a sus soldados, los indígenas solda-dos lo fueron abandonando poco a poco. Los recursos supremos como la ocupación de los fondos extranjeros y el empréstito de Jecker colmaron la medida para el gobierno de la capital. No que-daba más remedio que la intervención europea, ¡pero ésta tarda-ba tanto! Mientras venía, Juárez ocupaba la capital y establecía el primer gobierno propio y formal de los mestizos que ya eran clase

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de intereses. Con ella la preponderancia de los mestizos estaba asegurada en el interior del país; faltaba imponerla al exterior.

Tardó mucho, en efecto, la Intervención para venir, por fortuna nuestra. Las impresiones de los últimos sucesos, llevadas a Europa y corroboradas con la expulsión hecha por Juárez del Nuncio del Papa y de algunos ministros extranjeros, determinaron allá la creencia de que en México había tenido lugar una lamentable retrogradación ha-cia el salvajismo. Esa creencia que para los ingleses significaba una pérdida de fondos, para los españoles la posibilidad de una reconquis-ta y para los franceses una oportunidad de ejercer la función redento-ra de que tanto por entonces se envanecían, trajeron la Intervención de que se derivó el Imperio. Pero cuando vino esa Intervención ya estaba establecido y comenzaba a funcionar con regularidad, si no completa, sí por el momento satisfactoria, el gobierno de los mes-tizos que encabezaba Juárez. Ese gobierno sorprendió vivamente a los comisionados de las tres potencias de la empresa intervencionista, porque esperando encontrar un estado de cosas cercano a la barbarie, se encontraron con un estado de cosas organizado con arreglo a las leyes de la civilización. De esa sorpresa al reconocimiento del gobier-no de Juárez, no había más que el paso que se dio en la Soledad. En lo sucesivo toda empresa de intervención tenía que ser, como fue la francesa, una verdadera invasión. Al amparo de ella es cierto que el Imperio pudo establecerse, pero bajo las tres condiciones capitales siguientes: que el Emperador hubiera tenido capacidades políticas su-ficientes para comprender por estudio, o para sentir por instinto, el complicado juego de los grupos de acción social y de los elementos de raza que hemos indicado antes, a fin de unir todos esos grupos y todos esos elementos en contra del mestizo; que la Francia redentora, descendiente de la Francia de la revolución, hubiera querido desempe-ñar el papel de reaccionaria para volver a un pueblo hacia atrás; y que al hacer esto, caso de que lo quisiera hacer, no tuviera que perjudicar a los criollos nuevos, que eran los dueños de una gran parte de la pro-piedad desamortizada y nacionalizada, entre los cuales la mayor parte eran franceses. No pudiendo llenar esas tres condiciones, la empresa intervencionista venía a tener por único objeto destruir el gobierno

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86 • los datos de nuestra historia contemporánea

de Juárez para poner el Imperio en su lugar, o lo que era igual, quitar el gobierno de las manos de los mestizos para ponerlo con el mismo carácter, aunque con la forma imperial, en las de los criollos conserva-dores, divorciados de los reaccionarios. Ese plan, que sintéticamente ha formulado don Justo Sierra (Juárez, su obra y su tiempo), diciendo que fue el empeño de unir el Imperio con la Reforma, agradaba a los criollos conservadores que veían de nuevo renacer la nobleza, los honores, los privilegios, y convenía a los moderados, que eran criollos al fin, pero no agradaba ni convenía a los mestizos o liberales, ni al clero, ni a los reaccionarios; y los criollos señores, tanto los conservado-res cuanto los moderados, estaban demasiado lejos de los indígenas, y eran ya demasiado débiles para asumir las responsabilidades de la situación. Francia comprendió pronto esto, y sólo tardó en retirarse lo que su honor militar le exigió. El Imperio, falto del ejército fran-cés, se hizo reaccionario, pero el grupo reaccionario, una vez que el clero había perdido sus bienes, nada significaba ya: irremisiblemente el Imperio tenía que caer y cayó. Su caída consagró para siempre en el exterior, la firmeza del gobierno de los mestizos. La obra de Juárez estaba terminada.

Todo el periodo que rápidamente hemos recorrido, desde el Plan de Ayutla hasta la caída del Imperio, puede ser llamado con propie-dad, el periodo de transición. Ese periodo, en virtud de circunstancias que es inútil referir, tuvo una prolongación artificial que duró hasta el fin de la Presidencia de Lerdo de Tejada. Después de él, comen-zó el periodo integral que dura todavía; en él tenemos que resolver los grandes problemas que son el objeto de este trabajo. Para mejor plantear esos problemas, vamos a ampliar por separado, de los datos anotados como de nuestra historia contemporánea, los relativos a las Leyes de Desamortización y de nacionalización para expresar las mo-dificaciones que con ellas sufrieron las condiciones de la propiedad, y los relativos a la política seguida por el señor General Díaz, en lo que llevamos del periodo integral, para darnos exacta cuenta del estado de los grupos de acción social y de los elementos de raza de la población, en el momento en que tenemos que resolver aquellos problemas.

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CAPÍTULO CUARTO

influencia de las Leyes de Reforma sobre la propiedad

Ojeada general a las leyes de desamortización

ara la perfecta inteligencia de la cuestión que enunciamos, enviamos a nuestros lectores al cuadro que manifiesta el es-

tado que guardaba la propiedad al consumarse la Independencia. La primera alteración trascendente que sufrió ese estado fue la que le causaron las Leyes de Desamortización y de nacionalización en la revolución de la Reforma. Las primeras, como dijimos en su lu-gar, no tuvieron otro objeto, que el de quitar a la Iglesia sus bienes para darlos a los mestizos. Si esto se hubiera hecho de un modo directo y preciso, habría tenido, cuando menos, la ventaja de que sus efectos hubieran quedado circunscritos a los bienes de la Igle-sia, y no hubieran producido en los de las comunidades civiles, y en la propiedad comunal indígena, las profundas perturbaciones que produjo y que no han podido ser remediadas todavía de un modo completo. En la intentada movilización de la propiedad raíz amortizada, por una parte, se perdió de vista el objeto principal con que se hacía, y era el interés de los mestizos; por otra, no se tomó en consideración la gran propiedad individual propiamen-te dicha, que como veremos más adelante, constituye en nuestro

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país una verdadera amortización; por otra, se comprendieron los bienes de las comunidades civiles y de las comunidades indígenas, que era inútil, extemporáneo e impolítico desamortizar; y por úl-timo, aunque se usó del pensamiento desamortizador; como de un disfraz que ocultara la intención verdadera de la reivindicación de los bienes eclesiásticos, ese disfraz a nadie engañó.

Crítica de las Leyes de Desamortización hecha con el criterio de Ocampo

En detalle, las Leyes de Desamortización estuvieron muy lejos de haber servido para hacer la inmensa transformación de la propie-dad que iniciaron. Las fundamentales, o sean la de 25 de junio de 1856 y su reglamento, trataron de convertir a los arrendatarios de los bienes de comunidades o corporaciones, en propietarios de esos bienes, mediante la obligación de pagar una alcabala y de hacer los gastos del contrato respectivo, quedándose a reconocer el pre-cio a interés, sin plazo fijo y a título hipotecario sobre los mismos bienes; en el caso de que los arrendatarios no hicieran uso de sus derechos, éstos pasaban a denunciantes extraños; los bienes no arrendados debían ser enajenados en subasta pública, quedando el comprador a reconocer sobre ellos el precio de remate. Acerca de las expresadas leyes fundamentales y de sus efectos, para que no se nos diga que las juzgamos fuera de la época y de las circunstancias en que fueron expedidas, copiamos a continuación el juicio de Ocampo expresado en la exposición con que justificó las circulares que corrigieron la ley fundamental de la nacionalización, formula-da con tan poca voluntad por el criollo Lerdo de Tejada:

Antes de continuar la exposición de este punto, creo conveniente de-cir primero, que no era tan ventajoso adquirir las fincas con las con-diciones de la ley del 25 de junio de 1856. Me bastaría como prueba de tal aserto, citar que hubo muchísimas fincas, fuera de las capitales, que quedaron sin adjudicarse porque a ninguno pareció que eran be-néficos en aquellas fincas urbanas los términos de la adquisición, por

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haberse caído en el error de igualarlas con las de la capital; pero deseo además mostrar dos razones de las principales para corroborar éste mi dicho. Es un axioma de la economía política que no debe imponerse al capital, sino a la renta. Este principio es fundamental y el que-brantarlo conduce al absurdo de que el fisco absorba todo lo que es indebido. La alcabala impuesta a la translación del dominio es uno de los errores españoles en que más claramente se ve que la imposición se hace sobre el capital. El inventario social, cuando la finca es de A, en nada se altera, ni menos ha producido, cuando al instante después la finca es de B, y como de llamarse primero de A y después de B no se ha producido ningún nuevo valor, es claro que la cuota que deban pagar o A o B ha de tomarse del capital que se transfieren. Como la cuota en nuestro caso, era de un cinco por ciento, si suponemos que en un mismo día el dominio de una finca se trasladase a diez y nueve titulares, el pago de las diez y nueve translaciones, al cinco por ciento, habría absorbido noventa y cinco por ciento. Es claro, pues, que para el vigésimo a quien quisiera venderse o trasladarse la misma finca, ya no podría dársele en esta última operación más que el título, porque el cinco único que restaba de los primitivos cien, debía también ser absorbido por el fisco. (Desprecio las fracciones para hacer más sen-sible el resultado). Así, por el sólo capítulo de alcabala de translación de dominio, los bienes de manos muertas quedaron grabados en el inventario social con una suma fuerte, el vigésimo de lo que se supo-ne que valían, tomando tal suma de los otros bienes de la Repúbli-ca, para que la consumiese el gobierno y para que el clero sanease y mejorase su dominio. Se gravó, pues, la fortuna pública en cinco por ciento en beneficio del clero, que para nada volvería a contribuir a los gastos públicos [...] Por lo pronto sólo debo hablar de la otra consi-deración por la que era onerosa la adquisición de los bienes de manos muertas conforme a la ley del 25 de junio de 1856.—A primera vista y para las personas irreflexivas, parece que pagar una cuota cualquiera mensual como renta, es lo mismo que pagar su igual como rédito, si los números son iguales para la exhibición, parece que nada importa que se diferencien en el nombre. Pero en la realidad no es así. El antiguo arrendatario, por sólo llamarse propietario, tenía que pagar al cabo del año, a más de las doce mensualidades de sus primitivas rentas, todo lo que tenía que gastar para la reparación y conservación de la

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finca, conservación y reparación que antes eran a cargo de la mano muerta. Tenía, además, que sufrir todas las temporadas en que los inquilinatos vacaban, vacaciones que antes eran también a cargo de la mano muerta. De manera que por el sólo hecho de haberse ad-judicado a los inquilinos las fincas urbanas del clero, éste se volvió más rico y los inquilinos quedaron más gravados. Acaso no se habría encontrado, aunque se buscase, medida más hostil contra la sociedad, ni pretexto menos lógico para sacar un cinco por ciento de la fortuna del adquiridor y en nombre de los bienes que se le adjudicaban dis-minuidos realmente en esta cantidad, y gravados también realmente con reposiciones y vacaciones, así como con el pago de las contribu-ciones que antes corrían a cargo del que se llamaba propietario [...] En México, en donde la abundancia de población, comparativamente a los demás puntos de la República, hace tan fácil el encontrar inqui-linos, y subir tanto el precio de los alquileres; en México, en donde la suavidad del carácter había prevalecido sobre la avaricia del sacer-docio y conservado en muchos casos los bajos arriendos impuestos de muchos años atrás; en México podría ser ventajoso para muchos adquirir la propiedad, a pesar de las gravosas condiciones que he ex-puesto. Algunos otros casos habría en que, en los demás pueblos de la República, se verificara también esto; pero sin temor de equivocarme puedo asegurar que la mayoría de los adjudicatarios de fincas urbanas adquirió por consideraciones muy diversas de las que un cálculo bien entendido de sus intereses les hubiera hecho tener presentes.

Ahora bien, si lo anterior era verdad, tratándose de las fincas ur-banas, con mayor razón tenía que serlo tratándose de las rústicas. Ocampo tenía razón. La desamortización, en su mayor parte, no se hizo en virtud de las ventajas concedidas por las leyes de la ma-teria, sino en virtud de otras causas ni se hizo, en su mayor par-te también, por los arrendatarios, sino por los denunciantes. En efecto, el primero y principal resultado de la desamortización fue la desamortización de una parte de la propiedad eclesiástica rural; pero de la gran propiedad, y no por los arrendatarios, sino por los denunciantes. Dadas las condiciones originales de la propiedad en nuestro país, ella ha constituido siempre una verdadera amortiza-ción, por cuanto a que los propietarios, una vez que han adquirido

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una heredad, han tenido hasta ahora, como hemos dicho en su oportunidad, más el interés de la vinculación por el orgullo del dominio y por la seguridad de la renta, que propósitos de verdade-ro aprovechamiento. Perteneciendo como pertenecía toda la pro-piedad raíz, a los criollos señores, o a la Iglesia, y resistiendo tanto aquéllos cuanto ésta toda clase de enajenaciones, la adquisición de la propiedad era punto menos que imposible, como no se tratara de propiedades situadas fuera y lejos de la zona fundamental de los cereales.

Ventajas alcanzadas por los criollos nuevos, merced

a las Leyes de Desamortización

Siendo así, como era efectivamente, los criollos nuevos, que merced a la minería, al comercio, al contrabando, o al agio privado u ofi-cial, habían logrado reunir capitales de relativa consideración, no podían fincar sus capitales para darles la seguridad y firmeza que tiene siempre, aun en los países más agitados, la propiedad raíz. Si a eso se agrega que la propiedad de las instituciones eclesiásticas era la mejor por el número, situación y condiciones de las fincas en que consistía, se comprende la codicia que inspiraría a todos los capitalistas y a los criollos nuevos en particular. Expedidas las Leyes de Desamortización, los arrendatarios, como lo comprueba el tes-timonio de Ocampo, no pudieron aprovechar las ventajas que ella les daba porque tales ventajas eran ilusorias, ni pudieron, por lo mismo, obtener en propiedad por adjudicación fincas que tenían en realidad que adquirir por compra; pero los criollos nuevos, a los que Ocampo por repugnancia instintiva de raza, llamaba pillos (véase Juárez, su obra y su tiempo, por el señor licenciado don Jus-to Sierra), obrando como denunciantes, sí pudieron aprovecharse de dichas leyes, y en virtud de ellas adquirieron fincas que antes no podían adquirir porque no estaban en el comercio, no estaban jamás de venta. Esas adquisiciones fueron las primeras operaciones de desamortización. Si ellas hubieran llegado a consumir toda la

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propiedad eclesiástica, las leyes relativas hubieran llenado su objeto principal. No habrían tenido la ventaja de dividir la propiedad de un modo conveniente, ni la de facilitar la adquisición de las frac-ciones resultantes por los mestizos; pero habrían hecho un princi-pio de división, siempre útil, porque permitiéndose la adjudicación de cada finca en particular, se disgregaba el haz de fincas que constituía la propiedad en conjunto de cada institución religio-sa, y por lo mismo, en lugar del relativamente escaso número de instituciones religiosas propietarias, podía haber habido después un número de propietarios considerablemente mayor. Pero como las adjudicaciones se hacían en virtud del deseo de adquirir que animaba a los criollos nuevos y en virtud necesariamente de su ca-pacidad financiera de satisfacer ese deseo, cuando éste y aquella se saturaron, la desamortización se detuvo.

Por lo que toca a la forma que hasta entonces llevaba la des-amortización, que era una forma no de nacionalización, sino de verdadera expropiación, ella cabía dentro de los moldes usuales del régimen de la propiedad; el título con que se adquiría una finca desamortizada era una escritura pública. Lo malo fue que otorgándose esa escritura casi siempre en rebeldía de las comu-nidades que escondían los títulos precedentes, quedaba desligada de dichos títulos y venía a constituir forzosamente, por ese solo hecho, un verdadero título de carácter primordial. De modo que la desamortización por expropiación, vino a ser una nueva fuente de propiedad, pero no separada de las otras, sino superpuesta, di-gámoslo así, a las anteriores.

Imposibilidad de los mestizos para aprovecharse de las leyes

de desamortización

Los mestizos que como hemos dicho repetidas veces eran pobres, cuando no desheredados por completo, no podían aprovechar los beneficios de las Leyes de Desamortización de los bienes ecle-siásticos, porque siendo toda operación de desamortización una

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verdadera compra a plazo, gravada por un impuesto de transmi-sión de propiedad, carecían de los recursos necesarios para pagar ese impuesto, para cubrir los costos de la escritura y para hacer los gastos de conservación y aprovechamiento de los terrenos adquiridos, cuando esos bienes eran, como casi todos los de la Iglesia, de alto valor; por lo mismo, con no poco desconten-to, se dedicaron a buscar bienes por desamortizar al alcance de sus recursos. De pronto la circunstancia de que la forma natural de la desamortización era la conversión de los derechos de los arrendatarios y denunciantes en derechos de propietarios, no les permitió ver que la propiedad comunal de los pueblos indígenas era también desamortizable; pero tan luego que se dieron cuen-ta de ello, trataron de desamortizarla, con tanto más empeño, cuanto que era mucho más fácil de ser desamortizada que la de la Iglesia, porque de seguro la defenderían menos los indígenas en su estado habitual de ignorancia y de miseria. Algunos pueblos comenzaron a ser desamortizados y como era lógico, los indíge-nas despojados ya, y los demás amenazados de igual despojo, se levantaron en armas promoviendo los disturbios de Michoacán, Querétaro, Veracruz y Puebla, que dieron motivo a una circu-lar lírica del gobierno, que nada remedió. Pero como de todos modos esos disturbios detuvieron a los mestizos en su espíritu desamortizador, los mismos mestizos se volvieron al gobierno en queja de que habían hecho la revolución de Ayutla y no lo-graban alcanzar sus ventajas, quedando en la condición en que años después colocaba Bulnes en uno de sus discursos a todos los jornaleros de la República, diciendo que cosechaban el trigo pero no se comían el pan. El gobierno atendió la queja y expidió la circular de 9 de octubre.

Antes de seguir adelante creemos oportuno decir, que una de las mejores pruebas que podemos señalar de que el agente propul-sor de la desamortización se encontraba en los mestizos, es la de que no hirió a éstos, a pesar de que todas las rancherías venían a quedar comprendidas dentro de la ley de 25 de junio, puesto que eran de hecho, comunidades de duración perpetua e indefinida.

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Ellas, en efecto, defendidas por el débil escudo de que las ampa-raba un título que fue individual, poco o nada tuvieron que sufrir de los denunciantes.

Crítica de la circular de 9 de octubre de 1856

La circular de 9 de octubre parece a primera vista bien encaminada al favorecimiento de los mestizos que ella llama clase menesterosa: suprimió la alcabala y los gastos de escritura para la desamortiza-ción de las propiedades pequeñas; pero, ¿dónde estaban éstas? Los mestizos buscando y buscando, encontraron las de las corporacio-nes civiles y entre éstas las de los ayuntamientos.

Al organizarse la conquista, tomó como punto de partida de toda su organización, el régimen municipal; sobre la base de los ayuntamientos se edificó todo el aparato político y administrati-vo de la dominación española, pero los ayuntamientos tenían un carácter marcadamente urbano. Se constituían para el gobierno y defensa de las poblaciones, y si bien desde los primeros tiempos de la época colonial, hasta las Ordenanzas de 1840, tuvieron una jurisdicción territorial no muy bien definida, y algunas atribucio-nes de autoridad en esa jurisdicción, en realidad su acción se re-dujo a los meros centros poblados en que residían. Esos centros poblados se componían, como todos, del fundo legal o terreno para la población propiamente dicha de los terrenos de reparti-miento y de los ejidos para que pudieran subsistir los habitantes de esa población, y de algunos terrenos que con el nombre de propios se daban a los ayuntamientos para que tuvieran rentas con que cubrir sus gastos. En esos mismos centros poblados, los ayuntamientos asumían, además de la propiedad de sus propios, la de los sobrantes del fundo legal, que agregaban a la de los sobrantes de los terrenos de repartimiento y la administración de los ejidos; los demás centros poblados en que no residían los ayuntamientos, se gobernaban solos en cuanto a la distribución y usos de sus terrenos; entre estos últimos pueblos, se encontra-

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ban los de indígenas en que la propiedad jurídica de todos los terrenos, desde el fundo legal hasta los ejidos eran comunes, no existiendo en ellos para la ley, propiedad individual alguna. En ese estado se encontraban las cosas cuando se expidió la circular de 9 de octubre.

Volviendo a la citada circular, como quiera que los ayunta-mientos eran corporaciones estaban comprendidos en la ley de 25 de junio; por de pronto, las dificultades puestas a la desamor-tización por la misma ley que acabamos de citar, impidieron que surtiera sus efectos en los bienes municipales; pero tan luego que se suprimieron esas dificultades con la circular referida, la desamortización cayó de plano sobre los expresados bienes, más fáciles de desamortizar que los eclesiásticos porque eran menos defendidos. Los ayuntamientos iban, pues, a quedarse sin bienes raíces; pero por fortuna para ellos y por desgracia para los mes-tizos, la circular de 9 de octubre, como la ley de 25 de junio, llevaba en sí misma una mitad de acción y otra de paralización. Facilitaba la desamortización, pero reducía el beneficio de su fa-cilidad, a sólo las propiedades cuyo valor no excediera de dos-cientos pesos. Éstas eran relativamente pocas, aún entre las de los ayuntamientos, pero como eran seguramente más que las que había entre las eclesiásticas muchas sufrieron la desamortización. Eso en realidad no fue malo, puesto que para los ayuntamientos lo mismo daba tener, que hacer producir rentas a sus propieda-des, que percibir esas rentas de los desamortizadores; lo malo fue, por una parte, que la exención de la alcabala y de los gastos de escritura en que consistió el aparente beneficio de la desamor-tización de propiedades de menos de doscientos pesos, desligó la titulación de esas propiedades de la forma común de la titulación notarial sucesiva, y dio motivo a que la circular de 9 de octu-bre se convirtiera en una nueva fuente de propiedad, separada del resto de la procedente también de la desamortización, por la desigualdad de titulación entre una y otra; y por otra parte, que en virtud de ser el límite de los doscientos pesos señalados para la excepción referida, tan bajo, la nueva propiedad derivada de la

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circular de 9 de octubre, vino a constituir por separado, como acabamos de decir, una propiedad excesivamente pequeña que tuvo que colocarse al lado de la muy grande que ya era de los criollos señores, y de la muy grande también de la Iglesia, que ya era en parte, y que iba a ser un poco después, casi en su totalidad, de los criollos nuevos. Esto tenía que producir y produjo para lo porvenir tres gravísimas consecuencias: fue la primera, la de que el régimen de esa pequeña propiedad, por su misma pequeñez y su apartamiento del sistema notarial de titulación, necesaria-mente tuvo que ser defectuoso e irregular en lo sucesivo; fue la segunda, la de que por causa de esas condiciones del régimen de la propiedad pequeña, ésta tenía que verse, como se ha visto, privada por muchos años de los beneficios del crédito; y fue la tercera, la de que cada día se tenía que ir haciendo, como se ha hecho efectivamente, más ancho y más hondo el abismo que se-paraba a la propiedad pequeña de la grande, con grave perjuicio de la población nacional, como adelante veremos. No fue eso lo peor, sin embargo, de la circular de 9 de octubre, lo peor de ella fue que dio el procedimiento de desamortización de la propiedad comunal indígena.

Hasta el 9 de diciembre de 1856, la desamortización no ha-bía visto los pueblos o comunidades de indígenas, a pesar de los disturbios de Michoacán, Querétaro, Veracruz y Puebla, de que hablamos antes: las rancherías, no las llegó a ver jamás. Los pueblos de indígenas plenamente comunales comenzaban a ser desamortizados en detalle por los mestizos, que se sustituían a los indígenas, cuando el subprefecto de Tula rindió su informe acerca de las condiciones de los indígenas en su demarcación. Respondiendo a su informe, la desamortización dictó disposicio-nes que la dividieron en dos ramas: una, la anterior, fue la de ex-propiación en favor de los arrendatarios o denunciantes; y la otra, la nueva, fue la de simple división: en esta última se destruía la comunidad, dividiendo la propiedad, y se ponían las fracciones de ésta en circulación.

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Desastrosas consecuencias de la aplicación de la circular

de 9 de octubre de 1856 a la división de los pueblos de indígenas

La división de la propiedad comunal indígena, comenzada enton-ces y no terminada aún, ha producido desastrosas consecuencias que la desamortización pudo haber previsto. A raíz de la Inde-pendencia, cuando el Estado de México comprendía los estados de Hidalgo, Tlaxcala, Morelos y Guerrero, y lo que ahora es el Distrito Federal, teniendo por capital la ciudad de México, la co-misión de Gobernación del primer Congreso Constituyente de dicho estado, en un informe relativo a propios y arbitrios de los ayuntamientos, decía lo siguiente:

La Diputación Provincial tocó con mucho tiento y delicadeza en la exposición que hizo para presentar dicho plan, el problema político de si convendría más aplicar en propiedad a los vecinos de los pueblos las tierras de fundo legal o de repartimiento, las comunes y las llamadas de cofradías, o si sería mejor repartirlas, según sus necesidades, bajo un pequeño cartón o arrendamiento que sirviese para aumentar en razón de propios, los fondos de los mismos ayuntamientos. Se decidió a lo se-gundo, por cuanto de este modo jamás se enajenarían las tierras como se ha hecho hasta aquí por los poseedores con la mayor indiscreción y a virtud de cualquiera de las urgencias en que regularmente se hallan por su notoria miseria e ignorancia, aprovechándose de su debilidad y aba-timiento los colindantes, quienes se las han usurpado o comprado por precios raterísimos, haciendo de este modo en cuantiosas haciendas en beneficio particular y privado.—La Comisión opina de esta misma ma-nera, pues aunque considera que sería de mucha utilidad y convenien-cia pública reducir conforme al nuevo sistema de gobierno, a dominio particular todas las tierras que hoy tienen en común los pueblos, teme que no teniendo sus vecinos con qué cultivar los terrenos que se les adjudicasen en propiedad, o teniendo entonces la facilidad de enajenar-los, los abandonarían en perjuicio suyo y con detrimento del pueblo, o se quedarían sin ellos, aumentándose sus necesidades, viéndose así obligados a hacer continuos recursos para que se les den nuevas tierras,

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con oposición fundada de los colindantes propietarios, entre quienes se suscitarían pleitos y contiendas demasiado ruinosas y perjudiciales.

No se nos dirá que juzgamos del asunto con criterio posterior, sino con el criterio que se tenía en 1824. ¡Qué lejos de ese criterio se obraba en 1856!

El resultado de la repartición de los terrenos de los pueblos de indígenas, fue que los indígenas perdieron dichos terrenos. No podía ser de otro modo. La comunidad tenía para los indígenas notorias ventajas. Desde luego, aunque los terrenos comunes eran en lo general estériles y de mala calidad, ofrecían a los mismos in-dígenas medios de vivir en todos los estados de su evolución, desde el de horda salvaje hasta el de pueblo incorporado a la civilización general; rendían esos terrenos muchos aprovechamientos de que los indígenas podían gozar sin gran trabajo, sin capital, y lo que es más importante, sin menoscabo alguno apreciable de dichos terrenos, entre esos aprovechamientos podemos señalar los de los montes, como la madera que tornaban para vender en leña, en vigas, en morillos, en carbón, y para alumbrarse, para calentar sus hogares y para caldear sus hornos de teja, de ladrillo y de alfarería; los de las llanuras, como pasto que utilizaban para la alimentación de sus animales, y no sólo de sus animales grandes, sino pequeños, como guajolotes, gallinas, etcétera; los de las aguas, como la caza de patos y de otras aves, la pesca de peces y de otros animales de alimentación también; y otros muchos como los del barro, el te-quexquite, la cal, etcétera, en los cuales el trabajo de producirlos y aderezarlos, tocaba a la naturaleza, y a los indígenas sólo tocaba el pequeño esfuerzo correspondiente a su grado evolutivo para con-sumirlos o ponerlos en el mercado. Además, la comunidad ofrecía a los indígenas la ventaja de la posesión de la tierra, y la de no perder esa posesión en las bajas de su miserable fortuna; hoy, si alguno tenía recursos tomaba un solar sin requisitos de titulación, sin pago de alcabala, y sin dificultades de posesión, lo sembraba de maíz o de cebada y aprovechaba la cosecha; si esa cosecha se perdía mañana, abandonaba el solar y se dedicaba a vivir de otra cosa;

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pero si después volvía a tener recursos, volvía a encontrar desde luego otro solar en igualdad de circunstancias para recomenzar el trabajo y hacerse labrador. Dentro de la comunidad, como era consiguiente, se respetaba el derecho del ocupante, y poco a poco se iba formando en ella una especie de propiedad individual que se transmitía de padres a hijos. No ha acertado México indepen-diente con un medio más eficaz de ayudar a la raza indígena, que el de la comunidad.

La división adolecía desde luego, del defecto capital de tener que reconocer la igualdad jurídica del derecho de todos los vecinos y de tener que hacer la repartición del terreno entre todos esos vecinos por partes iguales, lo cual si se hacía, producía el atropello de los derechos de ocupación adquiridos a favor del tiempo, por algunos —los más aptos y los de mayores recursos sin duda— en beneficio de los demás. En esa forma, la división tenía que dar a cada parcionero, una porción que si era de cultivo, y el parcionero era agricultor, no era la que estaba en relación con la situación de la casa de éste, ni tenía las dimensiones del solar anterior, ni reembolsaba al mismo agricultor de las pérdidas consiguientes al abandono de lo que tenía como suyo; si el parcionero no era agri-cultor y la fracción era de cultivo, aquél no tenía ni capacidad ni capital para aprovechar ésta; si la fracción no era de cultivo y el parcionero era agricultor, tenía éste que recomenzar de nuevo, sin capital, el trabajo de preparación del terreno; si el parcionero no era agricultor y el terreno no era de cultivo, éste no ofrecía ya los aprovechamientos naturales del conjunto y ninguna utili-dad ofrecía a aquél. Esos aprovechamientos naturales venían a ser precisamente la base de la alimentación de todos y a todos tenían que hacer faltar. Ahora, si respetando las posesiones anteriores se dividía entre los no poseedores el terreno no poseído, de golpe se constituía a esos no poseedores, que no habían sido capaces de ser poseedores siquiera, en propietarios, haciéndolos saltar por sobre el estado de poseedores que es intermedio, dándoles con esto ven-tajas que ellos no sabían ni podían aprovechar e imponiéndoles obligaciones que sí tenían que serles pesadas, como la titulación, el

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pago de impuestos, las operaciones notariales sucesivas, los juicios de sucesión, etcétera. Se comprende que en este caso, privados de los aprovechamientos comunes de que vivían, bajo la imperiosa necesidad de vivir, y ante los gravámenes de la calidad de propie-tarios, la mayor parte de los indígenas no utilizaran sus fracciones sino vendiéndolas, y vendiéndolas en condiciones de gran ofer-ta, reducida demanda y apremiante necesidad de realización. Los mestizos se apresuraron a comprar las fracciones de terrenos de indígenas, se valuaban en cinco, diez, cincuenta pesos, y se ven-dían en dos, cinco, veinte, etcétera. Algunos estados trataron de impedir esas enajenaciones ruinosas e impusieron duros graváme-nes a los compradores; fue inútil y altamente perjudicial, porque depreció los terrenos que se siguieron vendiendo sin más requisito que la translación del título. Esto ha llegado hasta nuestros días. Muchas veces, y de ello nosotros damos testimonio personal fun-dado en observaciones hechas durante nueve años en varias po-blaciones pequeñas, los mestizos han gestionado la repartición de los pueblos indígenas, han comprado casi todos los terrenos, han hecho expedir los títulos correspondientes, y han recogido esos títulos desde luego, pagando los impuestos a nombre de los adju-dicatarios. Muchos indígenas de los adjudicatarios no fueron un solo día propietarios de las fracciones que les dieron en adjudica-ción, y si se hiciera una investigación acerca de los precios de venta, se encontraría que un terreno había costado al comprador algunas piezas de pan, otro algunos cuartillos de maíz, y los más algunas jarras de pulque o algunos cuartillos de aguardiente. Una vez que los indígenas enajenaban sus fracciones, no tenían ya de que vivir; no habiendo ya leña, vigas, morillos, ni carbón que vender; no teniendo ocotes con que alumbrarse, ni rajas con que hacer sus tortillas, ni leña muerta con que quemar los trastos de barro de su industria alfarera; no teniendo con que alimentar a sus animales; no teniendo ni caza, ni pesca, ni planta de alimentación, con que alimentarse a sí mismos; careciendo en suma, de todo, dejaban de ser hombres pacíficos para convertirse en soldados mercenarios prestos a seguir a cualquier agitador.

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Formación de la pequeña propiedad individual

En su procedimiento, la desamortización por división, en virtud de una curiosa singularidad, que por supuesto no llegó entonces a preverse, tomó la forma de la circular de 9 de octubre de 1856, como si para ese efecto hubiera sido dada, y fundándose en ella, se expidieron y se expiden todavía los títulos de las fracciones. Dada la inmensa lejanía que existe en la titulación de esas fracciones comúnmente llamadas de repartimiento, desde el título primor-dial, o sea la merced si la hubo, o bien desde la última operación titulada, hasta los títulos de las fracciones, éstos vinieron a tener el carácter de primordiales. Con mayor razón vinieron a tener ese carácter los títulos de las fracciones de división de los pueblos que procedían de la época precortesiana y que no fueron legalmente mercedados. Todos esos títulos engrosaron considerablemente el número de los de la pequeña propiedad, menor de doscientos pe-sos de valor, comenzada a formar por la circular de 9 de octubre con los terrenos de los ayuntamientos.

En la pequeña propiedad que comenzó a formarse por la des-amortización de los terrenos de los ayuntamientos, en virtud de la circular de 9 de octubre, y cuyos graves inconvenientes antes señalamos, la condición de la propiedad pequeña proveniente del fraccionamiento de los pueblos de indígenas, vino a ser todavía inferior, por varias razones que muy brevemente pasamos a indi-car. La repartición de los pueblos se ha hecho desde entonces has-ta ahora, de un modo tan sumario y tan imperfecto, que apenas puede haber un diez por ciento en toda la República de títulos de repartimiento que merezcan completa fe: casi todos contienen errores de mensura o de deslinde, cuando no de ubicación. Dada la pequeñez de las fracciones, no ha podido exigirse a los peritos agrimensores, ni conocimientos suficientes en la materia, ni ple-na honorabilidad. De la falta de los unos y de la otra han venido innumerables trastornos, y por esa misma falta, se han cometi-do incalificables abusos que han dado lugar a levantamientos y

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motines. Muchas veces cuando ya la repartición está hecha, los disturbios que su ejecución ha provocado, han dado lugar a nu-lidades y rectificaciones que han producido gran confusión. Tan familiar nos ha llegado a ser ese estado de cosas, que ya la atención no se fija en él. Por otro lado, la forma de adjudicar las fracciones de los parcioneros, derivada de la circular de 9 de octubre, no ha podido ser más absurda ni más funesta. Si, pues, los bienes co-munes de los indígenas eran ya de éstos, como siempre se había creído y como entonces se reconoció, y sólo había que destruir la comunidad para hacer entrar esos bienes en la circulación, lo más natural hubiera sido que los títulos de repartimiento hubie-sen sido títulos de plena propiedad; debieron de haberse expedido con ese carácter; pero como nada se dispuso acerca de la manera de hacer la división, y ésta tomó la forma de la circular de 9 de octubre, las adjudicaciones por repartimiento se hicieron como las de desamortización por expropiación, es decir, mediante el reco-nocimiento a censo del precio o valor de las fracciones y mediante la obligación más o menos tardía, pero necesaria, de la redención para la consolidación de la propiedad. De esto tenían que derivarse dos cosas: es la primera, la de que no habiendo habido anterior dueño, no se ha sabido ni se sabe aún a favor de quién está hecho el reconocimiento, por más que el gobierno federal haya dictado posteriormente algunas disposiciones de condonación; y es la se-gunda, la de que el peligro posible de una redención ha producido una depreciación considerable del valor de las fracciones, la que se ha hecho sentir en cada caso de venta de ellas, pues siempre el comprador deduce del precio una parte del valor de adjudicación, si no lo reduce todo. Por último, siendo como es tan insignificante el valor de cada fracción de repartimiento, puesto que ninguna ha podido exceder de doscientos pesos, ni aun en el caso de que le tocara al parcionero respectivo una de precio mayor, porque no habiendo disposición alguna que prevea ese caso, la práctica ha hecho que entonces el terreno se divida en fracciones meno-res, para que todas quepan dentro del límite expresado; siendo tan insignificante el valor de cada fracción, decimos, no pueden

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desprenderse del título de adjudicación de ella, los demás títulos necesarios para que exista la titulación sucesiva, porque las nuevas operaciones que hayan de hacerse, no teniendo ya la excepción de la liberación de gastos y trámites, tienen que ser hechas con los gastos notariales comunes, demasiado altos para ser posibles. Una vez expedido el título de adjudicación, el adjudicatario lo guarda; si tiene que vender el terreno, transfiere el título como si fuera un título al portador; si muere, sus herederos siguen poseyendo el terreno con él, formando todos una nueva propiedad comunal. Después de cierto tiempo es imposible encadenar la titulación, los gastos de ese trabajo importarían mucho más que el terreno mis-mo. Acerca de esto tenemos una gran experiencia.

Por lo demás, la desamortización, a pesar de la enfática prescrip-ción del artículo 25 de la ley de 25 de junio, no se ha hecho como ya dijimos en las comunidades rancherías, ni en todas las comunidades pueblos; a partir de las Leyes de Nacionalización, la desamortiza-ción de estas últimas comunidades se ha hecho con poco empeño, por fortuna. A ella responden todavía consecuencias inesperadas; en estos últimos tiempos la repartición de los pueblos produce un resultado fatal, y es el de hacer desaparecer con increíble violencia, la arboleda de los montes de esos pueblos; las fracciones muy peque-ñas de monte, sólo producen cuando se arrasan.

Función de las leyes de nacionalización

Las Leyes de Nacionalización corrigieron en mucho a las de desa-mortización porque hicieron entrar al dominio privado todos los bienes de la Iglesia; no sólo los bienes raíces, sino los capitales im-puestos sobre ellos. Esto hizo que el movimiento de la propiedad, comenzado por la desamortización, se limitara a sólo los bienes eclesiásticos, deteniéndose y aun retrocediendo en los demás bie-nes desamortizables. Por lo que respecta a aquéllos, la desamor-tización se confundió con la nacionalización, y esa circunstancia facilitó y aceleró el movimiento iniciado, mostrando claramente

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cuánto mejores fueron las leyes que hicieron la nacionalización que las que pretendieron hacer la desamortización. Esas leyes no impusieron alcabala, permitieron la división de las fincas, sobre todo de las urbanas, facilitaron la redención de los capitales que se quedaban a reconocer sobre las fincas nacionalizadas, favorecieron con grandes descuentos la adquisición de los capitales nacionali-zados también, y pusieron en suma, más al alcance de todos, los bienes de la Iglesia, los raíces para que fueran adquiridos por cor-tos capitales, y los capitales para que fueran adquiridos los bienes raíces. Por lo que toca a la forma que las leyes referidas fijaron para la nacionalización de dichos bienes, y que era, no de expropiación, sino de reivindicación, cabía como la de expropiación de las leyes fundamentales de desamortización, dentro de los moldes usuales del régimen de la propiedad; el título de adquisición era también la escritura pública; pero también como en la desamortización, suce-dió en la nacionalización, que otorgándose esa escritura en rebel-día de las comunidades y corporaciones religiosas, que escondían los títulos precedentes, dicha escritura vino a quedar desligada de los expresados títulos, y vino a constituir por ese solo hecho, un nuevo título de carácter primordial. De modo que la nacionali-zación vino a ser también una fuente de propiedad superpuesta a las anteriores. En lo referente a los nacionalizadores, a pesar de las favorables condiciones de las leyes relativas, como para las opera-ciones de la nacionalización se necesitaba siempre capital, dichas operaciones se hicieron mucho más por los criollos nuevos que por los mestizos; aquéllos, uniendo los bienes adquiridos por la nacio-nalización, a los adquiridos antes por la desamortización, llegaron a ser clase de intereses; éstos, es decir, los mestizos, uniendo de igual modo a los bienes constituidos en rancherías, los adquiri-dos por la nacionalización y los adquiridos antes por la desamor-tización, comenzaron a ser clase de intereses también. Esto fue altamente benéfico porque se formó una nueva clase propietaria activa, y se comenzó a formar otra; pero no fue ese, sin embargo, el mayor beneficio de la nacionalización. El mayor beneficio de ella consistió en que unió a esas dos clases: la de los criollos nuevos y

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la de los mestizos, con los lazos del interés común, comenzados a formar desde la desamortización; después de la nacionalización, el destino de los unos era el de los otros, y eso produjo muy trascen-dentales consecuencias que pueden resumirse en dos, que fueron: la consolidación de la preponderancia de los mestizos como clase directora, consolidación definitivamente asegurada en el interior, y la imposición de la nacionalidad nacida de esa preponderancia, al exterior. Porque hay que decirlo francamente, la Intervención Francesa y el Imperio que de ella se derivó, fracasaron, como en otro lugar dijimos, porque tropezaron con los intereses de los criollos nuevos que eran los suyos, de allí el empeño de conservar en el Imperio la Reforma, cambiando sólo el elemento de raza director, es decir, poniendo a los criollos conservadores en lugar de los mestizos, bajo la forma del gobierno imperial; empeño inútil, porque la unión de intereses que existía entre los mestizos y los criollos nuevos era indestructible.

Pero a pesar de las Leyes de Nacionalización, el abismo abierto entre la propiedad muy grande de origen colonial y la muy peque-ña que formaron las Leyes de Desamortización, no pudo llenar-se. Al contrario, habiendo desaparecido con los bienes del clero, el motivo radical de la contienda de propietarios que seguían los criollos señores y el mismo clero, y habiendo pasado la propiedad de éste a los criollos nuevos en calidad también de gran propiedad, la propiedad grande se consolidó enfrente de la pequeña, haciendo definitiva la separación de ambas. Esa separación habría ya produ-cido serios conflictos, si no fuera por la colocación intermedia de los criollos nuevos entre los criollos señores y los mestizos. Pero los criollos nuevos, por lo mismo de que recibieron la propiedad del clero como gran propiedad, no han formado clase media, clase que los mestizos apenas han formado también, porque la propie-dad ranchería que ellos tenían desde antes, era muy escasa y estaba sujeta a las trabas de la propiedad comunal, y la que ellos recibie-ron por la desamortización, se dividió mucho. La clase media se hubiera formado bien, si como Ocampo lo deseaba y lo pedía, se hubiera dividido la propiedad del clero al pasar a los nuevos pro-

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pietarios, pero no se hizo así por desgracia; si se hubiera hecho, la paz porfiriana de que con tanto orgullo nos envanecemos, sería ya tal vez la paz definitiva.

Juicio sintético de la obra general de la Reforma

En suma, la Reforma en lo que respecta a la propiedad hizo una obra incompleta y gravemente defectuosa; aun así fue una obra benéfica, porque poniendo en circulación toda la propiedad ecle-siástica, una parte de la municipal, y otra parte de la comunal indígena, formó una nueva clase de intereses que fue la de los criollos nuevos o criollos liberales, y ayudó a formar con los mes-tizos, que ya eran la clase preponderante, una nueva clase de in-tereses también. El hecho de que los mestizos comenzaran a ser clase de intereses, significó la consolidación de su preponderancia, y esto ha significado el afianzamiento de la nacionalidad, tanto en el interior, cuanto para el extranjero; pero sin duda la obra de la Reforma pudo haberse hecho mejor, porque pudieron haber que-dado con ella resueltos los grandes problemas que son el objeto principal de este libro.

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CAPÍTULO QUINTO

el secreto de la paz porfiriana

Circunstancias de personalidad con que el señor general don Porfirio

Díaz comenzó su obra de gobierno

e tiempo atrás nos envanecemos de haber penetrado los secretos y de haber encontrado los resortes de la política

personal del señor general Díaz, a que debemos la paz presente, llevando nuestra audacia hasta creer, que nadie ha penetrado más a fondo los mencionados secretos ni ha determinado mejor los ex-presados resortes; también es que nadie como nosotros lleva años de estudiar por observación directa, nuestra sociología patria, y en ella, como es natural, la inspirada, feliz y afortunada política de nuestro actual presidente.

Dijimos en otra parte, que terminada la Intervención, la obra de Juárez estaba terminada. Entonces debió de haber cesado el periodo que hemos llamado integral; pero el periodo de transición se prolongó de un modo artificial y precario hasta la batalla de Tecoac.

Esa prolongación fue artificial, porque la hizo la resistencia que todo poder fuerte desarrolla para no desaparecer, y fue lar-ga —duró cerca de diez años— precisamente porque el poder de

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Juárez, robustecido por dos grandes revoluciones, era fuerte, y era fuerte porque había representado en esas dos grandes revolucio-nes, la nacionalidad fundada en el elemento mestizo con el cual él mismo se confundía. Pero Juárez, en el trabajo de hacer vencer al elemento mestizo, tanto para hacer la nacionalidad interior, cuan-to para imponerla al exterior, fue real y efectivamente el jefe de ese elemento. Restaurada la República, su obra, colosal como fue, estaba concluida; en lo de adelante, el jefe de la nación tenía que ser otro hombre.

El nuevo jefe de la nación tenía que ser, desde luego, unidad del elemento mestizo; de lo contrario, su personalidad habría sido sospechosa para ese elemento, que como hemos dicho ya, fue el que fundó y era el que representaba la verdadera nacionalidad; pero era preciso que esa unidad no fuera el jefe del expresado elemento construido como partido político. Juárez precisamente había sido y tenía que seguir siendo, jefe del elemento partido liberal que era el de los mestizos. El hombre nuevo tenía que es-tar colocado sobre todos los partidos militantes; de no ser así, no podía dominarlos a todos. Para dominar a todos los partidos tenía que adquirir su prestigio fuera de ellos. Aquí encontramos ya la personalidad del señor General Díaz. Éste era unidad del elemento mestizo, del que reconoce como ascendientes, a Juárez, a Ocampo, a Álvarez, a Gómez Farías, a Guerrero y a Morelos el más grande de todos: de su naturaleza mestiza dan testimonio sus antecedentes de familia —el señor doctor don Salvador Quevedo y Zubieta lo demuestra con el esquema genealógico que formó en una obra reciente (Porfirio Díaz), indirectamente autorizada por el mismo señor General, sus costumbres personales y hasta su lenguaje, en el que es típica la acentuación de algunas palabras como máiz y páis. El señor licenciado don Justo Sierra (México y su Evolución Social), lo considera también como mestizo. Hizo su personalidad militar en el partido de su raza, es decir, en el liberal, pero no fue jamás el jefe de ese partido. De su personalidad militar derivó su personalidad política, pero no en calidad de partidario que lucha por su partido, sino en calidad de patriota que defiende

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a su patria; su verdadera personalidad política, no data de la guerra de Tres Años, sino de la guerra contra la Intervención y contra el Imperio. Al hacer su personalidad militar y política mostró la hon-radez, la actividad y la probidad del buen administrador. Por eso al ser restaurada la República tenía el triple prestigio del guerrero afortunado, del esforzado patriota y del administrador prudente. ¿Era entonces el jefe del partido liberal como Juárez? No, era más que eso. Podía, pues, dominar al partido liberal mismo y esto era lo más importante.

La política integral

Ahora bien, si para dominar la situación era necesario que el nuevo gobernante estuviera por encima de todos los partidos, o sea por encima de todos los elementos de raza y de todos los grupos de acción social, la situación en que se abría el periodo integral, exigía un procedimiento que no era nuevo, pero que estaba ya olvidado. En el periodo que hemos llamado de la desintegración, al disolver-se la autoridad virreinal que en cierto modo se había continuado hasta el fin del imperio de Iturbide, se desataron los lazos de la or-ganización coercitiva, de cooperación obligatoria, verdaderamente militar, integral en suma, que mantenían unidos a todos los ele-mentos de la población; mal que la forma de gobierno adoptada para el nuevo régimen, aumentó de un modo considerable. Tal circunstancia produjo la anarquía, pues el poder federal, creado en la forma republicana, para mantener el orden en el interior y para hacer la defensa contra el exterior, era demasiado débil, y según se hacían sentir las rivalidades entre todos los elementos de la población, fatalmente complicadas con las dificultades políticas, administrativas y económicas de un gobierno nuevo dirigido por personas no amaestradas para los negocios públicos, caía o se le-vantaba, y cambiaba sin cesar, sin punto de reposo. El desorden que tal estado de cosas producía, aumentaba progresivamente, y a punto estuvo de hacer desaparecer la nacionalidad en más de una ocasión. Por entonces, sólo una persona se daba cuenta de la

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situación, a pesar de sus grandes errores, y era Alamán, que en el pensamiento de la política actual fue un verdadero precursor. En efecto, si él hubiera contado con una personalidad que no repre-sentara un partido determinado, sino que hubiera podido estar fuera de todos, que hubiera hecho una buena carrera militar, y que hubiera adquirido prestigio serio en guerra extranjera, habría sabido hacer con el elemento criollo y por el procedimiento virrei-nal, un gobierno estable; verdad es que estuvo a punto de hacerlo. Por fortuna, el mismo estado de lucha constante fue integrando sólidamente a los elementos de raza que esa lucha sostenía, y tal integración se hizo mejor en el elemento mestizo en virtud de las varias razones expuestas con anterioridad. Por eso triunfó al fin, con la revolución de Ayutla. En el periodo que hemos llamado de transición, ese elemento, ayudado por el grupo de los criollos nuevos, consolidó su poder bajo la jefatura de Juárez y preparó el periodo integral. El señor general Díaz inauguró en éste la política integral que en realidad no es sino la virreinal adaptada a las cir-cunstancias, tal cual Alamán la soñó sin haber podido realizarla. Esa política ha consistido primordialmente en rehacer la autoridad necesaria para la organización coercitiva, de cooperación obligato-ria, verdaderamente militar, integral como la hemos llamado no-sotros. El fundamento de esa política ha sido, sin duda alguna, la personalidad del señor general Díaz, pero su secreto fundamental ha sido la concentración del poder. El mismo señor general Díaz, en los informes que ha rendido a sus compatriotas al finalizar sus periodos de gobierno, lo ha manifestado así, con la debida discre-ción, pero con la más completa claridad. En el informe relativo al periodo de 1900 a 1904, dijo literalmente:

Al destruir los gérmenes que en otros tiempos mantenían a esas entida-des disgregadas, cuando no en estado de hostilidad constante, se han establecido en realidad, los lazos que ligan a las distintas comarcas del país y las sostienen compactas y solidarias. La experiencia ha demostra-do de un modo evidente, que en las agrupaciones humanas en las que no hay comunidad de interés, de sentimientos y de deseos, no existe una

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nación en el estricto sentido de la palabra, y las unidades que forman esos grupos, ajenas las unas a las otras, generalmente, y aún antagóni-cas a veces, no constituyen una verdadera patria. En México y durante mucho tiempo, los vínculos federales se mantuvieron sin consistencia, y únicamente la amenaza de un peligro común tenía el previlegio de determinar una unidad de acción traducida siempre por un vigoroso esfuerzo para rechazar toda agresión extraña. Ante aquella situación, el único programa nacional y patriótico que mi gobierno se propuso llevar a término, desde el día en que por vez primera el pueblo se dignó confiarme la dirección de los asuntos públicos, ha consistido en afianzar con la paz, los lazos que únicamente tenían privilegio de estrechar la guerra; hacien-do sólidos y permanentes los ideales y las aspiraciones manifestadas, con lamentables intermitencias, por las distintas fracciones de una misma e indiscutible nacionalidad.

La concentración del poder

La concentración del poder ofrecía una gran dificultad: la Cons-titución y las leyes de Reforma, es decir, el sistema de gobierno adoptado desde la Independencia y corregido por la Guerra de Tres Años. Séanos permitido copiar aquí algunas líneas de un fo-lleto que escribimos en 1897 con el título de Notas sobre la política del señor general Díaz; esas líneas dicen lo siguiente:

Por fortuna el señor general Díaz era todo un político. Comprendió demasiado bien que no era posible gobernar bajo el imperio riguroso de esas leyes —las que ya mencionamos— porque él llevaba a la anar-quía, pero también comprendió que su carácter sagrado las hacía punto menos que inviolables, y supo apurar la dificultad, como Augusto en idénticas circunstancias. Respetando todas las formas constituciona-les, comenzó a concentrar en sus manos todo el poder subdividido, pulverizado en todo el aparato gubernamental. Poco a poco se abrogó el derecho de elegir a los gobernadores, e hizo que éstos se abrogaran el de elegir a los funcionarios inferiores todos, sin derogar una sola ley electoral, y sin que siquiera dejaran de hacerse con regularidad las elecciones en algún punto de la República, consiguiendo con esto, po-der hacerse obedecer por todos esos funcionarios. Del mismo modo

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comenzó a abrogarse y de hecho se ha abrogado ya, todas las prerro-gativas del Poder Legislativo Federal, y ha hecho que los gobernadores se abroguen las de sus legislaturas, y de igual modo, aunque indirec-tamente, se ha abrogado las prerrogativas del Poder Judicial, eligiendo él, o por los funcionarios que de él dependen, a todos los funcionarios judiciales de la Federación, haciendo que los gobernadores hagan lo mismo en los estados, y aún interviniendo en casos especiales, directa-mente en los fallos de los jueces, cosa que los gobernadores hacen tam-bién en sus respectivos estados. En resumen, ha concentrado el poder en manos del gobierno federal, y especialmente en las del presidente de la República y de sus secretarios de Estado que forman un Consejo semejante al de los soberanos absolutos.

A las necesidades de la concentración del poder, se deben las gran-des vías de comunicación, base y fundamento del desarrollo in-dustrial después alcanzado.

Pero la concentración del poder requería antes que todo, como ya hemos dicho, la dominación efectiva de todos los partidos, o sea de todos los elementos de raza y de todos los grupos de acción social: no sólo era necesario estar por encima de todos los partidos para dominarlos, sino que era indispensable ejercer sobre ellos una verdadera dominación, una dominación efectiva. En esto es en lo que ha brillado mucho el genio del señor general Díaz, porque ha sido una obra, a nuestro entender, sin precedentes en la historia de la humanidad. Porque, a menos que no lo sepamos, jamás se han encontrado en un mismo territorio, tantos elementos de raza y tan distintos los unos de los otros, por su origen, por su edad evolu-tiva y por sus condiciones de participación en la riqueza general, que fuera necesario unir en iguales tendencias, coordinar en equi-librados intereses y mantener en fraternal comunidad, para consti-tuir una nación, sin contar para ese trabajo con otros medios, que los que daban aisladamente dichos elementos, en cada uno de los cuales dominaba la aversión para los demás, y teniendo que hacer ese mismo trabajo al día siguiente de una guerra extranjera. Y el caso ha sido que tal trabajo se ha venido haciendo por los procedi-mientos más sencillos en apariencia y más complejos en realidad;

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por el de satisfacer todas las aspiraciones cuando en cambio se ha obtenido la seguridad de que no se perturbaría la paz; y por el de castigar sin misericordia a todos los perturbadores de esa paz mis-ma. Sencillos parecen a primera vista esos procedimientos, y sin embargo, vamos a ver cuán difíciles han sido y cuanta intuición política han requerido por parte de quien los ha llevado a plena ejecución.

Resorte primario de la política del señor general Díaz

Los procedimientos seguidos para la satisfacción de todas las as-piraciones, aunque seguramente instintivos, ofrecen al análisis atento, la coordinación de un verdadero sistema que indica un profundo conocimiento del corazón humano en general y de la psicología de nuestras unidades sociales en particular. Las fibras que desde las unidades más humildes se enredan y tuercen en ese sistema hasta la personalidad del señor general Díaz, que es el nudo en que convergen todas, es la amistad personal; amistad, que como todos los afectos que llevan en conjunto ese nombre, da derecho a exigir del amigo, todo lo que el amigo puede conceder, según el grado de amistad que se tiene, y la categoría, persona-lidad y condiciones del amigo que usa ese derecho; pero que en cambio, impone a este último amigo, para con el otro, obligacio-nes correlativas, según también el grado de amistad que une a los dos, y la categoría, personalidad y condiciones del obligado. En virtud de esa amistad —amificación la llama el señor doctor don Salvador Quevedo y Zubieta (El Caudillo)— que ofrece todos los matices de la mutua consideración y del mutuo sacrificio, todas las unidades sociales han podido pedir al señor general Díaz, según sus necesidades y tendencias propias, y el señor general Díaz, les ha podido ir concediendo lo que han pedido; pero en cambio les ha podido pedir, a su vez, sacrificios proporcionales. A muchos de los mestizos, por ejemplo, que le han pedido todas las satisfacciones materiales, los ha satisfecho y más que satisfecho, hartado; pero

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les ha exigido para la obra de la concentración del poder, la plena disposición de sus personas y de sus vidas. Los criollos señores le han pedido menos y les ha dado menos; en cambio él les ha exi-gido menos también; jamás les ha exigido que se dejen matar. En ese orden ha repartido entre todos, las larguezas de sus beneficios y ha obtenido el sacrificio de todas las personas, logrando orientar hacia la suya todas las voluntades. Esto por supuesto, sistemado en todos los grados de la escala social. En efecto, todos los ministros y todos los gobernadores han estado siempre ligados directamente al señor general Díaz por la amistad; los jefes o prefectos políti-cos a los gobernadores, por la amistad; los presidentes municipales a los jefes o prefectos políticos, por la amistad; los vecinos a los presidentes municipales, por la amistad; y en torno de esos fun-cionarios, las demás personalidades políticas han estado siempre unidas a ellos por la amistad. El título que desde el advenimiento del señor general Díaz al poder hasta ahora, se ha invocado como el primero y primordial, es el de amigo. El haber encontrado en la amistad un poderosísimo lazo de cohesión ha sido, a nuestro en-tender, verdaderamente genial. Entre nosotros, el patriotismo no ha sido jamás una noción suficientemente precisa y clara para que pudiera servir de lazo de unión entre todas las unidades sociales; estando como ha estado dividida la población en varios elementos de raza, cada uno de éstos ha tenido su noción especial; de allí ha resultado que variando el punto de vista de un elemento a otro, cuando uno se ha gloriado de ser patriota, otro le ha llamado traidor, y viceversa. El deber, noción mucho más abstracta que la de patriotismo, menos ha podido servir de lazo de unión. La amistad para con una personalidad gloriosa, temida y admirada, sí ha podido ser general. La amistad ha podido ser para todos, según que han sido más o menos maleables bajo la mano de la autoridad en razón de la cantidad de acero que hay en las unidades de cada raza, una disculpa de obedecimiento y sumisión; la amistad aca-llando todos los orgullos, ha doblegado todas las inflexibilidades. Por de pronto, la amistad al señor general Díaz tuvo la ventaja de no obligar a los elementos de raza, y a los grupos de acción social

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formados por esos elementos, a transigir entre sí sus tradicionales diferencias; cada uno de ellos pudo seguir encastillado en sus pre-ocupaciones para con los demás; al fin los sacrificios impuestos a unos en razón de los otros, han ido acercando a todos y han ido atenuando poco a poco las referidas diferencias. Tan cierto es esto, que cuando un grupo social se ha sentido lastimado porque se le ha obligado a transigir con otro, se ha oído decir a las unidades de aquél: “esto nos duele, y lo sufrimos sólo porque somos amigos del señor general Díaz”. Veamos ahora, cómo se ha portado él con sus amigos.

Tratamiento dado por el señor general Díaz a los mestizos

Por una parte, los mestizos, triunfadores y predominantes, al in-augurarse el periodo integral, mostraban más que nunca, su ansia de satisfacciones materiales. Ávidos de riquezas y sedientos de pla-ceres, se creían engañados por la Reforma que no acertó a satis-facerlos. El señor general Díaz, que veía en ellos a los suyos, a su raza, a la nacionalidad, al porvenir, tomó a su cargo el empeño de saciarlos. Para el efecto, llamó a todos al Presupuesto. En la cla-sificación que hicimos oportunamente de los elementos de raza que componían la población nacional cuando se proclamó el Plan de Ayutla, dijimos que los mestizos estaban divididos en cuatro grupos, que eran: el de los rancheros, el de los empleados, el de los profesionistas y el de los revolucionarios. Entre estos últimos, que fueron sus primeros, más adictos y más fieles partidarios, o mejor dicho, amigos, repartió y ha seguido repartiendo los puestos de acción, los de confianza —a uno de sus amigos lo hizo presidente de la República—, las funciones que han mantenido y mantienen la concentración del poder y han sido y son necesarias para el fácil funcionamiento de su autoridad, los ha hecho y los hace aún, mi-nistros, gobernadores, jefes de Zona Militar, jefes superiores del Ejército, etcétera. Del grupo de los profesionistas y del de los em-pleados sacó, ha sacado y saca aún, todos los demás funcionarios

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de su administración. Del grupo de los rancheros sacó, ha sacado y saca del mismo modo, los jefes y oficiales del Ejército. Pero pro-fundo conocedor de todos los mestizos, los ha dejado y los deja, aprovecharse de sus puestos, traficar con sus funciones, enrique-cerse, satisfacer todas sus ambiciones y saciar todos sus apetitos. Ha sabido y sabe que muchos de ellos han negociado y negocian, que han lucrado y lucran, que han llevado y llevan una vida de desorden cuando no de vicio, pero no ha parado ni para en ello la atención. Al contrario, los ayuda, favoreciéndolos con su apoyo en los negocios que emprenden; colocando a los amigos y parien-tes porque se interesan, en puestos secundarios, pero de impor-tancia y consideración; elevándolos a los altos puestos de honor del Senado y de la diplomacia donde se codean con los criollos; y por último, autorizándolos tácitamente para que ellos sigan la misma línea de conducta con sus amigos y subordinados. Hasta tal punto llevó al principio su empeño de favorecer a los mesti-zos, que habiendo en todos los grupos que ellos formaban, no pocos hombres a quienes la falta de satisfacción de las primordia-les necesidades de la vida y la rabia de justicieras reivindicaciones habían conducido a la perversión y al bandidaje, concedió a esos hombres una amplia amnistía hasta por delitos del orden común, y llamó a esos mismos hombres a la regeneración por el bienestar, convirtiendo grandes agrupaciones de bandoleros, en cuerpos de tropa regular que han prestado señalados servicios para la seguri-dad rural que antes perturbaban con sus depredaciones. Desgra-ciadamente, no todos los mestizos han podido caber dentro del Presupuesto, y aunque el desarrollo de la industria de los criollos nuevos ha proporcionado trabajo y pan a los mestizos inferiores, muchos mestizos todavía, entre los cuales hay que señalar a los agricultores, se encuentran en una situación poco venturosa. Hay muchos mestizos todavía desheredados y hambrientos, cuya in-quietud perturbadora se hace sentir. En la prensa diaria actual de la capital de la República están representados los mestizos, por los periódicos que se llaman “de escándalo”. Esos periódicos baratos y malos dan forma y expresión a todas las aspiraciones vagas, des-

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ordenadas y confusas, y a todas las protestas rudas, apasionadas e impetuosas de los mestizos, que aún están descontentos, porque no han sido aún completamente saciados.

Tratamiento dado por el señor general Díaz a los criollos señores

y a los criollos clero

Por otro lado, los criollos en sus dos grupos, los criollos señores y los criollos clero reclamaban su parte también. Los criollos señores, según dijimos en su lugar, estaban divididos en criollos conserva-dores y en criollos moderados; los criollos clero, en los dignatarios superiores del clero, y en los adictos al clero por razón de sus inte-reses o reaccionarios. Los criollos conservadores no pedían nada ni han pedido otra cosa que el respeto a su gran propiedad; el señor general Díaz se los ha concedido.

Esos criollos se han abstenido de tomar parte activa en la polí-tica, contentándose con ejercer con más o menos vigor, la influen-cia de sus grandes fortunas cerca de los poderes oficiales. Cuando de esas fortunas se trata, en conjunto o en detalle; cuando se trata de contribuciones; cuando se trata de la seguridad rural, se les ve apa-recer, y casi puede decirse que en asuntos fiscales y en asuntos de administración nada se puede hacer sin su aquiescencia; ellos man-tienen a la agricultura en el estado de ruina y miseria que guarda. Los criollos moderados sí han pedido y han obtenido su parte en la cosa pública, pero en la forma que les es peculiar, es decir, en la palaciega. El señor general Díaz los ha recibido bien y les ha dado los puestos de honor, de brillo, de representación, pero muy rara vez les ha dado funciones activas. Son casi siempre conceja-les, diputados, senadores, diplomáticos, etcétera, etcétera. Todos los criollos señores, lo mismo los conservadores que los políticos o moderados, están fuera del centro de la actividad nacional, como en su oportunidad veremos. En la prensa diaria actual de la capital de la República, están representados por El Tiempo. Ese periódi-co, caro, grande, rebelde aun para con la Iglesia, enemigo de los

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americanos por sus diferencias de religión, enemigo de los criollos nuevos y de los mestizos por usurpadores de los bienes de la Igle-sia, y amigo de Europa por afinidad de sangre, representa bien, en efecto, a los criollos señores. En otra época estaba más marcada la división entre los dos grupos de criollos señores, y entonces El Tiempo representaba a los conservadores y El Nacional a los mode-rados. De los criollos clero, el grupo de los dignatarios ha dejado de mezclarse en la política para dedicarse a su noble ministerio, y sin embargo, el señor general Díaz ha procurado y conseguido atraer-se su buena voluntad y simpatía, suavizando el rigor de las leyes de Reforma, honrando a las altas dignidades, etcétera, etcétera; el grupo de los reaccionarios ha perdido por completo la influencia social que tuvo, porque la Iglesia perdió sus bienes, y sin embargo, el señor general Díaz lo ha contentado como a todos, sacando de él unidades para la administración de justicia, para el profesora-do, etcétera, etcétera. El órgano de los criollos reaccionarios en la prensa diaria actual de la capital de la República es El País.

Tratamiento dado por el señor Gral, Díaz a los criollos nuevos

o criollos liberales

Los criollos nuevos o criollos liberales haciendo valer sus servicios en la Intervención, han sido más difíciles de contentar; aunque ya bien favorecidos, pedían más y han obtenido mucho más de lo que pedían, gracias a su condición intermedia entre los criollos señores, por una parte, y los mestizos y los indígenas por otra. Con ma-yores impulsos de progreso que los criollos señores y reaccionarios, han sabido aprovechar su descendencia extranjera para interesar en el país a las naciones de su origen. De allí la atracción de capi-tales con que ellos han hecho las comunicaciones, y han formado y estimulado la gran industria nacional en todas sus ramas, desde la minera hasta la manufacturera. Aquellas comunicaciones y esa industria han permitido la consolidación del poder federal, han favorecido el desarrollo económico de la nación, han elevado el co-

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mercio y han dado medios de vida a los mestizos inferiores. Pero para todo lo anterior, ya hoy felizmente logrado casi por com-pleto, el señor general Díaz ha tenido y tiene que abrir mucho la mano de las larguezas, porque en el fondo, los procedimientos de los criollos nuevos, tratándose de asuntos económicos, han sido iguales a los de los españoles, tratándose de asuntos políticos. El privilegio, el monopolio, la subvención, la extensión de impuestos, todo bajo la forma de la concesión administrativa, han sido los medios no poco opresores y duros que han puesto en actividad. El señor general Díaz ha enriquecido a muchos inmensamente, a muchos los ha ocupado en altos puestos en que ha aprovecha-do sus superiores aptitudes económicas; pero no les ha confiado sino excepcionalmente, los puestos de acción, y ha hecho bien. No serán jamás tan fuertes cuanto lo son los mestizos, ni tienen la orientación política de éstos. En la actualidad, tiene en la prensa diaria de la capital de la República, la representación de los criollos nuevos, El Imparcial, ese periódico que confunde la prosperidad de los criollos nuevos con la nacional.

Tratamiento dado por el señor general Díaz a los indígenas

En el elemento indígena, la rama de los dispersos no se hacía sentir sino por sus depredaciones, y no merecía otra cosa que la represión y el castigo; el señor general Díaz les supo dar el tratamiento ade-cuado con su acostumbrada energía. Empero, ha favorecido siem-pre la incorporación de esos indígenas al compuesto general, sin atender al estado evolutivo en que se encuentran, como lo prueba la buena acogida dada a los kikapoos, mediante por supuesto, en todo caso, la condición indeclinable de vivir en paz. Respecto de los indígenas de las otras dos ramas, es decir, de los indígenas in-corporados y de los sometidos, en los cuatro grupos de acción social que formaban, o sea, en el grupo del clero inferior, en el de los sol-dados, en el de los propietarios comunales, y en el de los jornaleros, se puede decir con propiedad, que estaban ya lejos de la pasividad

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real o fingida que les era característica en la época colonial; pe-dían ya también, y en cierto modo, con alguna exigencia. El señor general Díaz los atendió, los ha seguido atendiendo y los atiende aún. A los indígenas del clero inferior, los ha mantenido contentos, con la suavización de las leyes de Reforma, muy especialmente en lo que se refiere al culto público, dejándolos, de tarde en tarde, hacer libres manifestaciones de su cristianismo semiidolátrico, en sus fiestas, procesiones, etcétera. De los indígenas revolucionarios, ha empleado a los más como soldados, pagándoles puntualmente sueldos superiores a los jornales, y ha dado a los otros, con las grandes obras públicas, jornales que se aproximan mucho a los sueldos de los soldados. A los indígenas propietarios comunales, los ha mantenido quietos, retardando la división de sus pueblos, ayudándolos a defender éstos, oyendo sus quejas y representacio-nes contra los hacendados, contra los gobernadores, etcétera. A los indígenas jornaleros, es decir, a los peones de los campos, que han sido los menos favorecidos directamente, les ha suavizado en algo su condición, con sólo mantener la paz que permite el cultivo que les da jornales permanentes. Los indígenas no tienen en la prensa representación alguna.

Unidad y solidez del carácter del señor general Díaz

Nos da la comprobación de las apreciaciones anteriores, el desarro-llo de la política hacendaria del señor general Díaz. Desde el prin-cipio de su gobierno, que nosotros consideramos no interrumpido por la Presidencia del señor general González, en virtud de que la responsabilidad de esa Presidencia fue suya, se propuso ante todo, hacer el Presupuesto lo más amplio que fuera posible en sueldos y en grandes trabajos públicos. Esto, en años que seguían a largos perio-dos de bancarrota, parecía un contrasentido, y no pocas personas, entre ellas un ministro de Hacienda que duró muy pocos días, se lo dijeron con franqueza, obteniendo todos una contestación que me-rece ser conservada por la historia: la paz a todo trance, cueste lo que

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cueste. Por entonces costaba más dinero del que se tenía. En efecto, primero con expedientes y después con empréstitos, el amigo gran-de, atendía, de preferencia, a satisfacer a sus amigos, seguro de que lo demás vendría, como dice el Evangelio, por añadidura. Cerca de veinte años, más o menos, el gobierno del señor general Díaz, vivió así, lo cual demuestra un aliento de empresa, una continuidad de propósito y un alcance de previsión, que no tienen igual.

Entre tanto, esa política dio sus frutos, y cuando vino el señor licenciado don Matías Romero de los Estados Unidos, pudo ya decir la verdad que hasta entonces se había ocultado, y esa ver-dad era, que jamás los ingresos habían llegado hasta los gastos, pero que ya sólo faltaba un pequeño sacrificio para que llegaran. Dio forma a ese sacrificio creando nuevos impuestos, y se retiró, haciendo al país el último de los muy grandes servicios que pudo prestarle, el de dejar indicado como sucesor suyo —si no lo indicó expresamente, como creemos— a su oficial mayor, que lo era el señor licenciado don José Yves Limantour, para que continuara la política hacendaria que estaba para florecer.

Tales han sido los procedimientos de la paz porfiriana en la parte en que el señor general Díaz ha tenido que ser amigo de to-dos; en lo que respecta a la parte que él ha tenido que exigir de sus amigos, ella ha consistido sustancialmente, en pedirles que cuan-do la marcha de las cosas por él establecida les causara perjuicios o desagrado, acudieran a él para que pusiera el remedio, si podía, y en caso de no poder, se conformaran, sin acudir a la revolución, en pena de convertirse de amigos suyos en sus enemigos mortales.

En esa virtud, todo descontento ha sido su enemigo y lo ha tratado como tal. Muchos fueron y han sido sus enemigos en esa forma, y para acabar con ellos o reducirlos o someterlos, la per-sonalidad histórica del señor general Díaz ha presentado una faz, que a nuestro entender, se parece bastante a la vez, a la de Luis XI y a la de Richelieu, por supuesto a Luis XI y Richelieu de la historia, no de la novela ni del teatro.

En el campo de los hechos, el trabajo de la concentración del poder ha sido un trabajo de destrucción de cacicazgos encabeza-

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dos por caciques difíciles de contentar. Antes del periodo integral había en el país tantos poderes locales, como ya hemos indicado, que todo gobierno normal era imposible. Para el poder central o federal, los gobernadores de los estados, sostenidos por éstos, eran unos caciques, cortados más o menos por el patrón de Vidaurri. A su vez, para el gobernador de un estado, en cada distrito, par-tido o cantón, había una o dos personalidades que dividían con él el gobierno. Y a todas esas cabezas grandes, había que agregar los héroes de nuestras innumerables revoluciones que eran más grandes aún. Dichas cabezas grandes se erguían a diario frente al poder legal a cada paso que daba; de ello resultaba, como era natural, la paralización de todo poder, y de la paralización del po-der, la anarquía. Esto está en la conciencia de todo el mundo, pero no por eso nos relevamos de comprobarlo, con tanta más razón, cuanto que nos bastará para hacerlo, con citar del Plan de Ayutla en adelante, el caso de Vidaurri, el de González Ortega cuando era ministro y se quizo imponer a Juárez, los de los gobernadores absolutos después de la Intervención; y en segundo orden, el de Lozada, el de García de la Cadena, etcétera, etcétera. Es seguro que si las guerras de Tres Años y de la Intervención no hubieran mantenido en pie sobre la base del peligro común en el elemento dominador, el gobierno de Juárez, ese gobierno no habría podido existir como normal. Claramente se vio lo frágil que era, en el periodo transcurrido desde la batalla de Calpulálpam hasta la lle-gada de la escuadra tripartita; si no lo hubiera sostenido el peligro común, repetimos, habría caído pronto. Había que volver al poder virreinal, había que hacer el trabajo de la concentración del poder, según dijimos antes, y para esto favorecían al señor general Díaz grandemente sus condiciones de guerrero victorioso; pero si para concentrar el poder sin romper las formas republicanas ha tenido que volverse Augusto, para reducir y someter a tanto señor feudal como existía en la República, ha tenido que desarrollar las mismas cualidades de astucia, de perseverancia, de energía y hasta de per-fidia y crueldad que hicieron célebres a los creadores de la Francia contemporánea. Todos quienes han conocido profundamente al

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señor General Díaz y lo han seguido y le han ayudado en la obra de la paz presente dan testimonio de la exactitud de la afirmación que acabamos de hacer. Sobre este particular, creemos oportuno exponer una opinión. Dice el señor licenciado don Justo Sierra en la obra México: su evolución social, lo siguiente:

Muchos de los que han intentado llevar a cabo el análisis psicológico del presidente Díaz, que sin ser el arcángel apocalíptico que esfuma Tolstoi, ni el tirano de melodramática grandeza del cuento fantástico de Bunge, es un hombre extraordinario en la genuina acepción del vocablo, encuentran en su espíritu una grave deficiencia; en el proceso de sus voliciones, como se dice en la escuela, de sus determinaciones, hay una perceptible inversión lógica; la resolución es rápida, la delibe-ración sucede a este primer acto de voluntad, y suele alterar, modificar, nulificar a veces la resolución primera. De las consecuencias de esta conformación de espíritu, que es propia quizás de todos los individuos de la familia mezclada a que pertenecemos la mayoría de los mexica-nos, provienen las imputaciones de maquiavelismo o perfidia política (engañar para persuadir, dividir para gobernar) que se le han dirigido. Y mucho hay que decir y no lo diremos ahora, sobre estas imputaciones que nada menos por ser contrarias directamente a las cualidades que todos reconocen en el hombre privado, no significan, en lo que de verdad tuvieren, otra cosa que recursos reflexivos de defensa y repa-ro, respecto de exigencias y solicitaciones multiplicadas. Por medio de ellas, en efecto, se ponen en contacto con el poder, los individuos de esta sociedad mexicana que de la idiosincrasia de la raza indígena y de la educación colonial y de la anarquía perenne de las épocas de revuelta, ha heredado el recelo, el disimulo, la desconfianza infinita con que mira a los gobernantes y recibe sus determinaciones; lo que criticamos es probablemente el reflejo de nosotros mismos en el criticado.

No creemos que haya en el espíritu del señor general Díaz, la de-ficiencia que indica el señor Sierra. La inversión lógica que parece haber en el proceso de las voliciones del primero, no es real, sino aparente. En todos los hombres, la inteligencia y la voluntad obran separadamente aunque en íntima relación. El conductor de uno de los carruajes modernos que pueden alcanzar grandes veloci-

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dades, cuando anticipadamente se trata de los medios de detener de pronto esa velocidad, demuestra prácticamente que con sólo mover una palanca al alcance de la mano, el vehículo se detiene, y repite satisfactoriamente la prueba. Ahora bien, ésta sale completa, porque la voluntad se ha anticipado al acto de ejecución; pero si caminando a gran velocidad, se interpone de pronto algún indi-viduo, el conductor se da inmediatamente cuenta del peligro de cometer un atropello y piensa en el modo de evitarlo moviendo la palanca de brusca detención; sin embargo, no llega a mover esa palanca con oportunidad. ¿Por qué? Porque la inteligencia fun-ciona inmediatamente, en tanto que la voluntad tarda en mandar el movimiento salvador. El anterior ejemplo nos demuestra clara-mente que si la inteligencia está siempre pronta, porque respon-de inmediatamente a la impresión, la voluntad, que es fuerza, no se tiene siempre disponible para ser usada en un momento dado, sino que necesita un trabajo previo de acumulación, tanto más largo, cuanto más intenso, o más persistente, tiene que ser el gasto después; una vez consumida toda la energía, el trabajo de acu-mulación vuelve a comenzar en virtud de una excitación nueva. Está bien demostrado que un general que en sus operaciones toma siempre la ofensiva, siempre gana, y la razón de ello es que ese general ha hecho con anticipación el trabajo de acumulación de energía que le permite el gasto abundante de ella en el momento de la batalla; por el contrario, el que sólo se mantiene a la defen-siva, espera para generar energía, a que los actos del que ataca, lo obliguen a generarla, y cuando llega el momento preciso, no tiene tiempo de hacerlo, por eso como el señor Ingeniero don Francisco Bulnes (El verdadero Juárez) lo ha asegurado, con razón, la defen-siva es siempre la derrota. Esto se ve con más claridad en el caso de la sorpresa; si la sorpresa es la derrota, se debe a la imposibilidad de disponer de energía en el momento en que ella tiene lugar. Ahora bien, el señor general Díaz, que fue guerrero de ofensiva, ha esta-do y está siempre obligado a grandes gastos de energía, y ésta se genera en él como en todos los hombres, con lentitud; su superio-ridad consiste en la facultad de generarla en mayor cantidad de la

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que por lo común generan los demás hombres, lo cual le permite gastarla, o con mayor intensidad, o con mayor persistencia, según lo necesita. Por lo mismo, al tratar de cualquier asunto, su inteli-gencia comprende luego y resuelve; pero en la resolución que da, no hay la voluntad todavía de ejecutarla. La resolución de pronto obedece al deseo político de causar efecto en su interlocutor: si es criollo, le muestra atención, confianza; si es mestizo, le muestra majestad, fuerza; si es indígena, bondad; si es extranjero, interés; pero aunque en consecuencia, dé alguna resolución, la voluntad de ejecutarla hasta después comenzará a generarse; si el asunto lo merece, la acumulación de energía llegará a ser enorme, y cuando sea necesario, desplegará esa energía, o en toda su fuerza en un momento dado, o en un tiempo más o menos largo, pero siempre grande, y en uno y en otro caso arrollará todos los obstáculos que se le opongan; si el asunto es de menor importancia, la acumula-ción de energía será proporcional, y su voluntad se detendrá ante obstáculos que juzgue no poder o no deber franquear; si el asunto es baladí, no hará tal vez el trabajo de acumulación. La acumula-ción que ha hecho de energía, para persistir durante tantos años en sostener la paz, en equilibrar los presupuestos, en realizar las otras maravillas que tanto nos asombran y que se deben más que a la iniciativa de éstas o aquéllas personas, y que a la influencia de éstos o aquéllos sucesos, a la fuerza de su voluntad, ha tenido que ser inconmensurable. Acerca de la existencia de esa energía latente, nadie se equivoca; el que lanza una proclama revolucionaria, sabe ya por anticipado, que a ella responderá una grande energía de re-presión. Esa energía acumulada era lo que faltaba a Lerdo, a quien sobraba prodigiosa inteligencia. Precisamente lo que distingue a un hombre débil de un hombre de energía, es que en el primero la resolución y la ejecución estarán confundidas, pero el impulso, casi siempre violento e impetuoso de ésta, apenas durará lo que la expresión de aquélla; en el segundo, es decir, en el hombre de energía, la expresión de la resolución será lo de menos; lo impor-tante, lo duradero, lo poderoso, será el propósito de la ejecución. Siendo todo ello así, como lo es efectivamente, es natural que no

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siempre concuerden las palabras de improviso dichas por el señor general Díaz, con sus actos posteriores, y es perfectamente expli-cable, que quienes han oído tales palabras y las han interpretado en el sentido de sus deseos, se llamen después a engaño, acusando al señor general Díaz de perfidia. Pero hay más aún. La perfidia tiene que existir en todos los grandes constructores de pueblos, porque es un poderoso instrumento de demolición: su uso siem-pre será justificado, cuando no se haga con ella el trabajo de demo-ler por el gusto de destruir, sino el trabajo de demoler para hacer después el de edificar; además ese uso que impide toda previsión esquivadora y que imprime siempre en el carácter y en la faz de los grandes hombres rasgos firmes de resolución, de esa resolución que, como dijo el mismo señor general Díaz en el brindis inolvida-ble en que explicó algunos de sus procedimientos políticos, acepta a fondo todas las responsabilidades, genera en los demás hombres, ese íntimo temor atávico en que se traduce siempre lo que se llama la influencia de la majestad. En el señor general Díaz, la perfidia de que se le acusa, que es el matiz de Luis XI y de Richelieu que le reconocemos, cualquiera que sea la forma en que la haya usado, de seguro a su pesar, y en el sentido siempre de las necesidades de su magna obra, no ha tenido en sus manos más que dos objetos: o quebrantar grandezas o infligir castigos.

Si para quebrantar y derribar las grandezas de los cacicazgos el señor general Díaz ha sido diestro, para infligir castigos lo ha sido también siempre, por supuesto, tratándose de los perturbadores de la paz. Ha castigado a los mestizos salientes, a los vigorosos, a los héroes de nuestras revoluciones, con la muerte; a los mesti-zos menores con la cárcel o con el abandono, que para muchos ha sido el hambre; a los mestizos pequeños con la ley fuga; a los criollos conservadores con la falta de protección para sus intereses; a los criollos moderados con la destitución y con la indiferencia; a los criollos clase superior de la Iglesia con el menosprecio de sus dignidades y con el ataque a sus dogmas; a los criollos reaccio-narios, con el olvido: a los criollos nuevos con el desfavor y con la ruina; a los indígenas clase inferior del clero con la rigidez de la

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Reforma; a los indígenas soldados con los palos de la ordenanza; a los indígenas propietarios con el arrasamiento de sus poblaciones; y a los indígenas jornaleros con el contingente. Y cuando se ha tratado de castigar ha sido implacable. En sus manos ha tenido la muerte todas sus formas, la cárcel todas sus crueldades, el castigo material todos sus horrores, y el castigo moral, ya sea persecución, destitución, abandono, severidad, indiferencia, desprecio u olvido, ha tenido todos los matices del rigor.

Para colmo de las dificultades de su obra, un nuevo grupo de raza ha venido en los últimos años a incorporarse a los que ya existían, y que han sido tan difíciles de gobernar: el grupo norteamericano. Era natural que el desarrollo de los negocios y la prosperidad de los criollos nuevos tuvieran por consecuencia for-zosa la atracción de muchas y cada día más numerosas unidades extranjeras, y de muchos y cada vez más cuantiosos capitales; y más natural era todavía, que en la corriente de aquellas unidades extranjeras y de estos capitales cuantiosos, sobresaliera la proce-dente de los Estados Unidos, una vez que por la llanura de la alta planicie interior vinieron las grandes comunicaciones que vencie-ron los desiertos de nuestra frontera septentrional. Así ha sucedi-do en efecto, y la influencia del grupo recién venido comienza a hacerse sentir. Ahora el elemento extranjero no presenta la relativa unidad del anterior a la Reforma, del que se derivaron los criollos nuevos, sino que sensiblemente está dividido en dos grupos: el de procedencia europea y el de procedencia norteamericana. Entre las unidades extranjeras que han traído los criollos nuevos, los de procedencia europea, por afinidades de origen y de carácter, se han unido a dichos criollos nuevos; pero las unidades de proceden-cia norteamericana han conservado su carácter propio, penetrando con ciertas condiciones de solidaridad y organización entre las de-más, sin ligarse ni confundirse con ellas. La aparición de un nuevo grupo de raza, fuerte, vigoroso y expansivo, dentro de los demás, tenía que provocar la resistencia de éstos, y esa resistencia podía contribuir en mucho a romper su difícil cooperación, su forzada armonía. No ha sido así por fortuna, merced principalmente a que

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el señor general Díaz convencido de la imposibilidad de resistir la llegada del nuevo grupo y de la conveniencia de recibirlo bien, le ha facilitado el paso, obligando a los otros a comprimirse. Esto lo ha hecho con las mismas dificultades con que ha hecho toda la obra de la paz y usando de los mismos procedimientos de amistad y enemistad que ya indicamos. En los presentes momentos, el gru-po norteamericano es uno más en el número de los que componen la población de la República. Ese grupo, como llevamos dicho, ni se confunde, ni se mezcla, ni cofraterniza con los demás, a los que ve como inferiores; evita el contacto de los otros, habla su lengua propia, y procura imponer a todos su nacionalidad, su capacidad selectiva, o cuando menos, su fuerza personal. En particular, el tipo del norteamericano es bien conocido, y no necesitamos hacer de él una especial descripción. En la prensa de la capital, el grupo norteamericano está representado por The Mexican Herald, en in-glés, y por El Diario, en español.

Se ve, pues, cuán compleja ha sido la obra del señor general Díaz, y cuán compleja ha tenido que ser su responsabilidad. Es un hombre único, que en una sola nación, ha tenido que gobernar y ha gobernado sabiamente muchos pueblos distintos, que han vivido en diferentes periodos de evolución, desde los prehistóricos hasta los modernos. Creemos sinceramente, que pocas veces ha abarcado la inteligencia humana, lo que ha abarcado la suya.

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P A R T E S E G U N D A

Los problemas de orden primordial

v

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CAPÍTULO PRIMERO

el problema de la propiedad

Planteamiento del problema

on sólo recordar lo que dijimos en los apuntes doctri-nales que sirven de punto de partida a los estudios que

venimos haciendo, apuntes que establecen una relación estrecha y precisa entre las condiciones en que un agregado humano ejer-ce el dominio territorial, y las condiciones de desarrollo que ese agregado alcanza, se comprenderá la importancia que tienen en todos los países de la tierra las cuestiones de propiedad, y se comprenderá también, dados los antecedentes que llevamos ex-puestos, cuan trascendentes tienen que ser en nuestro país esas cuestiones, y cuantas dificultades encierran.

Dijimos en uno de los citados apuntes, que con los sucesivos periodos por que atraviesan los derechos de dominio territorial, y con los grados correlativos de desarrollo social de un agregado humano, se puede formar la escala siguiente:

C

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Periodos de dominio territorial Estados de desarrollo

1°. Falta absoluta de toda noción de derecho terri-torial.

• Sociedades nómadas.• Sociedades sedentarias pero mo-

vibles.

2°. Noción de la ocupación, pero no la de posesión.

• Sociedades de ocupación común no definida.

• Sociedades de ocupación común limitada.

3°. Noción de la posesión, pero no la de propiedad.

• Sociedades de posesión comunal, sin posesión individual.

• Sociedades de ocupación comu-nal, con posesión individual.

4°. Noción de la propiedad.• Sociedades de propiedad comunal.• Sociedades de propiedad indivi-

dual.

5°. Derechos de propiedad territorial, desligados de la posesión territorial misma.

• Sociedades de crédito territorial.• Sociedades de titulación territo-

rial fiduciaria.

Con arreglo a esta escala, vamos a estudiar el complejo proble-ma de la propiedad en nuestro país.

Siendo como es nuestra población nacional, un compuesto de muy numerosos y de muy distintos pueblos, en condiciones muy diferentes de desarrollo, esos pueblos presentan todas las formas de sociedad que la humanidad puede ofrecer, a excepción de las formas comprendidas en el último periodo de los derechos terri-toriales. En efecto, no tenemos sociedades en que exista real y verdaderamente, como rasgo característico, el crédito territorial ni menos sociedades en que exista la titulación territorial fiduciaria, o sea la titulación que refiriéndose a la propiedad territorial, no

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conceda a los tenedores de títulos otros derechos que los relati-vos al valor limitado en efectivo que ellos representen. La forma más adelantada de derechos territoriales que tenemos es la de la propiedad efectiva, llamémosla así, y nuestros más adelantados ele-mentos sociales están en ese periodo. Tenemos, pues, en nuestro país, grupos de propiedad individual, que son los criollos señores, los criollos nuevos y algunos mestizos: grupos de propiedad comu-nal, que son, los mestizos rancheros, y los indígenas agricultores de propiedad titulada; y grupos de posesión comunal con posesión individual, de posesión comunal sin posesión individual, de ocu-pación común limitada, de ocupación común no definida, seden-tarios movibles, y nómadas, todos ellos indígenas.

La propiedad individual está dividida en dos grandes ramas: la gran propiedad y la propiedad pequeña.

v

Ojeada general a la gran propiedad individual

La gran propiedad está, como hemos repetido, en manos de los criollos señores y de los criollos nuevos. Esa gran propiedad en de-talle presenta los mismos caracteres que presentaba antes de la Reforma la propiedad que pertenecía a la Iglesia. Aun teniendo en cuenta que con la Independencia quedaron suprimidos los ma-yorazgos y las vinculaciones, esa propiedad, como la eclesiástica, constituye una verdadera amortización de la tierra. La observa-ción directa de los hechos, que puede hacerse con sólo recorrer la zona fundamental de los cereales en ferrocarril, muestra a la vista menos perspicaz que los pequeños centros de población, donde la producción de los cereales se hace por cultivo casi intensivo, se encuentran en las montañas, donde ese cultivo se hace a fuerza de trabajo y de energía, en tanto que se atraviesan planicies tras planicies y llanuras tras llanuras, todas bien regadas y acondicio-nadas para el cultivo, abandonadas y desiertas. A quien pregunta

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la razón de que sea así, se le contesta: todo este llano pertenece a la hacienda H. Algunas leguas más adelante se nota el mismo fenómeno, y la respuesta es siempre la misma: la hacienda X. En cambio allá, en los confines de las haciendas y replegados contra las montañas, se ven los pueblecillos que son en el lugar los cen-tros de población, en los cuales muchas veces está la cabecera del Distrito o de la Municipalidad a que las haciendas pertenecen; y se advierten desde luego, por los sembrados cuidadosos y en pleno vigor de crecimiento, las pequeñas extensiones de tierras de que esos pueblos viven. Y quien ve de cerca alguno de los expresados pueblecillos, se asombra de lo que ve. Quien quiera puede tomar el ferrocarril de Toluca, y ver cerca del túnel de Dos Ríos en el pequeño pueblo que se llama Huixquilucan, la enorme cantidad de parcelas de cultivo que, perfectamente cuidadas, suben hasta las cimas de las montañas de las Cruces en que dicho pueblo se encuentra. ¿No les habrá ocurrido a todos quienes han visto ese pueblo y otros como él, que si las grandes planicies de las hacien-das estuvieran cultivadas así, otros serían los destinos nacionales?

La gran propiedad es siempre una amortización

Como a todo hemos de llegar, volveremos a nuestra afirmación de que la gran propiedad, individual como es, es una amortización. Aquí cedemos la palabra al ilustre Jovellanos, que en el informe gene-ralmente conocido con el nombre de Ley Agraria, dice lo siguiente:

No son, pues, estas leyes las que ocuparán inútilmente la atención de la sociedad. Sus reflexiones tendrán por objeto aquéllas que sacan conti-nuamente la propiedad territorial del comercio y circulación del Estado; que la encadenan a la perpetua posesión de ciertos cuerpos y familias; que excluyen para siempre a todos los demás individuos, del derecho de aspirar a ella, y que uniendo el derecho indefinido de aumentarla, a la pro-hibición absoluta de disminuirla, facilitan una acumulación indefinida y abren un abismo espantoso que puede tragar con el tiempo toda la rique-za territorial del Estado. Tales son las leyes que favorecen la amortización.

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¿Qué no podría decir de ellas la sociedad, si las considerase en todas sus relaciones y en todos sus efectos? Pero el objeto de este in-forme, la obliga a circunscribir sus reflexiones a los males que causan a la agricultura.

El mayor de todos es el encarecimiento de la propiedad. Las tierras, como todas las cosas comerciales, reciben en su precio las alteraciones que son consiguientes a su escasez o abundancia, y valen mucho cuan-do se venden pocas, y poco cuando se venden muchas. Por lo mismo, la cantidad de las que anden en circulación y comercio será siempre primer elemento de su valor, y lo será, tanto más, cuanto el aprecio que hacen los hombres de esta especie de riqueza, los inclinará siempre a preferirlas a todas las demás.

Que las tierras han llegado en España a un precio escandaloso; que este precio sea un efecto natural de su escasez en el comercio, y que esta escasez se derive principalmente de la enorme cantidad de ellas que está amortizada, son verdades de hecho que no necesitan demostración. El mal es notorio; lo que importa es presentar a Vuestra Alteza su influen-cia en la agricultura, para que se digne de aplicar el remedio.

Este influjo se conocerá fácilmente por la simple comparación de las ventajas que la facilidad de adquirir la propiedad territorial propor-ciona al cultivo, con los inconvenientes resultantes de su dificultad. Compárese la agricultura de los estados, en que el precio de las tierras es ínfimo, medio y sumo, y la demostración estará hecha.

Las provincias unidas de América —hoy Estados Unidos, pues no hay que olvidar que Jovellanos escribía a fines del siglo xviii— se ha-llan en el primer caso: en consecuencia, los capitales de las personas pudientes se emplean allí con preferencia en tierras: una parte de ellas se destina a comprar el fundo, otra a poblarle, cercarle, plantarle; y otra, en fin, a establecer un cultivo que la haga producir el sumo posi-ble. Por este medio, la agricultura de aquellos países logra un aumento tan prodigioso, que sería incalculable, si su población rústica, duplicada en el espacio de pocos años, y sus inmensas exportaciones de granos y harinas, no diesen de él una suficiente idea.

Pero sin tan extraordinaria baratura, debida a circunstancias ac-cidentales y pasajeras, puede prosperar el cultivo siempre que la libre circulación de las tierras ponga un justo límite a la carestía de su precio. La consideración que es inseparable de la riqueza territorial, la depen-dencia en que, por decirlo así, están todas las clases de la clase propie-

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taria, la seguridad con que se posee, el descanso con que se goza esta riqueza, y la facilidad con que se transmite a una remota descendencia, hacen de ella el primer objeto de la ambición humana. Una tendencia general mueve hacia este objeto todas los deseos y todas las fortunas, y cuando las leyes no la destruyen, el impulso de esta tendencia es el primero y más poderoso estímulo de la agricultura. La Inglaterra, donde el precio de las tierras es medio, y donde, sin embargo, florece la agricultura, ofrece el mejor ejemplo y la mayor prueba de esta verdad.

Pero aquella tendencia tiene un límite natural en la excesiva carestía de la propiedad; porque siendo consecuencia infalible de esta carestía, la disminución del producto de la tierra, debe serlo también la tibieza en el deseo de adquirirla. Cuando los capitales empleados en tierras dan un rédito crecido, la imposición en tierras es una especulación de utilidad y ganancia, como en la América Septentrional; cuando dan un rédito moderado, es todavía una especulación de prudencia y seguri-dad, como en Inglaterra; pero cuando este rédito se reduce al mínimo posible, o nadie hace semejante imposición, o se hace solamente como una especulación de orgullo y vanidad, como en España.

Si se buscan los más ordinarios efectos de esta situación, se hallará: primero, que los capitales, huyendo de la propiedad territorial, buscan su empleo en la ganadería, en el comercio, en la industria, o en otras granjerías más lucrosas; segundo, que nadie enajena sus tierras, sino en extrema necesidad, porque nadie tiene esperanza de volver a adquirirlas; tercero, que nadie compra sino en el caso extremo de asegurar una parte de su fortuna, porque ningún otro estímulo puede mover a comprar lo que cuesta mucho y rinde poco; cuarto, que siendo éste el primer objeto de los que compran, no se mejora lo comprado, o porque cuanto más se gasta en adquirir, tanto menos queda para mejorar, o porque a trueque de comprar más, se mejora menos; quinto, que a este designio de acu-mular, sigue naturalmente el de amortizar lo acumulado, porque nada está más cerca del deseo de asegurar la fortuna que el de vincularla; sexto, que creciendo por este medio el poder de los cuerpos y familias amortizantes, crece necesariamente la amortización, porque cuanto más adquieren, más medios tienen de adquirir, y porque no pudiendo ena-jenar lo que una vez adquieren, el progreso de su riqueza debe ser inde-finido, séptimo, porque este mal abraza al fin, así las grandes como las pequeñas propiedades comerciales, aquellas porque son accesibles al poder

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de cuerpos y familias opulentas; y éstas porque siendo mayor el número de los que pueden aspirar a ellas; vendrá a ser más enorme su carestía. Tales son las razones que han conducido la propiedad nacional a la posesión de un corto número de individuos.

Y en tal estado, ¿qué se podría decir del cultivo? El primer efecto de su situación es dividirle para siempre de la propiedad; porque no es creíble que los grandes propietarios puedan cultivar sus tierras, ni cuan-do lo fuere, sería posible que las que quisiesen cultivar, ni cuando las cultivasen, sería posible que las cultivasen bien. Si alguna vez la necesi-dad o el capricho los moviesen a labrar por su cuenta una parte de su propiedad, o establecerán en ella una cultura inmensa, y por consiguien-te imperfecta y débil como sucede en los cortijos y olivares cultivados por señores o monasterios de Andalucía; o preferirán lo agradable a lo útil, y a ejemplo de aquellos poderosos romanos, contra quienes declama tan justamente Columela, sustituirán los bosques de caza, las dehesas de potros, los plantíos de árboles de sombra y hermosura, los jardines, los lagos y estanques de pesca, las fuentes y cascadas, y todas las bellezas del lujo rústico, a las sencillas y útiles labores de la tierra.

Por una consecuencia de esto, reducidos los propietarios a vivir holgadamente de sus rentas, toda su industria se cifrará en aumentarlas, y las rentas subirán, como han subido entre nosotros, al sumo posible. No ofreciendo entonces la agricultura ninguna utilidad, los capitales huirán no sólo de la propiedad, sino también del cultivo, y la labranza, abandonada a manos débiles y pobres, será débil y pobre como ellas; por-que si es cierto que la tierra produce en proporción del fondo que se emplea en su cultivo, ¿qué producto será de esperar de un colono que no tiene más fondo que su azada y sus brazos? Por último, los mismos propietarios ricos, en vez de destinar sus fondos a la reforma y cultivo de esas tierras, los volverán a otras granjerías, como hacen tantos gran-des y títulos y monasterios que mantienen inmensas cabañas, entre tanto que sus propiedades están abiertas, aportilladas, despobladas y cultivadas imperfectamente.

No son éstas, señor, exageraciones del celo; son ofertas aunque tristes inducciones que Vuestra Alteza conocerá con sólo tender la vista por el estado de nuestras provincias. ¿Cuál es aquella en que la mayor y mejor porción de la propiedad territorial no está amortizada? ¿Cuál aquella en que el precio de las tierras no sea tan enorme, que su rendi-

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miento apenas llega al uno y medio por ciento? ¿Cuál aquella en que no hagan subir escandalosamente las rentas? ¿Cuál aquella en que las heredades no estén abiertas, sin población, sin árboles, sin riegos ni me-joras? ¿Cuál aquella en que la agricultura no esté abandonada a pobres e ignorantes colonos? ¿Cuál, en fin, aquella en que el dinero, huyendo de los campos, no busque su empleo en otras profesiones y granjerías?

Ciertamente que se pueden citar algunas provincias en que la fe-racidad del suelo, la bondad del clima, la proporción del riego o la laboriosidad de sus moradores, hayan sostenido el cultivo contra tan funesto y poderoso influjo; pero estas mismas provincias presentarán a Vuestra Alteza la prueba más concluyente de los tristes efectos de la amortización. Tomemos como ejemplo, etcétera...

La gran propiedad, o sea la hacienda, es una amortización por vinculación

No puede dudarse, porque se trata de hechos que están a la vista de todo el mundo que las precedentes reflexiones de Jovellanos tienen al presente estado de la gran propiedad de los criollos, en México, la más completa aplicación. Aunque él se refiere claramente a la pro-piedad vinculada, entre nosotros la gran propiedad, guarda ahora la misma situación que la vinculada antes de la Independencia. Acerca de que la propiedad de los criollos a que nos referimos, tiene el carácter de la que en la ciencia económica se llama gran propiedad, no puede caber duda alguna, atentas las condiciones ya largamente expuestas en que esa propiedad se formó, y atenta la observación que ya anotamos, de que todas las grandes planicies pertenecen a las haciendas y los pequeños centros poblados están remontados a las montañas, o mejor dicho a los cerros, porque las montañas tienen árboles y los pequeños centros poblados están sobre eleva-ciones casi siempre desnudas de toda vegetación que no sea la de su propio cultivo. Nadie niega que las haciendas son por lo común de muy grande extensión. Sin embargo, en apoyo de la afirmación que hemos hecho sobre el particular, copiamos de la mejor obra que conocemos acerca de las cuestiones de propiedad en nuestro país, (Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos, por el señor licenciado don Wistano Luis Orosco), las siguientes líneas:

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Si los sabios y estadistas de Europa conocieran lo que se entiende por grande propiedad entre nosotros, retrocederían espantados ante ella. ¿Qué pensáis que entienden los escritores europeos por grande propie-dad? ¡Ah! pues una extensión de tierra que pase de 30 hectáreas. Os ha costado trabajo no reíros. Sin embargo, el escocés Mr. Bell, uno de los sostenedores del gran cultivo y de la gran propiedad, que ha merecido la atención de Say, considera como el ideal de la acumulación, la canti-dad de 600 acres, es decir, de 250 hectáreas (véase sobre esta materia a M. H. Passy, Lullin de Chateuvieu, Juan B. Say, Garnier, etcétera) y César Cantú, al hablar de los grandes acaparamientos de tierras entre los antiguos romanos, dice con toda su esclarecida gravedad, que ha-bía hombres que poseían hasta 600 yugadas de tierra! ¿Qué habrían pensado estos sabios ilustres, al ver haciendas como la de Cedros, por ejemplo, en el estado de Zacatecas, que tiene una extensión superficial de 754,912 hectáreas y 30 aras, es decir, siete mil quinientos cuarenta y nueve millones y ciento veintitrés mil centiaras? Y hay que tener en cuenta que haciendas como esa no son todavía las únicas tierras que poseen sus dueños. Hay familias entre nosotros que poseen hasta más de seiscientos sitios de ganado mayor, es decir, más de 1.053,366 hec-táreas de tierra. (Las tierras de Lombardía y del Piamonte en el reino de Italia están distribuidas generalmente en lotes de 5 a 15 hectáreas, si hemos de creer a Chateauvieu. En Francia se considera como pequeña propiedad un lote que no exceda de 15 hectáreas, y como mediana propiedad un lote de 15 a 30 hectáreas de tierra.

A lo anterior sólo agregamos nosotros que no es necesario ir hasta Zacatecas para encontrar una hacienda grande; a treinta leguas de esta capital, se encuentra la hacienda de La Gavia, en el Estado de México, que tiene 1 500 caballerías de extensión, o sea 63 mil hectáreas.

Por lo que toca a que la gran propiedad de los criollos se en-cuentra ahora por sus condiciones de comercio lo mismo que cuando existían las vinculaciones y los mayorazgos, tampoco pue-de caber duda alguna. Los mayorazgos no han estado en las leyes sino en las costumbres, y aunque a raíz de la Independencia legal-mente se suprimieron, la supresión de ellos no ha impedido que la marcha de la propiedad continúe del mismo modo que en la época

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colonial. Las familias siguen conservando sus grandes haciendas, cuya propiedad se va transmitiendo de generación en generación, y sólo por gusto excepcional o por necesidad absoluta, las enaje-nan. El señor don Fernando Pimentel y Fagoaga nos decía una vez con no disimulado orgullo, que la hacienda de La Lechería era de su familia, desde hacía cerca de doscientos años. Este es el caso general. Los abogados de toda la República saben bien que no hay sucesión que tenga una hacienda entre los bienes mortuorios en que los herederos no procuren evitar dos cosas: la división y la venta de esa hacienda; prefieren arruinarse en larguísimos pleitos, antes de consentir en lo uno o en lo otro.

La hacienda es una imposición de capital, de las de vanidad

y orgullo. El feudalismo rural

A virtud de las circunstancias en que se formó la gran propiedad entre nosotros, según lo hemos dicho antes, esa gran propiedad tiene en mucho el carácter de la imposición por vanidad y orgullo de que habla Jovellanos, es decir, de la que se hace más por espí-ritu de dominación que por propósitos de cultivo, puesto que en ella se invierte un capital que en condiciones normales no puede producir sino un rédito inferior al de las demás imposiciones, si bien es que bajo la forma de una renta segura, perpetua y firme. Que no es una imposición de verdadero interés, lo demuestra el hecho de que no atrae el capital extranjero: las inversiones de capital americano en haciendas de cereales son casi nulas. El verdadero espíritu de ellas lo forman el señorío y la renta. “Todo lo que ves desde aquí, haciendo girar la vista a tu alrededor, es lo mío”, nos decía una vez un hacendado, y mostraba con ello gran satisfacción; lo que menos parecía interesarle era la falta de proporción entre la gran extensión de la hacienda y la parte que en ella se destinaba al cultivo. Tal es el carácter de toda nuestra gran propiedad. El señor licenciado Orosco, en su obra ya cita-da (Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos) dice: “La

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conducta de los grandes hacendados revela hasta la fecha, que bajo el régimen colonial, propietario fue sinónimo de vencedor y propiedad sinónimo de violencia”. En efecto, decimos nosotros, dentro de los límites territoriales de una hacienda, el propietario ejerce la dominación absoluta de un señor feudal. Manda, grita, pega, castiga, encarcela, viola mujeres y hasta mata. Hemos teni-do oportunidad de instruir el proceso del administrador de una hacienda cercana a esta capital, por haber secuestrado y dado tor-mento a un pobre hombre acusado de haber robado unos bueyes; el citado administrador tuvo al supuesto reo preso algunos días en la hacienda, y luego lo mandó colgar de los dedos pulgares de las manos. Hemos tenido oportunidad también de saber que el encargado de una gran hacienda del Estado de México ha cometido en el espacio de unos treinta años, todas las violen-cias posibles contra los habitantes de las rancherías y pueblos circunvecinos; en una ranchería cercana apenas hay mujer libre o casada que él no haya poseído de grado o por fuerza; varias veces los vecinos indignados lo han acusado ante la autoridad, y ésta siempre se ha inclinado ante él: lo han querido matar y entonces los castigados han sido ellos. Hemos tenido ocasión de ver que el administrador de otra gran hacienda, porque a su juicio los sembrados de un pueblo se extendían hasta terrenos de la misma hacienda, mandó incendiar esos sembrados. Un detalle ayuda poderosamente a comprobar nuestro aserto sobre este punto; muchos de los administradores de haciendas en la zona de los cereales son españoles de clase ínfima; esos españoles, en efecto, son muy a propósito para el caso, porque en casi todos ellos, con poco que se raspe al hombre moderno, se descubre el antiguo conquistador. Poco han variado de cincuenta años a esta parte las condiciones de las haciendas y de los hacendados, y acerca de estos últimos, don Juan Álvarez en el célebre manifiesto en que explicó los asesinatos de San Vicente, dijo lo que sigue:

Los hacendados en su mayoría y sus dependientes comercian y se en-riquecen con el mísero sudor del infeliz labriego; los enganchan como

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esclavos, y deudas hay que pasan hasta la octava generación, creciendo siempre la suma y el trabajo personal del desgraciado, y menguando la humanidad, la razón, la justicia y la recompensa de tantos afanes, tantas lágrimas y fatigas tantas. La expropiación y el ultraje son el barómetro que aumenta y jamás disminuye la insaciable codicia de algunos ha-cendados, porque ellos lentamente se posesionan, ya de los terrenos de particulares, ya de los ejidos o de los de comunidades, cuando existen éstos, y luego con el descaro más inaudito alegan propiedad, sin presen-tar un título legal de adquisición, motivo bastante para que los pueblos en general clamen justicia, protección, amparo; pero sordos los tribu-nales a sus clamores y a sus pedidos, el desprecio, la persecución y el encarcelamiento, es lo que se da en premio a los que reclaman lo suyo. Si hubiese quien dude siquiera un momento de esta verdad, salga al campo de los acontecimientos públicos, válgase de la prensa, que yo lo satisfaré insertando en cualquier periódico las innumerables quejas que he tenido; las pruebas que conservo como una rica joya para demostrar el manejo miserable de los que medran con la sangre del infeliz y con las desgracias del pueblo mexicano.

Al párrafo precedente, el señor licenciado José María Vigil, en la Historia clásica (México a través de los siglos) pone el comentario siguiente, que nos da por completo la razón:

Bástenos decir que haciendo a un lado el lenguaje apasionado del Ma-nifiesto y la consiguiente exageración, queda un fondo de verdad paten-tizado por la manera con que se ha constituido la propiedad territorial en México; por las mutuas condiciones en que se hallan propietarios y jornaleros; por los odios fundados que dividen a unos de otros, y por los interminables litigios de terrenos entre los pueblos y los hacenda-dos. Pero dejando a un lado toda especulación social, hay que consig-nar el hecho de ese antagonismo, que en tiempos de revolución toma proporciones formidables, y que explicaría por sí solo, los crímenes co-metidos en el Sur; siendo de ello prueba concluyente, las violencias cometidas en otras partes del país contra personas y propiedades que nada tenían que ver con ésta o aquella nacionalidad.

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El ya citado señor licenciado Orosco dice también sobre este par-ticular (Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos) lo si-guiente:

El dueño de una gran hacienda tiene siempre mucha gente que le adula, y no siente la necesidad de cultivar su espíritu, ni aún de vestir bien, para disfrutar de las condiciones sociales. Aquel permanece, pues, ig-norante e incivil, y se precipita fácilmente a un orgullo insensato, que le hace no estimar a los hombres sino por las riquezas que poseen; que le hace ver la ilustración, la virtud y la buena educación, como cosa de gente infeliz, que no puede vender una engorda de bueyes ni dos furgones de maíz. La falta de resistencias de todo género dentro de sus vastos dominios le lleva naturalmente a los funestos vicios del despotismo, el exclusivismo y la corrupción, y tiraniza a todos los desgraciados que le rodean, como si a esto le arrastrara cierta necesidad perversa del alma. Es el mismo fenómeno que se verifica en escala más vasta, en el gobierno de los pueblos degradados. La falta de resistencias viriles lleva fatalmen-te al rey o al que manda, a oprimir y corromper al rebaño de esclavos que lo tolera. Es este un hecho muy digno de estudio, etcétera.

Poco tiempo hace que a un periódico de esta capital (El Tiempo) dirigió el señor licenciado don Salvador Brambila y Sánchez, de Guadalajara, una correspondencia que se publicó con el título de “Crónica tapatía, la ambición y los malos tratamientos en las fincas de campo”.

En esa correspondencia, el señor licenciado Brambila dijo lo siguiente:

La ambición inmoderada de los dueños y principalmente de los arren-datarios y encargados de administrar y dirigir los trabajos en las fincas de campo constituyen una verdadera rémora para el progreso y ade-lanto de nuestro pueblo. Nuestro gobierno debe preocuparse de estos gravísimos males que afligen a la mayoría de los hombres de trabajo de un modo alarmante, y que reconoce por causa restos de la antigua ser-vidumbre, de cuyo tiránico despotismo aún queda mucho en casi todas las haciendas del Estado y de la República. La antigua servidumbre, que es la forma de la esclavitud moderna, es lo que impera con grande

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absolutismo. Con raras excepciones, no hay finca de campo en don-de no exista alguno de esos encargados (llámense administradores o arrendatarios), que no sean el terror de los pobres indefensos e ignoran-tes campesinos. Existe ese mal como una gangrena terrible que causa males sin cuento en la clase jornalera, demasiado numerosa, y que vive desde ha largos años contemplando los caprichos, harto frecuentes, de su amo y señor, que viene a tratar a los pobres campesinos como bestias de carga, ciegos instrumentos de una ambición bastarda y raras veces bien intencionada y puesta en los justos límites. Lo peor del caso es que hasta ahora no se ha encontrado el remedio eficaz para corregir tantos y tan incontables abusos, de que son víctimas los sirvientes en las fincas de campo. Y no decimos una palabra de sus familias, de sus bienes si acaso es que los poseen los pobres jornaleros. El amo y señor manda y dispone a su antojo de todo, como absoluto dueño de vidas y de hacien-das… Allí están, si no, multitud de infelices vejados en el trabajo, en su familia, en lo sagrado del hogar, para que todo el fruto de sus sacrificios y de sus afanes sea absorbido por el dueño que es desconsiderado con todos aquellos brazos que lo sostienen y le prestan valiosa ayuda.

La mejor comprobación que podemos ofrecer acerca del asunto en que nos ocupamos, nos la dan los hacendados mismos por medio de una carta publicada también por El Tiempo, con el título y ru-bro que siguen:

los trabaJadores del Campo. A propósito de esta cuestión de ac-tualidad, hemos recibido la siguiente carta, que contesta a una corres-pondencia que de Guadalajara se nos remitió hace pocos días. Dice así: Huanimaro, Diciembre 16 de 1906.—Señor licenciado don Victoriano Agueros.—México, D. F.—Muy señor mío: Espero de su imparciali-dad, y si lo cree usted conveniente, dé publicidad a estas cortas líneas que remito, desvaneciendo las ideas del artículo a que me refiero. En su muy acreditado periódico del día 14 del corriente he leído un artículo escrito por el señor licenciado Salvador Brambila y Sánchez, titulado: La ambición y malos tratos en las fincas de campo. Comienzo por decir que mucho de lo que escribe el señor licenciado no pasa en muchas ha-ciendas, y que si el jornalero se ve maltratado por los dueños, arrenda-tarios y administradores, es porque la condición de la gente del campo

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así lo necesita; lo digo con fundamento y se lo voy a probar a usted. Hace catorce años que estoy en este rancho, y cuando vine a él, la gente estaba en tal grado de pobreza, que mujeres había que no podían ni salir a la puerta de su jacal por estar completamente desnudas, y no obstante de verse en tan terrible miseria, los peones se conformaban y preferían trabajar nada más medios días y el restante medio día, lo empleaban en el juego y la borrachera. Al cambiar de un dueño a otro la propiedad, se les obligó a que trabajasen todo el día, y se les han ido corrigiendo poco a poco los vicios y mañas a que estaba acostumbrada esta gente, para que de ese modo pudiera cambiar de suerte y mejorar en sus condiciones de vida; se les ha rayado muy religiosamente, sin cogerles el más mísero centavo, y hasta el jornal se les ha aumentado, y cuando piden prestada alguna cantidad en metálico, jamás se les cobra rédito. ¿Con qué han pagado dichos peones la bondad de sus amos? Con miles de ingratitudes. Hoy que se ven en otras conclusiones se han enorgullecido y, además, con esa facilidad que tienen de irse a trabajar al norte ganando un jornal que aquí, en el país, no es posible por ahora pagarles, se han sublevado a tal grado, que si se les hace algún extra-ñamiento por maña que estén haciendo en el trabajo, contestan con mucha altanería al mayordomo o ayudante: no necesito del trabajo de aquí, me voy para el norte; y tan alzados están ya, que no hace mucho que se dio el siguiente caso que paso a referir. Estamos sin sirvientes porque por acá está pasando lo que en la capital, que nadie quiere ser-vir, se mandó llamar a una mujer de la ranchería para que viniese a desempeñar el quehacer mientras se encontraba sirvienta, por supuesto retribuyéndole su trabajo; ¿qué fue lo que dicha mujer respondió con cierto aire de desprecio? Que no quería ni podía. ¿Será prudente que después de que tal cosa hacen los vea uno con complacencia? No obs-tante eso y otras muchas inconsecuencias que han cometido y cometen, se les trata con mucha caridad, no se les hace fuerza para que trabajen más de lo acostumbrado, se pagan 37 centavos de jornal, y cuando por algún motivo de lluvia, frío o aire se suspenden los trabajos, se les paga el jornal completo. Conque ya ve el señor licenciado qué diferente es el hablar en defensa del que no se trata, a tener que tratar a gente que es, por su naturaleza, indolente; y que ya tiene en su sangre el germen de la maldad, de la pereza y de la indolencia, y ha llegado el momento más terrible para el que está al frente de una hacienda o rancho porque ya no

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se cuenta con aquella sumisión del campesino, que tan necesaria es en la agricultura; pues repito que con la ida al norte, son peones de conten-tillo, que se tiene que andar buscando el modo de que no les parezca mal el que se les llame al orden, y si el que está al frente de una finca de campo no se pone durito con ellos, se lo comen, como vulgarmente se dice. Es de sentirse que artículos como ese salgan a la publicidad, pues gracias a que muchos campesinos no saben leer y pocos periódicos llegan a sus manos, no se da el caso de una sublevación con artículos semejantes.—Una lectora de El Tiempo.

Bien sabido es que todo hacendado, para ponerse durito, como con delicadeza femenina dice la lectora de El Tiempo, ejerce funciones de autoridad suprema judicial dentro de su hacienda; en muchas ha-ciendas hay hasta cárcel. No hace mucho tiempo que los periódicos hablaron de un hacendado que dio a un peón el tormento de la gota de agua. No insistimos más sobre este punto, que es del dominio de los hechos públicos y notorios. Sólo diremos, para concluir, que el estado de la gran propiedad criolla, merece justamente el nombre de feudalismo rural que el señor licenciado Orosco le aplica.

La hacienda no es negocio. Razones de su equilibrio inestable

Hemos dicho antes que la imposición de capital en haciendas, es una imposición de las que Jovellanos llama de vanidad y orgu-llo, porque en condiciones normales, no es remuneradora. De una manera general puede asegurarse, que en la actualidad, en ningu-na parte del mundo es remuneradora la imposición de capital en grandes extensiones de terreno. Sobre este particular el señor O. Peust, que aunque extranjero vive en nuestro país, y ha escrito, entre otras cosas, un libro (La defensa nacional de México) que ha merecido un prólogo del sociólogo distinguido señor licenciado don Carlos Pereyra, dice lo siguiente:

Lo característico de la moderna marcha agrícola consiste en que por causas orgánicas, que aquí sería largo explicar, las explotaciones agra-

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rias arrojan cada año un beneficio menos grande que las industrias mi-neras y febriles. La consecuencia inmediata es el progresivo retiro de los capitalistas y operarios de la agricultura, en busca de ocupación mejor remunerada en otras industrias. No pudiendo los terratenientes pagar los mismos salarios altos que las empresas manufactureras, etcétera, y viendo emigrar a los obreros rurales, la agricultura, en escala mayor, se paraliza por todas partes. En la Argentina, quebró y liquidó hace más de un decenio, en la Europa Occidental retrocede desde hace veinte años, y en esta República, a pesar de los subidos precios de los cereales, ya no alcanza a satisfacer el consumo del país.

Si la agricultura en grande fuera remuneradora, los Estados Uni-dos, dueños de un gran territorio y afectos por instinto a todo lo grande, tendrían las más grandes haciendas del mundo. Sin embargo, no es así. El inteligente señor Ingeniero don José Díaz Covarrubias, en uno de sus más notables trabajos (Observaciones acerca de la inmigración y la colonización), dice lo siguiente:

El rasgo saliente de la fisonomía que presenta el cultivo de la pradera americana es el de hacerse en propiedades de corta extensión, que ge-neralmente se limita a las sesenta y cuatro hectáreas que constituyen un homestead. Esas pequeñas granjas son las que producen el maíz y el trigo que inunda la Europa, y no como a primera vista podría creerse, grandes haciendas, cuya superficie estuviese en relación con la enorme producción americana de cereales.

En nuestro país, el ser hacendado significa tener un título de alta posición, de solvencia y de consideraciones sociales aseguradas y permanentes, pero no significa ser dueño de una negociación productiva. Las haciendas, sin ciertas condiciones de que después hablaremos, no son negocio. Ya hemos indicado esto al afirmar que no atraen el capital extranjero. Después del sentimiento de la dominación que les da su carácter saliente, lo que las mantiene en su estado actual es la renta fija, permanente y perpetua que produ-cen. Al hacendado inteligente lo único que le preocupa es que los productos y gastos de su hacienda tengan la mayor normalidad po-

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sible. Para esto no tiene jamás en cuenta la proporcionalidad que existe entre el capital y sus productos en todos los demás negocios. Si la hacienda que tiene la heredó, no piensa jamás en el valor que ella supone como capital, y por lo mismo, se conformará con lo que ella produzca, por poco que sea, sin pensar en enajenarla, porque, como dice Jovellanos de las tierras de amortización, nadie las enajena sino en extrema necesidad, porque nadie tiene esperan-za de volver a adquirirlas; y si la hacienda que tiene la compró, la compró de seguro para igualar su condición a la de los hacenda-dos, para satisfacer su gusto de dominación, y para asegurar su nuevo estado con la renta; porque, como dice Jovellanos también, ningún otro estímulo puede mover a comprar lo que cuesta mucho y rinde poco, y en ese caso, una vez hecho el gasto de adquisición, ya no le importa el valor de él, y en lo sucesivo no atiende sino a la seguridad de la renta. De cualquier modo que sea, es un hecho de superabundante comprobación, el de que un hacendado, con tal de no verse en la extremidad de enajenar o de gravar su hacienda, se conforma con la renta que ella le produzca. Mientras esa renta no es normal y ligera, sea grande o pequeña, el hacendado trabaja; pero su trabajo no va encaminado a aumentar la producción, sino a asegurarla. Ahora bien, en el caso de haber heredado la hacien-da, cuanto más tiempo haya estado en su familia, mayor extensión tendrá porque más habrá conservado su estado anterior, ya que el transcurso del tiempo en función con el aumento de la población, ha venido más que aumentando, disminuyendo la extensión de las haciendas, y es seguro que esa extensión excederá y con mucho, a todas las posibilidades de cultivo que pueda alcanzar el propie-tario: siempre éste tendrá más tierra de la que pueda aprovechar útilmente. En el caso de haber comprado la hacienda, la magnitud del esfuerzo hecho para comprarla, coloca al hacendado en la im-posibilidad de cultivarla bien, porque, como dice Jovellanos, no se mejora en ese caso lo comprado, o porque cuanto más se gasta en adquirir, tanto menos queda para mejorar, o porque a trueque de comprar más, se mejora menos. En uno y en otro caso, la extensión de la hacienda será el primer inconveniente que encuentre el pro-

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pietario para cultivarla bien, o lo que es lo mismo, no pudiendo cultivarla bien toda, por fuerza, tiene que reducir en ella el cultivo. Mas, como por otra parte, el interés de la renta lo lleva a procurar, como ya dijimos, no el volumen del rendimiento, sino su normali-dad, el hacendado tiene que reducir, y de hecho reduce el cultivo, sólo a lo que puede cultivar bien con éxito absolutamente seguro. De eso depende que el hacendado, como no siembra donde puede perderse y lo que puede perderse, no siembra sino de riego, trigo o maíz con frijol, de semillas muy conocidas y por procedimien-tos ya muy experimentados. La consecuencia necesaria de todo ello es que la producción de las haciendas es casi siempre segura, pero extraordinariamente raquítica y rutinaria en relación con la producción de la propiedad individual pequeña, de la propiedad ranchería y hasta de la propiedad comunal indígena. Los dueños de estas propiedades quisieran tener, como buenos para el cultivo, los terrenos que las haciendas no quieren dedicar a él por malos; siembran casi siempre de temporal o a la ventura de la regularidad y cantidad de las lluvias, y en condiciones inferiores de capital y de crédito; y sin embargo, producen mucho más; es porque entre nosotros el hacendado, como buen criollo, no es agricultor, sino, por una parte, señor feudal, y por otra, rentista; el verdadero agri-cultor entre nosotros es el ranchero. El hacendado inteligente lo primero que hace en su hacienda, es, como él generalmente dice, encarrilarla, es decir, sujetarla en sus productos y en sus gastos a la mayor normalidad posible para tener una renta segura. Entre-tanto consigue esto, trabaja más o menos, pero al fin trabaja; en cuanto lo logra, abandona la hacienda en manos de sus adminis-tradores, a los que no pide más que la renta calculada. Asegurada la renta, el hacendado no necesita ya trabajar y puede dedicarse, y se dedica en efecto, a pasear por Europa, cuando no se radica en ella, o cuando menos, a vivir en esta capital, viendo desfilar mu-jeres desde la puerta de su club. Manteniendo la renta indefinida-mente, la propiedad de las haciendas se transmite de padres a hijos, y no sale de la familia propietaria sino como ya dijimos, siguiendo a Jovellanos, en caso de extrema necesidad. La hacienda, pues, es

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todavía una vinculación no de ley, sino de costumbre, como en otra parte afirmamos.

En las condiciones expresadas, una hacienda, a menos de que su dueño tenga un capital aparte para moverla, según las palabras usuales, no puede ni ampliar ni mejorar sus cultivos. Ya hemos dicho que en el hacendado hay más la tendencia a reducir que a ampliar los cultivos, por razón de que busca más la seguridad de la renta que el volumen de ella; pero podía, de seguro, extender los beneficios que hacen a determinadas tierras de segura producción, a otras que esos beneficios no tienen; por ejemplo, lo que más da seguridad de producción es el riego, y aumentando el riego podría aumentar la producción; pero como para ello tendría que tomar de la renta no lo hará porque la renta es lo primero. Lo mismo pue-de decirse del mejoramiento de los cultivos; para mejorarlos sería indispensable que, aunque fuera transitoriamente, se redujera la renta, y eso el hacendado no lo puede permitir. Empero, como la renta es insignificante, en cierto modo tiene razón, porque en virtud de no existir la debida relación entre el capital amortizado en la ha-cienda y la renta que ésta produce, esa renta resulta insignificante. No disponiendo de la renta, sólo el crédito podía dar al hacendado capital para mover su hacienda; pero como la renta es insignifican-te, el hacendado se expone a perder aquella si los resultados no corresponden a sus cálculos de previsión.

La seguridad de la renta rural. Funesto desarrollo del plantío

de magueyes

El ahínco de buscar seguridad para la renta ha conducido al ha-cendado de la zona de los cereales al cultivo de una planta fatal: el maguey. Decimos fatal, no porque participemos de la repugnancia criolla al uso del pulque por nuestro pueblo, pues en ese particu-lar compartimos las ideas brillantemente expuestas en defensa de la bebida nacional por el señor doctor don Silvino Riquelme, en un folleto que editó la Sociedad Agrícola Mexicana y reprodujo

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El Tiempo, sino porque la propagación exorbitante de esa planta ha venido a perjudicar considerablemente el cultivo de cereales en los terrenos que precisamente son más adecuados para ese cultivo. En efecto, el maguey da fruto comercial cada diez años poco más o menos, o sea diez veces cada siglo; no puede darse menor pro-ducción, pero es una planta que no se pierde, que apenas requiere cultivo, y que permite, mediante la graduada distribución de las siembras, una producción absolutamente continuada y permanente. De modo que con poco gasto, produce una renta igual, constan-te y perpetua. Con el maguey no hay que temer ni la escasez ni la abundancia de lluvias, ni el chahuistle como en el trigo, ni el hielo como en el maíz, ni alguna de las otras plagas que afligen a los cereales. Es la planta ideal para el hacendado. No es extraño, pues, que coincidiendo en mucho la zona de los cereales con la del maguey, una gran parte de los terrenos útiles para la siembra se hayan poblado de magueyes. Este es también un hecho de su-perabundante demostración: haciendas enteras hay, que no produ-cen más que pulque. Ahora bien, si esas haciendas no fueran las grandes propiedades que son, los magueyes sólo ocuparían como en los lugares donde la propiedad está bien dividida, según puede verse en el pueblo de Huisquilucan ya citado, los márgenes de los terrenos de cultivo, porque la renta que los magueyes producen, dando fruto diez veces cada siglo, no bastaría para hacer vivir a los dueños de esos terrenos; pero siendo, como son, grandes propie-dades, aunque el producto sea pequeño, la renta es segura.

Condiciones que sostienen el equilibrio inestable de las haciendas. Dilatación de

la extensión y rebajamiento de los gastos

A pesar de todo lo expuesto, que parece bastante para demostrar que, como afirmamos antes, las haciendas no son negocio, nos queda por decir todavía, que ni aún en las condiciones expresadas las haciendas se podrían sostener, si no fuera porque los hacen-dados ponen incesantemente en juego dos series de trabajos para

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mantenerlas en el equilibrio inestable en que se encuentran. La primera de las dos series de trabajos indicados es la de los que van encaminados a compensar por extensión, la debilidad de la pro-ducción interior de cada una de ellas; y la segunda, es la de los que van encaminados a reducir gastos y gravámenes. Aunque parezca una paradoja, que si el interés de la seguridad lleva al hacendado a reducir el cultivo de su hacienda, tenga empeño en dilatar los límites de ésta, ese empeño existe y es fácilmente explicable. El se-ñor licenciado Orosco (Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos), dice lo siguiente:

La primera y más poderosa razón de este fenómeno —el de la explo-tación y cultivo de nuestras grandes haciendas— consiste en que una gran extensión de tierras proporciona por sí misma, sin necesidad del trabajo del hombre, grandes elementos de vida a su poseedor. No hay, pues, el aguijón de la necesidad que obligue al propietario a gastar la actividad de su inteligencia, el poder de su voluntad y la fatiga de su trabajo, para obtener una producción mayor de sus posesiones.

Así es, en efecto. Si una hacienda es sólo de labor y no tiene mon-tes, el hacendado, en lugar de plantar árboles, procura comprar un monte que ya los tenga; si la hacienda sólo tiene una vega de riego en cien caballerías de extensión, y al lado de ella se encuentra un rancho que tiene una vega de riego también, el hacendado, en lu-gar de invertir capital en trabajos de irrigación para el resto de su hacienda, y de hacer los mismos trabajos, codicia la vega ajena y hostiliza y persigue al propietario de esta última, hasta que logra arrancársela; hacer esto último es más fácil que lo otro. El deseo, pues, del hacendado es aumentar sus productos en fuerza de ensan-char las fuentes naturales de ellos, no en fuerza de multiplicar sus trabajes propios. De ello viene la necesidad de reunir por extensión, en cada hacienda, una multitud de medios naturales de producción. Una buena hacienda debe tener aguas, tierras de labor, pastos, mon-tes, magueyes, canteras, caleras, etcétera, todo a la vez. Teniendo todo, los productos se ayudan y se completan. Con algo que den de pulque los magueyes, para los gastos de sueldos y rayas; con algo

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que den al año los pastos, para las cosechas; con algo que den los indios que hacen carbón en el monte con la leña muerta, para pagar las contribuciones; y con algo que den los demás esquilmos peque-ños, para gastos extraordinarios, quedarán libres las cosechas para los gastos del nuevo año y para tener algo de utilidad. La hacienda que no tiene todo sufre apuros. El medio, pues, de no sufrir apuros, es tenerlo todo, y para tenerlo todo, es necesario ensanchar la pro-piedad. Aún teniéndolo todo o casi todo las utilidades de una ha-cienda son miserables. Un hecho de diaria comprobación lo indica claramente, y es el de que una hacienda que se grava con un crédito hipotecario, rara vez se liberta de él; esa hacienda no dará para los réditos y para la amortización del capital, ni en el plazo amplísimo, ni con las facilidades ciertas que ofrece el Banco Hipotecario. Un comerciante o un industrial puede deber mucho y con el tiempo de seguro paga y saca su negocio a flote; un hacendado no lo puede hacer sino por excepción. Nosotros hemos tenido oportunidad de arreglar negocios profesionales de un hacendado que con una ha-cienda que valía $300,000.00, gravada en $100,000.00, más o me-nos, no podía subvenir a los gastos de la modesta casa que sostenía en esta capital.

El fraude de la contribución al fisco

Los trabajos encaminados a reducir gastos y gravámenes no son menos ciertos. Desde luego el hacendado, por muy ostentoso que sea en el lugar donde reside, en su hacienda es de una economía que raya en miseria. La planta de empleados de una hacienda se re-duce a un administrador, cuando lo hay, y otros dos o tres emplea-dos; todos con los sueldos más bajos posibles. No usa máquinas porque los peones no saben manejarlas, tampoco las de la indus-tria las saben manejar los peones, pero él no convendrá jamás en que todo es cuestión de sueldos; si algunas máquinas compran son las rudimentarias, para que el que las maneje no tenga que ganar un sueldo grande. No hace dentro de su hacienda ferrocarriles, ni caminos, ni puentes; si piensa en grandes riegos, procura que

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sea el gobierno el que haga las obras respectivas. No piensa más que en reducción de tarifas ferrocarrileras, en protecciones oficia-les, y sobre todo en disminución de impuestos y rebajamiento de salarios. Tratándose de impuestos, los hacendados hacen siempre sentir toda la influencia de que son capaces. A consecuencia de ello han logrado establecer entre las condiciones de su gran propiedad y las de la propiedad pequeña, una desproporción verdaderamente escandalosa. Algunos ejemplos de rigurosa comprobación lo de-muestran. En el Estado de México, colocado en el corazón de la zona de los cereales, aunque no sea, que no es, la mejor parte de esa zona, la hacienda de La Gavia que es de la familia Riva y Cervan-tes, tiene 1,500 caballerías, vale, cuando menos, $6.000,000.00 y paga la contribución territorial por $362,695,00; la hacienda de San Nicolás Peralta, que es del señor don Ignacio de la Torre, tiene 216 caballerías, vale cuando menos $2.000,000.00 y paga la contribución territorial sobre $417,790.15; y la hacienda de Arro-yozarco, que es de la Sra. Doña Dolores Rosas Viuda de Verdugo, tiene 370 caballerías, vale cuando menos $1.500,000.00 y paga la contribución territorial por $378,891.00. No citamos otras fin-cas, para no hacer interminable esta exposición. Los tres ejemplos citados bastan para ver que a medida que el valor real de las fin-cas aumenta, la desproporción entre ese valor y el fiscal es mayor. Así, la hacienda de La Gavia, al 12 al millar anual que importa el impuesto territorial en el Estado de México, paga al año sin la contribución federal $4.352.24 en lugar de $72.000.00; el fraude al erario le importa una economía de $68.000.00 en números redondos. En los demás estados de la República pasa lo mismo que en el de México. Hemos podido ver en datos oficiales de fecha reciente, relativos al estado de Guanajuato, verdadero corazón de la zona de los cereales, que la propiedad de mayor valor fiscal, no alcanza a la suma de $400,000.00. En el estado de Aguascalientes se acaba de hacer una rectificación a los padrones fiscales de la pro-piedad raíz, por el sistema de manifestaciones de los propietarios. La semana mercantil, periódico autorizado de esta capital, decía, en un estudio publicado en 1902, lo siguiente:

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Hasta el presente, las contribuciones que satisface al erario la propiedad rural, se consideran en la mayoría de los estados mexicanos, teniendo como base el valor de la propiedad. Esto ha causado inmediatamente una deficiencia, y no sólo deficiencia, sino errores muy graves en las es-tadísticas, en los catastros, y ha sido un elemento notablemente pertur-bador, cuando se trata de expedir leyes fiscales que sean enteramente equitativas por la razón de que cada propietario urgido por el interés de pagar lo menos posible al fisco por contribución predial, oculta el verda-dero valor de su finca.

Poco tiempo hace, otro periódico, también de gran autoridad, El economista mexicano, refiriéndose al estudio de La semana mer-cantil, dijo lo siguiente:

Tiene razón La semana mercantil, al referirse a la falta de base de los impuestos sobre la propiedad raíz en los estados de la República. Sus observaciones son enteramente justas. Es indudable que las valuacio-nes que sirven para fijar esos impuestos se encuentren muy lejos de la realidad, y que el valor de la propiedad agrícola, es muy superior a las estimaciones fiscales. Las estadísticas publicadas por la Secretaría de Fomento acerca del particular han servido en más de una ocasión para señalar graves errores en la valorización de este importante ramo de riqueza territorial. Lo excesivamente bajo de esa valorización se percibe claramente relacionando la estimación fiscal con el valor de algún pro-ducto agrícola exclusivo en determinado estado de la República.

Citamos las dos opiniones anteriores, porque dan la impresión que produce el examen de la propiedad en su parte más visible, o sea, como ya hemos dicho, en las haciendas; pero en realidad, esas opiniones sólo son exactas en lo que a las haciendas se refiere, es decir, en lo que se refiere a la gran propiedad. La pequeña pro-piedad paga casi siempre por su valor real, cuando no paga más todavía. Quienes conocen de cerca las cuestiones rentísticas del Estado de México, saben que durante la administración del señor general Villada apareció alguna vez que pagaba más contribución por el ramo de pulques el Distrito de Tenancingo, donde no hay casi magueyes, porque su clima produce frutos tropicales, que el

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Distrito de Otumba, situado en la región conocida con el nombre de Llanos de Apam. La razón de esa anomalía se encontró fácil-mente. El Distrito de Otumba se compone de grandes haciendas pulqueras, que pagan muy bajas contribuciones, en tanto que en el distrito de Tenancingo, algunos pequeños propietarios habían sembrado magueyes, y no habían podido defenderse del fisco.

El rebajamiento de los jornales

El rebajamiento de los salarios no es menos cierto. A él se debe el estado de verdadera esclavitud en que se encuentran los indígenas jornaleros, y el sistema con que se hace es el de los préstamos. Con sobrada razón en los Congresos Agrícolas Católicos que se han reunido hasta ahora, ha aparecido como de interés capital el sistema de los préstamos. Ese sistema no es obra del capricho de los hacendados; es una necesidad del sistema de la gran propiedad de las haciendas. De los estudios que los señores licenciado don Trinidad Herrera y doctor don José Refugio Galindo presentaron respectivamente en los dos Congresos Católicos Agrícolas de Tu-lancingo, claramente aparece la comprobación de que en una o en otra forma, existe en todas las haciendas el sistema del préstamo. Cierto que algunos hacendados lo han negado; es natural, ese sis-tema no honra; pero no hay duda de que existe, y tiene que existir, repetimos, porque es una necesidad del sistema de la gran propie-dad en nuestro país. La extensión y naturaleza de las haciendas hacen, repetimos, que el cultivo se reduzca a sólo las siembras pe-riódicas de éxito seguro. La periodicidad de esas siembras y de los beneficios consiguientes hace, a su vez, que en realidad no se ne-cesite a los peones sino en épocas determinadas y cortas, es decir, en la época de las siembras y de los beneficios expresados, después de las cuales quedan inútiles. Si sólo en las épocas de trabajo se llamara a los peones, el jornal tendría que ser suficientemente alto para satisfacer las necesidades de cada peón, no sólo durante esa época, sino durante las vacaciones forzosas que tendrían que venir después; y como en una misma región todos los trabajos tienen

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que hacerse al mismo tiempo, se establecería una competencia que haría subir todavía más el jornal. De ser así, el trabajo sería mejor en calidad y en rendimiento, como veremos más adelante, quedan-do resuelta por sí sola la tan debatida cuestión del valor del trabajo agrícola que dio lugar a los estudios especiales del señor licenciado don Manuel de la Peña, pero esa mejoría en calidad y en rendi-miento, contribuiría también a subir el jornal. El trabajo transito-rio del peón produciría además el efecto de que el agricultor no pudiera tener al peón inmediatamente después de solicitarlo, lo cual le causaría un perjuicio que sólo podría evitar aumentando el jornal aún. Esto, a su vez, podría producir el efecto de que el agricultor, para evitar en un momento dado la puja consiguiente a la competencia, procurara obtener del peón un derecho de pre-ferencia para ser atendido, y como esto no lo podría conseguir sin ofrecerle alguna ventaja, tal ventaja ayudaría a mejorar el jornal. Vean nuestros lectores cuántas circunstancias podrían concurrir a producir altos jornales agrícolas. Pero todo lo anterior no conviene al hacendado, y para evitar que suceda, procura acasillar —así se dice generalmente— a sus peones. Acasillados, es decir, radicados en inmundas casillas, tiene que mantenerlos de un modo perma-nente, y para hacerlo así, necesita dividir el jornal verdadero, o sea el de los días probables del trabajo, entre todos los días del año natural, haya trabajo o no; de allí fundamentalmente el bajo jornal agrícola, en relación con el permanente salario obrero industrial. Todavía así, el hacendado corre el riesgo de que el peón se le vaya en busca del salario obrero y le falte en la época del trabajo, y para evitar ese riesgo, asegura al mismo peón, por medio del préstamo; ese préstamo, si no por las leyes, sí por las costumbres, le da un derecho de arraigo sobre el peón. Todavía queda el riesgo de que las energías del peón lleguen hasta quebrantar el arraigo, y para conjurar ese riesgo, el hacendado procura matar en el mismo peón todo germen de energía individual, enervándolo, degradándolo, embruteciéndolo. Cuando personalmente hemos ejercido autori-dad, que la hemos ejercido en muy diversas formas, hemos podi-do ver casi diariamente, solicitudes de hacendados para que por

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la fuerza de la policía, sean aprehendidos y sean remitidos a las haciendas, los jornaleros que teniendo deudas pendientes se han escapado de dichas haciendas; excusado es decir que muchas veces los deseos de los hacendados son obsequiados con prontitud. Por lo que respecta al trabajo de enervamiento, de degradación, y de embrutecimiento, a que antes nos referimos, se hace generalmente acrecentando el fanatismo religioso de los peones, favoreciéndoles su imprevisión y despilfarro, estimulándoles sus vicios y tolerán-doles sus costumbres de disolución, todo por medio del préstamo, pues se les concede para fiestas religiosas, para velorios, para fan-dangos, para borracheras y para mujeres. Natural es, pues, que en-tre ellos se vaya haciendo la selección depresiva que se hace, según el señor licenciado don Genaro Raygosa, (México y su evolución social), en la labor de nuestros campos.

No necesito exponer aquí —dice el estudio ya citado del señor licencia-do Herrera presentado al Primer Congreso de Tulancingo— la tenden-cia de los peones a pedir cantidades de dinero que (lo saben perfecta-mente) no pueden pagar y sabemos también, que muchos propietarios facilitan esos préstamos a sabiendas de que no les serán reembolsados. Y es curioso advertir el fenómeno que con este motivo se presenta a nuestra observación: el patrón presta a sus peones un dinero incobra-ble, etcétera.

Así es, en efecto, los préstamos son siempre incobrables, y como no entra en las combinaciones del hacendado ni en el caso de la Sra. Vega Vda. de Palma, citado en el estudio del señor doctor Galindo, como el de la resolución del problema de los préstamos, puesto que los premios por ella ofrecidos, no han sido en realidad más que una parte de los salarios, la parte en que dicha señora te-nía que aumentarlos por el alza que según dice el mismo estudio, ya se había hecho sentir y ella consiguió evitar, no entrando como no entra en las combinaciones del hacendado, decimos, el aumen-to del jornal que importan los préstamos, el hacendado se cobra éstos, procurando rebajar más todavía ese jornal.

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El mayor anhelo del hacendado —dice el señor licenciado Raygosa en la obra ya citada (México y su evolución social)— es la reducción de los salarios, ya con los pagos en especie a precios superiores a los del mer-cado, ya con ingeniosas combinaciones mercantiles de crédito abierto para objetos de consumo que se liquidan en la raya semanaria del peón del campo, con no despreciable beneficio del patrón; ya con otros arti-ficios tan comunes en la aparcería rural, de los cuales en último análisis se obtienen descuentos importantes sobre el valor nominal de las retri-buciones del trabajo.

El señor licenciado Orosco (Legislación y jurisprudencia sobre te-rrenos baldíos), dice:

Para afrenta de la civilización en México, casi no han cambiado un ápice las condiciones de la propiedad agraria y las relaciones entre hacendados y operarios en nuestro país. En ninguna parte como en las grandes posesiones territoriales, se conservan las ominosas tra-diciones de la abyecta servidumbre de abajo y la insolente tiranía de arriba. El peón de las haciendas es todavía hoy el continuador predestinado de la esclavitud del indio; es todavía algo como una pobre bestia de carga, destituida de toda ilusión y de toda esperanza. El hijo recibe en edad temprana las cadenas que llevó su padre, para legarlas, a su vez, a sus hijos. La tienda de raya paga siempre los sa-larios en despreciables mercancías; y los cuatro pesos y ración, salario mensual de los trabajadores, se convierten en una serie de apuntes que el peón no entiende, ni procura entender. El propietario, y so-bre todo el administrador de la hacienda son todavía los déspotas señores que, látigo en mano, pueden permitirse todavía toda clase de infamias contra los operarios, sus hijos y sus mujeres. Y el mismo secular sistema de robarse mutuamente esclavos y señores, hace que nuestra agricultura sea de las más atrasadas del mundo, y que los gravámenes hipotecarios pesen de un modo terrible sobre casi todas las fincas rústicas del país.

En la parte expositiva del Código Penal vigente en el Distrito Fe-deral, documento de mayor excepción, se lee lo siguiente:

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En el capítulo que trata del fraude se halla el artículo 430, en que se prohíbe a los hacendados y a los dueños de fincas y talleres, den a los operarios en pago de su salario o jornal, tarjas, planchuelas de cualquiera materia, u otra cosa que no corra como moneda en el comercio, bajo la pena de pagar como multa el duplo de la cantidad a que ascienda la raya de la semana en que se haya hecho el pago de esa manera. Esta prevención tiene por objeto cortar el escandaloso abuso que se comete en algunas haciendas, fábricas y talleres, de hacer así los pagos para obligar a los jornaleros a que compren allí cuanto necesiten, dándoles efectos de mala calidad y a precios muy altos. Por falta de una disposición semejante se ha ido arraigando este mal, a pesar de las quejas que alguna vez han llegado hasta el Supremo Gobierno.

El interesante folleto que el señor doctor Riquelme escribió con el título de Nuestros Labriegos, para contestar al hacendado po-tosino señor Ipiña, que trató de probar la comodidad y prosperi-dad en que se encuentran los jornaleros, con una revista pasada en domingo a los peones de un grupo de haciendas escogidas por él, no deja lugar a duda alguna acerca del estado de miseria y abandono en que se encuentran dichos jornaleros en las hacien-das agrícolas; el señor doctor Riquelme, entre otros testimonios, cita el del señor Obispo de Tulancingo —actual Arzobispo de México— que tanto se ha distinguido por su empeño de mejo-rar la condición de los peones del campo. Es natural, pues, que el peón, selecto entre los más inútiles, haga un trabajo general-mente malo, y que deliberadamente haga ese trabajo más malo aún, conociendo por instinto o sabiendo conscientemente, que no es la calidad de su trabajo ni el rendimiento de éste lo que mantiene la vigencia del contrato celebrado entre el hacendado y él, sino el hecho de que él esté siempre disponible para prestar dicho trabajo que la naturaleza de las labores agrícolas no exigen ni en un tiempo demasiado estrecho ni de un cuidado que exija mayor aptitud; de modo que está seguro de que no saliendo de la hacienda puede hacer el trabajo que se le encomiende, como pueda o como quiera, y si no burla por completo al hacendado,

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es por miedo a la justicia señorial de éste que le suele alcanzar. No son otras las razones de la pereza o maldad de que se ta-cha a los jornaleros por los hacendados. Natural es también que siempre falten peones para las haciendas, porque por una parte, la resistencia de los mismos jornaleros, a caer en la condición de los acasillados, impide la venida de nuevos peones; y por otra, los acasillados, mal alimentados por el miserable jornal que se les paga, mal alojados en las inmundas habitaciones en que se les amontona, y mal acostumbrados por las funestas inclinaciones que se les estimulan y por los torpes vicios que se les perdonan, no crecen en número ni se mejoran en aptitud. “Faltan brazos para la agricultura se dice en todos los tonos. No es verdad, para la agricultura” no faltan: faltan para las haciendas, que como veremos más adelante, no son la agricultura nacional. Los verda-deros agricultores, que no son los hacendados y que son gene-ralmente pobres, no se quejan de falta de brazos porque cuando los necesitan los tienen, y los tienen porque los pagan con sus salarios, o jornales justos, sin rebajárselos con procedimientos de estafa ni con fraudes de virtud. No hace mucho tiempo que du-rante un mes estuvieron sin trabajo por una huelga cerca de cin-cuenta mil obreros de las fábricas de hilados y tejidos y no hubo un hacendado que los llamara, no obstante que ellos pedían tra-bajo a la agricultura; lejos de eso, los hacendados les dieron, so pretexto de caridad o filantropía, medios de sostenerse hasta la vuelta del trabajo en las fábricas, por miedo de que llegaran a las haciendas. Es cierto que algunas veces los hacendados suben los salarios y llegan a ofrecerlos en condiciones al parecer ventajosas, pero de un modo transitorio, no permanente. Cuando el hacen-dado necesita levantar su cosecha que ya está a punto de perderse en pie, ofrece tímidamente aumentos de jornal; pero por supues-to, una vez levantada esa cosecha los aumentos desaparecen y los salarios bajan más que antes. El día en que los hacendados no disminuyan artificialmente los salarios por todos los medios posibles, quizá la medida rebose y las haciendas dejarán definiti-vamente de ser negocio.

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Los verdaderos productores de cereales

Si todo el terreno útil que abarca la zona de los cereales se pusiera en cultivo, en un cultivo igual al de la propiedad ranchería, al de la pequeña propiedad individual, siquiera al de la propiedad co-munal indígena, la producción y con ella la población ascenderían hasta alcanzar proporciones colosales. Por ahora, en el conjunto de la producción general de la República, y muy especialmente de la producción de cereales, la producción de las haciendas que repre-sentan las nueve décimas partes del terreno útil, no es la principal; su función no llega a ser la del abastecimiento directo, sino la de la regulación. La producción principal es la de los pequeños pro-pietarios individuales, la de los rancheros agricultores y la de las comunidades de indígenas: la de los pequeños pueblos y ranchos remontados en las serranías. En esos pequeños pueblos y ranchos, cada agricultor siempre cosecha para su consumo y vende el exceso. Durante los meses que inmediatamente siguen a los de las cose-chas, los pequeños productores llenan los mercados, y en los años de buenas cosechas los abastecen, hasta que las nuevas cosechas se recogen. Cuando no alcanzan a cubrir la demanda, ya porque con-diciones de carácter muy local determinan un consumo demasia-do rápido, ya porque el año ha sido de cosechas insuficientes para todo el consumo, los hacendados acuden a satisfacer la demanda, atraídos por el alza natural de los precios. Así nos la vamos pasan-do. Los años en que se dice que las cosechas se han perdido, son aquellos en que se han perdido las de los productores pequeños, que siembran en su mayor parte de temporal: en las haciendas, como sólo se siembra de riego, las cosechas rara vez se llegan a perder. Precisamente porque la producción principal es la de los pequeños productores, no se puede calcular jamás si las existencias bastarán o no para el consumo. Como por la diversidad de situa-ción de los terrenos, las cosechas se reparten desigualmente, y la particular de cada pequeño productor tiene que satisfacer, antes que todo, el consumo de éste, y este mismo vende el exceso según

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sus necesidades en cada mercado local, el fiel de la balanza que por un lado sostiene la demanda y por otro la oferta oscila constante-mente, produciendo la variedad y continua movilidad de precios, que señaló hace tiempo el Boletín de la Sociedad Agrícola, y que la prensa toda del país no acertó a explicar. La producción de las haciendas es relativamente insignificante; aunque esa producción es siempre segura cuando falta la otra, la principal, es necesario llamar a las puertas de los Estados Unidos.

Perjuicios que ocasionan las haciendas a los verdaderos productores agrícolas

Es profundamente doloroso considerar, que siendo como son los pequeños productores, los mestizos y los indígenas, sobre todo los mestizos, los que dan el mayor contingente de la producción agrícola nacional, los que soportan con mayor peso los impuestos y los que en suma llevan encima todas las cargas nacionales, estén reducidos a la pequeña propiedad individual, derivada de la Refor-ma, a la propiedad comunal ranchería, y a la propiedad comunal indígena, y eso estrechadas y oprimidas todas por las haciendas de los criollos, sin que les sea posible romper el círculo de hierro de esas haciendas. Las pequeñas poblaciones en que dichos peque-ños productores llevan su miserable vida social, esas poblaciones que son centros de cultivo intenso y cuidadoso, rodeadas por las haciendas, no pueden dar toda la suma de producción que hacen posible las energías de sus habitantes. Desde luego, las haciendas no las favorecen ni con la más pequeña ventaja: lejos de favorecer-las, las perjudican por todos los medios posibles. Primeramente les impiden crecer por extensión; esto sería natural si sólo trajera para los hacendados ventajas, pero para muchas haciendas, tales ven-tajas son nugatorias. Son innumerables las haciendas que por los seculares pleitos que mantienen contra los pueblos colindantes, no pueden hacer uso alguno de extensas fracciones de su propiedad. Si animara a los hacendados otro espíritu que el de dominación y orgullo en la administración de sus haciendas, abandonarían por

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venta o por cesión gratuita a los pueblos colindantes, las fracciones de terreno disputadas, como algunos lo han hecho efectivamente, a cambio de la seguridad absoluta de la posesión del resto; pero no es así generalmente; los hacendados prefieren litigar indefini-damente con los pueblos hasta llegarlos a someter, con razón o sin ella, fundándose, como nos decía el administrador de las ha-ciendas de una gran casa criolla, en que para ellos un litigio no es más que una partida insignificante de los egresos generales de la casa, en tanto que para los pueblos, un litigio es una cadena inter-minable de sacrificios pecuniarios. Pero ya que no puedan crecer en extensión, cualquiera cree que pueden desarrollarse dentro del área de superficie que ocupan: tampoco eso pueden hacer, porque las haciendas les oponen inmensas dificultades. De esas dificulta-des pueden dar idea algunos ejemplos. Casi toda la parte sudocci-dental del Estado de México es una región minera de muy grande importancia. En ella se encuentra el distrito de Sultepec, que tiene setenta mil habitantes en números redondos, a los que hay que agregar algunos miles de habitantes del estado de Guerrero, que se comunican con la capital del estado y de la República por el expresado Distrito. En éste se encuentran los minerales de Sul-tepec, de Zacualpan, de Tlatlaya y otros de menor interés, todos susceptibles de un gran desarrollo, estando como están a cincuen-ta leguas, más o menos, de la capital de la República, y muchas rancherías y pueblos agrícolas que dan vida a esos minerales. Pues bien, el distrito de Sultepec, sólo tiene una vía de comunicación que es el camino de San Juan de las Huertas a Texcaltitlán, y casi todo ese camino está ocupado por la hacienda de la Gavia, en la parte situada sobre la sierra que sustenta el volcán de Toluca. Si esa hacienda no existiera, se habría formado una cadena de pequeñas poblaciones que unirían a San Juan de las Huertas con Sultepec y la comunicación con Toluca sería fácil y segura; pero estando como está de por medio el monte boscoso y desierto de esa ha-cienda, y ese monte tiene muchas leguas de extensión, ha venido a hacer prácticamente el efecto de un desierto intermedio, tan lleno de bandidos, que sólo dos días a la semana, en que el monte está

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escoltado, se puede pasar por él; y como el camino de población a población es muy largo, hay que aprovechar un día para la ida y otro para la vuelta. De modo que muy cerca de cien mil habitantes de los Estados de México y Guerrero, sólo pueden tener cuatro comunicaciones al mes con la capital de la República, sólo porque una hacienda tiene de por medio un monte que no explota. Otro ejemplo de que nos acordamos ahora es el de un río que pasaba por la hacienda de San Nicolás Peralta, del señor don Ignacio de la Torre. Ese río desembocaba en un pantano de la laguna de Lerma, y cuando su caudal crecía mucho, se desbordaba sobre ese panta-no. El señor de la Torre corrigió dicho río dentro de su hacienda, y dándole otro curso, hizo el que llama él, como buen criollo, mi río. El río del señor de la Torre año por año se desborda, pero ya no se desborda sobre el pantano, sino sobre un pueblo, que si mal no recordamos, se llama San Francisco, y ese pobre pueblo no ha podido conseguir remedio alguno a tan grave mal. Innumerables son los expedientes que hay en todos los estados sobre caminos obstruidos por los hacendados a su capricho y con perjuicio de los pueblos que tienen que hacer grandes rodeos para ir de un lugar a otro. Por último, a las haciendas se debe el pésimo estado de los caminos reales. Si las haciendas no fueran grandes propiedades en que sobra la extensión territorial, no dedicarían terreno a caminos y ayudarían a mantener en buen estado, por su propio interés, los caminos públicos; pero como repetimos, en ellas sobra la exten-sión territorial, todas tienen sus caminos interiores particulares, y abandonan por completo los públicos que las atraviesan, cuando no deliberadamente los perjudican.

Desigualdad de las condiciones que guarda la propiedad dentro y fuera de la zona fundamental

de los cereales

Pero hay que tener en consideración una circunstancia, y es la de que la desigualdad de condiciones de la zona fundamental de

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los cereales con respecto al resto del territorio nacional exige una correlativa desigualdad en las condiciones del régimen de la pro-piedad territorial. Los males que resultan de la amortización de la gran propiedad criolla, por las razones que llevamos expuestas, son mucho más intensos en la zona fundamental de los cereales que en el resto del país, en donde a medida que la producción de los cereales disminuye, y con ella la densidad de la población, el régimen de la gran propiedad va ascendiendo, y es lógico que sea así. No desconocemos, pues, ni dejamos de apreciar en su justa importancia la relación económica de la densidad de la población con la amplitud de la propiedad privada territorial; pero precisa-mente la desigualdad de condiciones a que me he referido, entre la zona fundamental de los cereales con respecto al resto del país, obliga a distinguir el carácter de la gran propiedad en aquella, del carácter de la gran propiedad restante. En la zona fundamental de los cereales, la gran propiedad es artificial y estorba el desenvolvi-miento de la población; en el resto del país, de un modo general por supuesto, es natural y desaparecerá con el desarrollo de la po-blación en la zona de los cereales, según veremos en “El problema de la población”.

Consideraciones generales acerca de la división de la gran propiedad

en la zona fundamental de los cereales

Tan sólida es la constitución de la gran propiedad entre nosotros que estamos seguros de que nuestros lectores, aunque se han convencido ya de la razón con que la juzgamos una fatal amorti-zación de la tierra, no creen en la posibilidad efectiva de destruir esa amortización. Nada hay, sin embargo, que pueda caber me-jor, no sólo dentro de la posibilidad efectiva, sino hasta de la po-sibilidad política. Lo que pensamos no es un sueño. Desde luego hay que apartar la solución que a todos se ocurre de que los hacendados, por arrendamiento de fracciones a largo término, o por fraccionamientos voluntarios definitivos que no obedezcan

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a estímulo especial, remedien los inconvenientes de la gran pro-piedad de que son dueños. Los arrendamientos de fracciones que comúnmente se llaman ranchos están en uso y producen resulta-dos insignificantes, entre otras cosas, porque, como decía Jove-llanos: si es cierto que la tierra produce en proporción del fondo que se emplea en su cultivo, ¿qué producto será de esperar de un colono o arrendatario que no tiene más fondo que su azada y sus brazos? En efecto, lo malo de la generalización de los contratos de arrenda-miento de fracciones o ranchos a largo término, no estaría tanto de parte de los arrendadores de las haciendas, cuanto de parte de los arrendatarios y colonos, que vendrían a ser los mestizos, por la suma pobreza de éstos. En la actualidad, los contratos de arrendamiento son completamente precarios para los colonos. Un hacendado necesitaría perder antes que todo el sentimiento de dominación que es en él preponderante, para que se despren-diera espontáneamente del derecho de despedir a sus arrendata-rios cuando le pareciera bien; la obligación, pues, por su parte, de respetar los arrendamientos durante varios años, es imposible; el hacendado la juzgará siempre contraria a sus intereses y la bur-lará aunque las leyes se la impongan, mientras la gran propiedad no desaparezca, como veremos en su oportunidad. Pero aun ad-mitiendo que se resolviera a celebrar contratos de arrendamiento de varias fracciones o ranchos de su hacienda, por diez, veinte o treinta años, no podría tener por colonos o arrendatarios, sino personas de escasos recursos, dado que en la población agríco-la, por la enorme distancia que ha habido siempre entre la gran propiedad y la pequeña, no se ha formado clase media capaz por sus recursos, de hacer un trabajo útil en las proporciones en que lo requeriría una mayor división de la propiedad grande; y con personas de tan escasos recursos cuanto lo son los de sus arren-datarios actuales, poco ganaría él, poco ganarían los arrendata-rios y poco ganaría el país. Lo mismo sucedería en el caso del fraccionamiento voluntario definitivo de las haciendas, en el caso también de que sin estímulo especial, como ya dijimos, fuera posible de un modo general, que no lo es, porque la mayor parte

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168 • el problema de la propiedad

de los hacendados no sólo no fraccionarán voluntariamente sus haciendas, aunque saben que si las fraccionan alcanzarán utilida-des enormes, sino que resistirán el fraccionamiento necesario de ellas, aunque les sea impuesto por una ley federal. Para que vo-luntariamente consintieran en el fraccionamiento definitivo —de un modo general, decimos— porque no hay que considerar sino como excepciones los fraccionamientos hechos hasta ahora, y por cierto con muy buen resultado para los fraccionantes, lo cual comprueba nuestra afirmación relativa anterior, sería necesario igualmente, que perdieran el sentimiento de dominación, de va-nidad y de orgullo que la posesión de una hacienda significa; que se resolvieran a entrar con los adquirientes de las fracciones de que llegaran a desprenderse, en una competencia activa de trabajo y de aptitud, y que se conformaran con tener por renta, no la fija, segura y permanente de la hacienda, sino la resultante de su personal trabajo en las fracciones que les quedaran, y que entonces se verían obligados a cultivar por fuerza; sería necesario en suma que perdieran su condición de señores, para tomar la de trabajadores, y esto no lo harán de grado y por su voluntad. Pero aun suponiendo que lo hicieran, como decimos, el beneficio no sería el que parece a primera vista en lo que se refiere a los in-tereses nacionales, porque no serían los mestizos, no serían los agricultores de los pueblos y de las rancherías actuales los que se beneficiarían comprando las fracciones de que se desprendieran los hacendados, puesto que ellos son muy pobres para adquirir-las; los adquirientes serían los americanos o los criollos nuevos, o los mismos criollos señores, y cualquiera de estos grupos de raza que por ese medio se enriqueciera más y afirmara más su poder desalojaría el centro de gravedad de la nación, del elemento que lo sostiene, y que más dispuesto a sostenerlo está por su adhesión al suelo, por su sentimiento de independencia y por su energía de acción. La división en esas condiciones produciría como las Le-yes de Desamortización, un gran beneficio, pero inmensamente contrapesado por el acrecentamiento de las clases altas, por el alejamiento de éstas con respecto a las bajas, y por la falta del

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lastre de las clases medias. Y en las presentes condiciones, aquel acrecentamiento, ese alejamiento y esta falta, quebrantarían el equilibrio de los elementos de raza, tan hábilmente mantenido por la paz presente, comprometiendo muy gravemente el por-venir. Esto no quiere decir, por supuesto, que no creamos en la posibilidad de aprovechar los fraccionamientos voluntarios para destruir la gran propiedad; no creemos, de un modo general, repetimos, ni en la posibilidad ni en la eficacia de los fracciona-mientos voluntarios espontáneos; pero sí creemos por supuesto, en la posibilidad de que puedan ofrecerse a la vez determinadas ventajas a los propietarios para que muchos se decidan a fraccio-nar sus haciendas, y determinadas ventajas a los mestizos para que puedan adquirir las fracciones, como veremos más adelante.

Todo lo expuesto antes, acerca del problema de la gran pro-piedad, da testimonio de que si no son acertadas las soluciones que vamos a indicar, cuando menos las hemos meditado profun-damente. Tales soluciones, indicadas solamente, porque su desa-rrollo no es de este lugar, tienen como puntos de partida cuatro consideraciones importantes, de las que se desprenden conse-cuencias más importantes aún. Es la primera, la de que como llevamos dicho, la reforma de la gran propiedad debe circuns-cribirse a la zona fundamental de los cereales. Creemos inútil repetir lo que ya hemos dicho acerca de la función de esa zona y acerca de la diversidad de condiciones de la propiedad, dentro y fuera de ella. Lo que sí creemos oportuno indicar aquí es que la expresada reforma, a nuestro juicio, deberá hacerse por dos series de leyes: una que será la de las que tengan por objeto igualar toda la propiedad ante el impuesto y la otra que será la de las que tengan por objeto la división. Como son lo mismo las de la primera serie que las de la segunda, sólo tendrán que aplicarse dentro de la zona fundamental, indispensablemente deberán te-ner el carácter de leyes locales o de los estados comprendidos en esa zona, y no en manera alguna el carácter de federales, aunque siendo federales serían mejor obedecidas. Esto indica, desde lue-go, que puesto que habrán de ser atendidas muchas circunstan-

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cias de carácter local, las leyes relativas tendrán que ser diversas, y por lo mismo habrá que fijar previamente en la opinión y por medio de una discusión amplia y libre, los puntos generales que deberán ser comunes a dichas leyes, ya que esos puntos generales no podrán ni deberán ser fijados por una ley federal, correspon-diendo al Gobierno Federal que de hecho tenemos, y tal como lo ha formado la política del señor general Díaz, el trabajo por una parte de mantener por los medios que le son familiares los puntos generales expresados, y por otra, impulsar o detener, según las circunstancias, la aplicación de las leyes relativas, cuidando de que éstas no pierdan su orientación, lo cual tendrá entre otras ventajas la de que la reforma de que se trata pueda irse haciendo a paso y medida que lo indiquen como conveniente las pulsaciones de la situación, y la de que cada día que la reforma avance, se encuentre con mayor suma de experiencia. Es la segunda consideración la de que si bien las leyes que impongan a los hacendados la forzosa división de sus haciendas tienen que ser de carácter local, como acabamos de decir, la Federación no debe olvidar que con ellas va a hacerse una transformación radical del sistema de la propiedad en toda la República, y esa transformación va a producir en sus dilatadas trascendencias, innumerables e inconmensurables bene-ficios a toda la República, por lo cual, la misma Federación está en la obligación imprescindible de ayudar a la acción de dichas leyes, empleando no sólo los recursos de su apoyo moral, sino sus recursos materiales, y muy especialmente sus recursos finan-cieros. Es la tercera consideración, la de que por lo mismo que las leyes de referencia tendrán que vencer la resistencia natural de los hacendados, esas leyes tendrán que ser muy rigurosas, y esto por la fuerza habrá de tropezar con la naturaleza absoluta de la propiedad jurídica, que los letrados de toda la República se cree-rán en el caso y en el deber de defender a todo trance, como una garantía constitucional. Entramos en los anteriores detalles, sólo por llegar a este punto. Aunque la Academia Nacional de Juris-prudencia, después de una larga discusión en que tomaron parte personas de la competencia de los señores licenciados don Emilio

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Velasco y don Luis Méndez, reconoció, tratándose del problema forestal, que la inviolabilidad de la propiedad privada no puede ser absoluta, sino que tiene que ser relativa, dependiendo su ma-yor o menor amplitud, de la relación lejana o estrecha del interés privado con el interés social, la verdad es que por educación y por estudio, todos los miembros de dicha Academia, todos los tribunales y todos los letrados en general tienen que ser y son de hecho inclinados a ver en todas las cuestiones de propiedad la faz del interés privado, pareciéndoles que la faz contraria del interés social no puede mostrarse sin ocultar propósitos aviesos. Ahora bien, entre nosotros, que somos una nación en el proceso de su formación orgánica, el interés social, como lo ha demostrado el instinto político del señor general Díaz, muy superior a la ciencia jurídica nacional, tiene por fuerza que predominar sobre el inte-rés privado, so pena de que este mismo no pueda existir sin que eso signifique, por supuesto, que se ahogue el interés privado. En otros términos, en nuestro país, toda restricción de la propiedad privada que ayude a la formación, a la constitución y a la consoli-dación de nuestra nacionalidad, en tanto no ahogue la propiedad privada, será constitucional y por lo mismo legítima. La Cons-titución de ningún modo puede haber sido hecha para estorbar y menos para detener el desarrollo orgánico de la vida nacional. Juzgamos de mucho interés esta cuestión, porque la circunstan-cia de que la reforma de referencia tendrá que herir a clases muy poderosas y ricas, hará que éstas cuenten con el patrocinio y el apoyo de una numerosa y poderosa clase intelectual que se sentirá herida de rechazo, y que procurará por su propio interés material y moral, hacer el mismo trabajo de reacción que en la guerra de Tres Años hicieron los adictos al clero que llamamos en su lugar criollos reaccionarios. Es la consideración cuarta y última la de que la nueva reforma no podrá ni deberá hacerse de improviso, sino lentamente y en un periodo de transición holgadamente capaz de permitir la disgregación de la propiedad privada del sistema actual y el acomodamiento de esa misma propiedad ya modificada en el nuevo sistema que habrá de formarse.

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172 • el problema de la propiedad

Leyes que deberán dictarse para obligar indirectamente

a los hacendados a dividir sus haciendas

Las leyes en que consistirá la nueva reforma, según dijimos antes, serán unas relativas a la igualación de toda la propiedad ante el im-puesto y otras relativas a la división de esa propiedad. Las primeras deberán hacer un catastro fiscal, riguroso, sobre todo en cuanto a la exactitud de los valores. Ese catastro no es fuera del Distrito Federal tan fácil cuanto en éste ha sido por dos razones: porque necesita hacer pasar la propiedad del régimen de la ocultación al catastral en condiciones de pronto gravemente onerosas, y porque requiere el gasto de cuantiosas erogaciones. Será necesario abrir en cada estado y en relación con los recursos de él, un periodo de transición.

El procedimiento que con respecto al Estado de México te-nemos bien estudiado, deberá ser el siguiente. Se comenzarán los trabajos de deslinde y avalúo por alguno de los distritos del estado, y una vez terminados esos trabajos, que se harán por el gobierno o por una empresa concesionaria, quedará abierto para ese distrito el periodo de transición, que será poco más o menos de diez años. Durante ese periodo, la contribución territorial que en el estado se paga a razón de 12 al millar anual, se pagará conforme a los tipos que se expresan a continuación:

i. Si la diferencia entre el valor fiscal actual y el valor real ca-tastral que resulte fuere de más de un 10 por ciento, pero de menos de un 25 por ciento de dicho valor fiscal, se aumentará a éste un 10 por ciento, y sobre él se pagará la contribución territorial durante los 10 años del periodo de transición.

ii. Si la diferencia entre el valor fiscal y el valor catastral fuere de más de un 25 por ciento, pero de menos de un 50 por ciento, se aumentará un 25 por ciento.

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iii. Si la diferencia fuere de más de un 50 por ciento, pero de menos de un 75 por ciento, se aumentará un 50 por ciento.

iv. Si la diferencia fuere de más de un 75 por ciento, pero de menos de un 100 por ciento, se aumentará un 75 por ciento.

v. Si la diferencia fuere de más de un 100 por ciento, pero de menos de un 200 por ciento, se aumentará un 100 por ciento.

vi. Si la diferencia fuere de más de un 200 por ciento, pero de menos de un 500 por ciento, se aumentará un 200 por ciento.

vii. Si la diferencia fuere de más de un 500 por ciento, se aumen-tará ese 500 por ciento.

Concluido ese distrito, se seguirá con otro y así sucesiva-mente. Si parecieren los aumentos indicados demasiado fuertes, puede dividirse el periodo de transición en dos o en tres de a cinco años, durante los cuales los aumentos se repartirán; al fin de ellos, la propiedad entera habrá entrado al régimen de la igualdad ante el impuesto. Ahora, para subvenir directamente a los trabajos catastrales o para subvencionar a la empresa que haga esos trabajos, y que podrá ser una institución de crédito de tipo especial, el estado no tendrá sino que considerar duran-te los periodos de transición, como estacionario, el rendimiento del impuesto territorial y dedicar el aumento que necesariamente producirán los recargos expresados a los gastos que dichos tra-bajos ocasionen o al pago de la subvención relativa, que al fin y al cabo el aumento de las rentas que al estado quedarán, se hará sentir directamente en el impuesto a transmisión de propiedad e indirectamente en los demás, como es consiguiente. Si el au-mento de la contribución territorial por los recargos no bastare durante el periodo de transición, podrá dedicarse al aumento el impuesto a transmisión de propiedad. Si aun así no fuera posi-ble, puede contratarse un empréstito a largo plazo, dedicando el aumento de la contribución territorial al pago de los réditos y alguna otra renta a los pagos de amortización.

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174 • el problema de la propiedad

Instituciones que deberán crearse para estimular el fraccionamiento

de las haciendas

Antes de entrar a las segundas de las leyes relativas a la división forzosa de la propiedad grande, conviene estudiar el modo de es-timular la división voluntaria. Ya hemos dicho que esa misma divi-sión voluntaria no podrá ser general; pero puede hacerse en muchas propiedades, y la que se logre hacer, ayudará considerablemente al trabajo de modificar el actual estado de la propiedad toda. Como veremos en “El problema del crédito territorial”, el país necesita que se funden instituciones de crédito de un tipo especial, para que éstas, haciendo en toda la zona fundamental de los cereales, lo que en algunos casos ha hecho la Compañía Bancaria de Obras y Bienes Raíces, compren las haciendas que les sean vendidas y las fraccionen en condiciones de que los mestizos puedan adquirir las fracciones de esas haciendas, pagando dichas fracciones a largos plazos y en abonos pequeños, que cubrirán a la vez el precio y los réditos que éste cause hasta su pago total. Es seguro, como hemos dicho en otra parte, que la mayor parte de los hacendados no venderán sus haciendas, pero es indudable que el solo hecho de que haya quien se proponga comprarlas sistemáticamente, hará que ellas aumenten de valor y que puedan ser vendidas a buen precio, lo que determinará que muchos propietarios se resuelvan a venderlas. Por su parte, las instituciones compradoras, con el fraccionamiento y la venta de las fracciones, se reembolsarán am-pliamente. Sólo habrá que cuidar de que los fraccionamientos se hagan en fracciones que no excedan de cierto límite de tamaño, y que no puedan ser adquiridas por los propietarios colindantes para evitar que suceda lo que ha sucedido con el fraccionamiento de la hacienda de la Cañada, del estado de Hidalgo, que era de la fami-lia Iturbe. Esa hacienda la adquirió la citada Compañía Bancaria de Obras y Bienes Raíces a buen precio y la fraccionó: la familia Iturbe ganó con esa operación y la Compañía ganó también con el fraccionamiento, lo cual comprueba la verdad de lo que venimos

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diciendo, pero la Compañía fraccionó la hacienda en partes dema-siado grandes y esas partes adquiridas por los hacendados colin-dantes vinieron a hacer más grandes las haciendas circunvecinas. Uno de los propietarios colindantes, el señor don José Escandón, agrandó con la fracción que compró a la Compañía la extensión territorial de las haciendas que en el lugar tiene ya unidas y que alcanza ya proporciones colosales. Cerca de tres horas tarda un tren del Ferrocarril Central para atravesar esa extensión en una distancia de cerca de treinta leguas. Y esa misma extensión está a sólo veinte leguas de la capital de la República.

Leyes que deberán dictarse para obligar directamente a los hacendados a dividir

sus haciendas

Las segundas leyes a que antes nos referimos, o sea las que debe-rán dictarse para obligar a los propietarios, que voluntariamente no quieran dividir sus haciendas, a dividirlas por la fuerza de la autoridad, tendrán que ser de una concepción y de una ejecución mucho más fáciles que las de las otras. Creemos que esas leyes deberán aprovechar el momento de la transmisión de los bienes por herencia. El señor licenciado don Matías Romero, en la parte expositiva del proyecto de ley de impuestos federales a las sucesio-nes y donaciones, presentado al Congreso en septiembre de 1892, decía:

Es indiscutible el derecho que asiste al Estado para gravar las sucesio-nes, porque el impuesto es verdaderamente en este caso la compensación de un servicio prestado. Por otra parte, este impuesto es de aquellos que nadie se resiste a pagar, porque coincide el momento de su percepción con aquél en que el contribuyente va a comenzar o disfrutar de una fortuna que él no ha formado. Es verdad que los hijos, y en general los herederos directos, juzgan tener a los bienes de sus causahabientes, un derecho correlativo al deber de protección y amparo de que antes dis-

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frutaron, pero siempre están más dispuestos a ceder una parte al fisco, que si ellos hubieran creado con su trabajo la riqueza que reciben, y con más razón lo estarán los colaterales y los extraños para quienes la herencia o legado que se les concede viene a ser una donación a título gratuito, una verdadera lotería. Si, pues, el gravamen o impuesto que hiere la transmisión del derecho de propiedad, reconoce por origen la prestación de un servicio por parte del Estado, y es casi siempre con-sentido por el que debe satisfacerlo, a causa del beneficio esperado o inesperado que obtiene, es indudable, etcétera.

En el caso no se trata de un impuesto, pero el espíritu de las dis-posiciones que habrán de ser dictadas es el mismo que con tan acertada precisión definió el señor licenciado Romero, tratándose del impuesto a sucesiones y donaciones. En efecto, el momento de la transmisión por herencia es oportuno, porque el heredero, por mucho que crea tener a la herencia un derecho correlativo al de protección y amparo de sus padres, ese derecho es de una fuerza mucho menor que el del propietario a la propiedad que ha crea-do con sus esfuerzos legítimamente victoriosos en la lucha por la vida; por mucho que el heredero alegue aquel derecho, no dejará de comprender la razón que el Estado pueda tener, no para dismi-nuirlo, sino para modificarlo, y si esto es tratándose del heredero directo, con mayor razón tendrá que serlo, tratándose del here-dero colateral, a quien lo mismo da recibir la lotería que se saca, en efectivo, que en créditos, que en bienes raíces. Además, como decía con mucha razón el señor licenciado Romero, el deseo de disfrutar una fortuna que el heredero no ha formado, lo inclinará siempre a aceptar las condiciones que se le impongan.

Aprovechando el momento de la transmisión por herencia, cuando los herederos sean el cónyuge o los descendientes, habrá que imponer la división forzosa de todas las propiedades reales que excedan de determinada extensión, que para la división se to-mará como primera unidad o tipo, pero la división deberá hacerse en dos partes. En la primera se dará a cada heredero una unidad de las ya expresadas, con la facultad de que puedan escoger los herederos la localización de sus unidades respectivas. En la segun-

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da, el resto de la propiedad, una vez tomadas por los herederos sus respectivas unidades, se venderá en fracciones de la segunda unidad o tipo que será inferior en extensión a la otra unidad. Si la finca no alcanzare para que cada heredero tenga su unidad de las primeras, o del primer tipo, se dividirá por partes iguales entre todos los herederos.

Para que la división ya indicada pueda ser efectiva, habrá que gravar con un altísimo impuesto de transmisión de propiedad, la enagenación en cualquier tiempo de las fincas que excedan en ex-tensión de la unidad del primer tipo, a fin de que los propietarios no eludan la división por herencia, vendiendo las haciendas en vida; habrá que prohibir, una vez hecha la división, las sociedades que en los primeros diez años se formen entre los herederos de unida-des colindantes y cuyo objeto sea la explotación en común de ellas; habrá que prohibir también, que cuando algún heredero venda su unidad, la vuelva a comprar él mismo o alguno de sus coherederos, en los diez años que sigan a la fecha de la venta o enajenación; y ha-brá que dictar, por último, algunas otras disposiciones semejantes. La división forzosa no impedirá, por supuesto, que en la cuenta de partición respectiva se establezcan entre los herederos las necesarias compensaciones, porque de seguro, aunque las unidades sean de la misma extensión, tendrán que ser de valor desigual.

Ahora bien, lo más importante de la división será la enajena-ción de las unidades del segundo tipo, porque si éstas no fueran a dar a poder de los mestizos, se malograría uno de los principa-les objetos de la reforma que estudiamos. Como los mestizos o sea los nuevos adquirientes, son en su mayor parte pobres, habrá que formar las instituciones de crédito de tipo especial a las que antes nos referimos, y cuyo funcionamiento indicaremos cuando nos ocupemos en “El problema del crédito territorial” que presten hasta las tres cuartas partes del valor de cada unidad, bajo la con-dición de que estas tres cuartas partes sean reembolsadas a la ins-titución prestamista, en un periodo de veinte o veinticinco años, y en pagos parciales que comprenderán capital y réditos, poco más o menos como lo tiene establecido el Banco Hipotecario actual.

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178 • el problema de la propiedad

Por último, cuando los herederos sean ascendientes o colate-rales, la división se hará en unidades del segundo tipo. Creemos innecesario advertir que en toda sucesión, abierta ésta, se consti-tuirá la administración judicial de bienes, y que ésta cesará cuando haya sido enajenada la última unidad.

v

La pequeña propiedad individual

La pequeña propiedad individual es de un modo general, por su-puesto, la que a consecuencia de las Leyes de Desamortización y de nacionalización pasó de los ayuntamientos, de las corporacio-nes religiosas y de los pueblos indígenas que fueron repartidos a los mestizos, en la forma extremadamente dividida que produjo la Circular de 9 de octubre de 1856. Acerca de esta forma de propie-dad privada, mucho hemos dicho al hablar de la influencia de las leyes de Reforma sobre la propiedad. Refiriéndonos a los efectos de la citada circular, dijimos entonces:

Lo malo fue, por una parte, que la exensión de la alcabala y de los gastos de escritura en que consistió el aparente beneficio de la des-amortización de propiedades de menos de doscientos pesos, desligó la titulación de esas propiedades, de la forma común de la titulación notarial sucesiva, y dio motivo a que la circular de 9 de octubre se convirtiera en una nueva fuente de propiedad, separada del resto de la procedente también de la desamortización, por la desigualdad de titulación entre una y otra; y por otra parte, que en virtud de ser el límite de los doscientos pesos señalados para la exención referida, tan bajo, la nueva propiedad derivada de la circular de 9 de octubre venía a constituir por separado, como acabamos de decir, una propiedad exce-sivamente pequeña, que tendría que colocarse al lado de la muy grande que ya era de los criollos señores, y de la muy grande también de la Iglesia, que ya era en parte y que iba a ser un poco después, casi en su totalidad de los criollos nuevos. Esto tenía que producir para lo futuro tres gravísimas consecuencias: es la primera, la de que el régimen de esa

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propiedad, por su misma pequeñez y su apartamiento del sistema nota-rial de titulación, necesariamente tendría que ser defectuosa e irregular en lo sucesivo; es la segunda, la de que por causa de esas condiciones del régimen de la propiedad pequeña, ésta se vería privada por muchos años de los beneficios del crédito; y es la tercera, la de que cada día se iría haciendo más ancho y más hondo el abismo que separaba la propie-dad pequeña de la grande, con grave perjuicio de la población nacional, como adelante veremos.

Un poco después, y tratando de la misma materia, dijimos:

En la pequeña propiedad que comenzó a formarse por la desamorti-zación de los terrenos de los ayuntamientos, en virtud de la circular de 9 de octubre, y cuyos graves inconvenientes antes señalamos, la condición de la propiedad pequeña proveniente del fraccionamiento de los pueblos de indígenas, vino a ser todavía inferior por varias razones, que muy brevemente pasamos a indicar. La repartición de los pueblos se ha hecho desde entonces hasta ahora de un modo tan sumario y tan imperfecto, que apenas puede haber un 10 por cien-to en toda la República de títulos de repartimiento que merezcan completa fe: casi todos contienen errores de mensura o de deslinde, cuando no de ubicación. Dada la pequeñez de la fracciones, no ha podido exigirse a los peritos agrimensores, ni conocimientos suficien-tes en la materia, ni plena honorabilidad. De la falta de los unos y de la otra han venido innumerables trastornos y por esa misma falta se han cometido incalificables abusos que han dado lugar a levanta-mientos y motines. Muchas veces, cuando ya la repartición está he-cha, los trastornos que su ejecución ha provocado, han dado lugar a nulidades y rectificaciones que han producido gran confusión. Tan familiar nos ha llegado a ser ese estado de cosas, que ya la atención no se fija en él. Por otro lado, la forma de adjudicar las fracciones de los parcioneros, derivada de la circular de 9 de octubre, no ha podi-do ser más absurda ni más funesta. Si, pues, los bienes comunes de los indígenas eran ya de éstos como siempre se había creído y como entonces se reconoció, y sólo había que destruir la comunidad para hacer entrar esos bienes en la circulación, lo más natural hubiera sido que los títulos de repartimiento hubiesen sido títulos de plena propie-

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dad, debieron haberse expedido con ese carácter, pero como nada se dispuso acerca de la manera de hacer la división, y ésta tomó la forma de la circular de 9 de octubre, las adjudicaciones por repartimiento se hicieron como las de desamortización por expropiación, es decir, mediante el reconocimiento a censo del precio o valor de las fraccio-nes, y mediante la obligación más o menos tardía, pero necesaria de la redención. De esto tenían que derivarse dos cosas: es la primera, la de que no habiendo anterior dueño, no se ha sabido ni se sabe aún a favor de quién está hecho el reconocimiento, por más que el Gobierno Federal haya dictado posteriormente algunas disposiciones de condonación; y es la segunda, la de que el peligro posible de una redención haya producido una depreciación considerable del valor de las fracciones, la que se ha hecho sentir en cada caso de venta de ellas, pues siempre el comprador deduce del precio, una parte del valor de la adjudicación, si no lo deduce todo. Por último, siendo como es tan insignificante el valor de cada fracción de repartimiento, puesto que ninguna ha podido exceder de doscientos pesos, ni aun en el caso de que le tocara al parcionero respectivo una de mayor precio, porque no habiendo disposición alguna que prevea ese caso, la práctica ha hecho que entonces el terreno se divida en fracciones menores, para que todas quepan dentro del límite expresado; siendo tan insignificante el valor de cada fracción, decimos, no pueden desprenderse del título de adjudicación de ella, los demás títulos necesarios para que exista la titulación notarial sucesiva, porque las nuevas operaciones que hayan de hacerse, no teniendo ya la excepción de la liberación de gastos y trámites, tienen que ser hechas con los gastos notariales comunes. Una vez expedido el título de adjudicación, el adjudicatario lo guarda: si tiene que vender el terreno, transfiere el título como si fuera un título al portador; si muere, sus herederos siguen poseyendo el terreno con él, formando una nueva propiedad comunal. Después de cierto tiempo, es absolutamente imposible encadenar la titulación: los gastos de ese trabajo importarían mucho más que el terreno. Acerca de esto tenemos una gran experiencia.

En este particular, nuestras opiniones, resultado de nuestras ob-servaciones personales hechas durante nueve años en que ejerci-mos el notariado en varios distritos rurales, concuerdan con las

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opiniones del señor licenciado Orosco, quien dice (Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos) lo siguiente:

De esos repartos de tierras aludidos por la ley novísima, surgen y han surgido desde la promulgación de las leyes llamadas de Reforma ciertos títulos especiales, verdaderos títulos primordiales de dominio, forjados con la deficiencia culpable, con el insolente desdén con que hemos visto siempre los más caros intereses de la clase indígena. Carecen esos do-cumentos de acordonamientos o descripciones ténicas; no se consignan en ningún protocolo ni se registran en ningún libro especial. Son de ordinario esqueletos impresos, cuyos huecos se llenan por algún escri-biente a la sombra de las ciudades, bajo el influjo de algún especulador, sin haber visto jamás los terrenos que adjudican. De aquí ha nacido un enmarañamiento tan grande en los terrenos de comunidad, que no es posible sea debidamente apreciado por nuestro indolente carácter. Mientras tanto, van a dar esas tierras a manos despiadadas, que las adquieren por algunas pocas fanegas de maíz, por los viles comistrajos de una tienda, y a veces por la usurpación violenta más descarada, y más injusta.

Ideas acerca del modo de corregir los defectos del estado de la pequeña

propiedad individual

Ahora bien, de las singularidades expuestas antes sobre el estado que guarda la pequeña propiedad, se deducen claramente los reme-dios que ese estado necesita. Desde luego, hay que tener acerca de ella, como punto de mira, la idea de elevarla un poco más de nivel. Si la propiedad desmesuradamente grande es perniciosa, la desme-suradamente pequeña lo es, poco más o menos, en igual grado. Importa, pues, mucho, facilitar la formación de propiedades de un tamaño regular que deberá ser determinado, por una parte, por la posibilidad plena de su cultivo y, por otra, por la suficiencia de su aprovechamiento, haciendo al efecto el trabajo indispensable de integración de fracciones pequeñas. Los mestizos han comenzado a hacer ese trabajo. Comprando a precios raterísimos, como dijo

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el dictamen de la Comisión de Gobernación del primitivo Estado de México, al precio de algunas piezas de pan, de algunos jarros de pulque, de algunos cuartillos de aguardiente, como hemos dicho nosotros, o al precio de algunas pocas fanegas de maíz, o de algunos viles comistrajos, como dice el señor licenciado Orosco, varias frac-ciones de terrenos sin otra formalidad, las más veces, que la simple translación del título, los mestizos han formado propiedades de conveniente extensión, generalmente llamadas ranchos, que son ahora las unidades más importantes de la propiedad raíz. Lo malo es que esas propiedades se han formado sobre la base irregular e inestable de la pequeñísima propiedad que se formó en virtud de la circular de 9 de octubre, porque desde luego, como veremos al hacer el estudio del crédito territorial, dichas propiedades, en conjunto, están expuestas a ser declaradas en cualquier momen-to, terrenos baldíos, y en detalle, cada fracción está expuesta a las trabas, dificultades, correcciones, rectificaciones, nulidades y redenciones que han enmarañado de veras la propiedad titulada en virtud de la citada circular de 9 de octubre. De modo que reu-nidas de hecho varias de esas fracciones en un solo rancho, es casi siempre imposible tener de él un solo título legal, perfecto y firme. Del modo de evitar el peligro que la propiedad rancho tiene, de ser declarada baldía, trataremos, como ya dijimos antes, al hacer el estudio del crédito territorial. Vamos a ocuparnos, por ahora, en estudiar el modo de corregir el estado de la propiedad pequeñísi-ma derivada de la circular de 9 de octubre.

Modo de corregir los efectos de la circular de 9 de octubre de 1856

Desde luego, hay que quitar a las asignaciones ya hechas a los parcioneros, de sus respectivas fracciones, en las reparticiones con-sumadas desde la Reforma hasta nuestros días, el carácter de ad-judicaciones, puesto que no son adjudicaciones en el sentido que se da a esa palabra, y hay que declarar de un modo absolutamente preciso, que los títulos relativos no son títulos de adjudicación con

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imposición del capital a censo, sino títulos de plena propiedad no obligada a ser consolidada por redención alguna, ni sujeta a ser favorecida con una condonación gratuita que trae a la memoria la generosa renuncia de la mano de Leonor. Esto producirá para los tenedores de fracciones el efecto de elevar éstas, ahora depreciadas, a su valor verdadero, y para los compradores producirá el efecto de quitarles la pesadilla de la redención, o cuando menos la obliga-ción de la condonación, que a pesar de ser gratuita, no deja de ser costosa, por los trámites y pasos que hay que observar y que dar para alcanzarla. Después, hay que declarar, también de un modo absolutamente preciso, que las comunidades pueblos o rancherías no repartidas hasta hoy están libres de la obligación de ser repar-tidas. Aunque se dice que la reforma relativa hecha al artículo 27 de la Constitución ha hecho cesar esa obligación, nosotros profe-samos la opinión de que legalmente no era verdad. No entraremos al estudio de esa cuestión jurídica que nada importa, puesto que creemos que es necesaria una declaración expresa sobre el parti-cular; y tan necesaria la creemos, cuanto que cualquiera que sea el sentido que se dé a la reforma aludida, el hecho cierto es que se siguen haciendo reparticiones de pueblos todavía. No es nuestro ánimo dejar a las comunidades pueblos y rancherías en su estado presente, sino sujetarlas a un tratamiento distinto del que se les ha dado hasta hoy; de ese tratamiento hablaremos más adelante. Lo que por de pronto importa mucho es que ya que las reparticiones hechas hasta ahora han sido funestas para la propiedad, no se sigan haciendo ni se siga multiplicando por ende el número de las frac-ciones pequeñas, que será después necesario integrar. Por último, habrá que procurar, por una serie bien estudiada de reformas, a las leyes civiles, a las notariales y a las fiscales, la incorporación de esas fracciones pequeñas, que aún quedan aisladas, la de las que hayan sido ya reunidas en propiedades más grandes, y la de las que se hayan unido a otras de distinta especie, al sistema de la titula-ción notarial sucesiva, para que no formen una clase de propiedad distinta de la propiedad normal, sino que se confundan con ella. Así creemos que se conseguirá elevar la propiedad pequeñísima

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individual al nivel de la propiedad conveniente por su tamaño, dándole mayor estabilidad y firmeza.

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La propiedad comunal

Entremos ahora al estudio de la propiedad comunal. Según lo que dijimos al empezar el estudio del problema en que nos ocu-pamos, tenemos en el país grupos sociales en el primer estado del cuarto periodo, o sea en el estado de propiedad comunal titulada; grupos sociales en el tercer periodo de la propiedad, o sea en el de la posesión; grupos sociales en el segundo periodo, o sea en el de la ocupación, y grupos sociales en el primer periodo, o sea en el de la falta absoluta de todo derecho territorial. En el primer estado del cuarto periodo, se encuentran las rancherías de los mestizos y los pueblos titulados de algunos indígenas de los más adelantados; en los periodos tercero, segundo y primero, se encuentran todos los demás indígenas.

Se comprende desde luego, que todos los estados de la pro-piedad, se derivan unos de otros, a partir del más simple e im-perfecto, hasta el más complicado y satisfactorio, y dicho con ello está que entre unos y otros no ha existido, ni existe, ni puede existir una separación absoluta, pues si bien se puede reconocer el estado en que un pueblo se encuentra por los rasgos dominantes de ese estado, junto a dichos rasgos se encuentran muchos de los del estado o estados anteriores. En virtud, pues, de lo expuesto, los estados que más lejos están del que podemos tener en el país, por más adelantado, tienen que recorrer un camino mayor que los más cercanos. Dijimos muy al principio de estos estudios que las tribus indígenas del norte, a las que llamamos dispersas, estaban en el momento de la Conquista en el periodo de la falta de toda noción de derecho territorial, es decir, eran nómadas, o cuando más, sedentarias movibles; dijimos también que las tribus de parte de la mesa del sur y de las vertientes exteriores de las cordilleras, a

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las que llamamos incorporadas, estaban poco más o menos en el periodo de la ocupación, es decir, eran sociedades de ocupación común no definida, o cuando más de ocupación común limitada; dijimos igualmente, que las tribus de la zona fundamental de los cereales, a las que llamamos sometidas, estaban poco más o menos en el periodo de la posesión, es decir, eran sociedades de posesión comunal sin posesión individual, o cuando más, sociedades de posesión comunal con posesión individual; y dijimos también, que los pueblos indígenas más avanzados, apenas tocaban los lindes del periodo de la propiedad, porque el concepto de la propiedad independiente de la posesión, sólo puede llegar a ser preciso, desde que existe la titulación escrita, y apenas comenzaban a usarse los títulos geroglíficos generales.

Los pueblos indígenas

La presencia de los españoles en calidad de elemento dominador impuso a toda la propiedad de la Colonia el sistema europeo de la titulación notarial, y desde luego, como era lógico, la propie-dad indígena no pudo acomodarse a él, ni la administración co-lonial pudo darse cuenta desde luego de los medios de unir a ese sistema, los sistemas indígenas. Aquella administración no vio de estos últimos más que el título general e imperfecto de algu-nos pueblos y encontró cómodo reconocer esos títulos y expedir otros, considerando a todos los pueblos iguales y a todos los indígenas como pueblos. Haciéndolo así, daba a todas las tribus indígenas el medio de existir junto a las poblaciones españolas, el medio de defender la tierra común contra los españoles y el medio de conservar, dentro de la tierra común, el régimen de vida social a que estaban acostumbradas. Por su parte, los indí-genas encontraron cómodo también ese arreglo y se allanaron a él. A los pueblos ya existentes como tales, se les reconoció de un modo tácito esa manera de ser o se les expidieron sus respectivas mercedes; los pueblos nuevos se formaron en virtud de merced especial; con las demás tribus se fueron haciendo pueblos, o se las

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dejó en su anterior estado, pero siempre se consideró a todos los agregados indígenas como conjuntos. Ellos, en cuanto adquirían una merced daban a ésta el carácter de título único y perpetuo; cuando más, unían a él los títulos notariales de las operaciones en que se interesaba el pueblo todo. En ese estado, como dijimos en su oportunidad, llegaron los pueblos indígenas hasta las Leyes de Desamortización.

Ahora bien, el hecho de considerar jurídicamente a los pueblos como conjuntos y a todos los grupos indígenas como pueblos, en la acepción territorial que esta palabra tiene entre nosotros, ha creado en los estadistas nacionales de todos los tiempos, la ilu-sión de que todos los pueblos son iguales y de que en ellos son iguales los derechos de todos los comuneros. En virtud de esa ilusión, se ha creído siempre innecesario penetrar la composición interior de cada uno de dichos pueblos para conocerlos a fon-do, y de ello ha provenido que el régimen comunal haya durado tanto, y que cuando se quiso modificarlo, se haya procedido con tanta torpeza. En efecto, la falta de reglamentación especial de los pueblos ha hecho imposible que salga de ellos la propiedad privada como coronamiento de su natural evolución. El único modo que se ha encontrado de reducir la propiedad comunal indígena a propiedad privada ha sido la división. Como, según dijimos a su tiempo, ésta partió del principio de que todos los pueblos son iguales y de que en ellos son iguales los derechos de todos los comuneros, la división igualitaria para los pueblos del primero y del segundo periodos, y del primer estado del periodo tercero, dio motivo al despojo de los indígenas por las muchas personas que se sustituyeron a ellos, que no conocían ni podían conocer el alcance de las Leyes de Desamortización; para los del segundo estado del tercer periodo, produjo el hecho que ya ano-tamos en su lugar, de que los indígenas vendieran sus terrenos a precios baratísimos, quedándose en la miseria, o el efecto que también anotamos en su lugar, de que se atropellaran las pose-siones ya adquiridas. Y como muchas veces un mismo pueblo, según indicamos antes, cualquiera que sea su estado, presenta

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todavía restos de los anteriores, fácil es comprender la confusión que siempre la división ha producido y que ha llegado a estable-cer la regla general, de que toda división de pueblos produce el levantamiento de sus pobladores.

Ideas acerca del modo de corregir los defectos de los derechos territoriales

en los pueblos de indígenas

Sentado todo lo expuesto, creemos llegada la oportunidad de exponer nuestras ideas. Cualquiera que sea el pueblo de que se trate, si su composición es simple o uniforme, por la unidad o perfecta homogeneidad de su composición, podrá ser clasificado en cualquiera de los estados a que nos hemos venido refirien-do; si su composición es complicada y desigual porque presente rasgos de dos o más de dichos estados, habrá que considerarlo por el estado dominante. Si se trata de grupos del primer esta-do del primer periodo, o sea nómadas, es nuestro parecer que se establezcan reservaciones militares que estén en las mejores condiciones posibles de comunicación con los grandes centros, obligando a todos los indígenas a congregarse en la reservación; si se trata de grupos del segundo estado del mismo primer perio-do, se les delimitará el terreno en que se encuentren, se les dará por suyo, y se les extenderá el título de él. En unos y otros, se favorecerá la formación de la comunidad, restableciendo la orga-nización simple y de fácil funcionamiento a que están acostum-brados, reglamentándola de modo que la autoridad que se elija o nombre como cabeza de esa organización, sea rigurosamente obedecida para que ella sea el núcleo en torno del cual se forme el interés común; se procurará el plantío y la propagación de las plantas de alimentación que no requieran cultivo, o que lo re-quieran muy rudimentario; se enseñará a los indígenas a buscar los aprovechamientos naturales del terreno y a hacer comercio de ellos, como la leña, el tequexquite, la cal, etcétera, y cuando estén acostumbrados a ese modo de vivir, se les irá creando poco

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a poco la noción de la posesión individual, primero transitoria y después definitiva de los terrenos que cultiven, lo cual no será difícil mediante un poco de cuidado y una reglamentación há-bil. Cuando tengan al cabo de los años la noción de la posesión individual, entonces se tratarán como los del segundo estado del tercer periodo. Hay que decir aquí, porque no lo juzgamos ocioso, que respecto de los indígenas a que nos referimos, hay que perder la ilusión criolla de la omnipotencia de la educación o de la instrucción pública. Será preciso recordar siempre que los indígenas están en su estado actual, no por ignorancia, sino por atraso evolutivo, y que será necesario hacerlos recorrer de prisa, pero recorrer indispensablemente, un camino muy largo para que puedan mejorar de condición. Al llegar a este punto, no podemos menos de tributar un elogio calurosísimo al instinto sociológico del señor don Enrique C. Creel, que como goberna-dor de Chihuahua ha encontrado con tan admirable atinencia el tratamiento propio de los tarahumaras, que se encuentran en el primer estado, y otro elogio calurosísimo también a la ciencia política del señor general Díaz, que supo comprender y apoyar ese tratamiento. Todo cuanto llevamos escrito acerca del proble-ma de la propiedad nos autoriza a creer que una opinión nuestra si no tiene que ser infalible, sí puede ser justificada, y nuestra opinión es que sólo dos leyes dadas acerca de los indígenas, des-de los tiempos prehistóricos hasta nuestros días, han sido de un sorprendente acierto: la Cédula de Carlos V, fechada en 1555, en que el citado Rey decía, ordenamos y mandamos que las leyes y buenas costumbres que antes tenían los indios para su gobierno y política, y sus usos y costumbres observadas y guardadas después que son cristianos y que no se encuentran con nuestra sagrada reli-gión ni con las leyes de este libro, y las que han hecho y ordenado de nuevo, se guarden y ejecuten, y siendo necesario por la presente las aprobamos y confirmamos; y la que hace poco tiempo expidió la Legislatura de Chihuahua sobre civilización y mejoramiento de la raza tarahumara. ¡Lástima que en ésta se encuentre todavía el funesto principio de la división!

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En los pueblos que hayan llegado ya al tercer periodo, o sea los que tengan ya la posesión comunal, habrá por una parte que convertir esa posesión en propiedad comunal, mediante el título correspondiente, y habrá, por otra parte, que procurar que como se ha hecho de un modo espontáneo en los que por él atravesaron en una época anterior, se forme la posesión individual. Ésta al princi-pio será vacilante como indicamos en el Capítulo de “Influencia de las leyes de Reforma sobre la propiedad”, pero llegará a ser definida primero, para ser persistente después. El procedimiento ha sido y seguirá siendo el siguiente: el comunero comienza por hacer suya, exclusivamente suya, la casa que construye y habita, dando princi-pio a la posesión individual; luego que sus elementos de vida y ac-ción se lo permiten, toma un pedazo de tierra generalmente junto a su casa, y lo siembra; si la cosecha lo favorece, es casi seguro que ya no perderá la posesión de ese terreno; si la cosecha se pierde o persiste y lo vuelve a sembrar al año siguiente, o lo abandona y ese terreno vuelve al fondo común; si las circunstancias son más acia-gas todavía, abandona hasta la casa y emigra; de todos modos, con el tiempo, a favor de la selección, se ven aparecer los primeros po-seedores. Ahora bien, dos cosas creemos necesarias en los pueblos a que nos referimos: es la primera, la de favorecer sin trabas, la ocu-pación de fracciones de la tierra común por los comuneros, pero sin pretender que todos las tomen por igual, sino dejando que en ellos la selección determine la repartición de dichas fracciones; y es la segunda, la de que una vez retenida la ocupación de las mismas fracciones durante tres, cuatro o cinco años, según parezca conve-niente, pueda la autoridad, que presida la organización interior del pueblo, expedir a los ocupantes, títulos de posesión, preventiva o preparatoria. Habrá que facilitar la ocupación individual evitando que ésta se impida o dificulte, a título del interés común, o de dedi-cación especial de ésta o aquella parte del terreno, de modo que en todo el terreno común, el comunero pueda escoger y apropiarse la fracción que mejor le parezca, no excediendo esa extensión de cier-tos límites. En tanto esa ocupación sea transitoria, como necesaria-mente tendrá que serlo muchas veces, no se considerará, que con

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ella se ha perdido la comunidad en el terreno ocupado, ni que se ha adquirido posesión sobre él; pero en cuanto el hecho material de la ocupación se prolongue por un tiempo dado, lo cual nadie podrá saber mejor que la autoridad interior del pueblo, bueno será dar existencia legal a esa posesión. Tal posesión por lo demás deberá ser limitada para que no produzca otros efectos, que la exclusión for-mal de los demás comuneros al goce de la fracción poseída y el de-recho de transmitir esa posesión por venta a los demás comuneros o por herencia a sus propios sucesores; de modo que el poseedor no podrá vender dicha fracción a persona extraña a la comunidad. Cuando los pueblos ya titulados en que por dominar las posesiones individuales de que acabamos de hablar, hayan pasado del tercer periodo y del primer estado del periodo cuarto, una vez que esas posesiones tengan cierto tiempo, como diez, quince o veinte años, habrá que declarar dichas posesiones, propiedades definitivas, que sin traba alguna podrán ser enajenadas a terceros. Entonces tales pueblos habrán llegado ya al segundo estado del cuarto periodo, o sea al estado de la propiedad individual que es el más alto que en el país conocemos.

Las comunidades rancherías

En lo que respecta a las comunidades que hemos llamado gené-ricamente rancherías, hay que seguir el mismo orden de ideas. Desde luego, las comunidades rancherías se encuentran poco más o menos en el primer estado del cuarto periodo, o sea en el estado de propiedad comunal, y en el segundo estado del tercer periodo, o sea en el estado de posesión comunal general, con posesión in-dividual, aunque tienen la ventaja de estar formadas por unidades, de edad evolutiva, de raza y de condición, superiores a las indíge-nas, puesto que esas unidades son mestizas. A estas comunidades hay, por consiguiente, que darles, dentro del orden de ideas ya expresado, un tratamiento especial. Para exponer ese tratamiento, penetraremos algo más de lo que hemos hecho hasta ahora en el examen de esas comunidades.

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Todas las comunidades rancherías tuvieron en su origen, por punto de partida, una merced de carácter individual, según ya dijimos, que les sirvió de título primordial, y que unas han conservado y otras han perdido; a éstas no les es ya posible re-cobrarla. Acerca de este particular, no puede caber duda alguna porque la mayor parte de dichas comunidades conservan su mer-ced juntamente con los títulos de las operaciones notariales en que la comunidad ha intervenido en conjunto, pero muchas hay que existen sin título. El señor licenciado Orosco (Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos) explica este hecho de un modo general, diciendo:

¿Sucede, pues, se nos objetará, que la pequeña propiedad agraria, por uno de los más crueles caprichos del destino, está toda desprovista de títulos primordiales de dominio? No, ciertamente. La regla general y casi invariable —ya hablaremos de esto nosotros en “El problema del crédito territorial”— es que la propiedad de poca extensión esté bien titulada. Pero acontece que esta propiedad ha pasado por varias manos, es decir, se ha transmitido de padres a hijos o de vendedores a compra-dores, desmenuzándose de generación en generación. No hay de por medio, tratamientos, hijuelas, ni otro documento legal que entronque la antigua propiedad con los nuevos poseedores; ¿cómo entablar una opo-sición? Un simple incidente de personalidad pondría fuera de combate a los pobres opositores. Y luego acontece que en estas subdivisiones de la propiedad, andando el título de mano en mano, año por año, llega al fin a perderse. Primero, hay alguna noticia cierta de él; después, sólo van quedando algunas noticias, vagas, hasta que al fin todo recuerdo se borra completamente. De esta manera, el juicio de oposición viene a ser poco menos que imposible. Pero es muy fácil, podrá decirse, sacar un testimonio de ese título; ya de la Audiencia de México, ya de la Audien-cia de Guadalajara, según el terreno de que se trate. No, de ninguna manera es fácil sacar ese testimonio.

De modo que las comunidades rancherías están como las comuni-dades pueblos, unas tituladas y otras no. De cualquier modo que sea, la superior aptitud de los mestizos ha definido en ellas mejor

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la posesión individual con el carácter de propiedad privada, puesto que es susceptible de transmisión por herencia y de enajenación a extraños, y muchas veces ha llegado a reunir como propiedad individual propiamente dicha, la titulación notarial sucesiva en un largo periodo de años, viniendo a ser parte de esa propiedad pe-queña bien titulada a que se refiere el señor licenciado Orosco, que tiene buenos títulos al presente, pero que no están enlazados ni unidos a los títulos primordiales. Esa circunstancia sería sufi-ciente para poder considerar las comunidades rancherías, como ya integradas en varias propiedades particulares, si la caída de la propiedad primitiva, particular al estado comunal, no hubiera sido tan completa, que hubiera llegado como llegó, no sólo al estado de propiedad comunal pueblo, sino hasta el de la posesión. En efecto, en el terreno común, las posesiones individuales están casi siempre bien definidas, pero sólo en las habitaciones y en los terrenos de labor que no son susceptibles de posesión ni de producción en co-mún; en los demás terrenos, como en la de montes, pastos, aguas, etcétera, la posesión en común continúa y con gran persistencia. De modo que en las comunidades rancherías que no pocas veces se llaman pueblos también coexisten dentro del terreno común que fue la propiedad total primitiva, por una parte, los derechos privados en una escala que comienza con la simple posesión indi-vidual y acaba con la propiedad perfecta titulada con arreglo a las leyes comunes civiles y, por otra parte, los derechos comunes que en escala invertida comienzan con la propiedad comunal efectiva y real, y acaba con la completa anulación de todo derecho de pro-piedad en una posesión de hecho que casi ocupa los lindes de la simple ocupación.

Ideas acerca del modo de corregir el estado de los derechos territoriales

en las rancherías

El tratamiento, pues, de esas comunidades deberá consistir en considerarlas en un estado inmediatamente superior al de la pro-

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piedad comunal pueblo. Habrá que convertir primero en ellas la posesión general en propiedad comunal, mediante el título correspondiente; habrá que reconocer dentro de esa propiedad como propiedades privadas y plenamente individuales, las que ya tengan titulación civil de ese carácter; habrá que considerar las posesiones individuales, que no tengan título alguno, como posesiones preventivas o preparatorias, las que deberán ser ti-tuladas con títulos de exclusión de los demás poseedores, pero sujetos a la prohibición de enajenación a personas extrañas, has-ta que transcurrido el tiempo reglamentario puedan convertirse esos títulos en títulos definitivos de plena propiedad, y habrá por último que procurar en los terrenos plenamente comunales, la formación de las posesiones individuales, como ya lo hemos indicado tratando de los pueblos.

Ideas generales acerca de la integración de los derechos territoriales

de los estados de comunidad

Es cierto que el trabajo de clasificación de las comunidades, el de la institución de autoridades interiores y el de la formación de las posesiones individuales presentarán no pocas dificultades y requerirán la resolución de no pocos problemas secundarios, pero no es imposible y es de todo punto indispensable. Aun-que no queremos en estos estudios descender hasta los detalles de ejecución de las ideas que contienen, creemos indispensable indicar, por una parte, que la clasificación, en cada estado de la República, deberá hacerse no por principios generales, sino por la enumeración precisa de las comunidades que deberán consi-derarse en cada estado; por otra, que la institución de las auto-ridades interiores deberá hacerse por libre elección de todos los comuneros, sin otra intervención de las autoridades legales, que la necesaria para que aquéllas hagan respetar sus decisiones y, por último, que el mejor modo, a nuestro juicio, de hacer nacer las posesiones individuales es dividir el terreno común en unidades

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de determinada extensión, a las cuales, según la naturaleza del terreno, irán aparejadas sencillas obligaciones de conservación, facultando a los comuneros para tomar las unidades que deseen y para aumentar o disminuir esas unidades, según su posibilidad de retenerlas o conservarlas.

Es claro que siguiendo los dilatados, pero seguros procedi-mientos que hemos indicado someramente, se hará sin tropiezos de importancia, en un plazo largo en relación con nuestra vida, pero breve en relación con la vida nacional, la elevación de la pro-piedad comunal a la propiedad privada individual. En el curso de esa elevación, lo más importante será crear en los comuneros la costumbre de la contratación titulada, la necesidad de la titu-lación escrita, lo cual supone, como es natural, una reforma en los procedimientos notariales, que nos permitiremos indicar a su tiempo.

La dificultad primordial que encontrará el proceso de integra-ción de la propiedad comunal en los términos que llevamos dichos, consistirá en que el acumulamiento de medios de acción, o sea de capital en los comuneros, para ir extendiendo su actividad, tiene que ser muy lento, tan lento cuanto ha sido en todos los pueblos de la tierra, pero es fácil prestar ayuda a los mismos comuneros en ese trabajo y, precisamente, en ello consistirá el aceleramiento de su evolución, con sólo que los capitales que ya existen como propios de los ayuntamientos y que por lo común son impuestos a interés, se dediquen al fin expresado, para lo cual habrá que es-tablecer pequeñas instituciones de crédito de las que hablaremos en su oportunidad.

El problema forestal

Tiempo es ya de concluir con el problema de la propiedad en que venimos ocupándonos, y para demostrar que las solucio-nes que hemos indicado resuelven todos los demás problemas que con la propiedad se relacionan, nos bastará dedicar algunas líneas al problema forestal. Según todo lo que llevamos dicho,

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los montes de la República están divididos en dos categorías: la de los montes que forman parte de la gran propiedad y la de los que fueron y son comunales; en las pequeñas propiedades que no fueron comunales y que están en poder de los mestizos, los montes han sido y son una cantidad descuidable; los mon-tes que fraccionados por la desamortización pasaron a poder de los mestizos han desaparecido completamente. En la actualidad, sólo hay montes, por una parte, en las grandes haciendas y, por otra, en los pueblos y en las rancherías. Mientras no hubo fe-rrocarriles ni fábricas, los montes tenían muy poco valor, razón por la cual los pueblos y las rancherías habían conservado los suyos; pero en cuanto la construcción y el consumo de los ferro-carriles y de los establecimientos industriales por un lado, por otro la facilidad de comunicaciones que abrió amplios mercados a las maderas y, por otro, el desarrollo general del país que res-pondió a la magna obra de la paz, exigieron la explotación de los bosques en grande, comenzó no una explotación, sino una completa tala de los montes. Los primeros que desaparecieron fueron los pequeños de los mestizos, en virtud de que éstos en-contraron en aquéllos una riqueza inesperada que sólo podían aprovechar consumiéndola, dado que la explotación regular y metódica requiere capital, y ellos no lo tenían. Después, la ex-plotación ha pasado a los montes comunales. Los indígenas y los rancheros también se han encontrado de pronto con una riqueza que en su infinito deseo de bienestar han procurado aprovechar, lo mismo que los mestizos, consumiéndola, puesto que de otro modo no les es dado aprovecharla. Las grandes haciendas por el contrario, viendo que los montes desaparecen de la propiedad comunal, han suspendido o cuando menos reducido en los su-yos la explotación, en espera de un alza de precio que necesaria-mente tendrá que venir y que irá ascendiendo cada día más. Esto ha producido un desequilibrio completo entre la demanda y las condiciones de explotación que dan la oferta, pues como aqué-lla aumenta, día por día, ésta no se satisface con la explotación normal de los bosques, sino con el esquilmo forzado y cada vez

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196 • el problema de la propiedad

más arrasador de los montes de los pueblos y de las rancherías que poco a poco van convirtiéndose en verdaderos páramos, sin que los pueblos y las rancherías, por su escasez de recursos, puedan atender a la repoblación de esos montes. Ahora bien, en cuanto principie el trabajo de división de la gran propiedad, con la igualdad de toda la propiedad ante el impuesto, comenzará necesariamente la explotación de los montes de las haciendas, pues habrá necesidad de sacar de éstas mayores productos, y en aquéllos la explotación no será bien hecha todavía en razón de que les faltará capital por la enorme amortización de él que toda hacienda significa, pero al menos esa explotación será hecha en mejores condiciones que las de los montes comunales, produci-rá mejores maderas y desterrará de los mercados las de dichos montes comunales, permitiendo a éstos la conservación de los renuevos que ahora son materia de la explotación, y cuando la división se consuma, quedarán separadas la propiedad monte, la propiedad tierra de cultivo y la propiedad tierra de pastos, porque no será posible que una sola propiedad reúna todo. En-tonces el propietario de un monte tendrá que vivir de la explo-tación de ese monte y lo explotará con cuidado, con método y con capital, puesto que vendiéndose el resto de la parte divisible por herencia en una hacienda dada, el producto de la venta se repartirá entre los herederos: el propietario de tierras de culti-vo vivirá de ese cultivo y necesitará dar productos al dueño del monte, por las maderas que necesite, y ayudará a sostener la de-manda de esas maderas y, por lo mismo, los precios y las ventajas del dueño de montes; y hasta el dueño de pastos tendrá buenos productos, porque expulsados los ganados de las tierras de labor y de los montes, tendrán que reducirse a los terrenos pastales, y entonces, según aumente la demanda de pastos, se aumentará o disminuirá la extensión dedicada a ellos y hasta su cultivo que entonces aparecerá entre nosotros.

v

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La última palabra relativa al problema

de la propiedad

Posible es que todo lo que llevamos dicho acerca del problema de la propiedad sea un castillo de sueños; si es así, no somos los únicos en haberlo levantado. El ilustre Ocampo, el sociólogo de la Reforma, como lo llama el señor licenciado Sierra (Juárez, su obra y su tiempo) trató de edificarlo en la realidad, al consumar con la nacionalización, la desamortización de la mitad de la gran propiedad del país.

Ocampo habría querido —dice el señor licenciado Sierra— que la na-cionalización hubiese producido en México los mismos efectos que en Francia: la creación, o por lo menos la consumación, del movimiento que llevó la riqueza rural francesa a una clase numerosa de pequeños propietarios; esta dislocación de la propiedad territorial fue la magna obra social de la Revolución; ella formó una clase burguesa adicta a las ideas nuevas, porque con ella estaban vinculados sus intereses.

A lo que nosotros agregamos que la Revolución en Francia no sólo desamortizó los bienes del clero, sino también los de la nobleza. Una obra parecida quisiéramos nosotros en la zona de los cereales, y es necesario hacerla y se hará, o por los medios pacíficos que in-dicamos, o por una revolución que más o menos tarde tendrá que venir; esa obra contribuirá mucho a la salvación de la nacionali-dad, como en otra parte veremos. Preciso es que no olvidemos las palabras que con motivo de una discusión de baldíos pronunció en la Cámara de Diputados el señor don Manuel Sánchez Facio, palabras que aún deben resonar con profética entonación en ese recinto:

La cuestión de la propiedad, según lo ha dicho un gran pensador, cuando se quiere llegar hasta sus orígenes, es como esas grandes enci-nas que decoran las montañas; desde lejos no se ven más que las hojas; se acerca uno y distingue el tronco; pero es preciso cavar muy hondo

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para llegar hasta las raíces. Excavemos, pues, allí es donde reside el ori-gen de nuestras revoluciones, el pauperismo es la lepra que nos mata, y si no queremos que México termine como una Polonia, es preciso que deje de ser una Irlanda.

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CAPÍTULO SEGUNDO

el problema del crédito territorial

Ojeada general al estado de la propiedad territorial

en nuestro país

a multiplicidad y la variedad de las fuentes originales de la propiedad territorial en nuestro país; el enredado curso

evolutivo que han seguido las clases de propiedad que se han de-rivado de esas fuentes; la diversidad de titulación de cada una de dichas clases; la interrupción frecuente de todas las titulaciones, y en suma, la dificultad de apreciar en conjunto toda la propiedad y la imposibilidad de legislar uniformemente acerca de ella trajeron la misma propiedad en un estado de verdadera confusión, hasta el principio del periodo integral de nuestra historia de indepen-dientes. Al abrirse ese periodo, es decir, al comenzar el gobierno del señor general Díaz, faltaban a la propiedad en la República las tres condiciones fundamentales que la propiedad debe tener como base del crédito: perfecta identidad, completa seguridad y absoluta igualdad de condición.

La propiedad territorial en nuestro país no ha sido bien defi-nida hasta hoy. La implantación del sistema de la titulación escrita por la dominación española produjo desde luego el efecto que ya

L

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anotamos en su lugar, de dividir de hecho la propiedad en dos grandes ramas: la que fue titulada y la que quedó fuera de la titu-lación. La titulada se dividió a su vez en dos partes: la que se ajustó plenamente al sistema de la titulación, entrando en los moldes de la titulación notarial sucesiva, y la que por no haberse podido ajustar bien a ese sistema, aunque quedó titulada, quedó fuera de la titulación regular. Volvemos a decir aquí, que sólo para facilitar la inteligencia de las cuestiones territoriales, llamamos propiedad, hasta la que no lo es, como la simple ocupación.

Rama de la propiedad titulada

De la rama de la propiedad titulada, la parte plenamente titu-lada, por haber entrado en los moldes de la titulación notarial sucesiva, fue la de los españoles, que se dividió —no estará por demás repetirlo— en la de los conquistadores, o sea la civil, y la de los misioneros, o sea la de la Iglesia, dividiéndose a su vez la primera, entre la de los señores y la de los agricultores, que con el tiempo se convirtieron, la primera, en la gran propiedad de los criollos señores, y la segunda en las rancherías de los mestizos; la de los misioneros que después fue de la Iglesia, o sea la del clero, como gran propiedad también pasó en calidad de tal a los criollos nuevos o liberales por la Reforma. La parte incompleta-mente titulada fue la propiedad comunal que sólo fue titulada en conjunto, o sea, la de algunos pueblos indígenas, y la de las rancherías de los mestizos. Requiriendo el sistema de la titu-lación escrita, cultura, prácticas y recursos que sólo tenían los propietarios señores y el clero, y requiriendo también un personal de oficiales de notariado, que la Colonia no tenía, únicamente dichos propietarios señores y clero pudieron tener sus propiedades con buenos títulos primordiales y con los demás documentos de la titulación notarial sucesiva, hasta la Reforma; es decir, sólo la gran propiedad llegó hasta la Reforma con titulación perfecta, si bien con algunas interrupciones que le causaron la expulsión de los jesuitas y la guerra de Independencia. La propiedad comu-

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nal titulada, en su grupo de los pueblos, llegó a la Reforma sin que muchos de esos pueblos tuvieran título alguno y teniendo los más, por únicos títulos, la merced primordial y los notaria-les de las operaciones celebradas en conjunto; y en su grupo de las rancherías llegó hasta la Reforma, teniendo las más de esas rancherías la merced individual primordial, con algunas opera-ciones notariales celebradas en conjunto, como únicos títulos, y estando muchas de esas mismas rancherías, sin título primordial o sin título alguno, por haber perdido los que tenían. De modo que habiéndose perdido casi todos los títulos primordiales de la propiedad del clero, al pasar primero, por virtud de la expulsión de los jesuitas, y segundo, por virtud de la Reforma, a los criollos nuevos o criollos liberales, cuando se abrió el periodo integral, sólo la gran propiedad de los criollos señores tenía sus títulos re-lativamente completos.

Rama de la propiedad no titulada

La propiedad que quedó fuera de la titulación, fue —tampoco estará por demás repetirlo— la de todos los pueblos y grupos in-dígenas que por su falta de desarrollo evolutivo eran incapaces de comprender los motivos de existencia y menos los efectos prácticos de la titulación.

Falta de exactitud en la titulación de la propiedad titulada

Completos o no los títulos de las distintas clases de propiedad titu-lada que existían en el país, a consecuencia de los factores de error, de violencia y de confusión, que entraron en la titulación general y que influyeron dentro de cada clase en el desenvolvimiento de las diversas propiedades que la componían, ni estas propiedades queda-ron bien deslindadas, ni los derechos de los propietarios a ellas bien determinados, de modo que con el curso del tiempo se perdió toda relación entre los límites señalados en los títulos y las posesiones

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efectivas tenidas en virtud de ellos, con tanta más razón, cuanto que esas posesiones cambiaban de un modo incesante en virtud de circunstancias exteriores, pues cada propiedad se ensanchaba o se reducía, según las resistencias y las energías de los colindantes. Así las cosas, nació para cada propietario, como un interés de defensa, la necesidad de ocultar sus títulos. Los indígenas y los rancheros eran los únicos que hubieran tenido interés en exhibir los suyos para intentar la reivindicación de los recortes sufridos, pero no teniendo fe en una justicia que siempre se hacía a sus expensas, procuraban, ya no reivindicar lo perdido, sino conservar lo presente, y el mejor modo de conservarlo, era no hacerse sentir. No fueron bastantes a evitar el mal indicado, ni las disposiciones dictadas para devolver a cada quien lo suyo, ni las que se dictaron para regularizar las ocu-paciones indebidas; la misma dificultad de ordenar las cosas pro-tegía la desobediencia y aumentaba el interés de la ocultación. La Independencia contribuyó mucho a afirmar ese interés, porque en virtud de las condiciones del régimen que ella estableció, los propie-tarios tuvieron un nuevo motivo para no definir los límites de sus propiedades y para no mostrar los títulos que las amparaban, y fue el de evitar que fueran fácilmente justipreciadas por el fisco; esto último, porque como ya hemos dicho en otra parte, la propiedad de los criollos señores y del clero era gran propiedad, y dadas las difíciles condiciones de esa gran propiedad por el hecho de ser grande, la defensa contra el fisco y el fraude a éste tenían que ser condiciones necesarias de su existencia. La Reforma vino por último a conso-lidar el interés de la indecisión de los límites, de la ocultación de los títulos y del extravío del valor de la propiedad territorial. Desde luego la desamortización hizo nacer en los indígenas y en los ran-cheros, el nuevo interés de no aparecer como pueblos repartibles, y ese nuevo interés se confundió con el otro; la misma desamortiza-ción obligó al clero a ocultar sus propiedades y los títulos de éstas para evitar que aquéllas fueran desamortizadas; y la nacionalización dio motivo a que pudieran ser atacadas casi todas las propiedades extrañas al clero, porque siendo como era éste el único banquero de la época, casi todas esas propiedades estaban ligadas con él por

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diversos contratos que podían dar motivo a denuncios y pleitos. En lo que respecta a la nacionalización, el miedo de la propiedad a apa-recer en su verdadero estado, siempre nos ha parecido justo; muchas veces los denunciantes perseguían créditos de más de cien años de fecha, completamente ignorados hasta por los propietarios mismos. A consecuencia de todas las circunstancias expuestas, al abrirse el periodo integral, o sea el periodo de la paz presente, era tan difícil conocer la propiedad territorial, que muchas veces los propietarios mismos no conocían bien sus propiedades.

Falta de seguridad de la propiedad titulada

Aparejado al vicio de inexactitud que la propiedad traía al abrirse el periodo integral, traía también el de la falta de seguridad. En efecto, en el sistema de propiedad establecido por la dominación española y continuado por la Independencia, no se ha conocido en realidad la prescripción. El hecho de que en virtud de los dere-chos patrimoniales de los reyes de España toda propiedad privada tuviera que derivarse indispensablemente de una cesión directa o indirecta de dichos reyes, la que tenía el carácter de gracia o mer-ced, y el hecho de ser imperceptibles en principio los expresados derechos patrimoniales, dieron motivo a que durante la domina-ción española, toda propiedad pudiera ser en caso dado, revertible al patrimonio real, de donde procedía. Nosotros siempre hemos reconocido en los reyes españoles un gran instinto jurídico y un gran deseo de obrar con justificación. El derecho de reversión de que hemos hablado, no se ejerció jamás para negar el carácter de propiedad privada a la que lo tenía, pero como sólo tenía el carác-ter de propiedad privada la que estaba amparada por un título de cesión y había una completa falta de identidad entre la propiedad que el título indicaba y la que efectivamente se poseía, la rever-sión, ya directamente hecha, ya bajo la forma de reconocimiento de títulos, ya bajo la forma de restituciones de equidad, tenía que ser y fue siempre una amenaza contra la propiedad, amenaza que

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en rigor fue la principal causa de que la propiedad buscara tan empeñosamente la sombra. México independiente heredó íntegras las ideas de los reyes españoles acerca del territorio patrio que con-sideró patrimonio de la Soberanía Nacional, entidad subjetiva que creó y tuvo como sucesora legítima de aquellos reyes, si bien ha dudado en cuanto a la división que debía hacer de los derechos patrimoniales entre la Federación y los estados, dado que a la vez en aquélla y en éstos ha venido a residir la expresada Soberanía. Por consiguiente, dejó vivo, en provecho de la misma Soberanía Nacional, el derecho de reversión de la propiedad real concedida y de la poseída sin concesión. La duda surgida acerca de la distri-bución de la propiedad del territorio de la República, en la parte que no había adquirido el carácter de propiedad privada, parte que se llamó en conjunto terrenos baldíos, fue resuelta en favor de la Federación. La ley dada sobre este particular en 1863, dejó en pie sin embargo las diversas cuestiones que ofrecía el singular estado de la propiedad en el país. Esa ley, por lo demás, autorizó la ena-jenación de terrenos baldíos bajo ciertas condiciones de coloniza-ción, y como se hicieron en virtud de ella, hasta dentro del periodo integral, algunas enajenaciones, debe ser considerada como una fuente de propiedad.

La Reforma agravó el estado de cosas antes indicado porque en los procedimientos de la nacionalización desconoció también por completo la prescripción e hizo multitud de operaciones que tuvieron por base obligaciones contraídas de mucho tiempo atrás y ya olvidadas y muertas por el abandono del clero. En consecuen-cia, al abrirse el periodo integral, los derechos de todos los propie-tarios eran vacilantes y estaban expuestos a multitud de peligros.

Propiedad que traía el carácter de propiedad privada

Respecto de la propiedad que traía el carácter de propiedad priva-da, puede asegurarse sin temor de ser desmentido, que ha llegado hasta nosotros sin haber sido declarada de un modo preciso, irre-

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vertible, irrevocable, firme y definitivo. En el rigor de los princi-pios jurídicos, los poderes públicos representantes de la Soberanía Nacional podrían revocar la ocupación o la posesión que tienen los particulares a título de propiedad privada, sin que dichos poderes tuvieran para ello que salirse del recto carril de las leyes vigentes. No lo han hecho, sin embargo, de un modo general, porque en cierto modo han heredado el instinto jurídico y la justificación de los reyes de España, pero cuando el caso lo ha llegado a requerir, como cuando fue necesario expedir las Leyes de Desamortización y de nacionalización, haciendo honor al expresado instinto, no vacilaron en usar, y usaron de hecho, la facultad de reversión que tenían. Bueno será que fijen en atención en este punto los juristas que quieran defender la gran propiedad contra las leyes que im-pongan su repartición. Nosotros creemos que tratándose de esa repartición, los referidos poderes públicos deberán ejercer, en caso de resistencia por parte de los particulares, la facultad de reversión, pero creemos que conviene, una vez hecha la repartición misma, hacer por medio de la prescripción, definitiva, firme, irrevocable e irrevertible la propiedad que tenga el carácter de privada. Esa pres-cripción habrá que imponerla en el derecho civil común, porque toda ley que fuera de los moldes del derecho común toque la pro-piedad para alterarla, corregirla o modificarla, tendrá que producir muy graves perturbaciones.

La ley vigente sobre terrenos baldíos. Crítica de esa ley

Muchos estudios, muchas ideas y muchas discusiones precedieron a la ley del 18 de diciembre de 1893 sobre terrenos baldíos y a la vigente del 26 de marzo de 1894, que fue su consecuencia. Ambas trataron de remediar los dos ya señalados vicios de la propiedad de la República. Obedeciendo a la idea dominante de que los te-rrenos baldíos pertenecían a la Federación y a la idea también de que la Federación podía ejercer el derecho de reversión, para reco-brar como baldíos los terrenos que no hubieran sido virtualmente

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206 • el problema crédito territorial

cedidos para ser reducidos a propiedad privada, aunque hubieran sido poseídos durante siglos por los particulares, determinaron la enajenación de todos ellos buscando el modo de conocerlos, des-lindarlos y enajenarlos, por el sistema del denuncio. La segunda de esas leyes, o sea la ley vigente, a fin de atenuar los perjuicios con-siguientes al desconocimiento de la prescripción, concedió ciertas preferencias y ventajas a los poseedores. Los terrenos objeto de la expresada ley fueron divididos en terrenos baldíos propiamen-te dichos o no poseídos por alguno, en demasías comprendidas dentro de los linderos del título legal, en excedencias o fracciones poseídas juntamente con la propiedad legalmente titulada, y en terrenos nacionales, o sean baldíos ya deslindados, conocidos y no enajenados.

La ley a que nos referimos, vigente como dijimos antes, mos-tró cierto conocimiento del estado de la propiedad en el país; la clasificación que hizo de los baldíos y el modo especial que fijó para la enajenación de cada clase de ellos fueron relativamente acertados y encaminados a la regularización de la propiedad y a la corrección de los títulos; la personalidad que concedió a las comunidades pueblos es una de sus principales recomendaciones; el interés privado que puso en juego ha sido un medio eficaz de hacerla cumplir en lo posible, todo ello es cierto y, sin embargo, esa ley no ha penetrado hasta el fondo de nuestro estado social; tiene los mismos defectos de la del 15 de octubre de 1754. Toda ley que fuera de los moldes del derecho común establezca requi-sitos especiales para la revisión de derechos y la corrección de tí-tulos, tendrá que ser forzosamente entre nosotros de observancia incompleta, aunque en ella se ponga en juego el interés privado; muchos propietarios, en efecto, no podrán cumplir con la ley, y ésta por esa razón añadirá un motivo más de complicación a los ya existentes, porque más o menos tarde habrá que regularizar la propiedad que haya quedado fuera de la ley, juntamente con la que con ella haya cumplido, como nos lo demuestra de un modo absolutamente incontrovertible, lo sucedido en virtud de la citada ley del 15 de octubre de 1754. En cambio, la sujeción de toda ley

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que arregle la propiedad, a las del derecho común, ofrecerá la ven-taja de que la multiplicidad de los actos que tienen por objeto esa propiedad, hará que ésta vaya corrigiéndose por la función de un interés que siempre será superior al interés del denunciante, y es el del propietario mismo.

La ley de 26 de marzo de 1894 previno, por una parte y en ge-neral, la enajenación de los baldíos propiamente tales, a los denun-ciantes que solicitaran esa enajenación y, por otra parte, ofreció a los poseedores de los baldíos poseídos, la enajenación ventajosa de dichos baldíos, a ellos solos si la solicitaban dentro de cierto término que ya está vencido, y vencido ese término, a ellos mis-mos si la solicitaban, o a los denunciantes si la solicitaban prime-ro, teniendo aquéllos entonces sólo un derecho de preferencia en ciertas condiciones. Ahora bien, esas disposiciones tenían que ser y de hecho han sido, como dijimos ya, de observancia incompleta, por causa de la misma ley que las ha dictado. Desde luego, esas disposiciones no podían tener ni han tenido otra aplicación, que a la gran propiedad, es decir, a las haciendas, que en lo general, son las únicas bien tituladas, pero la ley olvidó que la titulación misma de las haciendas, en una gran parte, quedó descabezada por las operaciones hechas en virtud de la expulsión de los jesuitas y en virtud de la desamortización y de la nacionalización, puesto que esas operaciones se hicieron sin los primordiales respectivos que se perdieron o fueron ocultados; toda la gran propiedad de los criollos nuevos estaba en ese caso y, por lo mismo, obligada a nueva compra que, como es natural, no todos los propietarios han podido hacer. Enseguida, la misma ley desconoció las condiciones en que la desamortización vino a formar la propiedad pequeña, y muy especialmente la de repartimiento en fracciones de menos de doscientos pesos de valor. Es claro que no es fácil saber si se trata en esas fracciones de propiedad primordialmente titulada o no. Habiéndose hecho como se hizo la división, atendiendo sólo a la existencia de la comunidad, nadie puede saber ahora si los pueblos repartidos tenían títulos primordiales o no, ni dónde se encontra-rán los títulos de los que los tuvieron; tampoco es posible que se

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vuelvan a reunir los propietarios de todas las fracciones para cele-brar una composición por el terreno que fue común en conjunto, si existieron los títulos primordiales, o para volver a comprar ese terreno común como baldío, si dichos títulos no existieron o no pueden ser habidos; tampoco podrá cada uno de los dueños de fracciones en particular celebrar aquella composición o hacer esa compra, estando como están esas operaciones fuera de propor-ción, por su gasto, con el valor de dichas fracciones; tampoco po-drá cada propietario, por cada fracción, celebrar una composición especial o una compra, porque si el valor de esa fracción no resiste los gastos de una operación notarial, menos ha de resistir los gas-tos que ocasiona el cumplimiento de todos los requisitos de la ley. Por otra parte, la misma ley que venimos estudiando, desconoció igualmente por completo, la existencia de las comunidades que hemos llamado rancherías, y dicho con eso está que desconoció dos circunstancias importantes de ella; es la primera, la de que cuando las rancherías tienen títulos primordiales, éstos están des-ligados de los actuales poseedores, lo cual como ha dicho con razón el señor licenciado Orosco en el párrafo que copiamos en otro lugar, ha puesto a los mismos poseedores en la imposibilidad de arreglar sus composiciones y de defender sus terrenos de los denunciantes; y es la segunda, la de que si los actuales poseedores han perdido sus títulos, están en la imposibilidad de recobrarlos, lo cual también los ha puesto en la imposibilidad de arreglar sus composiciones y de defender sus terrenos de los denunciantes. Para los unos y para los otros, no queda ni el recurso de volver a comprar sus terrenos como baldíos, porque los unos y los otros, son pobres en lo general.

Pero lo que principalmente desconoció la ley de referencia fue la existencia de todos los pueblos, tribus y grupos indígenas que no habían podido llevar sus derechos territoriales hasta el estado en que esos derechos llegan a la titulación. Desconoció, pues, la existencia de muchos pueblos existentes hasta en la región de los indígenas sometidos, la de muchos pueblos de los incorporados y la de todas las tribus y todos los grupos de la región de los

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indígenas dispersos. Vino a desconocer pues, más derechos que la desamortización, y los resultados que pudo haber producido habrían sido considerablemente mayores que los de esa misma des-amortización, de no haberse impuesto a ella, la fuerza de las cosas creadas de hecho. No se nos borrará jamás de la memoria, el caso de pueblos de Tixmadeje y de Dongú, del Estado de México, pue-blos fundados antes de la Conquista y uno de ellos ya repartido en virtud de las Leyes de Desamortización, declarados baldíos en virtud de no tener títulos primordiales. Duele pensar que para ellos la República haya sido menos justa que la dominación espa-ñola que los respetó, y más duele pensar, que si ésta les reconoció el derecho a existir, por el sólo hecho de existir desde antes de la Conquista, aquella no haya considerado suficiente ese hecho ni el de que hayan tenido cuatrocientos años de posesión para recono-cerles su existencia.

Por todo lo expuesto, se comprende sin dificultad, que el Gran Registro de la Propiedad de la República, creado por la ley en que nos ocupamos, no llegará jamás a contener la inscripción total de la propiedad de ella. Ahora, del funcionamiento paralelo de ese Gran Registro y del Registro Público de la propiedad común tienen que nacer muchos conflictos que forzosamente habrán de traducirse en desarreglo de la propiedad. Nosotros, por ejemplo, hemos comprado una fracción de terreno; el título primordial de esa fracción es el de adjudicación que se hizo a una persona, al fraccionarse en 1860 un pueblo que no tenía primordiales, a partir de ese título existen todos los demás debidamente inscritos en el Registro Público de la propiedad común. Tenemos entendido, por consiguiente, que compramos una propiedad firme, pues a mayor abundamiento se nos entrega hasta el certificado de condonación del precio de adjudicación. Años después, un denunciante solicita se le adjudique o se le venda como terreno baldío un terreno que comprende toda la región en que nuestra fracción se encuentra comprendida, y la Secretaría de Fomento repite el caso de Tixma-deje y de Dongú. Nos pide a los demás propietarios parciales y a nosotros, el título primordial que acredite que nuestros terrenos

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fueron desprendidos del fondo común de los baldíos o realengos como se les llamaba antes, y no lo tenemos. Entonces declara bal-díos nuestros terrenos, y una de dos, o los dejamos adjudicar al denunciante o los compramos de nuevo, y al comprarlos se nos venden como… baldíos. Hasta el lenguaje protesta contra seme-jante absurdo. Y como ese es el estado de toda la propiedad que ha quedado y tiene que quedar fuera de la ley, el caso de nuestro ejemplo se habría repetido y se seguiría repitiendo mil veces por semana, si los denunciantes no retrocedieran ante las responsa-bilidades de los levantamientos para con el señor general Díaz, y ante la resolución que fácilmente se adivina en los poseedores, de defender sus terrenos aun a costa de su vida.

¿Cuál, pues, ha sido el resultado global de la ley vigente de baldíos? Por una parte lograr, que sí ha logrado, el deslinde y la enajenación de muchos baldíos no poseídos en realidad, lo cual ha sido un bien, sin embargo de que eso ha dividido la propiedad en la ya rectificada y la que ha quedado sin rectificar; y por otra, perfeccionar la titulación de la mayor parte de la gran propiedad. Por lo demás, dados los efectos parciales de la ley a que nos referi-mos, ella ha venido a ser también una fuente de propiedad que es preciso sumar a las anteriores.

Estado presente de la propiedad

En nuestros días la propiedad está dividida conforme al cuadro adjunto.*

En ese cuadro, consideramos a toda la propiedad que tiene el carácter de privada como tal, para no extremar la división y para no producir la confusión en nuestras ideas. La expresada di-visión iría más lejos todavía si tomáramos en cuenta el carácter de públicos que muchos de los bienes clasificados vienen a tener, divididos en bienes federales, de los estados y municipales, y los bienes de cada una de esas personalidades jurídicas, en propios y patrimoniales, que en suma están divididos así, aunque con otros * N. del E.: véase encarte.

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nombres. El carácter de públicos que los referidos bienes vienen a tener, influye poderosamente en sus condiciones esenciales y en las circunstancias de su titulación.

Dificultad de conocer a fondo la propiedad en el país

El cuadro anterior nos demuestra claramente lo difícil, si no im-posible, que es conocer a fondo la propiedad de nuestro país. Cada especie de las clasificadas en dicho cuadro ofrece un modo de ser singular, presenta circunstancias propias y está regida por un la-berinto de leyes cuya sola consulta exige largo tiempo, detenida atención y excepcionales conocimientos jurídicos. Sobre este par-ticular, creemos oportuno tomar del señor licenciado Orosco (Le-gislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos), referencia de un incidente curioso. Dice el señor licenciado Orosco:

Esta duda —ella no hace al caso— tiene un origen que no carece de significación.

En noviembre de 1885 publicó en esta capital (México), el licen-ciado don Prisciliano María Díaz González, un folleto terrible contra los denunciantes de terrenos baldíos, folleto que vino a ser como el arsenal de donde largo tiempo tomaron sus armas los opositores a de-nunciantes y compañías deslindadoras. Pues bien, en ese trabajo que a la verdad no carecía de cierto mérito bajo algunos conceptos, asegura-ba el señor Díaz González con tono eminentemente magistral, que el artículo 27 de la ley del 20 de julio de 1863 incurría en un anacronis-mo, en un error imperdonable, al asegurar que la antigua legislación prohibía la prescripción de los terrenos baldíos. Gozaba de reputación de ilustre jurisconsulto el señor Díaz González y su folleto causó im-presión profundísima en derredor del señor general Carlos Pacheco, a la sazón Ministro de Fomento y a cuya sombra se había especulado en grande escala con los terrenos baldíos. Se dio tal importancia al folleto oposicionista, que personas tan serias y encumbradas entonces como don Manuel Inda y don Joaquín D. Casasús, emprendieron la tarea de escribir y publicar dos opúsculos donde es de ver campear en fatigosa

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Cuadro que manifiesta el estado aCtual de la propiedad territorial en la repúbliCa mexiCana

I. Propiedad territorial, generalmente amparada por los derechos territoriales de la soberanía nacional

1. Propiedad no titulada

1.1 Terrenos baldíos no poseídos y no deslindados1.2 Terrenos baldíos poseídos y no deslindados

• Terrenos ocupados precisa o accidentalmente por grupos indígenas que no tienen noción alguna de derecho territorial, ni la de simple ocupación

• Terrenos ocupados por grupos indígenas que tienen noción de la ocupación pero no de la posesión

• Terrenos ocupados por grupos indígenas que tienen la posesión de ellos sin título

2. Propiedad titulada

2.1 Propiedad titulada desde sus orígenes2.1.1 Propiedad ya rectificada

2.1.1.1 Propiedad primordialmente titulada por merced directa2.1.1.1.1 Propiedad comunal sin titulación notarial sucesiva

2.1.1.1.1.1 Propiedad comunal desde su origen con la merced primordial y la con-stancia de alguna otra operación como títulos primordiales y únicos en manos de indígenas• Terrenos de comunidades reconocidas y tituladas para regularizar

estado anterior• Terrenos de comunidades creadas especialmente a virtud del título

2.1.1.1.1.2 Propiedad de origen individual con la merced primordial y la constancia de alguna otra operación más, como títulos primordiales y únicos, en manos de criollos y mestizos

2.1.1.1.2 Propiedad individual con titulación notarial sucesiva• Terrenos de propiedad individual del antiguo grupo civil o laico, en

manos de muy pocos extranjeros y muchos criollos señores• Terrenos de propiedad individual del antiguo grupo eclesiástico, en

manos de algunos extranjeros de algunos criollos señores, de muchos criollos nuevos y de muchos mestizos

2.1.1.2 Propiedad primordialmente titulada por composición2.1.1.2.1 Propiedad aisladamente titulada, sin titulación notarial sucesiva

• Propiedad comunal desde su origen, con el título de la composición y la constancia de alguna otra operación, como títulos primordiales y únicos, en manos de indígenas

• Propiedad de origen individual, con el título de composición y la con-stancia de alguna otra operación, como títulos primordiales y únicos, en manos de pocos extranjeros, algunos criollos y muchos mestizos

2.1.1.2.2 Propiedad titulada en corrección de mercedes anteriores2.1.1.2.2.1 Propiedad titulada en corrección de la propiedad comunal, con titulación

incorporada a la general• Fracciones de terreno comprendidas dentro, o agregadas a terrenos

de propiedad comunal por su origen y por su estado presente, en manos de indígenas

• Fracciones de terreno comprendidas dentro, o agregadas a terrenos que fueron en su origen de propiedad individual, y son de propiedad comunal en su estado presente, en manos de criollos y mestizos

2.1.1.2.2.2 Propiedad titulada en corrección de la propiedad individual, con titu-lación incorporada a la notarial sucesiva• Fracciones de terreno comprendidas dentro, o agregadas a los ter-

renos de propiedad individual que fueron del grupo civil o laico,

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• y que están ahora en manos de pocos extranjeros y muchos criollos señores

• Fracciones de terreno comprendidas dentro, o agregadas a los ter-renos de propiedad individual que fueron del grupo eclesiástico y están ahora en manos de algunos extranjeros, de muchos criollos nuevos, y de muchos mestizos

2.1.2 Propiedad no rectificada aún2.1.2.1 Propiedad primordialmente titulada por merced directa

2.1.2.1.1 Propiedad comunal sin titulación notarial sucesiva2.1.2.1.1.1 Propiedad comunal desde su origen con la merced primordial y la con-

stancia de alguna otra operación como títulos primordiales y únicos en manos de indígenas• Terrenos de comunidades reconocidas y tituladas para regularizar

estado anterior• Terrenos de comunidades creadas especialmente en virtud del título

2.1.2.1.1.2 Propiedad de origen individual con la merced primordial y la constancia de alguna otra operación más, como títulos primordiales y únicos, en manos de criollos y mestizos

2.1.2.1.2 Propiedad individual con titulación notarial sucesiva• Terrenos de propiedad individual del antiguo grupo civil o laico, en

manos de muy pocos extranjeros y muchos criollos señores• Terrenos de propiedad individual del antiguo grupo eclesiástico, en

manos de algunos extranjeros de algunos criollos señores, de muchos criollos nuevos y de muchos mestizos

2.1.2.2 Propiedad primordialmente titulada por composición2.1.2.2.1 Propiedad aisladamente titulada, sin titulación notarial sucesiva

• Propiedad comunal desde su origen, con el título de la composición y la constancia de alguna otra operación, como títulos primordiales y únicos, en manos de indígenas

• Propiedad de origen individual, con el título de composición y la con-stancia de alguna otra operación, como títulos primordiales y únicos, en manos de pocos extranjeros, algunos criollos y muchos mestizos

2.1.2.2.2 Propiedad titulada en corrección de mercedes anteriores2.1.2.2.2.1 Propiedad titulada en corrección de la propiedad comunal, con titulación

incorporada a la general• Fracciones de terreno comprendidas dentro, o agregadas a terrenos

de propiedad comunal por su origen y por su estado presente, en manos de indígenas

• Fracciones de terreno comprendidas dentro, o agregadas a terrenos que fueron en su origen de propiedad individual, y son de propiedad comunal en su estado presente, en manos de criollos y mestizos

2.1.2.2.2.2 Propiedad titulada en corrección de la propiedad individual, con titu-lación incorporada a la notarial sucesiva• Fracciones de terreno comprendidas dentro, o agregadas a los ter-

renos de propiedad individual que fueron del grupo civil o laico, y que están ahora en manos de pocos extranjeros y muchos criollos señores

• Fracciones de terreno comprendidas dentro, o agregadas a los ter-renos de propiedad individual que fueron del grupo eclesiástico y están hora en manos de algunos extranjeros, de muchos criollos nuevos, y de muchos mestizos

2.2 Propiedad titulada por las leyes especiales2.2.1 Propiedad titulada por leyes distintas de las de enajenación de terrenos baldíos

2.2.1.1 Propiedad ya rectificada2.2.1.1.1 Propiedad titulada a virtud de la Pragmática Real de 24 de marzo de 1767

que expulsó a los jesuitas, en manos de criollos señores2.2.1.1.2 Propiedad titulada conforme a la ley de desamortización de 25 de junio de 1856

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2.2.1.1.2.1 Propiedades tituladas conforme a la titulación ordinaria notarial sucesiva2.2.1.1.2.1.1 Propiedades que fueron de las personas morales religiosas del

antiguo grupo eclesiástico, en manos de algunos extranjeros, de algunos criollos señores, de muchos criollos nuevos y de muchos mestizos

2.2.1.1.2.1.2 Fracciones de terrenos que fueron de personas morales civiles, en manos de algunos criollos y de muchos mestizos• Fracciones que reconocen todavía el precio de adjudicación• Fracciones de precio

2.2.1.1.2.2 Propiedades tituladas en la forma especial extraordinaria y extranotarial de la circular de 9 de octubre de 1856

2.2.1.1.2.2.1 Terrenos procedentes de personas morales no indígenas• Fracciones de las propiedades que fueron de las personas mo-

rales religiosas del antiguo grupo eclesiástico, en manos de mestizos y criollos

• Fracciones de terreno que fueron de personas morales civiles, en manos de criollos y mestizos• Fracciones que reconocen todavía el precio de adjudi-

cación• Fracciones de precio redimido

2.2.1.1.2.2.2 Terrenos procedentes de comunidades indígenas• Terrenos de reconocimiento condonado• Terrenos de reconocimiento no condonado

2.2.1.1.3 Propiedad titulada en la forma ordinaria notarial sucesiva de las personas mo-rales religiosas del antiguo grupo eclesiástico, en manos de algunos criollos señores, de muchos criollos nuevos y de muchos mestizos• Propiedades plenamente liberadas• Propiedades con reclamaciones en tramitación

2.2.1.2 Propiedad no rectificada aún2.2.1.2.1 Propiedad titulada en virtud de la Pragmática Real del 24 de marzo de 1767

que expulsó a los jesuitas, en manos de criollos señores2.2.1.2.2 Propiedad titulada conforme a la ley de desamortización de 25 de junio de

18562.2.1.2.2.1 Propiedades tituladas conforme a la titulación ordinaria notarial sucesiva

2.2.1.2.2.1.1 Propiedades que fueron de las personas morales religiosas del antiguo grupo eclesiástico, en manos de algunos extranjeros, de algunos criollos señores, de muchos criollos nuevos y de muchos mestizos

2.2.1.2.2.1.2 Fracciones de terrenos que fueron de personas morales civiles, en manos de algunos criollos y de muchos mestizos• Fracciones que reconocen todavía el precio de adjudicación• Fracciones de precio redimido

2.2.1.2.2.2 Propiedades tituladas en la forma especial extraordinaria y extranotarial de la circular de 9 de octubre de 1856

2.2.1.2.2.2.1 Terrenos procedentes de personas morales no indígenas• Fracciones de las propiedades que fueron de las personas mo-

rales religiosas del antiguo grupo eclesiástico, en manos de mestizos y criollos

• Fracciones de terreno que fueron de personas morales civiles, en manos de criollos y mestizos• Fracciones que reconocen todavía el precio de adjudicación• Fracciones de precio redimido

2.2.1.2.2.2.2 Terrenos procedentes de comunidades indígenas• Terrenos de reconocimiento condonado• Terrenos de reconocimiento no condonado

2.2.1.2.3 Propiedad titulada en la forma ordinaria notarial sucesiva de las personas mo-rales religiosas del antiguo grupo eclesiástico, en manos de algunos criollos señores, de muchos criollos nuevos y de muchos mestizos

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• Propiedades plenamente liberadas• Propiedades con reclamaciones en tramitación

2.2.2 Propiedad titulada por las leyes relativas a terrenos baldíos2.2.2.1 Propiedad titulada por leyes anteriores a la vigente

• Terrenos enajenados lisa y llanamente• Terrenos enajenados mediante condiciones de colonización

2.2.2.2 Propiedad titulada por la ley que está vigente2.2.2.2.1 Terrenos reducidos aisladamente a propiedad particular

• Terrenos enajenados como baldíos por su deslinde• Terrenos enajenados como nacionales

2.2.2.2.2 Terrenos titulados en corrección de títulos• Huecos• Demasías• Excedencias

2.2.2.2.3 Terrenos nacionales reservados por la Federación

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216 • el problema crédito territorial

y comprometida lucha, a Calvo, a Weathon, el Pacto Federal, César Cantú, el Estatuto Real, don Benito Juárez… ¡y hasta el Diccionario de la lengua! a fin de refutar dicho folleto. Y la verdad es que el señor Díaz González no tenía razón en lo que afirmaba. La imprescriptibi-lidad de los terrenos baldíos estaba realmente declarada por una ley relativamente reciente: la ley 9a, Tít. 80., Libro XI1 de la Nov. Recopi-lación, cuyo Código recibió sanción y fuerza de ley por Cédula del 15 de julio de 1805: de suerte que las citas del señor don Prisciliano eran realmente un anacronismo, defecto que imputaba él, al artículo 27 de la ley de Juárez.

Ahora bien, el incidente referido en las líneas anteriores es más curioso de lo que el señor licenciado Orosco ha creído, porque la ley que él cita no se refiere a la adquisición por prescripción de los terrenos baldíos, sino a la prescripción de las alcabalas. Su título, en efecto, es el siguiente: “No puedan prescribir las alcabalas, los que las tengan por tolerancia o sin título válido”. Podría exten-derse esa ley hasta hacerla comprender todos los bienes del fisco, y tal vez de ello dependió el error del señor licenciado Orosco, puesto que él considera los baldíos como bienes del fisco, rei fisci, lo cual es un error también, como veremos más adelante; pero de ninguna manera se refiere a los baldíos. Por lo mismo, tenía razón el señor licenciado Díaz González. Ahora bien, todo lo anterior, nos da idea clara de las dificultades que ofrecen las cuestiones de propiedad entre nosotros. Fácil es deducir de esa circunstancia, que el conocimiento de aquellas cuestiones escapa a la capacidad media de los letrados. Y si esto es tratándose de cuestiones funda-mentales, tratándose de cuestiones concretas en las cuales muchas veces se presenta la circunstancia de que en una misma propiedad hay terrenos de todas clases, géneros y especies, como baldíos, mercedados, adquiridos por composición colonial, de procedencia eclesiástica, de repartimiento, etcétera, etcétera, unos sin título y otros con sus títulos especiales, de los cuales unos están comple-

1 Aunque el texto del señor licenciado Orosco cita el Libro de que se trata con el número II, es seguro, que se trata del número 11, o sea XI, porque de lo contra-rio la cita resulta falsa.

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tos, otros están interrumpidos y otros son viciosos, estando cada uno de ellos sujeto a múltiples, complicadas y encontradas leyes fiscales de la Federación, de los estados y de los municipios, se comprende que con más razón la resolución de dichas cuestiones concretas esté fuera de la capacidad general de los hombres de negocios. Esto tenía que influir mucho, y de hecho mucho ha in-fluido en las operaciones de circulación de la propiedad, pero más, mucho más, en las operaciones de crédito.

Diferencias de condición jurídica entre las diversas clases de propiedad

La diversidad jurídica de las numerosas clases de propiedad com-prendidas en el cuadro que formamos antes ha tenido consecuen-cias de mucha importancia. El hecho de que cada una de esas clases haya sido formada en condiciones diversas de origen, y el de que a partir de ese origen se haya formado después para cada clase una legislación excepcional, completa y complicada, han produci-do el resultado de establecer divisiones entre esas clases, no sólo en cuanto a su condición jurídica esencial y en cuanto a los requisitos formales de su titulación, como ya tenemos dicho, sino principal-mente en cuanto al grado de gravamen y de sacrificio que suponen para el propietario. En efecto, los gastos de titulación, los impues-tos de transmisión de propiedad, los impuestos territoriales y las demás cargas de la propiedad presentan desigualdades enormes.

En cuanto a los gastos de titulación, basta solamente con re-cordar las diferencias jurídicas que existen entre todas las fuentes de propiedad a que nos hemos ya referido, para comprender las desigualdades que indicamos. Por razón de esas diferencias, el denunciante de un terreno baldío, fuera de los gastos de adquisi-ción, no tiene que hacer sino gastos insignificantes para obtener el título de su propiedad y para inscribir ese título en el Gran Registro de la propiedad, primero, y en el Registro Público de la propiedad común, después: el criollo señor que tiene de su hacienda títulos completos, desde la merced primordial hasta la

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218 • el problema crédito territorial

escritura notarial extendida a su favor, tiene también poco que gastar para inscribir la merced en el Gran Registro, y la escri-tura a su favor, en el Registro Público de la propiedad común, pues cuando mucho, tendrá que rectificar sus títulos, y si algún gasto más se ve obligado a hacer, es siempre para extender sus derechos de propietario, para adquirir más terreno; pero todos los demás propietarios, comenzando por el criollo nuevo cuyos títulos cuando más lejanos datan de la Reforma, y concluyendo por los indígenas, encuentran inmensas dificultades y tienen que hacer cuantiosísimos gastos para poner los títulos de sus propie-dades en estado de servir para una operación comercial cualquie-ra. Como necesariamente tiene toda propiedad que justificar su legal desprendimiento de los derechos patrimoniales que fueron antes de los reyes de España y son ahora de la Soberanía Nacional, porque de lo contrario es declarada terreno baldío, y tiene por lo mismo que ponerse en condiciones de ser inscrita en el Gran Registro de la propiedad de la República, y como también tiene necesariamente que acreditar su actual apropiación a su último dueño, porque de lo contrario puede ser declarada bien mostrenco, y tiene por lo mismo que ponerse en condiciones de ser inscrita en el Registro Público de la propiedad común, el trabajo de ligar la titulación entre esos dos extremos tan lejanos el uno del otro es muy grande y sólo puede llevarse a cabo mediante la inversión de fuertes cantidades de dinero, cantidades que varían según el caso. Aun en el grupo de los propietarios no privilegiados que acabamos de indicar se pueden hacer divisiones importantes. Las comunidades pueblos, en virtud de la singular condición jurídica que guardan, pueden hacer inscribir sus títulos, si los tienen, a la vez en el Gran Registro y en el Registro Público común, mediante gastos no muy crecidos, y desde ese punto de vista, están en me-jores condiciones que los criollos nuevos; los criollos nuevos que tienen al corriente sus títulos en el Registro Público común están en aptitud de completar esos títulos, aunque mediante gastos de consideración, porque en los archivos existen constancias de todas las operaciones notariales sucesivas que se hicieron con sus bienes,

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desde la merced primordial hasta la Reforma; los mestizos propie-tarios individuales de terrenos mercedados, individuales también, fraccionados con el tiempo y al corriente en el Registro Público común, como en general han perdido la merced primordial, tienen que hacer enormes gastos para encontrar ésta; los mestizos e indí-genas propietarios de terrenos, ahora individuales y antes también comunales, asimismo al corriente en el Registro Público común, como han perdido toda relación de la merced comunal primitiva, están ya casi imposibilitados para encontrar dicha merced, aún estando dispuestos a los más grandes sacrificios; y los mestizos propietarios de terrenos comunales, dueños de la propiedad que hemos llamado ranchería, están en la absoluta imposibilidad de regularizar sus títulos porque aunque tengan su merced primor-dial, como ésta es individual, y no da a la comunidad el carácter de pueblo, para hacer inscribir en el Registro Público común el derecho de propiedad en favor de los actuales propietarios, éstos tendrían que rehacer una por una todas las operaciones de trans-misión de propiedad que ligaran sus derechos a los de la persona a quien se expidió la merced primordial, y esto después de algunos siglos es imposible. De todo lo anterior resulta que los propietarios más favorecidos son, en suma, los criollos señores, puesto que és-tos no tienen que hacer gasto alguno; después tendrán que seguir los compradores de terrenos baldíos, porque si éstos no tienen que hacer gastos apreciables de titulación, tienen que hacer los de denuncio y compra de los terrenos, siempre menores que los de integración de títulos, y después, los demás en el orden en que los hemos enumerado. Ahora bien, las condiciones de desigualdad son tan patentes, que los poseedores seculares que no han tenido jamás título alguno, resultan favorecidos, puesto que pueden con-vertirse en denunciantes de baldíos; para ellos resulta más fácil y menos costosa la nueva adquisición de sus terrenos a título de tales baldíos, que para los demás la conservación de sus terrenos adqui-ridos por títulos justos y legales. Entendemos que no hay quien ponga en duda las afirmaciones precedentes; sin embargo, citamos en apoyo de alguna, de ellas, la opinión del señor licenciado Oros-

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220 • el problema crédito territorial

co (Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos). Después de explicar cómo la pequeña propiedad individual ha perdido sus tí-tulos primordiales, el citado autor dice lo siguiente:

Pero es muy fácil, podrá decirse, sacar un testimonio de ese título, ya de la Audiencia de México, ya de la Audiencia de Guadalajara, según el terreno de que se trate. No, de ninguna manera es fácil sacarse testimo-nio. En primer lugar, porque no es posible retener en la memoria fechas lejanas; y en tratándose de un antiguo título, entre saber si lo expidió el Virrey Mendoza o el Virrey Calleja, no se sabe nada. Pero aún en el afortunado y raro caso de saber la fecha del título, es necesario tener en cuenta que no existe en las Audiencias más que una copia del auto de adjudicación, en los libros que llamaban de gobierno: todo lo de-más, deslinde, planos, medidas... fue a dar a las Intendencias Reales en 1786. Estos expedientes, mal guardados y peor coleccionados fueron destruidos en su mayor parte durante el largo periodo de nuestras gue-rras civiles; y los que existen, por culpa de las autoridades encargadas de su custodia y por la ignorancia del público, no han prestado casi ningunos servicios a los propietarios del país. Se podrá conseguir, pues, nada más el auto de adjudicación, pero como fácilmente se comprende, este auto no es bastante sin las medidas y los planos, para identificar el terreno a que se refiere. Algunas veces será suficiente ese auto para defender el terreno invadido por una Compañía Deslindadora; pero habrá necesidad de comisionar un abogado que busque el repetido auto y obtenga un testimonio de él. Entonces, si la cosa pasa en México, será necesario desde luego, un anticipo de quinientos pesos nada menos, para que el abogado se resuelva a dar un paso en el asunto. Si la cosa pasa en Guadalajara, será necesario un anticipo de doscientos pesos; y en ambos casos, liquidar con pago la cuenta de gastos y honorarios que suele ser altísima. Al cabo de algunos años de ansiedad, desembolsos y molestias, se ha obtenido por fin el deseado título. ¿Hay que promover una oposición? Pues es necesario pagar un abogado que la formule y la sostenga; que alegue la prescripción e invoque el consabido título. Este abogado, tronando siempre contra los impúdicos ladrones que se llaman deslindadores, consume las vacas y ovejas de su cliente, que tiene la honra de quedarse sin camisa y sin terrenos en manos de sus celosos defensores. Se encuentra así el poseedor de pequeños terrenos arrojado

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entre Scyla y Charybdis; entre un Scyla que le quita lo suyo diciendo que es baldío, y un Charybdis que se lo quita también, diciendo que no es baldío. ¿Qué hace el pobre propietario en medio de esta cruel alter-nativa? La solución es tan clara, que la ignorancia misma y la debilidad la aconsejan. Va el propietario con el deslindador: se echa en sus bra-zos, olvida para siempre el título primordial, perdido hace más de un siglo, y verifica un arreglo. Al fin el feroz deslindador no cobra (regla general) más que un peso por hectárea. El pobre poseedor tiene dos caballerías de tierra… es un costo de $85.60, quizás unos treinta pesos más por razón de gastos. Total $115.60, la cosa es mucho más sencilla que pelear y buscar títulos. El arreglo es, pues, una solución bendita para sus dificultades y acaba por querer como a un buen amigo a ese deslindador a quien entrega su dinero para salvar lo que real y verdade-ramente es suyo. He aquí al pobre, esta víctima eterna de todos los males que pesan sobre el mundo, oprimido por la majestad de la ley, por las ironías del acaso, por la codicia de los especuladores, por la maldad de los poderosos, por el arancel de los legistas, por la corrupción y bajeza de los dispensadores de justicia. ¡Y siquiera fuere posible dudar de lo que llevamos dicho! Pero hemos referido tan sólo cosas que hemos visto con nuestros propios ojos y que hemos palpado con nuestras propias manos, cosas de las cuales son testigos hombres de todas edades y condiciones, que viven, que hablan, que se cruzan con nosotros. Hasta ahora habían hecho odiosos los negocios de baldíos, el grito colérico del rico, la protesta altiva y rencorosa de la codicia. Nosotros hemos querido hacer oír una queja más desinteresada y más profunda: la queja de la justicia violada en el pobre y en el débil.

Por lo que toca a los impuestos de transmisión de propiedad, las circunstancias de desigualdad son las mismas. Esos impuestos son, unos de carácter general, como el del timbre, y otros de carácter local, como los que en algunos estados llevan el nombre de im-puestos de transmisión de propiedad o de translación de dominio. Dejando aparte la cuestión de si todos esos impuestos son o no económicos, nos limitamos a hacer constar que todos pesan con mayor pesadumbre sobre la pequeña propiedad que sobre la gran-de. El mejor de todos ellos es sin duda el del timbre, y sin embar-go, en las cuotas de compraventa y de hipoteca, se reparte mal,

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porque para las grandes operaciones, la diferencia entre cien y cien pesos, o sea lo que la tarifa llama fracción menor, es insignificante, en tanto que en las numerosísimas operaciones que tienen que hacerse con la abundante propiedad menor de doscientos pesos, la diferencia en muchos casos equivale casi a una cuota doble. La ley del timbre, como casi todas las nuestras, desconoce lo que hay en el fondo de nuestro estado social. Mejor sería, sin duda, que las cuotas de esas operaciones fueran un tanto por ciento riguro-samente proporcional, como lo había establecido el señor licencia-do don Matías Romero. Los impuestos locales de transmisión de propiedad o de translación de dominio parecen llenar ese requisito porque son un tanto por ciento, y sin embargo, están mucho más mal repartidos que el del timbre, porque las condiciones de des-igualdad social que existen entre los criollos grandes propietarios, y los mestizos y los indígenas hacen, como ya hemos dicho en otra parte, que los primeros resistan al fisco con mayor fortuna que los demás. Los pequeños propietarios pagan los impuestos poco más o menos sobre el valor real de sus propiedades, en tanto que los grandes propietarios los pagan sobre un valor mucho menor que el real. Para nadie es un secreto que cuando se vende una gran hacienda, en la escritura se hace figurar un valor distinto del que importa efectivamente el precio de venta, sin que haya agente alguno del fisco que se atreva a reclamar. Por el contrario, en las operaciones pequeñas, el agente del fisco se muestra siempre exi-gente, y activamente trabaja hasta que logra elevar el valor fiscal de la propiedad vendida hasta su valor efectivo. Acerca de esto mucho tendremos que decir en otra parte.

Los impuestos territoriales van más lejos. No sólo ellos gravan, también de un modo general, poco a las grandes propiedades, y mucho a las pequeñas, sino que recargan inconsideradamente a al-gunas de las clases de propiedad que venimos estudiando. Desde luego, las grandes propiedades como repetidas veces hemos dicho, pagan por un valor fiscal que dista mucho del valor real, y la diferen-cia en favor del propietario es tanto más grande cuanto más grande es la propiedad, de modo que a medida que el valor de la propiedad

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es mayor, la contribución que paga es más pequeña; sin embargo, la desproporción no es tan considerable, cuanto lo es en la pequeña propiedad formada en virtud de las Leyes de Desamortización. En esa pequeña propiedad hay terrenos de dos clases: los que proceden de los ayuntamientos y los que proceden de los pueblos divididos. En los primeros, el precio de adjudicación con arreglo a la ley de 25 de junio se reconoce a 6 por ciento de interés; en los segundos, el precio está impuesto a censo reservativo. No puede ser de otro modo, porque los primeros están obligados a la redención, en ellos el precio está impuesto a interés de un modo provisional, es decir, en tanto que puede ser pagado, el canon que la imposición produce en ellos es un verdadero rédito. Por el contrario, en los segundos, o sea en los terrenos provenientes del repartimiento de los pueblos, el dominio de esos terrenos, por la viciosa forma en que las adjudica-ciones vinieron a hacerse, se trasmitió a los parcioneros, mediante la obligación del pago de un censo o canon que debía pagarse so-bre el precio de adjudicación; en ellos, el precio no está impuesto a interés, no paga rédito, ni el parcionero está obligado a la reden-ción; el parcionero paga censo a perpetuidad. De todos modos, esos bienes, tanto los provenientes de los ayuntamientos cuanto los de los pueblos divididos, como no pudieron recibir los beneficios de las Leyes de Nacionalización que sólo se refirieron a los bienes de la Iglesia, no pudieron verse pronto libres de los reconocimien-tos que sostenían. Ahora bien, en los terrenos procedentes de los ayuntamientos, el rédito del capital no redimido es y tiene que ser independiente de los impuestos ordinarios, pero como se paga al mismo tiempo, en realidad resulta que el tenedor o adjudicatario paga en tanto no puede comprar con la redención el terreno adjudi-cado —la redención es una verdadera compra— una cantidad que importa la suma del rédito con la contribución, o sea un tributo verdaderamente excesivo. Los terrenos procedentes de la división de los pueblos tuvieron al principio la excepción de no pagar más que su censo, siempre inferior a la contribución predial corriente, pero con motivo de que las condonaciones federales perdonaron a algunos adjudicatarios el capital de la imposición, surgió la duda

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224 • el problema crédito territorial

de si habían quedado o no libres del canon o censo que pagaban, y como la condonación nada tenía que ver con las contribuciones, en algunas partes se exige a los parcioneros, a la vez, el censo de reconocimiento y la contribución, lo cual, aunque perfectamente lógico, resulta verdaderamente exhorbitante.

Otros muchos motivos de desigualdad hay en la condición de las propiedades del país. Entre otros, citaremos el de las diferencias de costo en las operaciones notariales. En el Estado de México, por ejemplo, la escritura pública es obligatoria para todas las ope-raciones de bienes raíces, cualquiera que sea su valor, y refiriéndo-nos a esa circunstancia, y a la necesidad de hacer proporcional el costo de dichas operaciones al valor de ellas, en la exposición de un proyecto de reformas a 1a ley notarial vigente, proyecto que formaba parte de un proyecto general de presupuestos que conte-nía grandes reformas hacendarias, decíamos lo que sigue:

El abuso, puede decirse, es la regla general, y aun cuando no sea el abuso, el uso, la estricta sujeción al arancel de 1848, resulta de una monstruosidad inconcebible. El arancel tomó por base de sus asigna-ciones, el trabajo de los escribanos, haciendo abstracción del valor de los negocios y del interés de las personas que en ellos intervinieren. De allí la mala gradación de las cuotas en relación con la exacta im-portancia de los trabajos que retribuyen, y de allí la desproporción injusta que hay entre las operaciones hechas por los ricos y las hechas por los pobres. Conforme al arancel —Artículo 38. Cap. IV— el que otorga una escritura de $1.000,000.00 paga al notario que la hace, $40.00, incluyendo el testimonio, es decir, el 0.004% cantidad ver-daderamente insignificante; el que otorga una escritura de $1.000.00 paga $12.00, es decir, el 1.20%, cantidad 300 veces superior a la pre-cedente en relación con la suma materia del negocio; el que otorga una escritura de $100.00 paga $7.00, es decir, el 7%, cantidad cerca de seis veces superior a la anterior y 1,750 veces mayor que la primera; y el que otorga una escritura de $10.00, paga $1.50, es decir, el 15%, cantidad un poco más de dos veces mayor que la inmediata anterior, un poco más de doce veces mayor que la segunda, y 3,750 veces ma-yor que la primera. De modo que relativamente el pobre que compra

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un pequeño terreno en diez pesos, paga a un escribano por honora-rios de la escritura respectiva, una suma 3,750 veces mayor que la que paga un potentado que compra una hacienda en un millón, lo cual no es equitativo, pues para el primero importa tanto o más el terreno, que la hacienda para el segundo.

Aquí es oportuno hacer notar que precisamente a la enorme des-igualdad de condiciones de las personas que se ven en la necesi-dad de emprender y de seguir negocios judiciales, se debe que el imperfecto arancel de 1848 haya durado tanto. No se ha encon-trado la manera de hacer otro que no tenga iguales o mayores defectos.

El crédito territorial en nuestro país

El crédito requiere ante todo, conocimiento cabal y exacto de las cosas, simplicidad, precisión y firmeza de los títulos, y circunstan-cias accesorias de posibilidad, fácil comprensión y seguros resulta-dos. Es una función del cálculo y de la previsión. Cuando como en nuestro país, no se pueden conocer bien las cosas que se ofrecen en garantía del crédito, ni los títulos de esas cosas permiten apre-ciar los derechos que a ellas se tienen, ni es posible medir el alcan-ce de las operaciones que se celebren con aquellas cosas y en virtud de esos títulos, es evidente que las operaciones de préstamo hipo-tecario o territorial tendrán necesariamente que ser de pequeño volumen en conjunto, raras en detalle, y molestas por la resistencia de los prestamistas, y siempre onerosas por el recargo inevitable de los réditos. Buenas pruebas de lo anterior ofrece la experiencia de los bancos hipotecarios que tenemos y la de las grandes casas de negocios. Aquéllos, como es de pública notoriedad, son frecuen-temente engañados, verdaderamente burlados por sus clientes, a pesar de que tienen como consejeros y abogados personas de muy alta competencia. Esto ha producido, desde luego, una aparente reducción del crédito territorial, por lo que pudiéramos llamar, su urbanización.

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226 • el problema crédito territorial

Sorprende desde luego, ver la enorme desproporción que existe entre el capital que representan los bancos dedicados a operacio-nes de crédito comercial y el que representa los bancos dedicados a operaciones hipotecarias. Aunque algunos de los bancos comer-ciales hacen operaciones de crédito territorial, las hacen a plazos tan cortos, que deben ser consideradas no como operaciones de crédito territorial propiamente dicho, sino de crédito comercial. La desproporción que se nota entre el capital que representan los bancos comerciales y el que representan los bancos hipotecarios reconoce como causa primordial la desproporción en que se ha desarrollado la industria con relación a la agricultura, según vere-mos más adelante, pero además se explica, por una parte, por qué los bancos comerciales han invadido el campo de los hipotecarios, según claramente ha resultado de los motivos que han justificado las últimas disposiciones bancarias que ha dictado el gobierno y, por otra parte, porque el capital de los últimos está muy lejos de ser el volumen total del dedicado a operaciones de préstamo terri-torial. La mayor parte de las operaciones de crédito territorial se hacen por los bancos comerciales bajo la forma de préstamos de carácter mercantil con garantías personales o prendarias, o por los particulares. Una memorable circular de fecha reciente, dictada por la Secretaría de Hacienda, no deja lugar a duda alguna, acer-ca de que los bancos comerciales se habían venido convirtiendo poco a poco en bancos de crédito territorial, pero precisamente esa circunstancia indica que para los préstamos de crédito territo-rial se habían buscado formas que ofrecieran las garantías corres-pondientes fuera de las propiedades territoriales mismas. La razón de que así haya sido y sea aún, se encuentra fácilmente en el hecho de que esas propiedades no pueden ser fácilmente conocidas y se busca una especie de compensación entre la falta del conocimiento pleno de ellas, y la mancomunidad que enlaza a varias personas, en la misma obligación, para aumentar las seguridades de rembolso. Los bancos comerciales, mediante esa mancomunidad, no nece-sitan tener sino un conocimiento general de la solvencia que da a cada propietario en lo personal el valor de sus propiedades raíces,

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para poder hacer un préstamo que aunque en apariencia es a cor-to plazo, en realidad es, mediante los refrendos, a un plazo cuya duración se determina por la duración de la solvencia conjunta de los obligados. Los bancos hipotecarios, por razón de la naturaleza de los préstamos que hacen y de los contratos en que se consignan esos préstamos, tienen forzosamente que operar sobre el cono-cimiento de la condición primero y del valor real después de las propiedades ofrecidas en garantía, y como ni el conocimiento de aquella condición, ni el de este valor se pueden adquirir por los títulos, ni por los demás datos legales, se tiene que buscar direc-tamente, y aún encontrado se tiene que desconfiar mucho de él. El resultado tiene que ser una dificultad creciente en razón de la lejanía a que se encuentran las propiedades de garantía del centro en que el banco opera y una reducción igualmente creciente en la misma razón, de la capacidad de garantía de dichas propiedades, o lo que es igual, una considerable reducción de la cantidad de los préstamos y una elevación considerable de los réditos respectivos. Como es natural, los bancos que actúan en esta capital, aunque de un modo general pueden apreciar la condición jurídica de las pro-piedades, por los títulos que las amparan, descontando los riesgos de la imperfección de los títulos, de la variabilidad de los gravá-menes que ocasionen y de las dificultades que ofrezca la necesidad de hacerlos valer en juicio, no pueden llevar su conocimiento del valor real de esas mismas propiedades a muchos kilómetros fuera de la propia capital. Es cierto que cuando se trata de operaciones lejanas envían ingenieros de su confianza a adquirir el conocimien-to directo del valor real de las propiedades que como garantía se ofrecen, pero, por una parte, el hecho de que esos ingenieros estén radicados en esta capital, dado que si así no fuera, los bancos no los conocerían, determina que no siempre estén en condiciones de hacer valorizaciones dignas de aprecio, porque siendo como son tan varias en nuestro país las circunstancias locales que determi-nan los valores territoriales y requiriendo el conocimiento de esas circunstancias, una experiencia que sólo la vecindad y el tiempo pueden dar, la mayor parte de las veces, la valorización de dichos

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ingenieros no puede considerarse sino como aproximada y, por otra, el hecho mismo de la residencia de los ingenieros en esta ca-pital recarga mucho los costos de la operación con los honorarios y gastos que ellos tienen que cobrar por trasladarse al lugar en que las propiedades se encuentran. Es cierto que muchas veces los ban-cos hipotecarios se valen como corresponsales de los bancos co-merciales que tanto se han multiplicado en el país, pero éstos, no dedicados a operaciones hipotecarias, no conocen bien el valor de todas las propiedades rurales comprendidas dentro del círculo de sus negocios y tienen a su vez que pedir informes a otras personas y, por tanto, los datos que llegan a los bancos hipotecarios tienen que ser inciertos. Todo esto debe entenderse en el supuesto de que los informantes y corresponsales no alteren a sabiendas los datos que envían; pruebas evidentes tenemos nosotros de que algunas veces hacen lo contrario. De todos modos, las operaciones lejanas no son seguras ni fáciles y, por lo tanto, los bancos hipotecarios tienen que vivir de las operaciones inmediatas. Parece a primera vista que el mal estaría remediado con que los bancos establecieran sucursales en las primeras ciudades de la República, pero para ello sería necesario que contaran con una amplitud de recursos que no podrán adquirir en las condiciones presentes, porque los capi-talistas tomando acciones de los bancos pondrían entre ellos y los propietarios, dos intermediarios superfluos, el banco y la sucursal; esos intermediarios los alejarían mucho de dichos propietarios, sin ofrecerles ventaja alguna en compensación: prefieren tomar ac-ciones de los bancos hipotecarios sólo para operaciones cercanas, para operaciones plenamente visibles. Las demás operaciones, es decir, las lejanas, las hacen o los bancos comerciales, como dijimos antes, o los capitalistas mismos. Pero unos y otros a su vez, proce-den como los bancos; no se aventuran en operaciones lejanas que no pueden conocer bien. De todo esto ha resultado que sólo se ha-cen las operaciones inmediatas a los centros prestamistas, o sea las operaciones en que las propiedades de garantía están cerca de las ciudades. La experiencia diaria acredita la verdad de la precedente afirmación. En esta capital, aunque no se tenga fortuna propia, es

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relativamente fácil encontrar crédito suficiente para comprar un terreno en alguna de las hermosas colonias que se forman en todas partes y para edificar en él un palacio, en tanto que un hacendado que tiene en el estado de Michoacán una hacienda que vale tres-cientos mil pesos, no logra encontrar con la garantía de ella, quien le preste cincuenta mil.

La circunstancia de que a pesar de las disposiciones última-mente dictadas por el gobierno, la mayor parte de las operaciones de crédito territorial se hagan por los bancos comerciales, ofrece todos los inconvenientes que esas disposiciones y las discusiones que provocaron expusieron con toda amplitud. Sin embargo, las condiciones de la propiedad exigirán por mucho tiempo la con-fusión de las operaciones territoriales y comerciales en los bancos de este último carácter o la existencia de instituciones que, como la compañía Bancaria de Obras y Bienes Raíces, abarquen todo género de operaciones en sus negocios.

Por otro lado, la circunstancia de que la mayor parte de las operaciones de préstamo territorial se hagan por los particulares presenta grandes desventajas también. Es la primera de ellas, la de que dichas operaciones tienen que hacerse con capital nacio-nal, y esto impide que en conjunto puedan alcanzar las amplias proporciones de los negocios que por el momento se hacen en el país con capital extranjero. Es la segunda, la de que por lo mismo que el capital nacional es relativamente escaso, la demanda de él supera a la oferta, y esto se traduce en una inevitable elevación del rédito, elevación que por lo demás aleja al capital nacional de los bancos hipotecarios, en virtud de que el capital de éstos, reducido a las operaciones próximas al lugar de su residencia, relativamente abunda en ese lugar, y casi hace exceder la oferta a la demanda, de lo que resulta que dicho capital no obtenga ganancias iguales al que logra el capital rural. Es la tercera, la de que sin los privilegios de los bancos y fuera de esta capital, las dificultades del rembolso crecen en razón directa de la lejanía de esta misma capital, y ello se traduce también en una elevación del rédito. La circunstancia a que venimos refiriéndonos no deja de

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tener, sin embargo, sus ventajas, y la principal de ellas consiste en que las operaciones son más fáciles, porque estando el capitalista más cerca de las propiedades de garantía que puede fácilmente reconocer, se muestra por lo común menos exigente en cuanto a la perfección de los títulos. De todos modos, el hecho esencial es que las operaciones de préstamo territorial hechas por particula-res son hechas siempre con réditos más altos todavía que los que cobran los bancos hipotecarios.

Ahora bien, si la gran propiedad territorial individual, que es la mejor titulada y la más fácil de ser conocida por su magnitud, tiene por fuerza que padecer hambre de capital y no poder conse-guir éste sino a tipos muy altos de rédito, ¿en qué condiciones se encontrará la propiedad pequeña? Ocioso es decir que con crédito limitadísimo, gran escasez de capital y altos réditos, las circuns-tancias, ya de por sí difíciles de la gran propiedad, es decir, de las haciendas, han llegado a ser críticas. Pues las circunstancias de la pequeña propiedad son mucho peores, porque a medida que se desciende de la propiedad grande hasta la pequeña individual de los mestizos, los títulos son más imperfectos, las heredades son menos fáciles de conocer, el crédito es más reducido propor-cionalmente al valor de dichas heredades, el capital destinado a préstamos en nuestras clases pobres más escaso y el rédito de los préstamos más subido. Para que se tenga idea de lo que ayudan los bancos de crédito territorial a la pequeña propiedad individual en nuestro país, referiremos un incidente. Tanto para favorecer a un pariente nuestro, como para tener un dato que nos sirviera en el presente estudio, escribimos el 25 de abril de 1906 la siguiente carta:

México 25 de abril de 1906.—Sr. Don Fernando Pimentel y Fagoaga, director del Banco Central. Ciudad.—Muy estimado señor: El señor don Eleuterio García, de Jilotepec, Estado de México, es dueño de un rancho y de una casa en ese lugar, que valdrán $8,000.00 y desearía obtener un préstamo refaccionario de $2,000.00. Sírvase usted decir-me, si a pesar de ser tan pequeña la cantidad de que se trata, podrá el

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banco hacer la operación para hacer la proposición formal. En espera de su grata respuesta, quede de usted como siempre, muy affmo amigo y atto. S. S.—Andrés Molina Enríquez.

Una carta semejante escribimos al director del Banco Internacio-nal e Hipotecario, y otra al director del Banco Agrícola —¿por qué se llamará agrícola?— Mexicano, en solicitud de un préstamo hipotecario por $2,000.00. La única respuesta que recibimos, fue la del señor Pimentel, en una carta que decía literalmente:

México, abri1 27 de 1906.—Sr. Lic. Andrés Molina Enríquez.—Cha-varría 14.—Ciudad.—Muy estimado señor: En respuesta a la atenta de usted fecha 25 del corriente, le manifiesto que este banco no puede hacer la operación a que se contrae, en virtud de ser la suma que se versa sumamente pequeña, pues en esta clase de préstamos, el banco necesita mandar hacer un reconocimiento de la finca, etcétera, y por lo mismo no obtendría utilidad alguna.—De usted afmo. y atento. S. S.—F. Pimentel.

No hay que hacer comentario alguno.No obstante lo anterior, para la pequeña propiedad individual,

aunque en condiciones usurarias, hay sin embargo, capital, en el capital privado. Para la pequeñísima propiedad individual que transitoriamente se encuentra en manos de los indígenas como consecuencia de la repartición de los pueblos, no hay más crédito que el del tendero que presta sobre las fracciones respectivas, pan, maíz o aguardiente, a precios escandalosos. La propiedad propia-mente dicha comunal, en sus dos ramas, el pueblo y la ranchería, no puede pensar siquiera en el crédito: la posesión y la simple ocu-pación de las tribus del norte, mucho menos. Concentrando todo lo anterior, no es aventurado decir, que la propiedad territorial se encuentra en una verdadera situación de miseria, miseria tanto más notable cuanto que se ve en contraste con la opulencia de ciertas ramas de la industria.

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Ideas acerca de la manera de crear y de repartir el crédito territorial

Véamos ahora los remedios que a nuestro juicio hay que aplicar a esa situación, pero antes bueno será que recordemos la distin-ción que en el “El problema de la propiedad” hicimos entre el tratamiento que requiere la zona fundamental de los cereales y el que requiere el resto del territorio nacional. Los remedios a que aludimos, cuando no tengan por sí mismos un carácter general, deberán ser sistemáticamenta impuestos en dicha zona: el resto del país espontáneamente seguirá el ejemplo de ella y se acomodará al nuevo régimen sin dificultad.

Corrección de la falta de exactitud de la titulación

Desde luego el vicio de falta de identidad o de inexactitud de que adolece toda la propiedad territorial se irá corrigiendo a medida que se vayan haciendo los trabajos de deslinde, mensura y valori-zación del catastro fiscal que en el “El problema de la propiedad”, indicamos como indispensable para la igualdad de la propiedad ante el impuesto. Esto se comprende sin esfuerzo y después de lo que hemos dicho sobre el particular, creemos que nada importan-te nos queda por decir.

Corrección de la falta de seguridad de la propiedad territorial.

La prescripción

Del vicio de falta de seguridad tenemos que decir mucho. Repe-timos nuestra afirmación anterior, de que en nuestro sistema de propiedad, no se ha conocido en realidad la prescripción. En efec-to, la prescripción sólo ha existido entre los particulares: de éstos, contra el patrimonio de los reyes de España, primero, y contra la Soberanía Nacional después, no ha sido admitida, y esto ha pro-

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ducido en la propiedad las profundas perturbaciones que hemos venido señalando. Al tratar de los datos de nuestra historia lejana, dijimos lo siguiente:

El instinto jurídico español, tan desarrollado a nuestro entender, que sólo el romano le superó, desde que los descubrimientos americanos comenzaron a dibujar perspectivas de gran porvenir, ideó la bula No-verint Universi para deducir de ella la legitimidad de las conquistas pos-teriores. De esta bula se derivaron en efecto, los derechos patrimoniales de los reyes de España, y esos derechos fueron el punto de partida de que se derivó después toda la organización jurídica de las colonias. De los expresados derechos patrimoniales, se derivaron en efecto, todos los derechos públicos y privados que en las colonias pudo haber. Entre esos derechos hay que contar los de la propiedad territorial. Cierto es que las primeras reparticiones de propiedad o encomiendas, de que antes hablamos, fueron hechas sin conocimiento y sin consentimiento de los reyes de España, pero cuando ya esas reparticiones fueron de verdadera propiedad territorial, existía el título legal necesario para adquirirlas: la merced. En teoría todo derecho a las tierras americanas tenía que deri-varse de los derechos patrimoniales de los reyes españoles; pero éstos, justos en verdad, dejaron a los indígenas las tierras que tenían y que eran las que después de la primera época del contacto de las dos razas, la española y la indígena en conjunto, pudieron conservar o nuevamen-te adquirir por ocupación.

Al comenzar la exposición del problema, en que nos ocupamos, y al hacer entonces la afirmación a que acabamos de referirnos, dijimos lo siguiente:

El hecho de que en virtud de los derechos patrimoniales de los reyes de España, toda propiedad privada tuviera que derivarse indispensable-mente de una cesión directa o indirecta de dichos reyes, la que tenía el carácter de gracia o merced, y el hecho de ser imprescriptibles en principio los expresados derechos patrimoniales, dieron motivo a que durante la dominación española, toda propiedad pudiera ser, en caso dado, revertible al patrimonio real de donde procedía. Nosotros siem-pre hemos reconocido en los reyes españoles un gran instinto jurídico,

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y un gran deseo de obrar con justificación. El derecho de reversión de que hemos hablado, no se ejerció jamás para negar el carácter de pro-piedad privada a la que lo tenía; pero como sólo tenía el carácter de propiedad privada, la que estaba amparada por un título de cesión, y había una completa falta de identidad entre la propiedad que el título indicaba y la que efectivamente se poseía, la reversión, ya directamente hecha, ya bajo la forma de reconocimiento de títulos, ya bajo la forma de restituciones de equidad, tenía que ser y fue siempre, una amenaza contra la propiedad, amenaza que en rigor, etcétera.

Ahora bien, ampliando todo lo anterior, creemos necesario tomar como raíz de nuestras ideas que sobre este particular considera-mos trascendentales, la afirmación de que desde la bula Noverint Universi, las tierras de América fueron consideradas como patri-monio personal de los reyes de España. Aunque no creemos que haya quien dude de la verdad de esa afirmación, citamos en apoyo de ella, para no citar muchos textos arcaicos, la opinión del señor doctor Mora (México y sus revoluciones) que dice:

En todo lo relativo a América, mientras ésta estuvo dependiente de España, fue máxima fundamental de la legislación española, que todos los dominios adquiridos en virtud de la conquista, pertenecían, no a la Nación conquistadora, sino exclusivamente a la corona.

Poco, que nosotros sepamos, se ha meditado acerca de la razón de ese principio cuyas consecuencias palpamos aún. Cualesquiera que hayan sido las razones especiosas con que se haya explicado en su tiempo la asignación de las tierras americanas, no a la na-ción española, sino a la Corona de Castilla, es indudable que esa asignación, obedeció por parte de los reyes católicos, al deseo de no verse atados por las leyes y tradiciones de España, en la libre disposición de las tierras nuevas, no tanto para aprovecharlas más, cuanto para gobernarlas mejor, de acuerdo con las circunstancias completamente nuevas en que aparecían, lo cual es ahora perfecta-mente explicable, y era entonces perfectamente justificado, puesto que todas las corrientes políticas de la época se dirigían al abso-

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lutismo, saltando por encima de las resistencias que el localismo ofrecía en vísperas de Villalar. Ahora bien, la transformación de los derechos de la Corona de Castilla en derechos patrimoniales, o sea personales de los reyes, transformación que tuvo lugar en tiempo de Carlos V, es igualmente justificada, porque desprendía esos de-rechos de los bienes públicos para hacerlos propiedad particular del Soberano, que a título de esa propiedad podía dar y quitar en América, lo cual se prestaba mucho para la organización de los pueblos nuevos. No queremos sobre este particular, entrar en mu-chos detalles; sin embargo, creemos pertinente copiar de nuestro libro La Reforma y Juárez, las siguientes palabras:

La bula Noverint Universi y las leyes 14 y relativas del Título XII, Libro 4°, de la Recopilación de Indias, haciendo a los reyes de España dueños personales de las tierras americanas y de los pobladores de esas tierras, fueron de un efecto providencial para el porvenir de la Colonia. Evita-ron el derecho de ocupación que creando aquí y allá estados pequeños, aislados y sin relaciones estrechas, habría perjudicado la unidad nece-saria para la organización fuertemente coactiva, forzosamente integral, que requerían la extensión del medio físico, las diferentes razas de la población, y la lejanía de la colonia respecto del viejo continente. Crea-ron además, en beneficio de esa unidad, como única fuente de toda adquisición de territorio, la merced o la cesión directa de los reyes de España.

Ahora bien, el carácter de patrimoniales que tenían los derechos de los reyes de España a las tierras de América, por oposición al carácter de públicos que los demás bienes de la Corona podían te-ner, convertían a la América en una propiedad privada, particular de dichos reyes. El señor doctor Mora, ya citado, dice (México y sus revoluciones) lo siguiente:

La bula de Alejandro VI, que fue como el título primitivo en que la España fundaba sus derechos, donó exclusivamente a Fernando e Isabel y a sus descendientes todas las naciones descubiertas y por descubrir, de lo cual resultó que los reyes se considerasen constantemente con un

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derecho absoluto a la propiedad de todas las tierras que sus vasallos conquistaran en el Nuevo Mundo: así que todas las particiones hechas a los particulares, se consideraron como concesiones condicionales re-versibles a la Corona en ciertos casos.

No deja lugar a duda alguna acerca de lo dicho en el párrafo an-terior por el señor doctor Mora, la ley 4, Tit. XII, Lib. IV de la Recopilación de Indias, cuando dice:

Si en lo ya descubierto de las Indias, hubiere algunos sitios y comarcas tan buenos, que convengan fundar poblaciones, y algunas personas se aplicasen a hacer asiento, y vecindad en ellos, para que con mas volun-tad y utilidad lo puedan hacer, los Virreyes y Presidentes les den en nuestro nombre tierras, solares y aguas, conforme a la disposición de la tierra, con que no sea en perjuicio de tercero, y sea por el tiempo, que fuere nuestro voluntad.

Es claro que si los reyes de España eran propietarios personales de América, todos los derechos de los terratenientes en ella tenían que ser condicionales, como dice el señor doctor Mora, precarios, inestables, verdaderos permisos de ocupación, de simple tenencia, dados por el dueño de una heredad y revocables a voluntad de ese dueño. La justificación de los reyes de España que hemos ya reco-nocido, hizo que los permisos que hasta el título tenían de gracia, puesto que se llamaban merced, llegaran a tener el carácter de pro-piedad privada, y que esa propiedad privada fuera respetada como tal; pero siempre estuvieron sujetos dichos permisos, aun en su forma de propiedad privada, a las condiciones que los expresados reyes les imponían, generalmente en la forma de revisión de títulos y bajo la pena de revocación. El instinto jurídico que también he-mos reconocido en los mismos reyes, hizo que éstos, al reconocer los derechos derivados de la merced, como de propiedad privada perfecta, se dieran cuenta de que al lado de esos derechos estaban, los suyos que de ellos no habían salido por ese título, en calidad también de derechos de propiedad privada y, por lo tanto, consi-derando en ciertas condiciones de igualdad, ambas propiedades,

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consideraron que la propia era susceptible de posesión ajena y aun de prescripción. Esa prescripción, que en vano han querido negar muchos juristas y entre ellos el señor licenciado Orosco (Legisla-ción y jurisprudencia sobre terrenos baldíos), resulta claramente del texto de la ley XIV, Tit. XII, Lib. 4° de la Recopilación de Indias. Dice así:

Por todo lo cual ordenamos y mandamos a los virreyes y presidentes de audiencias pretoriales, que cuando les pareciere, señalen término com-petente para que los poseedores exhiban ante ellos y los ministros de sus audiencias que nombraren los títulos de tierras, estancias, chacras y caballerías y amparando a los que con buenos títulos y recaudos o justa prescripción poseyeren, se nos vuelvan y restituyan las demás, para disponer de ellas a nuestra voluntad.

Ya hemos dicho, contra la opinión del señor licenciado Orosco, que no ha existido jamás ley que prohíba la prescripción de los baldíos. Pero la prescripción a que venimos refiriéndonos, como era natural, no pudo tener el carácter de absoluta, sino que vino a quedar dentro de los límites de la propiedad misma, es decir, dentro de la revocabilidad general de ésta.

Así las cosas, se hizo la Independencia, vino la República y ello produjo en la propiedad, un cambio trascendente, porque murió la personalidad jurídica del rey de España, y como consecuencia de esa muerte, pasó por necesaria sucesión toda la propiedad, una parte en calidad de propiedad privada, y la otra en calidad de bal-día, a una personalidad nueva, la Soberanía Nacional, que la reci-bió en condiciones nuevas también. El rey de España era siempre una persona física que como tal tenía la propiedad personal de las tierras americanas, por más que para tener esa propiedad haya sido necesario que él tuviera la calidad de rey; pero la Soberanía Nacional representada por los poderes públicos, constituidos al efecto por la ley fundamental, no podía tener otra personalidad que la de esos poderes públicos, personalidad que, ante todo, era política, y secundariamente era jurídica, pero siempre de carácter plenamente público. Como consecuencia de ese carácter, la pro-

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piedad recibida por sucesión de los reyes españoles, entró al con-junto de los bienes públicos repartidos entre los poderes que se distribuía la Soberanía Nacional. La ciencia del Derecho, como es sabido, ha dividido las cosas en comunes, públicas y privadas: las primeras son aquellas que están fuera del comercio, por la im-posibilidad de su perfecta apropiación; las segundas son aquellas que la ley pone bajo el dominio del conjunto social, las últimas, o sea las privadas, son aquellas sobre las cuales los particulares tienen derechos de propiedad plena. Las públicas son originaria-mente patrimoniales, o sea propias del Estado o de la autoridad en su calidad de persona moral jurídica capaz de tener y de deber derechos. Si el Estado o la autoridad en ejercicio de sus funciones y para los fines de su institución da destino especial a las cosas públicas patrimoniales, puede hacer esas cosas de uso común, o cosas del fisco, de modo que pueden dividirse las cosas públicas, en patrimoniales, de uso común y del fisco. Finalmente, en tanto son cosas patrimoniales están dentro del comercio general y pueden ser obligadas, enajenadas y prescritas, pero tan luego que algunas de ellas reciben el destino especial del uso común o del objeto fiscal a que pueden ser destinadas, quedan por ese sólo hecho, fuera del comercio general, en tanto ese destino dura y, por lo mismo, no son susceptibles de ser obligadas, enajenadas ni prescritas, volviendo, cuando el expresado destino cesa, a ser como antes, patrimoniales y, por consiguiente, obligables, enajenables y prescriptibles. Un ejemplo aclarará las ideas anteriores en lo que se refiere a las cosas públicas. La ley civil común en el Distrito Federal pone en manos de la Federación como parte de una herencia vacante, una pe-queña fracción de terreno de cien metros de largo por treinta de ancho, ubicada fuera de esta capital. ¿En qué condición entra ese pequeño terreno a los bienes públicos federales? De seguro que como uno de tantos bienes patrimoniales públicos de la Federa-ción. A los dos días de adquirir ese terreno hay quien lo compre, y conviene a la Federación venderlo: ¿puede venderlo a su voluntad? Sin duda, porque está dentro de los bienes que la Federación tiene como persona moral capaz de tener y de deber derechos, y no hay

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circunstancia alguna que limite esos derechos. Si por descuido de la Federación alguno ocupa ese terreno durante muchos años y en condiciones de poderlo prescribir, ¿puede prescribirlo? Segu-ramente sí, por la misma razón. Pero supongamos que al hacer un camino carretero, la Federación incluye el terreno en el trayec-to del camino, de modo que éste lo comprenda todo, y declara ese camino abierto al tráfico público; si entonces hay alguno que quiera comprarlo, ¿puede la Federación venderlo? No, porque su declaración de quedar el camino dedicado al uso común, y el hecho de que el terreno forme parte del camino, han puesto ese terreno fuera del comercio general, tanto para los particulares cuanto para la Federación misma. Si por el abandono del camino en virtud de la proximidad de un ferrocarril, alguno ocupara el terreno en condiciones de poderlo prescribir con arreglo al Derecho común, ¿podría prescribirlo? No, porque los bienes de uso común, por lo mismo que están fuera del comercio no pueden ser obligados, enajenados, ni prescritos. Lo mismo sucedería si el terreno, plan-tado de árboles, fuera destinado a su explotación como los terre-nos llamados nacionales, para el efecto de hacerlo producir como objeto principal y permanente, rentas dedicadas a formar parte del presupuesto de ingresos federales. Cuando por ser rectificado el camino fuera separado de él el terreno, o cuando en éste se supri-miera la explotación fiscal, mediando por supuesto la declaración oficial respectiva, si convenía a la Federación venderlo, lo podría hacer sin inconveniente, porque habría ya vuelto a su patrimonio, y si lo abandonaba, podría venir alguno a poseerlo y a prescribirlo. Todo esto es elemental.

¿En qué condiciones, pues, recibieron los poderes públicos por sucesión de los reyes de España, la propiedad territorial del territo-rio de la República? Indudablemente recibieron la parte reducida a propiedad privada, en las condiciones de revocabilidad que traía de la época colonial o, lo que es lo mismo, recibieron legalmente toda esa propiedad, aunque poseída por los particulares a título de propiedad particular; y recibieron el resto, en propiedad y pose-sión, a títulos de baldíos. Ahora bien, tanto la propiedad que tiene

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el carácter de propiedad privada, cuanto la baldía, vinieron a que-dar dentro del patrimonio de los poderes públicos representantes de la Soberanía Nacional, en calidad de patrimoniales.

Los baldíos, como se sabe, han sido declarados bienes federa-les, y son unos de tantos bienes patrimoniales como la Federación puede tener y, por tanto, mientras no fueren destinados por ella a un uso común, son obligables y enajenables a su voluntad, y para los particulares, plena e indiscutiblemente prescriptibles con arreglo al Derecho común, puesto que del Derecho común y no de otro origen, ha derivado la Federación su carácter de persona jurídica, capaz de tener y de deber derechos. Una vez dedicados los baldíos, como algunos de los terrenos ahora llamados nacionales, a algún objeto de uso común o de interés fiscal, han dejado de estar en el comercio y no son por parte de la Federación, bienes disponibles, ni por parte de los particulares, susceptibles de ser prescritos. Si todo esto se hubiera entendido bien, no habrían sido declarados baldíos, sino los terrenos propiamente baldíos, o no adquiridos ni poseídos por alguno, y se hubieran evitado muchos gastos, mu-chas inquietudes y muchos atropellos a los propietarios y a los pueblos, y se les habrían dado a unos y a otros notorias ventajas. A nuestro juicio el motivo de error provino, de que en los reyes de España, junto a la personalidad política, se veía la privada, y como las Constituciones republicanas, en su calidad de leyes meramente políticas, no crearon los poderes públicos sino como instituciones de autoridad, en ellos no se vio bien la personalidad jurídica que tenían como personas morales civiles, capaces de tener y de deber derechos como hemos repetido hasta el cansancio.

Corrección de las leyes que encierran los principios fundamentales

de la propiedad en nuestro país

Debió de haberse corregido ya el mal que inmediatamente antes señalamos, pero como no se ha corregido y hay necesidad de co-rregirlo estableciendo bases firmes de legislación que no tengan

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la fragilidad de las interpretaciones doctrinales, vamos a indicar el modo de hacerlo. Motivo de especial meditación fue para no-sotros determinar la manera práctica de dar punto de partida a la legislación que deberá sancionar los principios antes expuestos. En rigor, no hay necesidad precisa de encontrar ese punto, desde el momento en que la naturaleza política de la Federación y de los estados establece tanto en aquélla cuanto en éstos, la personalidad jurídica especial capaz de tener y de deber derechos, en condicio-nes diversas en la primera y en los segundos; y menos hay necesi-dad de encontrar ese mismo punto dentro de cada estado, desde el momento en que los municipios se consideran en cada estado, subordinados al gobierno de éste. Pero hay que considerar que entre la Federación y los estados podrían continuar los conflictos que ahora se presentan frecuentemente por la indecisión de la lí-nea jurídica que separa los derechos de la una y de los otros, y es bueno cortar de raíz esos conflictos.

El punto de partida de la legislación general deberá ser, a nuestro juicio, una prescripción constitucional. La razón de que creamos que debe ser así no estriba en que pretendamos que la Constitución, la Constitución Federal por supuesto, haga a la Federación y a los estados la asignación directa de los bienes, distribuyéndolos entre aquélla y éstos, y menos en que preten-damos que la misma Constitución determine la manera como la una y los otros habrán de disponer de ellos. Hemos dicho ya que la Constitución es una ley política por excelencia, que creó y que considera a las instituciones Federación y estados como instituciones de poder, de autoridad pública y no como personas jurídicas civiles capaces de tener, por tanto, determinadas propie-dades: el carácter de personas jurídicas civiles capaces de tener y de deber derechos, y de tener, por lo mismo propiedades, lo de-rivan del Derecho Civil común. La Constitución, por lo mismo, considerando a las instituciones Federación y estados, sólo como instituciones de poder, de autoridad pública, no debió, ni debe, ni deberá hacer, directa ni indirectamente, asignación alguna de determinados bienes a esas instituciones, y menos entrar en los

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detalles de la disposición que ellas pudieran hacer de dichos bie-nes, siendo esto último como es, del dominio del Derecho Civil común. La expresada asignación y sus reglamentaciones tienen que ser motivo de leyes de otro género. Pero como, por una parte, tratándose en general de todos los bienes públicos, hay que hacer una distribución inevitable entre la Federación y los estados, lo cual requiere que esa distribución se haga por una ley federal, porque de lo contrario no podría ser obligatoria para los estados; y por otra, la asignación de los bienes que en la distribu-ción indicada deban corresponder a la Federación y a los estados no puede hacerse a aquella y a éstos, por el Derecho Civil común, que es y tiene que ser en todas las entidades políticas constitu-cionales, de pleno carácter territorial, la ley federal se impone, y esa ley no puede derivarse en ningún caso de otra fuente, que de una facultad especial, expresamente concedida a la Federación, y en ésta al Poder Legislativo. En calidad de tal facultad, deberá ser general para todos los bienes públicos, que no son sólo los baldíos y las aguas, deberá ser una de las fracciones del Art. 72, y deberá decir, poco más o menos, del modo siguiente: “Para determinar cuáles deberán considerarse en la República como bienes públicos, y designar de ellos los que deban corresponder a la Federación”. A virtud de esa facultad, la Federación podrá expedir una ley secundaria que, ante todo, haga la declaración precisa y absolutamente terminante, de que toda propiedad que tenga el carácter de privada, quedará definitivamente como tal, conforme a sus títulos y dentro de los términos de la prescripción civil común. Esa misma ley comprenderá los terrenos baldíos, las comunicaciones, las aguas, etcétera, etcétera, y podrá sufrir todas las modificaciones que exijan las circunstancias, sin necesi-dad de hacer, tratándose de cada uno de los bienes públicos, una reforma a la Constitución, y sin necesidad tampoco de torcer el sentido común para derivar de una facultad de poder, de una atribución de autoridad, que eso son las fracciones del Art. 72 constitucional, consecuencias de mero Derecho Civil como se ha hecho hasta ahora. Es inútil decir, por supuesto, que del texto

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antes indicado se deducirá, desde luego, que los bienes públicos que no fueran federales, se entenderán de los estados. Una vez hecha la reforma constitucional referida, será indispensable reha-cer la legislación federal y de los estados sobre bienes públicos, y en ella la ley que sobre bienes públicos de la Federación fue expe-dida el 18 de diciembre de 1902, declarando todos los bienes de la Federación, patrimoniales, y desprendiendo de éstos con toda claridad y precisión, los de uso común y los propios de la Hacien-da federal, o lo que es igual, del fisco, definiendo con exactitud las condiciones en que son patrimoniales, en que mediante la declaración expresa correspondiente, dejan de serlo para ser de uso común o de la Hacienda federal, y en que vuelven a ser patri-moniales cuando sea revocada dicha declaración, localizándolos en cada caso, dentro de las leyes civiles comunes. Todo esto que en apariencia es una puerilidad, será en realidad de una enorme trascendencia. Desde luego, toda la propiedad privada propia-mente tal, quedará firme, y todos los bienes públicos, a excepción de los que la ley ponga transitoriamente fuera del comercio, ven-drán a quedar igualados, en cuanto a su condición civil, a los bie-nes privados o particulares, y podrán ser enajenados y adquiridos lo mismo que éstos. Tal circunstancia modificará radicalmente la naturaleza de la ley vigente de baldíos, que vendrá a ser una ley meramente reglamentaria, destinada solamente a definir lo que debe entenderse por terrenos baldíos y a fijar reglas que deberán servir para identificar dichos terrenos en cada caso de denuncio. Si el denuncio es contradicho, ya porque los terrenos indicados como baldíos no lo sean, ya porque aunque lo hayan sido, los tenedores de ellos, los hayan ganado por cualquier título civil, como por prescripción, los tribunales decidirán la cuestión con arreglo a las leyes civiles comunes. Esto aconsejaba desde antes, al Gobierno Federal, uno de los más autorizados inspiradores de la legislación vigente sobre baldíos, el señor licenciado don Manuel Inda (Informe rendido al secretario de Fomento sobre las Compras de Baldíos hechas por los Sres. don Carlos Zuloaga y don Luis Terrazas), diciendo lo siguiente:

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Ya sé que a esta observación se replicará diciendo que las prescrip-ciones de largo, de larguísimo tiempo, no lo necesitan —el título—: que es suficiente su transcurso —el del tiempo—, para que hasta con mala fe se adquiera lo poseído bajo cualquier forma que sea, aún lo ocupado por una escandalosa expropiación. No entra ahora en mi sistema ocuparme de este punto, sobre el cual aconsejo más adelante abstención al Supremo Gobierno, a fin de que deje a los tribunales ex-peditos para que conozcan de las cuestiones que se susciten; pero sí creo muy difícil, etcétera.

Con arreglo pues, a la reglamentación referida, la Federación hará la venta, en calidad de venta propiamente dicha, de los expresados terrenos, en la forma que tenga la escritura pública, para que el título de enajenación, o sea esa escritura, quede plenamente in-corporado al sistema general de la titulación común de la propie-dad; y una vez otorgada la referida escritura, ella o mejor dicho, su testimonio, no deberá inscribirse en un registro especial, por más que pueda llevarse ese registro por razones de orden interior de la Secretaría de Despacho que haga la enajenación, sino en el Registro Público de la propiedad común civil. Haciéndolo así y estableciendo la prescripción positiva por sólo el transcurso del tiempo, durante treinta años por ejemplo, aun sin necesidad de justo título ni de buena fe, como en algunos estados existe —así está en el de México—, es indudable que bastarán en todo caso, las seguridades que dé un certificado de treinta años expedido por el Registro Público de la propiedad común, para que cualquier persona, aunque no sea profesional, sino medianamente versada en los negocios, pueda formarse un juicio completo de la propie-dad de que se trate, y para que siendo ese juicio favorable, pueda considerar a la propiedad referida, como absolutamente firme y segura, sin necesidad de tener que penetrar, para saberlo, en el laberinto de leyes que comienza con la bula Noverint Universi, y termina con la ley vigente de baldíos, laberinto en que como hemos tenido ocasión de señalar, se han extraviado casi siempre, hasta los más grandes abogados de la nación.

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De hacerse lo anterior, se allanarán de un golpe las principales dificultades que desde la Conquista, implantadora del sistema de propiedad basado sobre la titulación escrita vigente, hasta nuestros días, han embrollado la propiedad misma: desaparecerá para siem-pre la necesidad de buscar mercedes perdidas y de rehacer largas series de títulos, y con ella la de erogar los gastos consiguientes; se acabarán, para siempre también, las revisiones, rectificaciones, composiciones y demás complicaciones cuya ineficacia ha demos-trado una experiencia secular; y como la prescripción bien definida alcanzará a todos los títulos, cualquiera que pueda ser su origen, todas, absolutamente todas las cuestiones de propiedad, vendrán a quedar encerradas en límites de tiempo que podrán corresponder a la acción de la vida humana, dentro del marco relativamente per-fecto del Registro Público de la propiedad común. La admisión de una prescripción racional deshará de un soplo, una verdeara montaña de absurdos.

Crítica del sistema vigente de la titulación escrita

Como nuestros lectores habrán podido notar en el curso de los estudios presentes, la urdimbre del complicado tejido que forman todas las cuestiones de propiedad en nuestro país, es en realidad, el sistema de la titulación escrita. Si desde la implantación de ese sistema hasta nuestros días, la forma de la titulación notarial su-cesiva que dicho sistema adoptó para encauzar y dar corriente a todos los derechos de dominio territorial, hubiera sido suficien-temente capaz de contenerlos todos en la diversidad con que se presentaron en la época colonial y en la que ella ha seguido desde la Independencia, muchos de esos derechos no habrían roto dicha forma, y no habrían brotado tantas fuentes de propiedad como brotaron, dando motivo a que se formaran las distintas legislacio-nes que se formaron y que avanzaron más o menos según los im-pulsos hechos por ellas para adaptarse a las circunstancias, y según las resistencias encontradas por esos impulsos.

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La estrechez de la forma de la titulación notarial sucesiva ha continuado hasta ahora, y si pues la prescripción puede lograr que las múltiples corrientes de propiedad que hemos recibido como herencia de nuestro pasado tomen una misma dirección, forzoso será ampliar la forma de la titulación notarial sucesiva hasta que sea suficientemente amplia para contenerlas todas, y para que to-das unidas puedan dentro de ella, continuar su curso con holgura: de lo contrario, la volverán a romper, volverán a brotar por las ro-turas, nuevas fuentes de propiedad, y el problema hoy resuelto, re-aparecerá mañana en condiciones tal vez de mayores dificultades. La prescripción de treinta años, con título o sin él, la prescripción derivada del hecho preciso de la posesión por treinta años, sin res-tricciones ni distingos, reducirá todas las dificultades de alcanzar la uniformidad completa de la propiedad, a la manera de hacer entrar en el Registro Público de la propiedad común, la propie-dad que no haya entrado en él: esto se reduce a su vez, al trabajo de inscripción de los títulos anteriores a treinta años, cuando los haya, y a la anotación preventiva de la posesión, cuando tales tí-tulos no pueda haber, para que la posesión anotada, se convierta en prescripción por el sólo transcurso del tiempo. Hecho lo an-terior, los títulos primordiales anteriores a treinta años vendrán a ser jurídicamente inútiles para los propietarios y bien podrían ser recogidos para ser guardados en el archivo del Registro Público. El trabajo de la incorporación de toda la propiedad existente al Registro Público de la propiedad común, requerirá, por su parte, una serie de medidas encaminadas a hacer fáciles y prácticas las re-lativas inscripciones, y muy especialmente las primeras, ya sean de propiedad o de posesión, hoy absurdamente gravadas en algunos estados, con un impuesto aconsejado por la estupidez; en el caso posible de no lograrse por completo y de una vez el objeto de ese trabajo de incorporación de la propiedad al Registro, habrá que dejar abierta la puerta de esas facilidades, para que el proceso de dicha incorporación no se interrumpa jamás y llegue el día, que indudablemente llegará, en que quede consumada de un modo absoluto esa misma incorporación; y afirmamos que llegará ese

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día, tanto porque creemos en la eficacia de las facilidades expre-sadas, cuanto porque creemos más en la eficacia de la acción de los propietarios mismos, cuyo bien entendido interés los llevará a aprovecharse de ellas. Pero al lado del trabajo de unificación de la propiedad que es de esperarse de la prescripción en los términos dichos, habrá que hacer el que ya indicamos, de ampliación de la forma de la titulación notarial sucesiva. En la actualidad, junta-mente con esa forma, existen, también como formas de titulación, la administrativa que en cierto modo corresponde a la de la mer-ced de la época colonial, la de la circular de 9 de octubre de 1856, y la privada.

La forma de la titulación notarial es la forma perfecta de la titulación escrita: consiste en la escritura pública formal otorga-da ante escribano, y autorizada por éste: la administrativa, es la que se emplea para la titulación primordial de las enajenaciones de baldíos, para la titulación de las enajenaciones condicionales de las pertenencias mineras y para la titulación de las operaciones celebradas bajo la forma de contratos de concesión; la forma de la titulación excepcional de la circular de 9 de octubre de 1856 es la que se emplea para la división y repartición de las comunidades pueblos; y la forma de la titulación privada es en algunas partes, la complementaria de la notarial perfecta, y se emplea para las opera-ciones pequeñas que no pueden soportar los gastos de la escritura pública formal.

La titulación notarial

La mejor de todas las formas de titulación es sin duda la notarial; pero como ya hemos dicho antes, resulta muy estrecha para con-tener todas las operaciones de contratación. Desde luego, es muy costosa, muy difícil y muy lenta. Es muy costosa, porque por una parte, requiere la intervención de un profesional, necesario cuan-do eran raras las personas que sabían escribir, pero innecesario en los tiempos modernos, y por otra parte, porque se le han agregado muchas cargas fiscales: es muy difícil, porque por una parte se ha

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buscado su perfección, más en las seguridades que dan los trámites de precaución que en la represión de la criminalidad que la burla y, por otra, porque a esos trámites de precaución, se han agregado los de recaudación de los impuestos fiscales; y es muy lenta, porque siendo como son muy numerosas las operaciones notariales, muy escaso relativamente el número de los profesionistas, muy compli-cados los trámites de precaución y de recaudación, y muy añejas las prácticas de procedimiento que emplea, en las cuales parece bus-carse la solidez del tiempo y la consagración de las edades pasadas, no responde pronto a las necesidades que está llamada a satisfacer. Tan es cierto todo lo anterior, que la costumbre ha acabado por romper esa forma, aun en los casos en que la opinión la busca y la exige como indispensable, substituyéndola de hecho, con la minu-ta, que en rigor, es la forma actual de la contratación perfecta; la escritura pública ha quedado reducida a una forma de solemnidad, en que se busca dar a la minuta la solidez del tiempo y la consagra-ción de lo pasado, como antes dijimos. La minuta, por su parte, no es en esencia, más que la forma privada sancionada por el uso, sin otro requisito que el depósito ante el escribano.

La titulación administrativa

La forma administrativa es incompleta, porque en suma tiene que depender de la notarial. Aun en el caso de que ella no requiera la incorporación al protocolo notarial de los títulos primordiales que expida, todas las operaciones sucesivas que se deriven por la con-tratación de esos títulos primordiales, por fuerza se han de hacer en la forma notarial. Más sencillo sería, desde luego, suprimir esos títulos primordiales y hacer las operaciones directas de ellos, entre los poderes públicos y los particulares, en la forma notarial. Así, en lugar de expedir títulos, especiales también, de enajenación condi-cional de pertenencias mineras; y en lugar de celebrar contratos de concesión en actas privadas, sujetas a la necesaria elevación a de-cretos que importa la aprobación legislativa de costumbre, bastaría que el secretario del despacho que tuviera a su cargo la expedición

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de esos títulos o el otorgamiento de esos contratos, celebrara con los interesados, contratos propiamente dichos en la forma notarial común, ya se tratara de enajenar baldíos, de conceder pertenencias mineras o de hacer concesiones de aprovechamientos de aguas. En este sentido creemos necesario reformar el Art. 63 de nuestro Pro-yecto de Ley de Aguas Federales, que establecía para la titulación de las concesiones la forma del título primordial administrativo. Por lo demás, si se examinan las cosas a fondo, se ve con claridad que la forma general de la titulación administrativa no es en suma más que una variedad de la forma de la titulación privada, como la minuta: en dicha forma administrativa, otorga un funcionario o una autoridad en ejercicio de derechos de persona moral civil, capaz de tener y de deber derechos, o sea en su calidad de persona moral privada, a particulares que aceptan como personas civiles, también privadas, y esto fuera de las formas solemnes de la titula-ción notarial.

La titulación de la circular de 9 de octubre de 1856

La forma de titulación creada por la circular de 9 de octubre de 1856 es una forma viciosa e incompleta también, por lo desligada de la notarial a la que tiene que sujetarse igualmente. Una vez expe-dido el título primordial creado por esa forma, es necesario celebrar todas las demás operaciones de contratación, derivadas de dicho tí-tulo, en la forma notarial común. Sería mejor, en lo sucesivo, hacer las reparticiones de pueblos en la forma notarial desde el principio, compareciendo todos los parcioneros, conviniendo en la división, señalando a cada uno su fracción respectiva y expidiendo a cada uno, testimonio de la cabeza de la escritura, de la designación y des-linde de su fracción, y del pie o conclusión de la misma escritura: de esa manera nosotros hicimos alguna vez, sin mayores dificultades, la repartición de una ranchería mestiza. De cualquier modo que sea, lo que sí es indudable, es que la forma de titulación de la circular referida es igualmente una variedad de la titulación privada.

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La titulación privada. Ventajas de esta última

La forma de la titulación privada sólo está en uso en algunas par-tes, como dijimos en su lugar, para las operaciones generales de contratación en que se versan cantidades pequeñas, aunque éstas se refieran a la propiedad territorial. Esa forma no está sujeta a más requisitos que a la redacción del contrato por escrito —condición indispensable para que pueda tener lugar dentro del sistema de la titulación escrita— a la firma de ese contrato por los interesados y a la intervención de dos testigos que firmen también. Viene a equi-valer en esencia, a la minuta, con la circunstancia de que en lugar del depósito ante el notario que da fe de la autenticidad del hecho, se exije la intervención de dos testigos con el mismo fin. El análisis de esta forma, desde el punto de vista de la realidad práctica de los hechos, conduce a la conclusión, de que en los contratos que a ella se ajustan, no intervienen más que los interesados: los testigos firman siempre después, sin saber siquiera lo que firman. Y es muy de notarse, que en esa forma, se celebren toda clase de contratos, aun los de compraventa de terrenos, de hipoteca, etcétera, etcéte-ra, sin que hasta ahora se haya notado que en esos contratos hagan falta ni la intervención del escribano profesional, ni los trámites de precaución, ni los requisitos de la práctica notarial, ni las ritua-lidades solemnes de la escritura pública, lo cual demuestra de un modo incuestionable que ni aquella intervención, ni esos trámites y requisitos, ni estas ritualidades sirven para otra cosa que para di-ficultar las operaciones: ni aun siquiera se necesita la intervención de los testigos, que si se suprimiera, ninguna falta haría. La ga-rantía de los derechos de los contratantes, la dan suficientemente los medios generales de prueba en los juicios comunes civiles y la represión de las leyes penales: la garantía de los derechos de terce-ro, la da el Registro Público de la propiedad común.

Todo lo anteriormente expuesto nos lleva a la conclusión de que la mejor forma de titulación sería la privada, libre de toda traba y limpia de todo trámite. Muchas veces hemos pensado en

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esto, admirados de lo mucho que sirve al comercio universal la letra de cambio que tiene esas condiciones y que, sin embargo, sirve para mover capitales inmensos y para satisfacer necesidades infinitas. Entendemos que otras muchas personas han pensado de igual modo y han tenido oportunidad de llevar a la práctica su pensamiento. Encontramos en el Código de Comercio vigente en nuestro país, el artículo 78, que literalmente dice:

En las convenciones mercantiles, cada uno se obliga en la forma y tér-minos que aparezca que quiso obligarse, sin que la validez del acto comercial dependa de la observancia de formalidades o de requisitos determinados.

Así se escriben las leyes.

Ideas acerca de la manera de corregir los defectos del sistema vigente

de titulación escrita

Para llegar a los resultados antes dichos, tratándose de los con-tratos relativos a la propiedad territorial, falta mucho camino por recorrer, y no queremos salirnos del campo de las posibilidades in-mediatas. Nos contentaremos con indicar que el perfeccionamien-to de la forma notarial de titulación debe hacerse en el sentido de acercarla, lo más que sea posible, a la forma privada. Para lograr ese perfeccionamiento, hay que hacer, a nuestro juicio, tres series de importantes trabajos. Es la primera de esas tres series, la de los trabajos de reforma necesarios para hacer que el procedimiento notarial se reduzca poco más o menos, a los trámites siguientes: los interesados extenderán tantos ejemplares escritos de su contrato, cuantos necesiten, y uno más: todos se presentarán al funcionario que tenga las atribuciones notariales, y éste agregará el último, a un legajo que será su protocolo, y pondrá simplemente en los demás, una razón que exprese que ha quedado en su protocolo el ejemplar que vendrá a sustituir a la matriz actual de una escritura: no hay necesidad de más, pues si el contrato es o no válido, culpa

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será de los que lo otorguen y, en cuanto a las seguridades de ese contrato, las darán como ya hemos dicho sucede con los contratos privados, para los contratantes, los medios generales de prueba en los juicios comunes civiles y la represión de las leyes penales y, para los terceros, el Registro Público de la propiedad común. Es la segunda de dichas series, la de los trabajos indispensables para que los funcionarios que tengan las atribuciones notariales, se multipliquen tanto cuanto se han multiplicado los jueces del estado civil; siendo como serán tan fáciles las funciones notariales que sólo se reducirán a llevar los protocolos en la forma susodicha y a llevar algunos registros e índices rigurosos, cualquiera persona medianamente instruida podrá desempeñar esas funciones, lo cual hará el sistema general de la titulación escrita, accesible a todos los negocios y a todas las circunstancias. Es la tercera y última de di-chas series, la de los trabajos indispensables para multiplicar en re-lación con los funcionarios de atribuciones notariales, las oficinas del Registro Público de la propiedad común, atendiendo, por una parte, a que las funciones de tenedor de ese Registro requieren conocimientos jurídicos de cierta extensión y, por otra, a que no todas las operaciones de contratación notarial exigen la inscripción en ese Registro. Todo esto es relativamente fácil y no requiere más que una cabeza que lo sepa dirigir en toda la República, por los medios que son familiares al gobierno del señor general Díaz.

Es por demás evidente que allanadas las desigualdades de ori-gen y de forma que actualmente existen en la propiedad, las otras, y muy especialmente las de carácter fiscal, muy fácilmente podrán ser allanadas también.

Los juicios de sucesión. Necesidad de su reforma

Una reforma de mucha importancia habrá que hacer igualmente para que las corrientes de la propiedad territorial no se interrum-pan en su curso natural y espontáneo: la de los juicios de sucesión. La impresión general que causan los juicios de sucesión es la de

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que es más lo que dificultan que lo que favorecen la transmisión de los bienes del autor de una herencia a los herederos. Un eminente y progresista abogado de nuestro foro, el señor licenciado don Rodolfo Reyes, nos decía una vez, que si él tenía bienes al morir, procuraría hacer en favor de sus hijos escrituras de venta de esos bienes, porque de no hacerlo así, moriría con la inquietud de que sus herederos no llegaran a disponer de dichos bienes: no es raro en efecto, que los herederos mueran antes de recibir y de disfrutar la herencia. Ahora, si los intereses de la sucesión son pequeños, entonces no alcanzan para cubrir los gastos del juicio y éste no se sigue, lo que ocasiona que los bienes se aparten de la titulación notarial sucesiva para dar lugar a la formación de las comunidades regresivas que estudiamos en su oportunidad. De cualquier modo que sea, los juicios de sucesión dificultan el curso de la propiedad si no lo detienen.

Dos series de ideas dominan las legislaciones patrias en ma-teria de sucesiones: la de las tradiciones jurídicas romanas y la de los intereses fiscales por herencia. Todo el juicio de sucesión tiene todavía por base indeclinable el concepto romano de que la he-rencia es un asunto de Derecho Público. Conforme a ese con-cepto, la herencia, dividida en herencia testamentaria y herencia ab intestato, está sujeta a solemnidades y formalidades que ya no tienen razón de ser. Sobre todo en la herencia testamentaria, es ya un incomprensible anacronismo que el testamento sea todavía un acto que deba forzosamente celebrarse conforme a ritualidades que ya hasta entre los romanos comenzaban a ser desusadas: las formas solemnes de la convocación primitiva de los comicios, de la presencia de los caballeros romanos que substituyeron después a todo el personal de las tribus, de la venta simulada que era de rigor, y todas las demás del testamento, existen aún, siendo así que el testamento ha perdido todas las circunstancias que lo hacían un acto grave de Derecho Público para hacer un acto que sólo intere-sa a las personas que intervienen en él, y siendo así también, que las ritualidades que antes le daban carácter, no son ahora más que medios de comprobación que como tales deben ser considerados.

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Lo mismo puede decirse en lo que se refiere a las herencias sin testamento y a los trámites comunes a las dos herencias, que son de ritual para la determinación y distribución del as hereditario. Si pues sólo se trata de hacer una transmisión meramente civil de los bienes de la persona del autor de la herencia a las de los herederos, en los juicios respectivos, fuera de los trámites de comprobación de la voluntad del testador y de la existencia de los herederos, todo lo demás sobra, y lo que sobra debe suprimirse. La simplificación de la transmisión hereditaria no es imposible, y una vez hecha favorecería mucho, muchísimo más de lo que nuestros jurisconsul-tos pueden suponer, el perfeccionamiento jurídico de la propiedad en nuestro país.

El fisco federal y los de los estados contribuyen no poco a mantener el juicio de sucesión en su forma presente, en virtud de que hacen obligatorios esos juicios hasta la aprobación de los inventarios, para hacer cómoda y exacta la recaudación de los im-puestos respectivos, pero desde luego se comprende que será rela-tivamente fácil remediar ese mal, en cuanto esté remediado el qué resulta de los juicios mismos.

Horizontes que se abrirán al crédito territorial en nuestro país

El fácil conocimiento de la propiedad en todos sus aspectos produ-ciría, como es consiguiente, el ensanchamiento de las operaciones de crédito territorial. Ese ensanchamiento que podrá hacerse por el capital extranjero, merced a la mediación de los criollos nuevos o criollos liberales, por una parte disminuirá la plétora de capital comercial que se ha manifestado en estos últimos tiempos bajo la forma de multiplicación de los bancos comerciales que ya ha sido satirizada en Europa por la caricatura y, por otra, destruirá lo que antes llamamos la urbanización del crédito, repartiéndolo en toda la República o cuando menos en toda la zona de los cereales, con tan armónica distribución, que lo mismo alcanzará a la gran propiedad que al terreno más pequeño y de valor insignificante.

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Es claro, por supuesto, que ese resultado requerirá dos órdenes de trabajos previos. El primero será el de los que tengan por objeto las muchas reformas que hemos indicado en el problema anterior y en el presente, puesto que todas esas reformas exigirán gastos de mayor o menor consideración, pero siempre importantes. El segundo, será el de los que tengan por objeto distribuir el benefi-cio del crédito entre todas las clases de propiedad que existan, en tanto no se unifiquen y confundan en una sola, siendo nuestro propósito en este particular, designar por clases, no las derivadas de las múltiples fuentes que reunimos y clasificamos en el cuadro que formamos al principio de este estudio, sino las diferencias de los diversos grados de evolución de la propiedad, desde el primer esbozo de ocupación hasta la propiedad privada perfecta.

Para hacer los trabajos del orden primero, creemos que po-drán crearse especiales instituciones de crédito que actúen en toda la República. Algunas de esas instituciones podrán tener por objeto proporcionar capital para hacer los trabajos catastra-les, celebrando al efecto con los gobiernos de los estados los con-tratos respectivos, en los cuales se podrá estipular que el capital que se preste a dichos gobiernos y los réditos de ese capital, se paguen con el aumento que necesariamente alcanzarán dichos rendimientos de los impuestos territoriales, al pasar del régimen actual de la ocultación y del fraude, al régimen catastral, aumen-to que seguramente alcanzarán dichos rendimientos, aun cuan-do se abran en cada estado uno o dos periodos de transición, tales cuales los indicamos para el Estado de México al ocuparnos en el problema de la propiedad. Otras de las mencionadas insti-tuciones y éstas serán muy importantes, podrán tener por objeto comprar haciendas y repartirlas, vendiendo las fracciones a pagar en largos plazos y en pequeños abonos que cubrirán capital y ré-ditos. Otros, no menos importantes que los anteriores, podrán anticipar fondos a los mestizos compradores de las fracciones del segundo tipo de las que consideramos también en el estudio del problema de la propiedad como necesarias para la división forzosa de las grandes haciendas, haciendo los anticipos de las referidas

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fracciones, a reembolsar las cantidades anticipadas, en largos pla-zos, como de veinte o veinticinco años, y en pagos periódicos que comprenderán capital y réditos, poco más o menos como lo acaba-mos de indicar y como lo tiene establecido el Banco Hipotecario. Otras de las mismas instituciones podrán tener por objeto hacer simples operaciones hipotecarias, pero en toda la República y para toda clase de propiedades, lo mismo para las grandes que para las pequeñas.

Para hacer los trabajos del segundo orden, creemos que po-drán crearse también, instituciones especiales de crédito de carácter local, por los gobiernos de los estados y hasta por los municipios, entre otros objetos, con el de satisfacer las necesida-des de la integración de la propiedad indígena y comunal. A este último, como igualmente dijimos al tratar del problema de la pro-piedad, se pueden dedicar los capitales de los llamados propios de los ayuntamientos. Para que se vea que son posibles hasta las más pequeñas instituciones de crédito, referiremos, que en el pueblo o villa de Tenango de Arista, del Estado de México, que es uno de los lugares en que hemos visto más dividida la propiedad, el comercio del dinero ha alcanzado una verdadera perfección, y se hacen toda clase de operaciones de crédito territorial: en Tenango se hacen operaciones hipotecarias, verdaderas operaciones hipo-tecarias, hasta por veinte pesos. Cualquier privilegio, sobre todo de los de facilidad de titulación o de simplificación de los juicios de reembolso, bastará para unir a los pequeños capitalistas de la localidad, para hacerlos fundar una institución de crédito que sa-brán dirigir, y para librar a la pequeña agricultura local del agio. Referiremos también en pro de la posibilidad de las pequeñas ins-tituciones de crédito, que dos veces en el espacio de treinta años, se han formado en Jilotepec, que es una población agrícola de tres o cuatro mil habitantes del mismo Estado de México, y de habitantes mestizos en su mayoría, sociedades privadas que han reunido capital por acciones de cincuenta pesos de valor nominal, pagaderas en exhibiciones de un peso cada mes, y esas sociedades dirigidas por un Consejo de Administración compuesto de tres o

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cuatro miembros, hicieron pequeñas operaciones durante varios años, no perdieron jamás, y repartieron muy buenas utilidades. Podemos ofrecer a quienes duden de estas verdades, abundantes datos de comprobación.

La palabra final

Con sólo penetrar a fondo en nuestro estado social, se descubren amplísimos horizontes para todas nuestras actividades. El campo financiero interior es inmenso y sólo falta definir bien sus lími-tes y determinar bien sus accidentes, para que fecundado por el innegable ingenio de los criollos nuevos en lo relativo a asuntos económicos, produzca frutos de bendición. Cuando ese ingenio haga con su inteligente labor, que toda la propiedad territorial de la República pueda gozar de los beneficios del crédito, los pro-pietarios grandes y chicos verán pronto la abundancia llegar a sus moradas, sentarse en sus hogares y reproducir para sus familias el milagro evangélico de la multiplicación del pan.

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CAPÍTULO TERCERO

el problema de la irrigación

Apunte científico acerca de la naturaleza de la vida vegetal

a vida orgánica vegetal es el resultado de la acción combina-da de dos factores fundamentales, que son el factor tierra y

el factor atmósfera. El factor tierra ministra el lugar o suelo en que la expresada vida tiene que desarrollarse, ministra los elemen-tos de la construcción celular en cuya evolución esa vida consiste y ministra los elementos carbónicos de la combustión vital que es el resorte que mueve dicha evolución. El factor atmósfera ministra el oxígeno que al combinarse con los expresados elementos carbó-nicos produce la combustión vital y ministra las resistencias que el agregado celular tiene que vencer para formarse, determinando esas resistencias la especial arquitectura de dicho agregado. Pero además, como lo mismo la existencia del agregado celular vegetal, que su de-sarrollo, se hacen, merced a movimientos de agregación y desagre-gación celular que son incesantes, y esos movimientos se efectúan en el medio líquido agua, la tierra por una parte, y la atmósfera por otra, ministran esa agua. Ésta, por lo mismo, es absolutamente indispensable para la vida vegetal.

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La tierra ministra el agua a la vida vegetal en el estado líquido y la atmósfera se la ministra en el estado de vapor; pero una parte muy considerable de la que en estado de vapor se encuentra en la atmósfera, la toma ésta del suelo. Al suelo le ministran las lluvias el agua que llega a tener cuando la tiene, repartiéndose esa agua en las corrientes y depósitos que forman en conjunto, la hidrografía de cada región. La riqueza vegetal de una región determinada depende, pues, de la riqueza hidrográfica de esa región y la riqueza hidrográfica de la misma región depende de la mayor o menor precipitación pluvial. Las infinitas desigualdades de la configuración de la tierra, producien-do la diversidad de condiciones del agua en ella repartida, hacen que sean muy variadas las circunstancias en que la misma tierra ofrece el agua a la vida vegetal, y en que ésta puede aprovecharla bien. A la variedad de dichas circunstancias se debe la variedad de los vegetales que en la tierra existen; pero como a pesar de las desigualdades de configuración de la tierra, ésta presenta las zonas de relativa igualdad que señalamos en el apunte científico que pu-simos en el capítulo de los “Los datos de nuestra historia lejana”, en medio de la diversidad de tipos que los vegetales ofrecen a la vista en una región, se pueden encontrar las uniformidades que caracterizan lo que se llama las especies. Éstas, por consiguiente, vienen a tener entre sí muy diferentes necesidades de agua. Como el cultivo no es sino el trabajo complejo de favorecer la vida de una especie a expensas de las demás que en la lucha general selectiva le son competidoras, uno de los factores de ese trabajo tiene que ser la provisión de agua. Ahora bien, en relación con las necesidades naturales de agua de cada especie, el cultivo tiene que satisfacer esas necesidades, sustituyendo de un modo total o solamente parcial a la naturaleza, o corrigiendo la irregularidad con que ésta desempeña su función provisora de ese líquido.

Propósitos que puede perseguir la irrigación

El manejo conveniente de las aguas puede hacerse con tres propó-sitos: es el primero, el de producir vegetación en general, donde

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ésta no existe por completo, o donde apenas existe; es el segun-do, el más restringido de producir, donde ya existe vegetación en cierta abundancia, la vegetación de las especies que tienen valor comercial y se cotizan a precio remunerador; es el tercero, el más restringido aún, de producir entre las especies de valor comercial, las especies de cereales y las que podríamos llamar complementa-rias de éstos.

Resultados del propósito de irrigar, para solo el hecho

de producir vegetación

Durante mucho tiempo fue para nosotros motivo de honda preo-cupación, el averiguar por qué la vida vegetal ayuda a la vida ani-mal con su sola existencia, independientemente de los elementos que le puede proporcionar para su alimentación. Se creía antes, y entendemos que se cree todavía por muchos, que las plantas, ab-sorviendo el ácido carbónico del aire y dejando íntegra la cantidad de oxígeno de éste, lo hacían más puro, y más a propósito para la respiración, activando de un modo considerable la combustión vital y produciendo una sensación de bienestar muy perceptible. Así se explicaba y se explica aún, el gusto de las arboledas y de los jardines, pero es el caso que la ciencia ha podido comprobar que las plantas respiran como los animales y que, por lo mismo, consu-men oxígeno que restan al aire respirable y exhalan ácido carbónico también. Sin embargo, es indudable que las arboledas y los jardines producen la anotada sensación de bienestar. ¿A qué se debe esa sen-sación? Aquí ponemos otro pequeño apunte científico.

Apunte científico relativo a la influencia de la vegetación sobre la vida humana

Los organismos son compuestos celulares en que, como es sabido, el agua entra en una proporción superior a la de las demás mate-rias. El agua en ellos es el vehículo necesario para el fácil movi-

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miento y la conveniente acomodación de las celdillas; desempeña la misma función que el agua de cristalización en la cristalización mineral. Esa agua está llenando todos los espacios intercelulares y su situación se modifica constantemente en razón, no sólo de las corrientes interiores que determinan las fuerzas formatrices inter-nas, sino también en razón de los agentes exteriores que forman el ambiente. En esa virtud, desentendiéndonos por el momento de la función del agua ingerida para producir aquellas corrientes, si la humedad ambiente es excesiva, la masa orgánica no absorbe cantidad alguna de agua, porque estando llenos los espacios inter-celulares, no hay lugar para la colocación de una cantidad mayor; pero por el contrario, si el ambiente es demasiado seco, entonces la masa orgánica pierde por evaporación una masa considerable de su agua propia y esto dificulta, como es consiguiente, los movi-mientos celulares en que consista la actividad de la vida. El calor solar, variando constantemente las condiciones de la temperatura exterior tiende, sin embargo, a producir de un modo general una pérdida constante de humedad, por cuanto a que produce una evaporación constante, y el vapor que ella produce tiende a subir a las altas regiones atmosféricas por razón de su menor densidad. Por consiguiente, las pérdidas de agua que sufre la masa celular son casi constantes y esas pérdidas se traducen, como antes diji-mos, en los aumentos correlativos de las dificultades de la vida. La vegetación por su construcción orgánica se encuentra en las mismas condiciones, según antes dijimos, pero dada la abundancia con que se produce, al perder su agua por las numerosas unidades que la componen y por los innumerables órganos que presentan esas unidades, produce un ambiente de mayor humedad que el restante, y al colocarse un organismo animal en general, y hu-mano en particular, dentro de ese ambiente, cobra sus pérdidas de agua, absorbiendo dicha humedad y ésta, disminuyéndole las dificultades de su funcionamiento orgánico, le hace experimentar la sensación de bienestar a que antes nos referimos.

De lo anterior deducimos que el solo hecho de producir vegeta-ción donde la hay es un beneficio para la vida y esto nos lleva a con-

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cluir que, de un modo general, todo trabajo de irrigación, cualquiera que sea su objeto, es útil por el solo hecho de producir vegetación.

Resultados del propósito de irrigar, para producir especies vegetales útiles

Como es natural, si es benéfico producir vegetación, por el sólo hecho de que ésta exista, tiene que ser más benéfico producirla para que sea útil. El cultivo de todas las especies que pueden pro-ducir artículos de comercio, además de ayudar a la vida orgánica de las unidades componentes de la población, ayuda al sosteni-miento de esa vida en particular y a la de la vida social en conjunto por el valor económico de dichos artículos. De lo cual, podemos deducir que todo trabajo de irrigación destinado a producir espe-cies de vegetales útiles tiene más importancia que los destinados a producir vegetación neutra, si es que alguna puede llamarse así.

Resultados del propósito de irrigar para producir cereales

Entre la producción de especies vegetales útiles tiene que ser preferen-te la de cereales, por el papel que éstos desempeñan en la vida huma-na, según hemos dicho en otra parte, y siendo axiomática esta verdad, no creemos necesario insistir en ella. Por lo mismo, los trabajos de irrigación hechos para producir cereales, tienen que ser de importan-cia capital en los pueblos. Lo mismo puede decirse de las especies que sin ser cereales, complementan éstos para la alimentación.

Aplicación de las ideas generales anteriores a nuestro territorio

Aplicando al territorio nacional las ideas anteriores, es claro que, primero, de un modo general serán benéficas todas las obras de irri-gación que se hagan; segundo, de un modo especial, tendrán una importancia mayor las que se hagan para producir especies útiles; y

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tercero, tendrán una importancia mayor todavía, las que se hagan para producir cereales y especies complementarias de éstos. Dada la distribución de las zonas que componen el territorio nacional, es claro que en la mesa del norte y en la península de California, que son secas y estériles, las obras de irrigación tienen que ser de provisión total de agua para la producción vegetal; en la altiplani-cie que es escasa de lluvias, las obras de irrigación tienen que ser de provisión parcial; y en el resto del territorio, bien favorecido en lo general por las lluvias, las obras de irrigación tienen que ser de regulación.

Por lo expuesto, creemos, por una parte, que deben permitirse todas las obras de irrigación que se hagan en el territorio nacional; por otra, que deben permitirse y facilitarse las que se hagan para la producción agrícola; y por otra, que deben favorecerse las que se hagan para la producción de cereales y de productos comple-mentarios.

Especificación de las zonas productoras de cereales. Función

de las zonas fundamentales

Aunque en todos los pueblos la producción de cereales tiene la importancia que le hemos reconocido, no toda esa producción desempeña el mismo papel. Ya hemos expuesto con todo detalle la relación que existe entre la extensión de la zona principalmente productora de cereales y la amplitud que puede alcanzar el com-puesto social que por ella se forma. Ahora bien, en virtud de esa relación y en virtud también de la división del trabajo que la natu-raleza orgánica del compuesto social impone a todo lo que él hace o por él vive, la producción de cereales, por más que sea posible en diversos lugares, se concentra en la zona de su mejor y de su mayor producción natural. En torno de ella, el compuesto social se localiza. Tanta importancia tiene la dependencia mutua que se establece entre la zona de mayor y de mejor producción natural de cereales y el compuesto social, que éste sólo se mantiene en la lu-

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cha con los demás cuando conserva la unidad de esa zona. En una región geográfica en que hay dos zonas extensas de cereales no se forma un pueblo, sino dos. Sin embargo, de esto pueden existir en el territorio de una nación varios pueblos con sus zonas propias y estar enlazados por los intereses a que en otra parte nos referimos, pero siempre el enlace de esos pueblos requerirá el de sus zonas y la existencia en éstas, de una que podríamos llamar central por servir en cierto modo de centro de unión; esto es lo que pasa en nuestro país.

La zona fundamental de los cereales en nuestro país

Suponemos que nuestros lectores no habrán olvidado lo que en otra parte hemos dicho acerca de la distribución de las zonas agrí-colas productoras de cereales en nuestro país y acerca de la impor-tancia que en ellas tiene la zona que hemos llamado fundamental. Esa zona debía llamarse en rigor zona fundamental de los granos de la alimentación general en nuestro país, porque en nuestro país hay un grano de alimentación fundamental que no es cereal y es el frijol; pero nos ha parecido más conforme con el estado general de todos los pueblos, más breve y más comprensiva, la denominación de zona fundamental de los cereales que hemos adoptado.

La obra de la irrigación conveniente de todo el territorio na-cional para elevar a su máximo la producción vegetal en general, la agrícola en particular, y especialmente la de cereales, es de tal magnitud que requerirá indispensablemente la suma de todos los esfuerzos de la población. Esos esfuerzos tendrán que ser, por una parte, los que individualmente puedan hacer las unidades de esa población en pro de su interés privado y, por otra parte, los que deben hacerse por la colectividad en razón de las necesidades e intereses generales de esta misma; es decir, tendrán que ser hechos a la vez por los particulares y por el estado; y como en nuestro país el estado con arreglo a nuestras instituciones se divide en la Federación y los estados, los mismos esfuerzos deberán ser hechos

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en parte por los particulares, en parte por la Federación y en parte por los estados, o mejor dicho, en parte por los particulares, en parte por los estados, y en parte por la Federación. Siendo así es claro que el trabajo puede dividirse muy bien, dejando libremente a los particulares hacer todas las obras que tengan por objeto la pro-ducción de vegetación general y de vegetación agrícola en particu-lar; reservando la acción de los poderes públicos de los estados para favorecer la producción de cereales en las zonas que puedan existir dentro de su territorio y que puedan desempeñar la función de zo-nas fundamentales para su población; y reservando la acción de los poderes públicos de la Federación para favorecer la producción de cereales de la gran zona fundamental de la República. Ahora, como esta zona puede ser ampliada hacia el norte y los trabajos que haya que hacer para ampliarla son de tal magnitud que ni los particulares ni los estados podrán hacerlos, supuesto que en éstos habrá que co-menzar por crear la vegetación, dichos trabajos deberán ser hechos también por la Federación.

Para comprender la naturaleza de los esfuerzos que tanto los particulares cuanto los estados y cuanto la Federación deberán hacer para la irrigación nacional, hay que entrar en el estudio ju-rídico de las aguas de que se puede disponer y ese estudio deberá dividirse en el de los orígenes de los derechos de aguas en nuestro país, en el de la condición de las aguas en nuestro país también y en el de la distribución de las mismas aguas.

Cuestión jurídica relativa a los orígenes de la propiedad

de las aguas en nuestro país

Nosotros habíamos enunciado ya nuestras ideas sobre los orígenes de la propiedad de las aguas de nuestro país en la parte expositiva de nuestro Proyecto de Ley de Aguas Federales, y en este mismo capítulo en la forma con que la publicamos en los folletines de El Tiempo, pero como últimamente hemos tenido ocasión de cono-cer un extenso estudio profesional hecho por nuestro inteligente

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amigo el señor licenciado don Luis Cabrera, con motivo de la reciente cuestión que ha provocado la repartición de las aguas del río Nazas, y hemos podido ver en ese estudio una exposición de las mismas ideas, mejor que lo que nosotros habíamos hecho en las dos ocasiones antes citadas, creemos conveniente trasladar a continuación la exposición referida, haciendo sólo la salvedad de que, aunque plenamente conformes con los principios sentados en la exposición de que se trata que, repetimos, responde fielmente a nuestro modo de pensar, no lo estamos con las conclusiones con-cretas a que el señor licenciado Cabrera ha llegado al fin de todo su estudio en su propósito profesional.

Veamos cuáles fueron las condiciones especiales creadas por la conquista en Nueva España y cómo influyeron esas condiciones sobre los principios aceptados por la legislación de la península. Dejemos la palabra a Pallares.

La base fundamental de la legislación de Indias, respecto de la propiedad inmueble del territorio conquistado, fue no que el Estado tenía simplemente el dominio eminente que correspon-diera al común de todos los hombres sobre las aguas de los ríos y lagos; la base de la legislación colonial era otra. El territorio conquistado pertenecía, no a la nación española, no era parte integrante de España, era propiedad de la Corona; diferencia fácilmente explicable bajo el imperio de una constitución mo-nárquica que distinguía entre el tesoro y bienes de la Nación, y el tesoro y bienes del Rey, designados con el nombre de real patrimonio. Esta distinción, que no desapareció sino después de promulgada la constitución del 2 de mayo de 1812, está ex-plícitamente formulada en la ley 1a, título 1°, Lib. 3º de la R. I., y refiriéndose a ellas el doctor Mora, nos dice: (México y sus revo-luciones, tomo 1°, pág. 171), que en lo relativo a América, mien-tras estuvo dependiente de España, fue máxima fundamental de la legislación española, que todos los dominios adquiridos en vir-tud de la Conquista, pertenecían, no a la nación conquistadora, sino exclusivamente a la Corona. La bula de Alejandro VI que fue como el título primitivo en que España fundaba sus derechos,

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donó exclusivamente a Fernando e Isabel y sus descendientes, todas las regiones descubiertas y por descubrir. La separación entre los bienes nacionales y los del real patrimonio era una distinción consignada en toda la legislación española, y por eso los auto-res, para explicar el carácter jurídico del real patrimonio que no pertenecía ni a los bienes públicos ni absolutamente a los pri-vados, enseñan que los bienes del Rey constituían una especie de mayorazgo a favor de los herederos de la Corona. (Gutiérrez Fernández, Códigos fundamentales, tomo 2º, pág. 32).

La Corona de Castilla, en virtud de ese dominio, no eminen-te, sino directo y de vinculación que tenía en todo el territorio conquistado, podía enajenar, donar y repartir los terrenos y aguas de Nueva España sin las limitaciones que el derecho público espa-ñol ponía al ejercicio de la potestad real de la metrópoli. El princi-pio fundamental, dice el doctor Mora (opúsculo y tomo citados, pág. 207) de la legislación española en cuanto a propiedad territorial en México, era que nadie podía poseer legalmente, sino en virtud de una concesión primitiva de la Corona. En virtud de este principio enunciado en las leyes del título 12, lib. 4 de la Recop. de Indias, y muy especialmente en la ley 14, los virreyes y otras autoridades delegadas por los reyes, otorgaron concesiones de tierras y aguas a los particulares, a los conquistadores y a los indios, y son innu-merables y conocidísimas por los que están familiarizados con los títulos antiguos de dominio, las llamadas mercedes de tierras y aguas, de donde tienen su origen las actuales propiedades de los particulares.

En estas condiciones, no sorprende ya la afirmación hecha por el mis-mo jurisconsulto en páginas anteriores del mismo estudio:

Todos los jurisconsultos nacionales, dice Pallares, enseñan, fun-dados en leyes expresas y en la práctica constantemente observada en las Colonias Españolas, que en ellas jamás estuvieron vigentes respecto de uso y aprovechamiento de aguas, las leyes y las clasi-ficaciones doctrinarias observadas en la Metrópoli. El Sala Mexi-cano dice terminantemente, refiriéndose a la clasificación tradi-cional y legal de los bienes públicos y privados, que: tal es, según las leyes de Castilla, pues con arreglo a las de Indias, el agua se ha

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tenido como una parte del real patrimonio, adquirible por merced y por denuncia, de la manera misma que los terrenos; y apoya su doctrina en el texto terminante de la Ordenanza de Felipe II de 1563, que figura en el Código de Indias bajo el rubro de ley 7, título 12, lib. 4°.

En comprobación de la doctrina anterior, basta leer algunas de las rea-les órdenes que aparecen recopiladas en el Código de Indias.

Por donación de la Santa Sede Apostólica y otros justos y legíti-mos títulos somos señor de las Indias Occidentales, Islas y Tierra firme del Mar Océano, descubiertas y por descubrir y están in-corporadas en nuestra Real Corona de Castilla (Lib. 30, Tit. I, Ley I —R. I.)

Si en lo ya descubierto de las Indias hubiere algunos sitios y comarcas tan buenos, que convenga fundar poblaciones, y algu-nas personas se aplicaran a hacer asiento y vecindad en ellos, para que con más voluntad y utilidad lo puedan hacer, los virreyes y presidentes les den en nuestro nombre, tierras, solares y aguas conforme a la disposición de la tierra, con que no sea en perjuicio de tercero, y sea por el tiempo que fuere nuestra voluntad (Lib. IV, Tít. XII, Ley 4, R. I.)

Habiéndose de repartir las tierras, aguas, abrevaderos y pastos entre los que fueren a poblar, los virreyes o gobernadores, que de nos tuvieren facultad, hagan el repartimiento…; y a los indios se les dejen sus tierras, heredades y pastos, de forma que non les falte lo necesario, y tengan todo el alivio y descanso posible para el sustento de sus casas y familias. (D. Tít. Ley 5, R. I.).

La ley 8 del mismo título 12 del Libro IV de la Recopilación de Indias, lleva por rubro: Que se declara ante quien se han de pedir solares, tierras y aguas; y dice:

Ordenamos que si se presentare petición pidiendo solares o tie-rras y si la petición fuere sobre repartimiento de aguas y tierras para ingenios, se presente ante el virrey o presidente…

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La real instrucción de 15 de octubre de 1754 que reformó el sistema de titulación y composición de tierras, dice en su párrafo quinto:

...les despachen en mi real nombre la confirmación de sus títulos con los cuales quedará legitimado en la posesión y dominio de las tales tierras, aguas o valdíos sin poder en tiempo alguno ser sobre ello inquietados los poseedores ni sus sucesores universales ni parti-culares.

El Pbro. don Domingo Lasso de la Vega publicó en 1761 un regla-mento para el uso de las aguas en Nueva España. Dicho reglamento erróneamente ha sido considerado como documento oficial, por el sólo hecho de llevar la aprobación virreinal para su impresión; adquirió sin embargo tal prestigio, que durante toda la segunda mitad del siglo XVIII y primera mitad del XIX, se tuvieron sus preceptos como reglas clásicas en materia de aguas. Dicho reglamento dice entre otras cosas:

La regalía, según su común y rigorosa acepción, es cierto dere-cho de imperio, como se nota en el libro de los feudos canónico, derecho; en cuya apelación le convienen y pertenecen a nuestro rey y católico monarca, los bienes mostrencos, de naufragio, vacantes ab intestato, aguas, tierras y minas, con los demás que se po-drán ver en los autores que pro dignitate han tratado la materia, y ciñéndome precisamente a los de las aguas, para norte y fun-damento de todo este reglamento hallo que de la misma suerte son del regio patrimonio que los demás bienes, que como tales están anexos e incorporados en su real corona, teniendo de aquí la denominación de realengas, en tanto grado que, para haber de poseerlas es menester que los particulares poseedores aleguen y prueben les han sido concedidas por especial merced de los mismos reyes y católicos señores o en su nombre por que como dice la ley: que sólo a el príncipe, y no a otro alguno, le compete el derecho de repartir las aguas, se deben dar por nulas y de ningún valor, las quasi posesiones, en las cuales se descubriere la regalía, bien que sea por vía de medida, o por otro camino, si en ellas no ha entrado la distribución de la real mano; para todo lo cual, a más de los títulos del volumen tenemos expresas y terminantes leyes

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en nuestro real derecho de Partidas y Recopilaciones, cuyas efica-císimas decisiones, en la materia que versamos, enseñan plenisí-mamente todo el poder, mano y jurisdicción con que S. M. obra en la servidumbre del agua, no sólo en los casos de posesión, sino en los de propiedad. Y estrechando este mismo dominio a lo par-ticular de nuestras Indias, concluye con la misma doctrina y ex-posición del señor don Juan de Solórzano sobre las leyes citadas, tener en ellas la propia regalía nuestros gloriosos y católicos reyes, de donde se infiere: haber de quedar en el despótico y absoluto dominio del soberano, todo lo que por su regia empartición no fuere concedido; [...] Pero insistiendo en el asunto principal es legítima consecuencia, que se infiere de todo lo expresado; que cualquiera, sin el permiso del príncipe, no pueda conducir las aguas públicas a sus fundos para su irrigación, mayormente en lo peculiar de esta Nueva España, donde se hace constar el que S. M. ha concedido amplisíma facultad a los clarísimos excelen-tísimos señores virreyes y presidente de la audiencia real de esta Nueva España, para que en toda conformidad en lo expresado puedan hacer las mercedes de tierras y aguas, como bienes perte-necientes a su real corona, y de que hoy hay particular privativo juzgado. Esto lo evidencia la novísima cédula que su real digna-ción quiso expedir en San Lorenzo el Real a quince días del mes de octubre del año de mil setecientos cincuenta y cuatro, por la cual difusamente consta, atentas sus serias instrucciones, todo lo que en orden a el ramo de tierras y aguas ha sido conveniente a su real servicio”.

Las acotaciones anteriores nos llevan a la conclusión de que al efectuar-se la Conquista, todas las tierras y aguas cayeron en el dominio privado del rey. Las aguas, como las tierras, eran, pues, realengas, y no podía haber lugar a distinguir entre aguas públicas y privadas, porque siendo todas de propiedad de la Corona, eran todas privadas. Por lo tanto, cualquiera propiedad particular sobre las aguas, tenía que derivarse de la merced hecha por el Rey; y esta merced era de tal manera indispensa-ble para dar nacimiento a la propiedad individual, que sin ella no exis-tían los derechos de aguas. El carácter de ribereña que una propiedad territorial pudiera tener o la sola existencia de corrientes de agua dentro

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de la propiedad, no eran títulos suficientes para conferir derechos de aguas, si la merced no declaraba expresamente que la propiedad de las tierras se hubiera concedido con la de las aguas. En suma, no había accesión de las aguas a la tierra.

Por otra parte, la legislación de Indias no establecía diferencia algu-na entre las tierras y las aguas para el efecto de su titulación, ni siquiera una separación teórica, sino que durante mucho tiempo vemos, tanto en las leyes como en los títulos o mercedes, tomadas las palabras tierras y aguas conjuntamente, de tal manera, que no había reglas para el re-partimiento especial de tierras, sino para los repartimientos de tierras y aguas. De hecho, en un principio no se hacían mercedes de una cosa sin la otra. Aunque sin accesión legal, las aguas seguían tan fielmente la condición de las tierras, que las aguas llegaban a veces a parecer lo principal, y no es raro encontrar en una multitud de títulos, que al ha-cerse la relación de mediciones y estimaciones de tierras baldías, el juez privativo consignara en las actas, la ingenua declaración de no seguirse midiendo más tierras por no haber aguas que mercedar con ellas.

El concepto de la propiedad de las aguas nació, pues, en Nueva Es-paña juntamente con el de la propiedad de las tierras, y durante mucho tiempo ambos conceptos fueron inseparables, pues habiendo tenido ambas propiedades el mismo origen, siendo idénticas las formas de su adquisición y viniendo casi siempre yuxtapuestas ambas propiedades, no sorprende que durante mucho tiempo no se haya pensado en la pro-piedad de las aguas independientemente de la de las tierras, y que no haya habido oportunidad para que se formara un cuerpo de doctrina especial, respecto de la propiedad de las aguas.

Pero hay más. Las leyes de Indias ocupadas en legislar sobre el patrimonio del rey, al cual consideraban desde el punto de vista de su utilidad como bien mercedable, no hablaron jamás de los ríos, sino de las aguas, es decir, consideraban el agua como independiente del suelo en que corría.

Aunque, como hemos dicho, las mercedes tenían casi siempre como fin principal el repartimiento de las tierras, sin referirse expresa-mente a las aguas, no faltaron, sin embargo, casos aislados en que las aguas se concedieran o cuando menos se enunciaran en la merced; pero siempre como independientes de la tierra, aun cuando estos casos eran relativamente excepcionales.

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La Ley 8, título XII, Libro IV, de la Recopilación de Indias, que antes hemos acotado, nos habla de aguas y tierras (no dice tierras y aguas) para ingenios. Es natural suponer que las necesidades de las fábricas fueran las que hicieran surgir los primeros títulos o merce-des que tuvieran por objeto principal obtener determinada cantidad de agua, y puede asegurarse que las mercedes de agua para trapiches, fábricas o haciendas de sacar metales fueron las primeras mercedes de aguas propiamente dichas.

La ley 18 del mismo Título XII, Libro IV de la Recopilación de Indias, habla de dejar a las comunidades de indios, las aguas y riegos y las tierras en que hubieren hecho acequias u otro cualquier beneficio que por industria personal suya se hayan fertilizado. Esta es la segunda vez que la Recopilación de Indias habla de las aguas y riegos como de algo, cuando menos, de tanta importancia como la tierra, pero independien-te de ella, y es natural suponer que esta ley diera, como dio, origen a diversos reconocimientos de la propiedad del agua, en favor de las co-munidades de indígenas, independientemente de las tierras que a estas comunidades pertenecían.

Al fundarse las poblaciones recibían siempre con su fundo legal, las aguas que necesitaban para el abasto de sus habitantes y de sus ga-nados; pero cuando el agua de que eran propietarias las poblaciones, no era suficiente para sus necesidades, podían usar las de los ríos, y aun tomar aguas privadas, que para este efecto siempre fueron consideradas como obligadas a prestar una servidumbre legal. Eran sin embargo, relativamente frecuentes, sobre todo al fin de la época colonial, las mer-cedes de aguas hechas a las poblaciones que habiendo crecido sobre medida, no disponían de suficiente líquido.

Podía ocurrir y ocurría con frecuencia que, mercedándose tierras a la orilla de grandes corrientes de agua (provincia del Pánuco), la merced abarcara solamente determinada porción del agua que las nuevas tierras podían tomar sin perjuicio de las mercedes hechas anteriormente, con el agua suficiente para las necesidades de las tierras. En estos casos, la división de las aguas existentes, no se efectuaba ni en consideración a las necesidades de cada fundo, ni en consideración a la superioridad o inferioridad topográfica de los predios, sino que la preferencia en el uso de las aguas derivaba siempre e invariablemente de la antelación de la merced.

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Cuando se otorgaba una merced de tierras sin especificación de aguas, encontrando el propietario ocasión de utilizar alguna agua co-rriente para riegos, aunque no le hubiera sido concedida, la primitiva posesión, y ésta, aunada al transcurso del tiempo, podía servir para una composición que suplía a la merced. Así se ve en innumerables títulos de composición, y así dedúcese de la lectura del párrafo 5° ya copiado de la Real Instrucción de 16 de octubre de 1754, y del párrafo 8° de la misma Real Instrucción, en que constan los privilegios a los denun-ciantes de tierras, suelos, sitios, aguas, baldíos y yermos que estuvieran ocupados sin justo título. De aquí al sistema de mercedes de aguas para riegos hechas con posterioridad a las mercedes de tierra no había más que un paso, y ese se dio antes de la Independencia, pues aunque son algo raros, existen, sin embargo, títulos coloniales de aguas exclusiva-mente.

Podemos, pues, afirmar que en la época colonial existían:A. Mercedes de tierras y aguas, en las cuales no se designaban las

aguas sino en términos vagos y generales, tales como: y aguas en estas tierras contenidas.

B. Mercedes de tierras y aguas, en las cuales se designaban éstas en términos menos vagos, tales como por ejemplo: aguas necesarias para regar las tierras mercedadas.

C. Mercedes de tierras sin agua, con composiciones posteriores que incluían las aguas.

D. Mercedes de aguas y tierras o aguas solas para ingenios, fábri-cas, haciendas de beneficio, molinos, etcétera.

E. Mercedes de aguas para el abasto de poblaciones; yF. Mercedes propiamente de aguas para riegos.Resumiendo el presente estudio respecto de la época colonial, po-

demos asentar las siguientes conclusiones:El estudio evolutivo de la propiedad de las aguas nos lleva, pues, a

afirmar: 1) que el origen histórico de la propiedad privada de las aguas fue el mismo que el de la propiedad de las tierras, con las mismas causas jurídicas, el mismo procedimiento de reducción a propiedad particular, y la misma forma de titulación; 2) Que partiendo del mismo punto, las propiedades de tierras y de aguas siguieron un camino independiente pero paralelo, de modo que al fin de la época colonial eran aplicables a las aguas, todos y cada uno de los principios jurídicos aplicables a las

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tierras; 3) Que el título primordial era siempre la merced o la composi-ción, hasta tal grado, que cuando algún título de tierras no hacía men-ción de las aguas, nunca se consideraba que existiera derecho a éstas por simple razón de proximidad o accesión, y por lo tanto la sola situa-ción topográfica de los predios ribereños no daba a las tierras ningún derecho; 4) La preferencia en el uso de las aguas de unos terratenientes sobre otros no se derivaba de la situación alta o baja, próxima o lejana de los predios, sino de la antiguedad de la merced; 5) Las aguas no mercedadas quedaban en el patrimonio del Rey; 6) En Nueva España no estuvo nunca vigente la distinción peninsular entre ríos públicos y privados, ni siquiera tomaron en cuenta las leyes coloniales a los ríos como cosa distinta de las aguas, pues todo era de la propiedad de la Corona; y 7) No sólo existía la propiedad privada sobre las aguas, sino que la legislación de Indias procuraba constantemente que las aguas baldías se redujeran a propiedad privada.

CondiCiones Generales al eFeCtuarse la independenCia

Al efectuarse la Independencia de Nueva España, la sorpresa de lo ines-perado apenas permitió a las Juntas de Notables y a nuestros primeros ensayos de congresos ocuparse de algunas cuestiones de alto derecho pú-blico. Era natural suponer que los derechos y prerrogativas de la Corona de España tendrían que pasar a alguien, pero mientras no se definía la forma de gobierno que debería adoptarse, no podía precisarse quién era el heredero político del rey de España, si el príncipe Borbón, Iturbide, pueblo, la Nación, la Federación o los estados. Podemos decir que, de hecho, nadie pensaba en las cuestiones de Soberanía mientras el cambio no traía una clara repercusión sobre los intereses de ciertos grupos.

Mientras no se adoptó el régimen federal, no fue posible que sur-gieran conflictos entre distintos poderes, puesto que éstos no existían. Al adoptarse el régimen federal, cada estado quedó provisionalmente gobernándose como una especie de nueva intendencia, sin audiencia y sin virrey, y sin más ligas con el centro, que las que estableció el acta del 31 de enero de 1824. Nada raro es, pues, que cada estado, considerán-dose con las mismas facultades que habían tenido las intendencias co-loniales, se incautara de las cuestiones administrativas que no le habían sido cercenadas por el centro.

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Poco a poco, las necesidades de gobierno, los conflictos de poderes, y sobre todo, los intereses particulares hicieron surgir los problemas de Soberanía. Así, por ejemplo, la cuestión del patronato eclesiástico fue tal vez la primera en surgir porque la resistencia de España y del Papa para reconocer la Independencia, dio lugar inmediatamente a conflictos sobre la provisión de vacantes eclesiásticas y sobre el gobierno de la Iglesia.

Tratándose de los terrenos baldíos, como consecuencia de la misma adopción del régimen federal, y aun antes de promulgarse la Constitución de 1824, surgió por primera vez, con motivo de la clasificación de rentas federales, la cuestión de la propiedad y jurisdicción sobre ellos. Los bal-díos eran una fuente de ingresos desde hacía mucho tiempo, y no podía dejar de surgir el problema de su jurisdicción, pues éste era a la vez un problema de propiedad. La competencia de los intendentes coloniales, en materia de terrenos baldíos, hizo que al establecerse el régimen federal, cada uno de los estados conservara su independencia en esa materia; pero a partir de 1824, se efectúa un proceso evolutivo en el sentido de la cen-tralización de la materia de baldíos, que acabó por producir la ley del 25 de noviembre de 1853 y, por último, la fracción XXIV del artículo 72 de la Constitución que federalizó por completo la materia de baldíos.

En materia de aguas, la evolución tenía que efectuarse en el mismo sentido. En efecto, los intendentes coloniales tenían plena jurisdicción para conocer de los asuntos de aguas, como la tenían para conocer de los asuntos de tierras, y eran los encargados de la aplicación de la Real Orden del 15 de octubre de 1754; por lo tanto, al efectuarse la Inde-pendencia, y por una especie de inercia administrativa, muy común en todos los casos de cambio de soberanía, los estados continuaron conociendo de la materia de aguas, sin disputa de ningún género. Pero como la jurisdicción sobre las corrientes de agua no entrañaba una cuestión inminente de intereses, puesto que las concesiones de aguas no eran fuentes de ingresos, no se vieron surgir desde luego conflictos entre la Federación y los estados, sino que el movimiento de centrali-zación fue más tardío, no se inició sino muy esbozadamente en 1857 para venir a marcar con más claridad sus tendencias, con la aparición sucesiva de las leyes del 5 de junio de 1888, 4 de junio de 1894, 17 de diciembre de 1896, y 18 de diciembre de 1902.2

2 El señor licenciado Cabrera, hizo en la copia que nos proporcionó de su trabajo para la precedente inserción, algunas correcciones que no pudo hacer en el original por la premura con que se vio obligado a enviarlo a su destino.

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Cuestión jurídica de la condición de las aguas en nuestro país

En la parte que hemos tomado del trabajo del señor licenciado Cabrera han podido ver nuestros lectores, cuáles fueron los oríge-nes de la propiedad de las aguas en nuestro país. Esa propiedad, paralela a la territorial, ha seguido un camino jurídico paralelo también. Vamos a estudiar ahora la condición de esa propiedad en los diversos derechos que la componen.

Las aguas, como todas las cosas jurídicas, se dividen en aguas comunes, en aguas públicas y en aguas privadas. Las aguas co-munes son aquellas que como las del mar libre son de imposible apropiación total y definitiva; las aguas públicas son las que como las de los mares territoriales, las de abasto de poblaciones y las na-vegables, están bajo el dominio de la autoridad pública, ya por ne-cesitarles la misma autoridad para los fines de su instituto, ya por ser necesario que la propia autoridad garantice el uso común que de ellas se pueda hacer; y son aguas privadas, las que por cualquier título de Derecho Civil, están bajo el dominio de los particulares. Las aguas comunes, como todas las cosas comunes, sólo son suscep-tibles de ocupación en detalle, como cuando un buque ocupa una cantidad cualquiera de las aguas del mar, tomándola en una vasija; pero cesa inmediatamente después de la ocupación, todo derecho al conjunto de ellas y el derecho de ocupación sobre las que se ha-yan tomado, cesa inmediatamente después de que son devueltas al conjunto. Las aguas públicas son originariamente patrimoniales, y pueden ser hechas, mediante dedicación especial, aguas comunes y aguas del fisco volviendo a ser patrimoniales, en cuanto cese esa dedicación. Mientras son patrimoniales están dentro del comer-cio y pueden ser obligadas, enajenadas y prescritas; en cuanto son dedicadas al uso común o al destino fiscal, y mientras dure la de-dicación a uno o a otro objeto están fuera del comercio, y no son obligables, enajenables ni prescriptibles. Los derechos que puede transmitir la autoridad pública, tratándose de las aguas patrimo-niales, son de verdadera propiedad; tratándose de los bienes de

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uso común o del fisco, sólo puede hacer concesiones de administra-ción que no pueden dar más que derechos de naturaleza personal, mueble, temporal y revocable, no susceptibles de posesión, de ser-vidumbre, ni de propiedad.

Aguas comunes. Legislación positiva

Fuera de ciertos principios muy generales en lo relativo a la natu-raleza y división de las cosas, y de ciertas disposiciones muy espe-ciales relativas a servidumbres, la legislación positiva civil nada dice de las aguas comunes, no obstante lo abundante y variada que es la doctrina respecto a ellas.

Ideas sobre las aguas comunes

Las aguas comunes por su naturaleza están libres de todo señorío tradicional. Como los derechos que se pueden adquirir de ellas exigen el acto inmediato de la ocupación y no duran sino en tanto esa misma ocupación se mantiene, no se adquirieron por los reyes de España, ni se han adquirido por la Soberanía Nacional, tales derechos de un modo fijo y permanente. Esos mismos derechos son de ocasión.

En realidad, sólo son aguas comunes las de los mares y las de lluvias. De las primeras se consideran adquiridas por ocupación, sancionada por el Derecho Internacional, que les da el carácter de públicas, las de los mares que se llaman territoriales, o sean en principio las de los mares que bañan el territorio de una nación, desde la línea de la pleamar hasta la línea trazada a lo largo de las costas por el alcance de las armas que pueden hacer efectiva la apropiación de dichas aguas; el Derecho Internacional ha procura-do determinar de un modo preciso e igual para todos los pueblos, la línea de delimitación de la apropiación de los mares. Las aguas de lluvias se consideran comunes, en cuanto no llegan al suelo y se incorporan a la tierra, pues desde entonces se consideran como del dueño de ésta, por accesión.

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Respecto de las aguas de lluvias, no debe considerarse que se han incorporado al terreno, más que en el caso de que hayan sido real y verdaderamente absorbidas por éste. Cuando no lo han sido y corren, ya aventureras o locas, ya por un cauce determina-do, aparente y fijo, la idea de su movimiento libre, excluye toda idea racional de accesión. La idea del movimiento, al excluir la de accesión, devuelve a las aguas de lluvia que corran aventureras o locas, el carácter de comunes que pueden ser ocupadas por el dueño de alguno de las terrenos que atraviesen, no durando los derechos que pueda dar tal ocupación, más que el tiempo que dure la ocupación misma, pues cesando ésta, las aguas recobran la condición de comunes y pueden volver a ser ocupadas por otro. Cuando las aguas de lluvias entren a un cauce aparente y fijo que periódicamente recorran, entonces sí dejan de ser definitivamente comunes, porque viene ya a formar parte de su condición, el cau-ce, y se convierten en arroyos, cuya apropiación total y definitiva es posible ya; pero no hay tampoco accesión entre las aguas y el cauce, primero, porque ninguna ley y ningún principio en nuestro derecho nacional ha establecido tal accesión; y segundo, porque el movimiento constante de las aguas y la fijeza del cauce; destruyen igualmente toda idea de unión permanente entre aquellas y éste. De modo que sólo en el caso de tratarse de un arroyo que nazca y se pierda dentro de un terreno, podría el dueño de éste considerar ese arroyo como suyo. Fuera de ese caso, la accesión de las aguas de un arroyo al terreno en que éste nace o a los terrenos por donde pasa es un absurdo que rechaza el buen sentido.

Aguas públicas. Legislación positiva

En materia de aguas públicas, lo mismo que en materia de aguas comunes, la legislación positiva ha sido parca. Fuera de los princi-pios fundamentales que en el Derecho Civil definen y clasifican los bienes públicos; fuera de algunas disposiciones de carácter muy general que rigen esos bienes; y fuera de algunas prescripciones relativas a servidumbres, muy poco se encuentra en ella relativo a

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las aguas públicas. En la legislación administrativa se encuentran algunas leyes, pero éstas, como veremos en su oportunidad, se refieren más a la distribución de las aguas entre los poderes públi-cos que a la condición jurídica de ellas. Sin embargo, dichas leyes tienen de importante que autorizan y reglamentan, en las aguas a que se refieren, los aprovechamientos que los particulares puedan hacer de éstas, siendo esos aprovechamientos, que se hacen bajo la forma de concesión, aprovechamientos de mera administración, verdaderos permisos revocables, que aunque se han hecho y se ha-cen en forma de contratos, no dan derechos firmes, ni son suscep-tibles de posesión, de servidumbre, ni de propiedad. Más adelante hablaremos de esas leyes.

Ideas sobre las aguas públicas

Dados los antecedentes sentados al tratar de los orígenes de la pro-piedad de las aguas en nuestro país, es claro que todas las aguas, a excepción de las comunes, son aguas públicas. Unas son sólo de la propiedad de los poderes públicos en su calidad de represen-tantes de la Soberanía Nacional, sucesora de los reyes de España; pero están poseídas por particulares a título de propiedad privada, por haber sido desprendidas por merced, composición, concesión o reconocimiento de los derechos patrimoniales privados de aquellos reyes. Sobre esas aguas, que guardan una condición paralela a la de las tierras de propiedad particular, dichos poderes tienen, repe-timos, la propiedad, pero no la posesión, pues están poseídas por los particulares a título de propiedad privada. Las aguas restantes son en propiedad y posesión de los poderes públicos, por haber quedado y estar todavía dentro del patrimonio jurídico de la So-beranía Nacional. Por supuesto, los derechos de propiedad a las primeras, y los de propiedad y posesión a las segundas, tienen el carácter de patrimoniales, en el sentido de estar a la plena dispo-sición de los poderes propietarios y de ser obligables, enajenables y prescriptibles.

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Tratándose de las aguas, como de las tierras, creemos que ante todo, deben consolidarse plenamente los derechos a ellas adqui-ridos como de propiedad privada, lo cual se conseguirá con la re-forma constitucional y con la secundaria a que hicimos referencia tratando de las tierras, en el capítulo titulado “El problema del crédito territorial”, y con las demás leyes reglamentarias que sean conducentes a ese fin.

Las aguas públicas que queden a los poderes públicos, dedu-cidas las que tienen el carácter de privadas están, como ya hemos dicho, en manos de aquellos poderes, a título de real y verdadera propiedad. Sobre este particular hemos dicho en nuestro Proyecto de Ley de Aguas Federales, lo que sigue:

Al hacerse México independiente, los derechos de esas mismas aguas pasaron por sucesión forzosa de los reyes de España, a la Soberanía Na-cional, ni más ni menos que los demás derechos de carácter civil común que a aquellos correspondían, sin que por el hecho de pasar de la per-sona jurídica de los unos, a la persona jurídica de la otra, cambiara o se modificara de modo alguno su naturaleza especial. La Soberanía Na-cional, por su parte, no pudo recibir esos derechos, sino dentro de las condiciones en que su personalidad jurídica podía existir, o sea dentro de sus condiciones constitucionales, y sólo dentro de sus condiciones constitucionales presentes, puede tenerlos en la actualidad. Ejercién-dose como se ejerce la Soberanía Nacional, conforme a la constitución federal vigente, a la vez por la Federación y por los estados, con arreglo a la distribución que entre aquella y éstos hizo de las facultades de au-toridad en que esa Soberanía consiste, los derechos de las aguas deben tenerse a la vez por la Federación y por los estados. Esto no pugna en modo alguno con los principios de nuestro derecho público nacional deducidos de las instituciones políticas que nos rigen, porque si bien la Constitución en su calidad de ley política por excelencia, no conside-ró a las entidades Federación y estados como personas jurídicas, sino como instituciones de poder, no por eso dejan de ser tales personas y de tener a ese título derechos de propiedad sobre las cosas indispensables para el desempeño de sus funciones. El carácter de la Federación como institución política, a la que no asigna la Constitución personalidad ju-

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rídica alguna, no impide que tenga sobre los palacios o edificios en que residen sus poderes, derechos de propiedad, absolutamente iguales a los derechos de propiedad privada que tienen los particulares sobre las co-sas de que son dueños. Es necesario no perder de vista, que aunque en principio las instituciones republicanas que nos rigen exijan una gran restricción de la capacidad de los poderes políticos para tener y deber derechos, en su calidad de personas jurídicas, entre nosotros esa capa-cidad tiene que ser extensa, porque de lo contrario las instituciones re-feridas se harían incongruentes con nuestro estado social, derivado del estado social complejo de la colonia española de Nueva España, bajo la presión de instituciones coercitivas cuyas huellas tardarán mucho en desaparecer. El cambio de instituciones que se hizo con la Indepen-dencia no ha respondido a un verdadero cambio social, y a ello se debe que las instituciones actuales tengan todavía entre nosotros el carácter de exóticas; precisamente perderán ese carácter, cuando sin perjuicio de sus principios fundamentales, se acomoden a las condiciones sociales del país, formadas, repito, bajo la presión de las instituciones coloniales. Si pues, dentro de las instituciones vigentes puede darse a los poderes constitucionales, capacidad jurídica suficiente para que continúen la de los poderes coloniales correlativos, mucho se adelantará en el sentido de aclimatar y asegurar dichas instituciones. Si conforme a éstas, sólo se diera a los poderes referidos que entre nosotros representan al estado, la facultad, en calidad de simple facultad, de individualizar la propiedad de las aguas adquiridas en sucesión de loa reyes de España por la So-beranía Nacional, se interrumpiría la natural sucesión de esa propiedad en su paso de los Reyes de España a la Soberanía Nacional ya dicha; es decir, al pasar la propiedad de las aguas de los derechos de los reyes de España a la Soberanía Nacional se extinguiría en ésta. Después, todos los derechos a las aguas tendrían que derivarse de la facultad de distri-bución que los poderes constitucionales vendrían a tener, y como esa facultad no podría por sí misma generar derechos de propiedad, habría que buscar en la ocupación o en algún otro medio de adquisición, el punto de partida de una nueva propiedad que debería ponerse al lado de la de procedencia colonial firmemente asentada sobre los principios indiscutibles de la propiedad común, lo cual produciría muchos tras-tornos. Ahora, si de la misma facultad de distribución se toma al punto de partida de la nueva adquisición de las aguas, necesariamente resul-

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tará, que o bien esa nueva adquisición importe derechos de propiedad, y entonces de hecho la Soberanía Nacional procederá como dueña, en virtud de verdaderos derechos de propiedad y ejecutando actos de in-dudable transmisión de ella, lo que equivaldría exactamente a recono-cer la capacidad jurídica de los poderes constitucionales para tener esa propiedad, o bien la nueva adquisición no sería sino una de tantas con-cesiones administrativas, y entonces, por una parte, la propiedad de las aguas quedaría cerrada para siempre a toda adquisición individual que constituyera una verdadera propiedad privada, o lo que es lo mismo, la propiedad de las aguas quedaría estancada para siempre en manos de los poderes constitucionales y, por otra parte, las concesiones que se hicieran tendrían inevitable e irremisiblemente que ser siempre tempo-rales, muebles y revocables, no susceptibles de propiedad, de servidum-bre ni de posesión. Y eso, para que después de reducidas a la condición de aguas privadas se declarara a todas públicas, por ser directamente de uso común o por estar ligadas a las de uso común, viniendo enton-ces a quedar bajo el dominio de la autoridad pública que sólo podría disponer de ellas bajo la forma de concesiones de administración… La facultad que deberán tener los poderes constitucionales de disponer de las aguas, como dueños de ellas, les permitirá en primer lugar, atender debidamente a su régimen general, lo cual es muy importante en nues-tro país, pues dada su configuración, todas las aguas están organizadas en vastos sistemas de difícil gobierno que sólo puede hacerse por la au-toridad del gobierno político; en segundo lugar, permitirá a los poderes constitucionales transmitirse entre sí mismos la propiedad, el usufructo o el uso de las aguas que les correspondan en la distribución que entre ellas se haga, lo cual dará a esa distribución una elasticidad suficiente para acomodarse a las necesidades y mutuas relaciones de esos poderes; y en tercer lugar, permitirá a los mismos poderes hacer la distribución de las aguas entre los particulares, no sólo observando el principio de la igualdad entre los agraciados, sino graduando según las necesidades de aplicación, las concesiones, de lo que resultará la adecuación de las concesiones a las necesidades de aplicación, en una escala como ya dije, que comprenderá diversos grados y matices de concesión, desde la de enajenación absoluta e irrevocable, hasta la de simple uso precario. En suma, creo que debe igualarse la propiedad de las aguas a la propiedad territorial. Debe considerarse que en su origen, todas las aguas de la

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República fueron del patrimonio de los reyes de España y son ahora de los poderes constitucionales en que reside la Soberanía Nacional. En consecuencia, deben considerarse como patrimoniales de esos poderes todas las aguas, menos las que por cualquier título o motivo legal ha-yan pasado a ser particulares. En lo sucesivo todo derecho a las aguas no adquiridas legalmente por los particulares y reducidas por éstos a la condición de privadas, deberá deducirse de los derechos patrimoniales que a dichas aguas tienen los poderes públicos conforme a la Constitu-ción federal y demás leyes relativas.

Como consecuencia de todo lo anterior, las aguas públicas deben considerarse originariamente patrimoniales, y de ellas deberán separarse y ponerse fuera del comercio, mediante la declaración respectiva, las que deberán ser de uso común y las del fisco, enten-diéndose, por supuesto, que el carácter de uso común o del fisco, sólo podrá durar mientras estén dedicadas a cualquiera de esos dos destinos volviendo a ser patrimoniales, cuando ese carácter haya cesado.

En los cánones de nuestro derecho, las aguas públicas lo son o por derecho público, o por derecho civil. Tienen que ser públi-cas por derecho público, las que afectan directamente al dominio del territorio en conjunto, como las de los mares territoriales que aseguran el señorío nacional sobre las costas, y las que sirven de límites. Tienen que ser públicas por derecho civil, las demás. Las primeras, o sea las públicas por derecho público son, 16 con arre-glo al derecho internacional exterior, las de los mares territoriales, las de los esteros y lagunas de las playas, y las de límites de la Repú-blica en general; y con arreglo al derecho internacional interior, las de límites entre todos los estados que la misma República forman. Las públicas por derecho civil son de dos clases: son de la prime-ra, las que sin acción alguna de los poderes públicos pertenecen a esos mismos poderes, y son la de segunda, las que requieren dicha acción. Son de la primera clase, las de los lagos interiores naturales y permanentes, las de los arroyos (corrientes no constantes), las de los ríos (corrientes constantes) y las de manantiales brotantes ya; y son de la segunda clase, las comunes de lluvias que puedan ser

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ocupadas por los poderes públicos, y las de manantiales que sean nuevamente alumbradas por éstos en su carácter de propietarios. Hay que considerar también entre las aguas públicas por Derecho Civil, las que los poderes públicos adquieran de los particulares por cualquier título translativo de dominio. Todo lo que lleva-mos dicho sobre este particular es tan evidente, que no necesita demostración.

Aguas privadas. Legislación positiva

No es más abundante la legislación nacional, tratándose de las aguas privadas que de las comunes y de las públicas. Las disposiciones ge-nerales a que ya nos hemos referido, y las relativas a servidumbres, son todo lo que puede encontrarse en el derecho sustancial. En el derecho administrativo, las leyes a que hemos venido aludiendo han autorizado las concesiones de aprovechamiento para riegos y fuerza motriz. De esas leyes hablaremos en seguida.

Ideas sobre las aguas privadas

Como consecuencia de todo lo que hemos dicho en los párrafos anteriores acerca de las aguas en general y de las comunes y públi-cas en particular es claro que en nuestro país no puede haber más aguas privadas que las comunes ocupadas por los particulares y las públicas que éstos hayan podido adquirir. Respecto de la ocupa-ción de las aguas comunes, nada tenemos que decir aquí: respecto de las aguas públicas hay que distinguir entre las que hayan sido adquiridas desde la Conquista hasta ahora, a título de merced, de composición, de concesión, de reconocimiento y aun de prescripción, equiparadas a la propiedad privada, y las que los particulares hayan adquirido o adquieran por enajenación precisa y determinada que les hayan hecho de ellas los poderes públicos. Esto se entiende, en cuanto a las aguas adquiridas por derechos firmes, pues por lo que respecta a las concesiones administrativas de aprovechamiento, la cuestión es distinta.

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Ya dijimos lo que pensamos acerca de la necesidad de con-solidar los derechos adquiridos como de propiedad privada, sin serlo en realidad, por la revocabilidad a que están sujetos. En lo que se refiere a los derechos adquiridos determinadamente, por algún título translativo de dominio, ellos deben regirse por el derecho civil común. Las concesiones de administración han teni-do y tienen que tener, como en otra parte dijimos, el carácter de permisos revocables, no susceptibles de posesión, de servidum-bre ni de propiedad.

Distribución de las aguas públicas entre los poderes que representan

la Soberanía Nacional. Distribución actual

Entrando ahora a la cuestión de la distribución de las aguas entre los poderes públicos que representan la Soberanía Nacional, hay que considerar desde luego que esos poderes en nuestro sistema de organización política son los creados por la Constitución federal y por las Constituciones particulares de los Estados, o sea de un modo general, la Federación, los estados y los municipios.

La distribución más importante que tiene que hacerse de las aguas públicas es la que debe hacerse entre la Federación y los es-tados. La Federación ha intentado hacer esa distribución, pero ha tenido muy mala fortuna y no ha acertado a hacerla de un modo conveniente. Para esa misma distribución se han dictado algunas leyes federales de las que conviene hacer un análisis somero. Di-chas leyes son, la del 5 de junio de 1888, la del 6 de junio de 1894, la del 18 de diciembre de 1902 y la del 20 de junio de 1908.

La ley de 5 de junio de 1888 declaró vías generales de comuni-cación para los efectos de la Frac. XXII del Art. 72 constitucional, las aguas de los mares territoriales, las de los esteros y lagunas de las playas, las de los lagos y ríos interiores navegables o flotables, las de los lagos y ríos de cualquier clase que sirvan de límites, y los canales hechos o subvencionados por el erario federal. Esa

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ley pretendió en principio separar de todas las aguas públicas las de uso común por su destino a vías de comunicación y declarar esas aguas de uso común, federales. Desgraciadamente partió para hacer esa separación, no de una división de derecho civil, como debió de haberlo hecho, sino de una de las facultades legislati-vas del Congreso de la Unión, facultades de poder por completo distintas de los derechos civiles. De ello resultó, que en lugar de venir a ser esas aguas propiedad de la Federación por derecho ci-vil, la Federación no puede tener sobre ellas más que facultades secundarias de jurisdicción, es decir, de vigilancia y de policía como expresamente dice el Art. 2 de la referida ley, supuesto que sólo esas facultades podían desprenderse de una facultad primor-dial de poder. En la ley de referencia se apoyó después la ley de 6 de junio de 1894, que tuvo por objeto dedicar principalmente las aguas declaradas vías generales de comunicación a riegos y a fuerza motriz. Esta nueva ley, cuyo objeto era dar a las aguas un destino precisamente contrario al uso común de las vías de comunicación, autorizó que de las facultades de jurisdicción que daba a la Federa-ción la ley de 5 de junio de 1888, se desprendieran concesiones de carácter perpetuo y firme, que sólo se podían derivar de derechos del propiedad plena; y como el expresado objeto no se conseguía con la sola disposición de las aguas real y verdaderamente propias para vías generales de comunicación, se fue extendiendo el carácter de vías generales de comunicación a las que no eran vías generales y a las que no son ni pueden ser vías de comunicación, ni generales ni locales, a título de que el régimen de las que sirven de vías generales de comunicación exije el dominio de las que forman en conjunto esas vías. Así se llegó a declarar que son de jurisdicción federal todas las aguas fijas de la República. El ejercicio de una jurisdicción, que llegaba la disposición absoluta de las aguas sujetas a esa jurisdicción tuvo que chocar por todas partes con los derechos privados, y para vencer éstos, la Federación por sí y ante sí, declaró que los derechos de jurisdicción que tenía eran derechos de plena propiedad. Así las cosas, se expidió la ley de 18 de diciembre de 1902, y ésta declaró ya de la propiedad de la Federación, como bienes de dominio público o

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de uso común, entre otros bienes que por cierto no son todos de uso común, las mismas aguas declaradas vías generales de comunicación, con más los terrenos necesarios para el dominio de ellas, terrenos que la expresada ley declaró públicos sin tener para nada en cuenta los derechos de carácter privado que sobre ellos pudiera haber. Por último, a título de consolidar las numerosas concesiones de aprove-chamiento hechas en virtud de las leyes mencionadas, concesiones cuyo carácter jurídico no ha podido entender ni precisar el mismo Ministerio que las ha otorgado, se dio la ley del 20 de junio de 1908 que adicionó la fracción XXII del Art. 72 constitucional, con una nueva facultad de poder, para definir, para determinar cuáles son las aguas de jurisdicción federal y para expedir leyes sobre el uso y aprovechamiento de las mismas, leyes sin duda de carácter jurisdic-cional, contra lo establecido por la ley de 18 de diciembre de 1902 que siquiera declaró de un modo terminante la propiedad plena de la Federación sobre las aguas federales.

Como se ve, todas esas leyes forman un conjunto de absurdos jurídicos, y como es natural, la jurisprudencia formada con las concesiones que de esa legislación se han derivado, es todavía más absurda. Tanto lo es, que el serlo ha entrado ya en la categoría de los hechos generalmente reconocidos.

Ideas sobre la distribución de las aguas públicas entre los poderes

constitucionales de nuestro país

Esta cuestión tiene dos partes: es la primera, la que debe tener por objeto distribuir todas las aguas públicas entre la Federación y los estados; y es la segunda, la que debe tener por objeto la distribución de las aguas públicas de los estados, entre éstos y los municipios.

Para resolver la primera, nos bastará con copiar a continuación algunos párrafos de la exposición que pusimos a nuestro Proyecto de Ley de Aguas Federales. Esos párrafos dicen así:

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La distribución de las aguas públicas entre los poderes que representan el Estado, ha sido para mí materia de serios estudios y de largas medi-taciones. He dicho en otro lugar, que los derechos a las aguas públicas adquiridos por la Soberanía Nacional, en sucesión de los reyes de Espa-ña, deben tenerse a la vez por la Federación y por los estados. Así es, en efecto, y para hacer entre aquélla y éstos, la distribución de ellas, es preciso atenerse a su respectivo carácter constitucional. Las que deban corresponder a los estados tendrán que ser distribuidas entre el estado propiamente dicho y los municipios de él. Para hacer la primera distri-bución, es decir, la que tiene que hacerse entre la Federación y los esta-dos, hay que tomar un nuevo punto de vista, desde el cual se marca una nueva división de las aguas, entre las aguas de Derecho Público exterior o internacional, y las aguas de Derecho Público interior; en las prime-ras, hay que colocar las de los mares territoriales, las de los esteros y lagunas de las playas, y las de los ríos y arroyos que sirven de límites a la República; en las segundas, colocamos las demás. Correspondiendo a la Federación todos los asuntos internacionales se comprende sin es-fuerzo que las aguas de derecho exterior deben ser federales. De las aguas de derecho interior, o públicas interiores, deben ser federales, aquellas cuyo régimen y acción no pueden caber dentro de los límites territoriales y dentro del alcance de los poderes de los estados, y de los estados las demás. Desde luego, hay que considerar entre las primeras, las que sirven de límites a los estados y que es necesario internacionali-zar con respecto a éstos, por razones que no es necesario exponer, bastando para hacer tal internacionalización, declarar esas aguas fede-rales. En cuanto a las demás, es bien sabido que la configuración del territorio nacional, distribuye todas las aguas en un reducido número de cuencas, en las que aquellas forman sistemas hidrográficos, cuyos brazos y depósitos están enlazados y unidos por una dependencia tal, que no pueden ser alterados en parte alguna, sin que la alteración deje de producir en los demás, resonancias trascendentales; y como, por lo general, esos sistemas arrancan de las alturas de la altiplanicie y corren hacia los dos océanos, cada uno de dichos sistemas, abarca una locali-zación que por lo común atraviesa varios estados. Es natural que así sea, porque no es posible que concuerden las naturales entidades —lla-mémoslas así— hidrográficas, con las entidades artificiales políticas tra-zadas en virtud de especiales necesidades de la organización social. Por

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lo mismo, un estado no puede tener autoridad alguna sobre una cosa cuyo funcionamiento completo no cabe dentro del mismo estado. Mu-chos ejemplos pudiera citar en apoyo de lo que antecede, pero para no hacer muy extensa esta parte, sólo citaré dos, el que ofrece la cuenca hidrográfica del Valle de México, y el que ofrece la cuenca hidrográfica del río de Lerma. Si el Estado de México tuviera el dominio de los ríos que nacen en las vertientes orientales del monte de las Cruces y corren hacia los lagos del Valle de México, para dirigirse de allí al desague general, en virtud de una integración de corrientes costosa y laboriosa-mente conseguida, podría dar a esos ríos, si así convenía a sus intereses, que en ningún caso pueden extenderse o dilatarse hasta comprender el Valle de México, un curso perjudicial al sistema establecido, y esto no podría ser, por la misma razón elemental de que no pueda un individuo extender su acción hasta donde perjudique a otro. Quiero suponer que hubiera un concesionario que solicitara del gobierno del Estado de Mé-xico, todo el caudal del río llamado Hondo, para engrosar el caudal de otro río vecino, y que dentro del estado nadie se opusiera a ello. El gobierno del Estado de México haría la concesión, y el nuevo río en-grosado ya dentro del estado, engrosándose más y más en su carrera hacia el fondo del Valle de México, encontraría su cauce insuficiente para el nuevo caudal y se desbordaría, y se desbordaría ya no dentro del estado, sino dentro del Distrito Federal, sin que éste pudiera impedirlo, porque su acción no podría llegar el Estado de México. Una concesión de desecación del lago de Lerma, aunque sólo se redujera a la deseca-ción de los pantanos, necesariamente disminuiría el caudal del río de aquel nombre, cuyo curso determinan, más que los manantiales y co-rrientes del Rincón de Almoloyita que le dan nacimiento, las reservas de los pantanos adyacentes que impiden su baja, quizá su interrupción en tiempo de sequía, y esa diminución del río de Lerma, impediría en su curso hasta el lago de Chapala, el uso de los aprovechamientos cons-tituidos por títulos perfectos de propiedad, haría descender el lago de Chapala, y produciría iguales o mayores trastornos al río de Santiago. Es, pues, indudable el carácter general que tienen por lo común las aguas en nuestro país; algunas hay que sí quedan comprendidas dentro del territorio del estado en que se encuentran; pero, por una parte, son muy pocas y, por otra parte, si no están ya unidas a sistemas más exten-sos, pueden más tarde agregarse a éstos o extenderse por sí mismas

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Andrés Molina Enríquez • 291

hasta salir de sus límites actuales. Por todas estas razones, y en virtud del carácter general que en esas aguas es común, como ya dije, se hace necesario que para los estados se haga la internacionalización —llamé-mosla así también— de las aguas. Esa internacionalización que tratán-dose de las grandes corrientes se hace hasta entre naciones libres, como en Europa se ha hecho con el Danubio y otros ríos, es necesaria para equilibrar los derechos de todas las naciones interesadas, y con mayor razón tiene que serlo entre nosotros tratándose de estados federados, bastando para que la misma internacionalización sea hecha, con que las aguas de que se trata, como las de los límites entre dos o más estados, sean declaradas federales. Al decir todas las aguas, he querido referirme a todas las aguas fijas o permanentes, porque de lo contrario llegaría yo al extremo de justificar un punzante epigrama acerca del que personal-mente oí hablar a una persona para mí de muy alto respeto, con un secretario de Estado, ya difunto. Ese epigrama se atribuye al señor pre-sidente de la República, quien lavándose un día las manos, dijo satiri-zando el ahínco inconsiderado de declarar federales todas las aguas, a título de vías generales de comunicación: ¿éstas (las aguas del labavo) también son aguas federales? En efecto, la integración de todas las co-rrientes de una cuenca, abarca todas, absolutamente todas las aguas que caen en ella. Pero si hay que declarar en principio todas las aguas, aguas federales, porque en virtud de su estrecho enlace y de su mutua dependencia escapan a la acción necesariamente territorial de los esta-dos, tal declaración necesita ser limitada, porque la gran extensión de la red general que todas las aguas forman en la República, escapa a la ac-ción necesariamente superficial de la Federación. Esto es perfectamente claro: la acción federal no podrá llegar jamás a hacerse sentir en las aguas del pequeño arroyo que forman las lluvias en un día de precipita-ción. Es pues, indispensable distribuir las aguas, entre la Federación y los estados, asignando a la primera, las aguas fijas o permanentes, y a los segundos, las aguas torrenciales, que yo he colocado ya entre las lluvias. La división que acabo de hacer, no es nueva, procede del Derecho Ro-mano.—Las consideraciones anteriores nos hacen poner como federa-les, al lado de las aguas de derecho público exterior, las interiores que sirven de límites entre dos o más estados, y las de carácter permanente o fijo. Si agregamos a éstas las que puede adquirir y tener la Federación en su calidad de propietaria de terrenos, y conforme a las disposiciones

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292 • el problema de la irrigación

relativas del derecho civil común, tendremos todas las aguas federales. parece a primera vista, que si yo no me he puesto en el caso del epigra-ma del señor presidente, poco me ha faltado. En efecto, parece a prime-ra vista, repito, que en la distribución que acabo de hacer, todas las aguas han sido para la Federación, y poco, casi nada de ellas, ha queda-do para los estados. No es así, porque por una parte, la ley de mi pro-yecto, si asigna la propiedad de las aguas expresadas antes, a la Federa-ción, divide entre ésta y los estados los provechos de las mismas aguas, como se verá más adelante; y por otra, a los estados les han quedado las aguas de lluvias. Esto, sin perjuicio de que la Federación, como propie-taria absoluta de sus aguas, pueda ceder o enajenar a los estados, las que tenga por conveniente cederles o enajenarles. Las aguas de lluvias tie-nen, a mi entender, en nuestro país, mayor importancia, que las perma-nentes o fijas. Éstas, por causa de la configuración del territorio nacio-nal, son de fácil aprovechamiento para la industria, pero para la agricultura, por la misma razón, son de muy difícil aprovechamiento. La irrigación hay que esperarla, no de las derivaciones de dichas aguas, sino del almacenamiento de las aguas de lluvias. Éstas, mediante una reglamentación que honrará mucho al gobierno del estado que sepa hacerla, servirán para hacer lagos artificiales, presas de riego o charcos de abono. Los estados en su calidad de propietarios también de terre-nos y los municipios, pueden adquirir y tener todas las aguas que les correspondan conforme a las disposiciones relativas del derecho civil común. Por ahora no creo necesario decir más acerca de este punto.

La segunda cuestión, o sea la de la distribución de las aguas públi-cas de los estados entre éstos y los municipios, es fácil de resolver, pues para no extremar la división habrá que dejar a los estados propiamente dichos, los arroyos, las aguas que puedan tener como propietarios territoriales, y las que puedan adquirir conforme al derecho civil común, dejando a los municipios, las que éstos pue-dan tener como propietarios territoriales y las que puedan adquirir conforme al derecho civil también.

El adjunto cuadro de la página* indica la distribución que a nuestro juicio debe hacerse en el país de todas las aguas.

* N. del E.: véanse las páginas 290-291.

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Andrés Molina Enríquez • 293

Vuelta a las ideas generales sobre la irrigación

Dijimos en otra parte que la obra de la irrigación del territorio nacional es, en conjunto, una obra de tal magnitud, que un solo esfuerzo, por muy intenso que pueda ser, será siempre insuficiente para hacerla, y que el trabajo de llevarla a cabo tendrá indispensa-blemente que hacerse por la suma organizada de muy numerosos y muy variados impulsos. Así es, en verdad, y entre estos impulsos no son ni podrán ser jamás los más vigorosos, ni los más pode-rosos en su totalidad, los que puedan hacer los poderes públicos, ni aun sumando los poderes federales con los de los estados, sino los privados, hechos por los particulares en el desarrollo de sus intereses. La irrigación, pues, debe ser hecha principalmente por los particulares, pero ya que por virtud de las razones que, en otra parte expusimos, es indispensable que se unan a los esfuerzos privados, los que puedan desarrollar los poderes públicos, estos últimos esfuerzos no deben pasar de ser esfuerzos de favoreci-miento; su función no debe pasar de la de prestar ayuda. No se ha entendido esto bien, por desgracia.

Sin discernimiento alguno de las condiciones de lugar, del ob-jeto de los cultivos, y de la importancia de éstos, la opinión ge-neral ha considerado todas las obras de irrigación como iguales y ha corrido dicha opinión por el cauce de dos series de ideas: es la primera, la de las que han aconsejado que los poderes públicos em-prendan y ejecuten directamente las grandes obras de irrigación; y es la segunda, la de las que han propuesto que los poderes pú-blicos ofrezcan y presten fondos a los particulares, en condiciones ultra excepcionales respecto de las circunstancias económicas que guardan las operaciones de capital en el país para que los mismos particulares hagan dichas obras.

Los autores de las ideas de la primera serie han sido los proyec-tistas, los ingenieros y los contratistas que han pugnado siempre por la ejecución de grandes trabajos que acrediten a los organiza-dores, den fama a los constructores y rindan buenos lucros a los

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grandes empresarios. Esos autores no se han preocupado jamás ni de las funciones sociales de la propiedad territorial que han tratado de favorecer con el riego, ni de la condición jurídica de las aguas con que ese riego tiene que hacerse, ni de la naturaleza de los cul-tivos que con el mismo riego, se puedan hacer. Y lo singular del caso, es que han creído siempre que con hacer las grandes obras de irrigación salteadas en el territorio nacional se hará la irrigación de ese territorio, cuando tan fácil es ver que no se hará así más que la irrigación de regiones muy limitadas.

Los autores de las ideas de la segunda serie han sido los due-ños de la gran propiedad: los hacendados. Estos conocen bien el estado de la propiedad territorial, se fijan en las cuestiones relativas a la condición de las aguas y están bien orientados respecto de la conveniencia de acrecer por todos los medios posibles la produc-ción fundamental, o sea la de los cereales y la de los productos complementarios; pero por su propio interés han procurado redu-cir el objeto de la irrigación, a sólo la irrigación de las haciendas. No se han preocupado por lo mismo, más que de las dificultades que las haciendas encuentran para proveerse de capitales, con las excepcionalísimas condiciones en que por su precaria situación los necesitan y han pedido esos capitales. El esfuerzo de los hacenda-dos se ha hecho sentir en el sentido de que les sean prestados capi-tales cuantiosos a plazos largos y con réditos muy reducidos, y han demandado dichos capitales a los poderes públicos, a título de im-periosa necesidad nacional. Han proclamado en todos los tonos, que si los poderes públicos ministran los capitales de referencia, habrán hecho todo lo posible en bien de la irrigación del territorio de la República, cuando tan claro es ver, que lo que harán, será favorecer de un modo anormal la irrigación de las haciendas, con-tribuyendo a consolidar el fatal régimen de éstas y dificultando, por lo mismo, el trabajo de su desaparición, de su transformación en parcelas de propiedad regular.

Salta a la vista, desde luego, que por el sistema de las ideas de la primera serie, los poderes públicos no podrán hacer sino muy pocas obras de irrigación, puesto que todo el peso del gasto de

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ellas tiene que gravitar sobre los fondos públicos, y éstos tienen que dividirse en muy numerosas atenciones, y las obras que hagan serán solamente las que llamen fuertemente su atención por su excepcional magnitud, dado que las medianas y pequeñas no jus-tificarán su interés. Salta a la vista desde luego también, que por el sistema de las ideas de la segunda serie, sólo se harán también, obras grandes, y no las más necesarias para dar la mayor ampli-tud y la mayor intensidad posible a la producción fundamental en numerosas parcelas de cultivo, sino para dar la mayor seguridad a los cultivos rutinarios de la gran hacienda, lo cual como de-mostramos superabundantemente en el estudio del problema de la propiedad, es contrario a los verdaderos intereses de la agricultura en nuestro país.

Desgraciadamente, como dijimos antes, por un lado, el sen-timiento público clamando en favor de la agricultura, aunque sin tener ideas precisas acerca de la condición de ésta y de sus verda-deras necesidades; y por otro, la presión de los criollos hacenda-dos interesados en sostener el régimen de la gran hacienda que amenaza venirse abajo, vencido por su propia pesadumbre, han precipitado a los poderes públicos a una acción no bien meditada y no suficientemente juiciosa. Esa acción ha sido la del Gobierno Federal entrando decididamente al campo de la irrigación, con empresas directas, conforme al primero de los sistemas de ideas antes apuntados, y con la creación de la Caja de Préstamos para la Irrigación, conforme al segundo de dichos sistemas. Loable como ha sido el intento, no puede caber duda alguna acerca de su falta de adecuación a las necesidades que ha pretendido satisfacer.

Nos desentendemos, por ahora, de la circunstancia de que la acción federal se haya adelantado al trabajo de definir la natura-leza de los derechos que en materia de aguas tienen en nuestro país los poderes públicos en general y la Federación en particular; nos desentendemos también de la circunstancia de que dicha ac-ción se haya adelantado al trabajo de precisar la función que los poderes públicos en general y la Federación en particular, tienen que desempeñar en nuestro país, al hacer uso de los mencionados

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298 • el problema de la irrigación

derechos; nos desentendemos igualmente de que la misma acción se haya adelantado al trabajo de fijar el objetivo concreto a que se dirige, estableciendo las debidas relaciones entre la producción y la irrigación, y sólo nos limitamos a considerar, que por lo que llevamos dicho, los esfuerzos federales en las obras que emprenda la Federación por sí misma, no variarán sensiblemente las cosas, dado que no podrá dedicar a dichas obras, sino cantidades que aunque parezcan considerables, serán siempre insuficientes; y que las obras que favorezca por conducto de la Caja de Préstamos pro-ducirán un resultado funesto.

Nosotros somos de parecer que hay que esperar, primera y preferentemente los impulsos determinantes de la irrigación, de los esfuerzos privados que son más numerosos que los de los poderes públicos, que por más numerosos tienen que ser más intensos que los de esos poderes, y que por más intensos tie-nen que estar más en relación con las dificultades de la obra en conjunto. Además, se repartirán mucho mejor y los beneficios de la irrigación se distribuirán en condiciones de mayor conve-niencia económica. Entendemos que los esfuerzos privados se traducirán en el aprovechamiento directo de las aguas privadas, considerando entre éstas no sólo las que real y verdaderamente tengan ese carácter, sino también las comunes que los particula-res puedan ocupar; pero dada la notoria insuficiencia de las aguas privadas y de las aguas comunes para ese fin, habrá que conceder a los mismos particulares que hagan todos los aprovechamien-tos posibles y convenientes de las aguas públicas. El derecho de aprovechar las aguas propias y las comunes nada costará a los particulares, como es evidente; tampoco deberá costarles nada el aprovechamiento de las aguas públicas, salvo los impuestos que con el carácter de tales se fijen sobre las concesiones respectivas; los poderes públicos en esfuerzos complementarios de los pri-vados deberán primero hacer directamente, y por su cuenta, las obras de aprovechamiento que tengan por objeto la ampliación de las zonas fundamentalmente productoras de cereales, apro-vechando al efecto las aguas públicas de que puedan disponer,

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las comunes que puedan ocupar y las privadas que sea necesario adquirir, ya que esas obras tendrán que hacer desde la creación de la vegetación misma en lugares estériles y muertos; y segundo, favorecer con subvenciones de fondos, los aprovechamientos de las aguas propias de las comunes y de las públicas que los parti-culares puedan hacer en dichas zonas, fundamentalmente pro-ductoras de cereales. Ahora, dividiendo los expresados esfuerzos, entre los poderes federales y los de los estados, éstos deberán hacer en sus respectivos territorios: primero, la delimitación de las zonas fundamentalmente productoras de cereales; segundo, la determinación de las zonas de posible ampliación de aquellas; tercero, las obras de irrigación que puedan hacer esa ampliación, emprendiendo y llevando a término dichas obras con sus fondos propios; y cuarto, conceder a los particulares que hagan obras de irrigación dentro de las zonas referidas, una subvención en efec-tivo. Los poderes federales, por su parte, deberán hacer en el te-rritorio general de la República: primero, la delimitación precisa de la gran zona fundamental de los cereales, a la que por antono-masia seguiremos llamando la zona fundamental de los cereales o solamente la zona fundamental; segundo, la determinación de las zonas de posible ampliación de aquella; tercero, las obras de irrigación que esa ampliación puedan hacer, emprendiendo y lle-vando a término dichas obras con sus fondos propios; y cuarto, conceder a los particulares que hagan obras de irrigación dentro de las zonas referidas, una subvención en efectivo. Es claro que en la gran zona fundamental de los cereales se unirán el favore-cimiento que conceda la Federación y los que concedan los esta-dos, lo cual redundará en gran beneficio de dicha zona.

Nos parece que la mejor forma de conceder subvenciones a las obras de irrigación es la que propusimos en nuestro Proyecto de Ley de Aguas Federales para favorecer los aprovechamientos de dichas aguas. Esa forma, poco más o menos, puede ser adoptada por los estados. En dicho proyecto, los artículos relativos a las subvenciones que habrá que conceder a los aprovechamientos que se localicen en la zona fundamental, dicen literalmente:

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300 • el problema de la irrigación

Art. 107. La Secretaría de Fomento y la de Hacienda, determinarán juntas, por un acuerdo especial que firmarán los dos secretarios de Es-tado y que se publicará en el Diario Oficial de la Federación, la zona en que los aprovechamientos de riego deberán ser favorecidos con una subvención o con un subsidio que se pagará en efectivo al concesiona-rio, desde el día en que las obras respectivas sean recibidas y aceptadas por la Secretaría de Fomento, durante el término y con las condiciones que expresa el artículo que sigue. La primera declaración se hará al promulgarse esta ley, y será rectificada o ratificada por cada nueva de-claración, que se hará de cinco en cinco años, a partir del [...]

Art. 108. Si las obras de aprovechamiento de riego se hubieren loca-lizado en la zona a que se refiere el artículo anterior, la Secretaría de Hacienda abonará al concesionario o a la empresa que haya llevado a cabo dichas obras, a título de la subvención o del subsidio que el mismo artículo anterior indica, y por el espacio de cinco años, un cinco por ciento anual sobre el capital que se compruebe haberse empleado, o que se calculará del modo que previene el Art. 119, haciéndose el pago de ese cinco por ciento, por semestres vencidos.

En la exposición de nuestro citado proyecto de ley fundamos el sistema de las subvenciones que formulan para los aprovechamien-tos de riego, los dos artículos anteriores, en las razones siguientes:

Volviendo a coger el hilo de la exposición hago notar, que las subven-ciones o los subsidios, tienen por base, el aseguramiento por algunos años, de los réditos del capital empleado: debo la inspiración de esa base, a mi respetable maestro y sabio amigo el señor licenciado don Joaquín D. Casasús. No creo que pueda haber otra mejor para favore-cer los aprovechamientos, porque cuando los concecionarios inviertan capital propio tendrán asegurado el rédito de su capital durante un pe-riodo de diez o cinco años, según sea el aprovechamiento, y eso les per-mitirá esperar sin quebrantos ni peligros, la época de los rendimientos firmes de su empresa; y cuando tengan que conseguir capital, pueden desde luego ofrecer réditos seguros por un periodo razonable, y para ellos ese capital se conseguirá sin rédito, puesto que no tienen que pa-garlo. La subvención en esa forma resulta plenamente proporcional al capital empleado; como se ha servido manifestarme el señor licenciado

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don Gumersindo Enríquez, con quien he hablado sobre el particular, el sistema de subvenciones que propongo, tiene una base más equita-tiva que la del sistema de las subvenciones de ferrocarriles a tanto por kilómetro, aun cuando para fijar ese tanto por kilómetro se tengan en cuenta las dificultades de la construcción y el costo de ella, puesto que dichas subvenciones no se calculan directamente sobre el capital invertido. Las subvenciones guardarán también la gradación de una escala en relación con la importancia de los aprovechamientos, puesto que para los de vías de comunicación, los réditos en que ellas consisten se pagarán por diez años; en los de riego de aguas permanentes que son continuos, por cinco años; y en los de riegos de aguas transito-rias, que sólo durarán seis meses de cada año, por cinco años también. Bajo la forma de ministraciones de réditos, las sumas empleadas por la Federación, supondrán una inversión por parte de los particulares, que guardará con esas sumas, la relación del capital con el rédito, de modo que por cada peso que la Federación gaste, los particulares gas-tarán una cantidad considerablemente mayor. Habría sido bueno que las subvenciones que yo he fijado en un cinco por ciento anual, fueran iguales al monto real y efectivo del rédito del dinero; pero como este rédito necesariamente tendrá que sufrir muchas fluctuaciones, en pla-zos relativamente largos como los de diez y cinco años, habrá que fijar ese cinco por ciento, o el tipo que se pueda considerar como tipo medio del interés en la República, cuando se ofrecen sólidas garantías. Habría sido bueno también, que las ministraciones de subvención comenzaran a pagarse desde que principiara la ejecución de las obras, pero he creído necesario poner al tesoro federal a salvo del peligro de que las obras no llegaran a concluirse, peligro que existe desde el momento en que la ejecución de esas obras requiere un gasto mucho mayor de parte de los concesionarios, que de parte del Gobierno Federal.

A nuestro juicio, la función que debieran desempeñar las Cajas de Préstamos para la irrigación, debía de ser la de ministrar a los particulares los capitales necesarios para las obras respectivas, con garantía de los terrenos beneficiados, y a cambio de percibir, a título de réditos, las subvenciones expresadas antes.

Por lo demás, no creemos ocioso advertir, que a menos de caer en uno de los errores que señalamos a la prematura acción

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federal, todo favorecimiento a la irrigación, debe ser precedido de la repartición de la propiedad grande que iniciamos al estudiar el problema de la propiedad, porque de otro modo, todo trabajo que se haga, irá a dar por resultado el reforzamiento de esa propiedad. Se nos dirá que en cada empresa se procurará dividir la propiedad territorial regada; pero fácil nos es contestar, que mientras la gran propiedad exista, absorverá la pequeña por los procedimientos que indicamos en el problema que acabamos de citar. La repartición de la propiedad tendrá además la ventaja, de que pondrá en las manos de los grandes propietarios cuyas propiedades sean repartidas y vendidas en fracciones, grandes sumas de capital en efectivo, que al buscar empleo, pueden ser recibidas en las cajas de préstamos para la irrigación, multiplicando la posibilidad de éstas.

La irrigación de las zonas productoras de cereales tendrá ne-cesariamente que hacerse, con las aguas de que cada zona pueda disponer conforme a la repartición de todas ellas en el territorio nacional. Así, la zona fundamental de los cereales no podrá dispo-ner de otras aguas, que de las que le dé su propia precipitación de lluvias. Veamos ahora los resultados que producirá la irrigación en la gran zona fundamental, que es la reguladora de la vida nacional, con las aguas de que puede disponer. Esas aguas no podrán ser otras, que las de los lagos de formación natural y carácter perma-nente, las de los ríos de corriente constante y las de lluvias, entre las cuales, como vimos en su lugar, hay que considerar compren-didas todas las aguas de los arroyos y torrentes. Ahora bien, como todas esas aguas dependen en realidad de las de lluvias, y como según vimos también en su lugar, la latitud, la altitud, la situación topográfica de la zona fundamental y su exposición a los vientos del norte, determinan en esa zona, por una parte, la debilidad de precipitación de las lluvias; por otra, su distribución en dos esta-ciones, una formal y sostenida, que es la de verano, y otra de llu-vias esporádicas, que es la de invierno, separadas una de otra por largas estaciones de abrasadora sequía; y por otra y última, una pérdida considerable del efectivo de las aguas, por su rapidísima evaporación, resulta, que la suma total de las aguas disponibles no

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es en verdad muy grande. De esa suma hay que restar todavía, las que por su rápido escurrimiento se escapan de la zona de que se trata, muchas de las cuales siempre será necesario dejar escapar, so pena de dejar sin la necesaria alimentación, las corrientes que toman de dicha zona su punto de partida y van, por una parte, a fertilizar los campos de la producción tropical y, por otra, a formar las caídas aprovechables para la generación de fuerza motriz. De modo que no creemos aventurar mucho al asentar la conclusión, de que la cantidad total, prácticamente útil de las aguas de la zona de los cereales, aun suponiendo que toda esa cantidad pudiera ser utilizable, no bastará para la irrigación de toda la superficie de dicha zona. Aquí apuntamos de paso, que menos bastará segura-mente, si se continúa haciendo como hasta ahora, la desecación de los lagos que existen en la zona fundamental, y que cuando no sirven para regular las corrientes que en ellas nacen o que por ellas pasan, sirven para compensar confirmadamente en la atmósfera, la pérdida constante de humedad que determina la evaporación que provocan los vientos del norte y que esos mismos vientos arrastran hacia afuera de la altiplanicie.

No bastando la cantidad prácticamente útil de las aguas de la zona fundamental para el riego de toda la superficie de ésta, dicho está que no es posible en toda esa superficie la produc-ción normal del trigo. El trigo de temporal o aventurero en el país siempre, como ahora, sólo se sembrará por excepción: como el trigo no soporta los grandes calores, forzosamente tiene que cultivarse en el periodo de tiempo que comienza después de la estación de lluvias de un año y concluye antes de que comience la estación de lluvias del año siguiente, de modo que sólo puede aprovechar las lluvias de invierno, en las que no se puede confiar; en nuestro país, el trigo no puede contar con la nieve. El trigo de producción normal se cultivará pues, siempre, en el mismo periodo ya indicado, pero de riego y con riegos muy abundantes. El riego, en consecuencia, será siempre para la producción del trigo, un factor de primera importancia. En cambio, para el maíz y el frijol que hay que seguir considerando como cultivos unidos,

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304 • el problema de la irrigación

el riego es un factor secundario porque les da algunas probabili-dades de seguridad, siempre en perjuicio de su calidad, pero sin serles indispensable. “El maíz y el frijol se siembran casi siempre juntos: parece —dice el señor doctor don Jesús Díaz de León (Nociones elementales de agricultura)— que la misma naturaleza asocia su cultivo”; los dos, en efecto, tienen el mismo campo y la misma zona de producción, y si no dan iguales rendimientos es porque el frijol, como el trigo, es una planta delicada que el exceso de lluvias o los fríos agudos echan a perder. El maíz es una planta que en la zona fundamental está en su zona propia de vegetación; en ella se adapta a todas las condiciones y resiste a todos los cam-bios, con excepción de los que producen fríos muy agudos. El periodo de vegetación del maíz, por lo tanto, comienza cuando concluye el invierno de un año, y concluye cuando comienza el invierno del año siguiente. Le toca, en consecuencia, la estación formal de lluvias, y nosotros hemos hecho en los campos la ob-servación personal de que el maíz más se pierde por exceso que por falta de lluvias en la zona fundamental. “Los riegos —dice el señor doctor Díaz de León (Nociones elementales de agricultu-ra)— se hacen indispensables cuando se cultivan plantas fuera de la estación de las lluvias o cuando el clima es bastante seco y el ve-getal sembrado es ávido de agua.” El trigo, pues, como afirmamos antes, siempre requerirá riego, porque tiene que darse fuera de la estación de las lluvias; el maíz no, porque se da en dicha estación. El riego, como también dijimos antes, lejos de favorecer, perjudica al maíz.

No a todas las plantas conviene el riego —dice el señor doctor Díaz de León (Nociones elementales de agricultura)— pues en muchas se favorece el desarrollo de las hojas más que del fruto, como sucede con el maíz. El maíz de riego tiene una caña más gruesa, hoja más ancha y más consis-tente, en tanto que la semilla no es mejor que la del temporal.

A lo anterior agregaremos nosotros que sin duda el mejor maíz es el de temporal. Lo que sí parece fuera de toda duda, es que se

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da con más seguridad el maíz de riego que el de temporal. Esto a primera vista parece una ventaja absoluta, pero sólo es relativa, porque la observación detenida nos demuestra, que en el año en que se da muy bien el maíz de riego, se pierde el de temporal y viceversa. En los buenos años, en los años plenamente agrícolas, la producción favorecida es la de temporal, no la de riego.

De todo lo anterior se deduce que en la zona de los cereales, de conservar ésta su estado actual, la irrigación, por más favorecida que fuera, sólo produciría el efecto de aumentar la producción de trigo y de aumentar también dentro del volumen total de la pro-ducción general de maíz, la producción del maíz de riego. Ahora bien, antes de la división de la propiedad de dicha zona, tales resul-tados serían de muy poca importancia relativamente. Suponiendo que en el estado actual de la propiedad se hicieran todas las obras de irrigación prácticamente posibles y suponiendo que merced a esas obras se produjera el máximo de trigo y de maíz de riego es probable que ese máximo, matemáticamente subordinado al de las aguas aprovechadas que, como hemos demostrado antes, no sería muy alto, elevaría con ciertas condiciones de normalidad y tal vez de comodidad también, la producción general de los granos de alimentación, hasta hacer esa producción bastante para sostener la población actual de la República, cerrando definitivamente en la frontera del norte las puertas por donde entran periódicamente el trigo y el maíz que vienen a cubrir las deficiencias de nuestra producción interior; pero es absolutamente seguro que ese mismo máximo, no podría elevar tanto la producción general de granos de alimentación, que dicha producción llegara a bastar para permitir a la población desarrollarse, crecer y multiplicarse hasta producir un censo por kilómetro cuadrado comparable al de las naciones bien pobladas. Y la razón de ello es fácil de comprender: a la pro-ducción general indicada, le faltaría toda la suma de producción de temporal que sería necesaria para que esa producción pudiera llegar a su máximo o en términos de mayor claridad para elevar la producción general a su máximo absoluto, en las condiciones nor-males y actuales de la producción agrícola universal, por supuesto.

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Para llegar al máximo absoluto será necesario sumar al máximo de la producción de riego, el máximo de la producción de temporal, y es a todas luces seguro, que en volumen, el aumento necesario para elevar la producción de temporal presente a su máximo, será incomparablemente mayor que el aumento necesario para elevar la producción presente de riego a su máximo también. O lo que es igual, más importante es aumentar la producción de temporal, que la de riego. Ahora bien, mientras existan las condiciones presentes de la propiedad, es decir, mientras exista la gran propiedad, o sea la hacienda, será posible, merced siempre a la acción de medios artificiales, el aumento de la producción de riego hasta el máximo de esa producción; pero el aumento de la producción de tempo-ral será imposible, verdaderamente imposible, porque saliendo esa producción de las condiciones de seguridad que la naturaleza de la hacienda requiere, la hacienda jamás la emprenderá, toda vez que por sí misma no emprende ni la de riego, y sí sustraerá hasta de la acción misma del gobierno, a título de la inviolabilidad de la propiedad privada, todas las tierras útiles para la producción de temporal que la hacienda tiene en todas partes amortizadas. De modo que, en conclusión, mientras existan las grandes haciendas, las obras de irrigación sólo podrán ser hechas por favorecimientos artificiales, y una vez hechas, sus resultados estarán muy lejos de responder a la ilusión que de ellas se tiene. Claramente se ve, que los resultados de la división de las haciendas, aun sin obras de irrigación, superarán considerablemente a los de la irrigación sin la división de las haciendas, y creemos que esta afirmación es tanto más sincera, cuanto que nosotros llevamos largos años de estudiar el problema de la irrigación, y de tener menos conciencia científica de la que tenemos, nos sentiríamos inclinados a conceder a la irri-gación una importancia capital absoluta.

Hechas en la zona fundamental todas las obras de irrigación prácticamente posibles, se aumentará la producción del trigo y se aumentará la producción casi segura de una cantidad considera-ble de maíz. El aumento de la producción del trigo, llevando esa producción a su máximo, será o no bastante para satisfacer toda

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la demanda interior de pan; pero, por una parte, el consumo del pan no es de necesidad absoluta, sino para una parte de la pobla-ción compuesta de los extranjeros, de los criollos y de algunos mestizos; y por otra, habiendo llegado la producción del trigo a su máximo, nada tendrá de particular que se abra la puerta del norte al trigo americano; la importación del trigo entonces, no perjudi-cará la agricultura nacional. Tratándose de la producción del maíz, la cuestión es diferente. Mientras esté limitada toda la producción del maíz, al que actualmente se cosecha de temporal y al máximo del que pueda cosecharse de riego, todo el maíz que venga de los Estados Unidos contribuirá a consolidar la sustracción a la pro-ducción, de las tierras de temporal que permanecen improductivas en las haciendas: la importación de maíz, en ese caso, perjudicará la agricultura nacional. Así está sucediendo ahora y ya veremos en otra parte las gravísimas consecuencias que ha comenzado a producir esa importación. Pero llegando a la vez a su máximo, la producción de temporal y la de riego, el carácter alternativo de las dos producirá el efecto de que dándose en un año la de temporal, habrá abundancia de maíz por la enorme cantidad global de esa producción; y no dándose esa producción en otro año, y sí dán-dose la de riego, no habrá verdadera escasez, y todo se reducirá en ese año, a un ligero aumento de precio. Desaparecerá así, casi por completo, e1 carácter aleatorio actual de las cosechas, puesto que vendrá a quedar reducido al caso siempre remoto, de una pérdida total y absoluta de las cosechas en todas las zonas de los cereales, y a ese sólo caso vendrá a quedar reducido el de la importación del maíz extranjero. ¿No será ésta la resolución del problema agrícola entre nosotros? Creemos sinceramente que sí.

Una vez hecha la división de las grandes propiedades, según lo indicamos en el problema de la propiedad, ningún esfuerzo por parte de los poderes públicos será necesario para elevar la pro-ducción de temporal a su máximo, puesto que para los pequeños agricultores tan ávidos de tierras, teniendo éstas, tendrán todo le que han de menester para ensanchar favorablemente las condicio-nes de cultivo que vienen manteniendo su existencia desde hace

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cuatro siglos; y hechas las reformas que indicamos en el proble-ma del crédito territorial, para elevar la producción de riego a su máximo, no será necesario, por parte de dichos poderes, más que el gasto de réditos a que ya nos referimos con extensión en otro lugar. Para los agricultores, el rédito que los poderes públicos les ofrezcan, será bastante estímulo. Porque es indudable que dividi-da la propiedad, la competencia de producción llegará a ser muy grande, y las seguridades que el riego proporciona siempre serán lo suficientemente deseadas para que sean a cualquier precio ad-quiridas, y en tales condiciones, el estímulo expresado producirá resultados sorprendentes.

Para dar una ligera idea de la magnitud de los trabajos que podrán hacerse en ejecución de nuestras ideas, copiamos a con-tinuación la parte principal del apéndice que pusimos al final de nuestro Proyecto de Ley de Aguas Federales. Esa parte que sólo se refiere, por supuesto, al favorecimiento de los aprovechamientos de las aguas públicas, dice así:

Creo necesario añadir al presente proyecto, la exposición de algunas ideas relativas a su ejecución, desde el punto de vista de los cuantio-sos gastos que esa ejecución necesariamente ocasionará. —Siguiendo la división que el proyecto establece, la obra inmensa de la irrigación nacional requerirá dos órdenes de gastos. Los que deberán hacerse para los aprovechamientos de aguas fijas por cuenta del tesoro federal, y los que deberán hacerse para los aprovechamientos de aguas de lluvias por cuenta de los tesoros particulares de los estados. Como habrá que procurar que los estados tomen como punto de partida para su legisla-ción de aprovechamiento de aguas de lluvias, la ley cuyo es el proyecto anterior, en el caso por supuesto de que ese proyecto sea aceptado, creo que los estados habrán de tomar también para las subvenciones rela-tivas, la base del pago a los concesionarios del interés de los capitales que lleguen a emplear. De ser así, puede asegurarse que el trabajo de la irrigación será posible en proporciones que superarán a las más altas esperanzas. —Salta a la vista, desde luego, que una de las más grandes dificultades prácticas que la ejecución del proyecto anterior habrá de presentar, será la de que haciéndose las concesiones a paso y medida de

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las solicitudes, y creciendo naturalmente éstas de año en año, llegará la vez en que los presupuestos federales se verán muy sobrecargados con el servicio de los pagos de subvención, supuesto que esos pagos tendrán que ser forzosos durante cinco o diez años; pero estudian-do detenidamente el carácter de tales concesiones, se ve con claridad que las de nuevas vías de comunicación tienen que considerarse como accidentales, en tanto que las de irrigación, aunque muy numerosas, presentarán una normalidad que permirá la reglamentación de su otor-gamiento. Como todas éstas, es decir, las de irrigación, habrán de per-cibir la subvención correspondiente por cinco años, creo que podrá hacerse la distribución de las concesiones por ciclos regulares de cinco años también. Es decir, se recibirán las solicitudes en cualquier tiempo, pero sólo se harán las concesiones mediante la obligación de terminar las obras en un año determinado, para lo cual bastará fijar el plazo de ejecución de las obras, de manera que en ese año concluyan. A partir del año siguiente, fiscal o natural, según se quiera, comenzará por igual para todas las recibidas en ese año el servicio de pago de las subven-ciones, el cual durará los cinco años de la ley y, en el curso de éstos, se tramitarán y harán nuevas concesiones cuyo servicio de subvenciones comenzará una vez terminado el ciclo anterior. Así, los particulares ajustarán sus empresas a los ciclos, y el erario federal podrá normalizar el gasto de las subvenciones. Véamos ahora cuáles son los resultados que en la práctica se obtendrán. Supongamos que sobre las bases an-teriores, el Gobierno Federal dedica a subvenciones de obras de agua, $10.000,000.00 anuales, los cuales deberá dedicar cada año durante cinco años, haciendo a los cinco años un total de $50.000,000.00; la suma de $10.000,000.00 anuales no es en verdad un serio gravámen para el erario federal, y menos si se cuenta con la ayuda del impuesto a concesiones de fuerza motriz, ese impuesto lo establece nuestro pro-yecto de ley de aguas federales. Como la expresada suma no representa más que el rédito de un capital al cinco por ciento, es claro que el gasto de esos $50.000,000,00 por el erario federal supone, por parte de los empresarios, un gasto de $200.000,000.00, y como las subvenciones serán suficiente incentivo para el desarrollo de las concesiones, chicas y grandes, y para la atracción de los capitales extranjeros, con que ellas habrán de ejecutarse, es evidente, que en veinticinco años, se habrán invertido en el país, solamente para obras de irrigación, a cambio de

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$200.000,000.00 de gasto por el erario federal, $1,000.000,000.00 —¡mil millones de pesos!— lo cual parece fabuloso. Y si a eso se agrega que los estados en conjunto pueden hacer lo mismo en beneficio de las obras de aprovechamiento, no parece imposible, en el espacio de medio siglo, que no es mucho, la transformación de la República en cuanto a sus condiciones de producción agrícola, con los recursos de que nor-malmente viene disponiendo para su desarrollo y progreso.

La palabra final

Dejamos a nuestros lectores el trabajo de sumar a las cantidades precedentes, las que pudieran invertir los estados por subvenciones y las que los particulares pudieran invertir en virtud de esas sub-venciones por sí mismos. ¿Creen nuestros lectores que será muy aventurado calcular como cantidad total en veinte y cinco años, la de $2,000.000,000.00 dos mil millones de pesos?

Tales son en sus lineamientos generales, las conclusiones a que hemos llegado en quince años que llevamos de estudiar el proble-ma nacional de la irrigación.

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Planteamiento del problema

a población nacional puede ser considerada desde tres pun-tos de vista distintos y esos tres puntos de vista marcan al

estudio de ella, tres grandes divisiones. Puede ser considerada en efecto, desde el punto de vista de su distribución sobre el territorio geográfico que ocupa; puede ser considerada también, desde el punto de vista de la composición que determina su construcción social; y puede ser considerada, por último, desde el punto de vista de su unidad colectiva o socioetnológica.

Estudio de la distribución de la población nacional sobre el territorio que ocupa

El estudio de la distribución de la población nacional sobre el te-rritorio geográfico que ocupa abarca tres grandes cuestiones: es la primera, la de las fuentes productoras de la población; es la se-gunda, la de las regiones acumuladoras y dispersadoras de dicha población, y es la tercera, la de las corrientes distribuidoras de la misma población.

CAPÍTULO CUARTO

el problema de la población

L

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312 • el problema de la población

La cuestión de las fuentes productoras de la población

Refiriéndonos a los capítulos y párrafos en que hemos determina-do las relaciones que existen entre el suelo y la población, y las que existen entre la producción de cereales en aquel, y el desarrollo de ésta por su alimentación de cereales, no tenemos más que estudiar la alimentación de la población en nuestro país para darnos cuenta de las condiciones de producción de esa población misma.

Hemos dicho ya, que el trigo no se produce en las tierras ca-lientes, lo cual coloca su zona de producción en la altiplanicie. He-mos dicho ya también, que el trigo requiere aguas abundantes de riego o de lluvias, y como la mesa del norte, no tiene de un modo general, ni unas ni otras, la zona del trigo viene a circunscribirse a la que hemos llamado la zona fundamental: aun en esa zona, se-gún igualmente hemos dicho, como las aguas disponibles no son abundantes y no sería posible dedicarlas todas al cultivo del trigo, la producción general de ese grano tiene que ser muy limitada. Del mismo modo hemos dicho que el maíz se produce en casi toda la República con riego y sin él, pero fuera de la zona de los cereales, en cantidades insuficientes para el consumo local y de baja calidad alimenticia; sólo en la zona fundamental donde se encuentra su zona de vegetación, se produce de buena calidad alimenticia y en cantidad suficiente para satisfacer el consumo local y para llenar las deficiencias de la producción restante. Hemos dicho, por último, que el cultivo del frijol acompaña al del maíz, aunque en condi-ciones de gran inferioridad de producción. Ahora bien, el trigo, no es un grano de alimentación general, porque sólo lo consumen como base de su alimentación los extranjeros y algunos criollos; la mayor parte de los criollos se alimentan más de maíz que de trigo; los indígenas sólo consumen trigo por excepción. El maíz tampo-co es un grano de alimentación absolutamente general porque los extranjeros y algunos criollos consumen trigo, según acabamos de decir; pero la mayor parte de los criollos, los mestizos y los indígenas sí consumen el maíz como base de su alimentación. El

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frijol, menos que el maíz y que el trigo, puede considerarse como de consumo general porque los extranjeros no lo consumen, los indígenas consumen muy poco, y sólo lo consumen, no como base de su alimentación, sino unido al maíz, los criollos que consu-men maíz, y los mestizos. Los tres granos en conjunto alimen-tan a toda la población. Esta se compone, en números redondos, de 14.000,000 de habitantes, de los cuales, en nuestra opinión, opinión que apoyamos en datos oficiales que creemos inútil citar y que nos hemos permitido corregir ligeramente, un quince por ciento son extranjeros y criollos, un cincuenta por ciento son mes-tizos, y un treinta y cinco por ciento son indígenas. Siendo así, puede decirse que 12.000,000 de habitantes, poco más o menos, consumen maíz como base de su alimentación. De maíz, pues, vive esencialmente la población. Acerca de que en los 12.000,000 de habitantes que hemos indicado como consumidores de maíz, por más que consuman también trigo y frijol, el maíz constituye la base principal de su alimentación cotidiana, lo demuestra de un modo absolutamente indudable la cocina nacional.

Razón de ser de la cocina nacional

Toda la cocina nacional está hecha para comer maíz. Las prepa-raciones directas del maíz, que son las verdaderamente indígenas, no son muchas, aunque tampoco son pocas, como la tortilla, los tamales, los esquites, etcétera, etcétera; pero las indirectas, resul-tado de la adaptación de la cocina española a los recursos del país son variadísimas, y todas ofrecen al observador atento una curiosa singularidad, y es la de que en ellas son de rigor, las salsas aguadas, generalmente hechas con chile o en que el chile entra como com-puesto principal. En efecto, casi todos los guisos nacionales tienen caldillos, moles, etcétera; el frijol, grano complementario del maíz, así se guisa. Viendo que en estos guisos las carnes, el frijol y las legumbres se encuentran, por su cantidad, en una relación de infe-rioridad notoria con relación a la cantidad de las salsas, caldillos o moles, se comprende desde luego que esos moles, caldillos o salsas

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314 • el problema de la población

son lo principal. La manera de tomar esos guisos con ayuda de la tortilla, haciendo con pedazos de ella cucharas que se toman con el contenido, en el que abunda más la parte líquida que la sólida, porque de lo contrario dichas cucharas no tendrían razón de ser, afirma la convicción de que esa parte líquida es lo principal, como ya dijimos. Ahora bien, reflexionando un poco sobre el particular, se advierte que la parte líquida es lo principal de un guiso, sólo porque exige un abundante consumo de tortilla. Tan es así, que una comida nacional exige una provisión continuada de tortillas desde el principio hasta el fin. Cuando la naturaleza del guiso no permite la forma de salsas aguadas, caldillos o moles, requiere, por regla general, el uso de la tortilla entera acompañando a la materia en apariencia sustancial de ese guiso, en forma de tacos, en forma de quesadillas, etcétera. Con la tortilla misma se hacen muchos guisos de salsas, caldillos o moles de inmensa variedad, que se toman sin perjuicio de tomar con ellos pan de trigo, de modo que aunque muchas personas se figuren consumir trigo como base de su alimentación, en realidad consumen maíz. Es pues, absoluta-mente indudable, que la cocina nacional está hecha para comer maíz. Por otra parte, según hemos dicho ya, el frijol acompaña al maíz y para comer ambos es de rigor el chile. Como la digestión del maíz y del frijol es difícil y fuerte, se hace necesario estimularla poderosamente, y a esa circunstancia se debe, sin duda, el uso del chile en la cocina nacional. Sin el chile, la digestión del maíz y del frijol ofrecería al organismo serias dificultades. Pero el chile es ex-traordinariamente irritante y provoca el uso del pulque. El pulque es una bebida cuyas cualidades de cierto género han señalado el señor doctor don Silvino Riquelme y el señor ingeniero don Fran-cisco Bulnes. El primero (La industria pulquera) dice lo siguiente:

El pulque es de la categoría de los líquidos fermentados. Contiene ma-yor cantidad de elementos nutritivos que la cerveza, la misma propor-ción de alcohol, y aun menos que algunas, y es más barato; cualidades todas que lo hacen muy apreciable para el uso general, y sobre todo, para nuestro pueblo pobre, cuya alimentación es tan deficiente. Inútil

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es recordar los análisis químicos cualitativos y cuantitativos que han efectuado hombres notables de la ciencia que demuestran lo expuesto; pero sí es conveniente traer a la memoria lo dicho por un conspicuo redactor de El Mundo en un artículo que en el mismo periódico co-menzó a publicarse y no concluyó, por ser contrario a las intenciones de su director.

El señor Bulnes dice:

Considerando el alcohol etílico como veneno social, universal e inevi-table, se debe juzgar de la importancia antihigiénica de las bebidas embriagantes, por la cantidad de alcohol etílico que contienen, es decir, por el estado de dilución en que se bebe el alcohol. El pulque, bajo este concepto, es como las cervezas austriacas, muy inofensivo; las cervezas alemanas tienen, por lo común, bajo el mismo volumen, un cincuenta por ciento más de alcohol, y las inglesas, el ciento por ciento. Respecto de los vinos, los menos alcoholizados tienen doble cantidad de alco-hol que el pulque, llegando algunos a tener cuatro veces más. Ante la higiene, las bebidas fermentadas son mucho menos dañosas que las destiladas, y entre las bebidas alcohólicas fermentadas, el pulque por su proporción de alcohol es recomendable. (El Mundo, 5 de diciembre de 1900.)

A nuestro juicio, la tortilla, el frijol, el chile y el pulque forman en conjunto la alimentación verdaderamente nacional. Esto no quie-re decir, por supuesto, que no haya muchas unidades que tomen tortilla, frijol y chile, y sustituyan el pulque con el vino o con la cerveza, y que no haya otras que tomen tortilla y frijol, y no tomen chile, o que tomen chile y no tomen tortilla y frijol; hay indíge-nas que sólo toman tortilla con sal, y muchos que ni aún tortilla llegan a comer, alimentándose sólo de esquites. Así pues, en dicha alimentación, la tortilla es la sustancia propiamente alimenticia, el frijol acompaña a la tortilla como complementario, el chile es el excitante indispensable para la digestión del maíz y del frijol, y el pulque... está por averiguar el papel que el pulque desempeña en la referida alimentación, así como el que desempeñan el vino o

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la cerveza en la de otros países. Sobre este particular anotaremos algunas ideas.

Ideas sobre la razón de ser del uso de las bebidas alcohólicas

Hasta ahora, nosotros sólo hemos visto consideradas las bebidas alcohólicas desde el punto de vista de sus propiedades alimenti-cias y desde el punto de vista de sus propiedades perturbadoras. No hemos tenido ocasión de saber qué razones enlazan siempre las bebidas alcohólicas a los alimentos. No creemos que sin mo-tivo poderoso haya nacido en todos los pueblos de la tierra la costumbre de mezclar con los alimentos bebidas alcohólicas. Se hacen valer para justificar esa costumbre, muchas razones que explican los efectos de ella, pero no sus causas primordiales. El estudio de esa cuestión no es de este lugar y sólo anotamos a título de inspiración personal, la idea de que la naturaleza nos ha ofrecido los alimentos en un estado en que nuestro organis-mo no puede aprovecharlos sin cierta preparación. El proceso de nuestra adaptación al medio físico no es solamente pasivo, es activo también. No sólo consiste en acomodar nuestro orga-nismo a la naturaleza, sino en modificar la naturaleza conforme a las necesidades de nuestro organismo. Entre los órganos más perfectos de nuestro organismo podemos colocar los ojos y, sin embargo, nuestra vista está lejos de poder mirar bien la natu-raleza que nos rodea. Un paisaje cualquiera, por hermoso que nos pueda parecer, nos parece más hermoso cuando lo vemos pintado; pasamos todos los días junto a ciertos tipos de nuestro pueblo sin que nos llamen la atención y nos extasiamos frente a ellos cuando los vemos pintados por un verdadero artista. Es que el artista les ha dado la forma en que nuestros ojos pueden comprenderlos. Lo mismo pasa con el oído. La música natural que forman los rumores de un bosque de pinos, nos impresio-na menos que la música artificial que imita esos rumores de un modo más grosero, sin duda, pero más comprensible para noso-

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tros. Tal es la razón del arte. Algunos de nuestros órganos que como el estómago están lejos de tener la perfección que los de nuestra vista y que los de nuestro oído, con mayor razón tienen que hacer ese trabajo de acomodamiento. Los alimentos que la naturaleza nos ofrece, por su dureza para ser divididos y molidos por los dientes, por su resistencia para ser atacados por los jugos que preparan y determinan la digestión, por la impropiedad de su estado químico para llenar la función que se les pide, etcéte-ra, etcétera, requieren una preparación preliminar que se hace siempre provocando en ellos un principio de descomposición. Ahora bien, la preparación preliminar referida encuentra desde luego, para ser perfecta, en el sentido de su completa adaptación a las necesidades que los alimentos están llamados a satisfacer, las dificultades propias de la obtusa sensibilidad de los órganos de nutrición, de las complejas y complicadas relaciones de esos órganos con los demás, y de lo disperso y tardío de los efectos últimos y finales de la ingestión accidental o sistemática de las materias que dichos órganos reciben. Cuando el organismo en conjunto se da cuenta, de un modo instintivo o consciente, de que las materias de que se alimenta no están bien preparadas, o no son suficientemente completas, modifica su preparación, con la adición de las materias que llamamos condimentos, o integra los alimentos de su uso habitual con otros, o hace ambas cosas a la vez, determinando la complicación de materias y trabajos que han hecho en todos los pueblos, un arte especial de la cocina. Siendo así como nosotros creemos que es efectivamente, nada de extraño tendría el hecho de que el proceso de descomposi-ción de materias que toda preparación de alimentos significa, produjera en éstos al favor de las fuerzas vitales de nuestro or-ganismo, la generación y el desarrollo de los múltiples gérmenes que son propios de toda descomposición, los cuales encontrarían en nuestro propio organismo amplísimo campo de vida y de ac-tividad; y menos de extraño tendría el hecho de que instintiva-mente buscan nuestro organismo en las bebidas alcohólicas el medio de destruir, con las propiedades tóxicas de esas bebidas,

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los expresados gérmenes, haciendo con ellas, el trabajo de una verdadera desinfección del aparato digestivo. Esta idea, que ten-dría en su apoyo hasta la circunstancia de que las materias tóxicas empleadas son siempre líquidas, lo cual favorece el alcance de su acción a todas las superficies del aparato digestivo compuesto de depósitos y tubos, explicaría bien por qué el uso de las bebidas fermentadas es benéfico y el de las destiladas nocivo. La pequeña cantidad de alcohol de las primeras basta para hacer la función de desinfección que les asignamos, sin que dañen al organismo; la gran cantidad de alcohol de las bebidas destiladas no sólo hace el expresado trabajo de desinfección, sino que lastima al organismo también. Muchos datos de observación meramente personal po-dríamos añadir a lo que llevamos dicho, pero para no alejarnos más de nuestro objeto, sólo anotaremos uno que a nuestro pa-recer es concluyente. La costumbre de unir a la comida bebidas alcohólicas, se ha encontrado en todos los pueblos y ha persistido a través de todas las edades. ¿Cómo se explica usted —preguntá-bamos en cierta ocasión a nuestro inteligente amigo, el señor licenciado don Luis Cabrera, que fue uno de los fundadores de la primera sociedad de temperancia en el país y que es un verda-dero abstinente en materia de bebidas alcohólicas— la presencia del alcohol en todos los pueblos y su persistencia a través de todas las edades? Y nos contestaba él: varias veces me he hecho yo mismo esa pregunta, y el no podérmela contestar, es, para mi criterio, el argumento más poderoso que he encontrado hasta ahora en favor del uso de las bebidas alcohólicas.

Las fuentes productoras de la población

Siendo pues, como son en efecto, el trigo, el maíz, el frijol, el chile y el pulque, los determinantes de la población en el país, es claro que la producción de la población nacional tiene que estar en precisa relación con las condiciones de producción de esos artículos. Así es, en efecto, y de ello se desprende, que las verdaderas fuentes de

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producción de la población nacional son las zonas de producción de dichos artículos y, muy especialmente, la gran zona fundamental en que se producen todos.

Demuestran la afirmación anterior, desde luego, la circuns-tancia de que la densidad de la población ha estado siempre y está todavía relacionada con las zonas de producción de los artículos expresados, siendo mayor donde se producen todos, como en la zona fundamental, y decreciendo a medida que se va perdiendo la producción de ellos; y la circunstancia también de que las re-feridas zonas en general y la zona fundamental, particularmente, han sido siempre y son todavía los puntos de partida de todos los movimientos de la población.

Respecto de que la mayor densidad de la población ha corres-pondido siempre y corresponde aún a las zonas productoras de los artículos esenciales de la alimentación, y muy especialmente a la zona fundamental, creemos que no hay quien pueda ponerlo en duda. La repartición de las tribus precortesianas, la distribución de la población durante la época colonial y el hecho de la dispo-sición actual de la población sobre el territorio de la República lo demuestran de un modo evidente. En la zona fundamental se encuentra ahora la capital de la República y ésta está rodeada de numerosísimas poblaciones de alto censo relativo. En el estado de Guanajuato, verdadero corazón de la zona fundamental, las cabe-ceras de los distritos en que se divide alcanzan un censo superior al que tienen las capitales de estado fuera de dicha zona. En las zonas productoras de los artículos esenciales de la alimentación, y muy especialmente en la zona fundamental, la vida humana se conserva, florece y se reproduce. La misma zona fundamental es, en realidad, la fuente de que brota casi toda la población de la República.

Respecto a las corrientes de movimiento de la población sería muy prolijo que señaláramos las que en cada zona determina, sobre la población fija o estable, la salida del exceso y sólo nos limitamos a comprobar la existencia de las que parten de la zona fundamental. Es bien sabido que de esta capital (México) sa-

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len frecuentemente con destino al estado de Veracruz, grupos de enganchados; hay en esta misma capital agencias de enganche con ese fin. Igualmente sabido es que para el Valle Nacional se han llevado hasta los rateros. Yucatán hace con hombres de la zona fundamental un comercio que nada tiene que envidiar el comercio antiguo de negros. Nosotros tuvimos alguna vez que intervenir en el Mineral de El Oro —el autor de estas líneas era entonces juez de Primera Instancia en ese lugar— en un engan-che ilícito de gente con destino a las obras de Salina Cruz. En casi todas las minas de la República, que no se encuentran dentro de la zona fundamental, abundan los trabajadores de dicha zona. El señor inspector oficial de las obras del puerto de Tampico nos ha manifestado que en dichas obras la mayor parte de los traba-jadores son del centro. Tuvimos ocasión de saber, con motivo de las huelgas de Puebla, que algunos industriales de la frontera del norte trataron de organizar el enganche de trabajadores para sus fábricas. Los sembradores de algodón de Durango buscan sus jornaleros en la zona fundamental. De tiempo en tiempo, la prensa hace saber al público que la Secretaría de Guerra recluta voluntarios en los estados del centro y muy especialmente en el estado de Guanajuato para determinados batallones. El contin-gente de que se forma el Ejército Nacional en su mayor parte procede casi todo de la zona fundamental. Podríamos anotar otros muchos datos de comprobación, pero creemos que bastan los anteriores.

La cuestión de las regiones acumuladoras y dispersadoras de la población nacional

Esta cuestión, aún sin dividirla en los dos términos que claramen-te indica su enunciado, tiene dos aspectos. En efecto, puede ser considerada desde el punto de vista de las condiciones naturales de las regiones y desde el punto de vista de las condiciones que en ellas puede producir el esfuerzo humano.

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Regiones naturalmente acumuladoras de población

Desde el primer punto de vista es claro que las primeras regiones acumuladoras de población son las zonas mismas productoras de ella. En esas zonas, si la población crece, ello es debido a que la vida humana se reproduce. Donde como en las expresadas zonas la alimentación produce energías orgánicas que se sobreponen a las re-sistencias ambientes, el exceso de aquellas sobre éstas se traduce en la reproducción que produce la multiplicación. Esa multiplicación tiende a elevar la cifra del censo en progresión geométrica, hasta los límites en que, el espacio, los medios de subsistencia y el trabajo de la selección le tienen que marcar. Si la población no se derramara fuera de las zonas de referencia, ellas llegarían a ser pobladísimas.

Regiones naturalmente neutras

En seguida de las regiones formadas por las zonas productoras de la población, hay que considerar las regiones que podríamos lla-mar neutras, en las cuales la población que las ocupe, se manten-drá, pero no se multiplicará. Donde la alimentación no dé energías orgánicas que se sobrepongan a las resistencias ambientes, sino que sólo las compensen, no habrá excesos de aquellas sobre éstas, bastantes para que la reproducción multiplique el censo, y enton-ces la población solamente se sostendrá sin enrarecerse y sin des-aparecer, no acreciendo su número, sino por una continuada e incesante agregación. En el país existen regiones de ese género. Dado que las regiones productoras de los artículos esenciales de la alimentación son tierras altas, las regiones a que nos referimos, son las tierras que podríamos llamar tierras medias. Nuestro eminente geógrafo, señor don Miguel Schulz, dice de ellas (Curso general de geografía) lo siguiente:

En las vertientes exteriores de ambas cordilleras y en muchas comar-cas de las mesas, entre una altura de 800 a 1,600 metros, se cuentan

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las tierras semicálidas, también llamadas templadas, en que la tem-peratura suave, benigna y muy poco variable, que puede calificarse de deliciosa y salubre, no deja percibir tránsito sensible entre las estaciones; sólo en algunos puntos la humedad exagerada, resulta-do de la evaporación que a esa altura tiende a condensarse, origina algún malestar por las lluvias y frecuentes nieblas. Orizaba, Jalapa, Ciudad Victoria, Tepic, Ameca de Jalisco, Colima, Chilpancingo, etcétera, son poblaciones situadas entre los límites indicados, y de todas ellas son ponderadas la belleza de su sitio y dulzura del clima. Dentro de esa privilegiada zona, los más ricos y agradables frutos, el café, tabaco, algodón, caña de azúcar y otros muchos preciados productos pueden considerarse como peculiares, confundiéndose propiamente en ella, los de la zona caliente y de la fría con los suyos propios.

A pesar de las favorables condiciones de las tierras expresadas, es un hecho de notoria comprobación, que la población no se multi-plica en ellas del mismo modo que en la zona fundamental. No-sotros creemos que las causas de ese fenómeno estriban en que las poblaciones de las tierras de que se trata, consumen más trigo, maíz y frijol propios que de la zona fundamental, y esos trigo, maíz y frijol son de muy baja calidad alimenticia, por más que se den con mayor facilidad; creemos que su trigo, maíz y frijol propios no dan a las referidas poblaciones suficientes elementos de nutrición; además, esas mismas poblaciones carecen de pulque. De cualquier modo que sea, es un hecho que no necesita demostración especial, el de que la población de las regiones de que se trata, sólo crece por agregación.

Regiones naturalmente dispersadoras de la población

Por último, después de las regiones neutras hay que considerar las dispersadoras; aquellas en las cuales la población no sólo no se multiplicará, pero ni aún se mantendrá, sino que se dispersará para no perecer o perecerá si se empeña en ocuparlas. Donde las

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resistencias ambientes sean superiores a las energías orgánicas que pueda dar, no digamos una alimentación incompleta, sino la más completa y más poderosa, la vida es imposible de un modo nor-mal, y aunque por excepción algunas personas puedan vivir más o menos tiempo en esas regiones, los grupos de población que en ellas lleguen a formarse se irán enrareciendo poco a poco, y acabarán por disiparse completamente, si no se dispersan como es lógico que lo hagan. En nuestro país hay dos series de regiones de ese género, que son las de los desiertos de la mesa del norte, y la de las tierras calientes en las vertientes exteriores de las cordilleras, del Istmo y de las penínsulas. En las dos series de regiones a que nos referimos, la vida de la población es imposible; en los desiertos de la primera serie, por la escasez de lluvias y la persistencia de los vientos del norte; y en las tierras calientes de la segunda, por el excesivo calor tropical.

En los presentes momentos, las regiones áridas de la mesa del norte y las regiones ardientes de las vertientes exteriores de las cordilleras, del Istmo y de las penínsulas son una maldición para el país. Pero hay que hacer una distinción entre unas y otras. Las primeras, a nuestro juicio, son corregibles; la prolongación de la zona fundamental, su enlace con las de El Saltillo y Chihua-hua, y el avance de todas hacia el norte, mediante colosales pero posibles obras de irrigación irán estrechando poco a poco esas regiones; e irán haciendo adelantar las regiones acumuladoras de población. Las segundas, o sea las regiones ardientes, no son corregibles; las causas de su carácter inhospitalario son fatales, serán tal vez eternas.

La fatalidad de las tierras calientes

Las tierras calientes de nuestro territorio, como todas las regio-nes de igual clima, cuando no son húmedas como California, son inhabitables, porque en ellas la falta de vegetación hace el calor irresistible, toda vez que el organismo sólo puede defenderse de él, a fuerza de perder el agua que lleva en suspensión para los

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movimientos celulares y la falta de esa agua, impidiendo dichos movimientos que son los que mantienen la actividad de la vida, produce pronto la muerte; y cuando son húmedas, son habitables muy difícilmente porque la necesidad de abatir a fuerza de agua la temperatura exterior para mantener en su límite justo la normal orgánica, recarga de vapor el aire respirable y dificulta la absor-ción del oxígeno. El inteligente escritor señor ingeniero don José Díaz Covarrubias describe maestramente (Observaciones acerca de la inmigración y de la colonización) las condiciones de las tierras calientes para la vida en los siguientes párrafos cuya aplicación a las nuestras es incuestionable:

El Brasil posee la maravillosa cuenca del Amazonas, el río más grande del mundo, que riega la selva más extensa de la tierra. Allí la naturale-za tiene el vigor y el encanto de la juventud. Los árboles son más ver-des y las formas vegetales más variadas que en otras partes, los peces tienen reflejos más vivos, las aves plumajes más vistosos, las mariposas más brillantes colores, y las producciones todas de la naturaleza son más ricas y variadas. Y sin embargo, no es allí donde han acudido los pobladores europeos a establecer sus nuevos hogares; porque aque-llas espléndidas llanuras cubiertas de selvas impenetrables tienen el clima ecuatorial y no es el clima que conviene a los europeos. Allí su actividad se pierde, se acaba su ambición y se enerva su carácter; los parásitos y las bacterias disputan al hombre el terreno palmo a palmo, y cuando no le arrebatan la vida, reducen a poca cosa su actividad. El sol, el calor, la humedad, la lluvia, la tensión del vapor de agua, la electricidad, todos los factores meteorológicos se combinan para pro-ducir la anemia tropical que tanto deprime el espíritu. Las aguas se estancan en las selvas y en la penumbra de su espeso follaje, formando inmensos pantanos, en que los gérmenes palúdicos y los parásitos que les sirven de vehículo, encuentran todo lo que necesitan para repro-ducirse hasta el infinito, sin que los rayos del sol puedan llegar hasta ellos, a ejercitar su bienhechora actividad. La lluvia y la humedad no son nocivas por sí mismas, pero combinadas con el calor de la zona tórrida producen la anemia tropical. El calor húmedo y la elevada ten-sión del vapor de agua dificultan la transpiración. El sudor se queda

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sobre la piel sin poder evaporarse; la sangre no puede renovar cómo-damente su agua, que se va acumulando en el sistema circulatorio, y poco a poco se hace menos rica en glóbulos rojos; las secreciones se dificultan, y el funcionamiento de las vísceras se entorpece. El vapor de agua en exceso en el aire, más pesado que el oxígeno, ocupa su lugar, y en cada inspiración se introduce en los pulmones menor can-tidad de él y se regenera menor cantidad de sangre, produciéndose una anoxemia análoga al mal de las montañas.

En las condiciones expresadas, que son, en efecto, las propias de todas las tierras calientes y de las nuestras como de las demás, la población primitiva es posible en las circunstancias precarias y accidentales en que se muestra, y eso merced a una dilatadísima y cruelísima selección; pero la de cierto grado de adelanto evolutivo es, como ya afirmamos, punto menos que imposible. Los centros poblados sólo pueden mantenerse en esas tierras merced a una renovación constante y progresiva de sus unidades por una activí-sima agregación. Abandonados a sí mismos, rápidamente se enra-recen y se disipan; y eso cuando no desaparecen por la dispersión de las unidades componentes.

Repartición natural de la población

Por virtud de todo lo anterior, la población de un modo natu-ral tenderá a repartirse así: primero, muy densamente en la zona fundamental que produce todos los artículos esenciales de la ali-mentación nacional; en segundo lugar, con una densidad menor, en las zonas de El Saltillo, de Chihuahua y de Tuxtla o San Cris-tóbal que producen todos los artículos de alimentación, menos el pulque; en tercer lugar, con una densidad de tercer grado, en las tierras medias que por todos lados rodean la zona fundamental, y las secundarias referidas, excepto por el norte en las que se en-cuentran dentro de la altiplanicie; y en cuarto lugar, en un grado de densidad muy débil, casi nulo, en las llanuras de la mesa del norte y en las tierras calientes.

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Condiciones compensadoras de las regiones situadas fuera

de las zonas de producción de los artículos esenciales

de la alimentación

Pero tratándose de la repartición de la población, no sólo hay que atender a las condiciones naturales, como en otra parte indicamos, porque el esfuerzo humano modifica en mucho esas condiciones. Si fuera de las regiones productoras de cereales, naturalmente acu-muladoras de población, el país no ofreciera elementos de existen-cia distintos de los esenciales de la alimentación, la población no se podría sostener y entonces toda la de la República estaría reducida, como en la época precortesiana, a la ocupante de las expresadas regiones; pero fuera de éstas, por fortuna, el país presenta nume-rosas zonas aprovechables por el trabajo para la vida misma de la población.

En el primer capítulo de esta obra dijimos lo siguiente:

Así pues, fuera de la zona fundamental de los cereales, sólo hay produc-toras de cereales también, la zona que podemos llamar de Chihuahua, por estar la ciudad de ese nombre dentro de ella; la zona de El Saltillo por igual razón, y la zona de Tuxtla o de San Cristóbal, por el mismo motivo. Esas zonas tienen sus estribaciones y sus enlaces con la fun-damental. Hay una zona ganadera que ocupa toda la mesa del norte, con deducción de las dos zonas agrícolas de Chihuahua y Saltillo que ya mencionamos. Hay una zona productora de carbón de piedra que ocupa la mitad superior de la zona ganadera poco más o menos, y que ha dado origen o una zona industrial de industrias de fuego, cuyo cen-tro es Monterrey. Hay una zona productora de fibras de gran industria, que ocupa poco más o menos la mitad inferior de la zona ganadera y tiene un centro en Torreón y otro en San Luis Potosí. Hay en la mesa del sur una zona agrícola de productos semitropicales que contribuye a surtir la zona fundamental de frutas y de los productos propios de esa región, y que ha localizado en esa misma región la industria de los azúcares. Hay en los planos de descenso de las costas, descontadas las

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zonas altas, en que lo quebrado del terreno no ofrece facilidades para el cultivo, una zona agrícola especial productora de cereales, que es la de Tuxtla; una zona media, agrícola también, que contribuye como la de la mesa del sur, a surtir la zona fundamental y las zonas del norte, de frutos semitropicales, y que produce plantas de grande industria como el tabaco; y una zona de maderas preciosas y productos plenamente tropicales, como caoba, palo de tinte, etcétera, entre los primeros, y como hule y vainilla, entre los segundos. Hay, ocupando las zonas alta y media de los planos referidos, una zona de caídas de agua que corre en el sentido de las cordilleras y que ha formado en la del Oriente el centro fabril de Orizaba, y en la del Occidente el centro fabril de Jua-nacatlán. Hay, por último, en Yucatán, una zona especialísima, por ser casi única en el mundo, que es la productora de henequén. Ninguna de las zonas de los planos de descenso de las costas es de una manera general, a propósito para la ganadería; en esas zonas abundan por de-más, los animales dañinos. Las cordilleras con sus estribaciones forman sobre la República una red de mallas tanto menos apretadas cuanto más se sube de la región ístmica hacia el norte, y los hilos de esa red, o sea las sierras y montañas que la componen, ofrecen, por una parte, importantes vetas de metales preciosos, sobre las que se han formado rosarios de minerales en actividad y, por otra, numerosas variedades de maderas de construcción que son objeto de grandes explotaciones. Ventajas e inconvenientes de la especial colocación de la zona fundamen-tal de los cereales. La especial colocación de la zona fundamental de los cereales en el centro del territorio nacional y la mayor altura de ese territorio presenta una serie de inapreciables ventajas, y una serie de graves inconvenientes. Desde luego, como productora de cereales, su posición hace que la derrama de los cereales a las demás zonas se haga con fletes de bajada. Como productora de población, por la ra-zón misma de ser productora de cereales, su posición también facilita la derrama de habitantes con el esfuerzo reducido del descenso. Éstas son notorias ventajas. Los inconvenientes consisten en que todos los artículos extranjeros y muy especialmente los implementos y abonos indispensables para toda producción agrícola de cereales, si vienen por los mares, tienen que pagar los fletes de las rápidas subidas, y si vienen por el norte tienen que pagar los altos fletes de las largas distancias. Estos son incuestionables inconvenientes. Ventajas propias de las demás

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zonas que componen el país. En lo que respecta a la colocación de las demás zonas, las agrícolas productoras de cereales sirven de centros complementarios de población y ligan la población lejana a la de la zona fundamental. La zona ganadera cuenta en la actualidad con los dos grandes ferrocarriles del norte que llegan a dicha zona, y reparten con los demás toda la producción ganadera dentro del país y le abren los mercados del norte con fletes de descenso. La zona de las indus-trias de fuego cuenta con la indiscutible ventaja de la proximidad de los Estados Unidos y con los dos grandes ferrocarriles mencionados, tanto para su provisión de maquinaria en aquella nación, cuanto para la repartición de sus productos dentro de la República. La zona de las materias primas de grande industria cuenta con su comunicación para los Estados Unidos con fletes de descenso y con su proximidad a la zona fundamental y a las vías de derrama de ésta, sobre las zonas de las industrias de agua. La zona de los azúcares y las zonas de los frutos semitropicales cuentan con su proximidad a la zona de los cereales y con el consumo de ella. Las zonas medias del café, del tabaco, etcétera, cuentan con la proximidad de la zona fundamental de los cereales para su consumo, preparación y repartición, y con la exportación en fletes de bajada. La zona de los productos plenamente tropicales cuenta con su situación litoral para la inmediata exportación. Las zonas de las caídas de agua cuentan con su proximidad a los mares para el aportamiento de materias primas y con su proximidad a la zona fundamental para el consumo y repartición de los artículos que en ellas se fabriquen. La zona del henequén cuenta con la situación geográfica de la península de Yucatán y con la condición peninsular de ella para la exportación y segura venta de sus productos.

Cada una de las zonas a que se refieren los párrafos anteriores ofrece a la actividad humana variados elementos de producción económica que han venido determinando y determinan aún la for-mación de centros más o menos importantes de población. Estos, como es consiguiente, una vez establecidos, sirven de puntos de atracción, se convierten en núcleos de concentración de las unida-des pobladoras y, en conjunto, hacen de una región neutra y hasta de una región dispersadora, una región acumuladora de población.

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Esto varía mucho las condiciones naturales de la repartición de la población en todo el territorio nacional; pero como en las regiones neutras y dispersadoras de la población las resistencias ambientes por su fuerza y por su continuidad acaban por impo-nerse, los centros de población en ellas formados, por mucho que crezcan, no podrán dejar de guardar cierta relación de inferiori-dad con las regiones productoras de la población, supuesto que las unidades de que aquellos se forman y con las cuales crecen, tienen que proceder de dichas regiones productoras en rigurosa propor-ción a la intensidad productora de éstas. De modo que a pesar de las modificaciones que los propios centros puedan producir en la distribución general de la población, ésta tenderá siempre a guar-dar las condiciones de la distribución natural.

Las condiciones que la naturaleza geográfica impone a la po-blación se traducen, como es forzoso, en condiciones económicas correlativas y la necesaria variedad de éstas determina las corrien-tes de distribución.

La cuestión de las corrientes de distribución de la población

Lo que económicamente produce en todos los pueblos de la tierra la estabilidad o emigración de las unidades que la población com-ponen, es siempre el estado que en ellos guardan las condiciones fundamentales de la alimentación, de las que se derivan las del jornal o precio del trabajo.

La alimentación en la zona fundamental

El trigo, el maíz, el frijol, el chile y el pulque tienen que ser en esa zona mejores que fuera de ella, porque dicha zona es para ellos la zona de su producción natural; y tienen que ser en la misma zona más baratos que fuera de ella, porque en ella se producen en cantidades que normalmente exceden a las del consumo local o

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inmediato. La población extranjera y criolla que consume trigo y que hemos estimado en menos de un quince por ciento de la po-blación total, encuentra en la zona fundamental, el trigo mejor y más barato; la población criolla, mestiza o indígena que consume maíz y que en conjunto hemos estimado en más de un ochenta y cinco por ciento de la población total, encuentra en la zona funda-mental, el maíz, el frijol, el chile y el pulque, mejores y más baratos también; natural es, por consiguiente, que en la expresada zona la población se encuentre en condiciones más favorables que en el resto del territorio. Esto, que es una verdad general, lo es particu-larmente tratándose de la población que vive a jornal o salario y que consume principalmente maíz.

El jornal o salario en la zona fundamental

El jornal o salario se entiende en términos generales porque ya tendremos ocasión de hacer muchas distinciones, tiene que ser siempre en la zona fundamental relativamente cómodo. El salario o jornal en todas partes del mundo tiene como límite inferior, el valor de lo que indispensablemente necesita un hombre para no morir de hambre, y como límite superior, el valor de lo que exi-ge la oferta como compensación del trabajo; dentro de esos dos límites extremos, la función de la demanda determina el salario o jornal corriente. En la zona fundamental, el valor de lo que indis-pensablemente necesita un hombre para vivir tiene que ser deter-minado por el valor del maíz y de los demás artículos que le son complementarios, puesto que de ese grano y de estos artículos, forzosamente tendrá que alimentarse, y muy especialmente por el valor del maíz, que constituye la materia principal de su alimenta-ción. Siendo así, como es efectivamente, supuesto que en la zona fundamental se produce maíz en mayor cantidad, de mejor cali-dad, y a menor precio, que fuera de dicha zona, y supuesto que se producen también como en su oportunidad dijimos, los artículos complementarios en mayor cantidad, de mejor calidad, y a precios

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más baratos que fuera de la zona misma, es claro que el valor en conjunto de lo que un hombre indispensablemente necesita para vivir dentro de la propia zona, tiene que ser inferior al valor de lo que en igualdad de circunstancias necesita fuera de ella. El lími-te inferior, pues, representa un valor que en ningún caso podrá ser menor en el resto del territorio. El límite superior siempre se mantendrá alto, aunque también en condiciones de inferioridad con respecto a igual límite de jornal o salario fuera de la zona fundamental. Decimos que se mantendrá siempre alto porque fue-ra de la zona fundamental el territorio está poblado de numero-sos centros mineros, fabriles y agrícolas de producción tropical, y esos centros necesitando población de trabajo que en ellos no se podrá desarrollar por sí misma, la llamarán de aquella zona con ofrecimientos de buen salario o jornal, y eso presentará siempre a los trabajadores de dicha zona, la oportunidad de salir en busca de mejor condición, de modo que los trabajadores no abundarán adentro y, por consecuencia, la función de la demanda no logrará bajar mucho el valor de la oferta. Ahora bien, fuera de los casos patológicos de que hablaremos en su oportunidad, los cuales de-terminarán siempre periódicos reflujos de la población jornalera, la buena condición relativa del jornal o salario en el interior de la zona fundamental no producirá jamás un movimiento inverso de la población, es decir, de afuera hacia adentro, por dos razones: es la primera, la de que en los centros situados fuera de la zona fundamental, la población no logrará nunca un gran desarrollo, porque ella no se multiplicará de un modo natural y no crecerá por agregación, a virtud de que el crecimiento por agregación sólo podrá hacerse como consecuencia de un salario o jornal de ciertas condiciones de persistencia que no podrán presentarse jamás, por-que en cuanto llegara a pasar de cierta altura, la concurrencia lo haría bajar muy pronto hasta más allá de su límite inferior, lo que produciría inevitablemente la dispersión de la población agrega-da, de modo que en los expresados centros, cualquiera que sea la importancia que aleguen a alcanzar en lo futuro, no existirá más población de trabajo que la que ellos indispensablemente necesi-

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ten; y es la segunda, la de que la salida de unidades trabajadoras de la zona fundamental se traducirá siempre en una diminución de la concurrencia, ésta en una alza de jornal o salario, ésta a su vez en una mejoría de la condición de las unidades que se queden, y esta última en un aumento de la población trabajadora total fija en dicha zona, que reemplazará con unidades nuevas las unidades salidas, de modo que dentro de la misma zona, la población traba-jadora que ella pueda tener de un modo normal, en virtud de las condiciones que guarde, se mantendrá de un modo permanente. Fuera de la zona de los cereales las cosas son distintas.

La alimentación fuera de la zona fundamental

Aunque desde las regiones que si no producen todos los artículos esenciales de la alimentación nacional sí son productores de ce-reales, hasta las regiones fatalmente dispersadoras de la población, caben muchos grados, y la producción y el consumo de dichos artículos ofrece toda una escala de matices. De un modo general puede decirse que fuera de la zona fundamental y en sus relaciones con ésta, todas las regiones están en cierta identidad de circuns-tancias. Por lo mismo, consideremos en conjunto la alimentación fuera de la expresada zona.

Fuera de la zona de los cereales, como dijimos en su lugar, el trigo apenas se produce por el clima: el maíz, por el clima también, se produce de mala calidad alimenticia y en cantidad insuficiente para el consumo local, porque en virtud de su fácil descomposi-ción, su producción tiene que estar sujeta al consumo inmediato; el frijol se produce en las mismas condiciones que el maíz; el chile se produce mal; y el maguey no da pulque. Por tanto, el poco pan que las clases trabajadoras puedan consumir tienen que pagarlo caro porque tiene que hacerse con trigo de la zona fundamental o con trigo extranjero; el maíz tendrán que consumirlo, pagando sobre el valor del maíz local, el valor del maíz complementario traído de la zona fundamental y recargado necesariamente con

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los fletes y con los aprovechamientos de los proveedores, tendrán que consumir el frijol y el chile en condiciones semejantes a las del maíz; y carecerán del pulque, no pudiendo sustituirlo con la cerveza que es más cara, sino con el aguardiente que es nocivo y que tendrá que contribuir a perjudicar la multiplicación de las unidades que lo tomen.

El jornal o salario fuera de la zona fundamental

Respecto del jornal o salario puede decirse lo mismo que de la alimentación, en cuanto a la relativa identidad de circunstancias en que se encuentra fuera de la zona fundamental.

A consecuencia principalmente del alto valor del maíz fuera de la zona fundamental, el valor de lo que indispensablemente nece-sita un hombre para no morir de hambre tendrá que ser superior a lo que en igualdad de circunstancias necesite un hombre dentro de dicha zona. El límite superior, por otro lado, no podrá mante-nerse a grande altura, porque como ya dijimos, desde que llegue a cierto grado de elevación, comenzará a atraer jornaleros de la zona fundamental, y la concurrencia de éstos lo hará descender pronto. Por consiguiente, la distancia entre los dos extremos del jornal siempre será mayor dentro de la zona fundamental de los cereales que fuera de ella y, por lo mismo, fuera de ella, la función de la demanda siempre tendrá que hacerse sentir con más intensidad.

La circunstancia de que fuera de la zona de los cereales el jornal está influido tan poderosamente por los principales productos de la zona fundamental, dificulta inmensamente el establecimiento de toda empresa, la fundación de todo centro poblado. Una empresa nueva fuera de la zona de los cereales siempre encontrará esta inmensa dificultad: la falta de brazos. No quiere esto decir, en términos generales, que la República no los tenga; los puede tener casi siempre en la zona fundamen-tal, sino que la empresa para tenerlos, necesita llamarlos, y para que acudan al llamado serán siempre necesarias dos condicio-

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nes; es la primera, el alto jornal que supone el hecho sólo de estar el trabajo fuera de aquella zona, y es la segunda, la per-manencia, la fijeza de ese jornal por cierto tiempo. No creemos que se haya olvidado ya el caso de los cosecheros de algodón de Durango: “nos faltan brazos —decían—, a pesar de que ofrece-mos alto jornal”. Analicemos el caso. Durango está fuera de la zona de los cereales y los lugares en que se cultiva el algodón no mantienen por sí mismos la población trabajadora: para mante-ner ésta hay que llevar artículos de alimentación y, sobre todo, maíz de la zona fundamental y el valor de esos artículos —en-tonces muy caros— y los gastos de translación recargan fuer-temente la vida; el límite inferior del jornal tiene que ser alto y esto explica la mitad del hecho de que los cosecheros ofrecie-ran buen jornal. De seguro que si había algodón que cosechar, hubo algodón que sembrar, lo cual supone que hubo siembras y éstas suponen a su vez que hubo trabajadores que sembraron, y si los hubo ¿dónde estaban cuando llegaron las cosechas? Es claro que no teniendo trabajo y no ofreciendo el lugar medios de subsistencia incompleta que permitieran a los trabajadores esperar hasta las cosechas, se dispersaron, y al volver las cose-chas, los cosecheros se vieron en el caso de elevar su demanda hasta vencer la resistencia de los trabajadores de la zona de los cereales a ir; esto explica la otra mitad del hecho de que ofre-cieran alto jornal. Pero, aún suponiendo el jornal ya tentador, hasta el punto de que los cosecheros dijeran, como dijeron, que ese jornal era tan alto que sólo la pereza incurable de nuestros jornaleros impedía que acudieran en masa a gozarlo, es claro que dichos jornaleros comprendieron bien, por instinto, que un salario ofrecido alto por excepción, en un lugar distante de la zona de los cereales, en época de maíz caro, y por sólo la época de las cosechas, era un jornal engañoso. De haber aceptado, el costo de la vida en el lugar habría consumido casi todo el valor de sus jornales y el exceso no habría sido bastante para cubrir los gastos de ida y vuelta de su persona y de su familia, o sus gastos propios de ida y vuelta y los gastos de su familia en el

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lugar de su residencia. Por eso no fueron. Ahora, cuando el salario se hace subir como en las minas, en los ferrocarriles, en las empresas como Necaxa, etcétera, hasta hacer costeables los gastos de ida y vuelta, y los probables perjuicios de un cambio aventurado de situación, el jornalero comprende asimismo, por instinto también, que ese jornal es y tiene que ser transitorio, y entonces, siguiendo los impulsos de su eterna sed de satisfac-ciones, se apresura a gozarlo como una lotería, dando ocasión a que los criollos nuevos le atribuyan como congénito el vicio del despilfarro.

Acerca de este particular, no creemos ocioso mostrar a nues-tros lectores cuánto desconocen los criollos las condiciones de nuestras clases humildes. La sola consideración de que los jornale-ros, sean mestizos o indígenas, son producto de familias que han padecido bajo todas las formas de opresión, hambre, sed y miseria durante siglos, explica suficientemente que el día en que por vir-tud de circunstancias especiales son retribuidos con jornales rela-tivamente altos, gasten sin discreción el exceso que esos jornales les dan sobre el costo indispensable de su vida y más cuando ese exceso tiene el carácter de transitorio.

Flujo y reflujo de la población

Ahora bien, las oscilaciones de la variada y desigual producción en todo el país de los artículos sustanciales de la alimentación gene-ral, y muy especialmente las de la producción del maíz, producen infinitas oscilaciones en el jornal o salario cuyas diversidades son infinitas también, y ello determina el flujo de la población de la zona fundamental hacia afuera, o el reflujo de esa misma pobla-ción de afuera hacia adentro, determinando las varias corrientes que la reparten por todo el territorio.

El flujo y reflujo de la población, como es lógico, debe ser libertado de toda traba; él significa nada menos que el trabajo de acomodamiento, el trabajo de adaptación de la población al suelo en que está obligada a vivir. Es preciso, por tanto, evitar

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que circunstancias artificiales y morbosas, dificultando el mo-vimiento libre y espontáneo de las unidades que esa población compone, dificulten los movimientos de la masa total con grave perjuicio del destino de ésta. Por supuesto que en el conjunto de esa masa, las unidades de las clases media y altas tienen gran facilidad de movimiento, y sus movimientos no encuentran sino débiles resistencias; pero las clases bajas, y muy especial-mente los grupos que trabajan a salario o jornal, o bien están sujetos al suelo por una verdadera servidumbre, o son atados a él por las mil mallas de las redes legales en que los envuelven diestros individuos de las otras clases. Los peones acasillados en las haciendas están ligados a éstas como demostramos al es-tudiar el problema de la propiedad, por las deudas hereditarias, por las deudas de anticipos de jornal arteramente ofrecidos o por engañosos fraudes de generosidad, de filantropía y de ca-ridad. Los trabajadores que caen en las redes de los enganches y de los contratos de trabajo son reducidos a una servidumbre peor, porque siquiera los peones acasillados están en lugares en que la naturaleza les es propicia, en tanto que los enganchados son llevados a lugares donde espontáneamente nadie va, y son obligados a permanecer indefinidamente en esos lugares por la fuerza misma de las autoridades constituidas para garantizar las libertades humanas. Es necesario pues, para remediar esos males, dictar tres series de medidas: es la primera, la de las que prohíban en los contratos del trabajo a salario o jornal, la transmisión hereditaria de las deudas, los contratos de salario o jornal por más de un mes de plazo, los anticipos de jornal o salario, las tiendas de raya y los demás escamoteos del salario o jornal cualquiera que sea su título, castigando con severas pe-nas a los infractores de las disposiciones relativas; es la segunda, la de las que impidan la translación y permanencia forzadas de los trabajadores por los contratos de enganche, castigando tam-bién con severas penas a los infractores; y es la tercera, la de las que tengan por objeto igualar en lo posible las condiciones de estado civil de los trabajadores en toda la República.

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Construcción social de nuestra población. Apunte científico sobre

la construcción social de los pueblos

Las agrupaciones humanas, como más adelante veremos, se for-man por la dilatación y enlace de las familias, de modo que del tronco que pueden formar un hombre y una mujer, en su unión sexual, se puede derivar todo un pueblo, por más numerosas que sus unidades puedan llegar a ser y por más adelantado que sea el estado evolutivo que en conjunto logre alcanzar. Todas las uni-dades de dichas agrupaciones van quedando unidas por los lazos familiares que se alargan y extienden del modo que también más adelante diremos, y esos lazos, como ya indicamos en otra parte, determinan lo que se llama la cohesión social, fuerza que da al conjunto de las mismas unidades, una composición en todo idén-tica a la composición molecular de los cuerpos físicos.

Dadas las relaciones que subordinan las agrupaciones huma-nas al suelo en que viven, relaciones que ya hemos fijado con toda precisión en otra parte, la naturaleza geográfica de ese suelo y los variados accidentes de él, ejerciendo una función ya favorable, ya contraria a la dilatación natural de dichas agrupaciones, deter-minan una gran soltura o un acortamiento riguroso de los lazos referidos y, por lo mismo, una dispersión o una integración del conjunto social de las unidades agregadas. Así, en los territorios de amplia extensión y gran llanura, los compuestos sociales se disgregan y dividen en tribus numerosas cuya mutua presión no produce otro efecto que su desalojamiento continuo, como su-cedió en las épocas precolombinas en la región que hoy ocupan los Estados Unidos y como en África sucede todavía. En cambio, en los territorios estrechos o muy quebrados, los compuestos so-ciales por virtud de su mutua presión continua se integran muy fuertemente en sí mismos, y se compenetran o se sobreponen los unos a los otros, formando compuestos de progresiva com-plexidad, como ha pasado en la región europea tan abundante en penínsulas y en valles cortados, y como ha pasado también

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en la región de nuestro país. Ahora bien, la composición de cada agregado da a su conjunto una individualidad parecida a la de los cuerpos físicos, y en los choques de unos agregados con otros, los más fuertes rompen, fragmentan y hacen perder su individualidad a los más débiles, que son los que están menos integrados. En uno de los apuntes científicos que pusimos al principio de esta obra dijimos lo siguiente:

La ficción que por semejanza a la colocación de las capas geológicas permite considerar los compuestos sociales como divididos en capas su-perpuestas las unas a las otras, según la función que algunas unidades desempeñan y que se diferencian de las desempeñadas por otras, nos permite también comprender, que en el choque de un grupo, digamos ya de un pueblo con otro, o los dos se exterminan —la exterminación consistiría en perder la individualidad colectiva— o uno extermina al otro, o los dos se compenetran íntegramente o mezclando sus girones, haciendo su compenetración o su mezcla, en circunstancias diversas de colocación y en capas distintas, según las facilidades y resistencias por uno y por otro encontradas y opuestas, llevando cada pueblo o girón de él, su coeficiente propio de cohesión social y, por lo mismo, de densidad en conjunto. La misma armonía a que antes nos referimos, sin perjui-cio de las luchas que se provocan y se mantienen de pueblo a pueblo de los compenetrados, o de girón a girón, o entre cada uno de éstos y el cuerpo social general, hace nacer y establece ciertas relaciones de mutua dependencia que permiten la vida del todo. Nuevas condiciones de expansión en otros pueblos producen nuevas invasiones; y la mezcla de nuevos pueblos o de nuevos girones de pueblos distintos aumenta la complejidad de los elementos componentes del resultante total. Ahora bien, en éste, la mezcla de elementos distintos produce necesariamente diferentes condiciones de colocación y sobre todo de integración.

Lo anterior basta para explicar la especial construcción que todos los pueblos ofrecen, pero para no dejar un solo punto pendiente sobre este particular, añadiremos, que aún perdida la integridad colectiva de un grupo social, es decir, disuelta la colectividad en sus unidades componentes, éstas no se confunden con las otras, desde luego, como en el campo físico, la mezcla de dos cuerpos

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sólidos pulverizados no determina la combinación de ellos. La combinación en el campo físico es obra de una acomodación atómica o molecular que requiere cierta correlación de forma en-tre los átomos o las moléculas componentes de las materias que se combinan; en el campo sociológico, la confusión de unidades sociales tiene que ser obra de una acomodación que requiere una cierta correlación en la modelación social de las unidades que se confunden. Esa modelación depende de las condiciones de su anterior estado. Así como en el campo físico la agrupa-ción de masas esféricas suficientemente integradas para conservar su estado sólido o independiente, pero suficientemente blandas para cambiar de forma por virtud de las fuerzas que sobre ellas actúan, se deforman más o menos por la presión que ejercen las unas sobre las otras, cuando una misma presión exterior las congrega y las oprime en conjunto, cambiando por su mutua presión su forma esférica por una forma esférica especial cuyas características dependen de la intensidad y demás circunstancias de la misma presión mutua, así las unidades humanas sociológi-cas adquieren una cierta forma de acomodación que les es propia, y que refleja el estado de asociación que las ha congregado; y así como al separar las masas físicas antes esféricas y después édricas de su estado de agregación, conservan la última forma hasta que nuevas presiones les dan otra distinta, así también las unida-des humanas sociológicas separadas de su agregación precedente conservan su modelación cohesiva, hasta que las presiones dila-tadas de una nueva acomodación les imprimen una modelación diferente. De lo cual resulta que aun disgregados los compuestos sociales distintos, que por cualquiera circunstancia coexisten en un mismo lugar, las unidades no se confunden, sino hasta que todas han llegado a tener, por efecto de una presión igualmente ejercida sobre ellas en todos sentidos, una modelación idénti-ca. En las concreciones de estados primitivos, sólo se llega a esa igualdad de modelación sociológica por una convivencia muy larga bajo un mismo gobierno coercitivo; en los estados de muy avanzada evolución, por la igualdad ante la ley.

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Estudio de nuestra población desde el punto de vista de su construcción social

En nuestro país, las tribus indígenas desligadas y sueltas por razón del extenso territorio de que provenían, pero de tal modo próxi-mas por sus condiciones de formación, de carácter y de desarrollo evolutivo, que han podido ser consideradas como un solo y mismo elemento de raza, comenzaban apenas a integrarse en las regio-nes ístmicas y quebradas de nuestro territorio cuando sufrieron el choque de los grupos españoles mucho más integrados y cons-tituidos en un elemento social sólido y fuerte; la compenetración mutua, resultante del choque de esos dos elementos, produjo un cierto estado de composición, una construcción especial, que duró tres siglos, durante los cuales las mutuas presiones y las circuns-tancias de descomposición que su estado conjunto presentaba die-ron lugar a la formación de dos elementos intermedios: el criollo y el mestizo, los cuales se formaron, no sin quebrantar la integri-dad de uno de los primitivos, que fue el español; por virtud de la dislocación que produjo la disolución del elemento español se hizo la Independencia, vinieron numerosas unidades de elementos extraños, y éstas unidas por lazos de origen, o integradas por vir-tud de la colocación que encontraron al transformarse en nativas del país, vinieron a formar un nuevo elemento: el de los criollos nuevos; la continua llegada de unidades extranjeras, que antes de transformarse en criollos nuevos conservan su unión y han logrado encontrar una favorable colocación en conjunto, tiene que hacer de esas unidades un elemento especial, bien diferenciado de los otros; y por último, en este mismo elemento extranjero, ha veni-do a formar casi un elemento nuevo, el grupo de los norteame-ricanos, que son relativamente muy numerosos, están unidos por una estrecha solidaridad y se mantienen tan aparte de los demás que no forman grupo criollo porque no se transforman como los demás grupos extranjeros. Todo esto ha determinado la especial construcción sociológica del país, cuya estratificación, teniendo en cuenta los grupos y subgrupos de que cada elemento se compo-

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ne, es verdaderamente extraordinaria. No hay para que decir que cada estrato o capa es en realidad una verdadera casta, sin que esto signifique que hay entre unas y otras una separación absoluta. La forma republicana de gobierno, como en otra parte afirmamos, ha contribuido en mucho a atenuar las diferencias y a confundir los límites que las separan entre sí.

Colocación estratigráfica del elemento extranjero

y de los grupos que lo componen

El elemento de raza colocado más arriba, la casta superior, es en realidad, ahora, el elemento extranjero no transformado aún, y dentro de ese elemento, dividido como está en sus dos grupos: el norteamericano y el europeo, está colocado como superior el norteamericano. Dejamos para cuando tratemos del problema político, el ocuparnos en señalar con todo detalle las razones, ventajas o inconvenientes de que así sea; por ahora, nos limita-mos a hacer constar el hecho de que el elemento extranjero tiene entre nosotros el carácter de huésped invitado, rogado y recibido como quien da favor y por su parte no lo recibe. De allí que nos esforcemos en hacerle grata su visita con la esperanza, por una parte, de los provechos que de esa visita nos resulten y, por otra, de que esa misma visita dé por final resultado la definitiva incor-poración del huésped a nuestra familia nacional. Todo esto, que es general, tratándose del elemento extranjero se acentúa mucho tratándose del grupo norteamericano, en virtud de la circuns-tancia especial de ser nuestro vecino su país, de ser éste fuerte y poderoso, y de estar nosotros en el caso de evitar rozamientos y dificultades con él. No nos parece mal que así sea, pero es así, y nos basta para comprobarlo señalar el hecho público y notorio de que nuestras leyes interiores no alcanzan a producir para no-sotros mismos los beneficios que producen para los norteameri-canos, en primer lugar, y para los europeos, en seguida. De ello resulta, como dijimos antes, que el elemento privilegiado sea el

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342 • el problema de la población

extranjero y que dentro de éste, el grupo privilegiado sea el de procedencia norteamericana.

Colocación estratigráfica del elemento criollo y de los grupos que lo componen

Después, o mejor dicho, debajo del elemento extranjero se en-cuentra el elemento criollo, dividido por el orden de colocación de los grupos, de arriba a abajo, en el grupo de los criollos nuevos, en el grupo de los criollos señores y en el grupo de los criollos clero; el grupo de los criollos señores está dividido siguiendo el mismo orden en el subgrupo de los criollos políticos o moderados, y en el subgrupo de los criollos conservadores.

Los criollos nuevos o liberales, por los méritos de haber traído al elemento extranjero y por sus estrechas relaciones con éste, los criollos políticos o moderados por su superioridad intelectual sobre los demás grupos criollos de sangre española, los criollos conser-vadores por la influencia de sus grandes fortunas vinculadas en la gran propiedad, y los criollos clero, por su influencia religiosa, son en nuestro país menos que los extranjeros, pero mucho más que los mestizos. Si nuestras leyes interiores no alcanzan a producir en igual grado para ellos los beneficios que para los extranjeros pro-ducen, cuando menos escapan en mayor grado a las cargas de esas mismas leyes, que los demás elementos nacionales. No señalamos antes la división de los criollos clero entre el subgrupo de los dig-natarios y el subgrupo de los reaccionarios, porque estos últimos son ya una cantidad descuidable.

Colocación estratigráfica del elemento mestizo y de los grupos que lo componen

Inmediatamente debajo del grupo de los criollos clero se encuentra el elemento mestizo, dividido ahora, según el orden que venimos siguiendo, en el grupo director, parte del que antes era el revo-lucionario; en el grupo de los profesionistas; en el grupo de los

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empleados; en el grupo del ejército, parte restante del que antes era el revolucionario: en el grupo nuevamente formado de los obreros superiores; en el grupo de los pequeños propietarios individuales, y de los rancheros.

El grupo director compuesto de los funcionarios y jefes del ejército, es el grupo sucesor del benemérito grupo autor del Plan de Ayutla, de la Constitución y de la Segunda Independencia, fue el inaugurador del periodo integral con el Plan de Tuxtepec, y es ahora el sostenedor de la paz porfiriana. Ese grupo estima el or-den de cosas actual como obra suya, profesa verdadera devoción a las leyes fundamentales que ese orden de cosas rigen, y está plena-mente sometido a esas leyes, más que por los capítulos de sanción que las hacen obligatorias, por la disciplina de su propia conciencia patriótica y moral que lo induce a procurar la formación definitiva de la patria mexicana, ideal por el que han venido luchando los mestizos todos, desde la dominación española. Pero la completa subordinación del grupo director mestizo a las leyes patrias, coloca a ese grupo en condiciones de inferioridad con respecto al de los extranjeros y al de los criollos, que, como ya dijimos, o reciben plenamente los beneficios de dichas leyes o escapan a las cargas de ellas; los mestizos del grupo director apenas gozan de aquellos beneficios y soportan todas estas cargas, sin sentimiento de dolor y sin protestas de rebeldía.

El grupo de los profesionistas es el grupo sucesor de uno de los formados por los mestizos amparados por la Iglesia durante la época colonial, y separados de ella a raíz de la Independencia; es el grupo sucesor del mestizo educado por los institutos. El grupo de los pro-fesionistas, si no de la misma cultura general que el elemento extran-jero y que el de los criollos, es de gran fuerza intelectual y ejerce una influencia poderosa sobre los demás grupos del elemento mestizo y sobre el elemento indígena. Está igualmente sometido a las leyes, reconoce y acata plenamente la autoridad del grupo director.

El grupo de los empleados es el sucesor del otro grupo mesti-zo separado de la Iglesia a raíz de la Independencia nacional. Las unidades de ese nuevo grupo han sido menos favorecidas por los

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esfuerzos de instrucción pública hechos por los gobiernos criollos en el periodo de la desintegración, o sea en el anterior al Plan de Ayutla, que las del grupo de los profesionistas, son de aptitudes considerablemente inferiores a las de ese grupo. Dichas unidades, es decir, las del grupo de los empleados, han encontrado en los pre-supuestos un campo de vida y de acción que les ha permitido existir y prosperar. Los empleados, profundamente adictos al grupo direc-tor, y profundamente devotos a la enseñanza del grupo profesionista guardan, por su parte, con ambos, la solidaridad del elemento en conjunto, pero exigiendo con toda la fuerza de la energía de su sangre, el goce del presupuesto, no a título de los trabajos que en la administración pública pueden prestar, sino a título de derecho propio y de derecho indiscutible.

De allí las condiciones económicas artificiales con que se re-gulan las partidas de sueldos en los presupuestos referidos. Nos explicaremos mejor. La más exacta observación que hemos encon-trado en el libro del señor Peust (La defensa nacional de México) es la siguiente:

De la raza superior, hija de la española, la más sabe leer y escribir. Pero pese, sin embargo, a quien pese, quien ha tenido ocasión de conocer las capacidades intelectuales de los llamados ilustrados en una administra-ción pública, de comercio, etcétera, ha visto el hecho concreto de que ni el cinco por ciento es capaz de redactar lógica y suscintamente un informe de una sola página, siendo dudoso si el veinte por ciento sepa escribir ortográficamente sin faltas.

Agrega en seguida el señor Peust una afirmación absolutamen-te falsa, y es la de que un hombre de sentido común y energía adquiere las referidas capacidades y aptitudes en medio año. No es el señor Peust el único en pensar así; sobre error semejante se apoyan nuestros sistemas patrios de enseñanza. Nosotros he-mos tenido ocasión de comprobar por la observación rigurosa del cuerpo de profesores del Estado de México, compuesto de más de mil personas, que las deficiencias de capacidad intelectual

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y de aptitud, tan exactamente marcadas por el señor Peust, no dependen de la voluntad de los individuos en que se advierten, sino de falta de evolución cerebral en ellos. Ahora bien, al estado de evolución cerebral en que existen las capacidades y aptitudes que el señor Peust extraña, no se llega sin un largo proceso de educación de facultades que requiere el tratamiento educativo de varias generaciones. Sea de esto lo que fuere, el hecho es que se nota mucho la diferencia de aptitudes que existe entre los em-pleados públicos, en su mayor parte mestizos, y los empleados particulares, en los cuales hay muchos criollos; éstos son muy su-periores a aquéllos. Ahora bien, si las plazas de los empleados de la administración pública se proveyeran por selección de mérito, es seguro que todos los mestizos serían excluidos y las oficinas se llenarían de criollos; por otro lado, si el gobierno retribuyera a sus empleados mestizos en razón de sus aptitudes, tendría que pagarles poco, y entonces se sentirían atraídos por las oficinas particulares extranjeras y criollas, que a cambio de una dismi-nución de los sueldos que actualmente pagan, los aceptarían con sus deficiencias de capacidad y de aptitud como ha sucedido en los ferrocarriles, donde el noventa por ciento de los empleados no sabe para qué son los puntos ni las comas. De uno o de otro modo, se disgregaría el grupo de los empleados mestizos y haría falta al elemento en conjunto debilitando su fuerza. El ojo avi-sor del señor general Díaz se ha dado cuenta de ello, y por eso éste ha venido elevando progresivamente en los presupuestos las retribuciones de los empleados públicos, hasta más allá de las capacidades de ellos. Es decir, de un modo artificial el señor ge-neral Díaz ha igualado la condición de los empleados mestizos a la de los empleados extranjeros y criollos. Inútil parece decir que los empleados no sólo están sujetos a las leyes, sino también a los reglamentos burocráticos. El hecho de que haya sido necesario favorecer a aquéllos de un modo artificial demuestra, desde lue-go, que su condición natural no es ventajosa.

El grupo del ejército desprendido como el grupo director, del anterior revolucionario, está compuesto de los jefes y clases del

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ejército en general, y de los soldados de los cuerpos de carácter plenamente nacional llamados rurales; aquéllos como éstos han sido reclutados durante el presente periodo de paz. Todos ellos guardan condiciones idénticas a las de los empleados y han sido favorecidos de igual modo. Debemos considerar a las unidades del grupo del ejército como inferiores en condición a las del gru-po de los empleados, por razón de que el servicio que aquellas están obligadas a prestar es rudo y penoso, en tanto que el que tienen que prestar éstas es fácil y cómodo.

El grupo nuevamente formado de los obreros superiores es el de los empleados de ferrocarriles, que son más obreros que empleados, el de los trabajadores de cierta categoría como cons-tructores, maquinistas, electricistas, mecánicos, caldereros, ma-lacateros, maestros a talleres, etcétera, y el de los principales obreros industriales, que aunque de inferior clase que los ante-riores, sobresalen de la masa común de los obreros en general. Este grupo, es decir el de los obreros superiores, atraviesa por cir-cunstancias difíciles, en virtud de las razones que expondremos en su oportunidad.

El último grupo del elemento mestizo es el de los peque-ños propietarios individuales y de los propietarios comunales de la propiedad ranchería. Ya hemos expuesto con extensión las cir-cunstancias en que se encuentran las unidades de este grupo.

Colocación estratigráfica del elemento indígena

y de los grupos que lo componen

Sirve de base de sustentación a todos los elementos de raza de la población en la República, el elemento indígena dividido según el orden que hemos venido siguiendo, en el grupo del clero inferior, en el grupo de los soldados, en el nuevo grupo de los obreros inferiores, en el grupo de los propietarios comunales, y en el grupo de los jornaleros. El grupo del clero inferior se compone de los indígenas, que como dijimos en otra parte, vi-

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nieron a substituir a los mestizos en la Iglesia, quedando muy abajo de los criollos que componen el clero superior; hicimos entonces la observación de que el clero está formando en la actualidad su clase media con unidades españolas. Aunque a primera vista parece extraño que coloquemos a los indígenas del grupo del clero inferior, debajo del grupo de los obreros superiores, y de los rancheros, creemos tener razón al hacerlo así. Público y notorio es que fuera de las capitales y ciudades principales de la República, los sueldos que ganan las unidades indígenas del clero son muy pequeños. Conocemos curas que ganan sesenta o setenta pesos mensuales y la mayor parte de los vicarios en los curatos ganan de veinticinco a cuarenta. Los obreros superiores ganan de dos a ocho pesos diarios, poco más o menos. Los rancheros obtienen al año utilidades no iguales a las de los obreros superiores, pero sí superiores a las del clero inferior. El grupo de los soldados se compone de los soldados propiamente dichos. Esos soldados ganan sueldos superiores a los salarios de la industria y a los jornales del campo. Debajo del grupo de los soldados sigue el de los obreros propiamente dichos, u obreros inferiores. Éstos, asalariados por la industria, guardan en los presentes momentos condiciones angustiosas, como veremos más adelante. Después del grupo de los obre-ros sigue el de los propietarios comunales, del que mucho he-mos dicho ya, y acerca del cual sólo agregaremos ahora, que se compone de unidades a la vez propietarias y trabajadoras; el indígena propietario comunal, en efecto, no ocupa jornaleros, sino que hace todos sus trabajos personalmente. Por último, se encuentra el grupo de los jornaleros, o sea el de los trabajadores a jornal de los campos.

Resumiendo lo anterior, se ve con claridad que nuestra masa social presenta una estratificación en la que se pueden distinguir las siguientes capas:

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Extranjeros• Norteamericanos• Europeos

Criollos

• Criollos nuevos• Criollos moderados• Criollo conservadores• Criollos clero

Mestizos

• Mestizos directores• Mestizos profesionistas• Mestizos empleados• Mestizos ejército• Mestizos obreros superiores• Mestizos pequeños propietarios y rancheros

Indígenas

• Indígenas clero inferior• Indígenas soldados• Indígenas obreros inferiores• Indígenas propietarios comunales• Indígenas jornaleros

Aunque las clasificaciones en clases altas, medias y bajas; privi-legiadas, medias y trabajadoras, son relativas y no establecen líneas precisas de separación, nos pueden servir en el caso para expresar nuestras ideas. Tenemos por evidente que de las capas sociales enu-meradas antes son clases altas, las de la clase de los mestizos obreros para arriba, más la de los indígenas clero inferior; media, sólo la de los mestizos pequeños propietarios y rancheros; y bajas las demás. De todas, sólo la de los mestizos rancheros, la de los mestizos obreros superiores, la de los indígenas obreros inferiores, la de los indígenas propietarios comunales y la de los indígenas jornaleros son clases trabajadoras; de modo que cinco clases bajas trabajadoras, de las cuales tres son indígenas, soportan el peso colosal de doce clases superiores o privilegiadas.

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Clases altas o privilegiadas

Extranjeros• Norteamericanos• Europeos

Criollos

• Criollos nuevos• Criollos moderados• Criollo conservadores• Criollos clero

Mestizos

• Mestizos directores• Mestizos profesionistas• Mestizos empleados• Mestizos ejército• Mestizos obreros superiores• Mestizos pequeños propieta-

rios y rancheros

Indígenas • Indígenas clero inferior

Clases medias Mestizos• Mestizos pequeños propieta-

rios y rancheros

Clases bajas Indígenas

• Indígenas soldados• Indígenas obreros inferiores• Indígenas propietarios co-

munales• Indígenas jornaleros

Ahora, si las clases trabajadoras que soportan el peso de las privilegiadas fueran robustas y poderosas; si entre ellas y las pri-vilegiadas hubiera clases medias, propiamente dichas, que contri-buyeran a soportar el peso de las privilegiadas, el equilibrio sería posible; pero no existen en nuestro país las clases medias propia-

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mente dichas, es decir, clases medias propietarias, pues los mestizos directores, profesionistas, empleados y ejército, no son en suma, sino clases que viven de las trabajadoras y, por lo mismo, privilegiadas también. Los mestizos rancheros son los únicos que pudieran lla-marse clase media, aunque son en realidad, una clase baja trabaja-dora. Clases medias propiamente dichas, no existirán hasta que la división de las haciendas ponga un grupo numeroso de mestizos pequeños propietarios, entre los extranjeros y criollos capitalistas, y los rancheros e indígenas de las clases bajas. Por ahora, nuestro cuerpo social es un cuerpo desproporcionado y contrahecho; del tórax hacia arriba es un gigante, del tórax hacia abajo es un niño. El peso de la parte de arriba es tal que el cuerpo en conjunto se sostiene difícilmente. Más aún, está en peligro de caer. Sus pies se debilitan día por día. En efecto, las clases bajas día por día empeo-ran de condición y, en la última, en la de los indígenas jornaleros, la dispersión ha comenzado ya.

La construcción social expresada antes se traduce como es consiguiente, en efectos económicos que procuraremos brevemen-te señalar.

Primera consecuencia de nuestra construcción social: el acaparamiento

de la riqueza nacional en muy pocas manos

De un modo general, podemos decir que el grupo norteamericano es esencialmente capitalista, aunque tiene grandes intereses en el campo industrial, muy especialmente en el minero, y tiene muchas unidades en el grupo de los obreros superiores; el grupo extranjero de procedencia europea es también esencialmente capitalista, aun-que tiene también grandes intereses en el campo industrial, muy especialmente en el fabril; el grupo nacional de los criollos nuevos o liberales es esencialmente industrial, aunque tiene grandes intereses en capital y en propiedades, siendo muchas de éstas propiedades raí-ces, en la forma de gran propiedad, o sea en la forma de haciendas;

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el grupo de los criollos moderados es un grupo intelectual ramifica-do en el grupo norteamericano, en el extranjero europeo y en el de los criollos nuevos que le preceden, y en el grupo de los criollos con-servadores y en el de los mestizos directores que le siguen, compar-tiendo las condiciones de todos esos grupos; el grupo de los criollos conservadores es gran propietario, dividiendo con los criollos nuevos y con los criollos clero la gran propiedad de la República; y el grupo de los criollos clero es también, a la vez, capitalista y gran propieta-rio, como acabamos de decir. Fuera de los grupos mencionados, no hay ya grupos capitalistas ni grandes propietarios individuales, de modo que todo el capital y toda la propiedad importantes, están en dichos grupos que son los preferentemente privilegiados, que están unidos por una estrecha solidaridad de origen y que son tan poco numerosos que en conjunto apenas vienen a ser el quince por ciento de la población total. De ello resulta que los grandes inte-reses nacionales están concentrados en las manos de una minoría privilegiada que merced a su situación, chupa con progresiva avidez toda la riqueza del país, empobreciendo con rapidez correlativa la vida nacional. No creemos necesario comprobar la afirmación an-terior que es del campo de los hechos públicos y notorios. Con los dedos se pueden contar en cada ciudad, en cada plaza comercial, los nombres de los dueños de los grandes negocios, y en todos los grandes negocios aparecen esos mismos nombres, nombres que por cierto las clases oprimidas conocen bien. A diario se hacen y se des-hacen compañías, trusts, etcétera, y siempre los mismos nombres. Si siquiera, fijándose un poco en sus intereses futuros, se hicieran perdonar las ventajas de su situación, menos mal sería; pero no, nin-gún negocio emprenden, ninguna explotación comienzan, ninguna empresa fundan, ninguna especulación arriesgan que no tenga por base y por objeto exprimir a los grupos inferiores para insultarlos después con su fausto, con su soberbia, con su desprecio. Nosotros somos los primeros en desear que la riqueza nacional se reparta mejor, en plena paz, porque comprendemos lo que podrían ser en determinadas circunstancias, las iras de los grupos inferiores, el día de las reivindicaciones y de los castigos.

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Segunda consecuencia de nuestra construcción social: la conservación

del régimen de la gran propiedad y el perjuicio consiguiente

al grupo jornalero

Estando los criollos grandes propietarios en la ventajosa situación en que se encuentran, es claro que la primera forma en que se aprovechan de esa situación, es en la de proteger su gran propie-dad. Así es, en efecto y merced a esa circunstancia, entre otras mu-chas, por supuesto, existen aún las haciendas. Las haciendas han dejado de ser como antes eran, el mejor negocio del país después de las minas, a las que si no igualaban en largueza de rendimien-to, superaban en seguridad de productos. Los tiempos actuales, como demostramos al ocuparnos en el estudio del problema de la propiedad, no son propicios para las haciendas. En virtud de ser ya las haciendas negocios inferiores y tan inferiores cuanto que ya no son negocio, se sostienen, como dijimos entonces, por las dos series de trabajos que indicamos, y son el ensanchamiento del fun-do y la reducción artificial de los gastos, en la forma de reducción de impuestos y de reducción de jornales. El ensanchamiento del fundo, como también dijimos al ocuparnos en el problema de la propiedad, produce una reducción del trabajo; ese ensanchamien-to obedece, como demostramos entonces, al deseo de aumentar la producción en fuerza de acrecer las fuentes naturales de ella, no en fuerza de multiplicar la intensidad del cultivo; por lo mismo, la referida reducción del trabajo se traduce en una disminución considerable del número de jornaleros. Aunque en apariencia la mayor extensión de los trabajos resultantes de la ampliación del fundo parezca aumentar el número de trabajadores o jornaleros, en realidad ese número sería mucho mayor si se procurara aumen-tar la producción por la intensidad del cultivo, en vez de procu-rarla por dicha ampliación. Si en lugar de que el fundo creciera en extensión, se dividiera en varias fracciones, es seguro que éstas darían lugar a mayor cantidad de trabajo que aquél. La tendencia

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pues, al engrandecimiento extensional de las haciendas, tiene que producir una diminución correlativa del número de jornaleros que ellas tienen que ocupar. Por otro lado, la reducción de gastos en la forma de reducción de jornales tiene también que producir una disminución del número de jornaleros; esa reducción, como expu-simos con toda extensión en el estudio del problema de la propie-dad, produce lo que llamó con toda atinencia el señor licenciado Raygosa, la selección depresiva, en virtud de la cual los jornaleros útiles van siendo expulsados y sustituidos por los inútiles, en una progresión que ha llegado a no dejar en las haciendas sino la hez de los jornaleros. Siendo así, como es en realidad, claro es que el jornal, o sea el salario agrícola, tiene que estar en las hacien-das reducido a su mínimo posible en cuanto a la cantidad de los jornales, por la naturaleza de la hacienda misma, y en cuanto al valor del jornal, por la selección depresiva, y como en la pequeña propiedad individual y en la propiedad ranchería, según veremos más adelante, pasa lo mismo, porque si el jornal no está reducido a igual número en valor por la selección depresiva, sí está limitado por el número de jornales dado lo pequeño de las posibilidades de los mestizos agricultores, el mismo jornal no puede, pues, estar en más difíciles condiciones. Hay que agregar, además, que por la na-turaleza misma de las cosas, el jornal agrícola tiene que ser inferior al salario obrero. Ya hemos dicho en el problema de la propiedad, que el jornal agrícola se calcula dividiendo el importe total del jornal de los días de trabajo, que no son muchos, entre todos los días del año, en tanto que el salario obrero se calcula sobre todos los días del año, supuesto que en todos se trabaja. El salario obre-ro es siempre superior, por permanente, al jornal intermitente de los campos. Nada tiene, pues, de extraño que el jornal, dentro de la misma zona de los cereales, haya llegado a ser insuficiente para sostener la vida del indígena jornalero y que, por consecuencia, casi todos los jornaleros indígenas hayan huido de los campos, antes con rumbo a los centros obreros, y después con rumbo a los Estados Unidos. Las haciendas, pues, lejos de contribuir a mejorar

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la condición del grupo jornalero tienden a perjudicarlo, disminu-yendo el número de sus unidades por la expulsión de las mejores.

El perjuicio más grave que han sufrido en el país, no sólo los grupos agricultores de la pequeña propiedad y de la propiedad comunal, sino hasta los grupos dueños de la gran propiedad; el perjuicio más grave que ha sufrido la agricultura nacional, deci-mos, ha consistido en el funesto error de la importación del maíz americano.

El funesto error de la importación de maíz americano

En otro tiempo los trastornos naturales de la producción agrícola nacional se corregían por sí mismos. Dada la infinita diversidad de condiciones que ofrece el territorio nacional, aun en la zona fun-damental de los cereales, rara vez las cosechas se dan bien en todo el país, y raras veces también se pierden de un modo completo. Sin embargo, los años de malas cosechas no son raros, y antes esos años, aunque de pronto producían graves perjuicios, determinaban un estado de equilibrio que se ha roto ya. Guardando, como guar-daba antes la industria esencialmente minera, la debida relación con las condiciones de alimentación de todo el cuerpo social que podía ofrecer la agricultura en los años malos, las reservas de la zona fun-damental apenas bastaban para las necesidades de ella misma y, por consiguiente, no daban un solo grano para el resto del territorio; en el resto del territorio consumida rápidamente la producción local, si por fortuna la había, subía extraordinariamente el precio de los cereales, subía proporcionalmente el valor del jornal y las empresas de trabajo, ante la expectativa de una multiplicación insensata de sus egresos que no correspondía al cálculo de sus beneficios, suspendían sus explotaciones en espera del restablecimiento de las condiciones normales, lo cual dejaba a la población trabajadora en la miseria; ésta refluía a la zona fundamental, congestionándola. La aglomera-ción patológica de la población en la zona fundamental restablecía dentro de ella las condiciones normales del jornal porque aumenta-

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ba la concurrencia y los propietarios volvían a tener disponible gente útil y a poco costo; pero, como es natural, muchas de las unidades que volvían no llegaban, sino que morían de hambre en el camino, muchas morían de miseria dentro de la zona fundamental que no podía alimentar tal exceso de población, y el crecimiento normal de la población dentro y fuera de dicha zona se detenía. Algunos años después, las cosas volvían a su estado anterior. Pero desde que los criollos nuevos dirigen la marcha económica del país, las cosas son de otro modo. Rompiendo el equilibrio secular establecido entre la agricultura y la minería se ha hecho nacer, se ha sostenido y se ha desarrollado de un modo artificial, merced a la concesión, a la excención de impuestos, a la subvención y al monopolio en todas sus formas, una industria fabril que ha hecho inclinar la balanza de ese equilibrio del lado de la industria, con perjuicio evidente de la agricultura. La insuficiencia de la agricultura habría ya determina-do la bancarrota de la industria nueva, restableciendo el equilibrio anterior, si para sostenerla no se hubiera descubierto una medida en apariencia salvadora, en realidad funesta: la importación de cereales americanos. Creemos aquí oportuno recordar que en el problema de la irrigación determinamos con toda exactitud el alcance posi-ble de nuestra producción de granos, y dijimos que jamás México podrá producir todo el trigo necesario para su consumo, por lo que siempre será necesario importar trigo extranjero, pareciéndonos sobre este particular muy acertadas las ideas del señor Peust acerca de la conveniencia de preferir la importación del trigo argentino a la del trigo americano; más adelante trataremos de este asunto con toda extensión; pero maíz sí podrá producir México en la cantidad necesaria para su consumo actual y venidero. La importación de trigo americano, en realidad, no redunda en perjuicio de la nación; la importación de maíz, sí redunda en perjuicio nacional.

La importación de maíz americano en los años de malas co-sechas ha impedido la miseria en ellos; pero como es natural, ha impedido también el reflujo de la población radicada fuera de la zona de los cereales, a esa zona y, por lo tanto, el restablecimien-to en ella de las condiciones normales del jornal, la reducción

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general de la población de trabajo hasta el límite de las necesida-des del país y la normalidad consiguiente de las condiciones del trabajo en las empresas industriales situadas fuera de la zona fun-damental. Merced al maíz americano, el precio del maíz no ha subido lo que debiera para determinar el susodicho reflujo ni ha bajado después en virtud del menor precio de producción dentro de la zona fundamental determinado por la concurrencia de los jornaleros que tenía que ser la consecuencia forzosa de ese reflu-jo, sino que se ha mantenido en un término medio, que por una parte ha venido a perjudicar a los agricultores, reduciéndoles sus provechos necesariamente determinados por la compensación de los bajos precios de los años buenos con los precios altos de los años malos; por otra, ha venido a acentuar las malas condiciones del jornal agrícola por la reducción de los provechos de los agri-cultores; por otra, ha venido a estímulo el movimiento de dis-persión de los jornaleros; por otra, ha permitido a la población trabajadora en general, seguir su multiplicación y su desarrollo; y por último, en virtud de todas estas razones, ha producido el efecto de aglomerar primero en los centros industriales casi toda la población trabajadora y de hacerla huir después, poco a poco, hacia los Estados Unidos en emigraciones periódicas.

Tercera consecuencia de nuestra construcción social: la opresión

de los grupos verdaderamente agricultores, o sea el mestizo,

de los pequeños propietarios y rancheros, y el indígena propietario

comunal; perjuicio que redunda en menoscabo de la producción

agrícola nacional

El favorecimiento que supone la condición privilegiada de los gru-pos extranjeros y criollos, y la circunstancia de que a excepción del grupo de los obreros superiores, todos los grupos mestizos son

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grupos que consumen sin producir, se traducen en perjuicio del grupo agricultor de los mestizos pequeños propietarios y rancheros. Este grupo, que es el principalmente productor de granos de ali-mentación, no conoce ni la exención de impuestos ni la ayuda ofi-cial, y tiene que luchar con las grandes dificultades que le presenta el estado de la propiedad de que es dueño, según hemos dicho ya oportunamente. Ahora bien, de un modo general, todo lo que es favor y privilegio bajo la forma de exención de impuestos, de sub-venciones y de protección, para los grupos extranjeros y criollos, tiene que traducirse para él en gravámenes, cuyo peso tiene nece-sariamente que hacerse sentir para dificultar su acción; el número y censo de los grupos mestizos que consumen sin producir, tiene también que traducirse para él en gravámenes cuyo peso igual-mente se hace sentir para dificultar su acción; pues todavía más, las condiciones anómalas de la gran propiedad, o sea de las haciendas, se traducen asimismo para él, en una limitación de sus actividades y de sus fuerzas. Ya vimos, al ocuparnos en el problema de la pro-piedad, que las haciendas perjudican de muy diversos modos a los pequeños propietarios individuales y rancheros. Las condiciones aludidas de la propiedad producen para el grupo a que nos refe-rimos dos series de efectos que son la de los que determinan, que por no ocupar jornaleros de un modo permanente, acasillándolos, no pueda hacer el rebajamiento de jornales de la seleccion depre-siva, estando obligado, por lo mismo, a pagarlos en su verdadero valor, es decir, más caros que los de las haciendas; y la de los efec-tos que produce la naturaleza especial de la propiedad grande y que toman forma sensible en dos series de perjuicios para él. Estas dos últimas series son la de los perjuicios que se derivan de la ten-dencia al ensanchamiento del fundo y la de los que se derivan de la reducción de los impuestos. La tendencia al ensanchamiento del fundo causa a los pequeños propietarios individuales y rancheros infinitas dificultades para la posesión y el cultivo de sus predios, lo cual necesariamente reduce su capacidad de trabajo y, por lo mis-mo, su posibilidad de pagar jornales, siendo aquellos propietarios, como son, en su mayor parte pobres. La reducción de los impues-

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tos produce a los mismos propietarios una sobrecarga inevitable sobre los que ellos debían pagar, lo cual necesariamente también reduce su capacidad de trabajo y, por lo mismo, su capacidad de pagar jornales. En suma, los mestizos, pequeños propietarios in-dividuales y rancheros no deprimen el jornal, pero el número de jornales que ellos pueden pagar es muy limitado.

Peor todavía, que la condición de los mestizos pequeños pro-pietarios y rancheros es la de los indígenas propietarios comunales, pues a éstos no les es dado el uso del trabajo a jornal; si tuvieran que pagar jornaleros, no podrían sostener su miserable agricultu-ra; ellos mismos hacen, como dijimos en su oportunidad, todos los trabajos de cultivo en sus pequeñas posesiones.

Cuarta consecuencia de nuestra construcción social: el carácter

abortivo de la industria en nuestro país

La industria, aunque en apariencia lleva pasos de progresiva prosperidad, en realidad no prospera sino en pequeña parte; en conjunto, sufre los efectos de una paralización inesperada. Las industrias que se han desarrollado y se desarrollan sin dificultad son las que han producido y que producen artículos de consumo exterior, como las de cigarros, las del henequén, etcétera, porque las comunicaciones que dan salida a esos productos, son cada día mejores, y aumenta sin cesar el número de los mercados de consu-mo, algunos de los cuales son de capacidad consumidora casi in-definida; pero las de consumo interior, al llegar a cierto punto de su desarrollo, punto muy cercano al de su partida, se han detenido y han tratado de buscar la continuación de su desarrollo en el exte-rior. Las que no han podido hacerlo, han quedado definitivamente detenidas, y entre ellas ha tenido que hacerse una selección que ha acabado con muchas empresas. El límite de detención de todas las industrias de consumo interior ha sido y es siempre el de la capa-cidad compradora de nuestra masa social. Ésta se compone de los elementos étnicos que tantas veces hemos señalado, y cada uno de

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esos elementos, de los grupos y subgrupos que tantas veces hemos señalado también. Ahora bien, siendo como son tan diferentes las condiciones de origen, de costumbres y de tendencias que separan esos elementos entre sí, y en ellos los grupos y subgrupos en que se dividen, las condiciones de la capacidad consumidora de dichos elementos son distintas, reflejando todas ellas el estado y circuns-tancias especiales de los grupos y subgrupos de cada elemento a que corresponden. No creemos aventurado decir que el consumo de la sal es el único absolutamente común a todos los habitantes de la República; fuera de la sal, sólo el maíz y el chile son de con-sumo relativamente general. El consumo del maíz tiene que estar unido al del chile por las razones que ya expusimos, y el uno y el otro son comunes a toda la población nacional; los extranjeros to-man poco maíz y menos chile. No siendo sal, maíz, chile y algún otro artículo que hayamos podido olvidar en este momento, todos los demás de nuestra producción nacional tienen por consumido-res grupos parciales de la población. Ésta, como ya dijimos en otra parte, se compone, en números redondos, de catorce millones de habitantes de los cuales, en nuestra opinión, repetimos, 15 por ciento son extranjeros y criollos, 50 por ciento son mestizos, y 35 por ciento son indígenas. Entre las tres grandes divisiones expresa-das de la población se reparten nuestras industrias en condiciones tales, que ninguna produce fuera de los artículos antes menciona-dos para las tres. La industria azucarera no produce más que para los extranjeros y criollos y para los mestizos; las industrias de hila-dos y tejidos sólo producen para los mestizos y para los indígenas. La industria cervecera sólo para los mestizos, y para los criollos y los extranjeros. Las industrias de alcoholes, sólo para los mestizos y para los indígenas. Las industrias de objetos de lujo, sólo para los criollos y los extranjeros. Ahora bien, por razón de la inmensa mayoría numérica que representan en conjunto los mestizos y los indígenas sobre los criollos y extranjeros, es evidente, que las in-dustrias principales son y tienen que ser, las que tienen por consu-midores a los habitantes que forman ese conjunto. Una razón más de mucho poder robustece la afirmación anterior y es la de que

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los indígenas y los mestizos, por la escasez de sus recursos y por su propia inclinación natural, entre los productos nacionales, que en nuestros mercados compiten con los similares de producción extranjera traídos por el comercio, y estos últimos, prefieren los nacionales y apenas consumen los otros, en tanto que los criollos y los extranjeros prefieren los de procedencia extranjera, aun de calidad inferior, de modo que en realidad, los criollos y los extran-jeros apenas contribuyen al sostenimiento de nuestras industrias, por más que ellos sean los fundadores y los propietarios de dichas industrias. Esto no necesita especial demostración por ser del cam-po de los hechos públicos y notorios.

Los extranjeros y los criollos, como consumidores de la industria

Los extranjeros y los criollos son los dueños de nuestras fábricas de hilados y tejidos, y no usan las mantas ni los casimires que sus fábricas producen; visten generalmente de telas europeas, usan sombreros europeos o americanos, calzan zapatos americanos, gastan carruajes americanos o europeos, decoran sus habitaciones con objetos de arte europeo, y prefieren, en suma, todo lo extran-jero a lo nacional; hasta la pintura, la literatura y la música con que satisfacen sus gustos y divierten sus ocios tienen que traer el sello extranjero. Siendo así, como realmente lo es, claro está que el desarrollo de nuestras industrias tiene que estar subordinado a la capacidad consumidora de los mestizos y de los indígenas, y como esta capacidad es, en las condiciones actuales, reducidísima, llegando como llega pronto a ser saturada, el expresado desarrollo tiene que detenerse. Así ha sucedido en efecto, pues las industrias que han alcanzado mayor prosperidad, como la del azúcar y como las de hilados y tejidos, han llegado a verse ya en condiciones de crisis. No creemos necesario insistir acerca de lo reducida que es normalmente la capacidad consumidora de los mestizos y de los indígenas. Con muy pocas plumadas podemos dar idea precisa de esa capacidad.

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Los mestizos como consumidores de la industria. Capacidad consumidora de los directores, de los profesionistas,

de los empleados y del ejército

En el elemento mestizo, el grupo de los directores, el de los pro-fesionistas, el de los empleados, el del ejército y el de los obreros superiores no dan la mayor parte de las unidades de ese grupo; el mayor número de las unidades mestizas lo da el grupo de los mestizos pequeños propietarios y rancheros. El grupo de los directores, el de los profesionistas, el de los empleados y el del ejército no guardan en nuestro país, como muy repetidas veces hemos dicho, condiciones de abundancia, y sin embargo, son los grupos que proporcionalmente a sus recursos tienen más ne-cesidades que satisfacer; las unidades de esos grupos tienen que guardar ciertas condiciones de dignidad y de decoro para no ser despreciados por los extranjeros y los criollos, y se ven obligados a pagar altas rentas y a consumir muchos artículos que están, en rigor, fuera de sus recursos; tienen que comprar libros, muy caros en el país, por ser casi todos importados; tienen que soste-ner la mayor parte de las publicaciones periódicas que sirven al elemento mestizo en conjunto para conservar su preponderancia política; mantienen los espectáculos públicos que los extranjeros y criollos desdeñan; en suma, son los que dan vida principal al comercio de los artículos, que sin ser de lujo, no son tampoco de primera necesidad; pero son tan escasísimas las capacidades de consumo de esos grupos en proporción al número de sus necesi-dades, que todo el comercio que con ellos se hace, desde el de la venta de casas de habitación, hasta el de vestidos, tienen que ha-cerse en abonos pequeños. Tal es la razón de que entre nosotros se haya desarrollado tanto esa forma de comercio. En abonos se compra una casa, se compran muebles, se compran libros, ves-tidos, uniformes, etcétera; no puede ser de otro modo, desde el momento en que un empleado gana cincuenta pesos de sueldo y tiene que presentarse a su oficina con un atavío que en conjunto

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le cuesta ochenta o cien; un oficial del ejército gana ciento cin-cuenta pesos y tiene que gastar uniformes que le cuestan el do-ble, teniéndolos que renovar de tiempo en tiempo. Ahora bien, ese exceso de las necesidades sobre los medios de satisfacerlas, en los grupos enumerados antes, responde a muchas causas, pero principalmente a la inmensa desproporción que existe entre las condiciones de vida de los extranjeros y criollos, y entre las de los mestizos en general. Mucho diremos acerca del particular, más adelante. De todos modos, la capacidad consumidora de los grupos mestizos a que venimos refiriéndonos, no tratándose de artículos de primera necesidad es reducidísima y, por lo mismo, las industrias que de ellos viven, como por ejemplo, la de casi-mires finos, las de muebles, las de papel, las de publicaciones, etcétera, en tanto no se modifiquen las circunstancias presentes no podrán alcanzar gran desarrollo.

Capacidad consumidora industrial de los obreros superiores

El grupo de los obreros superiores parece a primera vista encontrar-se en mejores condiciones, porque sus necesidades son muy peque-ñas; pero éste lucha con la disminución de salario que le produce la concurrencia de los obreros extranjeros de igual clase. Dos series de causas determinan tal disminución de salario; es la primera de esas series, la de las causas que establecen una superioridad efectiva de los maestros y trabajadores extranjeros sobre los nacionales; y es la segunda, la de las causas que establecen una superioridad mera-mente nominal sobre los nacionales o mexicanos. En estos últimos tiempos, tanto las industrias ya establecidas, cuanto las nuevamen-te implantadas, han requerido el empleo de maestros y trabajado-res venidos de otros países. Las industrias minerales, aunque ya muy antiguas y muy adelantadas entre nosotros, han tenido que adoptar procedimientos nuevos, y éstos, enteramente desconoci-dos en el país, sólo podían ser puestos en ejecución por obreros que ya habían recibido la educación especial necesaria; fue, pues,

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preciso traer esos obreros. Las industrias nuevas completamente desconocidas en el país, con mayor razón tenían que traer obreros especiales. El hecho en conjunto es que todas las grandes empresas han tenido que traer obreros extranjeros, pagando a éstos, por una parte, los gastos de viaje desde los países de su procedencia hasta los lugares de su nueva radicación y, por otra, sus salarios proporciona-dos a la naturaleza de los trabajos que venían a desempeñar, siendo siempre esos salarios más altos que los que aquellos ganaban en sus respectivos países. Muchas veces, para traer obreros de países muy lejanos, los industriales han tenido que pagar por su cuenta gastos de seguros, y ofrecer a los mismos obreros importantes indemniza-ciones para el caso de que fueran despedidos antes de cierto tiempo. Pero aunque esos obreros hayan tenido condiciones superiores de aptitud, han sido obreros al fin, es decir, trabajadores que han ve-nido a hacer trabajos materiales para los cuales no se necesitan, la mayor parte de las veces, conocimientos de muy grande extensión y, por lo tanto, una vez que esos obreros han enseñado su oficio a los obreros mexicanos, casi siempre mestizos, éstos han llegado a estar en condiciones de hacer el mismo trabajo con igual aptitud que los otros. Esto ha producido el resultado de que los industriales, por su propio interés, hayan tratado de ir sustituyendo a los obreros extranjeros por los nacionales, prefiriendo a estos últimos porque no tienen que venir de lugares lejanos, ni que volver a esos lugares en caso de ser despedidos, ni que cobrar gastos de viaje, ni que pe-dir seguros, ni que exigir indemnizaciones; además, no tienen que percibir sobre sus salarios verdaderos excesos de halago o de sebo de atracción; pero por lo mismo que los industriales encuentran que los obreros nacionales no tienen esas circunstancias, que hacen muy alto el salario de los extranjeros, no prefieren a aquellos, sino mediante una disminución de salario que su interés procura llevar hasta el límite más bajo posible. Y creen, al obrar así, que proceden no solamente en provecho de su interés, sino en bien de los obre-ros mismos puesto que por bajo que sea el salario que les paguen, siempre será superior a las retribuciones ordinarias del trabajo en nuestro país, y el hecho de que los obreros nacionales ganan ese

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salario, supone un mejoramiento notable de su condición preceden-te, un aumento incontestable de su bienestar anterior, caso de que existiera ese bienestar.

Por otra parte, la superioridad nominal de los obreros extran-jeros sobre los nacionales concurre a producir el mismo resulta-do. En efecto, los industriales consideran a los obreros mexicanos como inferiores a los extranjeros, aunque los unos puedan desem-peñar el mismo trabajo que los otros; y consideran inferiores a los primeros, no porque efectivamente lo sean, cuando no lo son, sino porque estiman de un modo absoluto que lo tienen que ser. Es lógico que así sea, desde el momento en que los extranjeros y los criollos forman las clases superiores, las dominadoras en nuestro país de la opinión en toda clase de asuntos, excepto en los políticos en que los mestizos imponen la suya, y es perfectamente explica-ble, por un lado, que los extranjeros encuentren siempre inferior nuestro país al suyo, cualquiera que éste sea; y por otro lado, que los criollos piensen del mismo modo, acerca de la superioridad del país de procedencia de su sangre. El hecho es que la opinión ple-namente admitida en nuestro propio país acerca de este punto es la de que somos un pueblo de unidades sociales que saben menos, que pueden menos, que hacen menos y que merecen menos que las unidades de los demás pueblos de la tierra. Siendo tal opinión dominante, es claro que los industriales, casi siempre extranjeros y criollos, se sentirán naturalmente inclinados a rebajar el mérito del obrero nacional y a estimar que con tal de que el salario que paguen a éste exceda del salario común, siempre será no sólo justo, sino generoso.

Nada tiene de extraño, pues, que los industriales rebajen lo más que les sea posible el salario del obrero mexicano y que hagan esto precisamente enfrente de los trabajadores extranjeros que quedan aún, y tal vez hasta en el mismo establecimiento. Por su parte, los obreros nacionales creen que si los extranjeros ganan salarios altos es por el trabajo que hacen, y como ellos hacen un trabajo igual, estiman justo que se les paguen salarios iguales. Los trabajadores mexicanos se dan cuenta por reflexión o por instinto de que en

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las condiciones actuales el salario del trabajo superior obrero tiene que tener por límite inferior el valor de la que indispensablemente necesita para vivir el obrero que reúne las capacidades necesarias para el trabajo, y como límite superior, el valor que haga venir al obrero extranjero que tiene trabajo en su propio país, porque sólo éste tiene acreditada su aptitud y es el que puede convenir al industrial. Entre esos dos extremos tiene que hacerse sentir la acción de la demanda del industrial; y como es lógico, no abun-dando, como no abundan en el país los buenos obreros, el salario tiene que estar por ahora cerca de su límite superior. No durará mucho a esa altura, pues a nuestro juicio es indudable que tendrá que ir progresivamente bajando para los obreros nacionales hasta que llegue a su nivel natural determinado por la oferta y por la demanda interiores, con exclusión de toda concurrencia exterior. Decimos que tendrá que ir bajando por dos razones: es la primera, la de que los nuevos procedimientos adoptados últimamente por las industrias ya establecidas y por las últimamente implantadas han ve-nido al país, merced a favorecimientos especiales que necesariamente tendrán que ser transitorios; esos favorecimientos, que son las altas cuotas del arancel de importación, los monopolios, las subvenciones, las exenciones de impuestos, las concesiones de protección exclusiva, etcétera, etcétera, han podido permitir las altos salarios de los trabaja-dores extranjeros; pero cuando esos mismos favorecimientos lleguen a desaparecer tendrán que ser compensados con una disminución del costo de producción de los artículos que produzcan y esa disminu-ción se traducirá forzosamente en una disminución de los salarios. Es la segunda, la de que a medida que pase el tiempo irá aumentando el número de los obreros capaces y su propia concurrencia hará bajar el precio del trabajo. El rebajamiento progresivo del salario producirá, sin embargo, dos beneficios inapreciables para los trabajadores: es el primero, el de que como tendrá que ser producido en gran parte, se-gún lo que acabamos de decir, por la supresión de los privilegios que dan ahora un carácter artificial a nuestras industrias, esa supresión sólo podrá hacerse cuando se haya hecho una mejor repartición de la riqueza y del trabajo en todo el país, y en esas condiciones, la capa-

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cidad de adquisición del salario será mucho mayor que la del salario actual, es decir, que aunque el salario represente menor cantidad de dinero, podrá ese dinero servir para comprar más cosas; y es el segun-do, el de que el bajo nivel del salario, bastante para las necesidades del mestizo mexicano consumidor del maíz, pero no para las del extran-jero consumidor de trigo, expulsará definitivamente a los trabajado-res de origen europeo y norteamericano, y hará imposible su vuelta; ya esto puede notarse en los ferrocarriles. Pero entre tanto se llega de un modo completo a ese fin, el rebajamiento brusco y sin cálculo preciso del salario para los trabajadores mexicanos, frente a los extran-jeros, ha producido y producirá de hecho, por una parte, el resultado de hacer insuficiente el salario de los trabajadores mexicanos, y por otra, el de crear entre los trabajadores mexicanos y los extranjeros un antagonismo de que son los mejores ejemplos, las últimas huelgas llevadas a cabo por los trabajadores de los ferrocarriles, por los calde-reros de Monterrey, etcétera. El señor don Félix Vera, presidente de la Gran Liga de Empleados Mexicanos de Ferrocarril, decía una vez al representante de El Diario, con motivo de la gran huelga que decretó y que ocupó por muchos días la atención pública:

Hágame usted el favor de decir al público en general, por conducto de El Diario, periódico acreditadísimo y muy leído en toda la República, que nosotros, al vernos humillados por extranjeros en nuestro propio país, nos hemos visto precisados a obrar en la forma en que lo estamos haciendo.

El autor de estas líneas tuvo oportunidad de saber con toda certi-dumbre que en las minas de El Oro, Estado de México, se decla-raron en huelga los malacateros americanos porque ganaban un salario de ocho pesos al día y querían nueve, y los directores de esas minas conjuraron la crisis empleando malacateros mexicanos; pero cuál no sería el dolor de éstos al ver que al finalizar semana no se les rayó a razón de ocho pesos diarios, que era lo que no habían querido ganar los extranjeros, sino a razón de cuatro pesos al día, porque eran mexicanos. Estuvieron a punto de declararse en huelga también y fue necesaria la intervención del gobierno

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del estado para que les elevaran ese salario a todas luces injusto. En tales condiciones, que son las efectivas de los obreros superiores mestizos, la capacidad de consumo del grupo que ellos forman tiene que ser muy reducida. Esa capacidad se satisface con artícu-los de alimentación, de vestido y de habitación, todos ellos, en su mayor parte, de producción nacional.

Capacidad consumidora industrial de los mestizos propietarios

individuales y rancheros

El grupo de los mestizos pequeños propietarios individuales y de los rancheros, o sea en general, el de los mestizos agricultores, es de muy escasa capacidad de consumo. Unos cuantos rasgos nos bastarán para determinar esa capacidad. En el momento histó-rico actual, el fierro es una de las materias de mayor utilidad y, por tanto, de mayor consumo. Pues bien, fuera de la zona de los cereales y en grandes extensiones del país, el fierro apenas se usa. Nosotros personalmente hemos visto en algunos lugares del Dis-trito de Sultepec, del Estado de México, que lindan con el estado de Guerrero y apenas distan cuarenta o cincuenta leguas de la capital de la República, que año por año se componen los caminos vecinales con barretee y picos de madera; en esos lugares hemos visto también machetes de madera. El machete curvo, clásico en todas las tierras calientes de la República, nos ofrece la mejor prue-ba de que en ellas el uso del fierro, si existe, está reducido a un mínimo increíble. El machete, en efecto, es un instrumento que se emplea para toda clase de trabajos, lo mismo para segar caña, que para desmontar, que para labrar la tierra, que para cortar y que para reñir; es, a la vez, hoz, sierra, arado, cuchillo y espa-da; es un objeto de posesión preciosa que se trasmite de padres a hijos. Aún estando inservible tiene precio, pues se compra para hacer herraduras o para hacer nuevos machetes. El consumo de fierro en las expresadas tierras viene a ser, pues, insignificante. El consumo de los demás artículos, lo es también. El suelo produce

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espontáneamente muchos elementos de alimentación, lo que hace que con ellos, maíz y chile, viva la población entera. El clima no exige una gran atención para el vestido y los mestizos agricultores de esas tierras visten de manta y sombrero de palma corriente, de los que se llaman de petate, o por su precio, de a tres cuartillas. Así vestidos, los mestizos se confunden con los indígenas. Hemos conocido hacendados en las tierras calientes que visten solamente camisa y calzones de manta.

Dentro de la zona de los cereales, los mestizos agricultores se encuentran en mejores condiciones y, sin embargo, su capacidad de consumo es pequeñísima. Apenas usan utensilios de fierro, se alimentan de maíz, frijoles y chile, beben pulque, visten de casimir o de cuero, y usan sombreros de palma fina o de lana. Los pocos utensilios de metal que llegan a poseer se transmiten de padres a hijos; los vestidos que ellas usan, les sirven largos años; un sombrero de palma le sirve a su dueño seis o siete años por lo menos. El único lujo de los agricultores mestizos lo constituyen su caballo, su silla plateada y su sombrero galoneado, y esos objetos los compra sólo dos o tres veces en la vida. Las mujeres apenas gastan dos pares de zapatos y uno o dos vestidos de percal o de lana cada año. Un anillo de oro que vale dos o tres pesos es para muchas una joya deseada que la mayor parte de las veces no llegan nunca a poseer.

Capacidad consumidora industrial de los indígenas

Los grupos indígenas guardan una situación todavía más infeliz y, por consiguiente, su capacidad de consumo es casi nula. En el grupo de los indígenas clero inferior, las unidades de ese grupo apenas consumen lo necesario para alimentarse medianamente y para vestir según lo exige el decoro de su ministerio. Los indíge-nas obreros inferiores, según veremos en seguida, apenas pueden vivir, porque para ellos ha comenzado a hacerse en los estableci-mientos industriales una selección depresiva semejante a la de las haciendas para con los jornaleros y, por lo mismo, apenas pueden

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consumir a diario los indispensables artículos de alimentación, y muy de tarde en tarde, algunos artículos de vestido. Los indígenas propietarios comunales consumen su propia producción en artículos de alimentación y muy pocos de vestido. Los indígenas jornaleros no encuentran ya en el trabajo ni los medios de obtener los artículos indispensables para su alimentación. Con excepción de los indíge-nas clero inferior, los demás apenas visten de manta, apenas usan sombrero de petate o de a tres cuartillas, y apenas comen maíz; rara vez comen chile y rara vez beben pulque.

El gran principio fundamental de nuestra industria

Siendo tan escasas cuanto lo son las capacidades de consumo de los mestizos y de los indígenas, supuesto que, como ya hemos dicho, la producción nacional de consumo interior sólo tiene por consumidores a los indígenas y a los mestizos, es claro que esa producción no podrá alcanzar un gran desarrollo. Por más que meditamos, no acertamos con el medio eficaz de gravar en la opinión pública algunas verdades que no nos explicamos cómo han podido escapar hasta ahora al conocimiento, a la ex-periencia, o a la penetración de nuestros estadistas, y son la de que sólo exCepCionalmente una industria Cualquie-ra podrÁ ComenZar de un modo Firme y normal, por ser industria de exportaCión, pues por reGla General, todas neCesitan Contar para ser viables, antes que Con el Consumo exterior, Con el de los merCados in-teriores; la de que lo que haCe Falta en nuestro país a la industria en General es Consumo interior; y la de que lo que haCe preCaria y FrÁGil la existenCia de nuestra aCtual industria es que piensa antes en el Consumo de los merCados extranJeros, que en el Con-sumo de los propios. Bueno que los metales preciosos, que el henequén, que el tabaco, que el guayule, que las frutas, etcétera, etcétera, busquen desde luego el consumo exterior; pero siempre

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nos ha parecido absurdo que antes de pensar en si podemos o no producir el trigo necesario para nuestro consumo interior, pensemos, como piensa la Sociedad Agrícola Mexicana, en que seamos un país exportador de trigo. Con decir que ante la difí-cil situación de nuestra fábricas de hilados y tejidos da algodón somos un país exportador de esa fibra, y con decir que antes de que coma frijol el elemento indígena que representa un treinta y cinco por ciento de nuestra población total, somos un país exportador de ese grano, según lo comprueban las estadísticas de la Secretaría de Hacienda, está dicho todo. Las consecuencias de haber desconocido, olvidado o despreciado las verdades que poco antes formulamos, han sido de gran trascendencia para la nación; de esas consecuencias las principales han sido la vejez prematura de muchas de las industrias nuevas y la anticipada apa-rición en nuestro país del problema del trabajo.

Vuelta al punto del carácter abortivo de nuestra industria

Es indudable que muchas industrias apenas nacidas han llegado ya a condiciones de crisis mortal. La industria del azúcar que citamos en otra parte, declaró de un modo preciso y terminan-te, no hace mucho tiempo, que no era negocio la inversión de capitales en ella, si ella no contaba con el consumo exterior. La de hilados y tejidos de algodón, que también en otra parte citamos, se encuentra en condiciones fatales. Tres hechos re-cientes dan testimonio del estado que guarda: es el primero, el de que para la existencia de las fábricas que están actualmente en trabajo fue necesario sindicar unas y cerrar otras, haciendo un trabajo de repartición artificial de ganancias entre las que quedaron; es el segundo, el de que para mantener éstas, los fabricantes han tenido que recurrir al sistema de disminución progresiva de los salarios tan en uso en las haciendas, lo cual ha dado lugar, como veremos más adelante, a las huelgas generales de reciente memoria; y es el tercero, el de que la suspensión

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del trabajo en las fábricas, cualquiera que haya sido la duración de las suspensiones, no ha influido en los precios corrientes de los tejidos, lo cual indica una gran acumulación de existencias, acumulación que indica, por su parte, una indudable limitación de la demanda. Pero si todavía hubiera quien dudase de que la producción de las fábricas de hilada y tejidos de algodón es limitada, no necesitará para perder toda duda, más que recor-dar que los cosecheros de algodón tienen muchas veces que exportar a pérdida una parte de sus cosechas, para sostener los precios interiores en condiciones de remunerar los gastos de cultivo y es seguro que no habrían tenido que pensar siquiera en esa exportación si la demanda de las fábricas, sostenida por la demanda del consumo, hubiera podido mantener loa precios normales. Y nótese que tomamos como ejemplo, las industrias de mayor consumo.

La crisis industrial crónica y progresiva

Ahora bien, la limitación de los mercados interiores, necesaria-mente desfavorable para la expansión general de las industrias de consumo interior, presenta condiciones de crisis aguda, crónica y progresiva, y ello se debe a la circunstancia de que, lejos de re-tirarse la línea de esa limitación ensanchando la capacidad de los mercados interiores, se acerca cada vez más, estrechando esa capa-cidad progresivamente. En efecto, la capacidad de consumo de los principales grupos consumidores mestizos e indígenas se reduce día por día. La sistemática importación del maíz americano, como dijimos en otro lugar, ha venido reduciendo considerablemente los productos normales de la producción agrícola nacional de maíz y todos los grupos agricultores han venido resintiendo considera-bles perjuicios; esa misma importación ha impedido, es cierto, las alzas agudas de los precios normales del maíz, pero en virtud de los perjuicios causados a la agricultura nacional, ha elevado el ni-vel medio normal del valor de ese grano, supuesto que ha evitado

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las reducciones naturales de la producción, ha sostenido, por lo mismo, la demanda y ha impedido los descensos de valor consi-guientes a los años buenos, toda vez que hay que sacar de éstos ahora, los provechos que antes se sacaban de los precios altos; la propia importación, produciendo el alza del valor medio, normal del precio del maíz, ha encarecido la subsistencia de todos los gru-pos sociales, supuesto que el valor de la subsistencia, como todos los valores en la República, dependen principalmente del valor del maíz; y por último, la repetida importación ha producido el efecto de desarrollar la población inferior sin relación con las condiciones generales que permiten la vida en nuestro país, lo cual ha produci-do un exceso de población indigente que no aumenta con su tra-bajo, y sí disminuye con sus necesidades, la capacidad de consumo de los grupos principalmente consumidores. Y como estos males van siendo progresivamente mayores, va disminuyendo progresi-vamente la capacidad consumidora de los mercados interiores para las industrias de consumo interior y, por lo mismo, van aumen-tando progresivamente las dificultades de esas industrias, hasta el punto de amenazarlas de muerte, porque en cuanto el capital in-vertido en esas industrias no alcance utilidades convenientes, hui-rá de ellas, a menos de que todas las empresas del mismo género se unan en trusts monopolizadores, como algunas lo han intentado ya, y como todas lo procurarán, con tanta mayor razón, cuanto que merced a los extranjeros y a los criollos nuevos, el monopolio es entre nosotros una de las formas principales de creación de in-dustrias. Es inútil decir que la consolidación de nuestras raquíticas industrias en trusts monopolizadores, elevando artificialmente los precios, empeorará considerablemente las condiciones de nuestras clases bajas, si es que éstas pueden ser peores de lo que ya lo son.

La anticipada aparición del problema del trabajo en nuestro país ha sido hasta para nuestros sociólogos más acreditados una verdadera sorpresa. Nada hay, sin embargo, que con los anteceden-tes que hemos sentado en los presentes estudios sea más fácilmen-te explicable. Hemos dicho ya que los jornales o salarios agrícolas no son permanentes, sino periódicos; hemos dicho también que

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cuando esos jornales parecen permanentes, representan la suma del valor de los días de trabajo, dividida entre todos los días del año natural; hemos dicho, asimismo, que los salarios obreros son permanentes por serlo el trabajo que los produce, siendo el carác-ter de permanentes lo que constituye fundamentalmente la supe-rioridad de los salarios obreros, sobre los jornales agrícolas, ya que son permanentes y no periódicas las funciones de la vida humana; hemos dicho, igualmente, que las condiciones de la gran propie-dad dentro de la zona fundamental de los cereales, las de ésta como productora de la población, las de los grupos de población en que se reclutan los jornaleros, y las producidas en esos grupos por la importación de maíz americano, determinan la expulsión de los jornaleros; y hemos dicho, por último, que las condiciones de situación de las zonas que podríamos llamar febriles, en relación con la fundamental de los cereales, las de dependencia consumi-dora de aquéllas con respecto a ésta, y las del favorecimiento espe-cial que se ha concedido a las empresas industriales, determinan una elevación del jornal o salario en dichas zonas fabriles, sobre el de la zona fundamental, la cual determina a su vez una atracción constante de la población de esa misma zona, sobre todo en el grupo de los jornaleros. Natural es, pues, que la población traba-jadora de los campos haya huido de ellos con rumbo a los estable-cimientos industriales; pero como en virtud de ese movimiento, el número de los obreros en dichos establecimientos ha aumentado considerablemente, y de los expresados establecimientos unos han podido desarrollar sus trabajos en igual proporción, y otros han tenido que detenerse en su desarrollo, ha resultado que la ofer-ta de brazos en los propios establecimientos ha venido excedien-do progresivamente a la demanda de los industriales, y éstos han podido ir haciendo un rebajamiento correlativo de los salarios, rebajamiento que, por otra parte, viene correspondiendo por las crecientes dificultades de desarrollo de sus empresas, proviniendo esas dificultades de la menguante capacidad de consumo de los mercados interiores. En tales circunstancias, ha tenido que suce-der, como ha sucedido en realidad, primero, que el movimiento

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de atracción que los establecimientos industriales determinaban, se haya suspendido ya, tomando las unidades que antes lo seguían, el camino del norte; segundo, que en dichos establecimientos, se haya hecho y se esté haciendo con más vigor cada día en la forma de exigentes reglamentos, la misma selección depresiva que el señor licenciado Raygosa encontró en los campos; y tercero, que esa se-lección, dejando sin trabajo a la población obrera excedente y muy numerosa, haya obligado a ésta a emigrar de establecimiento a es-tablecimiento, de mina a mina, de fábrica a fábrica, contribuyendo poderosamente a que las unidades de esa población se organizaran y determinaran las recientes huelgas, cuya extensión y organiza-ción sorprendieron a todo el mundo. Aquí nos parece oportuno indicar lo erróneo y gravemente injusto de atribuir las huelgas a estériles trabajos de agitación, de perseguir a los directores de ellas como agitadores políticos y de menudear para directores y dirigi-dos los castigos extraordinarios sólo justificados para los revolu-cionarios de oficio. Las huelgas de obreros inferiores obedecen a un estado de hambre en nuestras clases bajas, proveniente de las múltiples causas que hemos estudiado ya.

Estudio de la población nacional desde el punto de vista

de su individualidad sociotnológica

Pasamos ahora a considerar la población nacional desde el punto de vista de su unidad colectiva o socioetnológica. La palabra so-ciotnología que el autor de estas líneas ha formado en los estudios etnológicos que ha hecho para el Museo Nacional, se compone de la raíz latina socios (asociación) y de las griegas, ethos (pueblo) y logos (tratado o ciencia). Significa el estudio de un pueblo en sus relaciones con los demás.

La población nacional, en conjunto, tiene una individualidad colectiva que la hace propia por sí misma para sostenerse en la lu-cha selectiva con las demás. No necesita para ser, para sostener su existencia y para progresar, más que facilitar su propio desarrollo.

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La inmigración que se considera como indispensable para la exis-tencia nacional definitiva es un verdadero absurdo.

El absurdo criollo de la inmigración

La circunstancia de que la opinión general señala como la panacea radical de todos los males que se refieren a la población en nuestro país la inmigración extranjera, nos obliga a estudiar ésta con todo detenimiento. Tratándose de la inmigración, como de todo lo de-más, la opinión general se ha formado por las inspiraciones de los criollos, y en estos últimos tiempos se ha definido con precisión por las de los criollos nuevos. Como es natural, la atención de éstos se ha fijado de preferencia en la inmigración europea, según vere-mos más adelante.

La más exacta expresión de las ideas de los criollos nuevos acer-ca de la inmigración europea, se encuentra en el celebradísimo estudio del señor ingeniero don Roberto Gayol (Dos problemas de vital importancia para México). En ese estudio el señor ingeniero Gayol da por axiomático que la inmigración europea que él llama colonización es absolutamente necesaria para el país; tan firme-mente cree en esa verdad que no se detiene a demostrarla y parte de ella para decir qué colonos hay que buscar y cómo se les debe traer. Son muy singulares las opiniones del señor ingeniero Gayol sobre el particular y reproducimos en seguida las principales. Dice el citado autor:

Para conseguir que se borre el recuerdo de los tiempos pasados y atraer a la gente trabajadora, es preciso comenzar empleando el sistema de colonización artificial, aprovechando las enseñanzas de la práctica y planteando el sistema en condiciones tales que aseguren la prosperidad de los colonos, a fin de que éstos se arraiguen adquiriendo intereses en nuestro país y, después, los primeros que lleguen atraigan a sus conte-rráneos y todos en conjunto vean en México una segunda patria… En efecto, hace algo más de veinte años se formaron seis colonias de italia-nos, a las que llegaron 2,542 individuos de ambos sexos, y este número está reducido actualmente a 98 personas adultas y 68 niños nacidos en

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México, lo cual demuestra que en lugar de que haya habido algún pro-greso, se han disipado esos núcleos de población extranjera que se trató de mezclar con el elemento mexicano. —Varias causas contribuyeron, a mi juicio, para producir semejante resultado: primero, que no se hizo una buena elección de inmigrantes campesinos susceptibles de soportar las rudas faenas de la labor agrícola; segunda, se distribuyó a los colo-nos en lugares donde por no haber riego, no tenían aseguradas las co-sechas; tercera, en nuestro caso dio, porque da siempre muy malos re-sultados prácticos, el sistema de traer a un medio extraño para ella, gente a quien de la noche a la mañana se le improvisa como propietario de un terreno, se le da todo lo que necesita por tiempo limitado y se le abandona después inexperta y confiada a que luche con la naturaleza en un lugar donde no conoce el clima, ni las condiciones meteorológicas, ni los sistemas de cultivo más adecuados, y en una palabra, nada de lo que debe conocer por experiencia un agricultor que quiere trabajar con éxito. Cualquiera de las tres causas que acabo de señalar será bastante para que fracase una empresa de colonización; pero las tres reunidas, y algunos otros detalles, de los que en su oportunidad me ocuparé, pro-ducen los resultados que en México palpamos y que hicieron inútiles los esfuerzos de trabajo y los sacrificios pecuniarios que se consumie-ron en los ensayos a que me vengo refiriendo. —Voy a exponer en se-guida los medios a que, en mi concepto, se debe acudir para evitar los hechos que acabo de consignar... Lo que antecede contiene dos princi-pios fundamentales del proyecto que deseo formular: es el primero, que la única emigración que México debe fomentar por ahora, es la que sea capaz de cultivar sus campos con la inteligencia y la energía que se nece-sitan para obtener de ellos todo el producto que son susceptibles de dar; el segundo principio, consecuencia del anterior, es el de que para conse-guir este objeto se debe traer única y exclusivamente gente campesina, evitando solicitar a cualquier persona que hubiere habitado en alguna población, aun cuando haya sido por muy poco tiempo. —De aquí se refiere que la propaganda que forzosamente se tiene que hacer, para inducir a los europeos a que vengan a México, se debe limitar a los campos, eligiendo los de aquellas naciones en donde la lucha sea más ruda y que por esto sea también la vida más difícil.—Así por ejemplo, no creo que sea fácil traer a los campesinos franceses, que casi siempre gozan de un pasar bastante aceptable, mientras que a los jornaleros de campo del norte de España, del norte de Italia, de Polonia o a los obre-

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ros del África del Sur, que por distintas razones desean emigrar, sí esti-mo que se les puede inducir a que vengan a México sin gran dificultad, y para conseguir este resultado, será indispensable comisionar como agentes a personas idóneas que escojan los centros de donde más con-viene traer inmigrantes a México porque sus habitantes sean trabajado-res y vigorosos. —A estos agentes se les debe pagar un buen sueldo fijo y no proporcional a la cantidad de emigrantes que envíen, porque se ha de preferir la calidad a la cantidad, pero se pueden premiar los servicios de dichos agentes pagándoles un tanto por cada colono que después de dos años de permanencia en el país, llegue a establecerse como propie-tario, de acuerdo con las bases que en este proyecto voy a proponer; de esta manera de estimular el interés particular de los agentes para enviar emigrantes de buena calidad… En cambio, el colono que México nece-sita es aquel que no teniendo las grandes energías del aventurero, tiene en cambio menos aspiraciones y se arraiga con más facilidad a la tierra que le da un cómodo pasar, pero es, por decir así, una planta más deli-cada que necesita mucho cuidado para conservarle ante todo la moral; esto es preciso repetirlo porque es capital y tendré necesidad de repetir-lo varias veces al ocuparme de otros detalles, porque estoy convencido de que llegando a ese requisito, se conservan las energías para el traba-jo activo, cuyos mejores estimulantes son la fe, la confianza en el por-venir. —Esta fe, esta confianza no la puede tener un hombre que ve que uno tras otro, varios años, después de una labor ruda y fatigosa pierde sus cosechas porque las nubes no le dan el agua con la oportunidad que él la necesita, y en un cielo tan poco pródigo para la agricultura como es el nuestro, no es razonable confiar a la veleidad de las nubes el éxito de una empresa que requiere la inversión de sumas considerables, y lo es menos aún, cuando aquella empresa pretende poner de manifiesto que a México se puede atraer, una inmigración que levante las fuerzas vitales del país y contribuya a engrandecerlo. —Las consideraciones que anteceden son las que me han convencido de que por ahora y durante alguno años, no se deben establecer colonias pobladas con la inmigra-ción artificial, sino en campos de riego que hayan sido labrados una vez siquiera, antes de ponerlos a disposición de los colonos… Al hacer la pro-paganda para inducir a los emigrantes a que vengan a México, se les debe explicar en un lenguaje claro y conciso, por cuáles razones no se les dará desde luego posesión de un terreno para que lo cultiven por su cuenta, haciéndoles comprender que antes de trabajar a su riesgo, nece-

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sitan conocer el clima, la naturaleza de las labores que es preciso dar a cada planta, y no se les quiere exponer a trabajar sin buen éxito por falta de los conocimientos que son indispensables al agricultor y que varían de un lugar a otro. —Estos conocimientos los adquirirán traba-jando a sueldo a las órdenes de algún arrendatario o propietario de te-rrenos adyacentes a aquellos que se han de dividir y vender a los colonos que muestren aptitudes y empeño por adelantar, bajo el concepto de que desde luego se les garantiza un jornal suficiente para sus necesidades, así como que pasado un año de enseñanza práctica, tendrán toda clase de facilidades, no sólo para adquirir un terreno en propiedad, sino tam-bién los elementos indispensables para comenzar sus labores. —Con este sistema, el colono queda en las mejores condiciones en que es po-sible colocarlo para que progrese, si tiene aptitudes y desea trabajar; desde luego, la enseñanza, la obtiene ganando un jornal, la tierra y los elementos para cultivarla, los adquiere tan pronto como demuestra que merece confianza, y si como ha de ser, él cultiva terrenos de riego, tiene a su favor la mayoría de las probabilidades de que ha de progresar. —E1 sistema, por otra parte, ofrece la ventaja de que, el colono deja de ser una carga y se convierte en factor de trabajo útil, desde el momento en que llega al campo donde se ha de establecer; allí, en ese campo, se le observa, se le instruye y aclimata a la vez, y cuando está preparado, se le convierte en propietario, que tiene la espectativa de labrar una fortuna. ...Una vez que haya consentido en venir un grupo de colonos, conviene transportarlos de modo que hagan el viaje con relativa comodidad y rapidez, evitando que en los vapores se los conduzca hacinados, mal alimentados o en cualquiera otra mala condición por la que resulte más penoso un viaje que siempre molesta a las personas que no están acos-tumbradas al mar... Siendo la nostalgia una afección que tanto deprime la moral, es preciso aminorar todas las causas inevitables que pueden producirla y poner todos los medios que tienden a evitarla; por esta razón me parece oportuno indicar algunos medios para conservar por este lado la moral de los colonos... En el momento en que los colonos lleguen al lugar donde se han de establecer deben estar ya preparadas las habitaciones que los han de alojar, y conviene mucho que estas ha-bitaciones y sus muebles se asemejen todo lo posible a las que los emi-grantes ocupan y usan en su país... Para ello habrá un médico que no sólo cuide a los pacientes, sino que vigile que se cumplan estrictamente

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las reglas que se han de establecer, a fin de evitar las epidemias y la transmisión de las enfermedades contagiosas... En toda colonia se esta-blecerá un servicio de transporte de basuras. Una vez que estén éstos —los colonos— instalados, se deben poner a su alcance y a precio de costo, cuantos efectos ellos necesiten para satisfacer las necesidades más apremiantes de la vida, y aún para proporcionarles alguna comodidad... Los títulos de propiedad de los terrenos que se vendan a los colonos deben ser perfectos, fundados en un deslinde tan escrupuloso y concienzu-do, como los de las operaciones de catastro, a fin de que no den lugar a duda o dificultad alguna que menoscabe el valor de dicha propiedad, pues así… La buena administración de justicia y el uso recto y equita-tivo de la autoridad son otros dos requisitos sin los cuales el progreso de la colonización es imposible... La venta de los terrenos y de los ele-mentos de trabajo se hará a plazos, que la experiencia enseñará cuántos pueden ser... La empresa dedicará algunos terrenos para venderlos a los colonos que no puedan adquirir desde luego una propiedad, o que prefieran comenzar por ser arrendatarios. El gobierno pagará todos los gastos para traer a los colonos, y subvencionará a la empresa para que ésta proporcione los elementos de trabajo, cuya adquisición se tiene que facilitar a los colonos, y esa subvención se reembolsará a medida que estos colonos paguen el valor de los implementos de agricultura y demás efectos que hay que venderles en el momento en que se les vende un rancho.

El hecho de que los criollos en general y los criollos nuevos en parti-cular crean firmemente en la posibilidad y en la eficacia de la inmi-gración europea, es perfectamente explicable, pero completamente erróneo. Obedece en aquéllos a un impulso instintivo de sangre que los induce a amar y, por consiguiente, a admirar y a considerar a los europeos, de que ellos se sienten ser una derivación, como superio-res a los demás hombres, y como capaces de hacer con facilidad lo que ellos mismos no se creen capaces de hacer, y lo que menos creen capaces de hacer en nuestro país, a las razas que consideran como inferiores a las suyas. Es esta una ilusión semejante a la que tenían los criollos señores y los criollos clero antes de la Intervención, acerca de la manera de dominar la anarquía: no siendo ellos capaces de

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someter a los mestizos y a los indígenas, y creyendo a los mestizos más incapaces todavía de someter a los mismos indígenas y a ellos mismos (los criollos), juzgaban muy fácil para los europeos el some-terlos a todos; fue necesario el fracaso de la Intervención para que tal ilusión se desvaneciera, y todavía ellos atribuyen ese fracaso a tales o cuales circunstancias secundarias. Contribuyen mucho a for-mar la ilusión de la inmigración europea, por una parte, la lejanía de las naciones europeas con respecto a nuestro país y, por otra, el ejemplo de otros países, que naturalmente o de un modo artificial han atraído numerosos inmigrantes. Ninguno pretende llamar para poblar nuestro país unidades de los Estados Unidos, no tanto por los peligros que pudieran traer temprano o tarde para nuestra nacionalidad, ni por las mutuas repugnancias de raza que entre ellas y las de nuestro país se manifiestan a cada paso, sino porque los Estados Unidos están cerca, lo que pasa en ellos se ve con cla-ridad, y se comprende bien que por mucho que los medios pro-puestos por el señor ingeniero Gayol puedan ser, que sí lo serán, suficientemente eficaces para traer los colonos, la existencia de las colonias formadas con ellos sería prácticamente imposible. Las co-lonias de europeos siempre se juzgan posibles porque desconoce-mos en mucho las naciones europeas, y para juzgar de la posibilidad de atraer sus unidades, no vemos sino el hecho comprobado de que muchas de esas unidades emigran hacia algunos de los países de aquende el Atlántico. Ahora bien, nadie se fija en que toda co-rriente de emigración para unos pueblos y de inmigración para otros obedece a un trabajo de desintegración de aquellos y de in-tegración de éstos, y que la integración en los últimos supone una fuerza de atracción en ellos que se genera y obra en ellos mismos, y esa fuerza no es otra que la de su propia energía vital que se ma-nifiesta en el bienestar general de sus unidades propias. Tan luego que en un país, las unidades de que se compone comienzan a go-zar de un bienestar superior al de que gozan las de otro, las de este último comienzan a desprenderse de él para unirse al primero. Esto es lo que creemos que ha pasado en los Estados Unidos pri-mero y en la Argentina después. El bienestar a que nos referimos

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no implica necesariamente en el pueblo que se integra superiori-dad general sobre el que se desintegra: éste puede ser mucho más civilizado que aquél. En todos los pueblos, según las varias condi-ciones de su constitución orgánica, se desarrollan las muchas fuer-zas sociales que el proceso de su evolución requiere. De esas fuerzas, unas son centrípetas o de concentración y otras son cen-trífugas de dispersión. En los pueblos bien integrados y que por razón de su integración misma han llegado a un alto grado de ci-vilización, dominan, como es natural, las fuerzas centrípetas. Es claro que cuando total o parcialmente dominan las fuerzas centrí-fugas, las expulsiones de población a que ellas dan lugar, por fuer-za tienen que producir una desintegración en los pueblos que esas expulsiones sufren, y una integración en los pueblos a que las uni-dades expulsadas se dirigen. La evolución religiosa que expulsó de Inglaterra a las familias que vinieron a establecerse en los Estados Unidos produjo en Inglaterra un efecto de desintegración, y un efecto integral en América. En los tiempos modernos, la guerra anglo-boera produjo la expulsión de muchas familias del Trans-vaal, y esa guerra, por lo mismo, produjo un efecto de integración para los pueblos que recibieron las familias expulsadas. Pero el caso de que dominen las fuerzas centrífugas es excepcional y tiene que ser transitorio, por cuanto a que supone un estado anormal que de continuarse por algún tiempo disolvería el conjunto social, toda vez que éste existe y se sostiene por las fuerzas de la cohesión social que son centrípetas. Pues bien, aun en el estado normal de los pueblos se producen los mismos efectos. Por muy intensas que sean las fuerzas de la cohesión social en ellas, esas fuerzas son como todas las mecánicas, y disminuyen y se pierden por la distan-cia y por las resistencias; de consiguiente atraen con tanta menor fuerza a las unidades sociales, cuanto mayor es la lejanía en que esas unidades se encuentran con respecto al centro de atracción. Es claro, pues, que en los conjuntos sociales demasiado extensos, por la dispersa colocación de sus unidades, o muy compactos por el gran número de unidades integradas, las unidades muy lejanas o muy indirectamente atraídas, estarán, o muy débilmente unidas

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al centro de atracción, o estarán completamente libres; y en uno y otro caso estarán siempre expuestas a sufrir la influencia de cual-quiera otra fuerza de atracción. Es el mismo efecto que se produce cuando en una superficie plana se riega polvo de fierro y se coloca en medio de él, una barra imantada; desde luego se produce un movimiento de agrupación de las partículas del polvo de fierro hacia los polos de la barra, pero esa agrupación se hace hasta don-de alcanza la fuerza de atracción y entre las partículas atraídas, con tanta más intensidad cuanto más cerca están de los polos. Muchas partículas no sufren la atracción, por lo que quedan donde antes estaban, y otras quedan muy débilmente agregadas. Si después se coloca cerca de la barra imantada otra semejante, ésta, a su vez, produce un nuevo movimiento de atracción en virtud del cual muchas partículas de las libres se le agregan y se le agregan tam-bién muchas de las ya agregadas a la barra anterior, de la que se disgregan para agregarse a la otra, por más que la fuerza atractiva de esta última, sea menor que la fuerza de la que se colocó prime-ro. Ahora bien, las fuerzas de agregación de los compuestos socia-les, o sea las fuerzas de cohesión, aunque de origen afectivo, se traducen en las ventajas que el individuo alcanza siempre de la vida en conjunto con los demás, y el trabajo de alcanzar esas ventajas produce, por un lado, la selección en virtud de la cual alcanzan mayores ventajas y se unen más al conjunto los más capaces; y por otro lado, el efecto de que el conjunto se perfeccione cada vez más y ofrezca al individuo mayores ventajas. Por consiguiente, en todo conjunto social, los individuos que no participan parcial o total-mente de las ventajas de ese conjunto, por su lejanía material del centro de ese mismo conjunto, y los individuos que no participan parcial o totalmente de dichas ventajas por haber sido apartados por la selección de la acción directa del propio conjunto están ex-puestos a sufrir siempre de hecho, la influencia de otros centros de atracción. El movimiento de desintegración y de integración a que nos referimos no se produce siempre entre los compuestos sociales más próximos, ni entre los más fuertes y más débiles, sino que, por todo lo que llevamos dicho, se produce a virtud de la función

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combinada de la fuerza de atracción de cada compuesto, de la fuerza de resistencia de cada compuesto también, y de la distancia a que esas fuerzas se hagan sentir. De todos modos, es evidente que lo que determinará siempre la inmigración en un país será la favorable condición de sus unidades propias, puesto que, en gene-ral, no atraerá unidades de ninguna especie, en tanto que no les ofrezca ventajas, y cuando éstas existan, producirán, como es na-tural, antes la agregación de las unidades inmediatas que la de las remotas.

En nuestro país, la diferencia de condición que existe entre las clases superiores y las inferiores ha determinado la formación de dos fuerzas contrarias: una que por el momento podemos conside-rar como centrípeta y otra, que también por el momento es clara-mente centrífuga. En efecto, las clases superiores, gozando como gozan de innegables ventajas, producen de un modo general una verdadera fuerza de atracción que se hace sentir hasta en naciones lejanas; pero las clases inferiores, entre las que se encuentran la de los propietarios pequeños y la de los trabajores a salario o jornal, por virtud del peso de las otras, según vimos en su oportuni-dad, tienden a dispersarse, y sus impulsos de dispersión indican una fuerza expulsiva. Si la primera de esas dos fuerzas provoca un movimiento espontáneo de inmigración de unidades superiores, la segunda, por una parte, impide el movimiento natural de la inmigración de unidades trabajadoras, y por otra, expulsa a las unidades trabajadoras traídas de un modo artificial.

Tratándose de la materia en que nos ocupamos, bueno es fijar ante todo, el sentido de las palabras que en ella se usan. Sobre este particular, el señor ingeniero Cobarrubias dice (Observaciones acerca de la inmigración y la colonización) lo siguiente:

En nuestra legislación y en casi todas las Repúblicas de la América es-pañola, se ha empleado la palabra colonización como sinónimo de in-migración. En la nuestra se ha establecido sin embargo, en los últimos años, la diferencia de llamar colonos solamente a los inmigrantes que vienen a radicarse por contrato celebrado, ya sea con el gobierno di-

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rectamente o con algún particular que tenga autorización especial del mismo gobierno, para establecer colonos. En realidad, no es ese el sig-nificado que corresponde a la palabra, sino que, como puede verse en cualquier diccionario, la palabra colonia significa un grupo de gentes que abandona su país para ir a establecerse en otro, conservando, sin embargo, la soberanía del de su origen, mientras que lo que aquí se considera con el nombre de colonización, no es, por el contrario, sino el acto de establecer personas en terrenos nuevos para que los cultiven y aumenten la producción nacional, ya sean estas personas de origen extranjero o mexicano, pero siempre sometidas a la Soberanía Nacio-nal. —Por extensión también, se ha dado el nombre de colonización al establecimiento de extranjeros en terrenos puestos ya en explotación con anterioridad. —En lo que va a seguir, llamaremos colono al que, siendo nacional o extranjero, se establece al amparo de las leyes del país, en un terreno antes inculto, con el fin de ponerlo en producción; e inmigrante, al que llega al país a ofrecer su trabajo personal a cambio de un salario.

Aceptando plenamente las ideas anteriores, a nuestro país, pues, sólo pueden venir extranjeros en calidad de colonos o de inmi-grantes propiamente dichos.

En calidad de colonos, no vendrán espontáneamente inmi-grantes europeos —por supuesto de un modo general—, sino en el caso de tener los recursos necesarios para venir y para hacerse aquí propietarios. De ser así, tendrán que venir a colocarse, por lo menos, entre los mestizos pequeños propietarios y rancheros, y los grandes propietarios criollos, pues para estar en las condicio-nes de los primeros, seguramente no vendrán. Esa colocación no podrán lograrla, sino en virtud de privilegios especiales, y de tener éstos, se convertirán en clase privilegiada que aumentará el peso que gravita sobre las clases inferiores, y entonces contribuirán en mucho a aumentar la fuerza de dispersión de esas clases, produ-ciendo el resultado indicado ya por El Tiempo de que las unida-des extranjeras expulsen a las nacionales. Esto último no parecería mal a los criollos; pero ni es patriótico, ni significa ganancia para el país, como veremos más adelante. De todos modos, es seguro

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que aun pudiendo venir como propietarios a ocupar una situación privilegiada, espontáneamente no vendrán todavía porque com-prenderán desde luego, que de venir, tendrán que venir a ocupar terrenos situados fuera de la zona de los cereales, y salta a la vista, que si esos terrenos no son ocupados por las unidades de nuestras clases inferiores, menos lo serán por unidades de indudable im-portancia superior como todos los agricultores capitalistas tienen que ser. Colonos traídos artificialmente por el sistema del señor ingeniero Gayol, o por otros semejantes, sí es fácil que vengan; pero es absolutamente seguro que no podrán fijarse en el país. Sobre este particular, el trabajo del señor ingeniero Gayol es un hermoso dechado de lirismos irrealizables. En las circunstancias presentes, dentro de la zona fundamental, la gran propiedad, si apenas deja lugar a la pequeña propiedad individual y comunal mestiza e indígena, hecha a luchar con ella; por una educación de siglos, evidentemente no abrirá lugar a una propiedad pequeña; que de venir en la forma propuesta por el señor ingeniero Gayol, vendría en condiciones superiores a las que ella misma guarda; y suponiendo hecha ya la división de la gran propiedad, como de se-guro se detendrá con esa división, según más adelante veremos, la dispersión de los indígenas jornaleros, y se paralizará en mucho el incesante derrame de población que la zona expresada hace sobre el resto del territorio, pronto ascenderá, y de un modo no fácil de preveer ahora, el censo de la población nacional en la misma zona, y eso hará innecesaria en ella la colonización. Esta, pues, ineludi-blemente tendrá que hacerse fuera de la zona fundamental, y fuera de la zona fundamental toda colonización de elementos extraños es imposible. No hay que olvidar que toda colonización debe ser agricultora, o no es tal colonización.

Dadas las condiciones naturales de nuestro territorio, fuera de la zona fundamental sólo la producción agrícola tropical de pro-ductos de consumo exterior es remuneradora, pero las regiones en que esa producción puede hacerse son muy limitadas, y en ellas, dicha producción tendrá siempre que hacerse más ventajosamente por las unidades desprendidas de la zona fundamental que por las

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unidades extrañas, como lo demuestra de un modo incontroverti-ble el ejemplo de Yucatán. Si las regiones de producción tropical, aun de consumo exterior, pudieran atraer colonización extranjera, ya Yucatán se habría llenado de colonos. Yucatán, en efecto, ofrece todo: tierras suficientes y libres; producción de productos no sólo de fácil y seguro consumo, sino de consumo privilegiado como el henequén, cuyo monopolio mundial tiene y tendrá tal vez para siempre, costas cercanas, ferrocarriles, proximidad de mercados de gran capacidad compradora, buen gobierno, todo, en suma; y sin embargo, Yucatán es uno de los estados que deben su prosperidad a los esfuerzos beneméritos de su propia población. Ahora, en las regiones que no son propias para la producción tropical, la pro-ducción de cereales será siempre precaria e insuficiente; no bastará permanentemente ni para la existencia de las colonias mismas. La índole de éstas requerirá forzosamente que su producción sea agrí-cola y que su producción agrícola pueda ser superior a su propio consumo, puesto que necesitarán adquirir de un modo constante muchos artículos no agrícolas que tendrán que pagar con el exceso de dichos productos. Esa producción, como hemos afirmado ya en otras veces, fuera de la zona de los cereales, es imposible. La naturaleza sólo es corregible hasta límites determinados. El suelo nacional únicamente en la referida zona puede producir cereales en cantidad bastante para el consumo local permanente y para tener un exceso que vender; fuera de ella, la producción viene a reducirse al maíz. Ya al tratar del problema de la irrigación hemos demostrado lo poco que hay que contar con la producción del trigo, y para que las colonias que se formaran pudieran, no pro-gresar, sino solamente existir, sería necesario, ante todo, que los colonos hicieran del maíz, como nuestros nacionales de las clases bajas, su alimento fundamental y casi único, lo cual no creemos que se llegue a lograr, y de lograrse en alguna colonia, ese hecho detendría la inmigración posterior; no sería, de seguro, motivo de atracción por parte de nuestro país para una población superior, como se juzga a la europea, la alimentación indígena, ni sería po-sible llevar el favorecimiento artificial de las colonias hasta el punto

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de asegurar a los colonos la alimentación de su país natal. Pero ni aun suponiendo que los colonos hicieran del maíz su alimento fundamental, sería posible la existencia de las colonias porque la misma producción de maíz, como ya hemos repetido varias veces, en los años buenos sería insuficiente, y a causa de no sucederse sin interrupción los años buenos, sería siempre precaria. Las co-lonias, pues, para nosotros, necesitarían llevar maíz de la zona fundamental para completar su gasto, y esto haría, por una parte, altamente gravoso el artificial sostenimiento de dichas colonias y, por otra parte, elevaría el jornal del trabajo en ellas hasta el punto de que el maíz por ellas producido, resultaría producido a tan alto precio, que no se llegaría a producir, porque no lo dejaría producir la competencia del maíz barato de la zona fundamental. A todo lo anterior hay que agregar que en las colonias artificialmente crea-das, no hay que pensar en la producción de maíz de temporal, porque entonces esas colonias se convertirían en el peor de los negocios aventureros; habría que formarlas como dice el señor in-geniero Gayol, en terrenos previamente dotados del beneficio de la irrigación; pero como dadas las condiciones de nuestro territorio los lugares en que la irrigación es posible, son muy pocos y están muy apartados, las colonias en ellos formadas tendrían que vencer, además de las dificultades de su propia producción, las consiguien-tes a la falta de comunicaciones. De hacerse éstas, en la cantidad y longitud necesarias para la plena comunicación de las colonias entre sí y con los lugares de consumo producirían el efecto de servir para llevar a ellas maíz y no para traerlo de ellas. Pretender producir maíz fuera de la zona fundamental para venderlo en ella, equivaldría a crear pescados en la laguna de Texcoco para ir a ven-derlos a Veracruz; además, de las colonias a la zona fundamental habría que pagar fletes de subida, y de la zona fundamental a las colonias, fletes de bajada. Pensar, pues, en que la producción de las colonias podría realizarse en los grandes centros de consumo que están en la zona fundamental es un absurdo; la producción de las colonias, caso de haberla, para ser realizada, fuera de ellas por supuesto, estaría destinada a venderse en puntos más lejanos de

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la zona fundamental, y en esos puntos el consumo no alentaría, de seguro, una gran producción para las colonias. Todo esto en cuanto a la sustancia de las ideas del señor ingeniero Gayol. Por lo que respecta a los detalles, los colonos campesinos serán muy difíciles de encontrar porque los campesinos sufren más que las otras unidades de un país, la influencia atractiva de éste y el tra-bajo de buscarlos costará mucho; los cuidados y mimos que serán necesarios para traerlos costarán más; el trabajo de hacer de riego las tierras de las colonias, el de preparar esas tierras con un cultivo preliminar, el de construir casas semejantes a las habitadas por los colonos en sus países respectivos, el de establecerles casas de comercio para venderles al costo, el de establecerles servicios sani-tarios y de limpia y aseo, etcétera, etcétera, costarán mucho más; el mantener a los colonos con jornales altos durante el tiempo de su enseñanza de propietarios, costará mucho también; el dar a los colonos títulos perfectos de propiedad es una ilusión que hará sonreír a nuestros lectores después de lo que hemos dicho al tratar del problema del crédito territorial; el asegurar a los colonos las cosechas año tras año en nuestro país, fuera de la zona de los ce-reales, y a pesar del riego, es una utopía; y por último, el creer en la eficacia de la educación de los colonos para convertirlos en propie-tarios, es un sueño. Y todo para crear colonos que, por una parte, vendrían a ser, como dice el mismo señor ingeniero Gayol, plantas delicadas que necesitan de muchos cuidados, y que a nuestro juicio serían absolutamente incapaces de llenar todas las desventajas, de allanar todos los obstáculos, de vencer todas las resistencias y de sostener todas las luchas en un medio tan ingrato, tan complejo y tan difícil cuanto el nuestro lo es; y que, por otra parte, vendrían a ser unidades sociales inferiores a las nuestras, como veremos en su oportunidad.

En calidad de inmigrantes propiamente dichos, tampoco ven-drán europeos, de un modo general por supuesto, porque les será imposible sostener la lucha por la vida con las unidades inferiores nacionales, considerablemente más fuertes que ellos. Esto, que pa-rece a primera vista un audaz contrasentido, es, a nuestro juicio,

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una verdad absoluta; pero como en virtud del extravío producido en la opinión general por los prejuicios de los criollos, esa verdad no puede considerarse como aceptada, nos vemos en el caso de comprobarla, cuando menos de un modo sumario y general.

Fuerza étnica de los elementos indígena y mestizo de nuestra población. Naturaleza

antropológica y étnica de los mestizos

La fuerza de las unidades inferiores de nuestra población, reparti-das en los elementos indígena y mestizo, estriba en su naturaleza antropológica y en su fuerza selectiva.

No somos, por cierto, los primeros en el trabajo de formular y en el intento de demostrar la fuerza antropológica de nuestras unidades inferiores. El señor general don Vicente Riva Palacio, en el Cap. II, Lib. II, tomo II de la Historia Clásica (México a través de los siglos), dijo lo siguiente:

La raza indígena, juzgada conforme a los principios de la escuela evo-lucionista, es indudable que está en un periodo de perfección y progre-so corporal, superior al de todas las otras razas conocidas, aun cuando la cultura y civilización que alcanzaba al verificarse la Conquista fuera inferior al de las naciones civilizadas de Europa. Los historiadores sólo han considerado a los indios por su aspecto exterior y por las manifes-taciones de su inteligencia, pero está aún por emprenderse el estudio antropológico de esa raza, que por los detalles orgánicos más claros y que se descubren en el primer cuidadoso examen. Difiere de las razas hasta hoy estudiadas, y denuncia, siguiendo el aceptado principio de las correlaciones en los organismos animales, que hay caracteres que hacen de ella una raza verdaderamente excepcional. El indio de raza pura ca-rece de pelo o vello en todo el cuerpo, inclusa la unión de los cuatro miembros, y es muy raro encontrar alguno de ellos que tenga siquiera algo de barba; la falta de estos apéndices cutáneos, que todos los natu-ralistas modernos consideran inútiles y aun perjudiciales para el hom-bre, sobre todo para los que viven en las zonas tropicales, en donde los parásitos encuentran en el vello que cubre el cuerpo fácil abrigo, indi-

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can un progreso en la constitución de la raza indígena. La preocupa-ción y la costumbre han convertido en objeto de ornamento viril la barba y el bigote, considerándole como el más hermoso de los caracte-res secundarios sexuales; pero la ciencia y la filosofía, estudiando la utilidad de esos apéndices dérmicos y la molestia que causan por la constante necesidad de su cuidado, los miran como verdaderamente inútiles y perjudiciales para el hombre.3 Esta desnudez de la piel no puede atribuirse a alguna costumbre de arrancar o quemar el bello que la cubre que haya podido convertirse en un carácter transmitido por la herencia; los romanos acostumbraron durante muchos siglos, no sólo las pastas depilatorias, sino aún las pinzas para arrancarse de raíz el Bello del cuerpo, y jamás se transmitió esa desnudez a los descendien-tes; los australianos acostumbran quemarse el vello del cuerpo, y los europeos afeitarse la barba, y tampoco se ha transmitido la desnudez del rostro. En correlación a la falta de barba viene en la raza indígena la perfección de la dentadura, porque la observación y la experiencia han confirmado que los indios sufren muy raras veces enfermedades en los dientes y encías y los conservan hasta una edad muy avanzada, sin más alteración que la que produce la usura y sin estar sujetos a la caries. El indio presenta como detalles de construcción y de evolución dentaria dos diferencias principales: la substitución del colmillo o canino por un molar, y la falta del último molar inferior conocido comúnmente con el nombre de muela del juicio. Howen4 dice, señalando el carácter del canino, que está indicado por la forma cónica de la corona, terminando en punta obtusa, convexo por la parte exterior, plano o cónico por el interior, la cual presenta en su base una pequeña prominencia. La for-ma cónica está perfectamente acusada en las razas melanesianas, sobre todo en la raza australiana. El canino está profundamente implantado y con una raíz más fuerte que la de los incisivos. En los indios de raza pura el diente que substituye al canino presenta caracteres diferentes, acusando la forma de un molar; la parte superior es más ancha que la base y termina casi en una mesa como un molar.5 Esto es común a la

3 C. Darwin, La descendence de l’homme, Pier. partie, chap. II.4 Anatomy of vertebrates, vol. III, 1868, pag. 323.5 “Como una prueba aun innecesaria, del principio de correlación en algunas

partes del organismo, debo decir que la desnudez de pelo en el rostro y cuerpo de los indios me hizo suponer alguna anomalía en la dentadura; encontré, en efecto, la sustitución del canino por un molar; esto me indujo, tomándolo

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raza mexicana y a la otomí, aun cuando entre ambas haya algunas dife-rencias notables en los detalles de la estructura.6 Se ha calificado de incisivo el diente que en la raza indígena substituye al molar; pero ni su aspecto, ni sus proporciones, ni su forma, ni el lugar en que está colo-cado dan fundamento a esta clasificación, apoyada sin duda en que ese diente presenta sólo una raíz como los incisivos. Los hombres de la raza europea o mestiza hacen más uso del canino y aún de los molares, como incisivos, que los indios; éstos siempre dividen lo que les sirve de alimento con los incisivos, al paso que en los hombres de otras razas, se observa frecuentemente que usan para morder, más bien que la parte anterior, uno de los lados de los maxilares, buscando instintivamente para los objetos resistentes el punto más poderoso de la palanca, y pro-curando evitar en las cosas blandas, como las frutas, que la facilidad con que penetren los incisivos produzca una presión molesta de la par-te no desgarrada del objeto sobre las encías. La sustitución del canino por un molar es un carácter que se observa en cráneos encontrados en yacimientos que denuncian una gran antiguedad, y que pertenecieron a hombres que habitaban las vertientes de las montañas que encierran el Valle de México, cuando seguramente toda la extensión que hoy constituye este Valle era un gran lago. Algunos de esos restos humanos fueron descubiertos al practicarse trabajos del ferrocarril de Tlalma-nalco, al abrirse un tajo en la falda de la montaña que limita las llanuras de Chalco que forman parte del Valle de México al Oriente de él. El canino se ha considerado por los naturalistas como una arma ofensiva

como un progreso, a pensar en las muelas llamadas del juicio, en el distinto modo de funcionar los maxilares y en la forma de sus cóndilos y de las fosas correspondientes; todo lo cual hallé comprobado, y aunque no tengo prueba ninguna ni he podido sobre ello adquirir datos, me atrevo a suponer que el apéndice vermicular ha desaparecido, o al menos es con gran diferencia más pequeño que en las otras razas humanas.”

6 El doctor en medicina Mucio Maycote ha tenido la bondad de hacer, por indicación mía, algunas observaciones en la raza otomí, en los pueblos que existen al noroeste de México, en el estado de Hidalgo. A él debo la confirmación de mis observaciones respecto de esa raza. Además, el señor Maycote ha observado un músculo supernumerario en la pierna de los otomíes, “que se inserta, arriba, en la cara externa de la cápsula fibrosa que riviste el condilo externo del fémur, y abajo, en el calcáneo; puede llamarse calcáneo externo. Sirve para levantar el calcáneo principalmente al estar en pie el individuo, soportando algún peso en las espaldas.” Debo, además, al mismo señor, la observación de que los caninos de la primera dentición en los indios tienen los mismos caracteres que en los europeos, y al cambiarse la dentadura aparece el molar característico de la raza.

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en los animales que le tienen, no como parte de la dentadura, y apro-piada para la masticación, supuesto que, en esas especies de animales, el colmillo sobrepasa los dientes del maxilar superior, adornando algunas veces fuera del belfo como en el jabalí, o presentando en otras especies, entre los dientes del maxilar superior, un espacio para el canino que sobrepuja a los demás dientes de la mandíbula inferior. Darwin consi-dera el canino del hombre civilizado actual en un estado rudimentario y apropiándose ya para la masticación; y afirma, apoyado en las obser-vaciones de Häckel, de Vogth y de Blake, que en los cráneos humanos se advierte el canino superando considerablemente el nivel de los otros dientes, aunque en menor grado que en los otros ximius antropomor-fos; que en todos esos casos hay un vacío entre los dientes de cada mandíbula para recibir la extremidad del canino de la mandíbula opuesta, y en los cráneos antiguos y en los de los cafres, estos caracteres presentan mayor exageración.7 Nada de esto se observa en los cráneos de los indios de la Nueva España; sustituido el canino por un molar, se hace verdaderamente apropiado para auxiliar la masticación; y esta va-riación que no es una anomalía particular, sino un carácter general de las razas mexicana y otomí, y que se encuentra en cráneos muy anti-guos, prueba también que se había verificado ya en ellas una evolución progresiva superior a la de las razas europeas y africanas. No puede atribuirse esa variación a que los indios fueran phitófagos o granívoros, porque en el caballo y en el asno existe el canino más desarrollado, principalmente entre los que nacen y se crían en el estado salvaje, sien-do para ellos el arma principal, y sólo las yeguas de razas muy cultivadas y en el estado de perfecta domesticidad suelen carecer de este diente.8 El jabalí, el puerco espín y el puerco doméstico tampoco son carnívo-ros, y sin embargo, el colmillo ofrece en ellos notables proporciones, aunque indicando por su estructura su destino al combate y no a la masticación; lo mismo puede decirse de la mayor parte de las especies conocidas de monos. Además, las investigaciones históricas han demos-trado que las tribus más antiguas que habitaban la Nueva España eran de cazadores que mataban a los animales, no sólo por aprovechar las pieles, sino para usar la carne como alimento. “Parece, dice Darwin, que

7 Darwin. La descendence de l’homme.—Ilackel, Generelle Morphologie.—Carle Vogth, Leçons sur l’Homme.—C. Carter Blake, Sur la machoire de la Naulette.

8 Darwin, De la variation des animaux et des plantes á l’etat domestique, tomo 1, cap. II, citando a J. Laurance, The Horse.

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los molares posteriores o del juicio propenden a convertirse en rudimenta-rios en las razas humanas más civilizadas, y son un poco más pequeños que los otros molares, detalles que se han observado también en el chim-panceo y en el orangután. Estas muelas no tienen más que dos raíces y no atraviesan la encía antes de los diez y siete años; me han asegurado que están más propensas a la caries y se pierden antes que otros dientes, aun-que esto lo niegan dentistas eminentes; están más que otros dientes sujetos a variación por su estructura y la época de su desarrollo. Entre las razas melanesianas estos dientes o muelas del juicio presentan por lo común tres raíces y son generalmente sanas, difiriendo menos de los otros molares que en las razas caucásicas. El profesor Schaaffhausen explica esta diferencia por el hecho de que en las razas civilizadas la parte superior denta-ria de la mandíbula es siempre reduCida, particularidad que, según presumo, puede atribuirse verosímilmente a que los hombres civili-zados se nutren de ordinario con alimentos ablandados por el cocimiento, y por consecuencia, se sirven menos de sus maxilares. M. Brace me ha di-cho que en los Estados Unidos la costumbre de extraer algunos molares a los niños se extiende más y más, y rediciéndose la mandíbula no permite el desarrollo complejo del número normal de dientes”.9 Supuesto esto, como otro nuevo carácter de perfeccionamiento, se presenta en la raza pura mexicana la falta de la muela del juicio; este detalle no es común a la raza otomí, pues en ésta se encuentra esa última muela en las mismas

9 C. Darwin. La descendence de l’homme, part. I, chap. I, citando al doctor Webb, Teeth in Man and the Anthropoid Apes. Owen, Anat. of vertebrates. On the primitive form of the eskul, traduit dans Anthrp. Le professeur Mantegazza m’ecrit de Florence qu’il a etudié recenment les dermiérs molaires chez les differentes races d’hommes; il en arrive á la même conclusión que celle donnée dans le texte, c’est-a-dire que chez les races civilisées, ses dents son en traint de s’atrophier; ou d’etre eliminées. En México es muy común una enfermedad que se llama en cirugía teriostitis alvéolo-dentaria. El mal comienza a desarrollarse comunmente al aparecer las muelas llamadas del juicio. Llama la atención esta coincidencia, y buscando su causa se ha hallado que la curva relativamente corta de los maxilares para contener diez y seis dientes, hace que éstos queden oprimidos y ocasionen la enfermedad mencionada. El doctor don José Bandera, que me ha comunicado bondadosamente esas observaciones, muchas veces ha detenido el curso de esa enfermedad, mandando extraer uno de los pequeños molares. Esto explica lo que dice M. Brace con respecto a la extracción de molares practicada en Estados Unidos, y en la raza mexicana proviene de que la indígena ha transmitido la cortedad del arco maxilar, al mismo tiempo que la europea el número de dientes, y ese conflicto de ambos caracteres ocasiona la enfermedad y exige la extracción de un molar.

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condiciones que entre los europeos.10 La masticación se efectúa por los indios de raza pura, más que por percusión, por fricción, como las rue-das de un molino, probándose esto por el gasto y pérdida del esmalte y dentina que se observa en el extremo de los dientes, de modo que es muy raro que un indio pierda alguna de las piezas que constituyen su dentadura; pero todos ellos la van gastando al grado de que en los vie-jos llega a reducirse a una delgada capa y a una sola masa, porque la superposión de los dientes de ambos maxilares es tan perfecta, que uniformemente se usan y gastan los incisivos y los caninos. A esto debe atribuirse sin duda la falta de esmalte en la punta de los dientes que se ha notado en los nootcas.11 Esta manera de funcionar del maxilar infe-rior es común a la mayor parte de las razas indígenas de México y co-rresponde, como es natural, a variaciones importantes en la estructura, sobre todo, del maxilar inferior, porque la torsión del cuello del cóndi-lo desaparece y la superficie de él pierde la figura ovalada, arredondán-dose a fin de prestarse más fácilmente al movimiento de la masticación, adquiriendo las fosas respectivas semejanza con las de los animales ru-miantes. En la raza de los tarascos, que ocupaban el reino de Michoa-cán, se advierte también la misma estructura dental que en los otomíes y mexicanos.12 Todos estos caracteres se conservan en el cruzamiento

10 La ausencia de la muela llamada del juicio, la he comprobado con mis observa-ciones personales en los indios de raza mexicana que habitan al oriente del Valle de México; y tan absoluta es, que muchos de ellos a quienes he examinado no tie-nen ni idea de que pudiera nacer una nueva muela a esa edad. Además, supliqué al doctor Juan Francisco López, radicado en uno de los pueblos de ese mismo rumbo, hiciese por su parte el mayor número de observaciones posibles, y me ha comunicado el resultado de ellas. “Hoy he tenido la oportunidad, me dice, de examinar indios del pueblo de Tepoztlán (estado de Morelos, sur de México) y de Huamantla (estado de Tlaxcala, noreste de México) ambos pueblos de razas mexicanas; en ninguno de ellos encontré la muela del juicio, y todos me dijeron que no recordaban haber tenido esa muela; todos ellos tenían el diente canino, sustituido por un molar.”

11 Bancroft. The nativas races, Tomo I, pág. 177, citando A Esproat’s Sanies, páginas 19 y 27.

12 El doctor don Teodoro Herrera, radicado en Uruapán, estado de Michoacán, tuvo la bondad de hacer, por encargo mío, algunas observaciones en la raza de los tarascos, y sus estudios confirman enteramente mis observaciones. He aquí los principales puntos de su informe: En el pueblo de Jicalán Viejo, del que apenas quedan algunas ruinas, y que debió dejar de existir poco tiempo después de la Conquista, en una yácata o sepulcro de los antiguos tarascos, encontró algunas vasijas de extraña construcción, algunas puntas de flechas labradas de obsidiana, una hacha de cobre, y un esqueleto perfectamente conservado; estudiando el

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de estas razas indígenas entre sí, aun cuando las observaciones sobre este punto no pueden ser abundantes, porque no es común entre esas razas la exogamía; generalmente los indios toman sus mujeres de su propio pueblo o cuando menos de su propia raza. Los mestizos que casi siempre provenían de raza española por la línea paterna eran los que activaban los cruzamientos, y en este caso se habían ya perdido los ca-racteres especiales de la raza indígena pura, pues éstos desaparecen o se modifican profundamente al primer cruzamiento con un individuo de cualquier otra raza o casta, presentándose desde luego en la primera generación mestiza, barba y pelo en el cuerpo, sobre todo, en la unión de los cuatro miembros, el diente canino y la imbricación de la denta-dura; de manera que ni el tinte obscuro de la piel ni el negro de la ca-bellera indican que un individuo es indio de raza pura, pues ese color es más persistente en la mezcla de la raza del indio con otras razas, como africana o asiática, que con la raza española. Preciso es, para de-clarar la fuerza de la sangre indígena, que concurran los caracteres de ausencia de apéndices dérmicos en el cuerpo, de substitución de molar por canino, de firmeza por la dentadura, y que los dientes de ambas mandíbulas se correspondan naturalmente en el mismo plano sin im-bricación.

El pelo que cubre la cabeza de los indios es perfectamente negro, lacio y se siente áspero al tacto; y depende esto último de que el pelo no presenta la figura cilíndrica; sino prismática.13 El sistema de alimenta-ción de los indios ha ejercido otra influencia notable sobre la estructura del maxilar inferior. El uso de los feculentos, sobre todo en prepa-raciones secas, exigía mayor secreción salivar, forzando las funciones submaxilares y las parótidas, que debieron a este aumento de actividad

cráneo advirtió que los caninos estaban substituidos por molares, y no existía la muela del juicio. Respecto de la manera de la masticación ha observado el mismo modo de funcionar de la mandíbula inferior por un movimiento de frotación, y además, que los dientes incisivos y molares se caen difícilmente y concluyen desgastándose. Los tarascos, según observación del mismo señor Herrera, carecen por completo de pelo, no sólo en la superficie general del cuerpo, sino aun en el pubis y en las axilas.

13 En algunas de las sierras de México, como en la de Oaxaca y al oriente del estado de Hidalgo, la costumbre de caminar con carga ha modificado de tal manera el funcionalismo en los músculos de los indios, que no les es posible caminar de prisa ni hacer largos viajes si no llevan a cuestas algún peso; así es que aunque vayan simplemente como correos, forman con piedras una carga que se echan a la espalda para llegar más pronto y con mayor facilidad y descanso a su destino.

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en sus funciones un gran desarrollo e influyeron en el maxilar inferior, abriéndole más en la parte posterior y produciendo en él, más grandes y profundas las excavaciones en que se alojan esas glándulas, con todo lo cual adquiere el rostro un corte especial, que le hace distinguirse perfectamente de un europeo. La observación de estos caracteres espe-ciales de la estructura y funciones en algunas partes del organismo de los indios y seguridad de su profunda modificación o desaparición al primer cruzamiento con cualquiera raza o casta que tenga por origen la europea, la africana o asiática, ha tomado notables proporciones y es de una trascendental importancia después del descubrimiento de los restos del hombre fósil en el Valle de México. Encontráronse estos restos al pie y por la parte norte de la pequeña montaña aislada en el Valle de México, conocida con el nombre de Peñón de los Baños o del Marqués; rodea a esa montaña una explanada de toba caliza silicífera muy dura, en cuya roca se hallan incrustados los restos de aquel hom-bre, y el descubrimiento se debió a los trabajos que allí se practicaban, extrayendo piedras para construcción, desgranando grandes rocas con dinamita. La remotísima antiguedad que acusan esos restos incrusta-dos en la roca y la presencia de caracteres en la dentadura, iguales a los que se registran hoy en la raza indígena, y comprobada la observación de que esos caracteres se pierden al primer cruzamiento, hacen induda-ble la consecuencia de que la raza indígena se ha mantenido sin mezcla desde los obscuros tiempos prehistóricos hasta nuestros días. Adviér-tese en la dentadura de ese hombre fósil (que se haya perfectamente conservada sin haber perdido siquiera el esmalte), que el canino está substituido por un molar, de la misma forma que tiene el de los indios que hoy existen; faltan los molares posteriores llamados del juicio; la forma del maxilar es muy semejante y no hay imbricación, apareciendo colocados los dientes de ambos maxilares en perfecta superposición y sobre un mismo plano, y aun puede notarse el gasto de ese esmalte en las mesas de los molares. En todos los cráneos que se han encontrado en otras partes del mundo, el canino se presenta más fuerte y desarro-llado en proporción que el cráneo pertenece a una época más retirada de los tiempos actuales de la humanidad. La existencia del hombre en América en el periodo geológico que denuncia el hombre fósil de México, y los caracteres observados en sus restos dan ocasión a suponer autóctonas las razas que poblaron el continente americano, porque esos

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caracteres, o fueron propios de esas razas, desde sus primeros abuelos, o los adquirieron en fuerza de la selección natural por evoluciones pro-gresivas; y sus profundas modificaciones y su pérdida son, o la vuelta al carácter de antiguos progenitores por una metamorfosis regresiva, o la falta de preponderancia de transmisión, propia de una raza primitiva. En el segundo de estos casos sería necesario suponer que si el hombre de América procedía del mismo origen que los primitivos habitantes de las demás partes del mundo, su antiguedad era tal, que había alcanzado en la época del hombre fósil de México un progreso de que está muy lejos todavía el organismo humano en las otras partes del mundo, y que esta variación, por el aislamiento absoluto de las razas que la habían adquirido, se ha conservado hasta nuestros días. Ni se puede tampoco decir que la alimentación del clima influyera para producir esos carac-teres de las razas indígenas de México, porque los animales herbívoros como el caballo y el asno, o frugívoros, como el jabalí y los monos, no han llegado a perder el canino; porque la alimentación de los indígenas fue siempre la misma que la de todas las razas primitivas en el mundo; porque en el territorio ocupado por esas razas, en la parte mexicana del continente, se encuentran todos los climas y todas las altitudes geo-gráficas que puedan suponerse, y sin embargo, no se encuentra gran diferencia entre ellos; y finalmente, porque si efecto fuera de las condi-ciones del lugar habitado, estas condiciones, ayudadas eficazmente por la preexistencia y fijeza de aquellos caracteres, habrían sido causas para impedir la fácil desaparición de esos caracteres, facilidad de desapari-ción y de profunda modificación que indica con seguridad la pureza de la raza indígena y su completa diversidad de las que con ella se han cruzado. Queda, pues, el extremo de decir, aunque sin poderlo afirmar definitivamente, que las razas americanas son autóctonas y en un grado de progreso superior al de las otras razas, pues si por progreso debe entenderse la acumulación de los caracteres que en un organismo son útiles y necesarios para sostener la lucha por la existencia, y la desapa-rición más o menos completa de los inútiles y perjudiciales poseídos por anteriores generaciones, es indudable que los indios estaban en una evolución más avanzada, pues conservando en estado ya rudimentario los mismos órganos que en estado rudimentario tienen los individuos de las otras razas, como las mamilas en el sexo masculino, habían per-dido la barba y el pelo en el cuerpo, la muela del juicio, y adquirido un

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molar nuevo, sustituyendo el canino que en las razas más avanzadas en Europa subsiste todavía en estado rudimentario. Darwin acepta, para definición del progreso con Baer, la extensión de la diferencia de las partes de un mismo ser y la especialización de estas partes para dife-rentes funciones, sólo agregándole, en el estado adulto; Milner Edwars, siguiendo el fecundo principio de Claudio Bernard sobre la división del trabajo fisiológico, habla del progreso de un organismo como perfec-cionamiento de la división de ese trabajo; pero la adquisición y persis-tencia de un órgano nuevo útil, lleva invívita por las mismas condicio-nes de este órgano, la división fisiológica del trabajo, por las funciones de que él se encarga, librando de ellas a la parte del organismo que antes la ejecutaba, y la pérdida de órganos inútiles descarga al organis-mo del trabajo de la nutrición de ellos, permitiéndole aplicar esa fuerza economizada el desarrollo de otros nuevos no necesarios, o al menos, útiles a la lucha por la existencia. Todas estas condiciones se cumplen en las diversas modificaciones que en la estructura y funcionalismo de las razas indígenas se notan para establecer la distinción entre ellas y las demás razas del mundo y prueban que esas variaciones y modificacio-nes constituyen una verdadera superioridad en su evolución progresiva. Además, como prueba, aunque indirecta, de que esos caracteres obser-vados en las razas indígenas son un progreso en el organismo, puede alegarse la facilidad con que todos esos caracteres se pierden o degene-ran por el cruzamiento, porque está comprobado por la experiencia que las razas muy perfeccionadas degeneran rápidamente sin una selección cuidadosa.14

14 Darwin, De la variation des animaux et des plantes, capítulo XXI.—Por la ley de correlación en los organismos, de la ausencia de barba y de apéndices vérmicos del cuerpo, se puede inferir con respecto a los indios la diferencia de las otras razas en la estructura dental, y la experiencia comprueba la exactitud de esa suposición; presentando el hombre fósil los mismos caracteres que los indios actuales en la dentadura, no sería, pues, aventurado asegurar que debió haber carecido de apéndices cutáneos en el rostro y en el cuerpo, presentando ese carácter igual al de las razas actuales y respondiendo también con eso de la falta de cruzamiento, porque ese carácter se pierde inmediatamente en el producto de cualquier mezcla de la raza. Por poca antiguedad que quiera suponérsele al hombre fósil de México, acusa siempre un número de años tal, que excede con mucho no sólo los periodos históricos, sino a la época de los cráneos humanos más antiguos que se han encontrado, y fundadamente puede decirse que es el monumento más precioso para probar la antiguedad del hombre en América y la pureza de las razas que han habitado la parte que corresponde a México.

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Los señores profesores don Alfonso Herrera y doctor don Manuel Vergara Lope, en el Catálogo de la sección de Antropología del Mu-seo Nacional, pusieron el párrafo siguiente:

Respecto a caracteres étnicos diremos solamente que no es cierto les falten los caninos a los indios, como se había supuesto; y que si algunas veces carecen de las muelas del juicio, faltan éstas también con mu-cha frecuencia en los habitantes de Europa. Otro carácter que se quiso considerar también como extraordinario, es el de cierta falta o escasez de barba y de vellosidades en el cuerpo; pero debe recordarce que los hombres del gran continente americano son lampiños15 y no tienen sino poco o ningún vello en el cuerpo.16

Faltan datos suficientes para hacer generalizaciones precisas sobre la antropología de los pueblos indígenas mexicanos; pero de un modo general, puede afirmarse, que dichos pueblos son de una antiguedad remotísima y están compuestos de unidades de una poderosísima fuerza racial. Solo una selección de muy largo proce-so pudo hasta tal punto poner de acuerdo los caracteres de dichos pueblos con las condiciones del medio en que ellos vivían, que llegó a producir en el organismo humano de las unidades de esos mismos pueblos, diferencias tan notables con respecto a las demás unidades de la especie, cuanto lo son las que aquellas presentan al examen más superficial. Ahora, si el objeto y fin de toda selección orgánica es lograr hasta donde sea posible la adaptación al medio, y es tanto más perfecto un organismo cuanto mejor alcanza esa adaptación, no cabe duda en que el organismo del indio es un or-ganismo superior, como verdaderamente lo es. No en todas partes es posible la vida humana en el territorio nacional, como en otra parte dijimos; pero en los lugares donde lo es, el indio puede vivir

Los estudios de sus antropologistas y de los médicos del continente americano resolverán sin duda el gran problema de si todas las razas que habitaron ese gran continente, y de las cuales quedan aún como representantes muchas y numerosas tribus, tuvieron un origen común, han poseído los mismos caracteres y pueden considerarse como autóctonas.

15 Darwin, La descendance de l’homme. París. 1872. Vol. II, p. 337.16 Ibid, p. 338.

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a pesar de las diferencias de altitud, de clima, de humedad y de salubridad que existen entre esos lugares, si bien no en todos esos mismos lugares se multiplica de igual modo. El territorio nacio-nal, de un modo general por supuesto, sólo produce maíz, chile y frijol, y el indio está hecho para vivir únicamente de esos pro-ductos. El territorio nacional carece de medios naturales de fácil comunicación, y el indio está conformado para hacer grandes mar-chas a pie. El territorio nacional carece naturalmente de medios de transporte, y el indio tiene un músculo especial que le permite ser animal de carga. El territorio nacional, por la variedad de sus con-diciones meteorológicas, hace difícil la defensa artificial de la vida contra ellas, y el indio está acostumbrado a resistirlas desnudo. El territorio nacional, por la acción de múltiples circunstancias, tiene en su seno, muchas, muy extensas y muy variadas zonas de enfermedad y de muerte, y el indio está hecho a vivir en muchas de ellas sin otra defensa que la fuerza de su propia selección. No pue-den encontrarse en ninguna raza de las que habitan en América, mejores condiciones de adaptación al medio. A esas condiciones precisamente se debe que ni por la guerra de exterminio que les declararon las razas blancas anglosajonas en los países del norte, ni por la esclavitud necesaria a que las sometió su cohabitación con las razas blancas latinas en los países del centro y del sur, hayan podido las razas indígenas ser extinguidas por completo. Las razas blancas en los países del norte no pudieron llevar la guerra contra las razas indígenas, sino hasta donde ellas mismas podían vivir; las razas latinas no llevaban su esclavitud sino hasta despojar a las indígenas de los terrenos que aquellas necesitaban; pues bien, en los lugares a donde las razas blancas del norte no pudieron llevar la guerra sin perecer ellas mismas, y a donde las razas blancas del centro y del sur, no llevaron su capacidad, por creer ésta sin objeto, las razas indígenas pudieron vivir y conservarse a través de los si-glos. Esto indica de un modo evidente que si las razas blancas po-dían considerarse superiores a las indígenas por la mayor eficacia de su acción, consecuencia lógica de su más adelantada evolución, las razas indígenas podían considerarse como superiores a las razas

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blancas por la mayor eficacia de su resistencia, consecuencia lógica de su más adelantada selección. Ahora bien, entre las energías de acción y las de resistencia, ¿cuáles deben considerarse como supe-riores? Indudablemente las de resistencia. La acción se cansa más pronto que la resistencia. La raza española en América agotó sus energías como lo demuestra la debilidad de España misma y como lo demuestra en los países hispanoamericanos, la debilidad de los criollos; en cambio, las energías indígenas se muestran en crecien-te desarrollo en los mestizos y se sienten palpitar en los indios.

Naturaleza antropológica y étnica de los mestizos

El elemento mestizo formado por el cruzamiento del elemento español y del elemento indígena no es una raza nueva, es la raza indígena, considerada como la totalidad de las razas indígenas de nuestro suelo, modificada por la sangre española. El señor general Riva Palacio, en la Historia Clásica (México a través de los siglos), Tomo, Parte y Capítulo citados antes, dice lo siguiente:

El atavismo de la raza indígena no se manifiesta nunca entre los mesti-zos descendientes de indio, reproduciendo los caracteres puros de esa raza; y si el principio de la herencia hace alguna manifestación, es si-guiendo siempre la línea española cuyos detalles de construcción se fijan de una manera más persistente en la descendencia, influyendo sólo el cruzamiento en las manifestaciones de esos detalles, modificaciones que han venido a constituir la raza de los mexicanos modernos, en la parte en que tienen ya caracteres propios, y que acentuándose más y más, llegarán a formar, con el transcurso de uno o dos siglos, el verda-dero mexicano, el mexicano del porvenir, tan diverso del español y del indio, como el italiano del alemán.

Aunque esa razón no fuera exacta, el hecho antes afirmado tendría que ser, porque indudablemente hay en las unidades mestizas más sangre indígena que española, lo cual ha sido el efecto de muchas causas entre las cuales, las principales son, primero, la de que el

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cruzamiento de la raza española con la indígena se hizo por un número muy reducido de unidades de la primera en un número considerablemente mayor de unidades de la segunda; segundo, la de que ese cruzamiento se hizo en general por los varones de la raza española en las hembras de la raza indígena, y le faltó, por consiguiente, todo el contingente del elemento femenino español; y tercero, la de que si el elemento español consideraba inferior al elemento criollo de sangre pura, consideraba como confundido con el indígena al elemento mestizo, y como al indígena lo repug-naba, en tanto que al elemento mestizo, aunque por su naturaleza híbrida lo repugnaba como al indígena, lo repugnaba en un grado considerablemente menor y no hasta el punto de evitar su cruza-miento con él. Todo esto se entiende durante la época colonial. A partir de la Independencia, los principios de igualdad republicana han ido borrando poco a poco las diferencias étnicas entre los dis-tintos elementos de la población; pero más entre los mestizos y los indígenas que entre los extranjeros y criollos, por una parte, y los mestizos e indígenas por otra. A consecuencia de esa circunstan-cia, y de la de que los mestizos desde el Plan de Ayutla han nece-sitado el concurso de los indígenas para luchar con los extranjeros y con los criollos, los mestizos han ido absorbiendo poco a poco a los indígenas, y de hacerse las reformas que en estos estudios pro-ponemos, es seguro que llegarán a incorporárselos en su totalidad, en un futuro no muy lejano. Buena prueba da de lo anterior, la comparación entre la distribución de la población a principios del siglo pasado, y la que resulta del último censo oficial. La población de Nueva España en 1804, según los datos de Humboldt, ascen-día a 6 122 354 habitantes, de los cuales 1 300 000, es decir, una quinta parte, poco más o menos, eran mestizos. En la actualidad, los mestizos suman la mitad, poco más o menos, de la cifra total de la población. En el siglo que media entre los datos de Hum-boldt y del último censo oficial es, a todas luces, evidente que el número de indígenas ha disminuido considerablemente, y su disminución, si bien ha obedecido a causas muy numerosas y muy

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complejas, reconoce como causa principal la evolución de la raza intermedia o mestiza.

Ahora bien, para dar idea de la fuerza étnica individual de los mestizos no necesitamos más que copiar algunos párrafos escritos por un criollo señor, insigne en las letras patrias. El señor don Francisco Pimentel (Memoria presentada al emperador Maximi-liano sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena de México y medios de remediarla) dice lo siguiente:

¿Pero la mezcla de los indios y de los blancos, dirán algunos, no produce una raza bastarda, ya raza mixta que hereda los vicios de los otros? La raza mixta, respondemos, sería una rara de transición; des-pués de poco tiempo, todos llegarán a ser blancos… Por otra parte, no es cierto que los mestizos hereden los vicios de las dos razas, si no es cuando son mal educados; pero cuando tienen buena educación, sucede lo contrario, es decir, heredan las virtudes de las dos razas. El señor Alarcón ha observado y con mucha verdad, que los mestizos son susceptibles de todo lo bueno y de todo lo malo… Vamos a exponer ahora, las cualidades buenas y malas que todo el mundo observa entre los mestizos, para que se conozca el partido que de ellos puede sacarse. Mientras que el indio es sufrido, el mestizo es verdaderamen-te fuerte, así es que le vemos entregado a los trabajos más rudos: en el campo doma toros y caballos; en las artes, es herrero, carpintero o cantero; en las minas él es quien resiste las labores del tiro o de la hacienda de beneficio, trabajos en que toman parte aun las mujeres de su raza, como las que llaman pepenadoras, las cuales se ejercitan en partir los minerales más duros con pesados martillos. El mestizo es valiente, y la prueba es que de su raza salen los únicos buenos sol-dados en que confían los jefes mexicanos. Los rancheros del campo, los léperos de nuestras ciudades, son gente de un mirar firme y seguro, en su porte confiado, dan a conocer la audacia que los distingue. Ven con desprecio a los indios; pero entre sí, o son amigos generosos y leales, o enemigos encarnizados, con la navaja o el cuchillo se baten valerosamente, aun en los lugares más públicos, sin que la justicia logre nunca arrancarles una declaración que pueda tomarse por baje-za, o deseo de vengarse por mano de otro; el mestizo desprecia a su enemigo o toma por sí mismo la venganza. Los mestizos fueron los

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que sostuvieron la guerra de Independencia, y son los que forman las cuadrillas de salteadores audaces que infestan nuestros caminos.

No tenemos que agregar una palabra más.

Fuerza selectiva de los elementos indígenas y mestizos de nuestra población

Al entrar al estudio de la fuerza selectiva de los elementos fun-damentales de nuestra población, comenzamos por referirnos a un punto que dejamos en otro lugar sin las debidas explicacio-nes. Dijimos que las razas blancas podrían considerarse como superiores a las indígenas, por la mayor eficacia de su acción, consecuencia lógica de su más adelantada evolución, y que las razas indígenas podrían considerarse como superiores a las blan-cas, por la mayor eficacia de su resistencia, consecuencia lógica de su más adelantada selección. Aquí creemos necesario poner un nuevo apunte científico.

Apunte científico sobre las formas de la evolución correlativas

a las formas de la selección, resultantes de la influencia de la forma y extensión del medio geográfico sobre la población

La evolución siempre será el resultado de la selección, pero según sean las formas de la selección, serán las formas de la evolución re-sultante. Podemos distinguir entre las muchas formas que reviste, dos que son las pertinentes para nuestro objeto: la selección que llamaremos individual y la que llamaremos colectiva. La selección que se hace en un grupo social para asegurar la supervivencia de los individuos más aptos es la individual; y la colectiva es la que se hace entre varios grupos sociales para asegurar la supervivencia de los más aptos también. La selección que hemos llamado indi-vidual conduce de preferencia a la adaptación de los individuos al

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medio, y la selección que hemos llamado colectiva, conduce, de preferencia también, a la perfección de los individuos.

En un grupo social aislado, la incesante selección individual, resultado de la lucha general entre todos los individuos, por fuer-za produce la progresiva supervivencia de los más aptos: ¿de los más aptos para qué?, sin duda para la vida individual, o sea para acomodarse a las condiciones, por un lado naturales y por otro sociales, en que su vida individual se desarrolla; pero entre unas y otras de esas condiciones tienen que ser dominantes las primeras, o sea las del medio, supuesto que en suma las sociedades se ajustan a ellas. Tiene que ser así, porque los aptos no lo son sino por razón de contar en mayor grado que los otros, con las fuerzas que les dan sus instintos y sus facultades intelectuales; pero los primeros no podrán salir del círculo de las necesidades de conservación y de multiplicación, determinadas por las condiciones del medio físico, y las segundas, no podrán pasar del horizonte que les marque el conocimiento de esas mismas condiciones para satisfacer mejor aquellas necesidades. De consiguiente, la progresiva supervivencia de los aptos, aunque no deja de influir sobre el desarrollo social en el sentido del progreso del conjunto, se traduce de preferencia en el sentido de un perfeccionamiento progresivo animal.

Cuando un grupo social está en contacto con otros, desde que llega a tener existencia integral sensible, comienza para él la selección colectiva, es decir la lucha de grupo a grupo, que asegura la superposición del más apto: ¿del mas apto para qué?, para soste-ner su vida colectiva contra el empuje de los demás. Esa selección determina en varios grupos si las condiciones del medio son pro-picias, la superposición de unos grupos, los más aptos, sobre los otros, y la formación consiguiente de grupos de superior estado de integración. Al formarse estos grupos, si las condiciones de su situación no los obligan a nuevas luchas, entonces, terminada dentro de ellos la contienda de los grupos interiores, se afloja la fuerza integral que determina su acción exterior, y esa fuerza se distribuye entre las unidades, aumentando, como es consiguien-te, la acción de éstas, lo que activa la selección en el sentido de

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la depuración animal, según ya dijimos. Si por el contrario, las condiciones de su situación los obligan a nuevas luchas, entonces la fuerza integral asciende a expensas de la individual y asegura la formación de estados cada vez más extensos y cada vez mejor in-tegrados. En éstos, a medida que crecen en extensión y en fuerza integral, disminuyen la amplitud y la intensidad de la acción del individuo; pero en sentido opuesto, merced a la ley económica de la división del trabajo, crecen el bienestar y la felicidad del mismo individuo, lo cual produce el progresivo perfeccionamiento de este último. Sobre este particular no creemos necesario insistir, y sólo llamamos la atención de nuestros lectores hacia el hecho de que contra lo que sostienen a diario casi todos nuestros publicistas, a mayor libertad individual no corresponde mayor, sino menor pro-greso; los individuos de mayor libertad son los salvajes; a medida que el progreso avanza y que la civilización florece, la libertad individual se restringe. La selección colectiva, pues, por lo mismo que restringe la libertad individual, favorece la vida social, y la vida social en que también contra lo que proclaman a diario todos nuestros publicistas, hacen más por la vida de cada individuo los demás miembros sociales que el individuo mismo, facilita de tal modo la vida individual que la perfecciona, y por lo tanto, si en los compuestos sociales muy integrados la selección animal degenera mucho, produciendo tipos de raza de muy débiles condiciones de adaptación al medio, en cambio la evolución avanza rápidamente produciendo tipos de raza de muy altas condiciones de evolución superorgánica. Las dos formas de la selección producen resultados que se excluyen mutuamente y que debidamente equilibrados se compensan. Dos ejemplos darán mejor la idea general de todo lo que llevamos expuesto. China, a virtud de su aislamiento, ha dejado por muchos siglos de tomar parte en las luchas de la selec-ción colectiva, y en ella el predominio de la selección individual ha producido una raza muy fuerte y muy numerosa, una raza cuyas unidades están tan adaptadas al medio físico, que con facilidad se acomodan a cualquier otro, y en él viven en condiciones en que no pueden vivir las demás unidades humanas; pero esa raza, de-

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tenida en su evolución colectiva, es una raza débil y atrasada, muy atrasada. Francia, por el contrario, en virtud de su entusiasmo por todas las empresas de redención y de su apasionamiento por la glo-ria militar, ha tomado parte en casi todas las luchas de la selección colectiva europea y ha llegado a producir los más perfectos tipos de perfección humana; pero ha acabado por detener, o cuando menos, por restringir, el trabajo interior de su selección individual, motivo por el cual su población tiende a disminuir. Las condicio-nes geográficas y topográficas del territorio que los pueblos ocu-pan, determinan generalmente la forma de su selección y, por lo tanto, la dirección de su destino. Los pueblos asiáticos, habitantes de amplias mesas y extensas llanuras, han sido pueblos de selección individual; los europeos, habitantes de estrechas penínsulas, han sido pueblos de selección colectiva. Por eso en los primeros, las razas son de unidades más numerosas y más fuertes, y en los se-gundos, las razas son de unidades más perfectas.

La forma geográfica en que quedó la América desde el hundi-miento de las extensas tierras a que la ciencia supone que estaba antes unida por Oriente y por Occidente, la extensión de las dos grandes fracciones en que naturalmente quedó dividida, la distri-bución en ellas de las amplias zonas de plantas de alimentación, y la extrema división de esas zonas por la colocación de las monta-ñas determinaron, en primer lugar, el aislamiento casi absoluto del continente que la misma América quedó formando respecto de los demás; en segundo lugar, el aislamiento relativo de la población de las dos grandes fracciones del mismo continente; y en tercer lugar, el aislamiento de cada grupo primitivo con respecto a los otros, porque tan luego que alguno hacía sentir su acción de un modo vigoroso sobre los demás, éstos huían y siempre encontraban en su fuga otros lugares en donde establecerse, poco más o menos iguales, a los que abandonaban. Ese estado de cosas se prolongó en el norte, hasta que dichos grupos se aglomeraron en la región ístmica, y allí tuvo lugar el choque de los unos contra los otros, la superposición de los de unidades más fuertes y mejor integradas sobre los demás, y el principio de formación de un estado de cierto

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adelanto evolutivo; pero hasta tanto que los grupos expresados lle-garon a reunirse y a encontrarse en la necesidad de luchar los unos contra los otros, en cada uno de ellos la selección duró larguísimo periodo de tiempo y formó, como era natural, unidades de raza de una fuerza colosal de adaptación. Como los mismos grupos no comenzaron su selección colectiva, sino hasta que llegaron a aglomerarse en la región ístmica, lo cual ya fue en una época rela-tivamente moderna, dicha selección apenas comenzaba a esbozar la formación de un estado de cierta extensión y de cierta fuerza integral, cuando aparecieron las razas blancas

En Europa sucedió precisamente lo contrario. La distribu-ción de los primeros pueblos en torno del Mediterráneo, la aglo-meración de ellos en los estrechamientos de las penínsulas, y los frecuentes choques que sufrieron de los pueblos asiáticos y africanos, fueron determinando que dentro de cada cual se hi-ciera a expensas de la libertad individual, una integración que hizo adelantar mucho la selección colectiva, merced a la cual se hizo la superposición de pueblos que dio lugar a la formación de uno de los estados más extensos y mejor integrados que ha ha-bido jamás en la tierra, y que fue el romano. Disgregado éste en grandes fracciones, estas últimas, por su distinta situación y por sus distintas condiciones, mantuvieron de un modo constante las luchas y, por lo mismo, produjeron una renovación incesante de los objetivos de la selección, haciendo avanzar el estado evo-lutivo de los pueblos nuevos. Como el excesivo desarrollo de la selección colectiva reduce los efectos de la selección individual, el constante estado de guerra en que los nuevos pueblos vivían ha-bría comprometido gravemente, sin duda, su supervivencia, si no hubieren venido a restablecer en ellos el juego equilibrado de la selección individual las periódicas invasiones asiáticas. Esas inva-siones renovaron las fuerzas de las razas europeas que llegaron a ser a la vez fuertes en sus unidades y adelantadas en su evolución, en su progreso. En uno de sus periodos de mayor fuerza y de mayor adelanto vinieron a América.

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Creemos, pues, tener razón al afirmar que las razas de más adelantada evolución tienen más acción, y que las razas de más ade-lantada selección, tienen más resistencia. Esta afirmación, apoyada en todas las razones antes expuestas, autoriza esta otra que ya tam-bién hicimos: las razas de resistencia son más fuertes que las razas de acción. En el choque de dos razas rara vez deja de producirse la mezcla de ellas, y en el producto intermedio, a nuestro juicio, domina, como lo indica el señor Riva Palacio, la sangre de la raza más resistente.

Vuelta al punto de la fuerza selectiva de los elementos indígena y mestizo

de nuestra población

Dada la poderosa fuerza étnica y selectiva de los elementos indí-gena y mestizo, o mejor dicho, mestizo e indígena, estos elemen-tos no serán vencidos por los demás interiores del país. Supuesto que existe todavía la raza indígena pura en sus diversas familias, y supuesto que la raza mestiza no es, en suma, más que la raza in-dígena modificada ventajosamente por la sangre española, es claro que deben dominar en ambas razas como dominan en efecto, las características de la muy avanzada selección. Ni la indígena ni la mestiza, a pesar de la mejoría que ésta ha logrado, se distinguen, como ya hemos tenido ocasión de decir, ni por su hermosura, ni por su cultura, ni en general por los refinamientos de las razas de muy adelantada evolución, sino por las condiciones de su incom-parable adaptación al medio, por las cualidades de su portentosa fuerza animal. Pasando aquellas condiciones y estas cualidades por el tamiz de un análisis estrecho y riguroso, se ve que las más gran-des de ellas son: primero, la sujeción absoluta a la alimentación de maíz; y segundo, la costumbre de vivir casi a la intemperie.

La alimentación de maíz es de incomparable fuerza de nutri-ción. De un modo general puede dividirse esa alimentación en tres grados: el que pudiéramos llamar simple, que se compone sólo de maíz, sal y agua, y que es propio de los indígenas pobres; el que

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pudiéramos llamar completo, que se compone de maíz, sal, chile y pulque, que es el de los indígenas que gozan de bienestar; y el que pudiéramos llamar compuesto, en el que además de maíz, sal, chile y pulque entran el trigo, la carne y los demás alimentos y condimen-tos, sin que deje de ser el maíz el alimento fundamental, que es el grado de la alimentación de la mayor parte de los mestizos. El grado compuesto permite al individuo hacer todos los trabajos, dedicar-se a todos los ejercicios y desempeñar todas las funciones, hasta las del pensador y del genio; el grado completo permite al individuo todas las funciones de la vida en trabajo material constante y ac-tivo, permitiendo a los grupos sociales en conjunto desarrollarse, multiplicar sus unidades y prosperar; el grado simple permite al individuo mantenerse en pleno trabajo físico, pero puede notarse que los grupos sociales que se sostienen con la alimentación de ese grado no se desarrollan bien, no multiplican sus unidades, como las del grado completo, y no prosperan. De todos modos, en nuestro país, lo mismo los indígenas que los mestizos pueden vivir por tiempo indefinido sin más alimentación que la del grado simple. Esa alimentación, sin embargo, de ser en apariencia tan miserable, da al indígena fuerza muscular de una intensidad y de una continuidad superiores a la fuerza media humana, e igual, si no superior, a la del caballo y grandes fuerzas intelectuales. En efecto, la alimentación del grado simple, consistente en unas cuan-tas tortillas y unos cuantos granos de sal, bastan a un indio para hacer a pie las jornadas de un caballo (de quince a veinte leguas, y nosotros mismos lo hemos podido ver) y para hacer esas jornadas llevando a cuestas un peso medio de ochenta kilos. La misma ali-mentación del grado simple ha dado al mestizo energías suficien-tes para sostener largas campañas y empeñadas luchas. El elemento mestizo de la población hizo las guerras de la Independencia, de la Reforma y de la Segunda Independencia comiendo tortilla y sal. Con esa misma alimentación ha hecho la paz presente. En cuanto a la falta de abrigo, lo mismo pasa. Todos los extranjeros que vienen a nuestro país se asombran de lo abierto y desabrigado de nuestras habitaciones. Aún en nuestras ciudades es raro el uso de las chime-

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neas. Los europeos y americanos que nos visitan se mueren de frío en nuestras mejores casas durante la noche por falta de calefacción. Ahora bien, si eso es en nuestras ciudades, donde reside la parte más fina y delicada de nuestra población, huelga considerar lo que sucede en los ranchos, donde habitan los mestizos, y en las mon-tañas donde viven los indígenas. En nuestras haciendas, apenas se usan los vidrios en las ventanas; en muchas casas de adobe no se conocen las puertas; en pueblos enteros, las casas son de cerca, o sea de paredes de piedras simplemente amontonadas; muchas casi-tas hay en las montañas que cierran el Valle de México, hechas de varas entrelazadas, torteadas de lodo y techadas con zacatón. Las casitas donde se instalan los milperos para dar las cosechas antes de ser recogidas están hechas de ramas y en ellas viven aquellos durante los primeros días del invierno. Pues todavía hay más: los mestizos y los indígenas pueden pasarse sin hogar durante mucho tiempo; largas peregrinaciones religiosas se hacen en nuestro país, en que los peregrinos caminan largos días a pie y duermen donde les alcanza la noche. Y eso que apenas visten muchos mestizos un mal pantalón de casimir o de cuero y camisa, y la mayor parte de los indígenas camisa y calzones de manta. Muchos indígenas andan casi desnudos. Pero todavía hay algo más notable. Como la configuración de nuestro suelo es tan desigual y ofrece una infi-nita variedad de condiciones, que produce grandes diferencias de un lugar a otro, los mestizos y los indígenas sufren relativamente poco los efectos de esas diferencias. Lo mismo viven en las regio-nes bajas y calientes, que en las montañas altas y frías; con la mis-ma facilidad con que recorren largas distancias en las llanuras de la altiplanicie, las recorren en las quebraduras de las vertientes exte-riores de las cordilleras; tan familiares les son los vientos fríos del norte como las tibias brisas de los dos océanos; lo mismo resisten las pulmonías que las fiebres palúdicas; lo mismo se acostumbran a los apaches en el norte, que a los alacranes y a las víboras en las costas. Para cambiar de un lugar a otro, no necesitan preparación. Para trabajar en un lugar distinto de su nacimiento, no necesitan acondicionamiento previo. Son, en suma, plantas fuertes y vigoro-

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samente aclimatadas en nuestro suelo, y no plantas delicadas que necesitan muchos cuidados, como los colonos del señor ingeniero Gayol. De los extranjeros y de los criollos no puede decirse otro tanto. Toda lucha interior de castas entre esos dos elementos, por una parte, y los mestizos y los indígenas, por otra, ya sea esa lucha lenta o insensible, ya violenta y fulminante, acabará por la inevi-table victoria de los segundos. No podrán confundirse en un solo elemento sin la intervención de circunstancias especiales, porque la selección colectiva en unos y la selección individual en otros, les ha dado a éstos distinta modelación sociológica que a aquellos. Es indispensable, pues, para que todos juntos formen la verdadera población nacional, que los menos numerosos se disuelvan en los dos que lo son mucho más, sufriendo las unidades de los unos la presión de las unidades de otros, hasta que todas tengan una mo-delación igual, como en los Estados Unidos pasa.

Los extranjeros y los criollos, por lo demás, corroboran su acreditada sagacidad al pretender que de un modo artificial se im-ponga a la población ya existente una numerosa población com-puesta de inmigrantes, porque todos los inmigrantes acrecerán los grupos y clases que ellas forman, y sólo de un modo artificial po-drán venir. Espontáneamente no vendrán, porque en el país todo grupo inmigrante será vencido y rápidamente eliminado.

Los inmigrantes europeos necesitan pan, necesitan habitacio-nes abrigadas, necesitan vestido, todo lo que indica el señor inge-niero Gayol, y todo ello para venir a hacer un trabajo que las solas rudezas del suelo tienen que reducir a un mínimo despreciable; el trabajo del europeo en nuestro país tendrá que ser siempre infe-rior en intensidad y en continuidad, y por consiguiente, en rendi-miento, al del mestizo y al del indígena, y costará mucho más. El salario obrero en nuestro país apenas basta en tiempos normales para mejorar la alimentación del grado completo, para vestir po-bremente y para habitar en una pieza donde penetre el sol y no se filtre la lluvia; y en caso de competencia, puede descender hasta la alimentación del grado simple, hasta la manta por todo vestido, y hasta la casa de cerca o de ramaje por toda habitación. El jornal

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de los campos apenas basta, en tiempos normales también, para mejorar la alimentación del grado simple, para vestir de manta y para habitar en casa de cerca o de ramaje; y en caso de competen-cia, podría descender hasta ceñirse estrictamente a esas condicio-nes. Para que la competencia con el inmigrante europeo pudiera decidirse en favor de éste, sería indispensable que ese inmigrante se conformara con un salario o un jornal inferior al que sirve para comer tortillas con sal, para vestir de manta y para vivir en casas de ramaje o de cerca; y para ganar ese salario, de seguro no vendrá, como en efecto no viene. Todo esto, por supuesto, en tiempos normales. En los actuales tiempos en que los jornaleros nacionales no alcanzan a proporcionarse con su jornal, ni tortillas con sal, ni vestido de manta, ni casa de cerca o de ramaje; en los tiempos actuales, en que hasta nuestros jornaleros emigran empujados por la miseria, menos podrán venir inmigrantes europeos, y los que lleguen a venir por el engaño de algún cebo especial, pronto serán arrebatados por las corrientes que se están llevando nuestra pobla-ción trabajadora a los Estados Unidos.

La inmigración asiática, que se compone de unidades que son también de muy avanzada selección, sí podría ser posible en nues-tro país, en condiciones normales; pero siempre será difícil, por-que no podrá contar con el arroz, y sólo venciendo muy grandes dificultades, se acomodará a la alimentación de maíz del grado simple. En la actualidad, por supuesto tampoco esa inmigración es posible, y buena prueba de ello da, el hecho real y concreto que la prensa nacional hace cada vez más notorio, de que los japoneses y chinos que han venido al país, atraídos poco más o menos por los procedimientos del señor ingeniero Gayol, han sido arrebata-dos por las corrientes de población que se llevan la nuestra a los Estados Unidos, y los que han quedado se encuentran en una con-dición de sobra infeliz. Suponiendo, sin embargo, que esa inmi-gración sea posible y práctica, no nos traerá unidades de población superiores a las nacionales, porque lo que constituye la fuerza de aquellas, esa fuerza ante la que retroceden las similares de los Es-tados Unidos en las luchas del trabajo, es la que resulta de su muy

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adelantada selección, y esa fuerza existe en igual o mayor grado en nuestros nacionales.

Por ahora, la raza indígena se resiente de su atraso evoluti-vo y la mestiza lucha entre el atraso evolutivo de los indígenas y la acción contraria de los criollos y de los extranjeros. Por algún tiempo todavía existirá la línea de separación que aparta a los in-dígenas de los mestizos, y éstos, oprimidos por los criollos y los extranjeros, tardarán en desarrollarse plenamente; pero como ya dijimos y lo demostramos en el capítulo de “El problema polí-tico”, los mestizos consumarán la absorción de los indígenas y harán la completa fusión de los criollos y de los extranjeros aquí residentes a su propia raza, y a consecuencia de ello, la raza mesti-za se desenvolverá con libertad. Una vez que así sea, no sólo resis-tirá el inevitable choque con la raza americana del norte, sino que en ese choque la vencerá. La raza americana se ha formado con muchos elementos de razas distintas, pero de razas afines que fá-cilmente podían fundirse unas en otras y que podían distribuirse entre sí las ventajas de sus mutuas competencias. Ha llegado a un alto grado de desarrollo, ha logrado un abundante florecimiento y ha alcanzado frutos de asombrosa prosperidad; pero todo ello se ha debido a haber ocupado un territorio propicio para una in-conmensurable producción agrícola. Su grandeza es el resultado del desarrollo interior y sin tropiezos exteriores de los diversos elementos que la han compuesto; pero todos esos elementos han sido de razas de muy avanzada evolución, y no podrían resistir el choque de pueblos de más adelantada selección que se unan a ellos. Buenas pruebas dan de la afirmación precedente, las leyes de expulsión de las razas asiáticas. Si los chinos y los japoneses han sido excluidos de la agregación de elementos étnicos que forman los Estados Unidos, se debe a que las unidades de trabajo de los Estados Unidos no pueden competir con ellos en las luchas de ese mismo trabajo. Ahora bien, los jornaleros mexicanos, a pesar de su desgraciada condición actual, son más fuertes que los nortea-mericanos, supuesto que son llamados a los Estados Unidos. Al producir México una gran población es seguro que enviará a la

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población inferior de los Estados Unidos una enorme cantidad de unidades que minarán la solidez de ese país, porque sin afinida-des con la raza norteamericana no se confundirán con ella. Podrá decirse que el llamado de los jornaleros mexicanos no significa en éstos exceso de fuerza, sino falta de necesidades; pues bien, esa falta de necesidades, esa posibilidad de vida con poco gasto y poco dinero, es, en materia de jornal, una fuerza porque decide la competencia, en su favor. Ahora bien, cuando en nuestra raza la absorción de los indígenas y la incorporación de los criollos y de los extranjeros determine la definitiva formación de los mestizos y eleve a éstos de nivel, como indudablemente sucederá, entonces, nuestra población compuesta de unidades superiores a las indíge-nas que ahora van a los Estados Unidos, hará sentir con mayor intensidad en ellos su acción y su poder. Lo porvenir nos guarda muchas sorpresas.

Como creemos haber demostrado hasta la evidencia, la dis-tribución de la población en el país no obedece ni a incapacidad ni a insuficiencia de las unidades que esa población componen; obedece en nuestro país, como en todos los continentes en con-junto, como en todas las naciones en particular, a las diversidades de condición del medio físico, que hacen desiguales las condicio-nes de la adaptación de la especie humana a los diversos lugares de ese medio. Siempre será en los Estados Unidos más densa la población en el este, donde se encuentra la cuenca del Mississipi, que en el oeste. Cualquiera que sea el número de habitantes que la República llegue a alcanzar y cualesquiera que sean las capa-cidades de las razas que formen ese número, dichos habitantes, como ya demostramos, estarán siempre más o menos distribuidos del modo en que lo están los que ahora existen; siempre la pobla-ción más densa ocupará la zona fundamental de los cereales. Por consiguiente, el esfuerzo de colocar población extraña en puntos hasta ahora no ocupados de un modo normal por la población nuestra, para igualar el censo de los puntos ocupados por esta úl-tima, será inevitablemente inútil. El trabajo de llenar los huecos que en nuestro territorio haya dejado la población nacional, es

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un trabajo que forzosamente corresponderá a esa misma pobla-ción. Ya hemos dicho que la zona fundamental de los cereales, por ser la zona propia de la producción de éstos, es la zona esen-cialmente productora de la población. Ahora bien, en los presen-tes momentos, dicha zona no produce toda la población que es capaz de producir. La producción de la población tiene que estar sujeta, ante todo, a la producción agrícola fundamental, o sea a la producción de cereales y de los artículos complementarios de la alimentación, y entre nosotros, de preferencia, a la produc-ción de maíz, de frijol, de chile y de pulque. Siendo ésta ahora, como es, bien reducida por las múltiples causas detalladamente expuestas en los presentes estudios, la producción de población, tiene que ser bien reducida también. Cuando esas causas desa-parezcan, el solo crecimiento de la población nacional, bastará y sobrará para llenar todo nuestro territorio, localizándose con más o menos modificaciones en particular, del modo general en que se encuentra localizada la que hoy existe, y guardando con más o menos modificaciones locales, las diferencias generales de densidad que ahora guarda. Siendo así, como inevitablemente será, el progresivo ensanchamiento de la zona fundamental de los cereales y de las zonas secundarias, en virtud de los traba-jos que indicamos al estudiar el problema de la irrigación, el desbordamiento natural de la población fija de dicha zona y el correlativo ensanchamiento de los centros mineros e industriales irán cubriendo poco a poco los grandes desiertos que tenemos al norte, haciendo en ellos, por el lento trabajo de una agricultura perseverante y tenaz, la modificación gradual y progresiva de las condiciones naturales que ahora son para ellos algo como una maldición; fijada en ellos la agricultura, entorpecerá el paso de las corrientes de aire que del norte bajan, disminuirá la rápida evaporación que esas corrientes producen, determinará la forma-ción de nuevas corrientes de aire con vapores capaces de produ-cir lluvias de normal precipitación y la población tal vez podrá multiplicarse en ellos como ahora en la zona fundamental. Las tierras calientes no dejarán de diezmar la población, pero en vir-

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tud del crecimiento de la que ocupe la zona fundamental y de las corrientes de derrama de ella, podrá renovarse constantemente la que esas tierras ocupe, y se mantendrá en esas mismas tierras, un efectivo, que guardando la debida relación con el de las demás regiones del territorio, elevará considerablemente el censo actual sin necesidad de los odiosos enganches.

Lo importante, lo necesario, lo indeclinable para que todo lo que acabamos de exponer tenga lugar es modificar la actual construcción social de la población, dislocando su estratificación presente y dándole un acomodamiento distinto que permita un equilibrio de mayor estabilidad y de mayor firmeza a la colocación de las capas sociales, y una mayor libertad de vida, de movimiento y de acción en cada una de las unidades integrantes de esas capas. Sobre este particular no insistimos ahora, porque será la materia del capítulo siguiente.

En las condiciones de distribución expresadas antes, y con las condiciones de facilidad que determinará el cambio de la cons-trucción social presente, el crecimiento de la población se activará de un modo que ahora parece imposible. Ese crecimiento comen-zará por el de la zona fundamental y se irá extendiendo a todo el país en relación con el orden de sucesión en que las regiones de la República permiten la vida humana. El mismo crecimiento deter-minará desde luego un vivo movimiento en el sentido indicado; pero hasta tanto no comience a extenderse en el mismo sentido la población fija o sedentaria nacional, la verdadera colonización de las regiones hoy despobladas, comenzará, y esa colonización será obra de la propia población. Hasta en los Estados Unidos, país de gran inmigración, sucede así. Sobre este particular, el señor ingeniero Covarrubias (Observaciones acerca de la inmigración y la colonización) dice lo siguiente:

Los colonos formales proceden siempre de las ciudades industriales del este, y son, o bien obreros escandinavos, alemanes del norte, o anglo-canadienses, que han reunido algunas economías y han resuelto establecerse por su cuenta, o bien hijos de las antiguas familias planta-

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doras del este que van a las llanuras del oeste, a implantar importantes negociaciones agrícolas, o también, aunque pocas veces, grupos de in-dividuos como los mormones y los ameronitas rusos que, ligados por las mismas creencias religiosas, emigran al oeste, no para enriquecer-se, sino simplemente en busca de tranquilidad. De esos colonos, sólo los que van a establecer pequeños negocios proceden del contingente que da la emigración. Ellos no serían por sí solos, capaces de poblar una comarca, y sus tímidas empresas, no serían capaces de imprimir esa enér-gica marcha que se observa en las tierras nuevas del oeste americano. Los verdaderos pobladores que introducen el capital y que dan al país una fisonomía especial, son los americanos nacidos en el país y educados en ese medio activo y ambicioso.

Si todo el terreno útil que abarca la zona fundamental se pusiera en cultivo, en un cultivo igual al de la propiedad ranchería, al de la pequeña propiedad individual, siquiera al de la propiedad comunal indígena, la producción, y con ella la población, ascenderían hasta alcanzar proporciones colosales. La zona fundamental no es por ahora muy grande, pero por sí misma y por sus posibles ampliacio-nes podría producir una gran población. Dicha zona comprende ahora el Distrito Federal, los estados de Puebla, Tlaxcala, Hidal-go, México, Querétaro, Guanajuato y Aguascalientes, y parte de los Estados de San Luis Potosí, Michoacán, Zacatecas y Jalisco. Su extensión es de algo más de 150,000 kilómetros cuadrados aproximadamente y su población aproximadamente también es de más de cinco millones de habitantes. El resto del territorio tiene una extensión de 1.800,000 kilómetros cuadrados, en números redondos, y una población de ocho millones seiscientos mil habi-tantes, en números redondos también. No creemos que sea mucho decir, que el aprovechamiento de todo el terreno útil de la zona fundamental, aún sin sus posibles ampliaciones, podrá elevar los cinco millones de su población actual a veinte millones; es decir, podrá cuadruplicar su población. Podrá hacer más de seguro, pero hay que tener en cuenta que no hará subir su población, sino para derramarla en el resto del territorio, con tanta más razón, cuanto que al ascendimiento de su población propia, responderá inmedia-

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tamente el desarrollo de las industrias hoy detenidas, y ese desa-rrollo requerirá mayor suma de población en las regiones fabriles, de la que éstas pueden ahora sostener, y el exceso tendrá que salir de ella. Suponiendo pues, que en la misma zona, la población se cuadruplique, tendremos solamente en ella, veinte millones de ha-bitantes. La relación actual de la población de la propia zona, con la del resto del territorio, ha sido siempre y es en la actualidad, para la primera, de un poco más del cincuenta por ciento aproximada-mente de la segunda, y esa relación continuará siendo la misma, poco más o menos, de modo que siendo la población de la zona fundamental la de veinte millones, la del resto del territorio será de cuarenta millones, lo cual dará como población total la de sesenta millones; pero deduciendo todavía diez millones, quedará como posible población total de la República, la de cincuenta millones de habitantes. En menos de cincuenta años podemos llegar a ese resultado, y cuando lleguemos, de seguro que el destino nacional no será el que aparece ahora como nuestro destino manifiesto.

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Introducción

n virtud de todo lo que tan extensamente llevamos dicho en el curso de esta obra, la resolución del problema políti-

co, en su conjunto y en las diversas cuestiones que comprende, se presenta con toda claridad.

División del problema político en dos partes: la relativa a la política interior

y la relativa a la política exterior

Una gran división que separa en dos partes los hechos y las ideas, materia del problema que abordamos, se impone desde luego, y nosotros la hacemos sin vacilar; por una parte, hay que considerar lo relativo a nuestra política interior y, por otra parte, hay que considerar lo relativo a nuestra política extranjera. Entremos al estudio de nuestra política interior.

CAPÍTULO QUINTO

el problema político

E

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Circunstancias dominantes de la política interior

Tres circunstancias esenciales dominan todo el campo de nuestra política interior: es la primera, la de que la larga lucha sostenida por todos los elementos étnicos que componen la población nacio-nal ha elevado a la condición de predominante y al rango de ele-mento político director al elemento mestizo; es la segunda, la de que las condiciones especiales en que la expresada lucha ha tenido que hacerse, han conducido al país a aceptar y a exigir, como única forma estable de gobierno, la forma dictatorial; y es la tercera, la de que las condiciones propias de esa forma de gobierno exigen for-zosamente en los gobernantes que deban presidirla, especialísimas circunstancias de educación y de carácter.

La base fundamental de la política interior

La base fundamental e indeclinable de todo trabajo encamina-do en lo futuro al bien del país tiene que ser la continuación de los mestizos como elemento étnico preponderante y como cla-se política directora de la población. Esa continuación, en efecto, permitirá llegar a tres resultados altamente trascendentales: es el primero, el de que la población pueda elevar su censo sin necesidad de acudir a la inmigración; es el segundo, el de que esa población pueda llegar a ser una nacionalidad; y es el tercero, el de que esa nacionalidad pueda fijar con exactitud la noción de su patriotismo. Todo ello hará la patria mexicana y salvará a esa patria de los peli-gros que tendrá que correr en sus inevitables luchas con los demás pueblos de la tierra.

El elemento mestizo o sea el partido liberal es el preponderante en la población

Está en nuestro concepto fuera de toda discusión, el hecho de que a partir del Plan de Ayutla el elemento mestizo es por su fuerza social el

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elemento preponderante de la población, y como tal se ha constituido en la clase política directora. Para hacer más comprensible lo que afir-mamos en este punto, recordamos a nuestros lectores que el elemento de referencia forma lo que en nuestro lenguaje político corriente se ha llamado partido liberal. A él están sujetos, el grupo conservador y el moderado de los criollos señores; el grupo de los dignatarios y el de los reaccionarios de los criollos clero; y el grupo de los criollos nuevos o criollos liberales, que hoy pudieran también llamarse criollos finan-cieros. No creemos necesario recordar en apoyo de lo que venimos diciendo, que el señor general Díaz es mestizo, es decir, liberal de los verdaderos, y que durante su gobierno han sido mestizos casi todos los ministros, gobernadores, jefes de zona, etcétera, etcétera.

Necesidad de que el elemento mestizo continúe en el poder

La necesidad de que el elemento mestizo continúe en el poder se impone por tres razones concluyentes: es la primera, la de que es el más fuerte; es la segunda, la de que es el más numeroso; y es la tercera, la de que es el más patriota.

El elemento mestizo es el más fuerte

Es indudable que el elemento mestizo es el más fuerte, puesto que en una larga carrera que ha durado más de tres siglos, a través de inmensas dificultades, y en lucha con los demás elementos, ha llegado a preponderar. Su fuerza le viene de su sangre indígena, y como está en contacto íntimo y en constante cruzamiento con el elemento indígena que es todavía numeroso, puede renovar y renueva de un modo incesante sus energías.

El elemento mestizo es el más numeroso

Es también indudable que el elemento mestizo es el más numero-so, puesto que representa el cincuenta por ciento de la población

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nacional, estando el cincuenta por ciento restante, representado por los indígenas en un treinta y cinco por ciento, y por los ex-tranjeros y criollos en un quince por ciento, según hemos dicho en otra parte. Además, por su contacto y cruzamiento constantes con el elemento indígena va absorbiendo a éste y aumentando sin cesar su propio número. Desde la Independencia hasta nuestros días, el elementó indígena ha disminuido en la proporción en que el mestizo ha aumentado.

El elemento mestizo es el más patriota

Si afirmáramos que es igualmente indudable que el elemento mes-tizo es el más patriota, adelantaríamos una conclusión que debe ser precedida de premisas que no hemos asentado aún. El ele-mento mestizo es, en efecto, el más patriota de nuestro país; pero como es natural, los elementos que le son contrarios no compren-den su patriotismo, y en general, todos los elementos étnicos que señala como menos patriotas nuestra rotunda afirmación prece-dente, pueden querer saber los motivos de la apreciación que nos atrevemos a hacer de su sentimiento patrio. Vamos, pues, a fijar la noción del patriotismo.

Definición de la patria

La noción de la patria es un concepto que todos creen tener, y que pocos, muy pocos, son capaces de definir. La patria ha dicho el señor licenciado don Justo Sierra, actual ministro de Instruc-ción Pública y Bellas Artes (Historia General, Manual Escolar) es, en sustancia, el altar y el hogar. La definición es exacta, pero es demasiado profunda. Nosotros, sin embargo, para explicar la ver-dad de esa definición, nos vemos en el caso de entrar en mayores profundidades; tenemos que hacer un nuevo y muy largo apunte científico, que por ser el más saliente de todos, lo señalamos de un modo especial.

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Apunte científico sobre los orígenes orgánicos de la patria

Es generalmente sabido que todos los organismos son agregados celulares; esos agregados tienen un periodo de actividad que se lla-ma vida; y esta última se mantiene merced a un fenómeno bien de-terminado de combustión. La combustión de que se trata, y aquí nos referimos a los apuntes científicos anteriores, se hace por la combinación del oxígeno del aire aspirado por la respiración y del carbono del suelo ingerido por la alimentación. Las dos funciones primordiales de la vida son, pues, la respiración y la alimentación. Como la primera es fácil y sencilla merced a la abundancia y a las condiciones químicas del aire atmosférico, no requiere esfuerzo alguno especial por parte del organismo; pero como la segunda, merced a la dispersión y a la variedad de composición de los ele-mentos que necesita, requiere un trabajo inmenso y extenso, resul-ta de mayor importancia ésta que aquélla, y ante la significación de la última, o sea de la alimentación, la otra desaparece, pudiéndose decir con propiedad, que la función primordial del esfuerzo orgá-nico es la de la alimentación a que nos referimos. Los organismos mantienen su estado de agregados celulares mediante la ley de la gravitación universal que sostiene el equilibrio mecánico de todo lo que existe y que se traduce en esos agregados por la atracción mutua de las celdillas componentes, en razón directa de sus ma-sas y en razón inversa del cuadrado de sus distancias respectivas, siendo determinado el estado susodicho, por el juego de múltiples fuerzas que obran en múltiples circunstancias, y que han llegado a ciertas condiciones de equilibrio, equilibrio que la herencia se encarga de fijar y de perfeccionar; pero en esos mismos organis-mos obran fuerzas de otro género desarrolladas por la combustión vital, y éstas por una parte, se traducen en la elaboración de nuevas celdillas con algunas de las sustancias que la alimentación propor-ciona y, por otra parte, se traducen en una modificación incesante del estado de equilibrio anterior, para dar espacio, lugar y acción a las nuevas celdillas. Tales fuerzas que en conjunto llama Haeckel

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(Historia de la Creación Natural) fuerza formatriz interna, van determinando el crecimiento del organismo durante su vida.

La acción combinada de las fuerzas llamadas con toda propie-dad fisicoquímica, fuerzas de cohesión que son las que sostienen el agregado, y de las que tienden al crecimiento progresivo de ese agregado y son las que en conjunto llama Haeckel fuerza forma-triz interna, produciría necesariamente el crecimiento indefinido del mismo agregado, o sea del organismo, si esas fuerzas, com-binadas, no obraran en contra de las ambientes que son las de la atracción de la tierra, las de la presión de la atmósfera, las de la temperatura, etcétera, etcétera, y si su propia acción no deter-minara la acción de esas fuerzas ambientes en sentido contrario. Las fuerzas, pues, de estabilidad y de desarrollo por una parte, y las ambientes contrarias por otra, producen un equilibrio especial que determina lo que en otra parte hemos llamado, la arquitectura de los seres. Esa arquitectura explica la forma especial de los orga-nismos; la homogeneidad y la continuidad relativas de las causas originales de esa arquitectura explican las relativas homogeneidad y continuidad de las formas en las especies.

Cuando la fuerza que en conjunto y siguiendo a Haeckel lla-mamos antes fuerza formatriz interna, crece, es decir, cuando do-mina a las ambientes contrarias, el organismo crece también; pero en cuanto aquélla llega al límite de su equilibrio con las otras, es decir con las ambientes, el crecimiento orgánico se detiene. Dadas la complejidad, variedad y diversidad de las fuerzas sostenedoras del agregado y de las componentes de la formatriz interna, por una parte; y dadas, por otra parte, la complejidad, variedad y di-versidad de las fuerzas ambientes contrarias, no se llega al equili-brio entre unas y otras, sino después de múltiples oscilaciones cuya intensidad y duración varían en cada caso. De todos modos, en esas oscilaciones, cuando las fuerzas ambientes se sobreponen y no están todavía extinguidas por compensación todas las comproban-tes de la formatriz interna, aquellas producen en algunas de éstas, detenciones inevitables; esas detenciones que como es natural se ejercen de preferencia sobre las fuerzas que modifican incesante-

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mente el estado de equilibrio anterior, para dar espacio, lugar y acción a las nuevas celdillas, detienen el crecimiento total del agre-gado; pero dejan vivas las fuerzas productoras o elaboradoras de nuevas celdillas, supuesto que esas últimas fuerzas son interiores y están casi sustraídas a la acción de las fuerzas ambientes, por lo que dentro del organismo continúa el trabajo interior orgánico de la elaboración de nuevas celdillas. Ese trabajo determina, pues, por su labor, la producción de un exceso de celdillas, que en virtud de la detención del crecimiento que les daba salida, colocación y acción, las aglomera aparte, las comprime, y en virtud de la nue-va naturaleza que en su conjunto da la condensación de masa y de energía que determina ese nuevo conjunto, es decir ese nuevo agregado celular, se rompe la unidad cohesional del todo y el agre-gado total para no llevar una carga que le estorba en el proceso de su desarrollo, la expulsa, la separa de sí y la coloca aparte. Separa-do el estorbo, desprendido el peso que detiene momentáneamente el ascenso de su desarrollo, el agregado principal, como el globo que lucha con la presión atmosférica cuando arroja un poco de su lastre, vuelve a continuar dicho ascenso, que por lo mismo provo-ca una nueva reacción ambiente contraria, que da lugar otra vez a la formación, a la condensación y al desprendimiento de un nuevo agregado celular. Llega la vez en que el equilibrio se establece por completo y entonces ha quedado muerta, supuesto que ha quedado compensada, la fuerza formatriz interna; cesa el impulso que se sobreponía a las fuerzas ambientes contrarias, y entonces el organismo prolonga su existencia sólo merced a la defensa que hace contra esas fuerzas que ya no domina; un poco más tarde, la acción persistente y siempre renovada de las fuerzas ambientes, obrando sobre un compuesto celular cuyas fuerzas no tienen ya acción, se sobrepone a estas mismas fuerzas, y entonces la com-bustión vital termina, la vida se apaga, y comienza un movimiento inverso al de la vida, que es el de la acción de las fuerzas exteriores contra las orgánicas; ese movimiento desorganizador es la muerte.

La formación, condensación y desprendimiento de los excesos celulares que se forman en defensa del agregado principal requie-

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ren la formación, el empleo y el desarrollo de fuerzas secundarias que nacen y se desenvuelven en el organismo, a paso y medida que se efectúa el proceso de su evolución. El trabajo de eliminación de los agregados celulares excedentes es enteramente semejante al de la expulsión de los desechos de la combustión, y en general al de la expulsión de todo lo que estorba a la vida del organismo. El organismo se siente mal con lo que le sobra y al expulsarlo expe-rimenta una sensación de placer, tanto más intensa, cuanto más le importuna lo que necesita eliminar y cuanto más esfuerzo le cuesta eliminarlo. Tal es la razón substancial del apetito genésico; éste tiene como impulso interior el deseo de expulsar algo que importuna y tiene como incentivo, el placer que se recibe al lograr la expulsión.

Todo lo que llevamos dicho es tan claro, tan evidente, que no necesita comprobación; sin embargo, indicaremos algunas ideas confirmatorias. Cuando el agregado celular por razón del desa-rrollo excesivo de las fuerzas de cohesión y de crecimiento llega a alcanzar el equilibrio con las fuerzas ambientes sin oscilaciones de acomodamiento anterior, entonces el producto es un ser anormal-mente grande; si es un hombre, es un hombre de estatura excep-cional; pues bien, ese ser, ese hombre, es siempre infecundo. Por el contrario, el ser, el hombre que por falta de fuerzas alcanza el equilibrio demasiado pronto, es infecundo también. Cuando un hombre prematuramente ejercita por la acción de sus centros di-rectores nerviosos sus facultades genésicas, detiene su desarrollo; cuando el hombre que ha llegado a su pleno desarrollo obliga a su organismo por un celibato antinatural a la absorción de los ex-cesos celulares que ese mismo organismo forma, sufre trastornos orgánicos terribles e imprime inevitablemente sobre su rostro las huellas de un vivo dolor.

La circunstancia de que la formación, la condensación y la expulsión de los excedentes celulares tienen en el organismo la importancia de actos de defensa vital ha puesto esos actos, en con-junto, casi a la altura de los que, en conjunto también, hacen el trabajo de la alimentación. En efecto, las dos funciones primor-

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diales de la vida son la existencia y la reproducción. Lógico es, por lo tanto, que la división del trabajo orgánico entre ellas, durante el larguísimo proceso de la evolución de todos los seres, haya aca-bado por separar esas funciones en órganos distintos, y después por dividir el organismo en dos, correspondientes a los dos sexos. Recorriendo la escala de los organismos, desde la amiba rudimen-taria hasta el hombre, se nota primero la falta de división en las funciones de que se trata; después se ven nacer esas funciones; más adelante, se ven nacer los órganos correspondientes a ellas, luego se ve progresar la separación de esos órganos y, por último, se consuma la completa división de los dos sexos. La separación de los sexos supone, pues, la división de un mismo ser en dos partes encargadas de desempeñar funciones exclusivas, pero comple-mentarias. Un hombre no es un ser completo, supuesto que le falta la facultad de reproducirse: una mujer no es un ser completo tampoco, supuesto que le falta la aptitud de mantenerse en una lucha desigual de trabajo con los hombres. El hombre, en la uni-dad humana, es el órgano llegado a la categoría de ser distinto, encargado de las funciones de provisión de la alimentación del organismo total; la mujer es el órgano llegado a la categoría de ser distinto, encargado de las funciones de reproducción. En el larguísimo proceso de división del organismo principal en los dos organismos correspondientes a las dos funciones orgánicas fundamentales, la disposición de la masa celular y las fuerzas que en ella actúan, se han dividido en el sentido de la separación de los dos sexos y aun en el de la elaboración separada de estos mis-mos, pero conservando y perfeccionando como necesaria conse-cuencia de dicha separación, puesto que ésta obedece a la ley de división del trabajo, las relaciones de integración que los unían. En conjunto, todas las masas celulares se han dividido en dos se-ries que comprenden a los dos organismos sexuales, y cada masa sexual distinta ha seguido las formas de la arquitectura general humana; pero en la del hombre es en la que han quedado las funciones activas de la provisión de alimentos, y es en la que ha quedado la fuerza principal del crecimiento, por lo que es en ella

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donde más se agranda el conjunto celular y donde tienen lugar la formación, la compresión y la expulsión del exceso, siendo estas razones las que explican el mayor tamaño, la construcción más sólida y más reciamente articulada, la mayor fuerza y la mayor acción sexual del hombre sobre las condiciones correlativas de la mujer; en la masa de la mujer han quedado las funciones de la eliminación de los excesos celulares. Como la masa de la mujer no tiene la parte correspondiente a las fuerzas de provisión de alimentos y de elaboración principal de las celdillas de crecimien-to, no lleva poderosas energías de desarrollo, no requiere una construcción sólida y fuerte; por lo mismo, su masa dedicada a funciones inactivas ofrece la flojedad y la redondez que para nosotros constituyen su hermosura, y esa misma masa detiene su expansión en el punto en que se hace sentir la oscilación entre las fuerzas orgánicas y las ambientes, es decir, en el punto en que co-mienza la lucha de las últimas por detener a las primeras, razón por la cual es siempre más hermosa, más débil y más pequeña la mujer, y no tiene excedentes celulares. La dependencia entre los dos organismos sexuales es tal que la mujer no puede proveer a su alimentación sino por la mano del hombre, y el hombre no puede expulsar los excesos celulares sino a través de la mujer. De esta dependencia mutua orgánica, resultado, repetimos, de un proceso larguísimo de correlación evolutiva, depende que cada organismo sexual busque en su unión con el otro, la integración de su pro-pio ser en los términos que admirablemente señaló Schopenhauer (Las mujeres, el amor y la muerte). La expresión vulgar de media naranja con que un hombre o una mujer designa a su aspirado consorte, da una idea precisa de la dependencia indicada antes. Parece, sin embargo, a primera vista, que la independencia de cada organismo sexual es mayor de la que señalamos. Parece en efecto que la mujer no necesita del hombre para sostener su existencia; y parece también, que de ser cierto todo lo que llevamos dicho respecto de los excesos celulares, la expulsión de ellos no requiere la intervención de la mujer. Aquí necesitamos exponer otra serie de ideas.

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Todo lo que llevamos dicho acerca de las condiciones en que el organismo humano se ha dividido en dos y acerca de las con-diciones propias de cada uno de los dos organismos sexuales es bastante para indicar y para explicar la superioridad del organismo hombre, sobre el organismo mujer. De esa superioridad se deriva necesariamente la incapacidad de la mujer para luchar con el hom-bre. Si en las condiciones de lucha en que se encuentran todos los pueblos constituidos por hombres encargados del trabajo y de mu-jeres encargadas de la maternidad se formara una nación de muje-res solas, rápidamente desaparecería esa nación, porque las mujeres de ella no podrían sostener la lucha con los hombres de las otras. Si en un pueblo constituido por hombres y mujeres se invirtiera la función de las unas y de los otros, ese pueblo también desapare-cería, porque las mujeres no podrían sostener la lucha por la vida para mantenerse ellas y mantener a los hombres y para defenderse de los demás pueblos, y por su parte, los hombres no podrían des-empeñar las funciones de la maternidad, y la multiplicación por sucesión se detendría. En los pueblos naturalmente constituidos por un número aproximadamente igual de hombres y de mujeres, si la división de funciones de los dos seres se hace con regularidad, el pueblo se fortalece, se desarrolla y prospera, porque la carga de cada hombre se reduce a su propia subsistencia y a la de su mujer, y la carga de cada mujer se reduce sólo a la maternidad; la carga de uno y de otro, sólo se aumenta en la parte respectiva con la de los hijos; pero si el número de hombres excede al de mujeres, o si el número de mujeres excede al de los hombres, las circunstancias varían, porque en el primer caso, las mujeres sucumben al trabajo de su función, y en el segundo sucumben los hombres al exceso de su trabajo. Por la construcción orgánica del hombre y de la mujer, los estados sociales en que existe la poliandria o la poligamía son estados patológicos. En ningún caso, ni en el de la monogamia, ni en el de la poliandría, ni en el de la poligamia, es posible la superioridad de la mujer sobre el hombre, ni siquiera la igualdad de ambos. Precisamente en el caso de la poligamia, que es en el que las mujeres son más numerosas, es donde son más débiles,

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más abyectas; la fuerza del hombre al sustentar varias mujeres, se divide tanto en ellas, que a cada una es poca la que le viene a to-car. En los estados sociales que se tienen por más adelantados, el feminismo es un verdadero absurdo. Quitar una suma considerable de mujeres de las funciones de la maternidad para emplearlas en compartir el trabajo de los hombres es aumentar para los hombres la carga de su propia existencia y la de sus esposas y familias, con la carga del sostenimiento de un número considerable de mujeres inevitablemente derrotadas en las luchas del trabajo, y es disminuir el número de las mujeres dedicadas a la maternidad. La sociedad se perjudica con el trabajo de las mujeres, tanto por el aumento de incapaces que tiene a la larga que venir a sostener, cuanto por la disminución de la multiplicación de sus unidades. Nada puede justificar la inversión de funciones que en la mujer supone el femi-nismo, ni aun la existencia de especiales circunstancias de malestar para la mujer, porque ese mal requiere un remedio que no debe buscarse en las condiciones de la mujer, sino en las del hombre. Si en una sociedad cualquiera, las mujeres se encuentran mal, es porque los hombres no desempeñan debidamente su función. Es, pues, imposible que la mujer separe su existencia de la del hombre. El hombre, por su parte, no podría hacer la expulsión de los ex-cesos celulares, de un modo natural, sin la mujer. El hombre y la mujer se completan orgánicamente, como se completan de hecho en el abrazo de su conjunción.

La separación de los excesos celulares se hace, según hemos dicho, en virtud de la molestia que causan; mientras esa molestia dura, ella ahoga cualquier otro sentimiento, pero cuando desapa-rece, las cosas son distintas. La mutua dependencia de todos los órganos formados por las múltiples funciones combinadas de un organismo y la creación en éste de órganos directores establece entre todos aquellos órganos un sentimiento de unidad, y en és-tos el cuidado de mantenerla. Así, pues, se forma un sentimiento de defensa común, cuando algo lastima una parte cualquiera del organismo, el resto por conducto de los órganos directores acude inmediatamente a defender la parte herida y a impedir la conti-

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nuación del daño. Precisamente de esta circunstancia se deriva el sentimiento de protección y de defensa que hace al hombre am-parar a la mujer, supuesto que el sistema de los órganos directores y de los órganos de la fuerza ha venido a formar el organismo sexual hombre; y de la misma circunstancia se deriva el sentimien-to que hace a la mujer acogerse al amparo del hombre, supuesto que la mujer es un sistema de órganos dependiente del organismo total cuya principal parte es el hombre. Mas cuando una parte cualquiera del organismo por algún trastorno interior ocasiona-do por el mismo funcionamiento de él produce dolor, entonces el deseo de separar ese dolor lleva al impulso de separar toda la parte que lo produce. Cuando la gangrena corroe un pie, cuando el cáncer muerde alguna entraña, entonces la defensa del organis-mo consiste en la separación de aquel pie o en la expulsión de esa entraña; una vez separado el dolor, el sentimiento de unidad de la integridad orgánica vuelve, y el organismo turna a considerar la parte separada como parte suya, sintiendo y lamentando su se-paración. No hay que decir que la existencia del sentimiento de la integridad orgánica supone un largo proceso de formación, pero es indudable que ella es cierta en el hombre. Ese sentimiento de la integridad es el que ha dado origen al abrazo, forma material y manera de atraer y de unir al organismo propio, el organismo complementario. Ese mismo sentimiento ha dado origen también al beso, que generalmente acompaña al abrazo, y que no es más que la forma grosera y material de comunicar al ser complemen-tario el aliento de la propia vida. Los excesos celulares producen una molestia inconsciente, pero intensísima; en los animales de ciertas especies se conoce con el nombre de brama, y coincide, por razón natural, según lo que hemos dicho antes acerca de los fenómenos de combustión de la vida, con las épocas del año en que el calor ambiente hace menos difícil el trabajo orgánico y más vivo por consiguiente su proceso. La molestia a que nos referi-mos produce la expulsión de los excesos celulares, pero una vez expulsados, el sentimiento de su dependencia al organismo total se hace sentir. Acaso ese sentimiento sería débil y momentáneo, si

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la masa desprendida fuera inerte, si consistiera en materia muer-ta destinada a una rápida descomposición y a una desaparición inevitable; pero no lo es, es materia viva, es parte de la materia misma de que el organismo se compone, lleva comprimidas, pero latentes, todas las fuerzas de sostenimiento y de crecimiento del organismo total, y esas fuerzas llevan entre sí las mismas condicio-nes de correlación con que se encuentran en aquel organismo. No se necesita más que poner esa materia en condiciones de distender sus fuerzas comprimidas (toda germinación es un fenómeno de dilatación) para que continúe su desarrollo por sí sola, y para que merced a la igualdad de intensidad y de dirección de sus fuerzas latentes, reproduzca con fidelidad las formas generales de la masa celular del organismo original de que provino. El organismo to-tal, pues, cuida del desarrollo de la masa segregada como cuida de su propia masa; cuida la materia de que se desprende como cuida la propia que en él vive, y la cuida, por medio de un sistema especial de órganos que ha llegado a ser un organismo sexual: la mujer. La mujer a su vez, formada de la masa misma del hombre, como con toda exactitud dice la tradición bíblica, para recibir y dilatar la masa celular segregada, la recibe con placer, sufre to-dos los efectos de la molestia que ella causa por sí misma y por el principio de su dilatación y de su desarrollo, y cuando ya está en condiciones de seguir una vida relativamente independiente, la expulsa, a la vez, con el dolor de un arrancamiento y con la satisfacción de un alivio. Así, el organismo total, o sea la suma del organismo hombre con la del organismo mujer, encuentra en los mismos obstáculos que se oponen a su desarrollo, los medios de continuar ese desarrollo indefinidamente. Esto pasa siempre con todas las fuerzas físicas: si al encontrar una resistencia no lle-gan a compensarse determinando un estado de equilibrio, no se pierden, supuesto que no se pueden perder; cambian solamente de dirección. Si en el cauce de un río se levanta un dique, se ne-cesita que éste forme un lago que pueda contener todo el caudal y que pueda detener toda la fuerza de la corriente de ese río; de lo contrario, la corriente cambiará de dirección, abrirá nuevo cauce,

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y por él correrá el caudal, poco más o menos, como corría en el cauce anterior.

Una vez que el ser sucesor se desprende y deja de ser una mo-lestia orgánica directamente para la madre e indirectamente para el padre, aquélla y éste reciben la sensación del sentimiento inte-gral. El nuevo ser es una parte del organismo en conjunto, y la misma necesidad de protección y de defensa que siente el hombre como órgano superior, por la mujer como órgano inferior de sí mismo, sienten la madre primero y el padre después, considerando éste en lo sucesivo al órgano hijo como una derivación del órgano mujer. La familia queda así constituida, y mediante ella, el orga-nismo humano se mantiene siempre vivo en la tierra y se dilata a través de las edades.

Constituida la familia, su evolución ha sido la consecuencia ne-cesaria del desenvolvimiento natural de los sentimientos orgánicos que hemos indicado antes. Esos sentimientos constituyen al padre en jefe de la familia, a la mujer en persona subordinada al jefe y a los hijos en derivación de la madre y sometidos como ella al jefe de la familia. Esos mismos sentimientos se encuentran en todos los pueblos primitivos, como se encuentran en todas las especies animales superiores. Causa verdadera extrañeza que en el campo de las ciencias sociales haya podido tener cabida la idea sostenida por muy respetables autores, de que el instinto social, consideran-do a éste como un atributo innato en los hombres, precedió a la familia y formó ésta primero y la sociedad después por virtud de circunstancias de acción exterior; hasta se ha formulado la singular teoría de que la familia es derivación de la propiedad. En los días que pasan no puede admitirse que haya en un ser orgánico, ni ins-tintos ni tendencia a que no tengan un origen plenamente orgánico también. El instinto social de por fuerza ha debido tener un origen orgánico, y ese origen es el que hemos indicado antes. Sin embargo, en toda la época que pudiéramos llamar paletnográfica, es decir, en toda la época corrida desde la aparición del hombre en la tierra, hasta que comenzó a mostrar sus tendencias al fijar las huellas de su paso abriendo los diversos periodos arqueológicos que prepararon

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los periodos históricos de los pueblos actuales, los lazos de la familia debieron ser de fuerza y de intensidad muy variables. Según que los elementos de subsistencia hayan sido abundantes o escasos, la fami-lia ha podido permanecer compacta y aun dilatarse en la tribu, o ha tenido que dispersarse. En nuestro país, la familia ha existido en los apaches, considerados por Reclus como verdaderos primitivos en el estado de bestias feroces, pero por razón de los escasos medios de subsistencia que proporciona la región que habitaban, esa familia no era sólida: los hombres y las mujeres se unían o se separaban según las apremiantes necesidades del momento, y los hijos se independi-zaban en cuanto podían atender a su propia subsistencia; los padres y los hijos en la necesaria separación de la lucha por la vida acababan por desconocerse. Así tuvo que suceder en todas partes hasta que la agricultura permitió el aseguramiento de la vida común e hizo posible el mantenimiento y, por consiguiente, el fortalecimiento y la dilatación de los lazos familiares. El encuentro de los cereales, pun-to de partida de la agricultura, fue el punto de partida verdadero de la vida social. Por eso el origen de los cereales es tan remoto y por eso todos los pueblos enlazan el encuentro de los cereales a sus tradiciones de origen.

Los sentimientos de atracción orgánica familiar, que repeti-mos, hasta en los apaches pudieron existir, formaban ya de hecho la familia en Roma, cuando se hizo la redacción de la famosa ley de las XII Tablas. En Roma, como en todas partes, la multipli-cación de los hijos en cada familia fue formando la tribu, la gens. Esta se iba dilatando merced a la atracción efectiva del organismo padre fundador, atracción que, por lo demás, de él a sus sucesores, se iba debilitando como todas las atracciones físicas, en razón de la distancia.

En las mismas condiciones orgánicas de la familia se encuen-tran los orígenes, orgánicos también de la sociedad. Ya hemos di-cho que lo que se llama generalmente instinto social y se considera como un sentimiento innato en el hombre es una consecuencia del funcionamiento orgánico de éste. Tratándose de la sociedad, causa también asombro que sea doctrina corriente en las ciencias

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sociales la de que en los tiempos primitivos los seres humanos se exterminaban unos a otros, y que fue necesario que se presentaran ciertas condiciones de defensa común para que el germen de la so-ciedad llegara a formarse, ¡como si todas las especies animales no nos enseñaran que sus unidades no se exterminan entre sí a menos de mediar condiciones espacialísimas! De no haber existido desde el principio lazos de familia, la especie se habría extinguido por la destrucción inevitable de los hijos durante la infancia. Lo natural es que los lazos orgánicos de la familia hayan tendido desde luego a formar sociedades; por mucho tiempo esto no fue posible, como acabamos de decir, por la dispersión de los alimentos, pero cuando aparecieron los cereales, la sociedad pudo desde luego formarse y crecer. Cierto que en el hombre primitivo los instintos animales deben haber tenido una gran fuerza todavía; la familia constitui-da por la ley de las XII Tablas lo indica con claridad, pero para que existiera un verdadero estado de guerra entre los hombres fue necesario que lo determinara, o el agotamiento, o la reducción, o cuando menos la escasez de los medios de alimentación en la zona de la vida general, a consecuencia del excesivo crecimiento del compuesto social mismo o de la acción de otro compuesto que se encontrara en igualdad de circunstancias; la guerra comenzó más bien por ser colectiva que individual. Veamos en detalle cómo la sociedad se fue formando.

El hombre en su calidad de sistema de los órganos principales, tiene como función primordial la dirección de todo el organismo; en esa virtud, como los órganos de su sistema propio, le están orgánicamente sometidos, el sistema de órganos mujer y los siste-mas de órganos hijos; y tan le están orgánicamente sometidos los sistemas hijos y mujer que puede someterlos de hecho merced a la superioridad física y material que sobre ellos tiene por esa circuns-tancia. El hombre también en su calidad de sistema de los órganos principales tiene las más importantes funciones, de las funciones de relación del organismo total; por esa razón, tiene a su cargo la protección, el amparo y la defensa del organismo total, es decir, la protección, amparo y defensa del sistema propio; siempre la pro-

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tección, defensa y amparo del sistema mujer, que con él poco más o menos se extinguirá; y la protección, defensa y amparo de los sistemas orgánicos hijos, en cuanto por una parte la intensidad de las fuerzas orgánicas de éstos, y la lejanía en tiempo y en distancia a que vengan a colocarse con respecto al hombre, no compensen las fuerzas de este último. El hombre tiene asimismo en su calidad de sistema de los órganos principales y de poseedor de las fun-ciones generales de relación, la carga de la alimentación propia y la de la alimentación de los sistemas mujer e hijos. De su función primordial directora se deriva la autoridad que el Derecho Roma-no formuló y definió tan acertadamente con el nombre de patria potestad, autoridad que subordina a la mujer y a los hijos al poder del padre. Consecuencia admirablemente acertada del concepto orgánico de la familia fue el lugar de hija que el mismo Derecho Romano dio a la esposa. De las funciones generales de relación del organismo total se derivaron de un modo natural para el hombre la obligación de proteger, de amparar y de defender a la mujer y a los hijos, como partes integrantes de su mismo ser; y para la mujer y los hijos, el derecho a obtener del hombre protección, amparo y defensa. Aquella obligación y este derecho, como todo derecho y toda obligación, son dos fases de un solo sentimiento. Del mis-mo origen, del mismo modo, y por igual razón, se derivaron para el hombre, la obligación de atender a la subsistencia común, y para la mujer y los hijos, el derecho a recibir esa subsistencia.

Por otro lado, la condición de partes integrantes del mismo organismo total que los hijos venían a tener, los unía entre sí como se unen en un organismo cualquiera los diversos órganos de que se compone. Las relaciones de simpatía, de atracción, de defensa y de interés comunes, que nacen y se desarrollan entre los diversos órganos de un organismo, tenían que establecerse entre los hijos y tenían que persistir a pesar de su aparente separación. De esto se deducen dos consecuencias importantísimas: es la primera, la de que en la dilatación de la familia, esos lazos de simpatía, de atracción y de defensa e interés comunes vienen a ser los verda-deros orígenes de la cohesión que liga a todos los hijos en una

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misma familia y a todos los sucesores de esos hijos entre sí; y es la segunda, la de que si accidentalmente esos lazos pueden exten-derse a personas extrañas, como sucede en las personas agregadas por adopción, sólo son firmes entre las personas unidas por los lazos orgánicos o de origen orgánico, es decir, entre personas de una misma familia. Las adopciones sólo pueden ser posibles por el acomodamiento obligado de los adoptados a la condición estricta de los familiares.

La autoridad llamada patria potestad por el Derecho Romano, al dilatarse la familia por la multiplicación de las sucesiones, fue a la vez, como todas las fuerzas físicas de atracción, regidas sobera-namente por la ley de la gravitación universal, ejerciéndose sobre todos los sistemas orgánicos independientes, o sea, sobre todas las unidades de la gens romana, pero debilitándose en razón de la distancia a que venían quedando las unidades sucesivas respecto del punto de partida de la potestad. Aumentar ese debilitamiento venía a contribuir no poco la necesidad de establecer el equilibrio entre las unidades sucesivas, directas de la gens romana, y las uni-dades venidas por los enlaces y las adopciones, y colocadas entre aquéllas. La muerte no pudo interrumpir el curso de la fuerza or-gánica de la patria potestad. En lo de adelante, es decir, en el sen-tido de la sucesión de las generaciones, se venía reproduciendo con el matrimonio y la paternidad. En lo de atrás, la muerte del depo-sitario de la patria potestad en cada familia, tenía que producir y produjo la sensación orgánica del arrancamiento de una parte del organismo total familia, arrancamiento que necesariamente tenía que sentir más el organismo sexual mujer, esposa, directamente unida al organismo sexual hombre, marido, que los organismos hijos, y éstos más que los organismos sucesores nietos, etcétera, et-cétera. Pero de todos modos, aunque con decreciente intensidad, lo sentían todos los miembros de la gens romana. En sentido con-trario, el sentimiento de la protección y de la ayuda material, que desde los últimos miembros de la gens, hasta el tronco de ella, se venía desarrollando difícilmente se podía contentar con la desapa-rición del punto de partida de ese sentimiento, y tenía que persistir

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como persistió a la desaparición del primitivo jefe común. En la incapacidad de comprender el fenómeno muerte, y a virtud de la persistencia de la aparición subjetiva del ser muerto, según lo han demostrado numerosos hombres de ciencia, la gens se fue dilatan-do por sus antecesores a los que fue dando las formas materiales simbólicas que en la prehistoria de todos los pueblos se encuen-tran, pero a los que atribuyó los atributos fundamentales de su existencia material; la autoridad sobre sus sucesores y la protección para éstos, en las dos formas correspondientes a su doble derecho de defensa y de sustentación; todo mito ancestral tenía que tener poder sobre los vivientes, y tenía que dar a éstos, por una parte, la defensa contra el daño y, por otra, la subsistencia para la vida.

Al dilatarse cada familia, en el progresivo debilitamiento de la patria potestad primitiva, en la multiplicación de los que venían a tener el carácter de jefes nuevos, y en la confusión de los enlaces y de las adopciones, tenía que perderse relativamente pronto la filiación completa, verdadera y efectiva, y tenía que suceder, como sucedió, que todas las unidades del grupo sólo tuvieran un deter-minado número de deidades comunes como resumen de sus ante-pasados y de las relaciones de éstos con la naturaleza incognoscible y con el universo sideral. De esas deidades se fue derivando con el perfeccionamiento psíquico de las unidades sociales, el concepto de la divinidad superior, creadora de todo, todopoderosa y pro-tectora de todas las criaturas humanas, a las que tenía a la vez que sustentar y que defender. Tal es la razón del altar. El altar significa, pues, en conjunto, nuestro origen, nuestro sentimiento de unión al principio creador que nos dio el ser, nuestra subordinación ab-soluta a ese principio, nuestra fe en la omnipotencia de ese mismo principio, nuestra súplica del pan de cada día, nuestra esperanza de defensa en todas las luchas. ¡Qué admirablemente expresado está todo ello en la inspirada oración —el Padre Nuestro— que enseñó Jesús a sus discípulos en los risueños campos de Galilea! En esa oración, las palabras responden a los sentimientos orgáni-cos con tanta fuerza, que parecen la voz misma de esos sentimien-tos. Llama Jesús en dicha oración a la divinidad, a Dios, Padre

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Nuestro; lo coloca en las regiones siderales; lo santifica, pagándole así el tributo de su cariño y de su reconocimiento filial; le pide para sí y para sus hermanos el pan del diario sustento; y por sí y sus her-manos, le dirige una delicada súplica de protección, ofreciéndole, para merecerla, la esencia del sermón de la montaña, la emanación más pura que el corazón humano puede producir, el perdón de las faltas propias cometidas a los demás y el ruego de que no permita que esas faltas se vuelvan a cometer.

Nótese que Jesús indica desde las dos primeras palabras de su oración el concepto de la divinidad como padre, y la noción de la sociedad como formada por los hijos de una familia, es decir, por hermanos. Eso es la sociedad original en efecto, una dila-tada asociación de hermanos. La patria es una ampliación de la sociedad original. La palabra patria se deriva de la latina patria, que se deriva, a su vez, de la griega patros, que significa padre, lo cual supone la misma concepción del agregado social, como una familia derivada de un padre común, o sea como una familia de hermanos unidos por la misma religión. No importa la forma es-pecial de esta última. La de la propia Diosa Razón se puede referir a los mismos orígenes; en ella aparecieron la libertad, la igualdad y la fraternidad, correspondiendo a los sentimientos orgánicos generadores de la familia. La libertad en la Revolución es una reminiscencia lejana del deseo de independencia que anima a cada organismo sexual hombre por desprenderse de la subordinación de la patria potestad; no puede expresar jamás otra cosa la palabra libertad, porque es notoria la resonancia que encuentra en todos los hombres, y por sí misma no significa nada, o significa un ab-surdo, supuesto que a mayor libertad corresponde un estado social más bajo, y un estado individual más imperfecto. La igualdad fue una reminiscencia del sentimiento de identidad de condición que todos los hijos guardan con respecto al padre en la familia; la pa-labra igualdad, aunque refiriéndose a una idea más práctica, tiene siempre menos resonancia en el ánimo humano que la de libertad. La fraternidad fue una reminiscencia del afecto que une a los hermanos en una familia. Aún perdidas toda noción de parentesco

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propiamente tal entre las unidades sociales y toda relación efectiva entre el principio religioso y la cohesión social que agrupa a esas mismas unidades, la concepción de la sociedad como una familia persiste. En los pueblos que han llegado en estos días al mayor grado de desarrollo se confunden la idea de un padre común y el sentimiento de reconocimiento y cariño a una madre, común tam-bién, con la existencia de la agrupación social misma, y se llama a ésta: la madre patria.

La unidad de origen, de condiciones de vida y de actividad, propias de una agrupación patria, de por fuerza se tenía que tra-ducir en otras manifestaciones de identidad. El tipo físico, las cos-tumbres, la lengua, ciertas condiciones provenientes del estado evolutivo y los deseos, los propósitos y las tendencias generales tenían que ser poco más o menos iguales entre todas las unidades de una patria. El tipo físico como resultante de la igualdad y de la continuidad de las condiciones ambientes; las costumbres como resultantes de iguales esfuerzos en el sentido de la adaptación a esas mismas condiciones ambientes; la lengua como resultante de la comunicación necesaria entre todas las unidades; el estado evo-lutivo como resultante de la misma evolución común; y los deseos, los propósitos y las tendencias, como resultantes de una misma dirección total de las fuerzas vivas de las mismas unidades. Todo ello tenía que producir y ha producido una orientación de todas las fuerzas vitales orgánicas en el sentido de la integral de todas las uni-dades dichas, de la unidad de origen, de la unidad de religión, de la unidad de formas, de la unidad de costumbres, de la unidad de lengua, de la unidad de estado evolutivo, y de latinidad de deseos, de propósitos y de aspiraciones comunes; en suma, una orientación hacia lo que podría llamarse el ideal. La patria, pues, es, en resumen desde el punto de vista sociológico en que la veni-mos considerando, la unidad del ideal común.

La unidad del ideal común, como resumen de todas las fuerzas sociológicas derivadas directamente de las fuerzas orgánicas que rigen el organismo total humano, que debe ser considerado así, lo cual, dicho sea de paso, comprueba, a nuestro entender, la tesis

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que nuestro amigo el inteligente sociólogo señor licenciado don Carlos Pereyra sostuvo hace poco tiempo contra el señor licen-ciado don Genaro Raygosa acerca de que la unidad sociológica es la familia y no el individuo; la unidad del ideal común, decimos, precisamente porque determina, mantiene y desarrolla las fuerzas de unión fraternal entre todos los miembros de una patria, exige la integridad de ese mismo ideal. Dos son las consecuencias pre-cisas del mantenimiento de esa integridad y son la conservación del agregado patria por su compacidad propia o interior, y la se-guridad de ese mismo agregado por su acción exterior contra los demás de igual naturaleza.

Es claro, desde luego, que si el ideal determina la unión so-cial en una patria, porque los diversos sentimientos componentes de ese ideal son los lazos determinantes de aquella unión, es decir, las fuerzas componentes de la cohesión social, la disgre-gación de esos sentimientos y la pérdida de alguno o algunos, tiene que producir el debilitamiento y la pérdida de las fuerzas correlativas de cohesión, determinando una mayor o menor dis-gregación social. Por consiguiente, importa no sólo conservar dichos sentimientos, sino desarrollarlos con los múltiples sen-timientos secundarios que de ellos se pueden derivar, a paso y medida que las condiciones generales de la vida y del progreso se vayan perfeccionando. Pero no sólo importa la conservación de los mismos sentimientos para mantener el estado de agregación natural de todas las unidades sociales patrias en su mutua depen-dencia, sino que hay que desarrollar la fuerza integral que ellos producen, para determinar una agregación más estrecha, una in-tegración más completa y firme de todas esas unidades, con el fin de derivar de la mayor integración así producida, una más perfecta diferenciación y un paso más activo de lo homogéneo a lo heterogéneo, en que consisten, según la fórmula de Spencer, la evolución y el progreso. Es decir, no sólo se necesita conservar las fuerzas de cohesión social para mantener el agregado patria en su natural estado, sino que hay también que desarrollar esas fuerzas para que el agregado se organice y se desenvuelva en una

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evolución progresiva. Esta evolución, pues, requiere la formación de una organización más o menos integral.

Dijimos en otra parte, que si en el conjunto orgánico de los individuos de una familia, se generaba del padre hacia los hijos un deber de protección y de sostenimiento, se generaba inversamente de los hijos hacia los padres, el derecho a exigir ese sostenimiento y protección; pero por la misma correlatividad que existe entre el deber y el derecho, si los padres tienen el deber de proteger y de sustentar a los hijos, han debido necesariamente tener el derecho de autoridad que ya estudiamos. Por su parte, los hijos al tener el derecho de reclamar de los padres protección y sustento, han debido tener el deber de la sumisión. En efecto, como necesaria consecuencia del poder efectivo de los padres sobre los hijos, ha tenido que existir la sumisión efectiva también de los hijos para con los padres. Dilatando la familia hasta constituir la patria, es claro que en ella existen esas dos corrientes de sentimientos con-trarios, o mejor dicho, correlativos. La autoridad, pues, va de los padres hacia los hijos y sucesores; la sumisión va de los sucesores e hijos hacia los padres. Si la autoridad de referencia existe, se debe, como hemos podido ya comprobar abundantemente, a la mayor capacidad orgánica del sistema de órganos hombre en que nació dicha autoridad, sobre la capacidad orgánica de los sistemas mujer e hijos. El ejercicio de la autoridad implica, pues, la capacidad para ejercerla, y por ende la sumisión implica la incapacidad; pero esta misma, por la dependencia que supone a condiciones superiores orgánicas implica el sentimiento de la confianza en esas capacida-des. Por lo tanto, el ejercicio de la autoridad de los padres hacia los hijos y sucesores, implica la capacidad de los unos sobre los otros; y la inferioridad de los sucesores e hijos con respecto a los padres, supone la confianza de aquéllos en éstos. Mientras vivieron los padres o fundadores de una tribu, la autoridad y la sumisión se ejercieron de él y a él en el sentido que indicamos; pero por una parte, la muerte de esos padres o fundadores, y por otra, la dilata-ción de la familia, así como exigieron la persistencia de la vida de aquéllos en el sentimiento de ésta, dando origen al culto ancestral

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primero y a su dilatación después, hasta la creación de la divinidad, exigieron también la continuidad efectiva del poder patrio, y ello dio lugar a la formación de la autoridad, que por semejanza de los padres, se depositó en los ancianos llegados a ser padres también, ejerciéndose la autoridad y la capacidad de ellos, de arriba a abajo en el sentido de la sucesión, y la sumisión y la confianza, de abajo a arriba. Cuando los choques con otros agregados sociales requirie-ron el ejercicio de la capacidad real de la autoridad, los ancianos no pudieron ejercerla, y ella pasó, de un modo natural también, al individuo orgánicamente más capaz, constituyendo a éste en jefe y a los demás en súbditos. La autoridad de ese jefe y la sumisión de los súbditos han llegado a formar los estados modernos en los que la insigne penetración de Sieyés descubrió las dos corrientes fun-damentales del poder público: la autoridad que se ejerce de arriba abajo; la confianza que se ejerce de abajo a arriba.

La autoridad del patriarca primitivo, de los ancianos que le suceden, y del jefe que sustituye a éstos, según el grado de su agre-gación social, vienen a servir en todo conjunto patria, de centro, de núcleo de concentración, que por una parte equilibra los sen-timientos de mutua atracción de las unidades componentes; por otra, impide la disgregación de éstas; y por otra, da compacidad y fuerza de acción y de resistencia al conjunto. Así constituido el cuerpo social, su marcha total, como la de los agregados orgáni-cos individuales, dependerá más que de la acción de sus fuerzas interiores, de las ambientes o exteriores. Si la región en que se desarrolla ofrece amplitud, y él no encuentra valladar alguno que lo detenga, la fuerza del jefe se irá debilitando a medida que aquél se vaya extendiendo, y fácil es que hasta se fraccione en diversas tribus que se dispersarán; si choca con algún obstáculo natural, se detendrá y transformará todas sus fuerzas sociales en fuerzas de selección interior; si choca con algunos otros agregados y éstos disponen de terreno libre como debe haber pasado en la región que hoy ocupan los Estados Unidos, entonces se desalojarán y emigrarán; pero si la configuración geográfica no permite el des-alojamiento y fácil acomodamiento de todos los agregados, éstos

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chocarán entre sí con fuerza y se exterminarán, o compenetrarán, formando agregados de agregados, totales o parciales, en los cua-les todos aquéllos o las fracciones en que se dividan, permanecerán con su coeficiente de cohesión y su orientación patriótica propias, hasta que se confundan en uno solo que a su vez seguirá el mismo camino. La mayor o menor acción y la mayor o menor resistencia de cada agregado en esos choques, como en los choques de los cuerpos físicos dependerán de su mayor o menor fuerza de agre-gación, es decir, de la intensidad de su cohesión, o sea en el agrega-do, de la intensidad de los sentimientos orgánicos constitutivos del cuerpo social; y la intensidad de esos sentimientos dependerá siempre de la unidad y de la integridad del ideal patrio. En el cho-que de dos agregados, el de mayor cohesión romperá al otro y se asimilará rápidamente los fragmentos de éste; si los dos se rompen y se compenetran, los fragmentos que tengan mayor coeficiente de cohesión, se unirán, vencerán a los otros y se los asimilarán. Los fragmentos de los vencidos resistirán la acción asimiladora de los vencedores, en razón de su propio coeficiente de cohesión social.

La palabra patria no es sinónima de raza, de pueblo, de sociedad, ni de estado

La palabra patria no es sinónimo de raza, de pueblo, de sociedad, ni de estado. La palabra patria, como venimos diciendo, responde a la idea de agrupación familiar; la palabra raza, en su sentido amplio, responde a la idea de agrupación de unidades humanas de idénticos caracteres morfológicos derivados de la igualdad y de la continuidad de las condiciones generales de la vida: la palabra pueblo responde a la idea de individualidad colectiva suficientemente diferenciada de las demás colectividades constituidas por unidades humanas: la palabra sociedad responde al concepto orgánico que la Biología ha dado a toda agrupación humana en que existe una mutua depen-dencia de vida y de funcionamiento en las unidades componentes: la palabra estado responde a la idea de organización política en que para la existencia social interior y para la acción exterior, las relacio-

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nes sociales han cristalizado en leyes escritas. Una patria puede ser una raza, un pueblo, una sociedad, un estado; pero un estado, una sociedad, un pueblo, una raza, no son siempre una patria. Después de lo que acabamos de decir, no creemos necesario hacer una com-probación especial de esta última afirmación. Sin embargo, la patria y la raza casi se confunden, hasta el punto de que en el lenguaje corriente pueden usarse las dos palabras raza y patria, como equi-valentes. Esas dos palabras se refieren a conceptos, distintos como dijimos antes, pero las dos suponen un mismo origen, unas mismas condiciones de vida, y un mismo estado orgánico y funcional; entre las unidades de un mismo tipo morfológico se supone el parentesco patriótico, como en las unidades de una misma patria se supone la igualdad de tipo. Por el mismo proceso evolutivo por el que una familia al dilatarse se convierte en una patria, se convierte en una raza; en ese proceso, la raza es el resultado material; la patria el re-sultado —llamémosle así— moral. A pesar del necesario paralelismo que entre una y otra parece existir pueden variar separadamente; el cambio de lugar hecho por el agregado patria en conjunto puede variar por el transcurso del tiempo, el tipo de sus unidades y no los sentimientos determinantes de ese conjunto; por el contrario, pue-den desaparecer esos sentimientos, desaparecer la patria y persistir los caracteres del tipo físico.

En uno de los apuntes científicos que hicimos al principio de esta obra y en el curso de esta obra misma, hemos tomado la raza como resumen de la raza y de la patria, para no adelantar el estu-dio especial en que nos ocupamos ahora. Para demostrar que un agregado humano puede existir sin ser en conjunto una patria, to-mamos del citado apunte, aun a riesgo de incurrir en repeticiones fatigosas, algunos párrafos que son los siguientes:

La naturaleza terrestre, si algo tiene de particular y característico, es la diversidad de condiciones que en cada punto ofrece en relación con los demás. No se puede decir que las condiciones físicas de un lugar dado, sean matemáticamente iguales a las de otro situado a cinco metros de distancia. Las condiciones de la vida, por lo mismo, no pueden ser de

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un modo general, matemáticamente iguales en los dos lugares referi-dos. Sin embargo, la tierra presenta extensas zonas de relativa unifor-midad, y entre una zona y otra se pueden marcar diferencias notables. Dentro de una misma zona, es claro que hay la relativa igualdad de condiciones que puede producir en los seres orgánicos, cierta unifor-midad de la acción que en cada uno de ellos desarrolla la fuerza forma-triz interna, y cierta uniformidad de las fuerzas ambientes; lo natural es que en esa zona haya como hay, la uniformidad de seres orgánicos que constituyen en conjunto lo que se llama una especie. Entre los seres de esa zona y los adaptados a las condiciones de vida de otra zona, por fuerza tiene que haber diferencias profundas. Así pues, con-siderando solamente los seres humanos, ya que en las clasificaciones científicas se les considera a todos como miembros de una sola especie, claro es que la igualdad de condiciones de vida tiene que producir formas y tipos determinados, con funciones determinadas también, y que la desigualdad de esas condiciones tiene que producir formas y tipos diversos con diversas funciones. Las uniformidades y diversida-des que por esa razón se formaron, dividen la especie en los grandes grupos que se llaman generalmente razas; pero los caracteres raciales como simple consecuencia de las circunstancias de la adaptación de los grupos humanos a la zona territorial en que viven, no tienen ni pue-den tener una fijeza absoluta, ni por sí mismos representan otra cosa, que una mayor o menor continuidad en la igualdad relativa de las condiciones del medio, y un mayor o menor grado de adelanto de un grupo humano en el trabajo de adaptación a esas condiciones. De modo que una raza no es, en suma, más que un conjunto de hombres que por haber vivido largo tiempo en condiciones iguales de medio, han llegado a adquirir cierta uniformidad de organización señalada por cierta uniformidad de tipo. Si cada uno de los grupos humanos que se forman en las zonas de relativa igualdad de condiciones que presenta la tierra, no saliera jamás de su zona correspondiente, no ha-ría en ella otro trabajo que el resultante de su propia selección. Al tratar de las relaciones de todos los seres orgánicos con el territorio que ocupan, dijimos que esas relaciones pueden agruparse en tres se-ries: las que unen a cada uno de dichos seres con los progenitores de que se deriva por necesitar durante un periodo más o menos largo de la protección de éstos, o cuando menos por necesitar vivir en las mismas

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condiciones en que ellos han vivido; las que produce la gravedad suje-tando a cada uno de los propios seres al lugar en que le tocó vivir, por exigirle aquélla para su desalojamiento, un trabajo orgánico siempre de gran intensidad; y las que se derivan de la necesidad que cada uno de los propios seres tiene de buscar en el lugar en que vive, los elemen-tos de su alimentación. Todas esas relaciones hacen que a medida que un grupo social se va multiplicando, vaya colocando sus unidades unas después de otras en la zona común, hasta que llegan a los límites de ella. Entre tanto no tocan esos límites, no hay entre dichas unidades una activa competencia, si no es para ocupar los mayores lugares; pero tan luego que la expansión general choca con los referidos límites que a menudo son mares, montañas o desiertos, entonces se hace entre todas ellas un trabajo de activa selección, que produce, como es sabi-do, por la supervivencia de los más aptos, el mejoramiento general del grupo, pero en el sentido de que sus unidades estén mejor adaptadas a las condiciones de vida que su zona les ofrezca. En ese sentido el pro-greso sólo conduciría a producir individuos cada vez mejor adaptados al medio, sin que su conjunto fuera ofreciendo en lo general, a paso y medida de la multiplicación de sus unidades, otra circunstancia apre-ciable, que una densidad progresivamente mayor, como sucede en el campo de la ciencia física con las sustancias que sufren los efectos de la compresión progresiva. Pero la selección de tal modo perfecciona a todos los organismos, como lo demostró Darwin (Origen de las espe-cies), que las unidades de un grupo van saliendo de su zona propia, y en luchas porfiadas con sus vecinas las ocupantes de otras zonas, acaban muchas veces por vencerlas y por dilatar su dominio en el terri-torio de las últimas, no sin sufrir en sí mismas profundas modificacio-nes. Con los grupos humanos sucede lo mismo. Cuando la selección avanza dentro de una misma zona, las unidades del grupo llegan a adquirir tan poderosas condiciones orgánicas, que les es dable hacer el esfuerzo de traspasar los límites naturales de esa zona para invadir las zonas adyacentes. Fuerzas sociales de origen plenamente orgánico, que estudiaremos en otra ocasión, establecen las afinidades y atraccio-nes mutuas que determinan entre todas las unidades de una zona, lo que hemos llamado la cohesión social, que determina a su vez con to-das, la formación de un conjunto en que nacen y se establecen esas relaciones de armonía que hacen del todo un organismo y que forman

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el objeto preciso de la Sociología; relaciones de armonía, que por lo demás se encuentran en todo lo creado, lo mismo en la distribución de los órganos minúsculos de los microorganismos, que en la distribu-ción de los sistemas siderales, como que rige a todo lo que existe en el universo, la ley de la gravitación; y en virtud de las relaciones que de-terminan el conjunto social, se establece una diferenciación de funcio-nes que permite a muchas unidades, según vimos en otro lugar, alejar-se del centro general de sustentación, con arreglo a la fuerza productora de ese centro de sustentación, a la cohesión social que une a todas las unidades, y a los medios de comunicación y de transporte que las unidades viajeras se pueden proporcionar. La dilatación, pues, de un grupo por las unidades de él que se alejan del centro y traspasan los naturales límites de su zona propia, encuentran, como es natural, la resistencia de las que en las zonas adyacentes viven en igualdad de condiciones de armonía sociológica, y se establecen de grupo a grupo luchas más o menos intensas y prolongadas, que acaban por producir la mezcla de los unos con los otros. La ficción que por semejanza a la colocación de las capas geológicas nos permite considerar los com-puestos sociales como divididos en capas superpuestas unas a las otras, según la función que algunas unidades desempeñan y que se diferen-cian de las desempeñadas por otras, nos permite también comprender, que en el choque de un grupo, digamos ya de un pueblo con otro, o los dos se exterminan, o uno extermina al otro o los dos se compene-tran íntegramente o mezclando sus girones, haciendo su compenetra-ción o su mezcla, en circunstancias diversas de colocación y en capas distintas, según las facilidades y resistencias por uno y otro encontra-das y opuestas, llevando cada pueblo o cada girón de él su coeficiente propio de cohesión social y por lo mismo de densidad en conjunto. La misma armonía a que antes nos referimos, sin perjuicio de las luchas que se provocan y se mande pueblo a pueblo de los compenetrados, o de girón a girón, o entre cada uno de éstos y el cuerpo social general, hace nacer y establece ciertas relaciones de mutua dependencia, que permiten la vida del todo. Nuevas condiciones de expansión en otros pueblos producen nuevas invasiones y la mezcla de nuevos pueblos o de nuevos girones de pueblos distintos aumenta la complejidad de los elementos componentes del resultante total. Ahora bien en éste la mezcla de elementos distintos produce necesariamente diferentes con-

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diciones de colocación y sobre todo corrientes diversas de integración. Ya hemos dicho que dejamos para otro lugar el estudio del origen or-gánico de las afinidades y atracciones mutuas que determinan entre los individuos que componen un grupo determinado, lo que se llama la cohesión social. Por ahora, nos bastará con decir que esas afinidades y atracciones se producen, o bien por identidades de origen, de paren-tesco y de condiciones de vida determinantes de lo que en lo material se llaman razas, o bien por intereses accidentales creados al nacer y formarse nuevas condiciones de armonía entre los pueblos y girones de pueblos que se han mezclado al chocar. Hay, pues, en cada compuesto social, dos sistemas de fuerzas latentes: las que convergen a producir la reincorporación de las razas, y las que convergen a mantener y a per-petuar los nuevos compuestos formados por los intereses nacidos y desarrollados por la existencia armónica de elementos de raza distin-tos, unidos por la acción y la presión mutua de todos los pueblos. Cuando las fuerzas del primer sistema dominan, se forman estados como el Imperio Alemán, o como el reino de Italia; cuando dominan las fuerzas del segundo, se forman estados como la Gran Bretaña y como el Imperio Austro-Húngaro.

Como consecuencia de la relación que existe entre la vida humana individual y colectiva, y el suelo en que ellas se desarrollan, llega-mos a la conclusión, de que la primera condición necesaria para que esa vida sea posible, es que se desarrolle en una superficie determinada de ocupación. Una patria, un pueblo, una sociedad, un estado, formas todas de la vida humana colectiva, necesitan ante todo el dominio del territorio que ocupen. La relación entre la vida de una comunidad humana y la ocupación de un territorio determinado es tan estrecha, que aquélla no puede existir como tal, sin esta última. Todos los judíos esparcidos por la tierra están unidos por una unidad y por una integridad de ideal, que en lo moral realizan plenamente la concepción de la patria como una familia, y sin embargo, no pueden existir como comunidad, no forman una patria, un pueblo, una sociedad, ni un estado, por-que no ocupan un territorio propio y especial. De tal manera es íntima la relación entre la colectividad patria y el territorio de ella,

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que se confunden, y en el lenguaje corriente (el Diccionario de la Academia Española dice que patria es el lugar donde se nace), se entiende por patria de una persona, la demarcación territorial en que ha nacido.

Como ya hemos tenido ocasión de demostrar, las relaciones entre el agregado social y el territorio que él ocupa son muy va-riadas, y comenzando por la simple ocupación sin noción alguna de derecho territorial, hasta el derecho de propiedad desligado de la porción territorial misma, forman toda la escala de la propiedad territorial jurídica. Sobre este particular, dijimos en uno de los primeros apuntes científicos que pusimos en la presente obra, lo siguiente:

La existencia de todos los seres orgánicos en la creación está enlazada estrechamente con la naturaleza del territorio que ocupan. Muchos de esos seres, como sucede con todos los del reino vegetal, están inmedia-tamente sujetos al suelo. En el reino animal, aun los que parecen estar más desprendidos del suelo, están ligados a él, por tres series de rela-ciones. La primera, es la de las relaciones que unen a cada uno de dichos seres con los progenitores de que se deriva, por necesitar duran-te un periodo más o menos largo de la protección de éstos, o cuando menos por necesitar vivir en las mismas condiciones en que ellos han vivido; la segunda, es la de las relaciones que produce la acción de la gravedad, que sujetan a cada uno de los mismos seres al lugar en que lo colocan sus progenitores, por exigirle aquélla para su desalojamiento, un trabajo orgánico siempre de gran intensidad; y la tercera, es la de las relaciones que se derivan de la necesidad que cada uno de los propios seres tiene de buscar en el lugar en que vive, los elementos carbónicos de su combustión vital, ya que el oxígeno se encuentra en todas partes. En realidad, en las relaciones de la última serie están comprendidas las de las otras, y se puede decir, que lo que principalmente hace a los seres depender del suelo, es la necesidad de tomar de él los elementos de la alimentación. Como los elementos sustanciales de la alimentación de los grupos humanos están concentrados en los cereales, fácilmente se puede comprender por qué todos esos grupos están ligados a las zonas que dichos cereales producen. La más ligera observación conduce a la

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plena comprobación de la afirmación precedente. Todos los pueblos de la tierra que han logrado multiplicar rápidamente sus unidades, exten-der dilatadamente el círculo de su acción, y desarrollar ampliamente sus facultades, cualquiera que haya sido la época de la humanidad en que han vivido, han ocupado zonas ricas en la producción de alguno de los cereales y han debido a esa producción su engrandecimiento. Los grandes pueblos europeos pueden ser referidos a las zonas de producción del trigo, los grandes pueblos asiáticos pueden ser referidos a las zonas de producción del arroz, y los grandes pueblos americanos pueden ser referidos a las zonas productoras de maíz. Algunos pueblos americanos en estos últimos tiempos deben su vida a la producción combinada del trigo y del maíz. Por supuesto que aunque la vida de los pueblos que merecen ese nombre dependa necesariamente de la zona agrícola pro-ductora de cereales que sea lo que pudiéramos llamar propiamente, su zona fundamental de sustentación, la localización de esos mismos pue-blos puede no coincidir exactamente con la de dicha zona. En efecto, el juego de las otras dos series de relaciones que unen a los organismos humanos con el suelo, pueden hacer dilatar o restringir la distribución de la masa social sobre la zona fundamental de sustentación. Las rela-ciones que se derivan de los lazos orgánicos que enlazan a los organis-mos derivados con los progenitores determinan por virtud de múltiples circunstancias que no son del caso en este momento, pero que estu-diaremos más adelante, la fuerza de agregación de todas las unidades componentes de los cuerpos sociales que se llama cohesión social, y cada pueblo como agregado social, puede crecer y engrandecerse, hasta donde la cohesión social pueda unir a sus individuos. Las relaciones que se derivan de la acción de la gravedad que fija a todos los organis-mos humanos al lugar en que viven, por cuanto a que para cambiar de lugar tienen que desarrollar una fuerza considerable, si de un modo general impiden que la libertad orgánica de las unidades componentes del cuerpo social, supere a la cohesión y produzca la disgregación de ese cuerpo, pueden, sin embargo, ser vencidas en parte y permitir la dilatación del conjunto, merced a medios artificiales de vencer la acción de la gravedad y de reducir el esfuerzo orgánico del desalojamiento. En nuestro libro titulado La Reforma y Juárez asentamos la siguiente observación: “En todos los grupos humanos sucede, que su población y su dominio se desbordan del territorio a cuya producción están sujetos, y se

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extienden todos sentidos, avanzando más o menos, según la resistencia que van encontrando; pero aunque ese movimiento de expansión no en-cuentre resistencia alguna, al llegar a cierta distancia se detiene porque de seguir avanzando, las unidades que lo determinan se desprenden del centro común, si encuentran otros lugares de producción, o perecen si esos lugares de producción no existen. Ahora bien, la proximidad o lejanía del límite de expansión depende de la función combinada de tres factores: es el primero la amplitud que puede alcanzar la producción que sustenta a todo el grupo social; es el segundo, la fuerza de cohesión de ese grupo social; y son el tercero, el número, la naturaleza y la eficacia de los medios de comunicación y de transporte”. En ampliación de las anteriores ideas, sólo agregaremos que el movimiento de expansión obedece a muchos y muy complejos impulsos, pero entre ellos, los principales son, por el or-den en que se manifiestan, el que produce la localización de las indus-trias que son consecuencia forzosa de las necesidades del grupo social, y que se desarrollan y crecen a medida que se desarrolla y se integra ese cuerpo; el que produce el trabajo de llevar el exceso de la producción agrícola sobre el consumo interior, a los lugares en que puede hacer el cambio de ese exceso por los productos agrícolas e industriales que él no alcanza a tener; y el que le produce su deseo de dominar a otros pueblos para extender su producción y su consumo. En todo caso, el movimiento de expansión depende principalmente de la amplitud que puede alcanzar la zona de producción de los cereales y de la intensidad de producción de éstos.

Lo que es en suma la unidad del ideal de patria

Todo lo que llevamos expuesto acerca de la patria nos autoriza para formular las siguientes conclusiones: primera, las condicio-nes orgánicas de la vida humana conducen en todos los agrega-dos humanos, a cierta identidad de hechos, de sentimientos y de ideas que generan lo que hemos llamado el ideal: segunda, el ideal responde en sustancia, a la unidad de origen, de religión, de tipo, de costumbres, de lengua, de estado evolutivo, y de de-seos, de propósitos y de aspiraciones: tercera, no puede existir la

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comunidad social patria sin la plena comunión del ideal: cuarta, la fuerza interior de la organización social, la fuerza exterior del conjunto y la fuerza de resistencia contra los impulsos sociales extraños dependerán siempre de la integridad del ideal, por lo que la pérdida de algunos de los varios componentes del ideal de-bilitará correlativamente dichas fuerzas: quinta, en un pueblo, en una sociedad, en un estado, pueden coexistir algunos agregados patrias completos, y algunos grupos de agregados patrias divi-didos, pero aquellos agregados, mientras conserven su cohesión propia, conservarán su propio ideal, y estos grupos, mientras conserven también su propia cohesión, tendrán la orientación del ideal correspondiente al ideal de su patria respectiva; y sexta, un pueblo, una sociedad, o un estado, no llegarán a ser en conjun-to una patria, sino hasta que entre todos los grupos y unidades componentes, exista la unidad de ideal.

El ideal no es todo en la patria: la patria es también el hogar

Sin embargo de cuanto hemos expuesto anteriormente, no todo es en la patria el ideal. No todo en ella es el altar, según la defini-ción del señor licenciado Sierra: el altar debe estar integrado por el hogar. Fatigaríamos mucho a nuestros lectores si volviéramos a tratar con extensión de las relaciones que se forman entre la vida humana, tanto individual cuanto familiar y cuanto social, y el te-rritorio en que se sostiene y de que se sustenta. Todo cuanto lleva-mos dicho en esta obra, conduce a establecer, a fijar y a definir en abstracto, y en concreto con referencia a nuestro país, esa relación. Sin embargo, para no dejar aquí sin la debida precisión, un solo punto de cuestión tan importante tomamos del capítulo titulado “Los datos de nuestra historia lejana”, las líneas siguientes:

Dada la estrecha relación que existe en todos los pueblos de la tie-rra, entre las condiciones de producción de los elementos que proveen del carbono necesario para la combustión vital a todas las unidades de

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esos pueblos, y el grado de desarrollo que éstos logran alcanzar, según indicamos en el apunte científico que hicimos en otra parte, resulta claro, que a medida que los pueblos van avanzando, van haciendo más firmes, más precisas y más complicadas sus relaciones con el terreno que ocupan; van echando, digámoslo así, más y más dilatadas y más profundas raíces en ese territorio, y va siendo por lo mismo, más difícil desprenderlos de esas raíces y desalojarlos. Los apaches en nuestro país, sin ocupación determinada territorial, sin fijeza alguna sobre el territo-rio que ocupan, fácilmente pueden ser expulsados del lugar en que se encuentran; basta para ello el envío de algunos soldados. Los pueblos de alta civilización dejan matar a casi todas las unidades que los com-ponen, antes de consentir en perder su dominio territorial. De las rela-ciones del territorio con la población que lo ocupa se desprenden todos los lazos jurídicos que se llaman derechos de propiedad, desde los que aseguran el dominio general del territorio, hasta los que aseguran el dominio de la más insignificante planta nacida en un terreno… Empe-ro, todos los derechos territoriales a que venimos refiriéndonos pueden colocarse en los diversos grados de dominio que comprende el sistema jurídico de la propiedad. Mas aún, todas las sociedades humanas pue-den clasificarse por la forma sustancial que en ella revisten los derechos de dominio territorial, lo cual es perfectamente explicable si se atiende a que, como hemos dicho antes, existe una estrecha relación entre las condiciones de producción fundamental de los elementos carbónicos de la vida humana, o sea entre las condiciones de la propiedad agrícola fundamental, o mejor dicho, entre las condiciones en que el dominio territorial permite esa producción y el grado de desarrollo que dichas sociedades alcanzan. Con los diversos grados que marca el progresivo ascendimiento de los derechos de dominio territorial, desde la falta absoluta de la noción de esos derechos, hasta la propiedad individual de titulación fiduciaria, que a nuestro juicio representa la forma más ele-vadamente subjetiva del derecho territorial, se puede formar una escala en que pueden caber todos los estados que ha presentado la humanidad desde el principio de su organización en sociedades, hasta el estado actual de los pueblos más avanzados. Los diversos grados de esa escala pueden marcar con muy grande aproximación, los diversos grados de desarrollo evolutivo de todas las sociedades. La escala referida pudiera ser la siguiente:

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esCala de la naturaleZa de los dereChos territoriales y de los estados evolutivos Correspondientes

Periodos de dominio territorial Estados de desarrollo

1°. Falta absoluta de toda noción de derecho terri-torial.

• Sociedades nómadas.• Sociedades sedentarias pero mo-

vibles.

2°. Noción de la ocupación, pero no la de posesión.

• Sociedades de ocupación común no definida.

• Sociedades de ocupación común limitada.

3°. Noción de la posesión, pero no la de propiedad.

• Sociedades de posesión comunal, sin posesión individual.

• Sociedades de ocupación comu-nal, con posesión individual.

4°. Noción de la propiedad.• Sociedades de propiedad comunal.• Sociedades de propiedad indivi-

dual.

5°. Derechos de propiedad territorial, desligados de la posesión territorial misma.

• Sociedades de crédito territorial.• Sociedades de titulación territo-

rial fiduciaria.

Consecuencias lógicas de lo que venimos exponiendo son las tres siguientes: primera, que la existencia de un agregado patria es tanto más firme y segura, cuanto más dilatadas y profundas son las raíces que ha echado en el territorio que ocupa; segunda, que la forma tangible de las raíces de que se trata es la de los derechos de propiedad; y tercera, que las raíces de los derechos de propiedad son tanto más dilatadas y profundas, cuanto más perfectos son esos derechos en su grado de evolución jurídica.

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Ahora bien, es claro que tanto más fuerza de adhesión al terri-torio tienen que representar los derechos de propiedad, cuanto son más numerosos. Esos derechos encaminados a la conservación y al perfeccionamiento de la vida orgánica consisten sustancialmente en la ocupación del campo que el organismo sexual hombre, labra o recorre en busca del sustento necesario para sí y los organismos complementarios que constituyen su familia, y en el lugar en que da abrigo a todo el organismo conjunto familiar para sustentarlo con los elementos carbónicos recogidos y para defenderlo de la acción de las fuerzas ambientes. Ese lugar viene a ser, pues, el cen-tro de toda la actividad orgánica familiar, y del hecho material de que en él se congregan, en torno del fuego esencia y símbolo de la vida, todos los organismos integrantes del organismo total, o sea la familia, ha derivado su nombre, admirablemente adecuado: el hogar. Cuanto más perfectas son las condiciones de la vida orgáni-ca familiar, tanto mayor es el bienestar en los hogares, y tanto más dulces son al calor de ese bienestar, los sentimientos de cariño que atan a los organismos componentes de la familia. Una patria, por lo mismo, es tanto más sólida, cuanto mayor número de hogares contiene y cuanto mayor bienestar conforta la vida en cada hogar.

Perdónenos nuestros lectores las largas digresiones que hemos hecho para definir la patria, en gracia de lo bien precisa que la de-finición ha quedado. Vamos a ver ahora, lo que como patria es en realidad nuestro país.

Nuestro país considerado como patria. El ideal de patria en nuestro país

Desde luego, se puede afirmar, que en nuestro país la unidad de ideal no existe. No hay, en efecto, entre todas las unidades que componen la población que ocupa nuestro territorio, la unidad de origen, la unidad de religión, la unidad de tipo, la unidad de costumbres, la unidad de lengua, la unidad de desarrollo evolu-tivo, ni la unidad de deseos, de propósitos y de aspiraciones que determinan en conjunto la unidad del ideal. La expresada pobla-

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ción, por razón de haber sido formada por la compenetración y la incorporación de distintos agregados humanos en muy diversas condiciones, se divide en varios elementos generales que hemos llamado de raza y que presentan desde luego muy grandes dife-rencias de separación. Esos elementos son el indígena, el criollo y el mestizo, el negro es insignificante. El extranjero por su calidad de tal, lo consideramos aparte y de él nos ocuparemos cuando sea oportuno.

Diferencias entre los tres elementos generales de nuestra población, desde

los puntos de vista del ideal patrio

Entre los referidos elementos no existe ni puede existir en lo pre-sente plena comunidad de ideal. De un modo general, entre el elemento indígena y el criollo, hay una completa separación de ori-gen, hay una completa diferencia de tipo, hay una completa oposi-ción de costumbres, hay muy grandes divergencias de lengua, hay una enorme distancia evolutiva, y hay una verdadera contradicción de deseos, de propósitos y de aspiraciones: sólo hay entre ellos de común, y eso bajo formas diversas, la religión cristiana católica, y en parte la lengua. Entre el elemento indígena y el mestizo, las diferencias son menores, pero también profundas, y son las de origen, por la sangre europea de las unidades del último, de tipo por la misma razón, de costumbres en parte porque las unidades mestizas participan de las indígenas en mucho, de lengua en parte también porque los mestizos no hablan lenguas indígenas sino por excepción, y de distancia evolutiva; tienen sin embargo de común, la religión aunque en formas diversas también, los deseos, los propósitos y las aspiraciones en contra de los criollos, en parte las costumbres y en parte la lengua como antes dijimos. Entre el elemento mestizo y el criollo, las diferencias son menos profundas que entre el criollo y el indígena, pero más que entre el indígena y el mestizo, y esas diferencias son las de origen, por la sangre indí-gena de las unidades del último; las de tipo por la misma razón; las

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de deseos, propósitos y aspiraciones que los mestizos comparten con los indígenas contra los criollos; las de costumbres, en parte porque los mismos mestizos participan de las costumbres criollas, y las de distancia evolutiva; tienen sin embargo de común la reli-gión aunque en formas diversas, la lengua aunque en diversas con-diciones también, y en parte las costumbres. El elemento indígena y el mestizo consideran en cierto modo al criollo como extranjero y repugnan al elemento propiamente extranjero que les recuerda la dominación colonial. El criollo y el extranjero simpatizan por cierta comunidad de sangre y de intereses.

Estado del ideal patrio en el elemento indígena

En particular el elemento indígena, compuesto de tribus y pueblos muy diferentes entre sí, carece por completo de unidad. Cada tribu y cada pueblo de los que lo componen es por sí mismo una indivi-dualidad sociológica especial. Posible es que todos esos agregados hayan tenido, si no un mismo origen, cuando menos orígenes muy cercanos, pero a causa de haberse formado en la extensa región sep-tentrional, no llegaron a mezclarse y confundirse, sino que en ellos las mutuas expansiones produjeron la corriente de emigraciones que los trajo a nuestro territorio. Dadas las condiciones de su atraso evo-lutivo, lo largo del camino que tuvieron que recorrer exigió tanto tiempo, que cuando llegaron a reunirse en las estrechas zonas favo-rables de nuestro territorio, las diferencias que los separaban eran ya demasiado profundas. Esas diferencias eran de todo género, pero en virtud de la presión colonial que, como dijimos en otra parte, acer-có mucho a todos los agregados indígenas, algunas se colmaron, y quedan en la actualidad, las de origen, de tipo, de costumbres, de estado evolutivo y de lenguas en parte. La multiplicidad y confusión de las tradiciones de origen, las diferencias de tipo, las divergencias de costumbres, las diversidades de lengua y las distancias evolutivas que entre sí los distinguen y separan son tan evidentes, que pertene-cen al campo de los hechos públicos y notorios. Lo que más pronto

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pierden los agregados humanos en su contacto con otros más fuer-tes es la lengua, y en nuestro país, el inteligentísimo etnólogo señor doctor don Antonio Peñafiel ha podido comprobar en los trabajos oficiales del último censo, la existencia de más de cincuenta lenguas indígenas. Precisamente a la infinita diversidad de los indígenas se debió en parte que éstos hubieran podido ser sometidos por un grupo pequeño de blancos; a ello se ha debido en parte también, que no hayan representado ni durante la dominación colonial, ni en la época que llevamos de independientes, fuerza política alguna; a ello se deben asimismo, las dificultades de su tratamiento en la ac-tualidad, pues ese tratamiento, como hemos dicho repetidas veces, no puede ser general sino particular. Lo único que ha comenzado a determinar su unión ha sido, por una parte, el cristianismo católico que les ha sido impuesto y, por otra, el sentimiento de su sumisión a los grupos superiores, determinando ese sentimiento, un principio de deseos, de propósitos y de aspiraciones comunes, que no pocas veces se ha hecho sentir. Cada grupo indígena es por consiguiente una patria especial y las unidades de él así lo consideran en reali-dad. Sólo por excepción en los casos de supremo peligro cuentan esos grupos con los demás; generalmente se atienen a sus propias fuerzas, y cuando son atacados, si no pueden vencer, se resignan a morir. Tienen sin embargo de bueno las múltiples y pequeñas patrias indígenas que son autónomas. Son patrias completas y no fragmentos de patrias. No tienen, pues, orientación alguna exterior. Los indios no serán jamás deliberadamente traidores a la patria en beneficio de una patria extranjera.

Estado del ideal en el elemento criollo

El elemento criollo presenta una unidad relativa de ideal. No se notan entre los diversos grupos que actualmente lo componen, y son, el de los criollos conservadores, el de los criollos dignatarios clero, el de los criollos reaccionarios, el de los criollos moderados y el de los criollos nuevos o criollos liberales, más que unas lige-ras diferencias de origen, de tipo, de costumbres, de lenguaje, de

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edad evolutiva, de deseos de propósitos y de aspiraciones, con di-ferencias transitorias de interés. Las diferencias de origen separan a los criollos conservadores, dignatarios, clero y reaccionarios, de los criollos nuevos o liberales de origen no español; pero los criollos moderados de origen español también por su educación especial, sirven de lazo de unión entre unos y otros. Las diferencias de tipo entre los criollos de origen español y los nuevos han quedado anotadas en otro lugar. Las diferencias de edad evolutiva apenas se notan. Las diferencias de intereses transitorios son las que separan a cada uno de los grupos referidos, de los demás. Las diferencias de costumbres, de lenguaje y de deseos, de propósito y de aspira-ciones merecen una especial atención.

Desde los puntos de vista del ideal, la patria de los criollos

no es la patria mexicana

Todos los grupos criollos son desprendimientos de patrias extra-ñas y tienen una orientación patriótica perceptible a sus patrias originales respectivas o por lo menos a la agrupación continental europea que consideran como la patria común. Nacen y viven en México, pero desde que tienen uso de razón vuelven la vista a Europa con que el deseo más o menos preciso y manifiesto de poderse ir a establecer en ella alguna vez. Muchos son los que se van y de entre ellos muchos se olvidan cuando no se averguenzan de México, como pudo comprobarlo de vista el señor licenciado don Alejandro Villaseñor. En estos días un miembro de la familia Rincón Gallardo que es sin disputa una de las más apegadas a México, si no la más, nos ha ofrecido un ejemplo evidente de lo que venimos diciendo. En El Imparcial del día 30 de mayo del año corriente (1909), se publicó el párrafo que sigue:

El Señor Rincón Gallardo renuncia su cargo. Deja de ser ciudadano mexicano y agregado a nuestra Legación en París.—Últimamente cau-só gran sensación en México la noticia de que don Alfonso Rincón

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Gallardo había aceptado el título español de Conde de Regla, lo que se hallaba en pugna con el carácter que tenía como agregado de la Legación Mexicana en París. Cuando nuestro gobierno tuvo noticia de tal hecho, se indicó en lo particular al señor Rincón Gallardo, que debía renunciar el título de Conde Regla, o el puesto de agregado a la Legación Mexicana en París. Contestó el señor Rincón, en lo privado, que optaba por el título nobiliario, renunciando el cargo diplomático que desempeñaba. En contestación oficial se le dijo que debía desde luego presentar la renuncia de su cargo, por los conductos debidos, por lo que el señor Rincón Gallardo dejará de ser agregado a la Legación Mexicana. Al tomar el acuerdo citado, el gobierno tomó en cuenta el artículo 12 de la Constitución, que declara: no hay ni se reconocen en la República títulos de nobleza; y el artículo 37 que establece la pérdida de la calidad de ciudadano al que las acepta.

Los que se quedan no hacen más que suspirar por Europa y tratan ridículamente de pasar en México por europeos o cuando menos de pensar, sentir y de vivir a la europea, manifestando un despre-cio y hasta un odio irritante por todo lo que es nacional.

Uno de los hombres más vigorosos, más enérgicos, más activos y más patriotas del mundo actual, el ex presidente de los Estados Unidos del Norte, mister Roosevelt, se ha quejado en su país de la tendencia que se manifiesta en muchos de sus compatriotas, a preferir la vida europea a la nacional. De los que solamente mani-fiestan sus tendencias europeas, sin ir a pretender convertirse en europeos, ha dicho con la energía de estilo que le es propia (El ideal americano), lo siguiente:

Aun no cometiendo ninguna traición, se puede ser un ciudadano in-útil. El que se europeisa, haciéndose incapaz de desempeñar su misión como hombre de aquende el océano, lo mismo que el que pierde el amor a su país natal, no es un traidor, pero es un ciudadano sin valor ni utilidad alguna, y en nuestro cuerpo político resulta un elemento tan pernicioso como el inmigrante que conserva su espíritu extranjero. Nada obra tan rápidamente ni influye con tanta seguridad para hacer a un hombre incapaz de cumplir con sus deberes en la sociedad, como

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ese estado de ánimo inconsciente, llamado cosmopolitismo por los que lo poseen. No es solamente preciso americanizar a los inmigrantes que se establecen entre nosotros; es más necesario todavía para aquellos que son americanos por nacimiento y por familia, que no abandonen sus derechos, que no se humillen, con una ceguedad tan incomprensi-ble como despreciable, ante los dioses extranjeros que nuestros padres desdeñaron. Nadie creería que fuese preciso hacer notar a los america-nos, que al esforzarse en imitar otras civilizaciones, se convierten en objeto de burla para todas las personas razonables, y sin embargo, tal advertencia es necesaria para muchos de nuestros conciudadanos que se enorgullecen de la importancia que han alcanzado en el mundo de las letras y de las artes, y aun acaso por lo que llamarían su acción directiva de la sociedad. Es siempre preferible producir un original que una imi-tación, aun cuando la cosa que se imite sea superior al original, y nada hay que decir con respecto al insensato que se satisface imitando un modelo inferior. Aun llegando a suponer que los seres débiles que pro-curan no ser americanos, tuvieran razón al considerar otras naciones como superiores a la nuestra, es sin embargo, cincuenta veces preferible ser un americano de primera fila que la mediana imitación de un fran-cés o de un inglés. Es un hecho evidente que los compatriotas nues-tros que creen en la inferioridad americana, padecen alguna debilidad orgánica en su constitución moral, sea cual fuere el grado de cultura de su inteligencia, y la masa del país, que es vigorosamente patriota y tiene un espíritu sano y robusto, hace muy bien en mirar a los débiles con un desdén entre indignado y sonriente… No cabe duda de que a pesar de todas nuestras faltas y errores, ningún país ofrece en tan alto grado como el nuestro, probabilidades de triunfo para el que esté en condiciones de aprovecharlas; pero es también cierto, que nadie puede realizar aquí una obra de verdadero valor, si no ve las cosas desde el punto de vista americano. Algunos elementos nacionales no consiguen hacer lo que deberían porque conservan un espíritu de dependencia colonial y tienen consideraciones exageradas hacia la opinión europea. Nótese que hemos obtenido los mejores resultados en aquellos ramos en que hemos trabajado con la más completa independencia, y que en las profesiones en que hemos acertado a aprovechar prudentemente la experiencia extranjera, sin someternos a ella de un modo servil, ha sido en las que contamos nuestros más grandes hombres. Nuestros solda-

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dos, estadistas y oradores, nuestros exploradores, conquistadores de te-rritorio y fundadores de repúblicas, los que han elaborado nuestras le-yes y velado por su cumplimiento, aquéllos cuya energía e ingenio han creado la maravillosa prosperidad material que nos rodea, han fundado sus conocimientos en las enseñanzas de todas las épocas y de todos los países, pero no obstante, han pensado y trabajado, han vivido y han muerto únicamente como americanos. Puede decirse en general, que han hecho un trabajo superior al realizado en todos los demás países durante el corto periodo de nuestra vida nacional. Por el contrario, en las profesiones en que más nos hemos esforzado por imitar el conven-cionalismo europeo, es en las que menores ventajas hemos obtenido, cosa que sigue siendo un hecho todavía en los presentes momentos.

Refiriéndose a los americanos que marchan a vivir a Europa, el mismo presidente mister Roosevelt dice en la obra citada lo si-guiente:

Este fracaso —el de los profesionistas que imitan el convencionalismo europeo—se nota más aún, cuando uno de nuestros conciudadanos se establece en Europa; entonces se convierte en un europeo de segunda fila, porque es sobradamente civilizado, sensible y refinado, y en cam-bio ha perdido la resistencia y el ánimo viril que le son indispensables en la ruda lucha de nuestra existencia nacional. No olvidemos que el que se coloca en este caso, no llega a ser nunca un verdadero europeo, y deja en cambio de ser americano para convertirse en nada; abandona un gran bien con la esperanza de adquirir otro menor, y acaba por no tener ninguno. El pintor que va a París, no con el objeto de procurarse dos o tres años de completa instrucción artística, sino con intención de establecerse allí, decidido a seguir las sendas por donde pasaran ya millones de caminantes, en lugar de lanzarse abiertamente para triun-far o estrellarse de una vez en un camino nuevo, lo que hace es acabar con todas las probabilidades de llegar a hacer un trabajo superior, no pudiendo aspirar a otra cosa que a esa especie de mediocridad que consiste en hacer de un modo aceptable lo que otros hicieron mucho mejor, sin conseguir en cambio, por lo general, llegar siquiera a vislum-brar lo grande que se ofrece a los ojos de los que pueden leer en el libro del pasado y del presente de América. Y lo mismo sucede al literato

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adocenado que huye de su país porque a su sentimentalismo delicado y afeminado y parecen harto groseras y rudas las condiciones de vida en la parte de acá del océano, o en otros términos, porque no pudiendo desempeñar su papel de hombre entre los hombres, procura ponerse al abrigo del viento que endurece las almas bien templadas. Ese emigrado podrá escribir versos bonitos y agradables, artículos, novelas, pero no hará nunca una obra comparable a la de cualquier colega suyo que haya sido bastante fuerte para no apoyarse en nadie y trabajar como un ame-ricano. Lo mismo puede decirse respecto al sabio que pasa su juventud en una universidad germánica, y que desde entonces no puede trabajar más que en los campos en que cincuenta veces abrieron surcos los ara-dos alemanes; y con respecto al padre —y éste es el caso más absurdo de todos— que hace educar a sus hijos en el extranjero, ignora lo que ha sabido todo hombre medianamente ilustrado, desde Washington hasta Jay, y es que un americano que quiera hacer camino en su país, debe educarse entre sus compatricios. Esta manera de pensar, este es-píritu provinciano de admiración hacia todo lo que es exótico, esta im-potencia para obrar por cuenta propia, es sobre todo censurable entre los que se consideran a la cabeza de la alta sociedad, particularmente en las poblaciones del nordeste. Admitimos todos los goces honestos y legítimos, con tal que proporcionárselos no sea la única ocupación del hombre, y creemos firmemente en que pueden hacer mucho bien los ociosos, si ocupan el tiempo en trabajos serios: política, filantropía, literatura, artes; pero una clase que se entrega únicamente a la ociosi-dad es una maldición para el país, y en tanto cuanto más se distinga imitando lo malo y no lo bueno de los países de Ultramar, se convierte no ya en ridícula, sino en perjudicial.

¡Qué poco tenemos que añadir a lo dicho por el insigne estadista norteamericano! Por la misma razón que entre nosotros, existe en los Estados Unidos la orientación europea. Todos los ameri-canos son criollos, pero los criollos americanos descendientes de unidades europeas resentidas con la Europa, separados después de la Europa por profundas diferencias de interés, y orgullosos en la actualidad de la prosperidad asombrosa que han logrado alcanzar por sí mismos, poco tienen de común en cuanto al ideal, con los pueblos de su origen. Los criollos de México, por el contrario,

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descienden de unidades europeas que vinieron no disgustadas de su país natal, sino por virtud de un vivo sentimiento de amor por él: los de origen español, tan se consideraron españoles durante la época colonial, que sus diferencias con los verdaderos peninsulares provinieron de la resistencia de éstos a considerarlos como iguales: los criollos nuevos refieren, como es natural, la igualdad de condi-ciones en que se encuentran con respecto a los de origen español, a su propio origen europeo. Y como forman grupos relativamente numerosos, compactos, separados de los indígenas y de los mesti-zos a los que comprenden en una misma repugnancia, y esos gru-pos son verdaderas clases sociales en nuestro país, y las clases, si no predominantes, sí por desgracia las más elevadas, se consideran en lo íntimo tan europeos como los nacidos en Europa. Piensan con el pensamiento europeo, siguen las costumbres europeas, consu-men objetos europeos y se desesperan porque los mestizos y los indígenas no permiten hacer de México una nación servilmente copiada de las europeas. Si la orientación europea de los criollos de México fuera igual a la de los americanos a que se refiere el presidente Roosevelt, por mucho que fuera censurable y hasta per-judicial, no llegaría a tomar las proporciones de un peligro para la patria; pero en nuestro país sí toma esas proporciones, porque hasta ahora cuando menos, los criollos son las clases más cultas de la nación. Nuestra experiencia no puede equivocarse sobre el par-ticular. Cierto es que por el lugar del nacimiento y por la comuni-dad de trato con los demás elementos de la población nacional, se consideran mexicanas y patriotas, y aún parecen demostrar que lo son, pero en los momentos supremos descubren sus sentimientos íntimos, marcan sus inclinaciones esenciales y desarrollan su acti-vidad en la dirección de sus ideales verdaderos. Los criollos de ori-gen español han mostrado sus verdaderas tendencias en el Plan de Iguala que llamó al trono de México al rey de España Fernando VII o a un príncipe de su familia en las negociaciones diplomáticas entabladas con el mismo fin por Santa Anna cuando había deses-perado ya de los criollos y de los mestizos entre los que siempre osciló, en las negociaciones que con igual fin comenzó a entablar

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Miramón, y en las repetidas apelaciones que hicieron a Europa para determinar la Intervención Francesa. En ésta fueron igual-mente culpables los conservadores y dignatarios eclesiásticos que la negociaron y la trajeron, que los reaccionarios que la sostuvieron con las armas y que los moderados que pretendieron afirmarla con su adhesión. Los criollos nuevos o criollos liberales no tomaron una parte muy activa en la Intervención, por el interés de conservar lo que habían adquirido con la Reforma, pero después mostraron su orientación extranjera en la forma activa de las finanzas que han determinado en el país la reaparición del peligro norteamericano en condiciones de suprema gravedad. La fusión de los dos grandes grupos criollos ha creado el Scyla y el Charibdis entre los cuales boga la nave nacional, que si escapó del peligro del Scyla europeo de la Intervención, no escapa todavía del peligro del Charibdis americano.

En el presente momento histórico, las tendencias de los crio-llos, vistas en detalle, corresponden perfectamente a su historia anterior. Los criollos conservadores siguen siendo los mismos de siempre: los que pueden viven en Europa en calidad de europeos de tercera o cuarta fila; los que no pueden, viven en el país, ape-gados a sus grandes propiedades, dividiendo su tiempo entre el cuidado de éstas y el ocio de su club. Éstos al menos desengañados de la posibilidad de una nueva intervención europea y preocupa-dos con el fatal estado económico de sus grandes propiedades no tienen acción política militante, pues no puede tomarse como tal el conjunto de esfuerzos que dirigidos a sostener el régimen de la gran propiedad hacen ya en la forma de representaciones para disminuir los impuestos, ya en la forma de manifestaciones de in-terés por la agricultura nacional para obtener ventajas como la de la irrigación, ya en la forma de congresos y asociaciones de estudio como las semanas católicas para resolver las rebeldías del peón que se niega a trabajar por el jornal de hace cincuenta años, ya en suma por su complacencia a servir de figuras decorativas en todas las simulaciones democráticas que las necesidades del poder exigen, por una parte, para tener al poder siempre dispuesto a oírlos y a

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favorecerlos en sus intereses territoriales y, por otra, para satisfacer su deseo de figurar que es uno de los rasgos más salientes de su es-pecial condición. Los criollos dignatarios de la Iglesia, desengaña-dos también de la posibilidad de una nueva intervención europea, no tienen tampoco acción política militante, y se contentan con no ser perturbados en su ministerio, y con recibir en lo privado los homenajes correspondientes a su dignidad. Los criollos reacciona-rios no menos desengañados que los criollos conservadores y que los criollos dignatarios de la Iglesia, respecto de la acción europea, no tienen más acción militante, pero éstos que en otro tiempo fueron los de mayor acción efectiva son los únicos que hacen oír franca-mente su voz, los únicos que discuten, los únicos que protestan. Los criollos de acción política verdadera son los criollos moderados y los criollos nuevos o criollos liberales.

Acción política de los criollos moderados

Los criollos moderados, de origen español, en virtud de su educa-ción política y de su favorable colocación entre los grupos crio-llos y los mestizos hacen sentir poderosamente su acción. Dichos criollos que por sus diferencias con el clero determinaron en otro tiempo la Reforma, se han llamado liberales como los mestizos, aunque liberales moderados, y en virtud de su condición de políti-cos han tratado de unir a los mestizos con los criollos, siempre por supuesto bajo la dirección de estos últimos, dirección que ellos se creen en el caso de asumir. Su obra en otro tiempo fue el gobierno de Comonfort, y han tratado de rehacer esa obra en los tiempos que corren. El señor licenciado don Manuel Calero y Sierra, que a pesar de su juventud, desde hace algunos años, lleva la voz de los expresados criollos, o por su propia inspiración, o por el con-sejo de personas de autoridad en ese grupo, publicó en 1901 un folleto (La nueva democracia) en que bajo el pretexto de crear la democracia en nuestro país, expuso la idea de fundir los grupos criollo moderado y criollo nuevo, reduciendo a éstos la acción po-

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lítica nacional. Tomamos de ese folleto el capítulo sustancial, y lo insertamos a continuación.

XII

En el país cuyas instituciones políticas han servido de patrón a las nues-tras, se admite el principio de la limitación del derecho de votar, a beneficio de aquéllos que realmente están calificados para desempeñar la elevada misión del elector. Numerosos Estados de la Unión Ameri-cana han adoptado leyes electorales que privan del sufragio a las clases totalmente iliteratas y miserables, al grupo analfabeta y que, por con-secuencia, vive aislado en medio de la civilización, sin nociones precisas de justicia, ni de ley, ni de patria. Si en algún país se hallaría justificada la aplicación del principio del sufragio restringido, sería en el nuestro, donde no coexisten ni han coexistido jamás, como nuestra historia lo comprueba, la libertad y el orden, sino que para alcanzar éste, hemos tenido que aceptar el sacrificio de la libertad. Y no podía ser de otra manera: nuestro estado político, teórico y escrito, no es el resultado de una evolución de la nación considerada en su conjunto, sino el produc-to de encarnizadas luchas entre las clases superiores para hacer triunfar sus sendos ideales. En cambio, el sistema de gobierno del general Díaz sí es el resultado de una evolución nacional en la que han sido y son importantísimos factores los intereses de orden económico. Efecto y consecuencia de una ley natural, nuestra situación presente demanda un estudio serio y sin pasión, para ver en ella la realidad desnuda, des-embarazada de fórmulas y de convencionalismos. No puede, física y racionalmente, ser libre un país que admite el sufragio en toda su am-plitud y en el que sólo un millón sobre cinco millones de ciudadanos, sabe leer y escribir. Entre estos cuatro millones de varones mexicanos que no saben leer y escribir, y que, por lo tanto, apenas han salido de las negruras de la barbarie, hay cuatrocientos mil que hablan idiomas indígenas, es decir, que no son hombres civilizados, porque la lengua española es para nosotros el vehículo de la civilización.

Por otra parte, nuestro nivel intelectual es generalmente bajo, aun entre las clases acomodadas y ricas. Nótase todavía en muchos ramos de la administración pública, que puestos de grande importancia, son ser-

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vidos a veces por hombres profundamente ineptos y de una ignorancia que irrita. La condición de la masa popular es muy poco halagadora: el mestizo, cuyo origen más o menos remoto es la unión del español con la india (puede decirse que nunca del indio con la española), posee a las veces, viva inteligencia, pero carece de cultura. Como elemento políti-co es difícil de gobernar, por su natural turbulento y por lo torcido de sus nociones de moralidad. Frecuentemente el alcohol lo embrutece y lo degrada, y sus conceptos sobre la dignidad y el deber suelen estar de tal modo falseados, debilitados o pervertidos, que se queda impasible ante atrocidades que a los hombres menos incultos sublevarían. Y así, no es raro ver en nuestra policía, formada de hombres, hijos del pueblo, que un gendarme sea brutalmente apuñaleado por rijosos y marihua-nos, delante de otros policías armados; y que en presencia de cien pasa-jeros de tercera clase, algún inhumano conductor arroje del tren en movimiento al mísero pelafustán que pretende viajar sin dinero ni bi-llete. El indio puro o con escasa mezcla de sangre exótica llega a tener, a veces, algunos rudimentos de espíritu público, como se observa en numerosos poblados de las serranías de la República, cuyos habitantes defienden con energía el self-government de su miserable comunidad, pero por regla general el indio, taimado, torpe y supersticioso, carece de condiciones para ser convertido en elemento político explotable en noble dirección. A la perpetuación de su estado de embrutecimiento concurren fuerzas de orden fisiológico, social y económico, y colaboran implacablemente en esta obra la mujer perteneciente a la mejor clase social con el regateo sistemático; el comerciante, casi siempre español, con sus aguardientes venenosos, y el clero católico con sus prédicas de negras supersticiones. No desconozco el hecho de que en algunas re-giones de la República, el pueblo —mestizo invariablemente— está dotado de cierta cultura y posee nociones de moralidad y principios de dignidad que lo levantan a un nivel superior al que han alcanzado las grandes masas populares del resto del país. En los estados de la fronte-ra del norte y en algunos de la costa del Golfo se observa este fenóme-no. Para estos casos la ciencia aconseja, de acuerdo con lo que se prac-tica en países más civilizados que el nuestro, que se permita a cada estado darse la legislación electoral que cuadre a las condiciones de su pueblo, para que éste tenga la participación en la cosa pública que legí-tima y racionalmente debe tener, con las amplitudes o restricciones que

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cada caso exija. Mas este principio debe respetarse, sin quebrantamien-tos: el derecho del sufragio no puede otorgarse a las grandes masas es-tultas e ignorantes. Todo ese numeroso grupo de ciudadanos —excede de dos millones—, cuyo oficio es el de peón de campo, cuya condición económica es la de miseria permanente (Raigosa), sujeto a una sumi-sión y a una tutela que confinan con la esclavitud, indiferente y escép-tico, a las veces estúpido, pero en todo caso de limitado desarrollo in-telectual y emasculado de toda aspiración hacia el progreso (Sierra), debe ser bajado al nivel político que legítimamente le corresponde.—Los remedios jacobinos a una situación como la de nuestro pueblo se redu-cen a esta grosera utopía: todo lo puede el legislador, con la eficacia de su palabra, empleando una frase que aprendimos desde niños. Bien, esto ya es viejo y está desprestigiado, por impotente. Que hay que me-jorar la condición de nuestro pueblo. ¿Quién lo duda? Que los elemen-tos de progreso que del exterior nos vienen y se difunden en nuestro organismo social, y la fuerza poderosa de la instrucción y de la educa-ción, cada vez mas intensa, producirán una mayoría de ciudadanos dig-nos de serlo dentro de cuatro o cinco generaciones. ¿Quién no lo cree? Pero mientras este resultado glorioso definitivamente se obtiene, y para acercarnos a él, es necesario facilitar el ascenso progresivo del pueblo hacia la libertad. El primer paso, en el orden político, no puede ser otro que el de buscar la efectividad del sufragio, quitándole su carácter de universal, y restringiéndolo, según las condiciones del pueblo en cada demarcación electoral, empezándose por las leyes que rigen las eleccio-nes municipales, en las que primeramente corresponde hacer un ensayo de libertad política efectiva. Sólo un partido político, fuertemente constituido, puede intentar la realización de estos ideales. En sus filas deben agruparse todos los liberales progresistas, que no tengan prejui-cios, ni jacobinos, ni ultramontanos, y que estén ansiosos de prestar a la patria el más grande de los servicios, al dotarla de instituciones en consonancia con la condición del pueblo. ¡Oh! Salir de este estado de mentira perpetua y de absurdo convencionalismo es la aspiración supre-ma de todo espíritu práctico y superior. Cierto que en México difícil-mente se forma un verdadero partido de gobierno, en esta atmósfera de instituciones caducas, cristalizadas en dogmas políticos inmutables. Los partidos de gobierno, verdaderamente eficientes, suponen institu-ciones políticas progresivas, y las nuestras podrían haber sido escritas el

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año de 1792, después de escuchar un discurso de Robespierre. Por fortuna, el elemento clerical, como partido político, está definitiva-mente vencido; y fuera de algunos pujos vergonzantes para obtener ventajas de orden económico, limita su acción a un campo en donde es indiscutiblemente poderoso, pero en el que poco puede estorbar la ac-ción del hombre de política. El elemento jacobino militante es poco numeroso, pero activo; bien que su fuerza principal radica en la retóri-ca, ya que no en el motín o en el cuartelazo, pues estos medios son cada vez menos eficaces por la preponderancia de los elementos burgueses, crecidos al amparo de la paz y el progreso económico. El jacobino de esta especie, cuando no se somete y viste sin escrúpulos la librea impe-rial, vive provocando con sus excitaciones, con su ira desbordante e impía, los negros arrebatos de las multitudes; llama a los gobernantes, tiranos; a los defensores de la Administración, viles sicofantes; esbirros feroces a los que ejercen la policía; todo el que con estos anarquistas no comulga es declarado devoto sometido a infectas aves agoreras de las sacristías, etcétera, etcétera. ¿Qué actitud tomar ante hombres de esta especie que pretenden gobernar con vociferaciones a ciegas multitudes, haciéndolas creer que en ellas reside la soberanía, y que los gobernantes deben ser los mandatarios de la estulticia y la ignorancia? Y si toda esta doctrina política, contraria a la naturaleza, se predicara en paz, con moderación, compostura y seriedad, la acción de los jacobinos resulta-ría científicamente reprochable, pero moralmente digna de respeto. Pero entre ese partido, cuya arma de convicción es el dicterio, y la sombra de fantasma del partido político clerical, debe surgir y surgirá un partido nuevo, de orden, de paz, que estudie con independencia de espíritu los verdaderos intereses del país y que tenga por fin supremo la salvación de nuestra nacionalidad. Por todas partes, como átomos que flotan al acaso, vénse los elementos de ese nuevo partido, esperando el soplo que ha de precipitarlos para formar un solo poderoso conglome-rado. No se quiera ver en esto una resurrección de aquel memorable partido, cuya más genuina manifestación política fue el funesto golpe de estado. No: el partido nuevo será liberal y progresista, tenderá al ani-quilamiento de todas las tradiciones que la ciencia, haya desbaratado ya, y luchará, con la fuerza de la convicción, por el establecimiento de instituciones políticas progresivas, inspiradas en un conocimiento, tan completo como sea posible, de las condiciones reales del país. Será, ¡ah!

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sí, firme sostenedor de los fundamentales principios de la Reforma, y combatirá implacablemente a los promovedores de sacrílegos motines, que comprometan la independencia de la patria.

En el capítulo anterior, se nota el desdén con que el señor licenciado Calero y Sierra se refiere a loe jacobinos —mestizos— y a los indíge-nas, que cree indignos de tomar parte en la política nacional.

Para mejor fijar sus opiniones, el señor licenciado Calero y Sie-rra ha escrito otro folleto reciente (Cuestiones electorales), del que copiamos dos párrafos, uno que muestra la orientación de su autor y otro, el objeto en síntesis de su obra. El primero dice:

Y si pensamos que en nuestro país, como todos los países del continen-te americano, necesita para enriquecerse y prosperar, de la inmigración extranjera, debemos convenir en que no hay un solo incentivo que haga al presente estimable para el inmigrante la ciudadanía de nuestra patria. De la estadística oficial sobre naturalización podemos inferir, con bue-na lógica, que a excepción de algunos hombres de raza amarilla, casi todos los extranjeros que solicitan carta de ciudadanía, obedecen sólo a una baja necesidad de orden mercantil, para poder ejercer alguna profe-sión que, como la de marino o corredor, demanda la ciudadanía mexi-cana. El número de nuevos mexicanos que así adquirimos anualmente, forma una cifra verdaderamente irrisoria; setenta y cuatro en el año fis-cal de 1906 a 1907; ciento cuatro en el año siguiente. A los extranjeros en el país a quienes he preguntado por qué no adoptan la ciudadanía mexicana les he oído invariablemente la misma contestación: ¿para qué, qué ventajas nos vienen con ello? Y, en efecto, la ciudadanía de un país de libertad política es no sólo un título de honor, sino una fuente de derechos. La ciudadanía mexicana no es, hasta hoy, por desgracia, nada de esto; por lo que el extranjero prefiere conservar su nacionalidad de origen, que a la postre puede significarle la protección de su bandera en un momento de conflicto. No comparemos nuestra situación a este respecto con la de los Estados Unidos, en donde anualmente se ciuda-danizan millares y millares de extranjeros, que son nuevos elementos de vigor, de riqueza y de gloria para su patria de adopción. Mencionaré sólo lo que pasa en el Dominio del Canadá, país libre y democrático, próspero como pocos y rico, como el que más, cuya ciudadanía es tan

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valiosa para el extranjero, que los mismos americanos al emigrar al Canadá en busca de trabajo la solicitan y adquieren, como uno de los preciados dones con que puede brindarles la nueva patria.

El otro párrafo dice:

El presente ensayo tiene por objeto, someter a la consideración de mis conciudadanos el siguiente problema político: Establecer el sufragio di-recto como el medio más eficaz de que se organicen en México parti-dos políticos dentro de la Constitución y como el medio único de hacer efectivo el voto público. Reconociendo una verdad dolorosa que los constituyentes reconocieron, o sea la profunda ignorancia de la mayoría del pueblo mexicano, adoptar una base de elección que proteja los más grandes intereses nacionales contra los peligros que trae consigo la acción política de las masas analfabetas.

Los criollos moderados, pensando con el pensamiento del señor licenciado Calero y Sierra, son ahora los mismos que eran a raíz del Plan de Ayutla pensando con el pensamiento de Comonfort y de los hombres que lo arrastraron al funesto golpe de estado que fue su muerte política. Desean salir de las condiciones actuales que requieren un nuevo impulso de progreso, pero tiemblan por las ventajas criollas que ellos llaman, como el señor licenciado Ca-lero, los más grandes intereses nacionales, ante la acción radical y reivindicadora de los mestizos y de los indígenas, a los que llaman como el señor licenciado Calero también las masas analfabetas.

Acción política de los criollos nuevos

Los criollos nuevos o criollos liberales inspirados por el mismo ideal europeo, unidos por la igualdad de su condición elevada en el país, favorecidos por todas las demás clases sociales obligadas a pagarles con una largueza sin medida el beneficio de haber traído el capi-tal extranjero y convenientemente preparados para la organización por virtud del conocimiento heredado de las prácticas observa-das en los países de que fueron originarios sus antecesores, son el

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grupo de mayor acción social que ahora tenemos. Sus ideas am-pliamente desarrolladas en los periódicos de la casa Spíndola y sus programas precisamente formulados en los diversos intentos que han hecho para lograr su organización definitiva, organización que no han podido lograr merced al profundo conocimiento que el señor general Díaz tiene de nuestra población, pueden reducirse a lo siguiente:

En todo país, sólo debe hacerse caso de los intereses: en el interior, el gobierno debe estar en el grupo social que represente intereses más cuantiosos, y ese gobierno debe seguir como única política, la direc-ción de dichos intereses; en el exterior, la conducta del país debe aco-modarse a la armonía general de los intereses mundiales, y la política por seguir debe ser siempre, la que le indique esa armonía.

Los criollos nuevos para nada toman en cuenta la idea de patrio-tismo en el sentido de asociación familiar y es natural que así sea, porque ellos no forman ni pueden formar parte de esa asociación. En lo interior, son una clase privilegiada que odia y desprecia a las demás, como lo demuestran sobradamente los aludidos perió-dicos de la casa Spíndola. Esos periódicos, en efecto, no tienen sino frases hinchadas de pasión y palabras empapadas de vene-no para todo lo que es verdaderamente nacional. Para ellos, los grupos de mestizos son asociaciones de bandoleros; los pueblos indígenas son hordas de salvajes; los periodistas que no pertene-cen a sus redacciones son revoltosos; los individuos que siguen nuestras costumbres son imbéciles; los obreros de nuestras fábri-cas son perezosos o imprevisores; los peones de nuestros campos son viciosos, y así sucesivamente. Es, pues, a su juicio, necesario que el país sólo haga caso de ellos. En lo exterior, los mismos criollos nuevos encuentran muy lógica la idea de que nuestro go-bierno nacional necesite para existir, la sanción expresa o tácita de los pueblos europeos, o cuando menos de los gobiernos res-pectivos. Mas aún, no debe elegirse en el país presidente antes de consultarse en el extranjero si el candidato es o no persona grata.

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Sobre este particular no puede cabernos duda alguna, porque ese pensamiento se lee y se oye en todas partes. La idea de que los intereses extranjeros en el país deben estar hasta por encima de la vida nacional misma, es ya un dogma corriente. Apoyándose en ese dogma, como los criollos de origen español nos amenazaban antes con el peligro europeo, los criollos nuevos nos amenazan ahora con el peligro americano. Ahora bien, los criollos nuevos han intentado organizarse dos o tres veces. El primer intento fue la creación del Partido Científico; el segundo, fue la convocación de la primera Convención Liberal, y el tercero, fue la Segunda Convención en que ya obraban de acuerdo con los criollos mode-rados. Todos ellos han abortado, primero por la acción directa y patriótica del señor presidente general Díaz, que siempre ha comprendido que entregar el país a los criollos nuevos, sería casi tanto como hacer traición a la patria y después, por la manifiesta oposición de los mestizos.

La unión de los criollos moderados y de los criollos nuevos

La unión de los grupos criollos ha sido y ha tenido que ser siem-pre un verdadero peligro para la nacionalidad. Dos años después de que el señor licenciado Calero y Sierra escribió su primer fo-lleto, es decir, en 1903, con motivo de la elección presidencial que entonces tenía que hacerse, la unión de los criollos moderados y de los criollos nuevos a que antes aludimos, fue un hecho; esa unión llevó el nombre de Unión Liberal. La Unión Liberal, con gran festinación y ruidoso aparato, convocó a una Convención que llevó el nombre que ya citamos, de Segunda Convención Liberal. La palabra de esa Convención la llevaron los señores in-geniero don Francisco Bulnes y licenciados don Pablo Macedo, don Joaquín D. Casasús y don Carlos Robles. Todos estos seño-res marcaron bien la diferencia que existía entre los liberales de la Convención y los mestizos, a los que llamaron, el señor Bulnes, facciosos, y los demás señores jacobinos, estando todos de acuerdo

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en la incapacidad de esos jacobinos o facciosos para tomar parte en dicha Convención. Ya hemos dicho en otro lugar, que el esfuerzo de organización que significó la Unión Liberal a que nos referi-mos, fracasó. Y cosa singular, la Convención Liberal convocada por esa Unión, con motivo de la reelección presidencial, obtuvo —naturalmente, porque lo imponía toda la nación— el triunfo de su candidato que lo era el señor general Díaz, pero no fue ella la que postuló al vicepresidente que resultó electo, precisamente cuando la elección de ese vicepresidente tenía una importancia capital. Nosotros, como han podido ver muchos lectores, acep-tamos las cosas de nuestro país, como son. Sabemos que el poder ha tenido hasta ahora que hacerlo todo, y si el señor general Díaz hubiera visto los intereses de la patria del lado de la Unión Libe-ral que convocó la Segunda Convención, la hubiera dejado hacer la elección de vicepresidente; pero como no vio que la Unión Liberal representara los verdaderos intereses de la patria, si la dejó hacer en lo que se refería a la elección presidencial, sabiendo como sabía el resultado que había de dar esa elección, no la dejó hacer más que eso, e hizo que la postulación del vicepresidente partiera de un pequeño y obscuro grupo nacionalista que por en-tonces funcionaba. No podía haber manifestado más claramente su pensamiento íntimo, pero no era llegada la hora de que ese pensamiento fuera bien comprendido por el grupo social a que se dirigía. Hemos oído referir, que habiendo dirigido en esos días el señor licenciado Calero y Sierra al señor general Díaz, una respetuosa interrogación relativa a las prácticas democráticas de nuestro país, el mismo señor general Díaz le contestó que creía morir antes de que el pueblo estuviera suficientemente preparado para ejercer sus funciones democráticas. Tenía razón. A la exci-tación producida por la Unión Liberal la gran masa de la nación, la nación verdadera, mejor dicho, la patria propiamente tal, había permanecido inerte. ¡Qué inmenso dolor debe haber causado ese hecho al señor general Díaz!

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Estudio del ideal patrio en el elemento mestizo

Los mestizos son el elemento étnico más interesante de nuestro compuesto social. En ellos sí existen la unidad de origen, la unidad de religión, la unidad de tipo, la unidad de lengua y la unidad de de-seos, de propósitos y de aspiraciones. No es rigurosamente absoluta la unidad de origen, pero la circunstancia de ser todos productos híbridos, procedentes en lo general de un mismo periodo histórico y sin filiación definida, los hace considerarse como de un mismo nacimiento. La unidad de religión tampoco es rigurosamente ab-soluta, pero es tan propia y tan característica en ellos la forma de cristianismo que observan en lo general y que estudiaremos de un modo especial más adelante, que esa forma es uno de los rasgos más salientes de unidad que presentan. La unidad de tipo, como la de origen y la de religión, no es en ellos rigurosamente absoluta, por-que las razas de que proceden presentan numerosas diferencias; pero es sin embargo bastante para que puedan ser reconocidos a primera vista por sus caracteres morfológicos. La unidad de lengua es mayor que las anteriores, aunque tampoco es absoluta, pues se notan al-gunas diferencias anacrónicas en la forma del lenguaje español que les es propio y algunas diferencias de pronunciación. Las unidades que sí son verdaderamente absolutas, son las de costumbres, la de edad evolutiva y la de deseos, de propósitos y de aspiraciones. El nacimiento de todos los mestizos dentro del territorio nacional, su igual régimen de vida en el mismo medio y en la misma condición de desheredados ansiosos del modesto bienestar que han podido tener a la vista, la reducción de su actividad a los horizontes de su propio país y el deseo común de ascender a las capas sociales supe-riores, les han dado una unidad completa de vida, de desarrollo, de deseos de satisfacción, de propósitos de conducta y de aspiraciones de perfeccionamiento. Todas las circunstancias de unidad antes ex-presadas se componen y traducen en un firme, ardiente y resuelto amor patrio. Entre todas las unidades orgánicas del elemento mes-tizo existe de hecho la comunidad de sentimientos, de actos y de

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ideas, propia de los miembros de una familia. Los mestizos todo lo hacen por sí solos y todo lo esperan de su propio esfuerzo. Ni Morelos ni Guerrero, ni Gómez Farías, ni Ocampo, desesperaron jamás de la patria y pensaron en someterla a una nación extranjera. Juárez que representó al elemento mestizo, no lo hizo tampoco. Tampoco lo ha hecho el señor general Díaz. En este punto los mestizos se identifican con los indígenas, y unos y otros constitu-yen la población verdaderamente nacional.

El hogar como integrante de la patria en nuestro país

Expuesto todo lo anterior en cuanto al ideal de los elementos componentes de nuestra población, nos quedan por examinar las relaciones de esos elementos con el territorio que ocupan. Volvemos a decir aquí, como dijimos antes con motivo del mis-mo asunto, que todos los estudios de esta obra determinan con exactitud las relaciones de la vida humana individual y colectiva con el territorio que la sustenta, y la naturaleza en nuestro país de esas relaciones, entre los diversos elementos componentes de la población y el territorio nacional, bajo las formas que revis-te la propiedad jurídica. Estudiando las expresadas formas de la propiedad en nuestro país hemos visto que la única propiedad que tenemos en el estado evolutivo de la propiedad privada es la gran propiedad que se encuentra en manos de los criollos y la escasa propiedad pequeña que como consecuencia de la Reforma vino a manos de los mestizos. Los derechos territoriales de los indígenas no han llegado al estado de propiedad individual. Esos derechos por falta de fijeza, como lo tenemos suficientemente demostrado, no constituyen raíces firmes de hogar. La gran pro-piedad individual, por el exceso de dilatación de los derechos que la forman, no da tampoco al hogar raíces firmes y profundas. El caso de Polonia, el de la Prusia del siglo XVIII y el de la Irlan-da moderna, no dejan lugar a duda alguna sobre el particular. Nosotros tenemos en nuestra historia una lección elocuentísima.

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Hemos tenido dos grandes invasiones extranjeras que fueron la norteamericana y la francesa: la primera, tuvo lugar antes de la Reforma; la segunda, después de la Reforma. En la primera, hi-cieron la defensa nacional los criollos; en la segunda, hicieron la defensa nacional los mestizos. La primera fue débil, momentá-nea y terminó con un gran desastre que estuvo a punto de hacer desaparecer la nacionalidad; la segunda fue enérgica, porfiada —duró años— y terminó con un gran triunfo. Antes de la Reforma no había pequeña propiedad, y los mestizos eran desheredados; después de la Reforma había algo de pequeña propiedad y los mestizos eran los pequeños propietarios. En la Intervención, los grandes intereses nacionales no fueron los de los criollos —aten-ción señor licenciado Calero y Sierra—, sino las pequeñas frac-ciones de los liberales. Los salvadores de la patria no fueron los grandes propietarios, ni los grandes financieros ni los grandes políticos, sino los rancheros. El inteligente sociólogo mexicano señor licenciado don Carlos Pereyra escribió, poco tiempo hace, en el prólogo que puso a un folleto (La defensa nacional de México) escrito por el súbdito alemán señor O. Peust, ya citado en otra parte, las siguientes palabras:

El capital industrial es imperialista o cosmopolita; el proletario indus-trial es vehementemente internacionalista. Sólo la propiedad parcelaria, cultivadora directa, da base cierta a las patrias. Y mientras pasan los días en que los pueblos no pueden vivir sin defenderse, porque otros no viven, si no atacan, el que quiera prevalecer ha de apoyarse sobre la propiedad agraria y hacer de su población rural un almácigo de riqueza y de virtudes. Sin una habilísima y sesuda política agraria, México no será para los mexicanos.

El patriotismo de los mestizos. En el elemento mestizo debe continuar

el gobierno nacional

¿Parece a nuestros lectores bastante lo que llevamos dicho para probar que el elemento mestizo es el más patriota de los que com-

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ponen la población nacional? Pues bien, si el elemento mestizo es el elemento más fuerte, más numeroso y más patriota del país, en él debe continuar el gobierno de la nación; si en él está la patria verdadera, entregar la dirección de los destinos nacionales a cual-quiera otro de los elementos de la población, es poco menos que hacer traición a la patria. ¡Qué bien lo ha entendido así el señor general Díaz!

Vuelta al punto fundamental de nuestra política interior

Volvamos al punto de la base fundamental de nuestra política in-terior. Para que nuestros lectores no pierdan el hilo de nuestras ideas, repetiremos aquí lo que en su tiempo y lugar dijimos sobre ese punto. La base fundamental e indeclinable de todo trabajo encaminado en lo futuro al bien del país tiene que ser la conti-nuación de los mestizos, como elemento étnico preponderante y como clase directora de la población. Esa continuación, en efecto, permitirá llegar a tres resultados altamente trascendentales: es el primero, el de que la población pueda elevar su censo sin necesidad de acudir a la inmigración; es el segundo, el de que esa población pueda llegar a ser una nacionalidad; y es el tercero, el de que esa nacionalidad pueda fijar con exactitud la noción de su patriotismo. Todo ello hará la patria mexicana y salvará a esa patria de los peli-gros que tendrá que correr en sus inevitables luchas con los demás pueblos de la tierra.

Elevación de nuestro censo, como consecuencia de la continuación

de los destinos patrios en manos de los mestizos

No creemos necesario volver a tratar de cómo y por qué mediante la continuación de los destinos nacionales en manos de los mes-tizos llegaremos a elevar considerablemente el censo de nuestra

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población, porque ya dejamos demostrado en “El problema de la población”, que por medio de las disposiciones agrarias que expu-simos detenidamente en “El problema de la propiedad”, de las dis-posiciones correctoras del sistema de propiedad que expusimos en “El problema del crédito territorial”, y de las condiciones que indi-camos para el fomento de la producción agrícola en “El problema de la irrigación”, puede elevarse el censo nacional, sin necesidad de la inmigración extranjera, a la suma de cincuenta millones de habi-tantes. Remitimos, pues, sobre este particular, a nuestros lectores, al “El problema de la población”.

La creación de la nacionalidad como consecuencia de la continuación

de los destinos patrios en manos de los mestizos. Ideas generales sobre

la unificación del hogar y sobre la unificación del ideal

El punto relativo a que la población desarrollada en los térmi-nos que acabamos de exponer pueda llegar a ser una nacionalidad en conjunto, merece un amplio capítulo especial. Desde luego se comprende que la creación de una sola nacionalidad con todos los elementos de la población tiene que ser obra de la unificación de la patria y ésta tiene que ser obra, a su vez, de la unificación de las condiciones del hogar, por un lado, y de la unificación del ideal, por otro. Las condiciones de la unificación del hogar tendrán que resultar necesariamente de las medidas de resolución del problema de la propiedad, del problema del crédito territorial, del problema de la irrigación y del problema de la población, supuesto que unifi-cadas las condiciones de la propiedad y repartida convenientemen-te la tierra, todos los habitantes de la República vendrán a quedar en condiciones poco más o menos iguales de vida fundamental. Cuando así todos los habitantes de la República tengan hogar, necesariamente tendrán ese hogar que defender en caso de una guerra extranjera. La unificación del ideal tiene que hacerse por

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la unificación especial de cada una de las circunstancias que en conjunto lo forman, es decir, por la unificación especial del origen, de la religión, del tipo, de las costumbres, de la lengua, del estado evolutivo y de los deseos, de los propósitos y de las aspiraciones.

La unificación del origen

Parece a primera vista imposible llegar a la unidad de origen en todo nuestro compuesto social. Lo es seguramente, si por unidad de origen se entiende la unidad orgánica y absoluta que la noción de patria supone. Empero, así como una familia se puede com-poner de personas unidas por parentesco y personas unidas por adopción, bastando para que esto último pueda ser, con que las personas adoptadas confundan su origen con el de las adoptantes aceptando el lugar jerárquico que entre éstas les toque, así en los pueblos se forma la patria con las unidades ligadas por un paren-tesco real, y con las unidades en que ese parentesco se presume por su perfecta identidad con las otras. En nuestro país, por más que todos los pueblos indígenas tengan distintos orígenes, la uni-dad del territorio en que han vivido y al que han reducido todo el horizonte de su vida, y la unidad de su esclavitud colonial que les ha hecho olvidar en mucho sus orígenes primitivos, les han hecho en cierto modo un origen común que por las mismas razones ha podido confundirse con el de los mestizos; por su parte, los mes-tizos ligándose a los indígenas, como sucede efectivamente, para que el mestizaje pueda avanzar como ha venido avanzando, con-funden en uno mismo los orígenes de su sangre indígena propia con los de la sangre indígena original. Precisamente las afinida-des de origen que existen entre indígenas y mestizos explican su progresiva fusión. Del mismo modo se habrían podido fundir el elemento mestizo y el criollo —cuando menos el criollo español— si no hicieran esa fusión imposible, por una parte, la orientación patriótica europea de los criollos, que los inclina a buscar los en-laces europeos de preferencia —ya hemos señalado la aceptación de los españoles por los criollos de origen español, en su natural

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empeño de igualarse a las unidades de su verdadera patria—; y por otra, la condición de clase social superior, de aristocracia, que los mismos criollos, merced a circunstancias especiales, han podido lograr y conservar. Es, pues, bastante para consumar la fusión de los elementos indígena y mestizo, que las cosas continúen como hasta aquí; para lograr la fusión del elemento criollo con el mes-tizo, en lo que a sus orígenes respecta es indispensable que aquél pierda, ya que no sus propias orientaciones extranjeras, cuando menos la saliente unidad de esas orientaciones que resulta de la unidad misma de los grupos que lo componen. Mientras todos los criollos españoles permanezcan unidos, formando una clase social bien diferenciada y acorazada contra la acción de las demás clases por fuertes privilegios, es evidente que por pocos que sean esos mismos criollos harán clara y perceptible su orientación, y esa orientación marcada por una clase social privilegiada y brillante ejercerá una influencia poderosísima sobre las demás, ya que éstas por serle inferiores, tenderán a imitarla en todo. Pero si su agru-pación se disuelve y deja de tener acción colectiva, y las unidades componentes se dispersan entre las mestizas, que son mucho más numerosas, entonces pasará entre nosotros lo que en los Estados Unidos con los muchos europeos que a ellos llegan, y es que per-derán su orientación y su acción individuales en la inmensidad de las que sean comunes; si acaso entonces logran hacer sentir su acción individual, no será seguramente en el sentido de su orienta-ción que no podrá luchar contra el de una inmensa mayoría, sino en el sentido de su superioridad evolutiva, porque en ese sentido encontrará la dirección de toda esa mayoría en su deseo de mejo-rar y perfeccionarse, y entonces producirá un avance más menos apreciable, pero seguro sobre el conjunto total. Es cierto que la disolución de las clases que forman nuestra aristocracia actual, di-solución que en realidad ofrecerá pocas dificultades como en otra parte veremos, producirá el inevitable efecto de rebajar un poco el nivel de cultura que México parece haber alcanzado con la cultura de los criollos, pero haciéndose esa disolución a paso y medida de la incorporación de los indígenas a los mestizos, y del desenvolvi-

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miento natural de éstos, estos mismos cuya energía es superior a la de los criollos, pronto ocuparán su lugar, con la circunstancia de que entonces ellos serán la masa homogénea y numerosa de la na-ción toda, y no como los criollos, un grupo de clases privilegiadas que en lo presente apenas suma el diez por ciento de la población general. Cuando la disolución de los grupos criollos se haya así lo-grado, es claro que perdida su actual orientación general europea, ella vendrá a quedar reducida a la manía de unos cuantos infelices, a los que habrá que aplicar los severos adjetivos del ex-presidente mister Roosevelt, pero dejará seguramente de haber las diferencias profundas de origen que hay ahora y que se traducen en tan gran-des diferencias de criterio patriótico, que durante la Intervención, cuando los mestizos veían el interés de la patria mexicana en de-fender el territorio nacional contra los franceses, los criollos veían el interés de la patria mexicana en ayudar a los franceses contra los mestizos. La unidad de origen, pues, se logrará, sociológicamente por supuesto, con la disolución de los grupos criollos.

Resistencias al trabajo de la unificación del origen

Como es natural, el trabajo de la unificación del origen encontrará fuertes resistencias. Las principales de esas resistencias partirán de los grupos criollos, pero presentarán no pocas también los mismos mestizos. Es claro que los criollos no se rendirán sin combatir. Si en realidad fueran patriotas mexicanos harían su cuarto de hora de reflexión, buscarían el verdadero interés de la patria mexicana y, en caso de no estar de su parte, procurarían por una evolución que salvara, mediante convenientes modificaciones, sus grandes inte-reses —esos grandes intereses que son por cierto los pequeños in-tereses, como en otra parte hemos visto— y se alcanzaría el buen resultado propuesto, pero ¿es esto probable? ¿Será siquiera posible? Creemos que no. Como en realidad no son mexicanos de espíritu, no se detendrán a hacer consideración patriótica alguna, sino que resistirán con todas sus fuerzas cualquiera acción interior en ese

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sentido, y cuando se sientan incapaces de resistir, invocarán los grandes intereses extranjeros comprometidos y apelarán de nuevo a la Intervención, si no de Europa, que ya casi no es posible, sí de los Estados Unidos. Respecto al triunfo interior, lo buscarán en el campo de las ideas y en el de los hechos; en el campo de las ideas, por medio de la ciencia y del talento de sus más selectas unidades, defenderán lo que llamarán con letras gordas los intereses de la ci-vilización y se valdrán en contra de los mestizos para imponerles sus opiniones, de la polémica, del editorial periodístico, de la cari-catura, de la burla social, si es que no de la conclusión suficiente, o del silencio majestuoso y despreciativo; y en el campo de los hechos, buscarán bajo la amenaza de su abstención o de su acción propia, o bajo la amenaza de la intervención extranjera, la acción directa de la autoridad para apagar las nuevas ideas, para acallar la voz de sus propugnadores y para castigar lo que llamarán una llamada de regresión a la pasada anarquía.17 Respecto de la ac-ción social misma de los criollos, ella, no causará jamás inquietud alguna a los mestizos. Los criollos, como todas las aristocracias y todas las clases sociales que han gozado largo tiempo del bienes-tar, por razón de su alejamiento de las condiciones orgánicas de su adaptación al medio natural en que viven, son más débiles que las que están expuestas a la acción libre de ese mismo medio, y esto entre nosotros con tanta mayor razón tiene que dar el triunfo a los mestizos, cuanto que como dijo el agudo poeta español, “Dios protege a los malos, cuando son más que los buenos”. La fuerza de los criollos está en su nacimiento extranjero; en la palanca de los intereses extranjeros que creen poder mover para determinar una nueva intervención. Aquí necesitamos poner un punto y aparte.

No cabe duda alguna acerca de que los intereses extranjeros creados en el país, son un grave peligro para la nacionalidad mexi-cana porque esos intereses en el caso de ser comprometidos, si son europeos, se acogerán a la protección americana en nombre de la civilización, y si son americanos, obrarán por cuenta propia, lo

17 Los sucesos actuales dan plena confirmación a las anteriores líneas escritas hace más de un año.

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cual quiere decir en resumen, que todos los intereses extranjeros se harán sentir por la acción de los Estados Unidos. Ahora bien, que esos intereses están vinculados en los de los criollos, no puede tampoco dudarse, y es natural que temamos, y el señor general Díaz lo ha temido y teme aún (razón de sus reales complacencias con los Estados Unidos y de su aparente subordinación con los criollos) que éstos (extranjeros al fin) nos repitan el caso de Cuba o cuando menos el de Panamá.

El peligro es cierto y palpitante y parece hacer imposible todo trabajo interior de unificación de la nacionalidad, supuesto que ese trabajo tendrá que herir a los criollos como antes dijimos. Tan evidente es el apoyo que encuentran los criollos en los intereses que representan, que hemos visto no hace mucho, al ministro de Hacienda, expedir una circular moralizadora en asuntos banca-rios, y después, destruir él mismo los efectos de esa circular, ante la actitud de los criollos nuevos, y hemos visto también al ministro de Fomento indicar la nacionalización de las sociedades mineras en la República y retroceder inmediatamente ante la grita que se levantó. Parecemos inevitablemente condenados a la suerte de Po-lonia o de Cuba, y sin embargo, algo hay que hacer. Precisamente en esta cuestión encontramos la razón de las vacilaciones del señor general Díaz para abandonar el poder y elegir un sucesor. El bien quisiera, porque es un gran patriota, dejar el país en condiciones de no necesitar de su persona para vivir, pero por una parte, no quisiera entregar la situación a los criollos y, por otra, no quisiera dejarla a los mestizos: a los primeros, porque teme que su orien-tación extranjera los lleve a entregar al extranjero los destinos pa-trios, y a los segundos, porque teme que su acción radical contra los criollos y los extranjeros traiga pronto la acción directa de estos últimos. Es, pues, indispensable salir de esta situación, de modo que se destruya la acción de los criollos sin tocar a los intereses extranjeros. Esto parece a primera vista imposible, pero no lo es en realidad. Bastan dos consideraciones para convencerse de ello. Es la primera, la de que los intereses, de un modo general, sólo se ligan a las personas cuando éstas los protegen o les sirven de

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garantía, pero estando siempre prontos a desligarse de ellas, cuan-do no pueden protegerlos ni garantizarlos, para unirse a las que más protección y más garantías les pueden dar; y es la segunda, la de que en nuestra historia no siempre esos intereses han estado vinculados en los criollos. Siendo así, como realmente lo es, si los mestizos deponiendo su actual actitud se obligan a respetar y de-fender los intereses extranjeros ya creados y logran comprometer intereses mayores, extranjeros también, a su causa, esos intereses ayudarán a los mestizos contra los criollos y éstos perderán la últi-ma posibilidad de resistir a la unificación de la nacionalidad mexi-cana. Para que los mestizos contraigan el compromiso de respetar y de garantizar los intereses extranjeros ya creados, bastará con que incluyan, para lo primero, en sus programas la obligación de no tocarlos, y con que ofrezcan con toda buena fe y si es preciso, en la forma legal de las obligaciones privadas, para lo segundo, la garantía hipotecaria y efectiva de los bienes públicos y nacionales en general o de los bienes privados que en particular puedan ser ofrecidos por los verdaderos patriotas y se consideren necesarios. Para que los mestizos comprometan a su causa, mayores intere-ses extranjeros de los ya creados, bastará con que todo el capital indispensable para las reformas agrarias, para las reformas del cré-dito territorial y para las reformas de fomento a la irrigación, de-bidamente combinadas, se suscriba en el extranjero. No queremos entrar aquí en cuestiones de procedimiento, pero es seguro que cuando logremos emplear miles de millones de pesos de capital extranjero circulante, en crear treinta millones de verdaderos pro-pietarios territoriales dentro de nuestro país, animados por un alto sentimiento patrio y unidos en una sola nacionalidad, esos miles de millones de pesos de capital extranjero no serán una amenaza para dicha nacionalidad, sino al contrario.

Fuera de la acción de los criollos, ofrecerán no pocas resis-tencias a la acción de los mestizos, algunos mentecatos de estos últimos, que harán con los criollos, lo que los criollos con los extranjeros, esto es ayudarlos para asegurar y acrecentar los pro-vechos que de ellos reciben. No poco encarnizados enemigos se

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mostrarán esos mestizos extraviados que no dejarán de aparecer y que será indispensable combatir.

La unificación de la religión

La unidad de religión es la más importante de todas las que consti-tuyen el ideal como que por una parte representa una de las formas de la unidad de origen y, por otra, tiende a mantener, a estrechar y a dulcificar los lazos de dependencia orgánica cuya dilatación forma y sostiene el agregado patria, que los sociológicos de todos los países y de todas la escuelas suponen derivación del interés, y es en reali-dad, como ya demostramos, derivación del amor.

La unificación religiosa no es difícil en nuestro país porque la unidad sustancial existe, basta para convencerse de esta verdad, ver lo refractaria que es nuestra población al protestantismo que de tantas maneras y con tantos recursos se le predica y se le proclama. La religión nacional es el cristianismo católico.

Estudiando profundamente los sentimientos religiosos de la población nacional, se advierte desde luego que esos sentimientos dentro de los dogmas fundamentales cristianos católicos existen en todos los elementos étnicos y en todas las clases sociales. La forma es la única que varía.

Desde luego, todo el elemento indígena puede considerar-se como católico, porque pocos grupos de los que lo componen han dejado de sentir la influencia benemérita de los misioneros y ministros cristianos católicos, la mayor parte de los cuales, en la actualidad, son unidades de dicho elemento, pero el catolicismo indígena es de una forma especial, entre idólatra y cristiana, que puede llamarse, cuando menos para la inteligencia de las ideas que exponemos, catolicismo idolátrico.

Todos los criollos de origen español reflejan el catolicismo peninsular. Los criollos conservadores, lectores de El Tiempo, son católicos puros, en lo que concierne a su fe, pero fueron los miem-bros del grupo laico de los conquistadores a raíz de la Conquis-ta, católicos regalistas durante la época colonial y enemigos de la

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iglesia propietaria durante el primer periodo de nuestra historia independiente. Por razón de las cuestiones de intereses que han mantenido con la iglesia están separados en cierto modo de los criollos dignatarios de ella y de los reaccionarios, y están separados de los criollos moderados, por razón de la transigencia de estos úl-timos. Desengañados de la posibilidad de una nueva acción de su patria europea y temerosa de la acción mestiza sobre sus grandes propiedades territoriales se mantendrían en una actitud meramen-te pasiva, si por razón de su intransigencia religiosa no se sintieran heridos por la actitud norteamericana en nuestro país. La defensa de su gran propiedad y la protesta contra la falta de resistencia a esa actitud son los únicos rasgos de vida colectiva que en ellos se nota. Cuando sus grandes propiedades sean divididas se unirán a los demás grupos católicos, en su empeño, patriótico en verdad, de contrarrestar la acción norteamericana en nuestro país.

Los criollos dignatarios de la Iglesia son católicos más puros todavía que los conservadores en cuanto a la limpieza y elevación de su fe, pero fueron los misioneros de la Conquista, los cató-licos sometidos por el patronato real más a los reyes de España que al Pontífice Romano en la época colonial, y los que en vano solicitaron de Roma en el primer periodo de nuestra vida de inde-pendientes el reconocimiento de la iglesia mexicana en su estado propio. Son por lo mismo, sumisos a Roma en cuanto a las cues-tiones de fe, pero son relativamente independientes en cuanto a disciplina, circunstancia especial a la que deben su indudable capa-cidad para comprender nuestro estado social presente, y su loable tendencia a amalgamar en una misma fórmula religiosa todas las formas católicas que presenta nuestra población, y esto a pesar de haber atraído y empleado como clase media del clero, numerosas unidades españolas.

Los criollos reaccionarios son los católicos ortodoxos por ex-celencia de nuestro país. Fueron los organizadores de la Iglesia en la época colonial, los defensores de ella y de sus bienes en todas las épocas y en todos los tiempos, los militantes de la Reforma, los

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absolutamente intransigentes o los que protestan aún en El País, contra todo menoscabo de la Iglesia medieval. Son ya muy pocos.

Los criollos moderados, que fueron en la época colonial los ca-tólicos reformistas, en la primera época independiente los criollos políticos y en la Reforma los autores de la ley de desamortización, son católicos vergonzantes. No dejan de ser católicos por su ori-gen y son profesantes para no disentir de los conservadores, pero ocultan su catolicismo dentro de la vida privada para no chocar con los criollos nuevos y con los mestizos. Estos últimos criollos, ofreciendo en su débil espíritu religioso menos resistencia que los otros grupos criollos españoles, han sufrido más que ellos la in-fluencia norteamericana.

Los criollos nuevos o criollos liberales, o mejor criollos finan-cieros, reflejan el catolicismo indiferente liberal europeo. Son ca-tólicos por tradición, pero sin fe. En el país están asimilados a los mestizos, porque como éstos, no son profesantes.

Los mestizos son lo que pudieran llamarse católicos sublimados. El hecho de llamar a los mestizos, a los liberales, a los jacobinos, a los iconoclastas de la Reforma, católicos, causará no poco escándalo a éstos; sin embargo, es verdad que lo son. Bien pudiera decirse de ellos lo que el tribuno Mateos decía una vez en la Cámara de Dipu-tados, hablando de los españoles: hasta los ateos son católicos. Lo que sucede es que lo son de una manera especial. Son católicos de la forma religiosa más elevada que haya podido alcanzar la humanidad en su larga peregrinación a través de las edades por la superficie de la tierra. Cuando Jesucristo hablaba a la Samaritana en el brocal del pozo de Jacob, le decía con ese lenguaje que nadie ha tenido, ni tendrá jamás como él: Mujer créeme a mí; ya llega el tiempo en que ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al padre; ya llega el tiempo en que los verdaderos adoradores, le adorarán en espíritu y en ver-dad. Con esas palabras expresó Jesucristo su concepto de la forma más elevada que en el mundo puede alcanzar la religión. Creemos que los cristianos de todas las Iglesias, y los católicos de todas las formas, están de acuerdo con ese principio que encierra la verdad más pura que ha podido y que podrá hacerse llegar a la inteligencia

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humana. Pues bien, esa alta forma de religión existe en México en el elemento mestizo que, deslumbrado por el brillo transitorio de las conquistas humanas realizadas por la Reforma, no ha podido advertir el brillo refulgente de la conquista casi divina que logró realizar al depurar de toda escoria y de toda miseria terrenal y hu-mana el oro inapreciable de su sentimiento religioso. Que en todos los mestizos existe el sentimiento íntimo de la adoración de Dios, y que ese sentimiento está encerrado en el cáliz del catolicismo roma-no lo prueban suficientemente los documentos oficiales del último censo. Los mestizos con muy raras excepciones están bautizados, se enlazan por el sacramento del matrimonio y bautizan a sus hijos conforme a las prácticas del catolicismo romano, cumplen con esos actos de rigor para estar dentro de la religión de sus padres, pero despojan a esa religión de sus demás formas materiales y la guardan en lo más profundo de su conciencia para no mancharla de lodo en las agitaciones de la vida.

Existe pues, en nuestro país, la unidad religiosa del catolicismo romano, en formas muy diversas que comienzan con la idolatría de los indígenas y acaban con la religión sublimada de los mesti-zos, pero es seguro que la Iglesia mexicana, así como ha encontra-do de hecho, la manera de hacer caber todas esas formas dentro de sus principios de disciplina, sabrá encontrar la manera de hacerlas caber dentro de la comunión de sus principios, haciendo desapa-recer toda diferencia religiosa en el país o consumando, mejor di-cho, la unidad religiosa que nos importa tanto, ya que esa unidad tiene que ser uno de los más activos factores de la constitución de nuestra nacionalidad y una de las causas determinantes de la con-solidación de ésta para lo futuro.

Resistencias a la unificación religiosa

La unificación religiosa encontrará no pocas resistencias. El ele-mento indígena no ofrece una sola, pero el elemento criollo y el elemento mestizo presentarán muchas. De un modo gene-ral, el grupo de los criollos conservadores tratará de buscar en

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la cuestión religiosa una arma para defenderse de la división de sus grandes propiedades; el grupo de los criollos reaccionarios resistirá con todas sus fuerzas la admisión de los mestizos en la comunión católica, porque no son ni serán nunca profesantes; el grupo de los moderados, que es católico contra los mestizos y despreocupado contra los demás criollos, tratará de combatir a los unos con los otros y de quedar en medio para adherirse a los vencedores oportunamente; y el grupo de los criollos nuevos tratará de impedir su propia disolución, atribuyendo al elemento mestizo, completa subordinación a los criollos de origen español. Gritará a voz en cuello: los conservadores, los reaccionarios —para él son lo mismo unos que otros— se levantan; nosotros que con los veteranos —que ya no serán jacobinos ni facciosos— de la Cons-titución y de la Reforma, somos el verdadero Partido Liberal, de-bemos impedir una vergonzosa y lamentable regresión a lo pasado, etcétera. Los moderados les harán caso y dirán también: nosotros los verdaderos liberales; pero no, ni los unos ni los otros son tales liberales, y si lo son, nada tienen de común con los liberales de la Constitución y de la Reforma que fueron los mestizos, éstos son ante todo patriotas, y ni se adherirán a un gobierno usurpador como los moderados, ni meterán en enredos al país, como los criollos financieros, ni tratarán jamás como éstos y aquéllos de comprometer los destinos patrios con el extranjero para salvar sus grandes intereses.

El elemento mestizo ofrecerá algunas resistencias porque, por una parte, creerá faltar a las tradiciones de sus padres los refor-mistas y, por otra, temerá en efecto caer en brazos de lo que se llamaba antes indistintamente el Partido Conservador o el Partido Reaccionario. No, ni lo uno, ni lo otro. No tiene por qué, ni debe modificar en manera alguna su modo de ser especial: mientras no logre alcanzar la disolución de los criollos, no debe ceder una línea, porque en efecto, toda concesión significaría una regresión, y ésta, una dificultad más por vencer. Hay que dar a todo su tiem-po. Pero cuando no existan grupos criollos de acción social, sí será bueno que prescinda del sectarismo de escuela que hoy mantiene y

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necesita mantener en la instrucción pública, para luchar con aque-llos grupos, y que ya entonces será inútil.

El grupo criollo de los dignatarios de la Iglesia no resistirá, sino ayudará al trabajo de la unificación religiosa. Es de esperarse, cuando menos, que lo haga así.

La unificación del tipo

La cuestión de la unificación del tipo morfológico parece tener poca importancia, pero no es así en realidad. El tipo es induda-blemente, una de las causas que más obran para mantener las di-ferencias que separan los grupos sociales, porque es de las más fácilmente perceptibles, pero su modificación tiene que ser más obra de la naturaleza que de los propósitos humanos. Por lo mis-mo, no es necesario tomar medida alguna especial y efectiva para borrar las diferencias que se notan entre los distintos tipos que presentan los grupos sociales que componen nuestra población, con el fin de acomodar todos esos tipos al mestizo; bastará con que el elemento mestizo predomine como grupo político y como grupo social, y con que eleve su número hasta anegar a los otros, para que todos se confundan en él, como ha pasado en los Esta-dos Unidos, pero bueno será, sin embargo, que siempre que sea necesario, por razones utilitarias o estéticas, reproducir las formas humanas en nuestro país se imponga la obligación de elegir las de nuestra raza dominante, en cuanto esto sea posible, o cuando me-nos, que se fije la orientación de las ideas en ese sentido. Es claro que cuanto más se acerquen las formas ideales a las de los mesti-zos, más comprendidas serán por el numeroso grupo de éstos y mayor número de admiradores tendrán. Si nuestros pintores en lugar de pintar tipos exóticos, como grisetas parisienses, manolas sevillanas u odaliscas turcas, indudablemente mal observadas, si lo son efectivamente, o evidentemente mal interpretadas, si son vistas desde aquí, para que sólo interesen a los pocos que pueden haberles visto o saber bien cómo son, pintaran nuestros tipos pro-pios como Ramos Martínez lo hacía antes de su desdichado viaje a

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Europa, es seguro que alcanzarían mayor originalidad, que logra-rían mayores provechos y que contribuirían a fijar bien los rasgos hermosos de nuestro tipo general.

Resistencias a la unificación del tipo

Las resistencias a la unificación del tipo partirán de todos los ele-mentos y de todos los grupos. El elemento indígena será el que resista menos, porque para él es siempre tipo superior y mejor el mestizo; pero el elemento criollo en todos sus grupos defen-derá su tipo, fino y hermoso como el de todas las clases sociales que han gozado de largo bienestar, y el mismo elemento mestizo procurará, como procura ahora, elevar su tipo en belleza y finura hasta el criollo. Será bueno, sin embargo, precisar bien la idea para los mestizos, de que cuando éstos logren tener las condiciones de bienestar que merecen, su tipo se hermoseará y se afinará conside-rablemente. Es bien sabido, y nuestras observaciones personales lo han podido comprobar, que nada indica con más exactitud el es-tado económico de un pueblo, que la multiplicidad o rareza de los tipos de belleza plástica en él. Si nuestros indios, por lo general, son feos, ello se debe a que viven en condiciones muy miserables.

La unificación de las costumbres

Los grupos criollos de nuestro país, a juzgar por lo que dicen los periódicos que publican, entienden que las costumbres de un pueblo son algo que éste tiene porque quiere, suponen que con sólo querer, pueden cambiarlas. Tratándose de nuestro país, echan pestes contra las costumbres de los indígenas y de los mestizos, y pretenden obligar a los unos y a los otros, a seguir y a observar las costumbres europeas. La pretensión sería en verdad risible, si no se llevara a la práctica y no diera lugar a numerosas medidas altamente censurables.

Las costumbres son siempre en un pueblo, las formas varias de los esfuerzos de sus unidades para adaptarse al medio exte-

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rior en que viven. Siempre una costumbre es el resultado de una larga selección de costumbres y obedece a una larga selección in-dividual correlativa de determinadas necesidades fisiológicas que corresponden, a su vez, a una larga sucesión de determinadas con-diciones ambientes. Si los hiperbóreos visten de pieles y se acei-tan el cuerpo se debe a que viven en lugares muy fríos, a que su organismo les impone la obligación de resistir esos fríos, y a que innumerables generaciones que han tenido que resistir tales fríos han hecho un infinito número de tanteos para encontrar en el ves-tido de pieles y en el engrasamiento del cuerpo, el modo de resistir esos mismos fríos. El vestido que usan y el engrasamiento que se hacen son, pues, cosas que tan íntima relación tienen con las condiciones naturales de su vida, que constituyen, sin hipérbole, partes integrantes de esa misma vida. Es claro que si obligamos a un hiperbóreo a vestir el traje de lino de un habitante de los trópi-cos, lo que hacemos es obligarlo a morir. En cambio, si a un hom-bre de los trópicos lo vestimos como a un lapón y lo obligamos a estar largas horas dentro de una casa estrecha y mal ventilada, lo matamos también. Pues bien, entre las causas que hacen a un lapón vestir de pieles, que hacen a un africano andar casi desnudo, que hacen a un parisiense vestir trajes de paño y que hacen a un indio de los nuestros conformarse con un vestido de manta, no hay diferencia alguna sustancial, todas responden a la necesidad fisiológica del abrigo y las diversidades que ofrecen los distintos modos de satisfacer esa necesidad sólo se deben a 1a diversidad de condiciones en que tal necesidad se hace sentir, a la diversidad de los medios con que ella se puede satisfacer y a la diversidad de capacidad evolutiva con que los individuos de cada grupo pueden servirse de esos medios. El proceso de la selección natural al deter-minar cuáles son los más aptos para vivir en un lugar cualquiera, hace tal determinación siempre en el sentido de la mayor capaci-dad de resistencia en ese lugar a la acción de las fuerzas ambientes o, lo que es lo mismo, en el sentido de la mejor adaptación a las condiciones ambientes de dicho lugar; y la adaptación que así se hace, de por fuerza tiene que hacerse en precisa correlación con

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los medios artificiales de que se sirve el organismo para buscar el equilibrio entre su propio funcionamiento y el de las fuerzas am-bientes que lo circundan. Esos medios artificiales son los que dan las costumbres. Por consiguiente, una costumbre significa siempre una conquista en el proceso de la adaptación al medio y tiene para el que de ella se sirve la importancia de una función vital. Siendo así, es irracional tratar de arrancar a un grupo humano sus cos-tumbres para imponerle otras extrañas.

En nuestro país, los criollos en lo que más hacen sentir su ac-ción contra los mestizos y contra los indígenas es en lo relativo a las costumbres. Para los criollos, todas las costumbres nacionales son inconvenientes. El Imparcial varias veces ha predicado contra la cocina nacional, por ejemplo, declarando que es complicada, poco sustanciosa, y hasta nociva, aconsejando que se cambie por ésta o aquélla; al pulque le ha hecho una guerra sin cuartel. Ya hemos demostrado en el “El problema de la población”, que la co-cina nacional es una derivación de nuestra necesidad general e in-declinable de alimentarnos con maíz, el uso del chile se refiere a la misma necesidad, el uso del pulque lo mismo. De modo que como forzosamente una gran parte de nuestra población tendrá que vi-vir siempre del maíz, necesitará de la cocina nacional, y ésta del chile y del pulque. Tratándose del vestido, puede decirse otro tan-to. Está fuera de duda, que cuanto menos necesite la vida humana para sostenerse y perfeccionarse, de medios artificiales, será más perfecta. Ahora bien, si la mayor parte de las unidades de nuestra población pueden vivir y sentir bienestar con vestidos ligeros, y de tal o cual corte, lo natural es procurar perfeccionar esos vestidos y no tratar de imponerle los rusos. Los vestidos del norte de Europa que se imponen a nuestros soldados, por ejemplo, son un verdade-ro absurdo, en tanto que los de charro para nuestros rurales, por ejemplo, son lógicos. Con respecto a las costumbres de habitación, el caso es el mismo. Si gracias a la bondad de nuestro clima no es necesario acumular las habitaciones privándolas del aire, de la luz y del sol de nuestros risueños patios, es absurdo construir las casas así, sólo para que se parezcan a las de otros países. Nosotros no

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necesitamos la calefacción y la introducción de las chimeneas y de los caloríferos sería ridícula si no pudiera ser funesta. Hasta tra-tándose de la nomenclatura de nuestras ciudades, si nuestro modo de ser nos tiene acostumbrados al pintoresco modo de designar las calles con nombres unidos a tradiciones más o menos interesantes de nuestra existencia anterior, es verdaderamente censurable que se borren esos nombres y que se hagan desaparecer las tradiciones a que se refieren para sustituir aquellos con números o con nom-bres vacíos sólo para que los entiendan los extranjeros. Lo natural sería que los extranjeros que vienen a México fueran los que pro-curaran entender nuestras costumbres.

Poco sería cuanto dijéramos para demostrar que la influencia de los criollos orientados el extranjero siempre nos lleva a procu-rar destruir todo lo que es nacional, y poco sería también cuanto dijéramos para procurar una reacción que nos salve de perder lo que tenemos, para no adquirir lo que otros tienen. Nuestras cos-tumbres son algo que se relaciona íntimamente con nuestra vida y todo lo que hagamos para cambiarlas por otras se traducirá en perjuicio de la individualidad de nuestro conjunto. Supuesto que el elemento mestizo es el llamado a preponderar en todos senti-dos, forzoso será que sea el que imponga dentro de los límites de la sensatez, por supuesto, sus costumbres, a los demás elementos de nuestra población, ya que esas costumbres han sido lentamente elaboradas por el esfuerzo combinado de los indígenas y de los españoles en siglos de vida común, están en consonancia con las necesidades fisiológicas de unos y otros, y constituyen enormes progresos de adaptación al suelo nacional.

Aunque lo ya dicho de un modo general pudiera ser bastan-te para lo que nos proponemos, creemos conveniente llamar la atención de nuestros lectores, sobre los innumerables trabajos que hacen los criollos para inclinarnos a adoptar, ya que no las costumbres europeas que no podemos comprender por los po-cos ejemplos de ellas, que tenemos a la vista, cuando menos las costumbres americanas, muy especialmente en dos sentidos, en el de los negocios entre los hombres y en el del feminismo entre

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las mujeres. Las costumbres americanas tendrán mayor o menor razón de ser en los Estados Unidos, como es consiguiente; pero en México, resultan notoriamente malas. La brusquedad en que, con algunas excepciones, por supuesto, hacen consistir los ame-ricanos residentes en México, su energía de carácter: el disimulo, el engaño y la falsedad que consideran como presencia de ánimo; el espíritu de especulación con que disfrazan por lo común una verdadera falta de probidad, y la carencia de escrúpulos que llaman espíritu práctico, nada bueno y sí mucho malo nos tienen que enseñar, como nos lo van enseñando efectivamente. Parece que ahora no se puede ser hombre de negocios sin ser descortés; todo el que recibe el encargo de desempeñar algún asunto, especula con cuantas personas en ese asunto intervienen; todo el que tiene en sus manos intereses ajenos, los aventura en especulaciones más o menos puras; todo el que puede hacerlo, sacrifica a una ganancia más o menos grande, el honor, la tranquilidad y la ventura, de unas diez, cien o mil familias. Vale mucho más la hidalguía de nuestras costumbres, heredada de la hidalguía española. El hom-bre de negocios de nuestra raza es serio, pero cortés y dulce; el que recibe un mandato lo desempeña con lealtad y todos los beneficios que logra los abona al mandante, como es honrado hacerlo; el que administra intereses ajenos, los considera sagrados y no los arriesga ni los compromete, y el que en sus negocios tropieza con infelices que no se pueden defender, tiene piedad de ellos y no los sacrifica. Y todo esto no es una vana declamación retórica, sino la expresión exacta de hechos ciertos y muy fáciles de comprobar. Sin ser nosotros más débiles que los americanos residentes en el país, valemos mucho más.

Uno de los ejemplos típicos de la transformación de nuestras costumbres es el que ofrecen los médicos, muy especialmente en la capital de la República. Antes de que nos americanizáramos lo que nos hemos americanizado ya, los médicos eran algo menos que los sacerdotes, pero algo más que simples profesionistas; todos se tenían por humanitarios y hacían gala de sus sentimientos de humanidad, de muchos modos, entre otros, acudiendo con vio-

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lencia al lugar en que se solicitaban sus servicios con el carácter de urgentes. En la actualidad no son así, simples profesionistas como los demás, casi todos señalan horas precisas para ser consultados o llamados, y fuera de esas horas es seguro que si son requeridos para atender a un hombre que se muere a diez pasos de sus casas, lo dejan morir. De noche no hay médico que ocurra al llamado de un enfermo, ni aun en casos de suprema gravedad, los do-mingos, tampoco. En la casa del autor de estas líneas, un niño había venido teniendo graves enfermedades que un médico hábil y bondadoso atendía con solicitud. Una noche el niño presentó síntomas de cierto carácter y se avisó inmediatamente por teléfono al expresado médico, que por entonces vivía a gran distancia de la casa del niño. El médico dijo que el caso era serio y podía no darle tiempo a llegar, y que por lo mismo, se suplicara al primer médico que pudiera encontrarse, pusiera al niño una de las inyec-ciones que ya preparadas se tenían. El mismo autor de estas líneas salió personalmente a buscar el médico que pusiera la inyección, y aunque encontró a siete médicos en su casa, y los siete oyeron de qué se trataba y cuál era el servicio urgente que de ellos se pedía, ninguno quiso ir, a pretexto de que sus horas de trabajo habían concluido. Este caso es del campo de los públicos y notorios.

Respecto del feminismo, mucho podríamos decir si tuviéra-mos espacio para hacerlo. Los feministas en nuestro país no se han tomado el trabajo de investigar a fondo, de qué orígenes se deriva y en qué circunstancias se desarrolla en los Estados Uni-dos el movimiento emancipador que va procurando igualar la condición de las mujeres a la de los hombres, y menos se han to-mado el trabajo de estudiar las consecuencias que ese movimien-to tendrá que producir en lo futuro. Después de lo que ya hemos dicho acerca de la constitución orgánica total de la familia y acer-ca del papel especial del organismo mujer en ella, se comprende-rá lo absurdo de un movimiento que pretende dar a un órgano dedicado a una función determinada, la función de un órgano distinto, lo que equivale a pretender que un organismo huma-no oiga con los ojos y vea con las manos. Que en los Estados

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Unidos el feminismo ha producido buenos resultados, es cosa que nadie puede afirmar, porque ¿quién puede asegurar ahora que en ese trastorno de las funciones de la familia, no esté como nosotros creemos, el germen de la futura disolución del gran pueblo que tanta admiración nos causa? Nuestras costumbres de recogimiento y pasividad de la mujer, más en consonancia están con la naturaleza de ésta, y ésta misma formará mejores familias en México, que la libre americana en los Estados Unidos. Con el tiempo, de ello habrá de depender, tal vez, nuestra superioridad sobre los Estados Unidos, porque cuanto mejor los organismos que integran la familia total, desempeñen su función, la familia será más fuerte, y la patria y la sociedad como ya hemos demos-trado, son derivación de la familia. Por de pronto el absurdo feminismo americano ha producido en la familia mexicana una perturbación tan profunda, que no se necesita un gran talento de observación para ver que hay algo que se ha desarrollado más a la sombra de ese feminismo, que el bienestar de la mujer, y es su prostitución.

Resistencias a la unificación de las costumbres

Es seguro que mientras no se logre la disolución de los grupos criollos, éstos resistirán la adopción de costumbres que conside-ran inferiores a las europeas que ellos han adoptado o pretenden adoptar, más aún, invocarán como siempre los intereses de la civilización en favor de esas costumbres y tomarán todo trabajo encaminado a aquella disolución, como una regresión a la barba-rie. Los mestizos, seguros de su misión, no cejarán. Muchos de éstos, sin embargo, en su empeño de considerarse iguales a los criollos, les harán coro; pero todo pasará, es indudable que los mestizos llegarán a imponer en nuestro país el imperio de nues-tras costumbres puras y sanas, que no por ser nuestras, dejan de ser tan buenas cuanto lo son las extrañas que los criollos tienen por mejores.

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La unificación del lenguaje

Las funestas orientaciones criollas en materia de lengua nacional son como sus tendencias económicas. Con éstas, por una parte, pretenden atraer inmigrantes europeos y, por otra, expulsan a nuestras unidades inferiores propias, como ya hemos demostrado. Por una parte, se habla de enseñar el castellano a los indígenas y, por otra, se procura olvidar el castellano para aprender idiomas extranjeros. No hay una sola escuela en la República cuyo objeto definido y real sea enseñar la lengua española a los indígenas que no la conocen, y sí hay escuelas primarias en que es obligatorio el aprendizaje de una lengua extranjera. Se cree inútil proteger el arte dramático nacional y se subvenciona a compañías que representan en italiano o en francés. Y si esto es por lo que toca a la acción ofi-cial, por lo que toca a la acción de los criollos y sobre todo de los criollos nuevos, el despego a nuestra lengua es un verdadero colmo. Hay imbéciles que siendo mexicanos afectan no usar el idioma nacional, sino algún otro extraño mal aprendido en el extranjero. Abandonan los criollos en esta capital a los mestizos los teatros en que despunta el florecimiento de nuestra cultura propia y llenan a reventar cualquiera otro teatro en que una compañía de mérito dudoso, representa en italiano, en francés o en inglés. Y aquí de paso diremos, que apenas se comprende que haya quien pretenda gustar del arte dramático en un idioma que no es el propio. La be-lleza de construcción de las frases, la entonación con que ellas son pronunciadas, la intención que les da vida y colorido, y las sonori-dades, armonías y cadencias de su música especial, no pueden ser apreciadas de veras, sino por quienes poseen en propiedad el idio-ma en que esas frases se pronuncian, o cuando más por quienes poseen ese idioma con perfección. No es de creerse que todos los concurrentes a las representaciones en que nos ocupamos, estén en condiciones de saber el italiano, el francés o el inglés, como los ita-lianos, los franceses o los ingleses, y el hecho de que a las mismas representaciones concurran, no acredita sino una ridícula vanidad. Volviendo a la cuestión principal, nuestros poetas y nuestros escri-

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tores pierden la originalidad que pudieran alcanzar del desenvol-vimiento libre de sus facultades, en hacer serviles imitaciones de producciones extranjeras, y en adoptar cánones, procedimientos, modos y palabras notoriamente inferiores a los nuestros. Hasta nuestros hombres de ciencia en su afán de buscar antes el aplauso extranjero que el nacional, escriben libros en idiomas extraños; nosotros hemos tenido que leer un valiosísimo libro científico (La vida en las mesas altas) escrito por el señor profesor don Alfonso Herrera y por el señor doctor Manuel Vergara Lope, en francés. Casi todas las obras del primero de los autores citados tienen que leerse en ese idioma.

Tratándose del uso del idioma inglés entre nosotros, las cosas son mucho peores. Todo el mundo recibe publicaciones en inglés, todo el mundo se anuncia en inglés, todo el mundo aprende in-glés, todo el mundo quiere hasta pensar en inglés. Los letreros en inglés se ven por todas partes, los rubros en inglés por todas partes circulan y hasta nuestros nombres propios aztecas se han transformado como el de Popocatépetl en Popo, para estar en in-glés. El inglés se ha hecho una condición indeclinable de la calidad del empleado, el inglés se ha hecho el idioma de los negocios, y hasta las declaraciones semioficiales de nuestro gobierno aparecen al público en inglés. De seguir así, dentro de algunos años el idio-ma nacional no existirá, lo habremos sacrificado a un servilismo repugnante. Los extranjeros en general y en particular los que hablan inglés hacen bien de imponer en todas partes su lengua, así lo hacían los españoles del siglo de Carlos V en la Inglaterra mis-ma, y así deberíamos hacerlo nosotros cuando menos en nuestro país. Deberíamos pensar que si los extranjeros vienen a nuestro país, más les interesa a ellos venir, aunque se diga lo contrario, que a nosotros esperarlos y recibirlos. Si pues, vienen, debemos obligarlos a conformarse con nuestro modo de ser, haciendo a éste el sacrificio de la lengua heredada en sus relaciones con nosotros, pero en lugar de hacerlo así, en lugar de que les impongamos nuestra lengua, nos apresuramos a aprender las de ellos antes que la propia. Merecíamos perder nuestra hermosa lengua española

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que estamos en efecto a punto de perder, y si por acaso la perde-mos, esa arma menos tendremos en nuestras manos para defender la nacionalidad.

Para la unificación del lenguaje, en nuestro país, necesitamos emprender y realizar dos series de trabajos bien indicados antes; los que deben tener por objeto extender el uso de la lengua espa-ñola a los indígenas, y los que deben tener por objeto defender la misma lengua, contra las demás, y especialmente contra la inglesa. Respecto de los primeros, ellos tendrán que hacerse aparejados a los de evolución de la propiedad indígena, según lo que expusimos en el “El problema de la propiedad”, y deberán consistir en una enseñanza sistemática y exclusiva, con que la escuela dé a los indí-genas que no hablan español, el uso de esta lengua, habrá hecho bastante más al país, de lo que hace en la actualidad. Respecto de los segundos, ellos requieren punto y aparte.

Como se habrán servido ver nuestros lectores, nosotros no pretendemos llevar a nuestro país a un exclusivismo irracional. No pretendemos aislar a nuestra patria de las demás naciones de la tierra. No queremos cerrar nuestras fronteras ni nuestros puertos a los extranjeros ni a sus empresas, pero es necesario que no sacrifiquemos ni a los unos ni a los otros, nuestra vida nacional futura. No sólo de los intereses del momento vive una nación, y es indispensable que no sacrifiquemos a los extranje-ros que podamos atraer, ni a las empresas que con ellos puedan venir, ni a los negocios que con ellos podamos realizar, ni a los medios de lograr todos esos fines, nuestra existencia nacio-nal misma, como la hacemos en realidad, poniendo en peligro la conservación de nuestra lengua. Necesitamos reaccionar con toda energía contra ese peligro. Es bueno, es útil y es distingui-do poseer el mayor número posible de lenguas, pero ya que la lengua es uno de los elementos componentes del ideal de patria es indispensable defenderla de las que la invaden, reduciendo en lo posible el uso de las invasoras. Con hacerlo así, no sólo ase-guramos la integridad de nuestra lengua, como parte del ideal patrio, sino que evitaremos en mucho la desviación de nuestras

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clases intelectuales, que aprenden y saben lo que pasa en otros países o ignoran profundamente lo que sucede en el nuestro. Las medidas en que habrá de consistir la reducción del uso de las lenguas extranjeras invasoras deberá consistir, por una parte, en la proscripción resuelta de la enseñanza oficial de esas len-guas en las escuelas públicas primarias y preparatorias en el favo-recimiento efectivo y real de las traducciones, y en la imposición de los gravámenes que se juzguen prudentes, sobre los rótulos, publicaciones y documentos de destino o de uso popular que estén en idioma extranjero. Por lo demás, esas medidas podrán reducirse al francés y al inglés.

Resistencias a la unificación del lenguaje

Numerosas resistencias se opondrán a la unificación del lenguaje. Pocas opondrán los indígenas, pero los criollos y aun algunos mestizos invocarán como para todos los trabajos de unificación del ideal y los intereses generales de la civilización, y sobre todo los obstáculos que se opondrán a la inmigración y a la afluencia de los capitales extranjeros. Respecto de los intereses de la civi-lización, mucho hemos dicho y mucho nos queda todavía por decir. Respecto de la inmigración, nada creemos necesario agre-gar a lo que dijimos de ella en el “El problema de la población”. Respecto de la afluencia de los capitales extranjeros, no creemos que se interrumpa, supuesto que como acabamos de decir, no se trata de medidas de agresión sino de defensa. Cuando pensamos que hemos tenido que estudiar en idioma extranjero obras úti-les escritas acerca de México, por mexicanos, nos afirmamos en nuestras opiniones.

La unificación del estado evolutivo

Las diferencias de estado evolutivo que separan a los distintos ele-mentos de la población y a los grupos que componen esos elemen-

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tos no pueden ser más grandes ni más profundas. Como hemos dicho repetidas veces, los agregados humanos que dicha población componen, colocados por su grado evolutivo deducido de la na-turaleza de sus derechos territoriales, en una escala que comienza con los primitivos apaches y termina con los criollos, presentan todos los estados de desarrollo que la humanidad ha atravesado en el curso de las edades. Tiene por lo mismo que ser muy lento, muy complicado y muy difícil el trabajo de reducirlos todos a un estado evolutivo común.

El trabajo de reducir toda la población a un mismo estado evolutivo tiene indeclinablemente que consistir en hacer adelantar a algunos grupos y en hacer retroceder a otros. Seguramente que sería bueno hacer adelantar a todos, hasta encontrar el grupo de los criollos nuevos, que es el más avanzado, pero en virtud de las numerosas razones que ya hemos expuesto, la disolución de los grupos criollos y la incorporación de sus unidades al elemento mestizo son indispensables para la constitución firme de la na-cionalidad, y por consiguiente no será posible hacer adelantar el elemento mestizo desde luego, más allá de su cultura propia. El elemento indígena sí será necesario que avance en todos sus grupos, como lo ha venido haciendo en su rápida incorporación al elemento mestizo, y es seguro que avanzará con gran violencia y se incorporará con más rapidez aún, al mismo elemento mestizo, cuando se le favorezca en su gobierno propio, en el desarrollo de su propiedad, en la propagación de la lengua española y en las demás circunstancias que hemos mencionado en su oportunidad.

Se concede por lo general en nuestro país una importancia tan grande a la eficacia civilizadora de la instrucción pública, de la que se ha esperado y se espera aún, la evolución de nues-tros grupos indígenas, que nos creemos en el deber de dedicar algunas líneas a esa cuestión. Así como en otros siglos se creyó en la eficacia absoluta del cristianismo como agente civilizador, en el que acaba de pasar, se creyó en la eficacia de la instrucción pública, elevando a la categoría de dogma la afirmación de que los pueblos que han alcanzado un grado más alto de cultura,

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han debido esa circunstancia a su mayor sabiduría. Los pueblos más civilizados son los que saben más, se dijo, y como corolario de ese axioma, se dedujo el de que los pueblos más atrasados y más pobres eran más pobres y más atrasados porque sabían menos, y el de que para poner al nivel de los más civilizados, los más atra-sados y más pobres bastaba con instruir a estos últimos. Como la instrucción se imparte en las escuelas y como en las escuelas la imparte el maestro, se hizo de la escuela una gran institu-ción y del maestro un sacerdote. Todo el siglo de referencia vivió convencido de la verdad de las ideas antes expresadas, si bien murió renegando de ellas por la voz de Brunetiere, y nuestro país, como todos los del continente americano, nacido bajo la influencia de altos ideales y formado en condiciones de responder a todas las excitaciones generosas, acogió con entusiasmo dichas ideas, y desde la Independencia trató de reducirlas a la prácti-ca, inscribiéndolas con grandes letras en todos los programas de gobierno, como un timbre de recomendación para esos progra-mas. El esfuerzo de elevar la masa total de nuestra población a la altura de los pueblos europeos, por medio de la instrucción, se ha hecho por todos los gobiernos independientes, y ha venido a cristalizar bajo el gobierno del señor general Díaz, en la ley de instrucción obligatoria, y en la reciente creación de un minis-terio especial para la Instrucción Pública del Distrito y de los Territorios Federales. En ese ministerio se afirma por el mismo señor ministro, persona de alta intelectualidad y de indiscutible competencia que la institución escuela es de primordial impor-tancia en nuestro país y que ella hará mediante ciertas medidas de unificación (la federalización de la enseñanza por ejemplo), la unificación del ideal patrio en toda la población.

Nos parecen perfectamente explicables las ideas a que venimos refiriéndonos, hasta antes de que la ciencia llegara a la noción orgá-nica de todos los agregados humanos. En los tiempos que corren, esas ideas son, para mi criterio, un verdadero anacronismo. Se tiene ahora por indudable, que el estado social de un agregado humano es el resultado de la función conjunta de lo que hemos llamado

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en otra parte, la selección individual y de lo que en esa misma parte hemos llamado también la selección colectiva. Supone, pues, una estrecha relación entre el desarrollo orgánico del individuo y el desarrollo orgánico de la colectividad, siendo esa relación tan precisa, que un tal estado social supone un determinado estado de desarrollo individual y un tal estado de desarrollo individual supone un determinado estado colectivo. Siendo así, supuesto que en nuestro país hay una gran variedad de agregados humanos en diferente grado evolutivo, según lo hemos podido comprobar con los abundantísimos datos que los presentes estudios contienen, tie-ne que haber una gran variedad de desarrollo orgánico, entre las unidades componentes de los agregados mismos, que da a las uni-dades de cada agregado una capacidad funcional media determi-nada, distinta de la capacidad funcional media de las unidades de los otros. Ahora bien, ¿está en las posibilidades de la escuela, ya sea la escuela simplemente instructora, ya sea propiamente educadora como ahora se pretende modificar la capacidad funcional orgánica de un individuo del agregado inferior apache, para cambiarla en ese mismo individuo por la capacidad funcional orgánica de un crio-llo nuevo? Es innecesario contestar tal pregunta. Es absolutamente evidente, que la escuela no puede llevar su acción, por más eficaz que sea, más allá de las facultades orgánicas en general, y cerebrales en particular, del individuo que sujete a su tratamiento pedagógi-co, y es por tanto seguro, que su acción no se hará sentir con más intensidad sobre el individuo de estado social inferior, que sobre el de estado social superior. Y si en éste no se hace sentir, con una intensidad capaz de acelerar el curso de la evolución de miles de años, en el espacio de ocho o diez, tampoco se hará sentir sobre el otro en igualdad de condiciones. Dice Reclus (Los Primitivos), refiriéndose a nuestros apaches, lo siguiente:

Los misioneros españoles intentaron convertir a esos desgraciados in-dios, pero tuvieron que renunciar por la misma razón que hizo fracasar tentativas análogas sobre los tasmanios, cuando éstos existían aún. La enseñanza se dirigía a inteligencias limitadas, desprovistas de la facultad

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de abstraer que una larga cultura ha desarrollado entre nosotros. Com-préndase el embarazo de un honrado apóstol exponiendo la doctrina de la Resurrección, en una lengua donde la idea de alma no tiene otro equivalente que la palabra tripa. Para hacer comprender a los salvajes que poseían un alma inmortal, estaba obligado a decir, que ellos tenían en el vientre una tripa que no se pudría nunca. Los hacían contar hasta diez, pero no podían inculcarles el dogma de la Trinidad. ¿Cómo los reverendos padres hubieran traducido a su lengua en la que el verbo ser no existe, la célebre definición del Padre Eterno: ¿yo soy quien soy?

No creemos que los maestros de escuela puedan ser más afortu-nados que los misioneros. Hasta en los grupos superiores sucede, según hemos dicho al comentar una observación del señor Peust acerca de los mestizos, que la instrucción no produce sino efectos sumarios por falta de capacidad orgánica de los individuos que la reciben.

Todo lo anterior por lo que respecta a la adquisición de la enseñanza misma. En lo que se refiere a la posibilidad de que la difusión de determinados principios de enseñanza elemental corrija por sí misma todas las diferencias y desigualdades que he-mos venido señalando, entre los elementos y grupos componen-tes de la población nacional, creemos que tal posibilidad es una verdadera ilusión. Precisamente el haber creído demasiado en esa posibilidad, nos ha producido un considerable retraso en nuestro desarrollo evolutivo. Sociológicamente, la función de la Instruc-ción Pública es de las que tienen que desempeñarse a expensas de las funciones fundamentales orgánicas de todo agregado social. Los profesores tienen que ser unidades que consumen sin pro-ducir y tienen que vivir por lo mismo a expensas de las unidades productoras; los gastos de la instrucción tienen que hacerse de los elementos generales de la vida del conjunto; los alumnos mis-mos tienen que perder en instruirse una cantidad de tiempo y de fuerza que hay que restar al tiempo y a las fuerzas de que tendrán que disponer desde luego, o más tarde, para la lucha por la vida. No puede darse, por lo tanto, al desarrollo de esa función, una extensión demasiado amplia, sin producir al organismo social

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todo, perturbaciones profundas. Entre nosotros, dado nuestro sistema federal, el gasto de un tanto por ciento excesivo sobre las rentas públicas para el servicio de la Instrucción ha producido en casi todos los estados la paralización de urgentes trabajos de orden económico, que de ser atendidos, habrían hecho más bien al conjunto social por el favorecimiento de las condiciones gene-rales de la vida que indudablemente habrían venido a producir, que la estéril avienta de conocimientos doctrinarios a terrenos no preparados suficientemente para recibirlos, para hacerlos ger-minar, y para permitir su desarrollo, su florecimiento y su fruc-tificación.

Nosotros sabemos bien que la evolución de nuestros grupos indígenas no ha de ser el resultado de la aplicación de una pa-nacea sociológica: muchas y muy distintas causas tendrán que concurrir, de seguro, a producir ese resultado, pero entre dichas causas, las que puedan depender de la Instrucción Pública, se-rán de las más pequeñas. Nosotros creemos y fundamos nuestra opinión en todo cuanto hemos expuesto en el presente libro, que el favorecimiento de la natural evolución del estado en que se encuentran los grupos sociales de que se trata y la aceleración de las relaciones que unen a los grupos con el suelo en que vi-ven, es decir, el desenvolvimiento activo de la propiedad serán las causas primordiales. Sin embargo, por muy activamente que esas causas obraran, si obraran solas, tardarían muy largos años en aparejar todos los grupos indígenas al elemento mestizo, por fortuna obrarán a la vez que la resultante de los cruzamientos, pues a virtud de las muchas afinidades que hay entre mestizos e indígenas, en cuanto éstos han llegado a cierto grado de desarro-llo son vivamente atraídos y transformados por aquéllos, según hemos indicado ya.

Por su misma posición intermedia, los mestizos tienen muy grandes afinidades también para con los criollos, y es seguro que se incorporarán rápidamente a éstos en cuanto dejen de ser clase social superior, perfectamente diferenciada e interesada, por lo mismo, en defender su diferenciación. Cierto es que su

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absorción por los mestizos significará la desaparición de una gran parte de la alta cultura de que nos envanecemos y esto es lamentable, pero es necesario que sea así. Lo de menos sería conservar nuestra aristocracia como Inglaterra lo ha hecho, pero por una parte, nuestra aristocracia no es nacional como la ingle-sa lo es, ni es por tanto patriota, como es la inglesa, y por otra, la existencia de aristocracias legales en nuestro país es incompa-tible con nuestra Constitución Política. Es absolutamente indis-pensable, por lo tanto, que en el elemento mestizo se refunda toda nuestra población, para que se transforme en la verdadera población nacional.

Como acabamos de indicar en el párrafo anterior, de pronto la refundición de toda la población en el elemento mestizo pro-ducirá el efecto aparente de una regresión en cultura. Parecerá en efecto, que ha desaparecido confundida en la multitud, la parte culta, refinada y brillante de nuestro compuesto social, como sucedió en Francia con la Revolución, y como sucedió entre no-sotros con la Independencia y con la Reforma; pero es evidente, que la homogeneidad relativa de la masa resultante, ofreciendo menos dificultades para su desenvolvimiento, pronto acusará un mayor coeficiente de evolución que se traducirá indudablemente en una viva aceleración de su progreso. Es difícil imaginar ahora, hasta dónde llegará nuestra producción agrícola cuando en toda la zona fundamental de los cereales, ensanchada hacia el norte, exista la pequeña propiedad; hasta dónde llegará nuestra pobla-ción, cuando la producción de la pequeña propiedad sea grande; hasta donde llegará nuestra producción industrial, cuando sea muy numerosa nuestra población; hasta dónde llegará nuestro comercio, cuando nuestra producción agrícola e industrial sea muy valiosa; hasta dónde llegará nuestra riqueza, cuando nuestra producción y nuestro comercio alcancen su plena prosperidad; hasta dónde llegará nuestro crédito, cuando seamos un país rico; y hasta dónde llegará nuestra cultura, cuando podamos hacer florecer al arte y elevar a grande altura sobre amplias bases de estabilidad, la eminencia del genio.

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Resistencias a la unificación del estado evolutivo

Las resistencias a la unificación del estado evolutivo partirán como en todos los trabajos de unificación, de los indígenas, de los crio-llos y de algunos mestizos extraviados, pero muy especialmente de los criollos. Pasamos por alto las resistencias de los indígenas que mucho se atenuarán con las medidas de favorecimiento que en su punto y lugar hemos indicado, y hacemos a un lado las re-sistencias de los mestizos pobres de espíritu y de carácter que tra-bajen contra sus intereses; nos concretaremos, pues, al estudio de las resistencias de los criollos. La circunstancia de que los criollos constituyen clases sociales, privilegiadas y altamente favorecidas, despierta en los mestizos y en los indígenas un vivo deseo de per-tenecer a esas clases, o cuando menos de ser considerados por las unidades de ellas. Esto da, como es consiguiente, a los criollos, la conciencia de una marcada superioridad sobre los mestizos e indí-genas. Pero además de esa marcada superioridad, que en suma no es más que una forma del mayor adelanto evolutivo de los criollos en conjunto, éstos tienen individualmente y por razón de ese mis-mo adelanto, condiciones de notoria ventaja sobre los indígenas y los mestizos. Tienen mayores capacidades de percepción, mayores aptitudes de comprensión, mayores fuerzas de raciocinio, mayores facultades de expresión y mayores seguridades de suficiencia. Sólo energías de voluntad tienen menos que los mestizos y que los in-dígenas.

Los mestizos, gracias a sus poderosas energías, son los dueños del poder, de ellos emana el impulso volitivo en todos los asuntos públicos; ellos llevan al terreno de la ejecución todos los propó-sitos; ellos son los fuertes; ellos son los que mandan, pero están a merced de los criollos. La independencia que da a los criollos la posesión de una gran fortuna, la superioridad que ya dijimos les infunde su condición de aristócratas y las ventajas personales que les concede su propio adelanto evolutivo hacen que jamás se acerque un criollo a un funcionario mestizo —con muy raras excep-

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ciones, son mestizos todos los funcionarios que ejercen autoridad efectiva, como hemos dicho en otra parte sin que el criollo haga sentir su influencia personal sobre el funcionario, y sin que éste se sienta más o menos dominado por la intensidad de esa influencia, en apariencia afectuosa y delicada, y en el fondo altiva e insolente. Nadie puede negar, en efecto, la influencia natural que sobre el desheredado y sobre el trabajador, ejerce la riqueza; nadie pue-de negar tampoco la influencia natural que sobre el plebeyo y el humilde ejerce la elevación del nacimiento, y nadie puede negar, por último, la influencia natural que sobre el tímido y el circuns-pecto ejerce ese conjunto de facultades que muy acertadamente se designa con el nombre de mundología. De modo que el criollo por razón sólo de su posición social está en condiciones de alcan-zar de un funcionario mestizo mayores ventajas que los mestizos restantes y que los indígenas. Esto es de una verdad innegable. Ahora bien, esa situación de los criollos los lleva no sólo a aprove-char las ventajas de su influencia sobre los funcionarios mestizos para alcanzar todos los provechos que la administración pública puede legalmente rendir, desde la injusta preferencia en los nom-bramientos para los más altos puestos públicos, hasta la interven-ción inmoral por recomendación en las decisiones de los más altos tribunales del país, sino también a causar toda clase de perjuicios a los mestizos y a los indígenas, desde el envío de los indígenas que le estorban, al contingente, hasta el procesamiento y condena-ción a prisión, más o menos larga y dolorosa de los mestizos, que protestan contra sus desmanes. Mucho tendríamos que decir de las numerosísima formas en que la acción de la influencia criolla se manifiesta, perturbando profunda y gravemente toda nuestra vida social, pero a reserva de hacerlo en otra ocasión —a la acción funesta de la influencia criolla en la justicia, dedicaremos tal vez un capítulo entero de otra obra que sobre los problemas naciona-les secundarios, pensamos escribir—; por ahora nos limitamos a asentar que los criollos usan ya y usarán más en adelante, de su influencia sobre los funcionarios mestizos para impedir el trabajo de su propia disolución, o cuando menos para resistir ese trabajo

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dilatando el momento de ella; y en lo de adelante, al usar de su influencia en ese sentido es absolutamente seguro que se dejarán llevar de todos los malos instintos que existan en el fondo de su alma, para aconsejar, imponer y lograr que se dicten y ejecuten contra los mestizos que encabecen el movimiento transformador, todas las medidas de rigor y de terror que puedan ser posibles, sin perjuicio de usar con el mismo fin, de la presión de los intereses extranjeros y aun de la acción directa de éstos en nombre de la civilización. Cuando vean que ni así logran vencer a los mestizos, llamarán en su auxilio una nueva Intervención, así procedieron en otro tiempo y así de nuevo procederán. Así proceden siempre todas las aristocracias que claudican.

La unificación de los deseos, de los propósitos y de las aspiraciones

Los deseos los propósitos y las aspiraciones dependen, ante todo, del carácter. Así como las condiciones naturales en que la vida humana desenvuelve su modo de ser orgánico, imponen a cada individuo la forma precisa de un tipo físico especial, las condicio-nes sociales en que esa misma vida desenvuelve su modo de ser psíquico, imponen a cada individuo un modo de ser moral, preciso también que le es propio; ese modo de ser se llama: el carácter. Efectivamente, en todos los agregados humanos las unidades que lo forman presentan en lo físico un tipo especial que les es propio y característico, y en lo moral, un modo de ser que les es exclusivo y diferencial. En cada pueblo, sus unidades tienen una forma sin-gular de carácter.

En nuestro país, cada elemento de la población tiene sus ras-gos propios de carácter y las unidades cada uno de los grupos componentes de un elemento tienen también sus rasgos propios. De un modo general podemos decir que todos los indígenas son pasivos, impasibles y taciturnos; que todos los mestizos son enérgicos, perseverantes y serios; y que todos los criollos son audaces, impetuosos y frívolos. Los indígenas son generalmente

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pasivos, porque sus condiciones de origen, como ya hemos teni-do ocasión de decir, no les imponían la necesidad de la guerra que apareció hasta que llegaron en México a la región ístmica, y casi hasta que en esa región aparecieron los aztecas, lo cual, sin embargo, no quiere decir que no hayan tenido una gran energía latente que en todo caso de defensa ha aparecido con una fuerza extraordinaria, sino que su ánimo es naturalmente inclinado a la paz; son generalmente impasibles, porque en sus tribus se hizo más la selección individual que la colectiva, supuesto que en sus mismas tribus no vivían en estado de guerra, y aquella selección produjo el perfeccionamiento animal de los individuos de dichas tribus en el sentido de su mayor resistencia orgánica y por consi-guiente nerviosa, y no el perfeccionamiento social de los mismos individuos en el sentido de su mayor aptitud evolutiva que supo-ne una sensibilidad nerviosa mayor; y son generalmente tacitur-nos, porque acostumbrados a la paz y teniendo una sensibilidad nerviosa poco desarrollada, no se han hecho exterminar por los blancos en una porfiada rebelión, ni se han acomodado a vivir a gusto con éstos, y el dolor de la larga esclavitud que han sufri-do, se ha venido acumulando en ellos hasta el punto de ahogar todos sus sentimientos de alegría. Los mestizos son enérgicos porque reflejan de los indios y los españoles la energía común a las dos razas, aunque esa energía haya sido de distinta naturale-za, pues era de defensa en los indios y de agresión en los españo-les; son generalmente perseverantes, porque en ellos se conjugan el impulso volitivo español y la lenta sensibilidad indígena, lo que hace que aquel impulso se desarrolle en un gran espacio de tiempo, y son generalmente serios, porque en ellos se neutra-lizan la taciturnidad de los indios y la alegría de los españoles, dando un término medio de dignidad austera y noble, de la cual nuestros grandes hombres han dado magníficos ejemplos. Los criollos son generalmente audaces, porque los de origen español reflejan el espíritu aventurero de los soldados de la Reconquis-ta española y de las conquistas americanas, y los que proceden de unidades de otras naciones de Europa reflejan la osadía que

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hizo a sus progenitores venir de lejos a un país desconocido y difícil; son generalmente impetuosos, porque todas las naciones europeas de que proceden son grupos de selección colectiva, y esas unidades y los criollos mismos, merced a sus condiciones de superioridad de origen han encontrado en México relativamente pocas resistencias a su acción, lo cual los ha acostumbrado a una viva manifestación de sus impulsos, y son generalmente frívolos, porque constituyen en nuestro país una aristocracia y todas las aristocracias lo son por naturaleza, puesto que tienen que sentir con menos intensidad que las clases activas las luchas por la exis-tencia que tanto vigorizan a esas clases.

En particular, dentro del elemento indígena y correspondien-do a la gran división regional que de él tenemos hecha en indíge-nas dispersos, incorporados y sometidos, los indígenas presentan ciertas diversidades de carácter que bien se pueden señalar. Los indígenas dispersos son altivos e indómitos; los incorporados son valientes y desconfiados; los sometidos son humildes o hipócritas. Los mestizos en cierto modo reflejan también esa división por razón de las unidades indígenas de que proceden, así los fronteri-zos del norte son, como vulgarmente se dice, alzados; los de los litorales y de las vertientes exteriores de las cordilleras son, como vulgarmente se dice, echadores o paperos; y los de la zona funda-mental son, como vulgarmente se dice, ladinos. De los criollos ya hemos dicho en otra parte que los criollos señores son fríos, cultos, elegantes y cortesanos, y los criollos nuevos son previsores, codicio-sos, lujosos y artistas.

Sentado lo anterior se comprende sin dificultad que los indí-genas tiendan al retraimiento, que los criollos tiendan a la acción inmediata y que los mestizos tiendan a la acción radical. El carác-ter indígena vale mucho como factor de la constitución definitiva de nuestra nacionalidad; significa una gran energía que no es de acción, sino de resistencia, de lo cual se deduce que el indígena por sí mismo no será jamás revolucionario, pero siempre será patrio-ta; el mestizo resultante de la transformación del indígena tendrá esas dos cualidades. El carácter criollo vale poco como factor de

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constitución de la nacionalidad, porque no es muy firme; lo indi-can con bastante claridad, por una parte, la poca intensidad de sus impulsos y, por otra, la necesidad de protección exterior en que esos impulsos procuran siempre apoyar. De la poca intensidad de sus impulsos dan testimonios absolutamente irrecusables, la de-fensa hecha contra la invasión norteamericana en 1847 y la Guerra de Tres Años; la primera estuvo a punto de acabar con la anexión de México a los Estados Unidos; la segunda acabó con la Inter-vención. Los criollos en Cuba últimamente no pudieron hacer un acto de rebeldía contra la invasión norteamericana. Respecto de la necesidad de protección exterior de ella dan testimonio todos los actos en que hemos fundado la demostración de su orientación extranjera. Y no se diga que esa necesidad de protección que sien-ten los criollos se debe a la inferioridad de su número para luchar con los elementos que le son contrarios, porque cuando se tiene el carácter de los yaquis por ejemplo, no se cuenta el número de los enemigos. Precisamente por la debilidad de su carácter, los grupos criollos no se han independido de los grupos europeos progeni-tores, como lo hicieron los criollos de los Estados Unidos. Estos, sucesores de grupos que vinieron resueltos a vivir solos, pronto se enfrentaron con la metrópoli. Los criollos españoles y los criollos nuevos no se han independido de sus grupos progenitores, por cierta necesidad íntima de la protección de estos últimos. El carác-ter mestizo nos obliga a poner aquí un punto y aparte.

El carácter mestizo no puede ser más firme ni más poderoso. Dan desde luego testimonio de la afirmación precedente el hecho de que los mestizos habiendo comenzado por ser una clase social inferior han llegado a ser la predominante; el hecho de que en su relativamente rápido escondimiento no han tenido desfalleci-mientos apreciables; el hecho de que en el curso de los sucesos en que han tomado parte han ejecutado actos de inmensa energía, como el fusilamiento de Iturbide, como la proclamación del Plan de Ayutla, como la expedición de las leyes propiamente llamadas de Reforma, y como el fusilamiento de Maximiliano; y el hecho de que en esos actos han ido hasta su completa consumación radi-

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cal, como en las ya citadas leyes de Reforma que llegaron a hacer, por una parte, la completa separación de la Iglesia y del Estado, y por otra, la absoluta depuración, según en otra parte dijimos, del sentimiento religioso, una y otra cosa no alcanzadas por los demás pueblos de la tierra, ni aún por los que se consideran más civilizados.

El carácter mestizo lleva por una parte a la acción, por otra lleva a la continuidad indefinida de la acción; y por otra, a la eleva-ción del objeto de la acción misma. Apenas puede encontrarse un mestizo que no tenga grandes propósitos. El ranchero sueña con ser hacendado, y lo que es mejor, pone en juego todas sus activi-dades para sumar pequeñas porciones de tierra hasta que con ellas hace una gran posesión; el muchacho que vive en una accesoria de la costura de su madre anciana, sueña con ser abogado y lo llega a ser; el empleado que gana de joven veinticinco pesos mensuales, sueña con ser diputado o ministro, y no pocas veces lo consigue; el soldado que entra a las filas sin saber leer y escribir sueña con lle-gar a ser general y muchas veces lo logra. Su actividad es constante y la energía que despliega en sus intentos es inmensa. A esa infinita suma de energía se debe que se le atribuya lo que se ha llamado el espíritu revolucionario.

El espíritu revolucionario no es como se pretende, ingénito en el mestizo. El espíritu revolucionario existe en todas las unidades sociales que han llegado a acumular una gran energía, cuando se comprime demasiado esa energía dificultando el libre juego de la selección natural. La energía volitiva es una fuerza como todas: cuando se la encauza toma su propia dirección en el sentido de las menores resistencias; cuando se la sofoca, o se extingue, o revienta por donde puede, y no es culpa suya entonces si al hacer explosión causa estragos. En todos los pueblos existe una estratificación de-terminada que los divide en capas sociales, en tanto que la energía total de cada una de ellas guarda cierto equilibrio con las demás; en cada capa existe un estado de cohesión determinado, en tanto guardan cierto equilibrio entre sí las energías de las unidades que la componen; pero cuando el estado de equilibrio se rompe en una

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capa, porque algunas de las unidades hayan perdido su energía propia o porque hayan desarrollado mayor energía de la prece-dente, y cuando el equilibrio se rompe entre las capas todas, por-que una se haya disuelto por debilidad de cohesión o porque otra tienda a la expansión por exceso de energía, el trastorno tiene que venir hasta que se llegue a alcanzar un nuevo estado de equilibrio. Para las capas que se encuentran encima, el orden por excelencia será el que en ese estado las conserve, y a ese orden lo llamarán en-fáticamente el orden social. Para las capas que estén abajo, las que sienta encima, serán capas o clases opresoras. Es natural que siendo así las cosas, las capas o clases superiores traten de ahogar la ex-pansión de las inferiores, expansión que puede invertir el orden de colocación de las capas sociales como el cataclismo geológico cuyo origen es idéntico, invierte el orden de las capas que componen en conjunto la costra terrestre; y es natural también que las capas oprimidas traten de buscar una colocación que permita el equili-brio de sus fuerzas. En esas condiciones, todo esfuerzo compresor de las clases superiores será de conservación del orden social y todo esfuerzo de expansión de las inferiores tiene que ser para aquéllas revolucionario, y para ellas mismas, libertador. Para los oligarcas romanos, los plebeyos siempre fueron unos revoltosos; para los ára-bes en España, los españoles eran unos revoltosos; también para la nobleza y el clero en Francia, en el momento de la revolución, los miembros del Tercer Estado eran igualmente unos revoltosos; en México antes de la Independencia, para los españoles, los criollos eran asimismo unos revoltosos; ahora para los criollos, los mesti-zos son y tienen que ser unos revoltosos. Y ni los plebeyos roma-nos, ni los patriotas españoles, ni los revolucionarios franceses, ni los criollos de Nueva España eran ingénitamente revolucionarios como se cree que los mestizos lo son.

Cuando se habla de los países hispanoamericanos en general y se atribuye a sus unidades, un espíritu revolucionario incurable, no se sabe lo que se dice. Cuando se califica a los gobernantes de esos países, fuera de ellos, no se sabe lo que se juzga. Nuestros lectores han podido formarse juicio cabal de los numerosísimos y

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variadísimos elementos componentes étnicos y sociales del agre-gado humano establecido en la región geográfica que ha sido en nuestro territorio nacional y de las múltiples, complejas y compli-cadas causas y efectos que han obrado y obran en él para determi-nar su marcha evolutiva, y comprenderán cuánto no ha tenido que ser difícil en cada momento histórico llegar a un estado de equili-brio más o menos estable, y comprenderán también las inmensas dificultades con que nuestros estadistas de todos los tiempos han tenido que luchar para llegar a conseguir ese estado de equilibrio. No se sorprenderán por lo mismo de que en vista de esos ante-cedentes, afirmemos que todos los gobiernos que hemos tenido, han sido buenos. El gobierno virreinal pudo mantener con más o menos dificultades un estado de equilibrio relativamente estable hasta la Independencia, pero cuando la Independencia dislocó la estratificación establecida por el gobierno virreinal, el trastorno tuvo que venir y natural fue que tardara mucho el equilibrio en restablecerse. En el proceso del restablecimiento de ese equilibrio, los hombres que tuvieron a su cargo la dirección de los negocios públicos hicieron todo lo posible por llegar a una situación estable, y lo hicieron como mejor pudieron entenderlo. Unos por la revo-lución como Guerrero, otros por la severidad como Bustamante, otros por la honradez como Arista, otros por la flexibilidad como Santa Anna, otros por la conciliación como Comonfort; culpa de ellos no fue que el momento histórico no les fuera favorable y que sus procedimientos resultaran ineficaces o inadecuados. Todos ellos, a pesar de sus errores, hicieron ascender al país.

Si bien se mira, la energía activa de los mestizos, no es natu-ralmente desordenada. Desde luego los éxitos progresivamente alcanzados por esa energía, desde la época colonial hasta los días que corren, y muy especialmente desde el Plan de Ayutla hasta estos mismos días, contando entre esos éxitos el del Plan de Tuxtepec, indican bien claramente que no es dirección fija ni elevado ideal a lo que dicha energía falta. Los pequeños perió-dicos en que ella se manifiesta principalmente, no provocan en realidad al desorden, todos ellos están llenos de quejas contra

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la opresión que sus lectores sufren y todos expresan con más o menos precisión y con más o menos vehemencia, un vivo deseo de justicia en que traducen una inconsciente pero imperiosa ne-cesidad de ser tratados, dentro de la ley, con la preferencia que se concede a los extranjeros y a los criollos, para poder mantener, solamente mantener, su vida en la competencia que tienen que sostener contra los unos y contra los otros. Los demás impulsos con que la misma energía se ha hecho sentir, sólo por excepción han tenido el objeto directo y deliberado de provocar el desor-den; siempre han nacido a virtud de necesidades ciertas de rei-vindicaciones de orden fundamental y la lucha misma es la que los ha llevado más lejos.

Si pues la energía mestiza es grande y se manifiesta bien in-tencionada y bien disciplinada en lo que cabe, los efectos de su compresión no deben atribuirse a ella, sino a la compresión mis-ma. Nosotros comprendemos bien que la política del señor ge-neral Díaz, al ser como nosotros la hemos definido y como en realidad es, esencialmente integral y por integral coactiva, exige una compresión necesaria, indispensable, sobre todas las clases sociales y sobre todos los individuos que esas clases componen, de otro modo no podría haber equilibrio, pero a nuestro juicio personal, es indispensable que esa compresión no se lleve hasta la sofocación definitiva de los impulsos de actividad vital de las clases sociales y de los individuos en masa que las componen. Más podríamos decir, encontraríamos justificada la compresión de determinadas actividades, de clases enteras, en bien del equi-librio del conjunto, cuando la importancia de las que pudieran evolucionar libremente compensara ese sacrificio, pero entre no-sotros, comprimir la energía mestiza para sostener el valimiento criollo, ya por este mismo, ya por los intereses extranjeros a que está ligado, nos parece sacrificar lo más a lo menos, sacrificar la numerosa clase en que late el corazón de la patria a clases que sólo están unidas a la patria por los lazos del interés que no es patriota jamás. Y no se diga que esa compresión no existe; no sólo existe, sino que ha llegado a alcanzar un desarrollo excesi-

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vo. La circunstancia de ser mestizos casi todos los que ejercen la autoridad en nuestro país, ha producido ese mal, no porque ellos sean mestizos, sino porque el ejercicio de la autoridad los eleva a las clases de los criollos y en ellas sufren la influencia de estos últimos. Todos los mestizos que llegan a ser funcionarios de ac-ción efectiva llevan al desempeño de sus funciones una cantidad más o menos grande de buenas intenciones y una provisión más o menos grande de energías para realizarlas, pero por regla ge-neral, a poco de haber llegado, se penetran tanto, bajo la influen-cia criolla, de la importancia de sus actos para la conservación del orden social, que se tornan en verdaderos tiranos tanto más duros, cuanto más selecta es su sangre mestiza. Así, a título de conservación del orden social, los mestizos revestidos de autori-dad castigan generalmente a los mestizos que no la ejercen y que muestran precisamente las actividades a que aquéllos deben el ejercerla, y para castigarlos, recorren toda la escala del rigor, que comienza con la reprensión empedrada con todos los enérgicos guijarros de nuestra lengua y acaba con el fusilamiento en masa de hombres, mujeres y niños. No es nuestro ánimo formular una censura a nuestro sistema actual de gobierno que hemos sido y somos los primeros en justificar científicamente, pero no quisié-ramos que se siguiera haciendo uso del excesivo rigor con que se comprimen los impulsos de expansión de los mestizos, cuando esos impulsos son los latidos de la vida nacional.

El carácter mestizo por su propia naturaleza es superior a todos los que se le ponen a diario de ejemplo: la formidable personalidad del señor general Díaz da de ello irrecusable testi-monio. Y no se diga que el señor general Díaz es una excepción, lo es en efecto, por su magnitud, pero de esa magnitud hemos tenido mestizos como Morelos y como Ocampo, y entre ellos debemos contar a Juárez, que si no era mestizo, se asimiló a los mestizos que con tanta grandeza representó. Mestizos fueron Guerrero, Gómez Farías, Degollado, González Ortega, Escobe-do, Corona, Riva Palacio y otros muchos a quienes poco faltó para alcanzar la alta estatura histórica de los anteriores. Pero no

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sólo los grandes, los pequeños, los ignorados, la gran masa de los rancheros, de los profesionistas, de los empleados, de los que trabajan a jornal o sueldo muestran una actividad, una cons-tancia, una entereza, una fuerza de propósito, una firmeza de resolución, que no reconocen igual en nuestro país y que traen involuntariamente a la imaginación las características de los ja-poneses. En el campo del trabajo rudo, los obreros y empleados mexicanos pronto expulsan a los extranjeros que sólo pueden sostenerse a virtud de salarios y sueldos de favor; en el campo de la ciencia, nuestros profesores mestizos lucen en los congresos internacionales; en el campo de la literatura y del arte alcanzan laureles todos los días. El mismo carácter norteamericano que los criollos ensalzan a todas horas es bien inferior y necesita en nuestro país para mantener su superioridad, apoyarse o en co-nocimientos especiales no alcanzados todavía por los mestizos, o en la solidaridad de su origen, detrás de la cual está la fuerza de su nacionalidad.

Estando las cosas como están, los deseos, los propósitos y las aspiraciones de los indígenas dirigidos hacia el retraimiento; los deseos, los propósitos y las aspiraciones de los criollos dirigidos a la opresión de los mestizos, con un ojo a éstos y con otro a las naciones extranjeras para el caso de que los mestizos triunfen; y los deseos, los propósitos y las aspiraciones de los mestizos dirigidos en contra de los criollos sus opresores, estando así las cosas, decimos, la divergencia de dirección general en los tres elementos, sin perjuicio de las divergencias de dirección que hay entre los grupos que cada elemento componen y que no estu-diamos ya en detalle para no alargar más la exposición de este punto, tienen que producir un inmenso obstáculo a la unidad de la acción en el proceso de la evolución de nuestro país. Se hace necesario por lo mismo, como hemos repetido tantas veces, confundir en el elemento mestizo a los otros dos, refundir en el carácter mestizo el indígena y el criollo, y formar con toda la po-blación una verdadera nacionalidad, fuerte y poderosa, que tenga una sola vida y una sola alma.

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Resistencias a la unificación de los deseos, de los propósitos

y de las aspiraciones

Las resistencias a la unificación de los deseos, de los propósitos y de las aspiraciones son tan evidentes, que no necesitamos hacer de ellas un estudio especial. Sólo diremos que los indígenas pocas ofrecerán, desde el momento en que la expansión de los mestizos hacia arriba significará para ellos una disminución del peso que directamente sufren, pero en lo que respecta a los criollos, las co-sas serán distintas porque les humillará descender de lo que ellos llamarán su condición de gente decente, para confundirse con lo que ellos llamarán la canalla.

Consecuencias de la fijeza de la noción del patriotismo

Cuando hayan quedado consumadas la unificación completamen-te del ideal y la corrección fundamental de nuestro sistema de propiedad vigente desaparecerán las actuales divergencias acerca de lo que debe entenderse por patria. Ya no habrá quien crea que la patria es la alta cotización de los valores mexicanos en el extran-jero; ni quien crea que es patriótico hacer en México lo que los criollos cubanos hicieron en su país; ni quien crea que es patrióti-co traer una nueva intervención extranjera, europea o americana; ni quien crea que es patriótico renegar de nuestras costumbres, despreciar nuestros estadistas, insultar a los curas y asesinar a los extranjeros. La noción del patriotismo quedará bien determinada y reducida a los sencillos términos siguientes: Todos como los hermanos de una familia, libres para el ejercicio de sus facultades de acción; pero unidos por la fraternidad del ideal común, obligados a virtud de esa misma fraternidad, por una parte, a distribuirse equitativamente el goce de la común heredad que los alimenta y, por otra, a tolerarse mutuamente las diferencias a que ese goce dé lugar. La fórmula no es de difícil inteligencia ni de difícil observancia. Ella expresa con

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claridad, que una patria, como lo hemos demostrado superabun-dantemente, es una ampliación de la familia, que dentro de ella cada unidad debe tener la libertad de acción que se deriva de la libertad orgánica, y que requieren las necesidades de atención de la vida material (concepto de la libertad política); que en virtud de es-tar unidos todos los miembros de la patria, por lazos de fraternidad, tienen entre sí las obligaciones propias de esos lazos (concepto de las obligaciones sociales); que unas de dichas obligaciones deben tener por objeto la equitativa distribución de la heredad común, no en el sentido material de la absurda división igualitaria, sino en el sentido económico de la armónica distribución de la propiedad territorial, base indeclinable de la vida colectiva, y de la riqueza general que de esa propiedad se desprende (concepto de las obligaciones altruistas del progreso común), y por último, que las obligaciones restantes deben tener por objeto que todas las diferencias que ocurran entre los miembros de la patria se resuelvan dentro de ella misma por el generoso sacrificio de los perjudicados, a la consideración de que los perjuicios les han sido causados por hermanos suyos, y de que todo debe ser sacrificado al interés, a la paz y al prestigio de la familia toda (concepto de la sumisión a la ley).

Definido así el patriotismo, cuando hayan desaparecido todas las diferencias de clase y de condición que ahora contraponen a los elementos componentes de la población nacional; cuando esas di-ferencias se hayan transformado en simples diferencias de ejercicio y de trabajo necesarias para que exista el estímulo motor de toda agrupación humana, entonces todos los miembros de la familia social mexicana, lo mismo los que lo sean por nacimiento que los que lo sean por adopción, puesto que sobre estos aislados no se hará sentir la atracción de su familia social progenitora, tendrán un solo punto de mira al que convergerán todos los propósitos de su acción común: el engrandecimiento progresivo de la patria. Entonces sí habrá patria mexicana.

En todos los pueblos, mientras no se llega a un estado de equilibrio que tenga cierta estabilidad, todos los elementos que lo componen agotan sus energías en el trabajo de sostener y de

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defender sus respectivas posiciones. El interés común no nace, sino cuando ese trabajo ha concluido. Cuando en nuestro país, la población llegue a convertir el equilibrio inestable actual en un equilibrio estable y definitivo, entonces podrá entender la sencilla verdad de que el interés de uno tiene que comenzar por el interés de los otros. En efecto, toda producción económica es el fruto de dos fuerzas combinadas en una misma función: es la primera, la del interés privado que busca su propio beneficio, y es la segunda, la del interés social que ese beneficio concede. Si el particular hace el impulso, la sociedad da el resultado. Para que el trabajador obtenga lucro, es indispensable que haya quienes necesiten traba-jo; para que el productor gane, es necesario que los consumidores consuman. Cuanto más grande es el número de los consumido-res, más grande es la suma de los provechos del productor. Quien quiera ser rico como Carnegie o como Rockefeller, necesita hacer grande a su país como los Estados Unidos. Así, pues, se compren-derá en México que al obrar cada individuo deberá buscar antes el provecho de sus compatriotas que el suyo propio, supuesto que éste se derivará de aquél y el sentimiento del engrandecimiento nacional, se desarrollará como en los Estados Unidos ha llegado a desarrollarse. Lejos de condenar a nuestros trabajadores a la dependencia de los inmigrantes; lejos de buscar en los inmigran-tes nuestra población; lejos de estimular en nuestra población el consumo de los productos extranjeros por desprecio de los nacio-nales; lejos de obligar a nuestros productores a la imitación de los productos extranjeros; lejos de estimular a nuestros escritores a escribir para públicos extraños; lejos de inclinar a nuestros sabios para que se dediquen a estudiar problemas exóticos; lejos de hacer literatura de imitación, y lejos de hacer arte de copia, todo lo cual conduce a empequeñecer nuestro país y a convertirlo en un mal reinado de otros sin más alientos de vida que los que pueda alcan-zar del favor de las demás naciones, será preciso exigir a nuestros trabajadores que venzan a los inmigrantes, obligar a nuestra po-blación a levantar nuestro censo, forzar a nuestros consumidores a aceptar nuestros productos, prohibir a nuestros productores la

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imitación extranjera, estimular a nuestros escritores a escribir para nuestro pueblo, inclinar a nuestros sabios al estudio de nuestros problemas, pedir a nuestros poetas que canten nuestros ideales y pagar a los artistas que se inspiren en nuestra naturaleza, todo lo cual conducirá a engrandecer nuestro país y a imponerlo a los demás. Sobre este punto nuestras ideas no expresan la ilusión de un sueño engañoso, sino la concepción de un hecho realizable y ya realizado por otros pueblos. El Japón, por su inspiración propia y siguiendo el profundo consejo de Spencer —del que se burlaron en México los periódicos de la casa Spíndola, si mal no recordamos— ha sacado todas las actividades de su engrandeci-miento, de sus energías orgánicas interiores, a fuerza de fustigar esas energías. Ha huido de toda influencia extranjera que no se ha traducido directamente en el mejoramiento propio y ha adop-tado los progresos de la civilización occidental, sólo después de haberlos transformado con arreglo a sus necesidades. Tiene una inmensa conciencia de su propio valer y esa conciencia crece día a día, a paso y medida que sus hijos la sienten en sí mismos crecer y desarrollarse. Si un japonés trabaja, si produce, si comercia, si escribe, si estudia, si canta, si crea, lo hace siempre antes para su país que para sí mismo. Viajero es más lo que observa y lo que anota que lo que se divierte; soldado, se encaja en la tierra para no correr; estadista, recibe y lee las notas que de todas partes del mundo le envían sus connacionales; patriota, tiene tal conciencia de la unidad de su patria, que se pliega sin condiciones al interés superior de ella y le ofrece la oportunidad de dar el ejemplo sin precedentes, de que los muchos millones de individuos que la forman, sepan un secreto de estado y no haya un solo traidor que divulgue ese secreto. Así será la patria mexicana cuando los mes-tizos hayan consumado su obra.

Los procedimientos de la unificación

Aquí sería oportuno decir cuáles deberían ser los procedimientos que deberían seguirse para lograr la unificación del ideal, para que

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no se nos pudiera decir que aunque tenemos razón en principio, muchas ideas no son reductibles a la práctica; pero, por una parte, hemos huido siempre de descender hasta los detalles de ejecu-ción que siempre tendrán que ser obra de las circunstancias y, por otra, no queremos dar, en el momento en que este libro sale a luz, motivo alguno para que se juzgue que este mismo libro tiene por objeto favorecer a alguno de los partidos políticos que inten-tan formarse con motivo de la próxima elección presidencial. Nos limitamos, pues, a exponer unas cuantas ideas generales. Desde luego para llevar a cabo los trabajos de unificación, no es necesario determinar los límites que separan los tres elementos de raza ya señalados, o sean, los indígenas, los mestizos y los criollos, porque esa determinación tendría interés, si tratáramos de separarlos, y nosotros por el contrario tratamos de unirlos y de confundirlos para que en lo de adelante no sean más que uno solo.

Respecto de los procedimientos mismos, sólo indicaremos que tendrán que comprender tres series de trabajos: es la primera, la de los que deberán tener por objeto la organización de los mestizos; es la segunda, la de los que deberán tener por objeto la revisión de todo el sistema nacional de leyes electorales; y es la tercera, la de los que deberán tener por objeto las reformas de legislación que requerirá la enorme suma de medidas de reforma que llevamos estudiadas.

No bastará con crear la nacionalidad en lo interior; será necesario ponerla

en condiciones de vida exterior

Constituida así definitivamente nuestra patria, ella tendrá existencia propia, pero será necesario procurar que ella sea siempre una nacio-nalidad verdadera. No basta que la patria exista, es indispensable que ella sea capaz de mantener su existencia en la lucha con los de-más pueblos. Para asegurar su integridad futura, contará con dos se-ries de elementos que son la de los que se deriven de las condiciones de su defensa material y la de los que se deriven de las condiciones de su desarrollo, de su unidad y de su fuerza de espíritu.

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Elementos y condiciones de nuestra defensa material

Los elementos de defensa que se derivarán en todo tiempo, de las condiciones materiales de nuestro país, tienen que ser de dos clases: los que se desprendan de la naturaleza del territorio y los que den las masas militares que podemos poner en actividad. No intentamos hacer ni de los unos ni de los otros, un estudio técni-co, en primer lugar porque no somos capaces de hacer ese estudio, y en segundo lugar porque él mismo no encajaría bien en los que venimos haciendo. Vamos a indicar solamente los grandes linea-mientos de las condiciones generales de nuestra defensa, desde el punto de vista meramente sociológico.

Elementos de la defensa material, derivados de la configuración

de nuestro territorio

Dada la singularísima configuración del suelo nacional deben considerarse en él como de interés general estratégico la altipla-nicie interior, las dos grandes cordilleras, las vertientes exteriores de éstas y los litorales correspondientes, la región ístmica y las dos penínsulas. Dentro de la altiplanicie hay que considerar sepa-radamente la mesa del norte y la mesa central juntamente con la del sur.

Supuesta la descripción que, del suelo de referencia hicimos en el primer capítulo de esta obra, nuestros lectores recordarán las condiciones especiales de cada uno de los elementos territoriales que acabamos de enumerar. En la parte media de la altiplanicie, comprendiendo la mesa del centro y una parte de la del sur, está la zona fundamental de los cereales cuya función es la de proveer de esos mismos cereales a todo el país; al sur, de esa zona, está el resto de la mesa del sur, que provee de productos tropicales a la zona fundamental. La mesa del norte es seca y casi por completo estéril, pues sólo en dos regiones apoyadas en las dos cordilleras, una cuyo

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centro es Chihuahua y otra cuyo centro es El Saltillo, produce ce-reales también. Las cordilleras son altas, abruptas, escarpadas y en su mayor parte boscosas. Las vertientes exteriores de esas mismas cordilleras son muy inclinadas, muy quebradas, en su mayor parte calientes y ofrecen una débil e irregular producción de cereales. La región ístmica es baja, muy pluviosa, muy caliente y muy boscosa, tiene en el estado de Chiapas una mesa pequeña productora de cereales. La península de California es caliente, seca y estéril. La península de Yucatán es caliente, húmeda, malsana, pobre de agua potable y estéril para la producción de cereales.

Dadas las condiciones que acabamos de expresar y recordando las funciones que en todo el territorio nacional desempeña la zona fundamental de los cereales, es claro que, como hemos dicho re-petidas veces en el curso de estos estudios, toda la vida nacional depende de esta zona. En consecuencia, el objetivo principal de todo plan de defensa del país tiene que ser la defensa de dicha zona. Ya hemos dicho en otra parte que todo poder que en ella se constituye se consolida o reúne cuando menos numerosas pro-babilidades de lograr su consolidación. La zona de referencia, por fortuna, tiene una favorable colocación en el centro del territorio. Está defendida al norte por la zona de ese nombre, y al oriente, al occidente y al sur, por las cordilleras y por las vertientes exteriores de estas mismas.

La defensa que ofrecen las cordilleras y sus vertientes exterio-res siempre será eficaz para todo caso de invasión extranjera. La defensa de la mesa del norte sólo puede ser eficaz para una inva-sión que no sea la de los pueblos norteamericanos, para éstos sólo puede ser relativa. En efecto, toda invasión que venga del oriente o del occidente encontrará ante todo en las costas, en las vertientes exteriores de las cordilleras y en estas mismas, las dificultades del clima cálido, de los medios insuficientes de vida para ejércitos nu-merosos, de lo quebrado y difícil del suelo, y del rápido ascenso de éste; en caso de que pudiera penetrar por las costas poco habitadas del norte, se encontraría en la mesa que ese nombre lleva, en con-diciones fatales para una larga ocupación, porque sus ejércitos, en

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una estación invernal, morirían de hambre, de sed y de frío. Para una invasión de los pueblos del norte, las cosas serían distintas; la defensa de las costas, de las vertientes exteriores de las cordilleras y de estas mismas, por el oriente, por el sur y por el occidente sería indudablemente eficaz, como ya dijimos, pero no así la de la mesa del norte, porque abierta como está ampliamente por ese rumbo, ofrecerá fácil entrada a los ejércitos de operaciones y éstos avanza-rían conservando sus comunicaciones con los Estados Unidos. Sin embargo, si la entrada se hiciera en el sentido de las cordilleras, siguiendo poco más o menos el trazo de los ferrocarriles, dichas cordilleras ofrecerían condiciones favorables de resistencia; si se hiciera por el centro, la inclemencia de la mesa misma favorecería la defensa, si no la hiciera completamente eficaz. Esto por lo que toca a la defensa de la zona fundamental.

La defensa del istmo es más difícil, porque es fácilmente ataca-ble por los dos océanos y por tierra, el complicado nudo del vértice de las dos cordilleras, lo aisla de la acción de la zona fundamental; la acción de las dos zonas de las vertientes exteriores exteriores, apenas se haría sentir. Sin embargo, lo abundante de las lluvias, lo cálido del clima y lo profuso de la vegetación, ofrecerán dificulta-des grandes a los invasores.

Las dos penínsulas, fácilmente atacables por mar y aisladas como están de la acción del centro, sólo pueden ofrecer las resis-tencias de su rudo clima.

Las condiciones de la defensa material que hemos indicado, no es fácil que sean modificadas y, por lo tanto, puede considerarse que en todo tiempo serán las mismas.

Elementos de la defensa material, derivados del desplegamiento

de nuestras fuerzas

Siendo tales las condiciones de defensa material que ofrece ahora y ofrecerá siempre de un modo natural la configuración de nuestro territorio, fácilmente podremos indicar las condiciones de defensa

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que podrán derivarse del desplegamiento de nuestras fuerzas mi-litares.

Desde luego, las grandes masas de soldados, los grandes ejér-citos, deberán estar concentrados en la zona fundamental que les ofrecerá suficientes medios de subsistencia, y sólo deberán alejarse hasta donde sea fácil y seguro que puedan conservar su comunica-ción con dicha zona; de lo contrario, aun vencedores como en La Angostura, padecerán hambre y tendrán que retroceder. El ejérci-to nacional deberá, pues, componerse en la zona fundamental de tropas regulares.

En las zonas comprendidas entre las cordilleras y los mares, el ejército debe estar en relación con el medio y, por lo mismo, debe-rá componerse de numerosas guerrillas bien organizadas y conve-nientemente articuladas, para una acción a la vez independiente y general. Su función vendrá a ser así, como en todo tiempo ha sido en esas regiones, la de fatigar al enemigo haciéndolo permanecer mucho tiempo en éstas y dando ocasión a que el clima, la escasez y las dificultades del terreno, lo quebranten y lo pongan a merced de las tropas regulares que en caso necesario descenderán para volver a resguardarse en su natural ciudadela, como la llamó Re-clus. Por el contrario, en caso de invasiones por la mesa del norte, esas guerrillas podrían combinarse, ascender, combatir al enemigo y descender y disolverse de nuevo, presentando así el caso de un enemigo que ataca y no puede ser perseguido porque desaparece.

Para la mesa del norte, convendrían a nuestro juicio, cuerpos de ejército de movimientos muy rápidos, rurales por ejemplo. Cree-mos que deberían ser dos, uno con su centro en Monterrey, para tener la zona de sustentación de El Saltillo, y otro con su centro en Chihuahua, para tener su zona de sustentación también en la de ese nombre. La acción de estos dos cuerpos de ejército, que en caso necesario podrían ser robustecidos con la articulación de las guerrillas de las costas, debería ser la de destruir los ferrocarriles, la de impedir la construcción de otros nuevos y la de interrumpir en los momentos oportunos el aprovisionamiento por el norte de los ejércitos invasores, que así podrían quedar encerrados y bajo la

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acción de los ejércitos regulares del centro. Esos mismos ejércitos, por su misma movilidad podrían prestar en caso necesario, ayuda a las guerrillas de las costas.

En la región del istmo, creemos que deberían estacionarse tro-pas de carácter regional, desprendido de todo canon europeo, di-vididas también en guerrillas articuladas y con un centro de fuerza respetable en la zona productora de cereales del estado de Chiapas.

Para la defensa del mismo istmo y de las penínsulas es indis-pensable, absolutamente indispensable, la creación de una marina nacional. Hay que suponer que el natural desenvolvimiento de nuestra población y de nuestra riqueza nos permitirán formar esa marina relativamente pronto.

Ya hemos dicho repetidas veces, que no es nuestro propósito entrar en detalles de procedimiento que harían este trabajo inter-minable. Por lo mismo, no nos ocuparemos del modo de formar ni de sostener nuestros ejércitos. Sin embargo, ante la probabili-dad más o menos cierta de un conflicto con los Estados Unidos, bueno será que se establezca el servicio militar obligatorio. Éste tendrá la ventaja de acabar con el odioso contingente, contribuirá poderosamente a la igualdad de todas las clases sociales y por lo mismo a la disolución de las privilegiadas criollas, y acrecerá con-siderablemente nuestras fuerzas vivas de defensa.

En los presentes momentos, el servicio militar tropieza con el grave inconveniente de nuestro estado de equilibrio inestable. No podemos educar para la guerra y armar a las grandes masas de nuestro país porque pueden volver las fuerzas que así llegue-mos a crear, para provocar revueltas interiores, inevitables desde el momento en que falta el acuerdo general en todo. Bien lo ha comprendido así el señor general Díaz, y por eso ha preferido más bien debilitar al país para el caso de un conflicto exterior, que educar y armar a nuestros grupos sociales para que mutuamente se exterminen, dando ocasión a que la intervención extranjera, seguramente norteamericana, nos ponga en paz, declarando de-finitivamente que nuestra nacionalidad ha terminado. Pero es in-dispensable que ese estado de cosas concluya; es indispensable que

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nuestro estado social mediante la disolución de los grupos criollos adquiera plena estabilidad, y cuando ella se haya logrado y haya-mos conseguido la unidad de ideal y de condición en que tiene que consistir, será igualmente indispensable que todos los mexi-canos atendamos a crear los elementos de la defensa común. ¡Oh! ¡Si los criollos fueran de veras mexicanos y patriotas! ¡Si en lugar de encastillarse en sus preocupaciones y de hacer armas de lucha interior, con sus intereses, se prestaran a facilitar la creación defini-tiva de la patria y la salvación de la nacionalidad, cuánto llegaría a deberles el país! Pero lo juzgamos imposible o cuando menos muy difícil, y habrá que hacerlo todo merced a la energía mestiza que no deberá retroceder ante nada, ni ante el peligro de muerte de la nacionalidad. No hay poder superior a la energía de un pueblo que se levanta. El día en que comprendan los Estados Unidos que para el caso de una invasión, seremos capaces de hacer lo que los yaquis hacen con nosotros, pensarán en ella más de lo que se cree y prác-ticos como son, optarán mejor por ponerse del lado de las fuerzas vivas nacionales para acabar de matar a las fuerzas que claudican y mueren ya. En último caso, pereceremos todos, pero será induda-blemente mejor. En lugar de dejar sin contestación a quien como el señor licenciado Moheno, nos pregunte: ¿A dónde vamos?, si no podemos contestarle vamos a la creación, a la consolidación y a la grandeza de la patria, le deberemos contestar: A la muerte.

Las condiciones de nuestra defensa moral

En lo que respecta a las condiciones de nuestra defensa moral, ellas no podrán ser más favorables. Nada tendremos que temer de los pueblos hispanoamericanos. No tenemos para con los pueblos europeos afinidades que hagan posible la desaparición de nuestra nacionalidad por la acción asimiladora de esos pueblos. Para con el pueblo norteamericano no tenemos afinidades tampoco, como lo comprueban las repugnancias latentes que entre ellos y noso-tros existen, y cuando nuestra población alcance, por una parte,

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un censo de cincuenta millones de habitantes y, por otra, llegue a su plena unidad de vida de pensamiento, y nutra su espíritu en un alto amor a la patria, es seguro que sabrá oponer formidables resistencias a la absorción pacífica de dichos pueblos. No corrien-do con esos mismos pueblos el peligro de la asimilación, el que podamos correr con ellos, tendrá que ser el de la lucha étnica. De raza a raza, triunfará la más selecta por su selección individual o la de más fuerza de ideal patrio: desde ambos puntos de vista, será la nuestra superior.

Respecto de la mayor fuerza de selección de nuestra raza, ya hemos dicho lo bastante en el “El problema de la población”. Res-pecto de la mayor fuerza de ideal, ella tendrá que ser, supuesto que los Estados Unidos y el Canadá forman una agregación de ele-mentos de muy distintos orígenes, en tanto que nosotros llegare-mos a ser una agregación de orígenes comunes y tendremos como fuerzas de agregación todas las que llevamos estudiadas. Podrá ser que en una guerra material lleguemos a sucumbir. El desbor-damiento anglosajón podrá pasar sobre nosotros, como el árabe sobre España, pero es claro que lo que con ello pueda ganar en extensión, lo perderá en fuerza y en la energía de nuestro carácter estará emprender y lograr la reconquista aunque nos tardemos mil años como los españoles. Mientras exista entre nosotros la unidad del ideal patrio, aunque veamos ondear una bandera extraña sobre nuestro palacio federal, nada se habrá perdido, porque todo podrá recobrarse y no por el favor, sino por la fuerza. Si por acaso siem-pre lo llegamos a perder todo en definitiva, entonces erraremos a través de los siglos como los judíos, sin tierra y sin hogar, pero con el nombre de México siempre en los labios y con el recuerdo de México siempre en el alma.

El peligro extranjero presente

De intento no mencionamos entre las fuerzas de resistencia a la constitución de nuestra nacionalidad, la resistencia de los extranje-ros que en ella residen. Dejamos para su tiempo y lugar el estudio

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de la acción de los pueblos extraños sobre el nuestro, pero nos es indispensable estudiar la acción de las unidades de esos pueblos que entre nosotros residen, sobre los asuntos de nuestra política interior.

Los extranjeros en México deben dividirse en dos clases: los europeos y los norteamericanos. No hablamos de los procedentes de otras naciones, porque son en nuestro país lo que todos los extranjeros debieran ser, es decir, extranjeros sin acción política alguna. Respecto de los extranjeros europeos, su acción en caso de inconformidad con la marcha de nuestros asuntos interiores, no podrá ser otra que la de obligar a sus gobiernos respectivos a influir con el de los Estados Unidos para una intervención. Los gobiernos europeos por sí mismos no intentarán acción alguna que tropezaría con la Doctrina Monroe y repetiría el fracaso de la Intervención Francesa. Los Estados Unidos en ese caso consul-tarían sus propios intereses y éstos serían los de sus nacionales en México. De modo que sólo en el caso de que al herir los intereses europeos, se hirieran de rechazo los norteamericanos, nos vería-mos envueltos en un conflicto. Este caso es teórico. Los intereses europeos en México están en pugna con los norteamericanos, por lo que en realidad, nada tenemos que temer de Europa.

Respecto de los intereses americanos, la cosa es distinta. Los norteamericanos siempre estarán listos para hacernos sentir su ac-ción, y ésta puede venir en defensa de sus verdaderos intereses o por su oficiosidad para defender los europeos. Ahora bien, la cons-titución definitiva de nuestra patria no deberá tocar los intereses extranjeros, ni europeos ni americanos que hayan sido creados ya, sino antes bien garantizar unos y otros ampliamente; lejos de tratar de perjudicarlos, deberá procurar la creación de otros ma-yores del lado de los intereses de la patria, según dijimos ya en otro lugar. Los intereses americanos deben recordar que si ahora han llegado a alcanzar gran desarrollo en nuestro país, ello se ha debido a que esos mismos intereses por la mano del banquero Ajuria, hicieron posible el Plan de Ayutla y el establecimiento del régimen actual; deben pensar, insistimos, en que más provechos

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lograrán de favorecer, que de detener la evolución de nuestro país; pero, por una parte, los criollos tratarán de confundir sus intereses con los americanos para que el temor de herir a éstos defienda los suyos, y por otra, posible es que los mismos intereses americanos se empeñen en la continuación del estado de cosas actual, ya por desconfianza del nuevo estado de cosas que pueda crearse des-pués, ya porque en la continuación del actual estado crean poder alcanzar mayores lucros, ya porque crean patriótico el estorbar en beneficio de su país la formación de una nación poderosa cerca de la suya. Todo ello puede ser, y es nuestra opinión, que al empren-der todas las grandes reformas que indicamos, habrá que definir bien nuestras intenciones y marcar bien nuestros propósitos para evitar malas interpretaciones, pero creemos que desde luego puede fijarse la idea de que si todas las seguridades que podamos ofrecer, que habrá que ofrecer todas las que podamos, no son bastantes para evitar la intervención de esos intereses, habrá que buscar el modo de pasar sobre ellos, porque si hemos de ser una nación propiamente tal, es necesario que la seamos imponiendo su exis-tencia política. Es necesario evitar que debamos la conservación de nuestra existencia política a una complacencia de favor. O somos o no somos: esta es la cuestión, y en lugar de perdernos en las dudas de Hamlet, debemos buscar la solución luego. Si hemos de desa-parecer, más vale que sea pronto.

Vuelta al punto en que señalamos las circunstancias dominantes

de nuestra política interior

Para que nuestros lectores no pierdan el hilo de nuestra exposi-ción, una vez que ya hemos demostrado la necesidad de que go-biernen plenamente los mestizos, necesidad que señalamos como una de las circunstancias dominantes de nuestra política interior, volvemos al punto en que enumeramos esas circunstancias. Dice el párrafo relativo:

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Tres circunstancias esenciales dominan todo el campo de nuestra polí-tica interior: es la primera, la de que la larga lucha sostenida por todos los elementos étnicos que componen la población nacional ha elevado a la condición de predominantes y al rango de elemento director al elemento mestizo; es la segunda, la de que las condiciones especiales en que la expresada lucha ha tenido que hacerse, han conducido al país a aceptar y a exigir como única forma estable de gobierno, la forma dic-tatorial; y es la tercera, la de que las condiciones propias de esa forma de gobierno, exigen forzosamente en los gobernantes que deban presidir-la, espacialísimas circunstancias de educación y de carácter.

La razón de nuestro gobierno dictatorial

Después de lo que hemos dicho en todo el curso de esta obra, pa-rece ocioso decir que la forma de nuestro gobierno tiene que ser todavía, por muchos años, la dictatorial, tal cual la han establecido nuestros estadistas. Desde el momento en que nuestra población está compuesta, dentro de los grandes elementos en que la hemos dividido y a los que agregamos el elemento extranjero, de uni-dades, tribus, pueblos y grupos, que como hemos dicho en otra parte, presentan todos los estados evolutivos que la humanidad ha presentado en su desarrollo en el curso de todas las edades en que ha vivido, es imposible que todos ellos sean regidos por una sola ley y que sean gobernados por un magistrado civil, simple dispen-sador de justicia. Cierto que no debemos separarnos del sistema de legislación fundamental política que hemos adoptado, y que hemos hecho cristalizar en nuestra Constitución federal y en las consti-tuciones particulares de nuestros estados, porque si bien es cierto que todas estas constituciones no son ni pueden ser en absoluto de observancia general, representan en conjunto el alto ideal que con-densa las aspiraciones de los mestizos y que congregando a éstos y determinando su acción han traído al país a su estado presente en el cual es ya casi un hecho la general aceptación de ella, pero den-tro de esas mismas constituciones hay que dar a nuestros sistemas de gobierno la única forma en que ellos pueden llenar su función,

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concediéndoles a la vez las facultades plenamente legales que de ellas se desprenden y las facultades discrecionales complementarias que son y serán por mucho tiempo absolutamente indispensables. Nuestros gobernantes, pues, hasta tanto no se constituya definiti-vamente nuestra patria, deberán tener facultades dictatoriales, con tanta mayor razón, cuanto que todos los trabajos de constituir a nuestra patria definitivamente, pueden producir trastornos inte-riores que será indispensable sofocar y acaso también, peligros más o menos grandes para la seguridad común que habrá que conjurar o que afrontar. Pero por supuesto, que el carácter dictatorial de nuestros gobiernos deberá referirse a sus facultades de acción, no a la continuidad ni a la condición de las personas que esos gobiernos encarnen, porque sobre ese particular no creemos prudente aven-turar por el momento opinión alguna.

Las circunstancias espacialísimas de nuestros gobernantes

De lo que acabamos de decir en el párrafo anterior, se derivan las circunstancias que creemos deber exigir a nuestros gobernantes, pero no queremos entrar en detalles sobre este particular, porque como hemos dicho repetidas veces, no queremos dar oportunidad para que se nos diga que en la cuestión presidencial que está por el momento al debate, tratamos de favorecer a alguno de los par-tidos que se están formando. Nuestro propósito es que nuestros lectores juzguen este libro como la obra de un criterio alto, sereno e imparcial.

Nuestra política exterior. Sus grandes lineamientos

Pasemos ahora al estudio de nuestra política exterior.De un modo general podemos decir que la política exterior de

nuestro país, dentro de la comunidad de las naciones civilizadas en que ha logrado colocarse, seguirá los principios y prácticas de

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esa comunidad, pero independientemente de dichos principios y de dichas prácticas, la situación geográfica en que él está colocado en el globo terrestre, le impone una política especial que es la que vamos a estudiar nosotros.

Tres circunstancias dominan y tienen que dominar por mucho tiempo, nuestra política especial exterior: es la primera, la de estar nuestro país en el continente americano; es la segunda, la de estar en la región ístmica de ese continente; y es la tercera, la de estar colocado en la región en que se encuentra, entre un país como el de los Es-tados Unidos y otro como el de Guatemala. La primera determina lo que pudiéramos llamar nuestra política exterior continental; la segunda, lo que pudiéramos llamar nuestra política exterior ístmi-ca, y la tercera, lo que pudiéramos llamar nuestra política exterior vecinal.

Nuestra política continental

La política continental se divide en dos partes, que pudiéramos llamar: la extra-continental y la intra-continental.

La política extra-continental

La política extra-continental tiene que referirse a la independencia y a la acción del continente americano respecto del continente europeo que tiene al Oriente y del continente asiático que tiene al Occidente, hacemos abstracción del continente africano que tiene al Oriente también y del continente oceánico que tiene también al Occidente, porque esos dos continentes nada significan ahora ni significarán algo por muchos siglos, en la política internacional.

La política extra-continental en Oriente

Respecto de la política del continente americano con el continente europeo, ella ha sido formulada ya por la Doctrina Monroe, que

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es bien conocida en sus términos generales. El presidente de los Estados Unidos, mister Monroe, al formular esa doctrina, decla-ró, que toda agresión dirigida por alguna nación europea contra alguna nación americana con el objeto de adquirir territorio o de variar las instituciones establecidas, podía ser declarada peligrosa para los Estados Unidos y podía justificar la acción de los Estados Unidos encaminada a impedirla. Aunque formulada así, fue apli-cada en lo general para impedir toda agresión europea contra las naciones americanas, desde que la formuló el presidente Monroe hasta que el también presidente de los Estados Unidos, Cleveland, la rectificó, diciendo que la declaración del presidente Monroe, debía de tener las limitaciones de su propia expresión y debía re-ducirse a los casos de ocupación y cambio de instituciones a que ella se refiere, y al caso de que los Estados Unidos juzgaran que existía para ellos un peligro más o menos remoto, por virtud de lo cual, toda agresión que se saliera de esos límites como el caso de la coacción efectiva para el cumplimiento de compromisos pe-cuniarios, quedaba fuera del campo de la doctrina expresada. Por esos días nuestro ilustre presidente, señor general Díaz, instado para declarar su opinión respecto de la Doctrina Monroe, hizo la oficial declaración de estar conforme con ella, pero manifestando que su aplicación no debía estar a cargo solamente de los Estados Unidos, sino de todas las naciones americanas, lo cual es lógico, primero por el carácter continental de la doctrina, segundo, por la necesidad de suplir el caso de que los Estados Unidos declararan no tener interés en su aplicación, y tercero, por la conveniencia de imponer a todas las naciones americanas, inclusive los Estados Unidos, la obligación de buscar el acuerdo común. Posteriormen-te, otras doctrinas complementarias han tratado de extender la aplicación de la Monroe a todos los casos de agresión.

Cualesquiera que sean las rectificaciones, reformas y adiciones que en lo sucesivo se hagan o se pretendan hacer a la doctrina de que se habla, nosotros deberemos adoptarla plenamente en el sentido que le dio nuestro presidente general Díaz, y debemos por todos los medios posibles procurar que se defina clara y precisa-

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mente como doctrina continental. No deberá ser obstáculo para que así se haga; la consideración de que en realidad la única nación presta a la acción efectiva para imponer la doctrina de que se trata es la de los Estados Unidos, y éstos resistirán compartir una facul-tad y ligarse por una obligación con las demás naciones america-nas sin compensación, porque por una parte, nosotros marcamos una dirección para que sea seguida no solamente hoy que somos quince millones de habitantes, sino también mañana que seamos cincuenta millones y, por otra, las demás naciones pueden ofrecer cualquier día compensaciones ciertas, como nosotros las ofrece-remos desde ahora, según veremos en seguida. La aceptación de la Doctrina Monroe como continental, presentará muchas ventajas para nosotros, no solamente porque nos ligará con las demás nacio-nes americanas en una fraternidad de intereses políticos, provecho-sa para todos indudablemente, sino también porque nos dará voz y voto propios, y la voz y el voto de otras naciones por simpatía, cuando se trate de algunos aspectos que nuestra política ístmica puede presentar alguna vez. Ahora, por extensión de ese modo de considerar la Doctrina Monroe, creemos que debe derivarse una orientación también continental para todos aquellos asuntos inter-nacionales en que tomen parte naciones de otros continentes, pues nunca será por demás que hagamos valer nuestra solidaridad ameri-cana y que impongamos el pensamiento de esa solidaridad cuando sea oportuno, prudente y justo hacerlo, sacrificando a esa misma solidaridad, en caso necesario, todos los intereses propios que no sean de importancia vital.

La política extra-continental en Occidente

Respecto de la política del continente americano con el asiático, hay que declarar vigente la Doctrina Monroe, y hay que imponerla con el mismo carácter de continental. En este caso a nosotros nos toca hacer la declaración respectiva.

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En efecto, por virtud de circunstancias que no es del caso exponer, ha estado a punto de surgir un conflicto armado entre Estados Unidos y Japón, y ha estado México en peligro de ser el campo de encuentro de las dos naciones, o de ser cuando menos parte del campo de operaciones de una y otra; el permiso de usar la Bahía de la Magdalena no deja duda alguna sobre el par-ticular. En ese caso, los deberes elementales de la reciprocidad nos imponían la obligación de hacer una declaración parecida a la del presidente Monroe y la obligación también, como es con-siguiente, de sostener esa declaración a todo trance. La misma obligación creemos que tendrán las demás naciones americanas para estorbar la acción de los japoneses, ya que con poco que lo pudieran hacer, harían graves daños a los mismos japoneses que tendrían que obrar en muy difíciles circunstancias tan lejos de su país. De ser así, encontraría su equilibrio continental la doctrina de referencia, porque si en el Oriente los Estados Unidos podían perder al hacer la Doctrina Monroe continental, en el Occidente ganarían.

Como aunque el peligro parece haber pasado, hay bastantes razones para suponer que reaparecerá, es bueno que nosotros ten-gamos bien fija la dirección de nuestra política sobre el particular y esa dirección debe ser la que indicamos, no en perjuicio directo de los japoneses que tienen para con nosotros tantos puntos de identidad, sino en beneficio de nuestra existencia nacional y po-lítica. Porque hoy puede tratarse de una guerra entre los Estados Unidos y Japón, y nosotros podemos hacer a los Estados Unidos el servicio de prestarles, como les hemos prestado, una bahía para base de operaciones de su escuadra o el servicio de oponer en defensa de nuestra integridad territorial, cien mil o más hombres al paso de los japoneses, embotando el filo de las armas de éstos con el cuerpo de nuestros soldados, pero mañana nuestra política ístmica puede llevarnos al caso de ser nosotros los agredidos, y entonces tendremos con justicia el derecho de reclamar de los Es-tados Unidos la obligación de la reciprocidad. Lo mismo tiene que ser respecto de las demás naciones.

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La política intra-continental

Nuestra política intra-continental debe tener dos fases, que son y tienen que ser: la de intervención y la de no intervención.

La política intra-continental de intervención

Ya hemos dicho que en todo caso de agresión, lo mismo europea que asiática, y aún en todo caso inter-continental, México deberá unirse a las demás naciones de América y obrar para la defensa o para la acción colectiva de la pacífica solidaridad, de acuerdo con ellas en todo; pero de un modo especial, deberá intervenir en los asuntos de las demás naciones, cuando ellas lo pidan, y cuando la respectiva demanda se refiera a ayuda que no tenga el carácter de política. Fijando en ese sentido nuestra política propia, siempre podremos servir a las demás naciones en cuestiones de intereses, en cuestiones de garantías, en cuestiones de comunicación, como lo hemos hecho respecto de El Salvador, prestándole nuestro pa-bellón en alguna exposición internacional, y como lo hemos hecho respecto de todas las naciones centro y sudamericanas, con la parte que nos tocaba en el ferrocarril panamericano, pero nuestra inter-vención no debe pasar de allí.

La política intra-continental de no intervención

Nuestra abstención de toda intervención en los asuntos políticos de las demás naciones americanas debe ser absoluta. No sólo nos impone la necesidad de esa abstención el deseo explicable y jus-tificado de no tener que sufrir por nuestra parte intervenciones extrañas, sino la convicción firme y precisa de que nuestra inter-vención no podrá ser jamás acertada, benéfica y justa, como no lo ha sido la de los Estados Unidos en los casos en que ella ha tenido lugar, por más que lo contrario parezca y se diga. El caso de in-

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tervención puede presentarse de dos modos: bien puede ser el de conflicto de nación a nación entre dos o más naciones americanas, como sucede frecuentemente en Centro América; o bien puede ser el de conflicto interior. En el primero, la intervención es general-mente aconsejada y tenida generalmente también por justificada, en nombre de un pretendido equilibrio cuyo tipo y patrón se ha tomado del equilibrio europeo. Ahora bien, el equilibrio forzado, por mucho que se ampare bajo los pliegues de la bandera lírica de la paz, ni allá en Europa ni aquí en América puede ser nunca con-veniente, porque estorba el desenvolvimiento natural de las nacio-nes, dificultando la selección colectiva merced a la cual el progreso se hace y se logra el progresivo perfeccionamiento de la especie humana. No creemos necesario repetir aquí lo que dijimos en el “El problema de la población”, respecto de las dos formas de selec-ción, la individual y la colectiva. Nos referimos solamente a lo que en ese punto dijimos, y en ello nos basamos para concluir, por una parte, que la paz muy prolongada en un país produce un adelanto tal de la selección individual, que sus unidades logran alcanzar una adaptación al medio, casi completa, que les da caracteres de muy grande energía racial, pero muy escaso desarrollo evolutivo y, por otra, que el estado de guerra permanente produce tal fuerza de agregación, que merced a ella avanza mucho la división del trabajo y la especialización de funciones perfecciona mucho a los individuos, pero los hace rápidamente degenerar porque los aparta mucho de las condiciones generales de la adaptación. De lo cual se sigue, que ni es bueno un estado de paz permanente que lleva a los pueblos a la condición de China, ni es bueno tampoco un estado de guerra permanente que los hace físicamente degenerar, y ya que no sea posible seguir un término medio, porque la vida de los pueblos por lo mismo que es orgánica se hace por ritmos, cuando menos hay que seguir el ritmo natural de paz y guerra que rara vez dejan de ofrecer las circunstancias. Mientras Europa sosteniendo una paz forzada se va atrasando, Estados Unidos y Japón, alternando la paz con la guerra van adelantando a pasos vistos. Por lo demás, no se comprende cómo puede necesitarse de

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la fuerza material o moral para mantener un equilibrio entre dos o más naciones, porque una de dos, o ese equilibrio es estable, o es inestable; si es estable, la fuerza sale sobrando y, por lo mismo, la interrupción que la pueda traer; y si es inestable, la fuerza de una intervención extraña sólo puede producir el efecto de retardada composición natural de un equilibrio permanente. Así pues, la intervención extraña o es innecesaria e inoportuna, o tiene que producir el efecto de estorbar, de retardar y acaso de malograr el efecto de impulsos saludables de selección colectiva. Que ésta haga desaparecer a las naciones débiles es posible, pero entre las naciones como entre los individuos la progresiva desaparición de los débiles es una condición del progreso que obedece, como dijo Spencer, a la acción de una providencia inmensa y bienhechora. La conservación de los estados débiles, si obedece a los principios de una justicia artificial y escolástica, produce efectos indeclinable-mente desastrosos. La nación que quiera mantener su existencia necesita deber esa existencia a sí misma, tal es la ley natural. Así, pues, a menos de que queramos dificultar el proceso de la selec-ción natural colectiva entre las naciones americanas, para conser-var las perezosas e incapaces a expensas de las activas y fuertes, debemos abstenernos de mezclar nuestra fuerza, lo mismo mate-rial que moral, en sus cuestiones. Nosotros lamentamos mucho que la influencia de los Estados Unidos, muy dados por desgracia en estos últimos tiempos a esas funestas intervenciones por virtud de la fatal opinión que les merecen las naciones hispanoameri-canas, opinión claramente expresada por el ex presidente mister Roosevelt, quien en su libro más importante (El ideal americano) apenas les señalaba para lo porvenir el destino de Portugal; noso-tros lamentamos mucho, decimos, que la influencia de los Estados Unidos nos obligue con frecuencia a intervenir, de un modo más o menos directo, en los asuntos de las naciones centroamericanas. Creemos que de haber podido obrar por nuestra propia y libre inspiración —no estamos en los pormenores diplomáticos íntimos de los asuntos relativos—, no habríamos tratado de buscar entre esas naciones arreglos que si ellas solas creyeran convenientes, los

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habrían buscado por sí mismas, y que aun bajo la presión moral de México y de los Estados Unidos resultan notoriamente prema-turos, como con toda la delicadeza diplomática lo expuso el mi-nistro Anderson de Costa Rica en la visita que hizo nuestro país. Debemos por lo tanto, si podemos, abandonar esa política que no nos trae beneficios, ni siquiera simpatías sinceras de los países inte-resados, y que sí puede orillamos a dificultades cuya trascendencia no es fácil calcular.

La política de no intervención en los asuntos interiores de otros países es aconsejada por razones semejantes. Es imposible que fuera del país en que se desarrollan los sucesos que determi-nan la intervención de una potencia extranjera puedan apreciarse las circunstancias especiales de esos sucesos, y lo primero que se ocurre sobre el particular es que toda intervención en esos términos tiene que ser verdaderamente ciega. Cierto es que siem-pre que se solicita una intervención, hacen la respectiva solicitud grupos sociales de mayor o menor significación que en aparien-cia la justifican con la comprobación de los hechos ejecutados por los grupos sociales contra los que la misma intervención se demanda, y cierto es también, que la propia intervención sólo se concede después de oído el parecer del ministro residente a quien se supone al tanto de lo que ocurre en el país que deberá ser intervenido, pero desde luego se comprende que los grupos sociales que piden la ayuda extraña, si la piden, es porque son más débiles que los otros, es decir, porque representan menor número, intereses menos importantes o ideales menos elevados que los otros, y si es así, no deben ser protegidos. A nuestro juicio las unidades de esos grupos, designadas desde la Revolu-ción Francesa con el nombre de emigrados son las unidades más despreciables y odiosas que un país puede tener; representan la negación absoluta de todo patriotismo, porque la primera obli-gación que el patriotismo impone es la de luchar dentro de la patria por ella y, en caso de ser vencido, la de saber morir. Men-digar en el extranjero la ayuda extraña es pretender la entrega a los extraños por parte de la Soberanía Nacional: no es otra cosa

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el empeño de que fuerzas morales o materiales extranjeras derri-ben un gobierno nacional para imponer otro, siendo como es la función de elegir el gobierno propio, la más alta función de la soberanía y el más alto atributo de la nacionalidad. Los ministros diplomáticos de la nación interventora en la nación intervenida, siempre tienen que engañarse, porque es siempre imposible que un extranjero conozca a fondo un país que no es el suyo, siempre ese extranjero se dejará llevar por sus prejuicios propios y cuan-do ese extranjero está investido con el carácter diplomático, por fuerza está colocado en el medio privilegiado de las clases supe-riores que necesariamente extravían su juicio. Durante la Guerra de Tres Años que precedió a la Intervención Francesa, todos los ministros extranjeros se engañaron, inclusive el de los Estados Unidos, y en poco estuvo que esa nación hubiera intervenido en nuestros asuntos, en favor de los criollos, antes de que lo hiciera la expedición que trajo la escuadra tripartita. Por otra parte, la intervención de la potencia extraña, teniendo que seguir el ca-mino que los emigrados le trazan, tiene que hacer siempre una obra que en el país intervenido tiene que ser rechazada por la vo-luntad de los que no han pedido la intervención y, por lo mismo, dicha obra tiene que estar siempre inevitablemente condenada a ser rudamente combatida. Podrá imponerse por la fuerza con el tiempo, pero imponiéndose a sí misma la obligación permanen-te, o cuando menos dilatada, de hacer efectiva esa imposición, es decir, imponiendo para siempre o para mucho tiempo sobre el país intervenido, un verdadero estado de guerra. Ni aún en interés de lo que llamamos en el presente momento histórico, los fueros de la civilización, puede justificarse la intervención en un país extraño, a virtud de que por mucho que en apariencia los actos de las clases y de los funcionarios acusados como violadores de esos fueros importen violaciones efectivas, éstas pueden no ser reales o pueden ser necesarias para el progreso de ese país. Los ejemplos de todo lo que llevamos expuesto abundan en la historia. Los emigrados de la Revolución Francesa son el tipo de todos los emigrados; como ellos fueron los que determinaron en

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nuestro país la Intervención. Ni los unos ni los otros representa-ban a su nación, sino a clases que como tales estaban condenadas a desaparecer; el empeño de protegerlos contra las clases que re-presentaban los intereses nacionales verdaderos condujeron aquí como allá, a la guerra primero y al desastre después. Los excesos de la Revolución que parecían justificar la intervención de las potencias europeas en Francia eran la envoltura de los grandes principios que rigen las modernas sociedades; en Venezuela, la férrea dictadura del presidente Castro significaba la formación y la imposición de una verdadera nacionalidad, y Estados Uni-dos al destruir con su fuerza moral esa dictadura han retrasado considerablemente el día en que dicha nación logre alcanzar por completo, en su interior, la paz firme que aquel funcionario ha-bía logrado establecer, y para el exterior, la noción de su propia independencia y de su propia dignidad, noción que empezaba a nacer y que ha quedado muerta con el hecho de que el nuevo poder haya debido su existencia a actos de protección —léase imposición— de poderes extranjeros. En México, los supuestos atentados de Juárez que desde el punto de vista escolástico y le-gal, parecían verdaderos atentados, eran la envoltura de los gran-des principios de la Reforma. Ahora bien, dejándonos llevar por los deseos de emigrados extraños, haríamos lo que con nosotros hizo la Intervención. Desde nuestra llegada al país interveni-do, veríamos, como vieron las tres naciones que la Intervención Francesa comenzaron, el error de apreciación en que habían caí-do, pues creyéndose encontrar con un estado de caótica barba-rie, se encontraron con un gobierno regular, lo que las llenó de estupor, no acertando de pronto con lo que tenían que hacer. Al conocer la verdad, tendríamos que hacer lo que Inglaterra y España hicieron entonces, es decir, volvernos; o nos resolvíamos a llevar adelante la intervención, derrocando al gobierno consti-tuido e imponiendo otro, y mucho sería que acertáramos, como Francia, a divorciarnos de los emigrados para tratar solamente de modificar el gobierno establecido. De todos modos, tendríamos que retirarnos alguna vez y poco más o menos en las condiciones

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en que Francia lo hizo, es decir, después de haber sacrificado mu-chas vidas, de haber gastado mucho dinero y de haber debilitado nuestro propio país, incapacitándolo para su defensa vital. Todo esto tendría inevitablemente que suceder, porque no todos los países son como Cuba.

Cuando con motivo del asesinato del señor general don Ma-nuel Lisandro Barillas, en nuestra capital, la prensa de nuestro país clamó pidiendo una guerra con Guatemala, sentimos verda-dero pesar. Envaneciéndonos como nos envanecemos de conocer a fondo la alta personalidad moral y política del señor general Díaz, no temimos que llevara al país a una agresión deliberada contra Guatemala, pero sí temimos que la actitud del gobierno guatemalteco para con nuestro ministro en aquella nación y la acción de los emigrados en Europa, en los Estados Unidos y aquí en México cerca de los criollos, nos llegaran a obligar a una intervención que tuviera por objeto derribar al gobierno del señor licenciado don Manuel Estrada Cabrera. Habría sido por nuestra parte tal intervención, una gran injusticia y un error in-menso. Una gran injusticia porque nosotros no estamos limpios de hechos semejantes, ni ellos significan necesariamente un mal ni para Guatemala en particular, ni para la civilización en ge-neral. Ya hemos justificado como una consecuencia de nuestras dificultades y de nuestro empeño por llegar a la estabilidad, el asesinato del gran patriota general don Vicente Guerrero, que en nada tiene que envidiar al del señor general Barillas, y del mismo modo justificaríamos también la expulsión del país, que Juárez por la mano de su ministro Ocampo hizo de algunos ministros extranjeros, entre los cuales se encontraba el de Gua-temala precisamente. Pues bien, si entre nosotros esos actos pu-dieron tener justificación, no vemos por qué no pudieran tenerla los del presidente señor licenciado Estrada Cabrera. Se dirá que nosotros no habíamos dado lugar a los procedimientos de dicho señor; es cierto, pero no sin razón el señor licenciado Estrada Cabrera ha de haber obrado como lo hizo. Los demás actos de dureza y de crueldad que se le atribuyen, acaso tienen también

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su justificación. Nosotros podemos engañarnos, pero creemos que en Guatemala bajo la acción tal vez inconsciente del señor licenciado Estrada Cabrera se hace un movimiento parecido al que iniciamos para nuestro país. Las clases medias, los mestizos de allá se levantan quebrantando las clases altas, y éstas resisten y reciben el tratamiento adecuado. Es singular, en efecto, que si muchos se quejan de la tiranía del señor licenciado Estrada Cabrera, muchos están contentos con esa tiranía, supuesto que la sostienen, y aquéllos no saben tener contra el tirano, la acción de los revolucionarios, sino la de los asesinos. Si no es así, cuan-do menos es posible que sea, y nosotros por defender a grupos sociales que no saben tener más acción que la de emigrar o la de atentar por el asesinato, iríamos —caso de ir por supuesto— a estorbar en nombre de la civilización, un movimiento que puede ser civilizador por lo mismo de que es evolutivo. La apreciación de los sucesos de un pueblo por los hombres de otro, siempre es ocasionada al error y lo mejor para no errar es no tener que hacer tal apreciación, y no tener que llevar a ejecución una apreciación errónea, y por errónea, funesta. Así, pues, sobre este particular, insistimos con toda energía: nunca deberemos intervenir en los asuntos interiores de otros países. A nosotros hasta la neutra-lidad en uso nos parece odiosa, pero aceptándola tal cual está establecida, no deberemos pasar de ella.

Nuestra política exterior ístmica

La circunstancia especial de que una parte importante de nuestro territorio afecta la forma geográfica ístmica y de que afecta esa forma en la región geográfica continental en que se encuentra ese mismo territorio da particular interés a dicha parte. En efecto, la parte ístmica de nuestro territorio, se encuentra entre los conti-nentes europeo y asiático, y más cerca de esos continentes y de los Estados Unidos, que el resto de la región ístmica continental. Por consiguiente, la parte ístmica a que nos referimos está llamada a representar un importantísimo papel a la vez comercial y estraté-

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gico. Las dos caras de ese papel nos indican, desde luego, los dos aspectos de nuestra política respectiva.

La política exterior ístmica

Desde el punto de vista comercial, nuestra política ístmica debe ser regida por una libertad internacional absoluta. Hemos logra-do construir ya en nuestro istmo, un importante ferrocarril, ese ferrocarril desarrolla un creciente tráfico a la vez internacional e intranacional, y es seguro que a medida que el tiempo pase y crez-ca el tráfico en relación con las necesidades progresivamente ascen-dentes del comercio universal y de nuestro comercio particular, las razones de comunicación a que nuestro actual ferrocarril obedece se harán sentir más y más, determinando la multiplicación de las líneas de él o su transformación en vías de otro género, más am-plias, más fáciles y de tarifas más cómodas. Ahora bien, el interés de las comunicaciones que en nuestro istmo establezcamos, desde el punto de vista comercial, tiene que ser para nosotros un inte-rés de desarrollo orgánico, de conservación y de expansión vital. Viene a tener el sistema de esas comunicaciones, por lo que toca a nuestro compuesto social la importancia de un órgano fisiológico encargado, a la vez, de absorber en el medio ambiente exterior elementos de vida, bajo la forma de recursos pecuniarios y de fa-cilitar la circulación vital en hombres y en recursos, entre nuestras regiones litorales y peninsulares, naturalmente incomunicadas por los obstáculos de nuestras grandes cordilleras. De modo que ese mismo sistema viene a formar tan importante parte de nuestra vida social, que perjudicaríamos gravemente a ésta, si la privára-mos de la función que él tiene que desempeñar. Por consiguiente, debemos de mantener ese sistema en el estado de libertad en que un organismo debe mantener sus órganos propios. Si ligáramos de cualquier modo el funcionamiento del repetido sistema a un interés extraño, haríamos lo que un hombre que se dejara atar un brazo o un pie, un órgano, en fin, de que necesita para sostener su existencia. Es, pues, evidente, que sobre el particular, nuestra po-

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lítica tiene que ser la de una libertad absoluta que deberá ejercerse siempre en el sentido de los intereses nacionales que pueden variar según la acción de muy diversas circunstancias.

La política estratégica ístmica

En lo que respecta al papel estratégico del sistema de comunica-ciones a que nos referimos, la cuestión es igual. Tenga o no impor-tancia intercontinental o internacional americana, desde el mismo punto de vista, el sistema a que nos referimos tiene ante todo una importancia estratégica nacional, como la tienen en todo país, las comunicaciones comerciales; es ante todo una arma propia, como lo son todos los órganos para un organismo y no debemos consen-tir jamás en que una acción extraña mueva esa arma que sólo debe moverse por nuestra mano, porque de lo contrario podría volverse contra nosotros mismos. Esto no necesita especial demostración.

Imitación racional de nuestra política ístmica

Todo lo anterior no quiere decir, sin embargo, que hagamos siem-pre un uso egoísta del sistema de nuestras comunicaciones ístmicas en perjuicio de todas las naciones de la tierra en general o de algu-nas especiales en particular. No, nuestra política ístmica debe tener una precisa relación, con las direcciones todas de nuestra política nacional, pero no debe subordinarse estrictamente a ellas, sino que debe mantenerse en la libertad necesaria para que nuestro país le dé en cada caso la dirección que convenga a sus intereses propios, según la estimación libre y soberana que haga de esos intereses.

Nuestra política vecinal

Bien delicada es nuestra posición nacional entre dos naciones tan diversas cuanto lo son los Estados Unidos y Guatemala. Los Es-tados Unidos son una nación demasiado fuerte: Guatemala es una

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nación relativamente débil. Se comprende desde luego, que lo que los Estados Unidos pueden hacer con nosotros, nosotros pode-mos hacerlo con Guatemala, y que lo que nosotros hagamos con los Estados Unidos, Guatemala lo hará con nosotros. Esto da a la orientación de nuestra política vecinal una dirección moral alta-mente saludable.

Nuestra política vecinal con los Estados Unidos

La poderosa fuerza de los Estados Unidos y nuestra relativa de-bilidad nos obligan a seguir una delicadísima política de excesivo cumplimiento. Comprendemos que por el momento, en caso de conflicto, éste pudiera sernos funesto, y evitamos la probabilidad de que llegue a presentarse ese caso, no dando por nuestra par-te lugar a él. Así, si algún atropello sufrimos, la responsabilidad moral de él no será de nosotros, y mucho tendremos a nuestro favor en caso de que se cometa, con tener la justicia de nuestra parte. Pero la existencia de ese estado de cosas tiene el carácter de equilibrio inestable, y su continuación indefinida ofrece nu-merosísimas dificultades que en variadísimas formas surgen todos los días. Porque es natural que en las relaciones de los dos países entren por mucho los intereses particulares, y éstos por una y otra parte, pero muy especialmente por parte de los Estados Unidos que son los fuertes, tienen que manifestar a cada paso tendencias dominantes, que inevitablemente tienen que producir choques dolorosos para los de la otra, y muy especialmente para los de la parte nuestra que son los débiles. A ello hay que referir la fuerza social de los intereses del elemento extranjero norteamericano en nuestro país, la condición privilegiada de las unidades de ese ele-mento y las frecuentes complacencias de nuestro gobierno para con esas unidades, como en otra parte dijimos. Ahora bien, como también dijimos en otra parte, creemos necesario salir de esa si-tuación en la que no pocas veces sufre nuestra dignidad nacional en conjunto y en la que muy frecuentemente sufre nuestra digni-

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dad individual. Pero la cosa no es tan sencilla. Es indudable que sólo podremos hacer valer nuestra dignidad individual cerca de las unidades americanas en nuestro país, y nuestra dignidad nacional cerca de los Estados Unidos en conjunto, en función de nuestra fuerza social propia. Mientras seamos lo que somos, no podremos dejar de hacer lo que hacemos, por muy sensible que nos sea, pero a medida que vayamos desarrollando nuestro número y nuestra fuerza vital, iremos haciéndonos respetar en lo particular y en con-junto, y nuestra dignidad particular y nacional irá ascendiendo correlativamente. El remedio, pues, está en hacer la obra que en este libro indicamos. Pero el caso es que tenemos que ir haciendo esa obra frente a las unidades americanas aquí adentro y frente a los Estados Unidos afuera. ¿Permitirán el pueblo y los gobiernos de los Estados Unidos la ejecución de tal obra? Esta es en realidad la cuestión y como igualmente dijimos en otro lugar, debemos enfrentarnos resueltamente con ella.

Nosotros creemos que a pesar de la libertad inquieta de las unidades de todos los pueblos, éstos tienen en conjunto una mo-ralidad definida. Por mucho que los intereses materiales se hagan sentir en ellos, tienen sin embargo un alma que está siempre de rodillas ante un ideal de justicia superior. Tan cierto es eso, cuanto que no hay nación por más fuerte que sea y por más irresponsa-ble que su fuerza la pueda hacer, que no pretenda justificar todos sus actos con arreglo a un ideal de justicia que en cada momento histórico se forma entre las naciones, como en una sociedad se for-ma entre los individuos. Persiguiendo ese ideal, todos los pueblos tienen su justicia: los Estados Unidos tienen la suya. Ahora bien, la justicia nacional de los Estados Unidos ha sido formulada ya, desde el 23 de marzo de 1871 por mister Sumner, siguiendo uno de los preceptos del Decálogo: Una nación no debe hacer a otra lo que ella no quiera que le hagan. Este principio debe reputarse como la más alta conquista de la evolución colectiva humana; es el punto más alto de la civilización actual.

No está por cierto en pugna con los principios de la selección colectiva de las naciones, como el correspondiente del Decálogo

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no está en pugna con los de la selección natural de los individuos. Tampoco está en pugna con la conducta seguida para con ciertas naciones, porque esa conducta ha sido el resultado de verdaderos extravíos ya explicados antes, que nada arguyen contra la buena intención que los ha determinado. Las intervenciones americanas como entre nosotros la francesa han sido determinadas por una intención de bien. Con arreglo, pues, a su espíritu de justicia, los Estados Unidos no perjudican conscientemente a las demás na-ciones sin necesidad o sin interés propio, sino que por el contra-rio, tratan de favorecerlas y en algunos casos las favorecen: el de Cuba no deja lugar a duda sobre el particular. En ese concepto, no creemos que los Estados Unidos se opongan a nuestro desa-rrollo. Se opondrían sin duda, en el caso de que nuestro engran-decimiento llegara a ser un peligro para ellos, pero ese peligro en ningún caso puede llegar a ser. Nosotros hemos dicho que podre-mos llegar a ser una nación de cincuenta millones de habitantes, pero no vemos cómo podríamos pasar de allí, y una nación de cin-cuenta millones de habitantes, aun vecina, no sería un peligro para los Estados Unidos. Pero aun en el caso de que pudiera llegarlo a ser, es claro que en la mano de los Estados Unidos estaría detener nuestro desarrollo antes de que llegara a ser el peligro que pudiera preocuparles, y por lo mismo no creemos que a título de peligro propio impidan nuestro desarrollo en el momento en que trata de poner su punto de partida. Por consiguiente, no creemos que esté en el ánimo de los Estados Unidos impedir, ni siquiera estorbar, un movimiento interior en nuestro país, cuando ese movimiento habrá de traducirse en un progreso indudable. Ni aun siquiera en el caso de que ese movimiento llegara a ser una revolución, creemos que lo impedirían, a estar convencidos de su razón. Sin embargo, la cuestión de intereses puede afectarlos, y es necesario considerar este nuevo punto de vista.

La función de los hombres de negocios de un país en otro es muy semejante a la de los emigrados. Por una parte, todos los capitalistas son tímidos. De esa regla general no escapan ni los americanos, a pesar de su reconocido espíritu aventurero. El ex

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presidente Roosevelt, que los conoce mejor que nadie, dice de ellos (El ideal americano) lo siguiente:

La timidez de los ricos es proverbial y tenemos de ella un ejemplo en la actitud en que se colocaron la mayor parte de ellos al surgir la cuestión de Venezuela. Muchos banqueros, comerciantes y reyes de caminos de hierro criticaron la política del presidente de la República y del Senado con el pretexto de que había producido una perturbación en los nego-cios. Tal conducta es sencillamente despreciable. Cuando la honra o el derecho nacional están en litigio, los asuntos financieros —oídlo, seño-res criollos— no merecen la menor consideración. Los ricos que desean que se abandone la Doctrina de Monroe, temiendo que su manteni-miento les perjudique en sus negocios, se desacreditan ellos mismos y desacreditan a la nación de que forman parte.

Con esa timidez es explicable que todos los negociantes ameri-canos tengan horror a los movimientos políticos del país en que se encuentran y que procuren llevar el clamor de sus temores al gobierno de su país. Pero además, sufriendo la natural influencia de las clases sociales en que han vinculado sus negocios, es natural que lleven a su país, con el clamor de sus propios temores, el de las quejas de dichas clases. Ya hemos hablado de los trabajos que habrá que hacer para crear intereses americanos del lado de los mestizos, intereses que harán oír su voz a favor de éstos, pero aun haciendo abstracción de esos nuevos intereses, ¿qué harán los Estados Uni-dos al recibir las demandas de sus nacionales negociantes de ahora, y las quejas de los criollos, en el caso de un movimiento o de una revolución, que pudiéramos llamar nacionalista, en nuestro país? ¿Intervendrán en nuestros asuntos para imponer la paz bajo un gobierno por ellos elegido y para dejar las cosas en su estado pre-sente, sólo bajo el pretexto de proteger los intereses ya creados por sus nacionales? Creemos sinceramente que no. Porque su acción no puede ir más lejos de lo que exija racionalmente la protección de aquellos intereses. Si pues calculado el importe de esos intereses y el de sus provechos futuros, los mestizos se comprometieran y obligaran no sólo a respetarlos, sino a indemnizados in-íntegrum

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en caso de pérdida, y hasta a pagarles una prima considerable por su neutralidad, bajo la garantía de todos los bienes nacionales si fuere preciso o bajo buenas garantías privadas, en cuanto se con-sideraran suficientes, tratando para ello en caso necesario con los interesados mismos, no vemos por qué razón podrían los capita-listas quejarse, ni comprendemos qué pudieran invocar los Esta-dos Unidos para justificar su intervención. ¿Se resolverían como Francia a hacer una intervención con el solo objeto de imponernos la oligarquía de los criollos, sólo porque éstos son cultos e instrui-dos? Seguramente que no. Esa intervención sería un atentado que saldría por completo del espíritu de justicia de los Estados Unidos y de la moralidad de sus acostumbrados procedimientos.

Una vez que las circunstancias hayan cambiado, merced al mo-vimiento que iniciamos en esta obra, cuando nuestra dignidad na-cional en conjunto para con los Estados Unidos e individual para con los residentes americanos en nuestro país nos permita tratar de igual a igual en uno y en otro caso, la dirección de nuestra polí-tica con los Estados Unidos y con los americanos residentes deberá ser la de una franca, leal, incondicional y absoluta amistad, hasta los límites de la mayor latitud de ese sentimiento.

La política vecinal con Guatemala

Así como con los Estados Unidos, nosotros somos los débiles, con Guatemala somos los fuertes. Tenemos que ver por lo tanto nues-tros asuntos con Guatemala, lo mismo que queremos que los Es-tados Unidos vean los nuestros. Si pues juzgamos que los Estados Unidos en ningún caso deben intervenir en nuestros asuntos, de-bemos creer que nosotros no debemos intervenir en ningún caso en los asuntos de Guatemala, sin que valga para pensar lo contra-rio, que digamos, que nosotros nos manejamos con los Estados Unidos mejor que Guatemala con nosotros, porque la apreciación que esa afirmación contiene, la hacemos nosotros que somos parte interesada y en igualdad de circunstancias pudieran decir otro tan-to los Estados Unidos. Por otra parte, nosotros tenemos para con

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Guatemala lazos de parentesco étnico e histórico que nos obligan más para con ella que para con los Estados Unidos, y esos lazos deben traducirse en los de una amistad estrecha, afectuosa, viva, leal y generosa, como conviene a una hermana mayor con otra que crece y se educa a su lado. Por tanto, ya que indicamos como orientación de nuestra política para con los Estados Unidos, la de dignidad y amistad, creemos deber indicar para nuestra política con Guatemala la orientación de amistad y generosidad. México deberá acreditar con Guatemala que tiene como nación un alto espíritu de justicia y un alto sentimiento de fraternidad.

La palabra final

Tales son en sus grandes lineamientos, los amplios horizontes que señalamos a nuestra política nacional. Tiempo es ya de que salga-mos de las oscilaciones de la vacilación y de que busquemos nues-tro camino de Damasco, procurando multiplicar nuestro número, acrecer nuestro bienestar, adquirir la conciencia de nuestro ser co-lectivo, definir nuestro espíritu social y formular nuestros propó-sitos de conducta con precisión, formando la noción de patria que nos sirva en el interior para lograr la coordinación integral de to-dos nuestros esfuerzos, y en lo exterior para mantener la seguridad plena de la existencia común. Tiempo es ya de que formemos una nación propiamente dicha, la nación mexicana, y de que hagamos a esa nación, soberana absoluta de sus destinos, y dueña y señora de su porvenir.

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Fue editado por el instituto naCional de estudios históriCos de las revoluCiones de méxiCo

Se terminó de imprimir en la Ciudad de México en abril de 2016en Edigráfica S.A. de C.V., José Ma. Vértiz 1205,

Col. Letrán Valle, México D. F.Su tiraje consta de 1 000 ejemplares.

Los grandes problemas nacionales

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