-- la niña que perdí en el circo -- 2-10

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- II - Nunca me había sentido más cerca del cielo como durante aquellas vacaciones de verano. Quizá porque nuestra casa allí subía muy alto, como si la empujara el viento, trepando verdes y piedras hasta acurrucarse contra el cerro. Tan pegada a las primeras nubes, que parecía estar colgada de ellas. Para el otro lado, siguiendo cuesta abajo, se caía el pequeño pueblo, que visto desde arriba era un subir y bajar de tejados mohosos dándole vueltas a una ancha plaza, entre manchones de verdes y algunos rosas de lapachos y tanto canto rodado en las calles, que se iban arrastrando a la par de uno, enredados a los pies del caminante. Yo me aferraba a aquellos veranos como si durante toda la vida los hubiera estado esperando, porque su llegada marcaba el comienzo de una nueva vida para mí. Porque era su calor el que ahuyentaba mis tristezas. Yo podía oír como el sol las aplastaba, el ruido que hacía al marchitarlas. Podía sentir cómo una tras otra se me iban despegando las penas. O acaso era el viento del lago el que las corría, estrellándolas contra las Tres Piedras. Lo cierto es que un buen día ya no estaban. Se habían ido calladitas la boca, así como habían venido. Cuando el sol nos pegaba de lleno en las caras, tostándolas como si fueran hojas, y ponía chispitas de luz sobre el aire, entonces las tristezas no podían aguantar tanta felicidad y se alejaban deprisa. Tal vez volvieran a su nido de nuestra casa del centro, que se había quedado sola y a oscuras, metiéndose en los huecos de los roperos o en los cajones sin ropa o debajo de alguna cama vacía. O incluso donde poníamos a secar la ropa cuando llovía, allí muy quietas, esperando nuestro regreso. Sí, era aquel sol el que me traía la sonrisa de nuevo, y como si un resorte escondido entre sus rayos me empujara,

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-- La Niña Que Perdí en El Circo -- 2-10

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- II -

Nunca me haba sentido ms cerca del cielo como durante aquellas vacaciones de verano. Quiz porque nuestra casa all suba muy alto, como si la empujara el viento, trepando verdes y piedras hasta acurrucarse contra el cerro. Tan pegada a las primeras nubes, que pareca estar colgada de ellas.

Para el otro lado, siguiendo cuesta abajo, se caa el pequeo pueblo, que visto desde arriba era un subir y bajar de tejados mohosos dndole vueltas a una ancha plaza, entre manchones de verdes y algunos rosas de lapachos y tanto canto rodado en las calles, que se iban arrastrando a la par de uno, enredados a los pies del caminante.

Yo me aferraba a aquellos veranos como si durante toda la vida los hubiera estado esperando, porque su llegada marcaba el comienzo de una nueva vida para m. Porque era su calor el que ahuyentaba mis tristezas. Yo poda or como el sol las aplastaba, el ruido que haca al marchitarlas. Poda sentir cmo una tras otra se me iban despegando las penas. O acaso era el viento del lago el que las corra, estrellndolas contra las Tres Piedras. Lo cierto es que un buen da ya no estaban. Se haban ido calladitas la boca, as como haban venido.

Cuando el sol nos pegaba de lleno en las caras, tostndolas como si fueran hojas, y pona chispitas de luz sobre el aire, entonces las tristezas no podan aguantar tanta felicidad y se alejaban deprisa.

Tal vez volvieran a su nido de nuestra casa del centro, que se haba quedado sola y a oscuras, metindose en los huecos de los roperos o en los cajones sin ropa o debajo de alguna cama vaca. O incluso donde ponamos a secar la ropa cuando llova, all muy quietas, esperando nuestro regreso.

S, era aquel sol el que me traa la sonrisa de nuevo, y como si un resorte escondido entre sus rayos me empujara, me rea y me rea, mostrando a todo el que quisiera ver mi falta de dientes.

La casa entera contagiada de mi risa tambin rea, con interminables ecos repitiendo mis carcajadas en los amplios corredores cuadriculados, donde nuestras carreras haban dejado sus marcas.

Incluso la piedra aquella parada al empezar la escalera, siempre tan seria, y que pareca crecer con el tiempo, bueno, hasta esa piedra se salpicaba de sol y rea.

Desde diciembre hasta terminar febrero, la pequea se sacaba la vieja que llevaba dentro y volva a ser la nia de los siete aos recin cumplidos. Me asalta un soplo de vida por todas partes; estoy ms all de m misma. Por momentos no me siento yo, sino otra. Otra que poda ser feliz cuanto quera. Otra que puede brincar, esconderse tras los pilares, ser de repente un pjaro o una meloda, estrenando de aqu para all esa alegra tibia que me

regaba el cuerpo como un vestido nuevo en una fiesta de cumpleaos. Y por donde iba mi felicidad, yndose con ella, mi padre, en un simple estar ah, que era tanto.

Casi me pareca impasible que de golpe lo hubiramos recuperado, y me estrujo los ojos muchas veces, como no pudiendo creer lo que veo: pap siempre a mi alcance. Todos los das y todas las noches, pap cerca, a cualquier hora disponible, compartiendo de veras nuestra existencia.

Me haca tanto bien volver a tener un padre, a sentirme otra vez aquella hija querida cobijada por l como bajo la proteccin de un techo, clidamente arropada por sus manos.

Se reanudaban las ceremonias de los besos y las caricias. Nuestros labios volvan a encontrar en mi mejilla aquella ternura nica, mezclada con la barba spera. Su voz volva a ser ntima y mimosa y sus brazos a tener el hueco calentito donde yo me esconda con cualquier pretexto.

Y cuando los cerros no eran sino noche tupida y las cosas de afuera se haban vuelto invisibles, entonces nos plantbamos a su alrededor como arbolitos para escuchar maravillados sus cuentos. Le salan ros de palabras por la boca, palabras que mezcladas al olor de las guayabas, formaban parte de mi placer en aquel entonces.

La nia piensa lo mismo que est pensando la madre: que no est todo perdido, que siempre queda un poco de felicidad en algn yerto, que todava no es demasiado tarde.

***

Mgicamente el tiempo pareca haberse detenido al borde de aquellos veranos que han quedado grabados muy dentro de m.

Las veredas suben y bajan entre piedras, lagartijas, adioses de personas a quienes no siempre conocemos, y sombras verdosas que se nos van cayendo encima al pasar bajo los rboles.

Por all vamos nosotros cantando sin saber qu ni por qu, solamente cantando, todos equipados para la aventura del bao, recorriendo el mundo de todos los das a las once de la maana, justo a esa hora. Nunca ms tarde ni ms temprano. La familia en pleno llevando su felicidad a cuestas, junto al par de sombrillas, al termo con limonada y los sandwiches de jamn y queso. Pap, mam y su media docena de hijos que haban sido minuciosamente contados antes de bajar las escaleras. Porque era preciso que fueran siempre seis, tanto de ida como de vuelta. No fuera que por el camino se quedara alguno. Cuatro mujeres y dos varones. Cinco caminando por su propia cuenta y arrastrando el coche del ms pequeo.

Nos ponamos en fila india para bajar la barranca, tan en picada y angosta, que nos haca andar todo el tiempo resbalando. Segn mi pap, lo mejor era dejarse llevar por la pendiente sin oponer resistencia. Nos soltbamos entonces, en medio de gritos, apuestas y revolcones, como si aquello hubiera sido un tobogn y nosotros, piedras o equilibristas de circo.

En las partes ms altas bamos viendo pedacitos de lago, y de repente, all en el fondo, el lago entero baado de sol, dando volteretas hasta perderse de nuestros ojos. Desde arriba el lago tena el aspecto de una gran sopa que estuviera sentada sobre el fuego, por aquella especie de humareda salindole de todas partes, abrazada luego por un ancho cinturn de arboleda en casi todos los tonos de verde, que iba a terminarse justo donde empezaba a salir el cielo.

En das de viento, las pequeas olas que traan encima un flequillo de espuma, venan desafindose desde lejos a quin llegaba primero, dndose una tras otra de cabeza contra la playa. All construamos los castillos feudales, adornados con guirnaldas de camalotes y servilletas de papel haciendo de banderitas. O nos convertamos en milanesas vivas enterrndonos hasta los pescuezos.

Pap y mam vigilaban nuestras travesuras desde las reposeras rojas y verdes, cercanos sus cuerpos, intercambiando sonrisas, orgullosos de aquel enjambre de hijos que a cada rato los reclamaban con: mrenme pap mam cuando me zambullo o cuando hago la plancha o cunto aguanto debajo del agua.

El sol del medioda era una bocanada de fuego que nos sorba la piel igual que si nos tuviera hambre, entonces nos escondamos de l bajo el techo de las sombrillas, donde de paso devorbamos cuanta cosa de comer haba.

Al caer la tarde, cuando el sol entraba a morir en las aguas, pintndolas con llamaradas rojas, levantbamos campamento, regresando padres e hijos, perezosos, lentos, con los rayos rozndonos apenas las doloridas espaldas. Ahora subir esta cuesta resultaba tan difcil como escalar una montaa. Ahora ya no cantaba nadie. Ahora ninguno deca nada. Con los ojos que se nos caan de los prpados y llenos de bostezos y de reflejos dorados, bamos avanzando despacio, a veces ms bien reculando, empacndonos a mitad de camino para preguntar: todava falta mucho?, sin saber ya ni dnde poner los pies, sin sentirlos siquiera.

Llegbamos s, pero a duras penas con la lengua afuera y la fuerza justita para que cada cual echara el cuerpo sobre el mueble ms a mano. El nico que se libraba de aquel calvario por cuotas, era el pequeo privilegiado, que desde haca un buen rato vena balanceando su sueo, al parecer, encantado del traqueteo.

Cuando la oscuridad se iba arrimando al campo, persiguiendo a la poca luz que le quedaba encima, aquel mundo alborotado se interrumpa de pronto, como si hiciera una pausa para tomar aliento y despus seguir, o como si las cosas apostaran a quin callaba ms entre ellas. Todo se petrifica a mi alrededor en un silencio que va en aumento; se hincha, ha crecido tanto que termina dominando todos los dems ruidos. Nada se escucha. Slo el silencio que me traa una sensacin de soledad, de campo abandonado, y muchas ganas de llorar tambin. La tierra ha quedado lacia, como doblada sobre s misma. Nada se mueve todava. Todo tan paralizado y quieto que aquello daba la impresin de ser algn funeral colectivo. No por mucho tiempo, porque a la hora de la cena empezaba a desatarse el gran escndalo de chicharras y de grillos y de ladridos que el viento iba llevando y

trayendo, llevando y trayendo. Hasta los insectos cantaban crculos alrededor de los focos. Quin iba a pensar que en un pueblo tan chico hubiera tantos ruidos.

Un poco despus, con la orden terminante de pap mandndonos a la cama, se terminaba el da. Entonces la nia se acuesta, respirando antes de dormir los olores del campo que acercan las dos ventanas gemelas. Aquel olor penetrante y tibio que no se siente con la nariz sino con todo el cuerpo, oyendo desde la oscuridad la msica de su alegra, esa nota dulce y continua que pareca apresurar lentamente el sueo. Cmo se podra hacer para apresar la dicha?, clavarla como si fuera un cuadro en la pared.

Luego bastar cerrar los ojos para que llegue el sueo. Acabara por dormirme en seguida, mientras voy sintiendo esa vida ancha, serena, fluir con languidez entre mis venas, aquel bienestar cansado del cuerpo que se impona a cualquier intento rebelde del movimiento. Los brazos, las piernas se sentirn contentos, limpios, agotados, en tanto me duermo, fuertemente agarrada a mi felicidad, me duermo, para no perderla mientras dorma.

En aquella casa colgante era completamente feliz porque volva a ser una nia. Una nia sin relojes y sin ninguna espera. Tan libre como el pajarito de chaleco azulado que cada da se empeaba en despertarme con el mismo canto.

Mientras duraba el verano, duraba tambin la dicha. Despus las vacaciones se iban para regresar slo al ao siguiente. Cmo habra que hacer para estar en verano siempre? Las vacaciones deberan durar no meses sino siglos. Porque es tan triste decirle adis a la dicha, sentir que mi vida se detena all, que se acab mi cielo. Tan triste separarse de los instantes felices volvindoles la espalda, dejarlos cada vez ms lejos, prendidos a los postes del telgrafo, a una polvareda larga que tenazmente nos ir siguiendo, a las vacas que poco a poco terminaran por hacerse manchas, a las casitas retrocediendo hasta desvanecerse, a tantas pequeas cosas que hacen grande la vida. Todo escapando de m, huyndome bajo las ruedas del auto que van desenvolviendo el camino, hasta quedar enterrado all lejos, donde tambin quedara enterrada la nia que en aquellos meses yo haba sido, all donde en vano procuraba ver porque casi ya no se vea, donde los cerros empezaban a ser cielo y mis lgrimas se hacan llanto.

As todos los aos, hasta que un ao, un verano, un da, sin sospechar que era el ltimo, el definitivo da, dejamos de ir.

Pronto el otoo arrastrar mi alegra con sus hojas. Pronto detrs de mi ventana ser invierno. Siempre me dio miedo el invierno. Lo siento como un velo oscuro que me tapa el da, el cielo, el sol, a mi padre. Como alguien gris que apag la lmpara alrededor de la cual constituimos por algunos meses una familia feliz.

Es por eso que necesito alargar este verano, continuar un poco ms esta felicidad, seguir tenindola conmigo hasta el final de mi viaje.

***

La vida nos ha pasado demasiado rpido y ahora somos demasiado mayores. Ya no formamos fila para baarnos en el lago. Ya no hay risas ni se escuchan gritos. Todo parece estar tan lejos, tan fuera de sitio. Y las tristezas, sin embargo, son las mismas. La casa colgante tambin. Como si por ella no hubiese transcurrido el tiempo. Como si ni el calor ni el fro pudieran alterarla nunca.

Est ah, tan semejante a aquellas cosas desvanecidas nunca desvanecidas del todo, que se llaman infancia, en el lugar de siempre, todava prendida al mismo cerro, la misma piedra tumbada al empezar la escalera dando la impresin de ser un husped demasiado grande para caber adentro.

La miro al pasar, con nostalgia, con ese vuelco que me da el corazn cada vez que la veo, slo de lejos, como se miran las cosas que en algn ayer nos pertenecieron y de las que tanto nos cuesta desprendernos. Sus puertas y ventanas abiertas dejan salir voces y rostros extraos. Quin habr elegido ese sof, aquella reposera verde, las cortinas caf con leche? Nadie familiar. Ningn conocido. Nada ms que nuestras huellas demoradas sobre las baldosas y un gran silencio de lo que fuimos... porque definitivamente, irremediablemente la hemos perdido.

A veces quisiera volver atrs, hacia el ayer, a ese tiempo nio que convivi conmigo. A veces quisiera que eso no fuera un imposible. No. No se puede desandar lo andado ni desvivir la historia. Pero apretando los ojos s puedo. Puedo prolongar las cosas, resucitar personas, un olor, cada sonrisa. Me he encerrado tras los prpados y por entre ellos regreso. Regreso desde otro tiempo donde no hay muerte ni hay edad ni existe la ausencia. Donde sigue siendo verano. Ah est lo que busco: una nia muy rubia hundida en el abrazo de un hombre joven. Es mi padre con su cara de ayer, con la misma sonrisa. Las cabezas juntndose en un largo silencio, acaso sabiendo que el querer as, tan desde el fondo, est ms all de cualquier palabra.

Hay tanta dulzura en la forma en que las dos miradas se miran, tanta complicidad callada, tan fuerte es la impresin de realidad, que por un momento las siento a ambas respirar en mi pecho. Y hasta llego a no saber cul de ellas soy yo misma: si esta mujer de ahora o aquella nia de entonces. Dur un instante apenas, ya lo s. Acaso lo que dura un parpadeo o acaso menos. Pero para m fue suficiente.

- III -

Hace poco descubr ente los avisos del diario uno que deca as: se vende piano de concierto procedencia alemana, tratar en tal direccin. Y como soy una concertista frustrada y se puede decir que ando con el piano a cuestas, de inmediato me interes la oferta. Puse en marcha el motor del auto y sin pensar dos veces, part rumbo a la direccin indicada.

En cuanto lo vi, supe que era el mismo piano, el de la casa de mis abuelos paternos. Abr la tapa negra, algo desgastada ya por el tiempo que le haba pasado encima, y ante el desconcierto de la duea, largo rato me qued mirando las teclas, como si al verlas repasara

los rincones de un lugar adonde haba ido todos los das, durante una vida de casi completa felicidad. Mis largas esperas y la ta Etelvina hicieron lo posible para que fuera casi y no del todo la felicidad de entonces.

Rara mujer aquella ta Etelvina. La sola ver sin que me viera ella, flaca y a punto de hacerse vieja, dndole agua a las planteras de helechos que se recostaban contra los pilares. Siempre cubierta de telas negras que la cerraban hasta el cuello, como si aquel luto permanente le aumentara la desgracia de haberse quedado soltera. O tal vez por eso mismo lo llevara, en seal de riguroso duelo por el cuerpo que se le iba ajando, lastimosamente todava intacto. Lo cierto es que la amargura de la ta Etelvina termina por amargar tambin las cosas que me pasaron.

Vagamente me viene el otro piano. Es tan poco lo que puedo recordar de l ahora. Apenas si recuerdo los ojos que entonces lo miraban.

Me he quedado con algo de aquella nia y guardo muchas personas y objetos que estuvieron en sus pupilas. En un lugar muy especial est el piano. Tambin las visitas.

Era costumbre cuando se apagaban las tardes, visitar a los abuelos en aquella gran casa que tenan, a escasas tres cuadras de la nuestra.

Cerrbamos la puerta sobre la oscuridad de adentro y salamos a la que haca un ratito apenas, se haba instalado afuera, ocupando cada cual sus respectivos lugares: mi padre a la derecha, mi mam a la izquierda y mi pelo alborotado en el medio.

Las arcadas que me daba el cuello almidonado de mi vestido paquete, se me pasaban en seguida, cuando los tres empezbamos a caminar las calles despacio, salpicadas ya por las esculidas luces que caan de los postes parados en las esquinas. De un lado, nos vena siguiendo la luna, por el otro, nuestras sombras aplastadas. Las casas bajas se buscaban, echndose unas encima de otras, tan apretadas que parecan tener bastante calor. Las veredas, sin embargo, eran frescas y simpticas, bordeadas por personas que al vernos pasar, hamacaban sus saludos desde los sillones de mimbre. Y hasta los arboles y hasta los perros sin dueo tenan cara de gente amable.

Cuando empezaba la cuarta esquina, empezaba a salir de la noche la casa de mis abuelos, con sus balcones donde se ahuecaban las sombras, y sus murallas que de tanto reflejar la luna, acababan por parecer tambin plateadas.

No bien se pona la mano sobre la manija negra, la puerta del zagun soltaba un rezongo que se agrandaba a medida que se iba abriendo, como retobndose la madera o como si le costara darnos paso. En seguida venan los dos corredores interminables, que con el tiempo se me achicaron de golpe, uno a cada lado de una fuente de abultado vientre, parada en medio de un pequeo jardn como un centinela vigilando antiguos rencores, venidos vaya a saber de cundo y de dnde.

La familia de mi padre ocupaba el ala derecha, la de mis tas abuelas, el ala izquierda, y entre ambas no haba mucha cordialidad que digamos.