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(…) hasta ese momento única forma estética de la historia nacida directamente como producto “industrial” (vale decir, nacida ya siempre mercancía, y no devenida tal), el cine fue muy pronto el condensado perfecto de un entretenimiento de masas y una religión laica, con sus templos, sus rituales, sus ídolos y sus imágenes alegóricas (también sus paraísos y sus infiernos, su “puesta en movimiento” de imaginarios utópicos y compensaciones simbólicas para los sufrimientos terrestres): la lógica misma de la “máquina” cinematográfica es la de la religión de la mercancía de la que habla Marx. La lógica del “lenguaje” cinematográfico, por su parte (montada sobre el estatuto de metafórico constituyente de la subjetividad que leíamos en Sastre) es la del inconsciente freudiano. hay otro punto de encuentro (apenas pensado, que sepamos, por aquella “critica especializada”) entre la interrogación neomoderna” al lenguaje del cine y la crisis político- cultural del siglo XX: se trata de la crisis paralela de la noción de representación, un término que tiene la ventaja propiciatoria de pertenecer tanto al lenguaje de la estética como al de la política. No tenemos aquí el espacio (ni la suficiente competencia) para desarrollar la cuestión, pero ¿será puro azar (…) que la ruptura con los conceptos “representacionalistas” del arte académico, producida entre fines del siglo XIX y principios del XX, coincida con el cuestionamiento de las formas convencionales (y aun así, deformadas) de la democracia representativa? En todo caso, también aquí el cine ocupa un lugar privilegiado: justamente por ser la forma estética que mejor puede crear la ilusión de “representar” la pura realidad (que también, por así decir, se despliega a 24 fotogramas por segundo), por eso mismo es la más capacitada (y autorizada) para destruir y denunciar el porvenir de esa ilusión. Como si dijéramos: sólo con la democracia llevada a sus últimas consecuencias se puede aspirar a combatir la injusta dominación de la “ilusión” democrática, y sólo llevando a sus últimas consecuencias la “verdad” del cine se puede destruir la ideológica ilusión de

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-Gruner - El dia que murio Pasolini (Resumen).doc

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Page 1: -Gruner - El dia que murio Pasolini (Resumen).doc

(…) hasta ese momento única forma estética de la historia nacida directamente como producto “industrial” (vale decir, nacida ya siempre mercancía, y no devenida tal), el cine fue muy pronto el condensado perfecto de un entretenimiento de masas y una religión laica, con sus templos, sus rituales, sus ídolos y sus imágenes alegóricas (también sus paraísos y sus infiernos, su “puesta en movimiento” de imaginarios utópicos y compensaciones simbólicas para los sufrimientos terrestres): la lógica misma de la “máquina” cinematográfica es la de la religión de la mercancía de la que habla Marx. La lógica del “lenguaje” cinematográfico, por su parte (montada sobre el estatuto de metafórico constituyente de la subjetividad que leíamos en Sastre) es la del inconsciente freudiano.

hay otro punto de encuentro (apenas pensado, que sepamos, por aquella “critica especializada”) entre la interrogación “neomoderna” al lenguaje del cine y la crisis político-cultural del siglo XX: se trata de la crisis paralela de la noción de representación, un término que tiene la ventaja propiciatoria de pertenecer tanto al lenguaje de la estética como al de la política. No tenemos aquí el espacio (ni la suficiente competencia) para desarrollar la cuestión, pero ¿será puro azar (…) que la ruptura con los conceptos “representacionalistas” del arte académico, producida entre fines del siglo XIX y principios del XX, coincida con el cuestionamiento de las formas convencionales (y aun así, deformadas) de la democracia representativa? En todo caso, también aquí el cine ocupa un lugar privilegiado: justamente por ser la forma estética que mejor puede crear la ilusión de “representar” la pura realidad (que también, por así decir, se despliega a 24 fotogramas por segundo), por eso mismo es la más capacitada (y autorizada) para destruir y denunciar el porvenir de esa ilusión. Como si dijéramos: sólo con la democracia llevada a sus últimas consecuencias se puede aspirar a combatir la injusta dominación de la “ilusión” democrá-tica, y sólo llevando a sus últimas consecuencias la “verdad” del cine se puede destruir la ideológica ilusión de “reflejar” la realidad (otra muestra de dialéctica negativa): la “redención física” de lo real tiene que pasar, primero, por su condena. Puesto que el cine, igual pero más que cualquier otro dispositivo estético, produce realidad bajo la forma de signos, que es la forma que la realidad tiene para los sujetos humanos (“es una semiótica de lo real”, decía Pasoliní), y puesto que la construcción de esa forma implica una responsabilidad, y no una mera habilidad técnica (“un travelling es siempre una elección ética”, decía Howard Hawks), la relación de! cine con la realidad es una filosofía, una concepción del mundo, pero también una política, en el sentido amplio pero hondo que esa palabra tenia en el pensamiento clásico: una decisión sobre como se pretende que sea el vinculo de la polis con su propia cultura. Fue precisamente Walter Benjamín -tal vez más allá de sus intenciones, y de las justificadas acusaciones de “optimismo” que le hiciera Adorno- el que primero atisbo esta posibilidad al tomar el cine como el arte “antiaurático” por excelencia: aunque él se refería a su potencia destructora de la distancia cuasi religiosa generada por el prestigio místico de la “originalidad” de la obra (¿qué puede ser un “original” en el cine?), y aunque no alcanzó a ver su potencia contraria para generar sus propias formas de culto aurático, su razonamiento podría usarse para pensar, inversamente, la potencia destructora -implícita en el propio lenguaje cinematográfico- de la distancia igualmente religiosa generada por el aura prestigioso de la idea de “representación”. Ésta es la praxis de los mejores “vanguardistas” del cine, y su contribución a una insobornable critica de la cultura.

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La historia del cine no tiene por qué ser, en lo esencial, diferente a la de cualquier otra forma de la creación estética o de la producción cultural: es la historia del conflicto entre lo Mismo y lo Diferente, entre el sopor opiáceo de la conformidad con lo “real“ y la interrogación que procura violentar los limites de lo imposible. Esa historia, para el arte del siglo XX (lo han visto muchos, hasta el cansancio) es la del encierro de la Vanguardia en el Museo, la de la reducción de lo Otro a lo Mismo, que es la lógica misma del Poder. El “antilenguaje” de los vanguardistas neomodernos es hoy código, es el lugar común del más mercantilizado producto industrial, sobre todo cuando se disfraza de “reflexión sin concesiones sobre la condición humana“, como está obligado a decir un buen cronista de espectáculos: Oliver Stone puede filmar como Einsestein, David Lynch como Godard o como Antonioni. Cualquier camarógrafo de serie televisiva usa la profundidad de campo como lo hacía Orson Welles, o sabe recurrir al blanco y negro para crear climas ominosos a la manera de Fritz Lang. Las audacias experimentales de la vanguardia son hoy un diccionario, una reserva ecológica para ser saqueada por cazadores que nada tienen de furtivos: al contrario, son los guías oficiales del Museo imaginario de Malraux, más interesadas en hacemos admirar lo bien colgados que están los cuadros que en reproducir el gesto del pintor que en su momento escandalizó al mundo. A eso se llama, supongamos, "posmodernismo” (un término obsoleto, ya se sabe): al achatamiento de la Historia en un presente continuo donde cada estilo singular e irreductible es una posibilidad más del muestrario para empapelar el living del buen gusto, o de algún gusto (todos igualmente respetables: estamos en democracia, y todos los gustos nos “representan” de algún modo); donde lo Diferente es una colección de “tics” en la cara de lo Mismo, y donde ver una película de Greenaway equivale a hacer zapping entre imágenes desencajadas de Fellini, Bergman y los hermanos Marx -con un toque de Armando Bo, faltaba más-, todas ellas desconectadas de sus propias “totalizaciones” exploratorias, sujetas al nervioso temblor estimulo/respuesta del videojuego de lujo cuya resolución depende del reconocimiento de los circuitos prefijados, y arropadas de esa “profundidad" que es el efecto brilloso de la agitación de la superficie, como le gustaba ironizar a Deleuze. Pero no habría por qué extrañarse: en cierto modo, es lo que había previsto Benjamin como movimiento inverso del que él exigía, el de una recuperación de las ruinas de la Historia en un presente de conflicto que las hiciera fulgurar en un instante de peligro. El peligro ha pasado: el máximo riesgo que corremos es el de aburrimos durante dos horas en una sala oscura, de las pocas que queden.