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Esperar en tiempos de desesperanza JUAN Lurs Rurz DE LA PEÑA (Oviedo) 1. LA QUIEBRA DE LA ESPERANZA «Dios mueve al jugador y éste la pieza. / ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonías? / No esperes que el rigor de tu camino, / que tercamente se bifurca en otro, / tendrá fin. Es de hierro tu destino / ... Nada esperes. Ni siquiera / en el negro crepúsculo la fiera. / ... Ojalá fuera / éste el último día de la espera» 1. Puede parecer extraño (y lo es de hecho) haber elegido estos versos desgarradores de Borges para encabezar una reflexión sobre la esperanza. En realidad mi elección viene dictada por el propósito de tomar como punto de partida el actual estado de la cuestión: ¿cómo está hoy el asunto esperanza? ¿Es, al día de la fecha, un valor en alza? ¿O, por el contrario, se está cotizando a la baja? Los versos de Borges son emblemáticos al respecto. En el momento en que fueron escritos, su mensaje contradecía el clima dominante. Leídos hoy, asombra la milagrosa clarividencia con que el genio poético de su autor se anticipó en decenios a lo que siente, vive y expresa la cultura de nuestros días. En efecto, si el hombre de la modernidad veía el futuro como 1 Para componer este poema apócrifo he seleccionado a mi antojo versos borgianos de diversa procedencia. REVISTA DE ESPIRITUALIDAD, 52 (1993), 85-104

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Esperar en tiempos de desesperanza

JUAN Lurs Rurz DE LA PEÑA

(Oviedo)

1. LA QUIEBRA DE LA ESPERANZA

«Dios mueve al jugador y éste la pieza. / ¿ Qué dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonías? / No esperes que el rigor de tu camino, / que tercamente se bifurca en otro, / tendrá fin. Es de hierro tu destino / ... Nada esperes. Ni siquiera / en el negro crepúsculo la fiera. / ... Ojalá fuera / éste el último día de la espera» 1.

Puede parecer extraño (y lo es de hecho) haber elegido estos versos desgarradores de Borges para encabezar una reflexión sobre la esperanza. En realidad mi elección viene dictada por el propósito de tomar como punto de partida el actual estado de la cuestión: ¿cómo está hoy el asunto esperanza? ¿Es, al día de la fecha, un valor en alza? ¿O, por el contrario, se está cotizando a la baja?

Los versos de Borges son emblemáticos al respecto. En el momento en que fueron escritos, su mensaje contradecía el clima dominante. Leídos hoy, asombra la milagrosa clarividencia con que el genio poético de su autor se anticipó en decenios a lo que siente, vive y expresa la cultura de nuestros días.

En efecto, si el hombre de la modernidad veía el futuro como

1 Para componer este poema apócrifo he seleccionado a mi antojo versos borgianos de diversa procedencia.

REVISTA DE ESPIRITUALIDAD, 52 (1993), 85-104

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promesa -y así tendremos ocasión de comprobarlo más adelan­te-, el de la posmodernidad lo contempla como amenaza. «¿Hasta dónde podemos llegar todavía?», se preguntaba con or­gullo hace años el ciudadano de Tecnópolis. «¿Hasta dónde se nos quiere llevar todavía?», musita entre dientes hoy aquel mismo tecnopolita.

Una rápida cala en los textos de tres reputados ensayistas con­temporáneos servirá para corroborar que el temple del hombre finisecular es justamente el descrito por Borges. La diversa matriz ideológica de sus autores no hace sino acrecentar el valor sintomá­tico de su coincidente diagnóstico.

1.1. Según Cioran, el ser humano es «un inadaptado exhausto y sin embargo incansable, sin raíces, conquistador justamente por desarraigo; ... un devastador que acumula fechoría sobre fechoría, rabioso al ver que un insecto obtiene sin dificultad lo que él, con tantos esfuerzos, no sabría adquirir». El saber, la ciencia y la técnica, lejos de ayudarle a vivir, sólo han servido para echarlo definitivamente a perder; «en lugar de haberse conformado con el sílex y, como máximo refinamiento técnico, con la carretilla, in­venta y manipula con destreza demoníaca instrumentos que procla­man la extraña supremacía de un deficiente».

Este ser anómalo se obstina además en proseguir su carrera degenerativa, que lee en términos de evolución, como si esta idea fuese equivalente a la de pelfección. «Sin duda evoluciona -estima Cioran-, pero contra sí mismo ... Devenir y progreso son nociones divergentes»; todo cambia, de acuerdo, mas «para peor». A decir verdad, la única medida paliativa que cabría prescribir al hombre sería la inacción, «la aspiración a lo mínimo y a la inefi­cacia, ... constreñirse a la improducción». Pero nadie seguirá esta terapia. El hombre civilizado, arquetipo de los peores rasgos del hombre a secas, está prendido en la mortífera espiral de lo que él llama pomposamente progreso, que le impide detenerse y le obliga a componer con sus congéneres «una procesión de alucinados». En suma, el sedicente progreso sólo genera degeneración; de la histo­ria sólo cabe esperar la consolidación y magnificación de una ruina. Tal es el drama personal y la tragedia colectiva que nos trae el acontecer histórico. Así las cosas, a lo más a que se puede

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aspirar es a «una liberación sin salvación», «preludio de la expe­riencia integral del vacío» 2.

1.2. En los años setenta, el movimiento de «los nuevos filó­sofos» franceses, hijos desencantados de la protesta estudiantil del 68, se suma al pesimismo cioranesco acentuando, si cabe, la con­tundencia de sus formulaciones. «He aquí una consigna para una generación petrificada -escribe Henri Lévy-: retorcerle el pes­cuezo al optimismo y a su razón hilarante, acorazarse en el pesi­mismo y aturdirse en la desesperación». Pues «ésta es nuestra cruda verdad: el mundo es un desastre cuya cima es el hombre ... y el soberano Bien es inaccesible». De modo que «el hombre nunca será otra cosa que un dios fracasado y una especie malogra­da». ¿Queda algún resquicio para la esperanza? Resueltamente no: «somos los cautivos de un círculo sin salida, donde todos los caminos conducen al mismo infalible abismo ... La muerte absoluta es el presente objetivo de la humanidad» 3.

1.3. Finalmente, la tesis posmoderna del pensamiento débil abona en nuestros días la convicción de que el proceso histórico ya no es capaz de suscitar auténtica novedad. Vattimo proclama sin ambages «el final de la historia», no en el sentido apocalíptico o escatológico (sobre el que algo diremos más tarde), sino en cuanto que la historia no puede contemplarse ya como proceso unitario, progresivo y teleológico. En su lugar emerge la aprehen­sión de la existencia como «inmovilidad no histórica». Las (apa­rentes) innovaciones no producen novedad, sino estabilidad del sistema. El progreso privado del hacia dónde que le suministraban las religiones y el pensamiento utópico, se autodisuelve.

Porque, en efecto, la utopía -sea religiosa, sea laica- ha muerto. Su muerte -prosigue Vattimo- ha acontencido con la de la verdad, al igual que la de ésta aconteció junto con la del ser: cuando el pensamiento posmoderno se percata de la incurable debilidad del ser, no puede menos de hacerse sensible a su pro-

2 E. CIORAN, La caida en el tiempo, Caracas, 1977. Los títulos de otros libros del pensador franco-rumano nos advierten inequívocamente sobre el cariz de sus contenidos: Del inconveniente de haber nacido; Breviario de pe­sadumbre; Silogismos de la amargura; En las cimas de la desesperación, etc.

3 B. HENRI-LÉVI, La barbarie con rostro humano, Caracas, 1978.

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pia debilidad y, por ende, al inexorable «oscurecimiento de la verdad».

Puesto que ya no cuenta con «un auténtico proyecto propio», a dicho pensamiento le resta tan sólo «recorrer como un parásito aquello que ya ha sido pensado». En un postrero gesto de lucidez podrá también confeccionar una apología del nihilismo, al consta­tar que «del ser ya no queda nada». En resumidas cuentas, la propuesta posmoderna se articularía en los enunciados siguientes: «debilidad del ser», «oscurecimiento de la verdad», «desrealiza­ción del mundo», «disolución de la historia», «cura de adelgaza­miento del sujeto» 4.

A la vista de este triple e implacable diagnóstico, una conclu­sión se impone: estamos asistiendo a la quiebra de la esperanza en el marco de la cultura increyente. Esa cultura se presenta hoy en sociedad no sólo como des-creída, sino también como des­esperanzada. Nada tiene, pues, de extraño que un teólogo tan re­ceptivo a los valores de la secularidad como Moltmann haya es­crito recientemente que «jamás ha habido en las sociedades ricas de este mundo tanta desorientación, resignación y cinismo, tanto auto aborrecimiento» 5.

2. EL GLORIOSO AYER DE LAS ESPERANZAS SECULARES

Acaso lo más sorprendente de los inclementes dictámenes a los que acabamos de asistir sea -amén de su drástica rotundi­dad- que se emiten a muy poca distancia de otros de signo polarmente opuesto. Todavía no se había apagado el eco de la proclamación de un reino sin apocalipsis cuando se ve brusca­mente suplantado por la de un apocalipsis sin reino. No hace mucho, en efecto, que Bloch hizo furor en el panorama filosófico europeo con su lectura de la realidad en clave de principio-espe­ranza. El aliento poderosamente utópico del pensador alemán se condensaba, por lo demás, en las pintadas callejeras de mayo del

4 G. VATIIMO, El fin de la modernidad, Barcelona, 1987; G. VATIIMO-P. A. ROYATII, El pensamiento débil, Madrid, 1988.

5 J. MOLTMANN, La justicia crea futuro, Santander, 1992.

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68 (<<seamos realistas, pidamos lo imposible») y llevaba al punto de ebullición una tendencia que se gestó en el enciclopedismo ilustrado del siglo XVIII y se consolidó con la llamada fe en el progreso de finales del XIX y principios del xx. Puede resultar instructivo rehacer el árbol genealógico de este sueño utópico y traer a la memoria el eufórico fervor que suscitó entre sus fau­tores; esta evocación nos será útil a la hora de indagar en las causas del abrupto giro antes aludido.

2.1. Dos pensadores franceses del siglo XVIII, Turgot y Con­dorcet, pueden ser considerados como los fundadores de una «fi­losofía del progreso» 6. Turgot, economista de profesión, se dio a conocer a la temprana edad de veintitrés años con una confenmcia en la Sorbona (Revisión filosófica de los sucesivos adelantos de la mente humana) que puede ser tenida como la primera formulación programática y laica de la idea moderna de progreso. Muy influido por Bossuet, Turgot seculariza la interpretación que éste hace de la historia, sirviéndose del progreso como una especie de sucedá­neo del concepto cristiano de providencia. Progreso que, en su opinión, había de apoyarse en los avances de la economía, pero también de las ciencias y las artes, y que estaba garantizado por la tendencia incoercible del género humano hacia un cada vez mayor perfeccionamiento.

Condorcet, matemático, político y hombre de acción, tomará el relevo de Turgot en la Francia revolucionaria con su célebre Bo­ceto de una imagen histórica del progreso del espíritu humano. Divide en diez fases la trayectoria de la humanidad: la novena es la que le ha tocado vivir, y se caracteriza por los grandes logros científicos. La décima y última será el fruto de la Revolución Francesa. Así pues, los avances de la ciencia y los de la política interaccionan para conducir a la especie humana a un futuro de paz y felicidad sin límites, toda vez que -según reza el prefacio del Boceto- «la perfectibilidad del hombre es verdaderamente inde­finida, y el progreso de esta perfectibilidad de ahora en adelante es por lo tanto independiente de lo que pudiera hacer cualquier

6 Cf. R. NISBET, Historia de la idea de progreso) Barcelona, 1981, 254ss., 291ss.

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poder que quisiera detenerlo ... Este progreso ... no podrá ser nunca detenido ni nada podrá hacernos volver atrás» 7.

Muy influidos por los pensadores europeos de la Ilustración, los Padres Fundadores dieron a luz una suerte de milenarismo americano, según el cual Nueva Inglaterra sería la nueva Jerusalén y las colonias emancipadas el nuevo Israel que redimiría a los países sometidos a regímenes absolutistas. El elemento religioso se fundía aquí con la confianza en la ciencia y la técnica. «Es impo­sible imaginar -escribe Benjamin Franklin en 1780- a qué altu­ras podemos llegar dentro de mil años, gracias al constante aumen­to del poder del hombre sobre la materia» 8.

Estas ideas de los Padres Fundadores arraigaron tan profunda­mente en el inconsciente colectivo de Norteamérica que, un siglo más tarde de haberse escrito el texto de Franklin, otro compatriota célebre, Mark Twain, se expresa (en una carta a Walt Whitman con ocasión del septuagésimo cumpleaños de éste) en términos análogos, acortando además el plazo para el cumplimiento de sus vaticinios: «ha vivido usted los setenta años más grandes en la historia del mundo ... Pero deténgase un poco más porque no ha llegado todavía lo más importante. Espere treinta años y entonces mire usted a la tierra. Verá maravillas sobre maravillas añadidas a aquéllas cuyo nacimiento puede usted testificar, y presenciará el formidable resultado: ¡el hombre alcanzando al fin casi su comple­ta estatura! Y todavía creciendo, creciendo visiblemente mientras usted observa ... » 9.

2.2. En el siglo XIX, Augusto Comte en Francia, Hegel y Marx en Alemania, contribuirán, cada cual a su modo, a fortalecer la fe en el progreso. Pese a sus profundas diferencias ideológicas, a los tres les es común una visión de la historia como proceso unitario y crecientemente ascendente. En 1816 escribe Hegel a Niethammer: «estoy seguro de que el espíritu del mundo ha dado a nuestro tiempo la orden de avance. Tal orden ha sido obedecida; este ser avanza a campo traviesa, irresistiblemente, como una fa-

7 Cit. por NISBET, 293. 8 Cit. por NISBET, 282. 9 La carta está reproducida en L. MUMFORD, The Condition of Man, New

York, 1944, 305s.

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lange compacta y acorazada, y con tan insensible paso como el sol» 10. Comte y Marx convienen en otorgar un papel de primera magnitud a la ciencia en la trayectoria progresiva. del proceso histórico. Ambos coinciden además en la común aspiración a lle­var a la práctica sus elucubraciones teóricas. En fin, de los dos ha podido decirse que sus respectivos sistemas eran sendas seculari­zaciones de la soteriología cristiana.

Ya en pleno siglo xx, el proyecto marxiano tornó cuerpo en la teoría y la praxis del marxismo y de los diversos partidos comu­nistas; de otro lado, el positivismo comtiano iba a ser prolongado por el neopositivismo del Círculo de Viena, aunque (eso sí) depu­rado de sus excrecencias pararreligiosas y circunscrito a la presun­ta objetividad del método científico.

Y así, en 1929 ve la luz el famoso Manifiesto del Círculo vienés. La lectura de este texto singular muestra hasta qué punto el virus de la fe en el progreso era resistente a toda terapia inmu­nológica. En efecto, el mismo año otro ensayo filosófico alemán, el heideggeriano Sein und Zeit, alertaba contra la eufórica instala­ción en al realidad, propia de la ya centenaria fe en el progreso, y confería protagonismo ontológico a la angustia frente a la espe­ranza, a la muerte frente al vitalismo optimista, al sentimiento de culpa/deuda (Schuld) frente al de seguridad presuntuosa y autosu­ficiente.

Pero nada de esto se advierte en el Manifiesto vienés. O mejor, el Manifiesto es una deliberada toma de postura contra la posición filosófica de la que había nacido Sein und Zeit, a la que se des­acredita tildándola despectivamente de meta-física, esto es, de ajena a la única realidad genuina, que sería la realidad empírica­mente verificable de la physis (de la naturaleza). El solo lógos capaz de sentido y verdad -creen los redactores del Manifiesto­es el procedente de las disciplinas que se ocupan de esa única realidad: las ciencias de la naturaleza.

El Manifiesto termina con un párrafo antológico, en el que se perciben con nitidez las huellas de los textos antes citados de Turgot, Franklin y Twain: «estarnos comprobando cómo el espíritu

10 Cit. por P. LAÍN, Antropología de la esperanza, Barcelona, 1978, 27.

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de la concepción científica del mundo penetra en medida siempre creciente las formas de vida personal y pública, la enseñanza, la educación, la arquitectura, y contribuye a dirigir la conformación de la vida económica y social según principios racionales. La concepción científica del mundo está al servicio de la vida y la vida la acoge» 11.

2.3. No pasó mucho tiempo sin que se hiciese ostensible la tosquedad especulativa de las propuestas del Círculo vienés. Si el pensamiento secular quería ofertar todavía un modelo de esperanza no religiosa, tendría que desprenderse de todo crudo cientifismo y renovar el crédito al talante utópico que floreciera en los sueños milenaristas americanos. Tendría, en suma, que configurarse como meta-religión, elaborar una teoría postreligiosa de la salvación y erigir la esperanza -el más precioso legado de las religiones­como principio configurador de la realidad objetiva, y no sólo como simple «afecto de expectación» subjetivo.

A esta tarea colosal se consagrará el admirable esfuerzo pro­positivo de Ernst Bloch. Su ontología retrata la realidad como posibilidad en proceso, capaz de autotrascenderse hacia la nove­dad; el mundo deviene así «laboratorio de una salvación posible». Su antropología magnifica la responsabilidad creativa del hombre, a la vez que le reconoce una indiscutible prioridad ontológica y axiológica. La totalidad de lo real, abierta a un «futuro siempre mayor» por obra de la trascendencia surgida de la historia y, por tanto, inmanente al proceso mismo (<<trascender sin trascenden­cia»), se orienta hacia una plenitud de ser y de sentido en donde se logrará por fin el rebasamiento de todas las contradicciones y la instauración de la anhelada «patria de la identidad».

Todo lo cual -agrega Bloch- sólo será posible mediante el compromiso activo, militante, de quienes creen (aunque sea desde diversas posiciones ideológicas) que el Optimum del Totum preva­lecerá a la postre sobre el Pessimum del Nihil. «Si el cristiano piensa todavía en la liberación de los oprimidos y agobiados, si para el marxista sigue siendo válida la profundización en el reino

11 Wissenschaftliche Weltauffassung. Del' Wiener Kreis, en H. SCHLEICHERT

(Hrsg.), Logischer Empirismus. Del' Wiener Kreis, München, 1975, 201-222.

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de la libertad ... , entonces la alianza entre revolución y cristianismo de las guerras de los campesinos no habrá sido la última; y esta vez tendrá éxito» 12.

A decir verdad, el proyecto-esperanza de Bloch no sólo se desmarca del obtuso cientifismo al canjear la racionalidad tecno­Cl'ática por la transracionalidad utópica. Se distancia además de las precedentes formulaciones de la fe en el progreso al advertir que nada puede asegurar de antemano el desenlace del proceso histó­rico en el Optimum del Summum Bonum. En la realidad laten también tendencias negativas que podrían dar al traste con la uto­pía. Por eso justamente hay que hablar de esperanza, y no de certeza. Esperanza no garantizada; una esperanza garantizada sólo se da en el supuesto de un providencialismo religioso que apela al aval mítico de la divinidad, o en el marco de un materialismo mecanicista, determinista, incompatible con la libertad y la crea­tividad humanas.

Así pues, y a despecho de su talante utópico, el de Bloch es un optimismo más realista y temperado que el de otros precedentes modelos laicos de esperanza. Sobre el filósofo judeoalemán pesa­ban sin duda las experiencias históricas de las dos guerras mundia­les, así como el drama personal que le supuso su decepcionante contacto con el «socialismo real» de la Alemania del Este. De esta forma, su obra marca, a la vez y paradójicamente, el techo máximo y el punto de inflexión del discurso laico sobre la esperanza; ella es el canto del cisne de la utopía secular del siglo XX.

En todo caso, los ingredientes básicos de esta esperanza son los mismos en sus diversos avatares: confianza en la razón; crédito a la ciencia y a la técnica; comprensión de la historia como totalidad unitaria y progresiva; adhesión al valor vida; minusvaloración (cuando no silenciamiento absoluto) del fenómeno de la culpa (a saber, del mal uso de la libertad); neopelagianismo acrítico, que adjudica a la condición humana un natural y espontáneo tropismo hacia la permanente autosuperación.

12 E. BLOCH, Atheismus im Christentum, Frankfurt a.M., 1968, 353. Sobre el proyecto-esperanza de Bloch, vid. J. L. RUlZ DE LA PEÑA, Muerte y marxis­mo humanista, Salamanca, 1978, 37-74; id., «La escatología neomarxista», en VV.AA., ¿Tiene sentido la historia de la humanidad?, Madrid, 1986, 97-116.

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Con estos elementos ha edificado la cultura laica de los últimos dos siglos sus propuestas felicitantes; en ellos ha fundado sus invocaciones a la esperanza. ¿Cuándo y dónde se ha agrietado el edificio tan laboriosamente construido? ¿Por qué caminos hemos sido transferidos -y por cierto en un lapso de tiempo asombrosa­mente breve- del clima esperanzadamente utópico a la atmósfera opresiva de una radical des-esperanza?

3. Los PORQUÉS DE LA QUIEBRA

Las grandes mutaciones socioculturales son siempre fenómenos sumamente complejos. Sería imperdonable simpleza pretender esclarecerlos con explicaciones lineales, o apelando a esta o aque­lla causa singular. Parece obvio que los giros copernicanos (y tal es el que ahora nos ocupa) tienen no una, sino muchas causas que interaccionan para provocar, casi por acumulación, el cambio cua­litativo.

Así, y en concreto, a la pregunta de por qué se ha declarado en bancarrota el sentimiento secular de la esperanza, un observa­dor religiosamente neutro responderá apelando a diversos factores explicativos. Mencionemos los más importantes: la depreciación de la razón en general y, más precisamente, de la razón instrumen­tal técnico-científica; la doble y mortal amenaza que pende hoy sobre la humanidad, a saber, el holocausto nuclear y el colapso ecológico con la consiguiente mengua del valor-vida; la crisis de la idea de historia como proceso unitario y abierto; la eventual explosión violenta de las tensiones socio económicas norte-sur, este-oeste.

Como se habrá advertido, todos estos factores (salvo el último que, no obstante, se podría relacionar con la miopía respecto al concepto de culpa) son los que se han enumerado antes como ingredientes básicos de los modelos laicos de esperanza. Es decir, esa esperanza se ha derrumbado porque los materiales con que había sido elaborada no han soportado el peso del proyecto y han cedido estrepitosamente.

3.1. Ante todo, el prestigio de la razón sufre un riguroso

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reajuste a la baja. Se ha mencionado ya la tesis posmoderna del pensamiento débil, surgida entre otras cosas como reacción a la insufrible presunción cientifista de disponer de un pensamiento fuerte. Pero al margen de esta dialéctica sobre la fortaleza o la debilidad de la razón, apta sólo para especialistas, no es posible ignorar que, en nuestros días, potentes ráfagas de irracionalidad recorren los más lujosos ambientes de las sociedades opulentas. La fiebre de los horóscopos se contagia por todas las clases sociales. El número de astrólogos, pitonisas y arúspice s varios no cesa de crecer, hasta el punto de triplicar en Occidente al de físicos y químicos 13. Entretanto, la consideración social de los profesores universitarios y, en general, de los intelectuales, decrece regular­mente, comenzando por la menguante auto estima de los mismos intelectuales, ya no tan seguros como antes de su relevancia y utilidad social, como es sabido, la opinión pública elige hoy otros arquetipos, preferiblemente los asociados al éxito fácil y al enri­quecimiento rápido. Estos son los modelos que jalean los mass media y que ejercen sobre la sociedad la fascinación otrora gene­rada por los pensadores, los literatos y los artistas.

Análogamente, la confianza que el hombre de la calle otorgaba a los científicos se ha ido reduciendo paulatinamente. Mucho ha tenido que ver aquí la doble amenaza antes mencionada: la del holocausto nuclear y la del colapso ecológico. En efecto, la gente no puede menos de asociar esa doble amenaza con los excesos de una tecnocracia descontrolada; las ciencias de la naturaleza apare­cen hoya los ojos de muchos como el tumor maligno de la misma naturaleza. Con razón o sin ella, se las responsabiliza del hecho de que, por primera vez en su historia, la humanidad cuenta con los medios técnicos necesarios y suficientes para proceder a su auto­extinción, sea por la vía rápida del suicidio nuclear, sea por la vía lenta del envenenamiento ecológico.

La pérdida de estima y credibilidad de la ciencia se registra también entre los propios científicos. «Las perspectivas de futuro para la humanidad -escribe K. Lorenz- son hoy realmente som-

13 Tomo el dato de NISBET, 481, quien cita a su vez un documentado estudio de G. STEINER.

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brías... El envenenamiento y la consiguiente aniquilación del medio en que vive y del que se nutre ... , la paulatina desintegración de todos los valores y cualidades que le prestaron su carácter humano», son los peligros que, a su juicio, se ciernen sobre ella 14.

3.2. Así las cosas, era de esperar que hiciese crisis la inter­pretación de la historia como proceso lineal, unitario, abierto y progresivo. La tesis posmoderna del fin de la historia se ha hecho tópica. Pero ya la antropología estructural se había manifestado en los años sesenta sobre la inexistencia de la historia -que sería un invento de los historiadores- y la necesidad de permutarla por una sucesión caótica de pequeñas historias inconexas 15.

En todo caso, lo que es innegable es que ya no resulta obvio, como lo fue hasta ahora, asignar a la humanidad un futuro, toda vez que (según se señaló más arriba) hoy cuenta con medios para privarse de él. De modo que el futuro ha dejado de ser lo que llega inexorablemente con el tiempo, para convertirse en lo que puede no llegar nunca, como el hombre no tome las medidas precisas para que su advento sea viable. Pero (y esto es lo que hace más problemática la situación) para ello sería menester que la humani­dad se reconciliara previamente con dicho futuro, es decir, recu­perara una razonable tasa de esperanza, que es precisamente -y según venimos comprobando- un valor en crisis.

Está, por último, la escalada de las tensiones sociales entre los mundos primero y tercero. La insultante y creciente asimetría entre ambos amenaza con resolverse con un salto masivo de las pobla­ciones hambrientas del sur y del este a las ciudadelas bienestantes del norte y el oeste. En efecto, quien dice asimetría dice desequi­librio. Y cuando el desequilibrio se hace insoportable, genera una explosión tendente a recomponer la simetría. Los recientes episo­dios de xenofobia y racismo, registrados en diversos países euro­peos, son claras manifestaciones de la criminal insolidaridad con que los ciudadanos del primer mundo se disponen a aferrarse con uñas y dientes a su privilegiada situación; ponen en evidencia su

14 K. LORENZ, Decadencia de lo humano, Barcelona, 1985, 9. Cf. D. H. MEADOWS, Más allá de los límites del crecimiento, Madrid, 1993.

15 Cf. RUIZ DE LA PEÑA, Las nuevas antropologías. Un reto a la teología, Santander, 19852

, 34-39.

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resuelta determinación a no ceder ni un palmo a la presión de las legiones famélicas del tercer mundo. De seguir así las cosas, ¿por cuánto tiempo podrá diferirse el estallido y cuál será su desenlace?

3.3. Hasta aquí, el puñado de razones que un somero análisis fenomenológico detecta como desencadenan tes de la actual crisis de la esperanza secular. Sin osar poner en duda su pertinencia, cabe con todo preguntarse si no hay todavía otra razón, más de fondo, la que en realidad subyace a las ya mentadas y que se escapa a la indagación fenomenológica porque es perceptible sólo desde una sensibilidad religiosa. Esa razón última y decisiva, que compendia a las demás y las remata, es la que la Biblia formula con las palabras del salmo 146: «no confiéis en los príncipes, seres de polvo que no pueden salvar (porque) exhalan el espíritu y vuelven al polvo; ese día perecen sus planes».

El mensaje bíblico no cesa de precaver al hombre frente a toda forma de titanismo prometeico. Mas el hombre no cesa de capitu­lar, una y otra vez, ante la tentadora oferta de la serpiente: «seréis como dioses». Los modelos laicos de esperanza, al menos en sus presentaciones más ambiciosas, han flirteado con la seductora posibilidad del autoendiosamiento. Pero los elementos con los que la cultura secular pretendía llevar adelante el proyecto de ser como dioses se han revelado (según acabamos de comprobar) «seres de polvo que no pueden salvar»; que, tras una efímera irradiación de poder y de gloria, «exhalan el espíritu y vuelven al polvo». He ahí, desde la óptica creyente, la razón última del fracaso de las espe­ranzas seculares.

Que los hombres sean fieles a la utopía no significa que la utopía vaya a ser fiel a los hombres. En realidad, no es la utopía la que salva a los hombres; debieran ser los hombres los que salvasen las utopías. Pero hasta ahora nunca lo han conseguido, porque también ellos son «seres de polvo que no pueden salvar». Han creído que bastaba con confeccionar un sugestivo proyecto utópico para que éste funcionase y tirase de ellos hacia adelante por su propia virtud. Pero, una y otra vez, lo que ocurrió fue que tal proyecto se agotó en sí mismo, ayuno como estaba de toda virtud propulsora, y sólo sirvió para que sus creadores contempla­sen cómo «perecen sus planes».

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¿Cuánto durará el eclipse de la esperanza secular? A buen segu­ro, no indefinidamente. Después de todo, hay en las sociedades humanas, y no sólo en los individuos, una suerte de instinto de conservación; si, pues, es cierto el adagio latino dum spiro, spero, la cultura laica sabrá arreglárselas para rehacer, más pronto o más tarde, la constelación de presupuestos y convicciones con los que sea posible articular de nuevo un proyecto-esperanza, esta vez más sólido y duradero, depurado de pasados errores a través de la cura de humildad infligida por sus precedentes fracasos 16. Resulta, en efecto, inaceptable que la última palabra de la cultura contemporá­nea vaya a ser la resignación, el escepticismo y la desesperanza. En este punto -y según se verá luego- la esperanza cristiana puede y debe colaborar lealmente con la cultura increyente en el relanza­miento de esa depurada esperanza secular a la que acabo de aludir.

4. LA ESPERANZA CRISTIANA: PERFIL y MISIÓN

Como es natural, no es posible ofrecer aquí una descripción pormenorizada de la virtud cristiana de la esperanza. He de limi­tarme a esbozar sus rasgos distintivos (su perfil), recordando algu­nas de las notas que la singularizan para considerar después sus derivaciones prácticas (su misión).

4.1. Ante todo, la esperanza cristiana tiene que ver con la salvación, esto es, con aquella iniciativa divina que plenifica con­sumadamente la realidad personal, social y cósmica. No será ocioso señalar que esta conexión entre esperanza y salvación fue descono­cida para la cultura griega, en la que el término esperanza signifi­caba la mera expectación de algo, fuese ello bueno o malo. Lo que en cambio aguarda la esperanza cristiana es el cumplimiento de la voluntad salvífica divina, que abarca a la totalidad de lo real. Ella se juega, pues, al todo o nada: o hay esperanza para el todo o no la hay para nada (ni para nadie). «¿Quién espera? Inmediatamente, la

16 No parecen caminar en esta buena dirección las propuestas de futuro de ciertos movimientos neo gnósticos y esotéricos, como la «Nueva Era», con su extraña mezcla de elementos «científicos» y «religiosos». Cf. M. KEHL,

«Nueva Era» frente al cristianismo, Barcelona, 1990.

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entera realidad psicoorgánica del esperante. Mediatamente, la hu­manidad entera. Ultimamente, el todo de la realidad cósmica» 17.

Es este carácter englobante de la esperanza cristiana lo que explica por qué en ella ocupa un lugar destacado el éschaton, la postulación de un punto terminal de la historia. Los modelos se­culares de esperanza, las soteriologías laicas operan con el sobre­entendido de un tiempo interminable, de una historia inacabable­mente abierta, de un progreso indefinido (y presumiblemente infinito). Este teorema del processus in infinitum es indisociable de la representación del tiempo.

Ahora bien, nada hay más solapadamente conservador, más arteramente antirrevolucionario que un tiempo cíclico: en vez de revolución, circunvolución; en vez de instauración de lo nuevo, restauración de lo antiguo (<<la historia se repite»; «nihil novum sub sole»); en vez de expectación, resignación ante lo inevitable. De esta configuración circular del tiempo se nutre la tragedia griega, que no es sino una lacerante meditación sobre el poder absoluto de la ananké, del destino ciego y mudo, de lo inexorable: lo que nos vaya a suceder está ya escrito, ha sucedido antes, está sucediendo desde siempre y para siempre; es inútil resistirse; hay que plegarse. Hay que sufrir la historia como sino; toda rebelión acaba trágicamente, como acabó la de Prometeo.

Desde los antípodas de esta contemplación fatalista de un tiem­po sin salida a lo distinto de sí, la esperanza cristiana apuesta por la posible salvación del todo y, consiguientemente,postula un término del proceso genesíaco de la totalidad. En efecto, para que la histo­ria íntegra, y con ella la entera realidad, cobren sentido como tota­lidad, es preciso que su génesis en el tiempo aboque a una parturi­ción; sólo la eclosión de lo gestado justifica el período gestante. Un proceso inacabable no conduce a ninguna parte, condena la realidad a un déficit crónico, importa, junto con la ausencia de fin, la de finalidad. Por el contrario, el éschaton, cerrando la historia, la con­cluye consumándola, constituye el dies natalis de una realidad glo­balmente transfigurada. De este modo, representa la justificación del entero proceso, el esclarecimiento de su sentido.

[7 LAÍN, 222.

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Según esto, la visión cristiana de un término del tiempo nada tiene que ver con las lecturas apocalípticas, cataclismáticas, del fin del mundo. Menos aún tiene que ver con los discursos de Cioran o Vattimo sobre el (supuesto) final de la historia, que ellos entien­den en el sentido de que el proceso histórico está agotado y ex­hausto, y es ya impotente para producir novedad, auténtico futuro. No, la postulación cristiana de un punto final del proceso histórico viene exigida por la esperanza de una salvación que (lo repito una vez más) sea plenificación del todo.

Un segundo rasgo de la esperanza cristiana es que mira a unos contenidos que no son fabricación del hombre, sino don de Dios. También en este punto -como ocurría en lo tocante a las presen­taciones de la temporalidad- la divergencia entre escatología y futurologías laicas es categórica. Estas conciben la historia como laboratorium possibilis salutis (Bloch): confieren a lo real la ca­pacidad de autorredimirse y autopromoverse a un status cualitati­vamente superior.

Esta hipótesis, a simple vista tan estimulante y tan realista, choca sin embargo con dos graves inconvenientes. Primero, que no parece cuadrar con la experiencia; lo que ésta testifica no es tanto la capacidad de la historia para salvarse a sí misma cuanto su irreprimible propensión a segregar injusticia, caducidad y muerte. No parece que con tales ingredientes pueda confeccionarse un producto que merezca el nombre de salvación.

En segundo lugar, toda soteriología laica, por el hecho mismo de asignar al proceso histórico la facultad de fabricar la salvación, tiene que configurarse como futurología estricta, esto es, ha de diferir al extremo terminal de la historia la existencia real de los bienes salvíficos. Durante el proceso, dichos bienes no están aún disponibles, puesto que (por hipótesis) se están elaborando. O lo que es lo mismo, durante el proceso no hay salvación. Esta no puede predicarse del ya, sino exclusivamente del todavía no.

Si por el contrario se cree que la salvación preexiste a la historia y coexiste con ella a lo largo de su entero decurso, es esperable que pueda penetrarla en cualquiera de sus momentos. Cada hora de la historia, y no sólo la última, es redimible. Siendo la salvación don que adviene al tiempo -en vez de producto manufacturado por el

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tiempo-, cabe disfrutar de sus genuinas anticipaciones y esperar su postrera configuración. Cabe, en suma, articular la esperanza salví­fica sobre la doble fase del ya y el todavía no, y celebrar regular­mente su real adviento. La salvación está viniendo constantemente a la historia, gracias a que su existencia no depende de la historia, sino de la generosidad infinita de Dios.

En fin, la esperanza cristiana es, según la feliz expresión pau­lina, spes contra spem (Rm 4,18); consiste en aguardar con con­fianza lo naturalmente imposible. Y ello porque opera no con el limitadísimo factor de la posibilidad humana, sino con el ilimitado caudal de la potencialidad divina. Su fundamento exclusivo es Dios, no «seres de polvo que no pueden salvar». Por eso el espe­rante cristiano aguarda confiadamente «lo que es imposible para los hombres, pero no para Dios» (Me 10,27).

La Escritura nos muestra reiteradamente cómo es el factor imposibilidad humana lo que funciona como condición de posibi­lidad de la genuina esperanza. Tal es el caso de Abraham, viejo y sin hijos, a quien se le promete una descendencia incalculable. Con él, al que Pablo asume como paradigma de la spes contra spem, se evidencia que esperanza e indigencia están en una para­dójica relación de proporción directa; la dosis de esperanza crece para el hombre al compás de su indigencia, y no al revés. Este tercer rasgo del perfil de la esperanza cristiana ratifica de nuevo su irreductibilidad a los modelos homónimos laicos, en los que la categoría posibilidad es (como ocurre de forma muy señalada en Bloch) absolutamente central.

4.2. Una vez diseñado el perfil de la esperanza cristiana, hay que notar cómo ella, a diferencia de otras formas (religiosas o laicas) de esperar, es activa y no pasiva; es operativa y no. mera­mente contemplativa; implica por tanto un momento práctico. El esperante cristiano es el operante en la dirección de lo esperado. ¿ Cuál sería entonces su misión, cuáles las tareas a las que hoy debería atender preferentemente?

En primer término recordemos que esperar el Reino de Dios equivale a creer que Cristo ha vencido la injusticia, el dolor, la muerte; exige por tanto no resignarse pasivamente ante la persis­tente emergencia de estos fenómenos. Anunciar el triunfo final del

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Reino es, sin duda, «dar testimonio de la verdad». Pero la verdad bíblica no se identifica con la verdad griega, simple adecuación de la inteligencia a la realidad objetiva. «Dar testimonio de la ver­dad» significa obrarla verificándola (= haciéndola veraz). Procla­mar la victoria definitiva de Cristo sobre el mal, la injusticia, el dolor, la muerte, es combatir para que se impongan el bien, la justicia, la felicidad, la vida. La proclamación del Reino degenera en declamación vacua cuando las palabras que proclaman no van autentificadas por las obras que anticipan lo proclamado. El Reino que se anuncia llegará si los anunciantes realizan las obras del Reino. «¿Cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del día de Dios?» (2P 3,11-12). Este texto avala el alcance de la proclamación de la venida del Reino; esperarlo es acelerar su venida, hacerla sobre­venir. Lo que sólo será cierto si, como se apuntó antes, esperar en cristiano es operar.

En segundo lugar, la esperanza cristiana se mueve hacia el todavía no de la salvación consumada, pero desde el ya de esa misma salvación realmente incoada. Ahora bien, quien ha sido captado por la salvación, vive la experiencia gozosa de la libera­ción y la felicidad. Cuando en nuestros días parece como si los seres humanos ya no supiéramos convivir, yen vez de convivencia hubiésemos optado por una áspera y ácida coexistencia (muy poco pacífica, a mayor abundamiento), la comunidad de los esperan tes cristianos debiera actuar como central expendedora de sana y es­pontánea alegría. Según Pablo (Rm 15,13) es «el Dios de la espe­ranza» quien «nos colma de todo gozo y paz ... hasta rebosar». Esperanza y gozo rebosante van, pues, unidos; y ambos son don de Dios. Se entiende así que un mundo des-esperado sea a la vez un mundo permanentemente crispado, hosco y atrabiliario, mal-humo­rado no ya en un sentido banalmente psicológico, sino en un sentido cuasi ontológico (mal-humorado = infectado por malos humores). Y que, por tanto, una de las tareas de la esperanza cristiana consista en contagiar alegría desde la gozosa certeza del futuro de la salvación.

Por último, la esperanza cristiana puede contribuir, según se apuntó antes, a la regeneración de las esperanzas laicas, y ello a

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través de una doble estrategia: a) saneando sus elementos básicos' b) aliándose con los proyectos laicos de futuro en los que s; alumbra un mundo y una sociedad más humanos.

a) Los cristianos hemos de actuar para devolver a la razón, a las ciencias y a la técnica la valoración positiva que en rigor les corresponde; los irracionalismos y los prejuicios anticientíficos son tan nocivos como pueda serlo el cientifismo, sobre todo si alcan­zan la inaudita (y a todas luces desmedida) violencia de las for­mulaciones de Cioran; son además manifiestamente injustos para con los admirables logros del recto quehacer científico.

Los creyentes tenemos que recuperar para la historia su carác­ter unitario y abierto, así como el primado que en ella le compete al futuro; ambas convicciones son aportaciones relevantes de la revelación bíblica a nuestra cultura.

Tenemos, en fin, que comprometernos con el valor-vida, con­trarrestando el potencial mortífero de los arsenales nucleares y de los abusos ecológicos, pero también de los comportamientos socia­les que atentan contra la vida humana en sus dos puntos extremos -y extremadamente vulnerables- del comienzo y el término, respectivamente hostigados por el aborto y la eutanasia. Una so­ciedad que le declara la guerra a la vida no tiene derecho a la esperanza.

b) Porque, según se ha dicho antes, el esperante cristiano es el operante en la dirección de lo esperado, y porque ese temple de esperante/operante sólo puede ejercerse encarnándose en las con­cretas situaciones históricas, los creyentes hemos de ser capaces de colaborar con aquellas propuestas seculares de acción que parezcan más aptas para enderezar la realidad hacia el horizonte del Reino.

Pero, al mismo tiempo, hemos de atrevernos a suscitar en torno nuestro la sospecha y la añoranza de la trascendencia, atajando de este modo el mortal riesgo que para todo proyecto de futuro supo­ne la absolutización de la inmanencia. Tenemos, en suma, que hacer valer ante las esperanzas laicas un axioma sistemáticamente preterido por ellas: que «el hombre espera por naturaleza algo que trasciende su naturaleza» 18.

18 LAÍN, 172.

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Para cumplir con estos cometidos, la comunidad cristiana ten­drá que comenzar por reavivar en su interior su propia dotación de esperanza. Pues es indudable que el déficit de la misma que aqueja hoy a la cultura dominante se ha extendido, al menos en cierta medida, a los mismos creyentes. En no pocos de ellos, efectiva­mente, parece estar viviéndose la patética experiencia del Bautista, su noche oscura, cuando se pregunta en la cárcel si Jesús era realmente «el que tenía que venir». El había vaticinado un Mesías fulgurante, un Reino arrollador. Pero nada de esto ocurre: el asun­to-Jesús es muy distinto a lo que él había pronosticado. De modo que a la amargura de la cárcel y a la angustia de la muerte próxima se suma la perplejidad torturante acerca del sentido de su misión.

¿No les ocurre algo así a algunos cristianos que se preguntan dónde está el Mesías cuya venida anuncian, dónde el Reino cuya presencia proclaman? Preguntas estas a las que sólo cabe respon­der con la memorable sobriedad con que Jesús lo hizo: remitiendo a las obras (<<los ciegos ven, los cojos andan ... »), esto es, a la esperanza operante, y exhortando a aceptar al Mesías tal cual es (<<bienaventurado el que no se escandalice de mí»), en vez de exigirle que sea como nos gustaría que fuese. Porque el esperante cristiano (recordémoslo por última vez) no se apoya en las posi­bilidades humanas, sino que (spes contra spem) se atreve a confiar en que lo humanamente imposible juegue a su favor para movilizar la omnipotencia de Dios. Lo que no quita, claro está, para que sea bien consciente de que sólo tiene derecho a esperar lo imposible quien se ha comprometido a fondo en la realización de lo posible.