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INTRODUCCIÓN

¿Cómo creer hoy en Dios? Esta es una pregunta de no fácil respuesta. Hablar hoy de fe y su

significación en la realidad social y cultural que nos rodea no es algo sencillo, aunque para ser justos con el tiempo y la historia, nunca ha sido algo sencillo. Afirmar la existencia de Dios podría parecer, de suyo, algo entendido y aceptado por la generalidad de los hombres. Pero no es menos cierto que esa existencia tiene diversos y variados pre-supuestos que es necesario analizar, y que por cierto, no han estado exentos históricamente de desavenencias y discordias.

Esta situación, que por lo demás no debe sorprendernos dado el acontecer de los últimos siglos, nos conduce a afirmar que el hecho de profundizar hoy día en la experiencia creyente supone disciplina y pasión; método y motivación. Este es el único modo que permite descubrir la vida de fe como una apuesta humana atractiva y apasionante.

Quizá pueda ser más simple y menos exigente hablar de religiosidad, o de conceptos religiosos que circundan nuestro ambiente, o simplemente no decir nada. Nuestras sociedades contemporáneas, así llamadas posmodernas, no reflejan en sus diversos quehaceres la experiencia de la fe como algo decisivo en las orientaciones sociales. En el mejor de los casos observamos la vida creyente circunscrita al ámbito individual y como expresión personal. Ya esto puede resultar delicado, pues una comprensión de la fe, así vivida, atenta contra su propia esencia y con lo que el fenómeno religioso nos propone por su propia naturaleza. La palabra religión desde el punto de vista etimológico nos evoca el re-ligare latino que se traduce como atarse, es decir, unirse a otro o a otros. Por tal razón una experiencia religiosa sólo comprendida

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individualmente (desde lo fenomenológico) se estaría negando así misma.

En todo caso no señalamos estas observaciones como definiciones absolutas, sino como aquellos hechos o circunstancias que se encuentran en el quehacer diario de la generalidad de los hombres, particularmente del mundo occidental, y que por tanto, forman parte de lo que hoy día somos como sociedad, al menos en lo que respecta a las características de la fe y la religión.

A lo largo de estas páginas intentaremos profundizar en las posibilidades que se nos presentan, buscando un acercamiento serio, a los caminos de encuentro con la experiencia de la fe. Más aún, quisiéramos reconocer la evidencia de la fe cristiana, lo que hace más arriesgada nuestra reflexión, y su novedad absoluta frente a otras comprensiones de sociedad y de mundo. Nuestra empresa se hace una tarea ardua y desafiante, pero es precisamente por los antecedentes antes mencionados, y muchos otros que se nos escapan, que nos parece necesaria y justificable en nuestros días. No pretendemos a través de este escrito definir exclusivamente los caminos que conducen al hombre hacia la experiencia de la fe, pero creemos que para aquel que busca una respuesta profunda y seria de la figura divina en nuestro mundo, y quiere reconocer las posibilidades del creer y del creerle a alguien, este texto puede ser una ayuda importante.

El presente trabajo no agota, en ningún caso, las posibilidades de profundización en el Misterio Absoluto de Dios; más bien nos abre a ese Misterio y lo solicita. La infinitud de la experiencia divina se recoge sencillamente, en fragmentos escasos y pobres en estas líneas, pero en cuanto son limitados posibilitan una apertura a lo ilimitado. Después de

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todo, no tenemos otro modo de abrirnos a la infinitud sino a través de lo que somos: realidades finitas.

Nuestro lugar en este trabajo dice relación con un modo de profundizar reflexivamente en los caminos que abren al hombre a una experiencia creyente, siempre eso sí, como posibilidad. Sabemos bien, a la luz de Jesucristo, que la fe es ante todo y primordialmente un Don. Desde esta perspectiva iremos haciendo un camino de comprensión creyente, que intentará reconocer lo que significa y el cómo se traduce la experiencia de fe cristiana, a partir de un hecho que llamamos Revelación.

En un primer capítulo intentaremos dar cuenta de las posibilidades de la fe a partir de la propia experiencia existencial. Nos aproximaremos en este capítulo a una breve reflexión, de índole más bien filosófica, respecto de algún camino que haga posible la experiencia de fe, por lo mismo, es aquí donde el lector podrá encontrar los aspectos más complejos en la comprensión de este escrito. En un segundo momento nos adentraremos en las posibilidades que se le brindan a la fe en nuestro tiempo, a saber, algunas nociones respecto de los credos de nuestra época. En un tercer capítulo queremos mostrar la característica propia del cristianismo, que lo hace original respecto de otras religiones, al punto de afirmar de él y en él, la absoluta novedad de Dios. Ya, en el capítulo cuarto, quinto y sexto reconoceremos a Jesucristo, la fe en él, y la vida eclesial respectivamente.

Queremos también describir la forma definitiva que toma el cristianismo circunscrito en la historia, y el cómo se hace posible reconocer en él la obra de Jesucristo. No es ajeno a nuestra intención el realizar una aproximación a lo que, desde el plano creyente, podemos reconocer como apertura total y definitiva a la trascendencia. Sabemos

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bien que la experiencia religiosa es propia de la realidad antropológica: el hombre de cualquier tiempo y lugar se pregunta por la trascendencia y su realidad. La dimensión religiosa se torna así común a todo hombre en cuanto pregunta por el objeto, sentido y fin de su propia vida; como una fuerza primaria de la existencia humana. La constitución pastoral del Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes lo expresó bellamente en aquellas preguntas perennes del hombre.1 Desde esta condición nos aproximaremos a la realidad de la Revelación cristiana y los antecedentes que de ella brotan.

Emprendamos entonces la tarea de reconocer y hacer reflexión de lo aquí señalado. De cualquier modo y bajo los diversos frentes que utilicemos, al hacer lectura de estas líneas, se habrá logrado el objetivo: Reflexionar y profundizar en la experiencia creyente, lo que adelanta ya el sentido ulterior de este sencillo trabajo, ser una Introducción a la fe cristiana.

1 CF. Concilio Vaticano II, Constituciones, Decretos, Declaraciones, Gaudium et Spes, B.A.C. Madrid, 1993. N°43

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CAPÍTULO PRIMEROCONDICIONES DE POSIBILIDAD

PARA UN CAMINO DE FE

Hablar de fe nos sugiere diversas posibilidades y comprensiones, caminos y orientaciones desde las cuales podríamos dirigir nuestra reflexión. Nos enfrentamos de modo inmediato a un tema que no tiene límites absolutos. Esto es lo que intentamos realizar en las siguientes páginas: sencillamente, abrirnos a la factibilidad de un camino no agotado, pero lleno de posibilidades.

1. Dios en el lenguaje humanoLa experiencia del hombre ligada en particular a su propia

comprensión de la sociedad y de la historia está constantemente sometida a sus propias limitaciones. Cualquier tarea que el hombre emprende se ve necesariamente coartada por una serie de acontecimientos y situaciones, que no dependen necesariamente de un acto voluntario del ser humano, sino que son fruto de su condición existencial situada, de hecho, en un marco espacial y temporal de características también limitadas.2

2 Cf. Sesboüe, B. Creer, Invitación a la fe católica para las mujeres y los hombres del siglo XXI, San Pablo, Madrid, 2000, pp. 22.

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Estas caracterizaciones que le atribuimos al ser humano y a toda obra que el hombre emprende, no quieren disminuir en ningún caso lo que él es en sí mismo y para el todo social. Por el contrario, lo que estamos haciendo es afirmar con toda claridad que si bien las posibilidades del hombre en todo lo que es capaz de emprender son cuantitativamente insospechadas, los avances científico-técnicos de la última mitad del siglo XX dan cuenta de ello, siempre éste se ve envuelto en una realidad ineludible: su propia finitud. Sobre este tema volveremos en el apartado siguiente.

De estas mismas reflexiones se deduce el caminar histórico de la experiencia de fe. Es decir: si la experiencia creyente se ve circunscrita a categorías humanas para su mejor comprensión y reconocimiento, entonces esta experiencia tendrá diversas comprensiones según el hombre se comprenda asimismo. La inteligencia humana va caminando de este modo a una siempre mejor comprensión en lo humano de toda realidad trascendente, no obstante la realidad divina permanezca inmutable. Welte3 afirma que: “Puesto que la inteligencia que el hombre tiene de sí mismo y del ser está actualizada de una manera peculiar en la religión, en consecuencia la religión se expresa en un lenguaje humano, en categorías humanas y en posibilidades de pensamiento humano, vive en formas de realización humana. Sólo desde aquí puede explicarse el hecho manifiesto de que la religión a su manera participa también en el cambio histórico de la inteligencia que el hombre tiene de sí mismo y del ser, y de que por tanto, la religión posee una historia

3 Nos referimos a Bernard Welte. Nació en Mekirch Baden, Alemania el 31 marzo de 1906. Estudió Teología en Friburgo y en Munich. Fue ordenado sacerdote en el año 1929. En 1946 obtiene la docencia libre en la Universidad de Friburgo donde murió en 1983. Su trabajo dominante tuvo que ver con la reflexión filosófica en un estado tentativo de recuperar una esperanza religiosa, capaz de mantener el carácter ecuménico, evidenciando en su interioridad lo específico del mensaje cristiano. Ha iluminado algunos temas fundamentales bajo el estudio a Santo Tomas, el Maestro Eckhart y Kant. Entre sus numerosas obras recordamos Tras las huellas del eterno, de 1976; Sobre la posibilidad de una nueva experiencia religiosa, de 1976; Filosofía de la Religión de 1978 y ¿Qué es creer? de 1983.

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humana y a veces demasiado humana, por más que Dios, desde el cual se entiende la religión, sea inmutable y se halle fuera de tal historia”.4

Con esto lo que queremos señalar es que no se trata de manejar y comprender la realidad divina a nuestro antojo y según queramos: Dios es siempre Dios. La experiencia de la fe nos conducirá entonces a no distorsionar comprensiones divinas diversas, sino a profundizar en el único Misterio que se nos presenta como revelándose constantemente.

No es el hombre el que adapta a Dios a su modo de comprenderlo, sino Dios que se limita humanamente para que tengamos acceso a Él. Señalemos que todavía estamos en un ámbito fenomenológico, de acuerdo a lo que se nos aparece como realidad divina. Nuestra reflexión dista mucho de hablarnos del Dios de Jesucristo, sobre el cual volveremos ampliamente más adelante.

2. La finitud como realidad que nos interroga por el serLa experiencia de lo infinito en la realidad finita de la humanidad

no puede sino circunscribirse en esta misma realidad finita, que es de suyo, el lugar antropológico en que se desarrolla toda realidad de Dios, el infinito por antonomasia. Dicho de otro modo, el hombre sólo puede hacer experiencia de lo divino a modo humano, y en la experiencia de fe no existe otro modo de comprenderse a sí mismo sino como finitud. Es más, esta misma finitud es lo que garantiza la experiencia de fe. En efecto, si el hombre se considerase a sí mismo como divino no necesitaría de la fe en otro. El problema obvio es que si el hombre es divino ¿dónde encontramos su perfección, su infinitud, o su poderío, su inmutabilidad o su impasibilidad, que son características propias de lo divino? La sensatez de estas afirmaciones no amerita más explicación.4 Welte, Bernhard, Filosofía de la Religión, Herder, Barcelona, 1982, pp. 25-26.

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Lo que sí requiere de todo nuestro esfuerzo es el hecho mismo de estar en el mundo bajo estas condiciones de finitud. Está claro que somos, pero también está claro que dejaremos de ser y que alguna vez no fuimos, y esto en cualquier caso, bajo cualquier orientación filosófica, teológica o existencial. Lo que se define con claridad de parte nuestra es que no podemos negar este hecho: estamos en el mundo, pero dejaremos de estar en él: “Interprétese nuestra existencia en el mundo a la manera de Platón, o de Tomás, o de Heidegger, o de Sigmund Freud, o como quiera que sea; estas posibilidades de interpretación y todas las otras comparables dejan intacto el hecho fundamental que expresamos con las palabras estamos aquí en nuestro mundo. Este hecho permanece en todo caso”.5

La experiencia de la finitud que hacemos, es decir: que alguna vez

no fuimos, porque no existíamos, y que alguna vez no seremos, porque dejaremos de existir nos evoca otras realidades semejantes. Sin duda que introducirnos en las diversas perspectivas que se nos presentan frente a la comprensión de lo finito nos induce a nuevos desafíos, pero no es nuestra intención apasionarnos en ello. Sólo queremos poner de relieve y llevar nuestra existencia a una realidad de la que estamos seguros, pero que paradojalmente, sólo la podemos experimentar a priori, a saber, dejaremos de ser.

Evidentemente que estas reflexiones no son nuevas en la comprensión del fenómeno religioso o la experiencia creyente. Ya otros, desde diversos prismas, han apuntado a la realidad que nos sobrecoge. No somos los primeros ni seremos los últimos en inquietarse por la experiencia religiosa a la luz de nuestro tiempo, nuestra reflexión se ofrece sólo como un camino hacia lo definitivo.5Idem, p. 51

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Decíamos que lo evidente de nuestra existencia es precisamente esta, nuestra existencia. En otras palabras podemos decir que lo único seguro es que vivimos y desde esta vida que tenemos nos podemos abrir a diversas formulaciones con distintas comprensiones de hombre y diversas asimilaciones del mundo. El estar aquí es posible como apertura a múltiples experiencias, respecto de nosotros mismos, de la sociedad y del mundo. Estas experiencias constituyen esencialmente nuestra existencia, dicho de otro modo, el que existamos nos abre a la diversidad de experiencias.

Esta diversidad de posibilidades circunscribe también la religiosa. Es sabido que hoy por hoy existe consecuencialmente disociación con la religión, y pareciese que el hombre se ve alejado de ella, pero no es menos cierto que muchas veces ésta permanece como reprimida en el hombre, manifestándose en hechos como la religiosidad popular, comportamiento secular, etc. Un caso claro y realmente descriptivo de esto, a propósito de los campos de concentración nacionalistas, lo encontramos en las siguientes palabras: “Cuando los prisioneros sentían inquietudes religiosas, éstas eran las más sinceras que cabe imaginar y, muy a menudo, el recién llegado quedaba sorprendido y admirado por la profundidad y la fuerza de las creencias religiosas. A este respecto lo más impresionante eran las oraciones o los servicios religiosos improvisados en el rincón de una barracón o en la oscuridad del camión del ganado en el que nos llevaban de vuelta al campo desde el lejano lugar de trabajo, cansados, hambrientos y helados bajo nuestras ropas harapientas.”6

Lo que afirmamos es que a pesar de las diversas experiencias existentes, y aun en medio de aquellas que más nos acercan a la propia 6 Frankl, Víctor. El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona, 1996, pp. 43

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muerte, la religión pervive y está presente. En otras palabras, la religión no ha podido ser sustituida, más aun, la propia finitud nos viene a interrogar por lo infinito, lo inmanente (lo que esta dentro del mundo) se abre a lo trascendente (lo que estámas allá de el y lo trasciende) y es allí donde esta trascendencia más fuertemente se reconoce. En síntesis lo que intentamos afirmar es que nuestra vida, que tiene su fin en la muerte, nos abre a la pregunta por Dios desde ese mismo fin.

Por su parte la falta de conciencia de nuestra realidad finita, así como de la propia realidad creyente no nos alejan de los anhelos profundos de justificación, libertad y fraternidad, por el contrario solicitan esta presencia y es desde esta experiencia que es posible reconocer, al menos como una posibilidad, la interpelación de Dios. Pues la posibilidad nos sugiere el hecho que nuestras preguntas existenciales no estén, en último término, ancladas en nuestra condición de hombres finitos sino que pueda ser Dios mismo quien las pone en lo profundo de nosotros.

3. La experiencia de la nada y la apertura al todoSeñalábamos más arriba las posibilidades que se nos abren como

caminos hacia la experiencia de fe en el marco de la finitud existencial del género humano. Ya decíamos, cada individuo experimenta con mayor o menor conciencia su propia finitud. Esta realidad finita supone en sentido obvio que un día dejaremos de existir y por tanto dejaremos de ser y sentir, es decir, nos enfrentamos desde nuestra condición existencial a la experiencia de la nada.7 Algún día nada seremos y algún día nada fuimos. Pero ¿qué comprendemos o que viene a nuestra razón cuando hablamos de la Nada?

7 Utilizamos aquí el concepto de nada apelando a la idea de no existencia, es decir, si dejaremos de ser en nuestra muerte, entonces seremos nada.

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Lo que hay que afirmar con toda claridad, en primer término, es que una vez no estábamos aquí y alguna vez dejaremos de estar aquí. Esta afirmación está fuera de toda discusión racional, pues es evidente por sí misma. No es posible negar que alguna vez no existimos y que alguna vez dejaremos de existir; “la muerte es un hecho de experiencia que no puede negarse”.8 Es a esta realidad de dejar de ser lo que llamaremos, en nuestra reflexión, la nada.

Esta nada es la que nos espera, y esto es la certeza indiscutida de nuestra condición existencial. Aquí cabría hacerse la pregunta sartreana: “Si queremos penetrar a fondo en la cuestión no debemos darnos por satisfechos con esta respuesta y debemos preguntarnos ahora: ¿qué debe de ser la realidad humana si la nada tiene que advenir al mundo por ella?”9

La nada adviene a nosotros, sabemos que algún día llegará porque dejaremos de ser, algún día nos atrapará. Pero hay aquí algo que nos produce cierto interés. Si la nada es lo definitivo, en el sentido que la nada se presenta como lo infinito para nuestra existencia (pues con ella nunca más seremos), entonces no sólo nos interroga por el hecho de dejar de ser, sino que se nos presenta como una realidad absoluta. En otras palabras, la nada será nuestro absoluto, lo definitivo, la totalidad de nuestra plenitud. Esta realidad nos abre a posibilidades ciertas que no podemos rechazar. Existe una experiencia que es la de la nada y “quien la experimenta y en esa experiencia ve que todos nosotros dejaremos de existir, puede entender esta experiencia como experiencia de una mera y pura nada, o como la experiencia de un encubrimiento absoluto. En el primer caso dirá: aquí no hay nada en absoluto. Y en el

8 Heidegger, M. Ser y Tiempo, Universitaria, Santiago de Chile, 2002, p.277, traducción de Jorge Eduardo Rivera.9 Para mayor profundización respecto de estas afirmaciones CF. Sartre, Jean-Paul, El ser y la nada, Losada, Buenos Aires, 1976, traducción de Juan Valmar, pp. 63-66.

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segundo caso dirá: aquí no veo nada. Lo que aquí hay, está enteramente sustraído y oculto para mí”.10 En otras palabras nos preguntamos por lo que nos espera cuando dejemos de ser y/o existir; ¿será pura nada y vacío, es decir, muerte total?

Señalemos que la nada, en cuanto condición existencial que nos adviene, no es menos importante, en el sentido que si es nada sólo la experimentamos en otros, pues cuando yo mismo sea nada, nada podré experimentar. La nada toma aquí toda su fuerza, pues se nos presenta como lo infinitamente mayor y por tanto lo definitivamente inevitable, como señala Welte: “la no existencia es lo inconmensurablemente mayor. Absorbe a cada uno y a todos, y esto para siempre. En su infinitud es lo monstruoso”.11

Esta es nuestra realidad, que se nos manifiesta con toda claridad y

poder frente a lo cual nosotros no somos más que un breve lapsus de historia, en medio de la inmensidad del todo de la nada. La nada es lo otro de nuestra existencia, cuando dejemos de existir entonces aparecerá la nada. La experiencia de la nada, no la haremos sólo al momento de nuestra propia muerte, sino que la hacemos ya hoy, de cara a nuestra propia existencia cotidiana.

Ahora bien, esta condición existencial que como ya decíamos es indescartable de nuestro ser, se nos hace a su vez inevitable. Entonces, ¿vale la pena también preguntarse por el sentido de lo que hacemos?, ¿de lo que somos?, y más aun, ¿de lo que queremos ser? Pues si todo, tanto lo que nos alegra como lo que nos entristece, si lo que nos enfada o nos atrae, si lo que nos causa asombro o lo que nos fascina sucumbe ante la nada, será lanzado a la nada misma, ¿qué sentido tiene todo 10 Welte, op. cit, pp. 54.11 Idem. pp. 59

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esfuerzo humano? En efecto, ¿cuál es el objeto de toda dedicación, toda entrega, toda generosidad, toda promoción de la justicia, de la verdad, de la caridad? Pues todo terminaría en la muerte, es decir, en la nada.

El bien y el mal no tienen relevancia frente a la inmensidad de la nada, frente a la monstruosidad del dejar de ser que viene hacia nosotros. “Ya no puede verse por qué haya de tener sentido comprometerse por la verdad y la justicia más que por la mentira y la injusticia. La nada, entendida como simple nada nula, destruye todo esbozo y todo postulado de sentido”.12 Aquí nos encontramos frente a la náusea sartreana, ante lo absurdo de nuestra existencia: todo está demás, o no tiene la menor razón para ser y existir, y no hay nada que pueda explicar su existencia. El hombre es pura contingencia y la realidad es absurda: “Eramos un montón de existentes incómodos, embarazados por nosotros mismos; no teníamos la menor razón para estar allí, ni los unos ni los otros; cada uno de los existentes, confuso, vagamente inquieto, se sentía estar demás con respecto a los otros.”13

Si esta es la afirmación más profunda de nuestra existencia, entonces está claro que todo carece de sentido, más aún, lo único que tiene algo de sentido es la nada misma, por lo que habrá que solidarizar con ella viviendo lo que tengamos que vivir, buscando todo lo que nos acerque a la nada, es decir, todo lo que sea negación de lo humano, de lo existente, de lo que vivimos y experimentamos como principio universal; el único sentido de todo es la nada.14 Esto lo afirmamos en el sentido que la nada se presenta con mucho más fuerza que nuestra

12 Welte, op. cit. p.6913 Sartre, Jean-Paul. La Náusea, Editorial Seix Barral, Barcelona, España, 1983, pp. 161-163.14 Señalemos aquí que el nihilismo radical no se pretende afirmar nada, ya que toda afirmación de la nada supone un sentido. Lo único que afirma el nihilismo radical es la precariedad, fragilidad y cuestionabilidad de toda afirmación. Es decir cuestiona y pone en duda la propia nada.

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existencia, pues vivimos sólo un momento y dejaremos de vivir eternamente.

Nada tendría sentido si todo termina en la nada. La aspiración al sentido de todo no se realiza. Esta lectura, así presentada, nos sumerge en una realidad definitivamente mundana, sin trascendencia, sin sentido, sin ética, sin consistencia existencial, sin Dios. Pero aquí es donde queremos llamar la atención, pues que pasaría si la nada de la que hemos estado hablando, se nos entregara como una posibilidad distinta de aquello que pensamos, pues, por un lado, la nada es una mera nada nula, o bien todo tiene un sentido. Pensemos en las características que hemos afirmado de la nada: ella es el todo, es lo que permanece (lo infinito), es el horizonte hacia lo cual converge todo y es lo que a su vez en un principio originó todo. Es decir, si la nada es lo inmensamente mayor, lo que nos supera infinitamente, lo que abarca todo, lo eterno. Acaso no son estas características las que normalmente le atribuimos a Dios, que es lo inmensamente mayor lo que nos supera infinitamente.

Así, cabe la posibilidad, de que la nada nos abra hacia un todo que no podemos rechazar y que no sea una nada nula, sino más bien una presencia oculta de un poder infinito e incondicional que llena de sentido todo. Es una presencia oculta que no se refleja en palabras, ni formas, pero es una presencia real.

Ello significa que la nada es lo que puede justificar y llenar toda vida. Ahora bien, todos estos rasgos positivos se nos presentan en forma de misterio. Hay algo misterioso que se vislumbra con la nada, a saber, lo incondicionado y trascendente de la existencia hacia la nada como posibilidad de un camino hacia algo más que la nada misma. La realidad misteriosa de la nada, que se nos presenta en nuestra propia vida, nos

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sugiere aquí características que agilizan una experiencia de fe, al menos abren camino hacia ella. Es más, “lo que tenemos aquí es que la fe en el poder misterioso, infinito e incondicional, fuente de exigencia para todo, que conserva todo sentido y decide sobre todo sentido, puede ser una fe fundada racionalmente (refiriéndonos sólo a su fundamento, no a la fe en sí misma). En sus momentos decisivos descansa en intuiciones que no fuerzan a nadie. Pero esto no impide que se trate de intuiciones reales.”15 No obstante, queremos clarificar que hablamos sólo de un camino posible, no aseguramos la realidad de Dios a partir de estas meras reflexiones, esto sería absurdo, pero no podemos negar que al menos la nada así comprendida, posibilita un camino hacia la fe.

4. La pregunta por el origen y el fundamentoQueremos insistir en estas próximas líneas en la acuciosa

necesidad que la ciencia tiene de fundamentar sus criterios de juicio, sus postulados, sus hipótesis y todo lo que desee emprender como enunciado creíble. Todo aquello que la ciencia emprende debe ser por su propia naturaleza demostrable. Todo tiene su fundamento y este fundamento que subyace a todo trabajo que ha de llamarse científico necesita de su demostración. Esta idea fundamental del quehacer científico nos remonta reflexivamente a la pregunta por el fundamento de aquello que fundamenta la ciencia, es decir, si todo tiene su fundamento es evidente que el fundamento de todo debe asimismo tener su fundamento, y la pregunta que nos queremos hacer en este apartado versa precisamente por el fundamento de los fundamentos.

Aristóteles nos propone lo siguiente: “algunas cosas son por naturaleza, otras por otras causas. Por naturaleza, los animales y sus partes, las plantas y los cuerpos simples como la tierra, el fuego, el aire y el agua pues decimos que éstos y otras cosas semejantes son por

15 Welte, op. cit. pp. 72

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naturaleza. Todas estas cosas parecen diferenciarse de las que no están constituidas por naturaleza, porque cada una de ellas tiene en sí misma un principio de movimiento y de reposo, sea con respecto al lugar o al aumento o a la disminución o a la alteración. Por el contrario, una cama, una prenda de vestir o cualquier otra cosa de género semejante, en cuanto que las significamos en cada caso por su nombre y en tanto que son productos del arte, no tienen en sí mismas ninguna tendencia natural al cambio; pero en cuanto que, accidentalmente, están hechas de piedra o de tierra o de una mezcla de ellas, y sólo bajo este respecto, la tienen. Porque la naturaleza es un principio y causa del movimiento o del reposo en la cosa a la que pertenece primariamente y por sí misma, no por accidente”.16

Esta afirmación aristotélica viene a mostrar que ya la pregunta por el fundamento se remonta a la Grecia clásica y por tanto no reviste novedad, en cuanto pregunta, pero lo que si nos sugiere es que ha sido una preocupación en la historia del pensamiento. Estamos entonces afirmando que el fundamento que se verifica en todo pensamiento interrogante y sobre el que se han edificado tanto la ciencia como la técnica nos permiten preguntarnos legítimamente por ese fundamento. Estamos hablando, en términos metafísicos, por la naturaleza del ser de todos los entes. En todo caso lo que es claro es que el ente recibe su ser y con ello su fundamento de lo otro de todo ente, es decir, de algo que en su sentido original le es ajeno. Es evidente que no podremos responder en estas líneas sobre el fundamento de los fundamentos, o en palabras metafísicas, el ser de los entes, pero lo que sí podemos afirmar con toda claridad es que la misma realidad científica que nos remonta a sus fundamentos nos obliga a reconocer que existe un fundamento de todo cuanto es.

16Aristóteles, Metafísica, I. V, c. 4, 1015a 15. Gredos, Madrid, 1994, pp.215

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En clave tomista17 podemos recoger la misma afirmación aunque con otros conceptos, incorporando la diferencia existente entre causalidad inmanente y trascendente. Es necesario que haya alguna cosa que sea causa de ser para todas las cosas, por el hecho de que ella es ser solamente, nos dirá el doctor angélico.

Para destacar una afirmación claramente tomista citamos a nuestro autor señalando que “El creador y la creatura se reducen a algo uno, no por comunidad de univocación, sino de analogía. Esa comunidad puede ser de dos clases: o porque algunos seres participan algo uno con orden de prioridad y de posterioridad, como la potencia y el acto la razón de ser, y lo mismo la sustancia y el accidente, o porque uno recibe el ser y el nombre de otro. Esa es la analogía que tiene la creatura para con el creador: la creatura, en efecto, no tiene ser sino en cuanto que procede del primer ente, ni recibe el nombre de ente sino en cuanto que imita al primer ente; y lo mismo sucede con la sabiduría y las demás cosas que se dicen de la creatura.”18

Estas afirmaciones pueden resultar interesantes desde el punto de vista que intentamos atender. Lo que sucede aquí es que el pensamiento, en cuanto pensamiento, se trasciende a sí mismo y busca emprender el alcance de algo superior que lo funda. Nuestro interés

17 Nos referimos a Tomás de Aquino (1225-1274), también llamado el doctor angélico. Considerado el filósofo y el teólogo de mayor relieve dentro de la filosofía escolástica. Nació en el castillo de Roccasecca, Frosinone, hijo de Landolfo, conde de Aquino. Se educó en el monasterio de Monte Cassino y luego en la universidad de Nápoles (1239-1244), donde a los catorce años emprende el estudio de las Artes. En 1244 ingresa en la orden de los dominicos. Libre, al fin, de la oposición de su familia, al cabo de un año marcha a París, donde es discípulo predilecto de Alberto Magno, a quien sigue luego a Colonia; vuelto a París, redacta el Comentario a las sentencias (1254-1256), inicia su labor como profesor y enseña en distintos lugares de Italia y Francia: Anagni, Orvieto, Roma, Viterbo, París y Nápoles. En esta época escribe sus obras, entre la que destacan Summa contra gentiles, escrito con finalidad misionera, y sobre todo la Summa theologiae, considerada la obra de mayor relevancia de toda la escolástica. Muere mientras se dirigía al concilio de Lyón, convocado por Gregorio X, en la abadía de Fossanova. Mayores detalles en Tejedor, Campomanes, C. Historia de la filosofía en su marco cultural, Ed. SM, Madrid, 1996, pp.144 y ss. 18 Comentario a los cuatro libros de las sentencias de Pedro Lombardo, Libro I, Pról., c.2, a. 2, (en Clemente Fernández, Los filósofos medievales. Selección de textos, 2 vols., BAC, Madrid 1980, vol. II, p. 240-241).

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respecto del fundamento del fundamento, nos evoca entonces con toda claridad la permanencia del ser de todos los entes.

Ahora bien, siguiendo los postulados en los apartados precedentes, y acercándonos a ellos desde una perspectiva positivo-científica, tenemos que señalar, con toda razón, que la posibilidad mas real es que el fundamento de todo se encuentre en aquello que definíamos anteriormente como nada. Nuestro fundamento es la nada y no es un ente como sugería Aristóteles o Tomás. Si esta es nuestra respuesta entonces tenemos que sostener que la nada es el origen del mundo y de la existencia. El punto es que si la nada permanece vacía, la existencia carece de fundamento.

Este es el camino posible que se nos abre bajo la pregunta por el fundamento. Pues en la eventualidad que exista algo y no sea pura nada, se hace posible un marco que puede reconocer el misterio que se anuncia en el ser de todo aquello que es, y lo reconoce como origen y fundamento incondicional y trascendente, lo que enaltece la comprensión cientifico-positiva y a su vez favorece la apertura a un camino creyente. Si todo requiere de su fundamento, la nada necesita fundar desde algo, y este algo no puede ser pura nada, lo que solicita una realidad desde ella.