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573 LOS DERECHOS FUNDAMENTALES EN LA HISTORIA. UNA APROXIMACIÓN A SU ORIGEN Y FUNDAMENTO Ignacio VILLAVERDE MENÉNDEZ SUMARIO: I. Las declaraciones de derechos al margen de la Constitución. Origen y evolución. II. La formación histórica de los derechos fundamentales. Las declaraciones de derechos. III. Las declaraciones de derechos y la Cons- titución como norma jurídica. Los dos caminos de la constitucionalización de las declaraciones. IV. Bibliografía recomendada. I. LAS DECLARACIONES DE DERECHOS AL MARGEN DE LA CONSTITUCIÓN. ORIGEN Y EVOLUCIÓN 1. Algunas cuestiones generales. El individuo libre e igual como fundamento de los derechos humanos y de los derechos fundamentales No cabe duda que la gran invención de la Modernidad ha sido el individuo. En el terreno de la teoría del Estado y la teoría general del derecho, el giro co- pernicano lo ha constituido, sin duda, el descubrimiento de lo individual, del yo, del hombre considerado en su singularidad y sin referencia a un colectivo o grupo de los que recibir sus cualidades (como sucedía en la Edad Media). El hombre como individuo se erige en el centro de la reflexión filosófica, política y jurídica, pero, además, lo hace de una forma peculiar. Ese hombre no es cualquier ser viviente, es un ser distinto al resto, por- que es racional, puede pensar y actuar según su razón. Su obrar ya no estará dirigido o por el instinto o por la Gracia divina (el ser humano enfrentado al ser divino de la filosofía-teología medievales), sino por la razón. Esa razón, de la que gozan todos los seres humanos por naturaleza, y que los distingue del resto de seres vivos, les permite obrar conforme a su libre albedrío. Su conducta ya no está determinada por el instinto o la misericordia de Dios, Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx DR © 2015. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas Libro completo en http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/libro.htm?l=3977

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LOS DERECHOS FUNDAMENTALES EN LA HISTORIA. UNA APROXIMACIÓN

A SU ORIGEN Y FUNDAMENTO

Ignacio VillaVErdE MEnéndEz

suMario: I. Las declaraciones de derechos al margen de la Constitución. Origen y evolución. II. La formación histórica de los derechos fundamentales. Las declaraciones de derechos. III. Las declaraciones de derechos y la Cons-titución como norma jurídica. Los dos caminos de la constitucionalización de

las declaraciones. IV. Bibliografía recomendada.

I. las dEclaracionEs dE dErEcHos al MargEn dE la constitución. origEn y EVolución

1. Algunas cuestiones generales. El individuo libre e igual como fundamento de los derechos humanos y de los derechos fundamentales

No cabe duda que la gran invención de la Modernidad ha sido el individuo. En el terreno de la teoría del Estado y la teoría general del derecho, el giro co-pernicano lo ha constituido, sin duda, el descubrimiento de lo individual, del yo, del hombre considerado en su singularidad y sin referencia a un colectivo o grupo de los que recibir sus cualidades (como sucedía en la Edad Media). El hombre como individuo se erige en el centro de la reflexión filosófica, política y jurídica, pero, además, lo hace de una forma peculiar.

Ese hombre no es cualquier ser viviente, es un ser distinto al resto, por-que es racional, puede pensar y actuar según su razón. Su obrar ya no estará dirigido o por el instinto o por la Gracia divina (el ser humano enfrentado al ser divino de la filosofía-teología medievales), sino por la razón. Esa razón, de la que gozan todos los seres humanos por naturaleza, y que los distingue del resto de seres vivos, les permite obrar conforme a su libre albedrío. Su conducta ya no está determinada por el instinto o la misericordia de Dios,

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sino por la razón, cualidad natural y propia de cada hombre. Esa aptitud individual para decidir sobre el propio comportamiento no es sino la liber-tad de la que goza todo individuo por ser racional, y en esa medida la razón hace iguales, también por naturaleza, a todos los seres humanos. La comu-nidad no es una realidad preexistente al individuo, o, para ser más precisos, no es el origen del ser humano, no es la causa de sus cualidades naturales, sino su efecto. Es la suma de individuos lo que constituye una comunidad. Necesaria, desde luego, para la supervivencia de quienes la nutren. Pero ésta no debe ser causa de la pérdida de la condición de ser libre e igual, que define por naturaleza a todo ser humano. En modo alguno debe ser el instinto el que fije las reglas de conducta entre los individuos que forman la comunidad, pues, en último extremo, no solo esa comunidad en nada se distinguiría de la formada por otros seres vivos (es decir, no sería una comu-nidad humana), sino que, además, el más fuerte dominaría al más débil, o lo que es lo mismo, solo serían libres los más fuertes, y nadie sería ya igual a los otros. Las reglas que deben regir la comunidad serán las que garanticen la igualdad de todos los seres humanos en el disfrute de la libertad; por tanto, en el uso de su razón.

Este es el nuevo derecho natural de la libertad e igualdad con el que el racionalismo de los siglos XVII y XVIII ilumina la reflexión sobre el hom-bre y su convivencia con otros hombres. Ahí está el fundamento del Estado, monopolizar la coacción, desposeyendo al más fuerte de ella, y disponer su uso lícito, con el fin de proteger la libertad e igualdad de todos. De este modo, el Estado es imprescindible para asegurar que la comunidad lo es de seres humanos; esto es, que lo es de seres libres e iguales por naturaleza. Esta es la gran paradoja que intentará resolver el Estado constitucional, la nece-sidad del Estado-aparato para hacer posible la libertad e igualdad de todos, aunque él sea el mayor de los riesgos para una y otra. Toda la reflexión po-lítica y jurídica a partir de aquí se afanará en idear la manera de evitar que el Estado-aparato haga un uso de la coacción desviado de su fin garantista, de evitar que abuse de su poder y lo emplee arbitrariamente para privar de su libertad a los hombres. Un reto cuya respuesta se buscará en una forma determinada de estructurar el propio Estado-aparato y de concebir el orde-namiento jurídico: el Estado de derecho y la Constitución como su seña de identidad.

Resulta evidente la íntima conexión que hay entre la reivindicación de la libertad e igualdad individuales y el Estado constitucional. Casi podría decirse que aquélla es el motor de éste (el constitucionalismo). La libertad e igualdad natural de los hombres se presenta como una realidad incontrover-tible, y su garantía constituye el fundamento del Estado. Así opinan sus teó-

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ricos clásicos, en particular Hobbes y Locke, a pesar de sus discrepancias y distancias en el tiempo, espacio e ideas. Pero como tal realidad natural y fun-damento ideal, la libertad e igualdad son previas a la existencia del Estado; esto es, del ordenamiento jurídico. Es más, tanto en Hobbes como en Locke ya late la idea de que si ese ordenamiento jurídico se estructura de cierta manera (Estado constitucional, en términos generales), ya está garantizada de suyo la libertad e igualdad individuales. Dicho con brevedad, donde hay Estado constitucional hay libertad e igualdad.

Por ese motivo, en los albores de ese Estado, la Constitución será el do-cumento en el que se describa esa estructura del ordenamiento, la forma de Estado y de gobierno. La Constitución estará compuesta fundamentalmen-te por normas de organización que contienen la “estructura del gobierno” (Frame of Goverment, dirán los anglosajones). Y en un documento aparte se recogerá el catálogo de libertades de los individuos para fijar por escrito, y dotar de la seguridad y estabilidad propias de la escritura, en qué consiste la libertad e igualdad del individuo que fundamenta y limita el poder público que la Constitución distribuye entre los órganos del Estado-aparato. El pri-mer documento, catálogo de la libertad e igualdad, será la Declaración de Derechos, y el segundo la Constitución del Estado propiamente dicha. Esto explica que en la Francia revolucionaria el documento fundador del nuevo Estado sea la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789 (ya su artículo 16 establece que un Estado carece de Constitución si no se garantiza la división de poderes y los derechos individuales) y no una Cons-titución; o que en los Estados Unidos la Constitución federal se promulgara sin declaración de derechos, pues se consideraba una verdad evidente la existencia de derechos naturales del individuo intangibles al poder público (así se expresaba la Declaración de Independencia de los Estados Unidos: “Sostenemos que son evidentes estas verdades: que todos los hombres han sido creados iguales y que han sido dotados por su Creador con ciertos dere-chos inalienables, entre los que se cuentan la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad...”).

Quizá no esté de más recordar brevemente las ideas que sobre el par-ticular han sostenido precisamente Hobbes y Locke, pues ya anuncian las tensiones que han marcado la relación entre la libertad e igualdad indivi-duales y el ordenamiento jurídico (el Estado). Tensiones que aún perduran.

Hobbes quizá sea el primero en fijar su vista en el individuo y su con-dición para fundamentar su teoría política y del Estado. Para Hobbes, el individuo es un ser libre e igual por naturaleza, que renuncia a su libertad natural para lograr su igualdad en la sociedad civil. Con ello se busca la se-guridad de una sociedad de individuos que han renunciado a hacer uso por

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sí mismos de la coacción para defender su libertad natural transfiriéndola al soberano, que la ejercerá con el fin de asegurar la igualdad en los límites de la libertad de todos, y la seguridad que tal igualación comporta. Así pues, allí donde la ley del soberano calla, su súbdito (pues no participan en la creación de esa ley) es libre. Hobbes aún arrastra del pasado el principio de tolerancia, que ha constituido uno de los más eficaces motores ideológicos de la formación del Estado moderno. El soberano tolera ciertas parcelas de libertad individual, lo que es coherente con la posición superior y diferen-ciada que ocupa el primero (no en vano, para Hobbes el soberano es un tercero ajeno al pacto de sociedad).

El valor práctico de ese principio resulta evidente, el reino (léase Estado) logra la paz (léase paz jurídica) cuando el soberano-rey tolera ciertas liber-tades (en principio las económicas y las religiosas), lo que es pagado por sus súbditos con la aceptación sumisa de su poder. El soberano legitima su po-der mediante la tolerancia. No debemos olvidar que esta tesis, propia de los consejeros reales (en particular los llamados politiques franceses, en especial Bodino), se elabora a la vista de la ruina social y económica a la que estaban abocando las llamadas guerras de religión que asolaron Europa desde el siglo XIII hasta bien entrado el XVII. Hobbes hereda este pensamiento y lo ma-dura en su teoría del soberano.

Precisamente, su idea de libertad individual no le exige la enumeración de sus distintas facetas. La libertad natural se sacrifica con el tránsito a la sociedad civil, en la que la libertad, ahora civil, no es sino aquello no regu-lado por la ley del soberano (diríamos, tolerado por la voluntad soberana al no hacerlo objeto de una de sus leyes). Las libertades son el silencio de la ley (idea que aún perdura en la teoría de las libertades individuales en la Gran Bretaña). Solo conserva el individuo un difuso derecho a la vida frente a la pretensión del soberano de arrebatársela, y el derecho a no acusarse a sí mismo. Estos son los únicos derechos naturales que conserva el individuo en la sociedad civil, pues no ha renunciado a ellos en el pacto social.

La tesis de Locke es de signo muy diverso. La libertad natural es un bien del individuo que conserva cuando se integra en la sociedad civil como ciu-dadano, no como súbdito. Conservar esa libertad natural es, justamente, el objeto del pacto de sociedad. Una libertad natural que para Locke se mani-fiesta en cuatro bienes individuales básicos: la vida, la libertad personal, la salud y las posesiones individuales. A los tres los considera propiedades de cada individuo, y como tal propiedad individual debe ser protegida por el ordenamiento jurídico. ¡Y qué mejor manera de protegerlas, sino que sean los propios individuos los que participen en la elaboración de las leyes que establecen sus garantías! El individuo se ha transformado en ciudadano, la

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libertad se juridifica incipientemente a través de su consideración como pro-piedad de todo individuo, y la ley, el ordenamiento jurídico, está al servicio de la protección de esa propiedad individual.

De esta manera, Locke ha abierto las puertas a nuevos caminos. Por un lado, debemos fijar el contenido concreto de esa propiedad, deslindarla como se haría con cualquier propiedad, para saber que debe proteger la ley. De ahí surgirá la necesidad de enumerar y catalogar las libertades (las declaraciones de derechos). Por otro lado, al ordenamiento jurídico no le compete la definición de la libertad individual mediante sus silencios. La ley tan solo puede asumir la función de garantizar las libertades naturales de los individuos (aunque inicialmente esa garantía se identificó con la nece-saria limitación de la libertad natural para convertirla en una libertad civil que todos pudieran disfrutar por igual), de forma que si la ley excede esa función será nula por contraria a la libertad (no ha cumplido con el fin que la legitima). Es decir, hay que establecer el catálogo de derechos naturales porque así no solo se fija qué fines deben perseguir las leyes, sino también sus límites.

Piénsese, no obstante, que ya para el propio Locke, dado que la ley era hecha por los mismos cuya libertad debía proteger, hacía impensable que los ciudadanos fueran contra su propia libertad promulgando leyes que le fue-ran contrarias. De esa idea se dedujo, no sin una cierta incorrección, la idea de que con la simple presencia de la ley la libertad ya estaba garantizada.

Debe repararse en el hecho de que las reivindicaciones de los dere-chos naturales inviolables del individuo tienen un importante fundamento práctico. Hemos visto ya el ropaje teórico que recubre una realidad cuya comprensión es capital para entender el surgimiento y vindicación de los derechos fundamentales originarios: el control sobre el uso de la coacción que ejerce en monopolio el Estado-aparato. En efecto, bajo la exigencia de respeto a la libertad e igualdad naturales del individuo por el aparato esta-tal está la imperiosa necesidad, tras la cruenta experiencia bajomedieval y absolutista, de luchar por la supervivencia y no ser presa de la persecución política o religiosa. El primer paso se da en el terreno procesal asegurando que la encarcelación y aplicación de las distintas penas, incluida la capital, por supuesto, se haga conforme al procedimiento legalmente establecido, lo que ya era un importante límite a la discrecional voluntad del aparato estatal absolutista en particular. El segundo consistió en llenar de sentido ese límite garantizando que el Estado sería tolerante con los disidentes, pri-mero religiosos, y, luego, políticos. La persecución del enemigo ideológico bien podía discurrir por los cauces del sistema legalmente establecido. Con el principio de tolerancia el Estado podría ser confesional y políticamente

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parcial, pero no por ello dispondría de la vida y libertad de sus súbditos, aun conforme al procedimiento legalmente establecido, por el único motivo de ser disidentes religiosos o políticos. Será más tarde cuando se reivindique la libertad e igualdad de todos, no la mera tolerancia para el diferente, impo-niendo al aparato del Estado formas y fines en el uso de su monopolio de la coacción (Estado de derecho; no se olvide que la Constitución es, además, la norma que regula el monopolio y el uso lícito de la coacción por el apa-rato del Estado). Ideas que se manifiestan cuando se señala que los derechos fundamentales son negaciones de poder público (ámbitos donde el aparato del Estado no puede imponer unilateralmente deberes jurídicos de inexcu-sable cumplimiento).

La obra de Locke, Puffendorf, Kant y tantos otros intentará dotar de fundamento teórico a esas exigencias prácticas, donde la libertad e igual-dad naturales del individuo se extienden a ámbitos distintos del religioso o el ideológico. La gran aportación de estos pensadores será que junto a esas exigencias vendrá la reivindicación del derecho a participar en la crea-ción de la ley que establece el procedimiento legal para limitar la libertad e igualdad: que sean los propios hombres, libres e iguales, quienes definan los términos del procedimiento legalmente establecido para ordenar y limitar su libertad e igualdad (lo que, como es sabido, no es aún una vindicación democrática).

Reparemos en el título de la Declaración francesa de 1789 y su mención al hombre y al ciudadano, lo que ya latía en las tesis de Hobbes o de Locke (el hombre del estado de naturaleza al ciudadano de la sociedad civil). Men-ción que es de utilidad para hacer una importante distinción entre derechos humanos y derechos fundamentales. Pues también está en esa invención del individuo libre e igual por naturaleza de la Modernidad el origen de los derechos humanos, y, desde luego, de los derechos fundamentales. Pero ¿a quién protegen esas declaraciones de derechos? ¿A todos los hombres, sea cual sea su sexo, raza o religión? ¿Quizá solo a los ciudadanos, al pueblo del Estado? Pues bien, no se incurriría en falsedad si se afirmara que las declaraciones de derechos tenían como destinatarios únicamente a los ciu-dadanos. Las declaraciones garantizaban la libertad e igualdad inherente a todo ciudadano por el hecho de serlo; es decir, por ser parte en el pacto social (esto explica que convivieran las declaraciones con la aceptación de la esclavitud), pero, también, por ser un ser humano. Es aquí donde comien-za la distinción entre derechos humanos (derechos naturales inherentes a todo ser humano) y derechos fundamentales (derecho naturales inherentes a todo ser humano, que, además, al ser ciudadano, gozan de reconocimien-to jurídico). También, por este motivo, el estudio de la relación entre decla-

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raciones de derechos y Constitución, lo es de la formación de los derechos fundamentales, y no de la de los derechos humanos.

2. La distinción entre derechos humanos y derechos fundamentales

Da la impresión de que lo que distingue a un derecho humano de un derecho fundamental es el ámbito de sus titulares. En el primer caso, son ti-tulares de derechos humanos todos los hombres, sea cual sea el ordenamien-to jurídico que los sujeta, y en el segundo, solo los ciudadanos; es decir, los sometidos a determinado ordenamiento jurídico (no en vano, Pérez Royo recordará cómo la titularidad de los derechos y libertades de las Declara-ciones de Derechos definía el pueblo del Estado, la ciudadanía, que solo después se tornó nacionalidad). También es muy habitual sostener que los derechos humanos son meros principios morales o éticos huecos de eficacia jurídica, de la que sí gozan los derechos fundamentales. Veamos qué hay de cierto en ambas tesis sobre la distinción derechos humanos-derechos funda-mentales.

En efecto, se dice que la libertad e igualdad individual son notas natu-rales del hombre como ser racional que es. Son las cualidades que definen su ser humano, y, por consiguiente, predicables de todo individuo sin excep-ción. En esa medida la libertad e igualdad individuales son un principio uni-versal que se proyecta sobre la moral, la ética, la política y, ¿cómo no?, sobre el derecho. De este modo, la libertad e igualdad se convierten en principios universales y objetivos del derecho; su respeto y garantía es un derecho de todo ser humano, es un derecho humano.

No obstante, el ser humano no solo es hombre, sino que también puede ser ciudadano/nacional (o súbdito), puede ser un sujeto definido por su per-tenencia y sometimiento a un determinado ordenamiento jurídico. Sin em-bargo, es engañoso pensar que los derechos humanos lo son del hombre y los derechos fundamentales lo son del ciudadano/nacional. Cuando menos, porque hay muchos derechos fundamentales cuya titularidad es universal, de todo hombre (caso del artículo 20,1 Constitución española de 1978), y hay derechos humanos que se ocupan de proteger la libertad del ciudada-no (artículo 21,2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos). No parece, pues, una nota concluyente de la distinción derechos humanos-derechos fundamentales, y no lo es.

Semejante tesis, según la cual los derechos humanos lo son del hombre y los derechos fundamentales lo son del ciudadano/nacional, trae su causa de dos concepciones diversas de la libertad. Para unos, sobre todo los europeos continentales, la libertad es un bien de la humanidad. Sus manifestaciones

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constituyen el contenido de un derecho natural despojado ya de sus lastres sacros y teológicos. La libertad es un principio objetivo de derecho natural que debe presidir e inspirar todo ordenamiento jurídico (léase también Es-tado) que pretende presentarse como legítimo. Por tanto, es un principio universal, un derecho humano. Sin embargo, para la tradición anglosajona, sin negar este fundamento filosófico, la libertad es el resultado de un conjun-to de libertades, y éstas son a su vez la suma de aquellos comportamientos que han sido entendidos tradicionalmente como reservados a la discrecio-nal voluntad individual, bien por tener una naturaleza espiritual, propio del fuero interno del individuo en el que nadie debe entrometerse (libertad reli-giosa, de expresión, etcétera) o del que nadie puede o debe disponer (dere-cho a la vida); o por razones pragmáticas, atinentes a la seguridad jurídica, que es la primera piedra de la estabilidad social (privación de la libertad solo de acuerdo con el procedimiento legalmente establecido), o al bienestar eco-nómico (libertad comercial y de empresa, respeto a la propiedad privada, expropiación con indemnización). Todos ellos concebidos como patrimonio individual que debe poder ser defendido judicialmente ante los ataques del poder público, como derechos fundamentales de los individuos en una so-ciedad civilizada y próspera (estos, en definitiva, son los lindes de la polémi-ca entre Jellinek y Boutmy sobre el origen de los derechos fundamentales, mantenida a mediados del siglo XIX).

La diferencia deberá estar en otro lugar. Para llegar a ella, partamos de la siguiente propuesta de definición de una y otra categoría: los derechos humanos describen la libertad e igualdad en ciertos ámbitos de la vida hu-mana que deben ser garantizados a todo hombre por el hecho de ser un ser humano, y con independencia de su reconocimiento y efectiva protección jurídicas en cada ordenamiento jurídico particular; los derechos fundamentales son garantías de la libertad e igualdad en ciertos ámbitos de la vida humana de la que son titulares los hombres, bien en su condición de seres humanos bien en su condición de ciudadanos, en los términos que establece el orde-namiento jurídico particular al que están sujetos.

Volvamos a las categorías hombre/ciudadano. El hombre, para el de-recho, no solo es un ser humano, y por el hecho de serlo portador de una libertad e igualdad naturales, sino también puede ser un súbdito o un ciuda-dano. Estas dos últimas cualidades son propiamente jurídicas, pues súbdito es quien obedece a un ordenamiento jurídico en cuya creación no participa, y ciudadano es quien participa en la creación del ordenamiento que obe-dece, lo que funda su carácter obligatorio. El hecho mismo de que ambas sean calificaciones jurídicas del individuo repercute en la extensión de su libertad. La libertad del súbdito es la que está tolerada por el ordenamiento

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jurídico. La libertad del ciudadano es la que él mismo establece mediante la creación de las normas del ordenamiento jurídico. De modo aún más simple: si el hombre es un mero súbdito, es libre allí donde la ley calla; si el hombre es un ciudadano, la ley se crea para hacer compatible, ordenar, la libertad de todos los ciudadanos, no para decir cuándo son libres. Pero lo capital de esta distinción es que donde el hombre es un súbdito no hay de-rechos humanos, y tampoco, como veremos, derechos fundamentales, pues debe su libertad por entero a la ley y no a su condición de ser humano (hay derechos legales, lo que los anglosajones llaman derechos civiles). En ese caso, no hay libertad, sino tolerancia. Solo donde hay ciudadanos son po-sibles los derechos humanos y los derechos fundamentales, porque no hay tolerancia, sino libertad.

Nótese el hecho de que una vez calificado jurídicamente el hombre, ya sea como súbdito, ya sea como ciudadano, su libertad está en función de su estatus jurídico, desplazando su simple consideración como ser humano. Pues bien, los derechos humanos pretenden predicar la libertad del hombre al margen de su estatus jurídico, enumerando una serie de libertades que le pertenecen por naturaleza, por el simple hecho de ser un ser humano. Los derechos fundamentales, sin embargo, tendrán en cuenta el estatuto jurídi-co de cada individuo, sin perjuicio de que garanticen libertades a cualquier hombre por ser solo ser humano; o, dicho en otros términos, sin perjuicio de que también consideren al ser humano como un estatus jurídico del hom-bre. Así pues, lo relevante no es la mayor o menor universalidad del titular de una u otra categoría de derechos, sino la relevancia que se le dé al estatu-to jurídico de cada individuo. Si lo importante es su naturaleza humana con independencia de su pertenencia a uno u otro ordenamiento jurídico, ha-blamos de derechos humanos; si además de su naturaleza humana tenemos en cuenta que también es un sujeto de un ordenamiento jurídico particular, entonces hablaremos de derechos fundamentales.

Suele decirse que los derechos humanos carecen de eficacia jurídica, nota que los distingue de los derechos fundamentales. A nuestro juicio, ésta es también una idea equivocada. No cabe duda de que hoy los derechos hu-manos operan, como operaron en su momento histórico las declaraciones de derechos, como el derecho natural moderno, y como tal, actúan como un criterio para medir la mayor o menor legitimidad política de un Estado (cuantos más derechos humanos y mejor los proteja, más legítimo es el Es-tado).

Lo que sucede es que los derechos humanos poseen una doble dimen-sión, ético-política y jurídica. Como normas ideales o principios generales, como un nuevo derecho natural que sirve como término comparativo entre

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los distintos sistemas sociales, los derechos humanos son, en este sentido, un catálogo de libertades básicas individuales o colectivas que una sociedad o Estado debe garantizar a sus miembros si desea que el poder público en ellas empleado sea tenido por legítimo. Su valor ético y político es de capital importancia. Esto, sin detrimento de su valor jurídico, pues la mayoría, si no todos, los derechos humanos se han catalogado en documentos de carác-ter supranacional, como la ya citada Declaración de Derechos de la ONU de 1948, o los pactos de Nueva York sobre Derechos Civiles y Políticos y Derechos Económicos, Sociales y Culturales, y, ya en el ámbito europeo, el Convenio de Roma para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales. Estos tratados internacionales gozan de eficacia jurídica (con la excepción de la Declaración Universal de la ONU, como es bien sabido) no solo en las relaciones internacionales, sino también en el interior de los Estados-parte en esos acuerdos (incluso han servido para jus-tificar intervenciones militares internacionales en el interior de los Estados que los conculcaban).

El caso español es claro (capítulo III del título III, Constitución Espa-ñola). En nuestro ordenamiento jurídico los tratados internacionales sobre derechos humanos gozan de una doble eficacia jurídica. Por un lado, como cualquier otro tratado internacional del que España sea parte, integran el ordenamiento jurídico español, y sus derechos humanos se convierten en derechos individuales, eso sí, de rango legal, que gozan incluso de su pro-pia jurisdicción para su garantía; caso del Convenio de Roma y el Tribunal Europeo de Derecho Humanos (sin perjuicio de la protección que debe dis-pensarles la jurisdicción ordinaria española, como la que merece cualquier otro derecho individual de nuestro ordenamiento jurídico). Por otro lado, el artículo 10,2, Constitución española, del que se hablará más adelante, los convierte en instrumento interpretativo de los derechos fundamentales ga-rantizados en su título I.

Así pues, para el caso español, los derechos humanos contenidos en declaraciones de derechos internacionales ratificadas por España e incor-poradas a nuestro ordenamiento en los términos establecidos por la CE se convierten en derechos de rango legal, tutelables por los jueces ordinarios. Y aquellos derechos humanos que, además, coincidan en su contenido con un derecho fundamental de la Constitución española servirán para inter-pretar estos últimos.

Adviértase un importante dato: los derechos humanos solo poseen ran-go constitucional (y según el ordenamiento español son amparables por el Tribunal Constitucional en tanto derechos fundamentales) si son constitu-cionalizados; es decir, si forman parte del catálogo de libertades de una

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Constitución, si son derechos fundamentales. Un derecho fundamental siempre es una libertad constitucional, o si se quiere, un derecho constitu-cional. No así un derecho humano. Y esta nota de la constitucionalización de la libertad es capital. Es ella la que define todo el proceso de formación histórica de los derechos fundamentales que analizaremos a continuación.

Quizá por todas estas razones (su universalidad, su concepción como principio objetivo y de derecho natural de todo ordenamiento jurídico, se predica de todo hombre por serlo, con independencia de su estatus jurídico, no estar constitucionalizados, pues si lo están se transforman en derechos fundamentales), los derechos humanos encuentran mejor acomodo en el plano internacional, y su sede jurídica más adecuada puede ser la de los tra-tados internacionales. Es ahí donde es posible considerar al hombre en su desnuda cualidad de ser humano, en su dimensión universal, sin que su perte-nencia a uno u otro Estado o comunidad modifique el ámbito de su libertad (aunque quede condicionada por el hecho de que el ámbito territorial y per-sonal de validez del tratado dependa de los Estados que lo hayan firmado y de la eficacia interna que sus ordenamientos jurídicos den a las normas de esos tratados internacionales).

II. la ForMación Histórica dE los dErEcHos FundaMEntalEs. las dEclaracionEs dE dErEcHos

Para una mejor comprensión de la formación histórica de los derechos fundamentales se puede afirmar que su evolución ha venido marcada por la tensión entre, por una parte, una fundamentación tradicional de la libertad e igualdad individuales y otra racional; y, por otra, entre la libertad y la ga-rantía de sus concretas manifestaciones: las libertades.

En el primer caso, para la tesis tradicionalista, es el derecho tradicional (o el que se cree derecho tradicional de un lugar) el que ha asegurado inve-teradamente la libertad de los súbditos o ciudadanos de ese ordenamiento jurídico. Si este derecho no se respeta, no se respeta la libertad. Esta forma de argumentar se emplea habitualmente para oponerse a un nuevo derecho que pretende imponerse sobre el tradicional aduciendo que no ha tenido en cuenta la libertad ya establecida de los súbditos o ciudadanos o que ha introducido desigualdades entre ellos. Para la tesis racionalista, es el nuevo derecho natural racional el que reconoce la libertad e igualdad también naturales de todos los individuos. Todo derecho positivo que pretenda ser legítimo debe adecuarse a ese derecho natural de la libertad e igualdad que pretende fijarse en declaraciones de derechos. El ordenamiento jurídico, el Estado en definitiva, debe adaptarse a esta nueva exigencia, porque solo

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así puede explicarse que obligue a todos (en último término, su validez). La Constitución es la que se ocupará de reordenar de nuevo el Estado para que sirva a ese fin protector de la libertad e igualdad individuales (en esto consistió en esencia la polémica sostenida entre Paine —racionalista, defen-sor de los derechos del hombre— y Burke —tradicionalista, defensor de las libertades garantizadas por el common law—).

En el segundo caso, la formación de los derechos fundamentales se de-bate entre quienes consideraron que la libertad era un principio objetivo de todo ordenamiento jurídico que estuviera dotado de una Constitución, alumbrada por la voluntad del soberano nacional, y los que consideraron que lo protegido jurídicamente son diferentes libertades individuales que se pueden hacer valer incluso ante el propio legislador.

Para los primeros, allí donde hubiera Constitución, había libertad e igualdad. Todo ello sin perjuicio de que el legislador, representante de la voluntad soberana de la nación, pudiera establecer por ley garantías jurí-dicas específicas de la libertad e igualdad individuales, para fortalecer la protección constitucional de la libertad ante la actuación del gobierno y la administración pública. Esas garantías jurídicas concretaban la libertad e igualdad individuales en sus diversas facetas y precisaban el principio de legalidad en esos ámbitos, indicando a los jueces cuáles eran los límites de la actuación gubernamental o administrativa. Incluso más adelante no fue ne-cesario que el legislador estableciera esas garantías en leyes parlamentarias, pues si la Constitución era tenida como una ley reforzada, pero ley a fin de cuentas, como tal entraba a formar parte del bloque de la legalidad que el juez debía aplicar para controlar la actividad de los poderes públicos. De ahí, también, esa idea de que la libertad se precisa jurídicamente en dere-chos reaccionales; es decir, en el derecho de reaccionar ante las extralimita-ciones del poder público lesivas de la libertad, acudiendo en amparo a los tribunales de justicia.

Para los segundos, la efectiva protección de la libertad e igualdad de los individuos pasa necesariamente por el reconocimiento a esos mismos de derechos subjetivos que les permitan acudir a los jueces para que estos am-paren sus libertades concretas si el poder público las lesiona, incluso para ha-cerlas valer ante la mismísima ley parlamentaria. La libertad se garantiza ju-rídicamente allí donde al individuo se le reconoce un derecho subjetivo cuyo objeto es el deber de los demás de respetar esa esfera de libertad individual.

Estas son las grandes tensiones que jalonan y han hecho progresar el concepto de derechos fundamentales y sus manifestaciones concretas. Pero veamos su historia con mayor detalle.

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No parece necesario detenerse en exceso para, a la vista de lo ya dicho, afirmar sin reparos que en los ordenamientos jurídicos preestatales no cabe hablar de derechos humanos o derechos fundamentales, ni siquiera de li-bertades individuales en términos genéricos. Para estos ordenamientos, el individuo carece de entidad jurídica, y la libertad no es sino el privilegio de ciertos colectivos o estamentos (normalmente consistente en la exención de obediencia a ciertas normas o en el reconocimiento de cierta autonomía normativa). El llamado derecho de resistencia, solo de una manera muy lata, puede tomarse por antecedente remotísimo de los derechos humanos o derechos fundamentales. En realidad, es bien sabido que ni era tal derecho ni se le reconocía a los individuos, y tampoco servía a la libertad individual.

Es habitual comenzar esta historia de los derechos fundamentales en Gran Bretaña (quizá uno de los primeros ordenamientos jurídicos estatales reconocible como tal), lo que tampoco es del todo correcto. No porque los bien conocidos documentos constitucionales británicos que jalonan su his-toria constitucional desde el siglo XIII (la Carta Magna —1215—, la Petition of Rights —1628— o el Bill of Rights —1689—, por citar algunos) no sean de capital importancia en esa historia. Sencillamente porque ni recogen dere-chos humanos ni lo hacen de derechos fundamentales. La idiosincrasia tan particular del Estado constitucional británico explica esta aparente parado-ja (no en vano, el debate dogmático sobre la conveniencia de redactar una Declaración de Derechos es recurrente en la Gran Bretaña).

El caso británico es un modelo ejemplar de concepción tradicionalista de las libertades individuales. En aquellos documentos o en la labor de los jueces británicos bajomedievales y modernos, en particular Coke y Black-ston, no hay un reconocimiento de la existencia de libertades a todo hombre por el hecho de serlo, ni la libertad es considerada un principio objetivo del ordenamiento jurídico británico indisponible incluso para la ley parlamen-taria. Este particular carácter de la libertad e igualdad individuales en Gran Bretaña ya se pone de manifiesto en sus orígenes. La Carta Magna de 1215 es un documento por el cual el rey reconoce los privilegios y libertades de los barones, los clérigos y algunos estamentos sujetos a su jurisdicción, com-prometiéndose a respetar el derecho hasta ese momento vigente que regu-laba sus estatutos jurídicos, limitando así sus prerrogativas reales. En otras palabras, se trataba de fijar el sistema de fuentes, de modo tal que cuando se tratara de un litigio en el que estuviera en juego la vida, la libertad y la propiedad de un súbdito del rey, éste renunciaba a aplicar su propio derecho y convenía que los jueces ingleses aplicaran el Derecho de la Tierra (Law of the Land). El otro gran paso será dado por los jueces, en particular por el juez Coke, quien extenderá la aplicación de los términos del acuerdo contenido

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en la Carta Magna “a todos los ingleses libres” (y, en el caso mencionado de Coke, el intento, ciertamente infructuosos, de sustraer esa libertad a la disposición del Parlamento soberano). Así individualiza aquellos privilegios estamentales, convirtiéndolos en libertades, pero únicamente de los ingleses, súbditos del rey que ha convenido en ese pacto. Obviamente, no se trata de derechos humanos.

Cuando estos ingleses dejan de ser súbditos y se convierten en ciudada-nos, sus libertades ya no estarán amenazadas por el rey. Ahora sus libertades garantizadas en el common law serán ordenadas, para conseguir que todos los ciudadanos ingleses las disfruten en condiciones de igualdad, por la ley parlamentaria; es decir, por el soberano a través de su personificación, el Parlamento británico. Las libertades de los ingleses llegan allí donde la ley lo permite. Donde habla la ley, calla la libertad. Tampoco se puede hablar con propiedad de derechos fundamentales en la Gran Bretaña si el legisla-dor puede disponer de la libertad individual.

No deja de causar perplejidad el que esta primera juridificación de la libertad e igualdad individuales, que acaba con su simple legalización, no conduzca ni al reconocimiento de derechos humanos ni al de derechos fun-damentales. Para la teoría tradicional británica, el common law, el Derecho de la Tierra, el bueno y viejo derecho sajón, tenían por objeto la garantía de la liber-tad e igualdad de los británicos. Si ese derecho se aplicaba por los jueces, el británico tenía garantizada su libertad (respeto al procedimiento legalmente establecido, que no era otro que el previsto por ese derecho tradicional); aún más, podía reclamar que fuera ese el derecho que se le aplicara y la invali-dez de toda norma que lo contradijera, pues en él encontraban protección sus libertades: la vida (prohibición de torturas), la libertad personal (no hay delito sin ley previa que lo sancione, garantías penales y procesales) y la propiedad (expropiación indemnizada). La libertad aparece como un asun-to personal, como la necesidad de proteger jurídicamente el patrimonio individual compuesto por sus bienes materiales y sus libertades, para lo que el common law lo dota de instrumentos para reclamar amparo de los jueces.

Nadie podía ser privado de su vida, de su libertad y de su propiedad si no era conforme al procedimiento legalmente establecido. En esta frase se resume la concepción clásica británica sobre la libertad. En ella se condensa tanto la idea de libertades jurídicas como su puesta a disposición de la ley. Lo importante es que los límites a la libertad e igualdad sean establecidos por la propia colectividad, la soberana, representada en el Parlamento, me-diante la ley, expresión normativa de la voluntad de ese Parlamento. Ahora bien, esa íntima dependencia de la ley hace muy difícil universalizar al titu-lar de esas libertades. La ley garantiza y limita la libertad de quienes están

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sujetos a ella, e indirectamente han participado en su creación, los ciudada-nos. Se es ciudadano, no en consideración de su naturaleza humana, sino de las condiciones que la propia ley establece (nace el concepto “nacional”). Así pues, las libertades, jurídicamente, lo son de los ciudadanos, no de cual-quier hombre por el hecho de serlo.

Sin embargo, ya están aquí en germen las notas definitorias de la evolu-ción de los derechos fundamentales hasta la actualidad.

Recordemos por un instante la polémica suscitada entre Jellinek y Bout-my sobre el origen de los derechos fundamentales. Una polémica más eru-dita y académica que útil para esclarecer esa evolución. En realidad, se enfrentan dos concepciones diversas sobre la juridificación de la libertad individual. Para Jellinek, el origen debe buscarse en el Bill of Rights de Vir-ginia, donde se garantizan jurídicamente las distintas libertades individua-les reconociendo a cualquier individuo el derecho a reaccionar frente a sus lesiones acudiendo a los tribunales. Para Boutmy, sin embargo, esa idea es demasiado pobre, pues para él el origen de esa juridificación debe buscarse en la Declaración de Derechos francesa de 1789, donde se concibe la liber-tad como principio general de todo Estado constitucional y se la reconoce a todo hombre, y no solo a los ciudadanos. Es evidente que uno y otro hablan de cosas diversas; el primero lo hace de los derechos fundamentales, y el se-gundo, de los derechos humanos.

Las consecuencias de que la garantía de los derechos y libertades de los individuos ha tenido para la estructura constitucional del Estado no es, como se ve, un asunto reciente.

La relación entre declaraciones de derechos y Constitución pone de manifiesto la relevancia que ha tenido la constitucionalización de aquellas para la juridificación de ésta, y la cimentación de su supremacía en el orde-namiento jurídico, así como para la efectiva tutela por los jueces y tribunales de los derechos individuales.

III. las dEclaracionEs dE dErEcHos y la constitución coMo norMa Jurídica. los dos caMinos

dE la constitucionalización dE las dEclaracionEs

En el constitucionalismo europeo-continental del siglo XIX las declara-ciones son concebidas como conjunto de valores y principios morales o polí-ticos que deben inspirar al legislador en su conformación del ordenamiento jurídico. Como afirma Wahl, la legitimidad política del legislador decimo-nónico se cifra en su lealtad y fidelidad al proyecto político de desarrollo y garantía de aquellos principios y valores, convertidos por su intervención

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en derechos legales del individuo. Por el contrario, en el constitucionalismo norteamericano, la declaración de derechos fundamentales acaba por cons-titucionalizarse precisamente para sustraer su efectiva vigencia de la libre disposición del legislador, y su contenido se concebirá como conjunto de derechos individuales de rango constitucional y directamente tutelables por los jueces y tribunales.

La manifestación de esa doble cualidad de los derechos individuales a lo largo del proceso de su constitucionalización sitúa la cuestión en sus jus-tos términos. La coincidencia en el postulado inicial de la formalización y su vinculación con el Estado constitucional se torna en un distanciamien-to profundo en la función y consecuencias de la garantía de los derechos. La declaración de derechos en el constitucionalismo norteamericano sirvió para reafirmar un cambio de titular de la soberanía respecto de la situación política anterior, mientras que para el constitucionalismo continental-euro-peo, sobre todo el de tradición francesa, su función consistió en imponer un nuevo derecho positivo distinto al del monarca absoluto.

1. Las declaraciones en la Constitución, la tradición norteamericana, y la Constitución en las declaraciones, la tradición francesa

El constitucionalismo norteamericano descansa en la consideración de la Constitución como expresión normativa de la voluntad del pueblo, vo-luntad cuyo objeto es la ordenación de los poderes del Estado. La Constitu-ción de 1787 carece de declaración de derechos porque éstos eran tenidos por válidos y aplicables por jueces y tribunales en tanto derechos del pueblo soberano (la raíz británica de esta idea es evidente) sin necesidad de ser constitucionalizados (tesis de los federalistas frente a la defendida por los antifederalistas, que sí creían necesario redactar una declaración para fijar con claridad los límites del Parlamento y su ley e incorporarla la Constitu-ción federal). La norma constitucional, si acaso, establece los cauces proce-sales para su efectiva tutela. Al respeto y garantía de la libertad individual responde la Constitución como documento normativo “orgánico”. No obs-tante, desde 1791 se inicia la constitucionalización de aquellos derechos, no para dotarlos de una vigencia de la que ya gozaban, sino para ponerlos a buen recaudo del legislador (lo que no quiere decir que triunfara la tesis antifederalista; antes bien, es fruto del triunfo del principio de soberanía po-pular y la supremacía normativa de la Constitución frente a la soberanía parlamentaria y la supremacía de la ley). De esta forma, la constitucionali-zación de los derechos y su uso como parámetros para enjuiciar la constitu-

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cionalidad de las leyes consolida de una vez por todas la supremacía de la norma constitucional respecto de la ley.

En cambio, el constitucionalismo europeo de corte francés se erige so-bre la supremacía de la ley como consecuencia lógica de la soberanía de la nación y la articulación de su voluntad en la realidad política y jurídica a través del legislador. La voluntad de éste es voluntad del soberano, y su ex-presión normativa, la ley, puede disponer de la garantía de los derechos y li-bertades individuales que habían sido formulados como principios políticos en declaraciones previas o coetáneas, pero siempre separadas de la “Consti-tución”. Caso de la Declaración de 1789 y las diversas Constituciones fran-cesas del periodo revolucionario (1791, 1793 y 1795), que se remitían a ella como orden de valores de obligada observancia para el legislador, y luego precisaban en su interior ciertos derechos y libertades.

Si hay un concepto básico en esta construcción separada de declara-ción, por un lado, y Constitución, por otro, es el de remisión a la ley como expresión del imperio de esta última. Téngase en cuenta que aquí la idea de remisión a la ley tiene un carácter genérico y diverso al de reserva de ley del constitucionalismo alemán del siglo XIX. Con esta cláusula nos referimos a las variadas fórmulas, muy extendidas en las declaraciones y Constituciones de la época, que reflejaban el contenido del artículo 4 de la Declaración francesa de 1789: “La libertad consiste en poder hacer lo que no daña a otro; así el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos. Estos límites no pueden ser determinados más que por la ley”.

La exigencia de despolitización de las relaciones jurídicas en la esfera de la sociedad solo era posible a través de normas jurídicas cuyo fin es el de establecer el necesario orden que debe reinar entre individuos iguales y li-bres. Por este motivo, dicha norma reúne una serie de caracteres, como son la generalidad y la universalidad, con objeto de asegurar que afectará a to-dos por igual. Esa norma es la “ley”, que aúna a estas sus notas definitorias su legitimidad como expresión jurídica de la voluntad colectiva. La ley es la ordenación de las libertades entre iguales. La remisión a la ley no hace más que dar vida a esta concepción. Por este motivo, toda norma que no reúna aquellas notas o, aun poseyéndolas, no derive de la remisión, es una inje-rencia en las libertades al romper ese equilibrio entre iguales e introducir relaciones de poder en la sociedad.

Sin embargo, no es del todo exacto afirmar que la remisión a la ley solo habilita al legislador para imponer límites a los derechos y libertades individuales. La remisión tiene aquí igual función que tiene la constitucio-

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nalización de los derechos en el constitucionalismo norteamericano, dotar su tutela de una forma jurídica irresistible a otros poderes del Estado, es-pecialmente a la administración pública o al monarca. Con la remisión a la ley se asegura que solo el legítimo representante del soberano, el legis-lador, podrá determinar el ámbito jurídico de aquellos principios políticos recogidos en la declaración de derechos y a los que está vinculado, tal y como expresaban de diversa forma las Constituciones francesas de la épo-ca revolucionaria. La ley era límite, dado que a juicio de la teoría liberal del Estado, juridificar la libertad es, precisamente, limitarla; pero también establece el ámbito de la efectiva garantía individual de aquellos derechos y libertades. Y esto es así porque la ley regula los límites en la libertad con el fin de asegurar que estos se sufran de igual forma por todos. La igualdad en el disfrute de la libertad no significa una igualdad real y efectiva de todos con independencia de su situación socioeconómica, sino a la igualdad en los límites que debe sufrir la libertad de todos (todos tenemos los mismos límites a nuestra libertad, aunque esta libertad no se disfrute por todos en igualdad de condiciones).

Las consecuencias para la garantía de los derechos individuales y la estructura constitucional del Estado están bien a la vista. En el constitucio-nalismo norteamericano ya no se distingue entre el derecho y su garantía; esto es, entre su dimensión objetiva de principio y su dimensión subjetiva de derecho individual de libertad. No obstante, la constitucionalización de las declaraciones, en la medida en que implica que la pretensión subjetiva de un individuo para proteger su libertad ante los tribunales puede tener como consecuencia la declaración de inconstitucionalidad de una norma legislati-va por vulnerar la Constitución, ha supuesto también un proceso de judicia-lización de las declaraciones y, por consiguiente, de la propia Constitución.

El juez Cushing, en el caso “Quok Walker”, veinte años antes del caso “Marbury vs. Madison” (1783-1803, respectivamente), abolió la ley sobre esclavitud por contraria a la igualdad y libertad individuales reconocidas en la Constitución del estado de Massachusetts. Ya no se trata de preservar a la libertad de la ley o impedir que ésta la limite, sino evitar que la limita-ción legal suponga también, como en el caso francés, la delimitación jurídi-ca de la libertad. La ley puede ser límite externo, sin más, pero el contenido de la libertad es el recogido en el texto constitucional y delimitado por la Corte Suprema en sus fallos.

La tradición continental de raíz francesa transita por derroteros distin-tos trazados por el rumbo de la legalización de los derechos y libertades. La existencia jurídica de los derechos y libertades como garantías individuales se hace depender del legislador. Lo que el artículo 16 de la Declaración de

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Derechos del Hombre y del Ciudadano proclama es que todo Estado, para poseer una Constitución (política, debería decirse, a falta de sanción jurídi-ca de sus infracciones), debe establecer la división de poderes (una determi-nada organización del poder público) y asegurar la garantía de los derechos en ella contenidos. La “Constitución orgánica” misma es la suprema garan-tía de los derechos y libertades individuales de las declaraciones. Se tiene la convicción de que el respeto y acatamiento de la Constitución (aunque solo sea como norma política) tiene como lógico resultado que todos tienen la posibilidad de ser libres, en tanto los límites al poder sean efectivos, lo que reposa en la afirmación de la supremacía de la ley. Casi puede decirse que en este momento histórico si hay ley, hay libertad. Por este motivo, los dere-chos de libertad, en cuanto garantías jurídicas de la libertad individual, son concebidos como derechos-límite creados por el legislador, que delimitan jurídicamente un agere licere del individuo; es decir, un comportamiento jurí-dicamente permitido, y lo protegen frente a los poderes públicos. Este es el núcleo dogmático de la teoría francesa de las libertades públicas.

2. Alemania, la excepción que se convirtió en regla. Las declaraciones frente a la Constitución. Y breve excursus sobre España

Si hay que buscar una ubicación teórica perfecta para aquella distinción entre la libertad y su garantía, sin duda alguna, ésta es el Estado alemán del siglo XIX, y su núcleo teórico, el principio monárquico. Aquella sepa-ración se acomoda a concepciones que enfocan la existencia de la libertad individual como resultado de la autolimitación del poder. El compromiso de autolimitación del poder se asegura a través de los cauces institucionales contenidos en la Constitución, que es entendida como carta otorgada.

El concepto de reserva de ley, tan caro al constitucionalismo alemán, ex-presa a la perfección la visión de una norma que, salvo el nombre, no com-parte para nada ni la posición ni el imperio de su homónima francesa. La re-serva, al contrario que la remisión, es en sí una garantía de la libertad frente al Poder Ejecutivo. Es más, la reserva de ley suple la falta de declaraciones de derechos en las Constituciones alemanas posteriores al Vormärz (1848) hasta la Constitución del Reich de 1875, y hace cierta la reducción de la garantía de la libertad a la “Constitución orgánica”. La teoría de los estatus y los de-rechos públicos subjetivos alemanes son corolario de estos presupuestos. Al individuo se le reconoce un estatus negativo en el que consiste su libertad (ámbitos exentos de poder público que imponen un deber de abstención al Estado), y de ese estatus dimanan derechos reaccionales como derechos públicos subjetivos. Estos derechos no se dirigen frente al legislador, pues

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precisamente la reserva le permite regular esos derechos (la libertad juridi-ficada), sino frente al Poder Ejecutivo cuando éste actúa en el ámbito de la reserva sin la debida cobertura legal, vulnerando esos derechos subjetivos, y, por consiguiente, el estatus negativo de libertad que el Estado reconoce a cada ciudadano en la declaración de derechos que integra la Constitución.

En esta plena legalización de la libertad e igualdad individuales, donde la garantía jurídica de la libertad se identifica con el respeto al principio de legalidad (la libertad solo puede regularse por ley —idea clásica de la reser-va de ley en Alemania—, luego la acción de la administración pública en los ámbitos de libertad individual solo es posible en los términos que establezca una ley, ahí su vinculación a la ley es positiva y no negativa, como se enten-día para el resto de las materias; sin ley habilitante, la actividad administra-tiva es lesiva de la libertad individual), llega a su momento culminante con la Constitución de la República Alemana de 1919, la denominada Consti-tución Weimar. Según la interpretación generalizada de la famosa segunda parte de la Constitución de Weimar, su contenido, o eran meras normas programáticas (aquellas que establecían fines sociales, muy similares a los principios rectores del capítulo III del título I, CE), o simples “saltos en el vacío”, en palabras de Schmitt; es decir, normas sometidas a reserva de ley que ponían a disposición del legislador su contenido, pues será la ley la que defina jurídicamente el ámbito de libertad que esas normas pretendían garantizar (que era el caso de los restantes derechos de esa segunda parte). Únicamente gozaban de una cierta eficacia jurídica directa aquellas normas que contenían la garantía de una institución de derecho público o privado, garantía que consistía en prohibir al legislador que éste pudiera disponer de su existencia mediante una ley, o, dicho en otros términos, la eficacia de esas normas consistía en que las instituciones que garantizaba (matrimonio, familia, Iglesia, etcétera) eran de existencia necesaria en ese ordenamiento jurídico (son las denominadas garantías institucionales o de instituto, acuñadas por Schmitt, y de las que nos ocuparemos más adelante).

Poco, o casi nada, puede decirse de la historia de los derechos funda-mentales en el constitucionalismo español. Es cierto que las Constituciones españolas incorporaban todas (salvo el Estatuto Real de 1834) una declara-ción de derechos. Pero si ya fue dudosa la normatividad de muchas de ellas, mayor aún lo era la de sus declaraciones. Sin embargo, en las ricas tensiones del constitucionalismo español también se ponen de manifiesto las de la evo-lución general de los derechos fundamentales.

Dejando a un lado el caso de la Constitución de 1812, a cuya declara-ción de derechos se le pretendía una cierta eficacia jurídica, que nunca tuvo tiempo para desplegar; en las restantes se advierte una concepción legaliza-

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dora de las declaraciones de derechos. En particular en las Constituciones doctrinarias (1845, 1876). Frente a esta idea mayoritaria se desarrolla otra, ciertamente tardía y minoritaria, que concibe las libertades reconocidas en las declaraciones indisponibles al legislador y tutelables por los tribunales ordinarios. Este es el caso de la Constitución de 1869, que califica a las liber-tades de derechos naturales cuyo ejercicio está garantizado por la Constitu-ción misma, siendo ilegislables (artículo 22). Con todo, habrá que esperar a la de 1931 para encontrar una idea moderna de los derechos fundamentales (incluso se regula un remedo de amparo “de garantías individuales” ante el Tribunal de Garantías Constitucionales); aunque no estuvo exenta de las tribulaciones que plagaron su época.

Es posible que no sea una coincidencia el hecho de que las Constitucio-nes que legalizan los derechos fundamentales sean Constituciones flexibles, donde la soberanía es compartida por el rey y las Cortes Generales, y que aquellas donde los derechos fundamentales comienzan a serlo de veras sean Constituciones rígidas y la soberanía recae en la nación o en el pueblo es-pañol.

En definitiva, la tradición europeo-continental avanzará por una senda muy distinta a la norteamericana, y esto explica las peculiaridades propias de la dogmática liberal continental. Durante el siglo XIX en el constitucio-nalismo europeo la dimensión objetiva de la libertad se ubica en las decla-raciones de derechos, de valor político incalculable, pero carentes de valor jurídico hasta que la ley no articulaba pretensiones individuales jurídico-po-sitivas, que constituían la dimensión subjetiva de la libertad. El proceso de constitucionalización que culmina con las Constituciones modernas del Es-tado social y democrático de derecho no es otra cosa que trasladar aquella dimensión objetiva de la libertad de la esfera preestatal de las declaraciones a la estatal de la Constitución normativa y unirla a su dimensión subjetiva. En una palabra, convertir los derechos humanos en derechos fundamen-tales. Y tal cosa se logrará en dos momentos sucesivos: incorporando las declaraciones de derechos a las Constituciones, y dotando no solo de nor-matividad, sino también, y sobre todo, de supremacía a esas Constituciones. Notas (la normatividad y la supremacía jerárquica), que contagian a esos derechos humanos convertidos en derechos fundamentales.

No cabe duda de que la incorporación de las declaraciones a las Cons-tituciones cobra especial relevancia cuando éstas se convierten en la forma jurídica suprema de un ordenamiento jurídico en el que se afirma la sobe-ranía del pueblo. Esa constitucionalización no solo dota de normatividad a las declaraciones de derechos, sino que además impone la eficacia directa de sus preceptos. Aquí está la importancia de esta constitucionalización,

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pues con ella se resuelve la disputa sobre el valor jurídico de los derechos in-dividuales contenidos en esas declaraciones de derechos, que, como hemos visto, han granado todo el proceso de formación y evolución de las mismas en estos últimos decenios.

La supremacía normativa de la Constitución, como forma jurídica, su-pone que goza de esta nota toda norma contenida en la misma. Así pues, también las libertades garantizadas en las declaraciones de derechos cons-titucionales gozarán de esa supremacía normativa. Por tanto, es nula toda creación o aplicación de normas que sean contrarias a cualquiera de esas libertades, y, lo que es aún más importante, los jueces y tribunales deberán aplicarlas directamente a los asuntos de los que conozcan si no desean que sus actos de aplicación de normas, en particular las resoluciones que dicten, sean declaradas nulas por lesivas de la Constitución.

Evidentemente, si la ley también está sometida al imperio de la Cons-titución, ya no es posible que el contenido y garantías jurídicas de aquellas libertades estén a su disposición. El legislador ha dejado de ser el interme-diario necesario para dotar de garantía jurídica a la libertad constitucional. La libertad posee esa garantía como consecuencia de la propia supremacía de la Constitución, y no de la ley, de tal manera que el propio legislador está vinculado a la definición constitucional de la libertad. Así pues, las reservas y remisiones a la ley que pudieran contener las normas de esas declaraciones de derechos constitucionalizadas ya no apoderan al legislador para decidir sobre el contenido jurídico de la libertad, sino para que sea solo el legisla-dor, y no cualquier órgano del Estado, el único apto para regular los límites de las libertades o desarrollar el contenido de las mismas, solo indicado de forma abstracta y genérica en la Constitución. De esta manera, el legislador solo puede atemperar la eficacia directa de las libertades constitucionaliza-das, procediendo a una primera concreción de su contenido abstracto cons-titucionalmente determinado. Pero esas libertades gozan de eficacia directa exista o no esa legislación. Tales reservas permiten al legislador colaborar con los jueces y tribunales ordinarios, en una posición de superioridad, des-de luego, respecto de éstos (los jueces están sometidos al imperio de la ley) en la concreción de cada libertad constitucional. Si no hay ley, los jueces ya no tendrán un primer criterio de concreción que les permita fijar la eficacia jurídica de las libertades constitucionales en cada caso concreto.

IV. bibliograFía rEcoMEndada

Son diversas las obras acerca del fundamento y del sentido de los dere-chos humanos y los derechos fundamentales. Pueden citarse aquí, el libro

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de Martin kriElE, Introducción a la teoría del Estado, Buenos Aires, Depalma, 1980, de PErEz luño, Los derechos fundamentales (9a. ed.), Madrid, Tecnos, 2005, y el colectivo de raWls, Murrin, stErling, Libertad, igualdad y dere-cho, Barcelona, Ariel, 1988. Véase también el libro de oEstrEicH y soM-MErMann, Pasado y presente de los derechos humanos, Madrid, Tecnos, 1990, y el de Ronald dWorkin, Los derechos en serio, Barcelona, Ariel, 1984. A título general véanse los comentarios de HEssE, “Significado de los derechos fun-damentales”, y de bEnda, “Dignidad humana y derechos de la personali-dad”, en el Manual de derecho constitucional, editado por bEnda, MaiHoFEr, VogEl HEssE y HEydE, Madrid, Pons, 1996.

Para una historia de los derechos fundamentales es de consulta obliga-da el trabajo sistemático y enciclopédico en varios volúmenes, cuyo editor y director fue Gregorio PEcEs-barba, Historia de los derechos fundamentales, Madrid, Dykinson, 1998-2001; el artículo de cruz Villalón, “Forma-ción y evolución de los derechos fundamentales”, Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 25, 1989. Ya es significativo el título que Maurizio Fio-raVanti da a su libro, también de consulta inexcusable, Los derechos funda-mentales. Apuntes de historia de las Constituciones, Madrid, Trotta, 1996. Es de cierto interés el de Miguel artola, Los derechos del hombre, Madrid, Alianza, 1986. Sobre la polémica Jellinek/Boutmy puede consultarse la traducción de sus textos en el libro editado por gonzálEz aMucHástEgui, Orígenes de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, Madrid, Editora Nacio-nal, 1984, que contiene los trabajos de Jellinek y Boutmy. Véase de George JEllinEk, La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, Granada, Comares, 2009, que contiene la introducción de Adolfo Posada, y el mag-nífico estudio de José Luis MonErEo PérEz, Genealogía de las declaraciones de derechos y sus significación político-jurídica. Los trabajos originales de la polémica, incluidos los de Jellinek y el propio Boutmy, se pueden consultar en la obra colectiva dirigida por Roman scHnur, Zur Geschichte der Erkärung der Mens-chrechte, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1964. En este libro, además del estudio introductorio del propio Roman scHnur, son espe-cialmente reseñables los trabajos de Otto VosslEr, Studien zur Erklärung der Menschenrechte, y de Gerhard rittEr, Ursprung und Wesen der Menschenrechte; finalmente, de Realino Marra, Jellinek e le dichiarazioni dei diritti, Materiale per una storia della cultura giuridica, XXVII, 2, 1997. Del propio gonzálEz aMu-cHástEgui, su Autonomía, dignidad y ciudadanía: una teoría de los derechos huma-nos, Valencia, Tirant lo Blanch, 2004. De Eduardo garcía dE EntErría, La lengua de los derechos, la formación del derecho público europeo tras la Revolución francesa, Madrid, Civitas, 2009.

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Estos dos libros son de referencia indiscutible sobre el origen y el valor de la invención de los derechos en Europa y su potencia como idea política y civilizatoria: Lynn Hunt, La invención de los derechos humanos, Barcelona, Tusquets, 2007, y el de John M. HEadlEy, The Europeazination of the World. On the Origins of Human Rights and Democracy, Princton University Press, 2007.

Son obras de lectura muy recomendable las siguientes. Varios auto-rEs, Grund-und Freiheitsrechte von der ständischen zur spätbürgerlichen Gesellschaft, Günter Birtsch (hrsg.), Vandenhoeck und Ruprecht, Göttingen, 1987; sa-rat/kEarns (edit.), Legal rights: historical and philosophical perspectives, Univer-sity of Michigan Press, Ann Arbor, 1996; Christine Faurè, Ce que déclarer des droits veut dire: histoires, París, Presses Universitaires de France,1997; PérEz PrEndEs (dir.), Derechos y libertades en la historia, Valladolid, Universidad de Valladolid, Secretariado de Publicaciones e Intercambio Editorial, 2003; Micheline isHay, The History of Human Rights: from Ancient Times to the Glo-balization Era, Berkeley, University of California Press, 2004; Lynn Avery Hunt, Inventing Human Rights: a History, W. W. Norton & Company, Nueva York, 2007. Dieter griMM, “Die Grundrechte im Entstehungszussamen-hang der Bürgerlichen Gesellschaft”, en el libro Die Zukunft der Verfassung, Frankfurt, Shurkamp, 1991. Otro trabajo imprescindible para entender la historia de los derechos en Alemania es el de Rainer WaHl, Rechtliche Wirkungen und Funktionen der Grundrechte im Deutschen Konstitutionalismus des 19. Jahrhunderts, Der Staat, 3/1979, pp. 321 y ss. Para el caso alemán, también son referencias obligadas los trabajos de Jörg PolakiEWicz, “El proceso histórico de implantación de los derechos fundamentales en Alemania”, Re-vista de Estudios Políticos, 81/1993, y el de Friedhelm HuFEn, “Entstehung und Entwicklung der Grundrechte”, 21/1999. Por último, merecen ser ci-tados los de Bartolomé claVEro salVador, “Garantie des droits: empla-zamiento histórico del enunciado constitucional”, en Andrea roMano (a cura), Enunciazione e giustiziabilità dei diritti findamentali nelle Cate Costituzionali Europee, Milano, Giuffrè, 1994, pp. 19 y ss.; Christophe de la MardièrE, “Retour sur la valeur juridique de la Déclaration de 1789”, Revue française de Droit Constitutionnel, 38, 1999.

Para el caso español consúltense los trabajos de Francisco toMás y Va-liEntE, “Los derechos fundamentales en la historia del constitucionalismo español”, en Códigos y Constituciones, Madrid, Alianza, 1989; Joaquín VarEla suanzEs-carPEgna, “Los derechos fundamentales en la España del si-glo XX”, Teoría y Realidad Constitucional, 20/2007; Clara álVarEz alonso, “Los derechos y sus garantías”, Derechos y Constitución, Flaquer Montequi (ed.), monográfico de la revista Ayer, núm. 34, 1999. Deben sumarse los de José Luis cascaJo castro, “Acerca de los derechos fundamentales en la

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historia del constitucionalismo español”, Debate Abierto. Revista de Ciencias So-ciales, 2, 1990, Francisco astarloa VillEna, “Los derechos y libertades en las Constituciones históricas españolas”, Revista de Estudios Políticos, 92,1996, y de Gonzalo MaEstro, “Los derechos públicos subjetivos en la historia del constitucionalismo español del siglo XIX”, Revista de Derecho Político, 41, 1996, pp. 119 y ss.

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